FEF - Libro D - FERIA DEL LIBRO CCS 2019 - Historia, Mujer, Mujeres Iraida Vargas 2019

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 204

Iraida Vargas

(Aragua, 1942)

Antropóloga por la Universidad Central de Venezuela


(1964), destaca su doctorado cum laude en Historia y
Geografía en la Universidad Complutense de Madrid
(1976). Colaboradora científica del Smithsonian Insti-
tution. Primera mujer en obtener el Premio Nacional
de Cultura, mención Humanidades (2008). Ha sido do-
cente en universidades de España, México, Costa Rica
y Colombia, y además investigadora nacional eméri-
ta por parte del Ministerio del Poder Popular para la
Ciencia, la Tecnología y la Innovación. Autora y coau-
tora de más de treinta libros.
Iraida Vargas Arenas

Historia, Mujer, Mujeres:

Origen y desarrollo
histórico de la exclusión
social en Venezuela.

El caso de los colectivos femeninos


Érika Farías
Alcaldesa

María Isabella Godoy


Presidenta de Fundarte

Secretaria General
Elitany Raga

Gerente de Publicaciones
José Leonardo Riera Bravo

Serie Digital - N° 02 | Colección Delta


©Fundación para la Cultura y las Artes, 2019

Historia, Mujer, Mujeres:


Origen y desarrollo histórico de la exclusión social en Venezuela.
El caso de los colectivos femeninos
©Iraida Vargas Arenas

Diseño y concepto gráfico general: David J. Arneaud G.

Hecho el Depósito de Ley


Depósito Legal: DC2019001838
ISBN: 978-980-253-751-8

FUNDARTE. Avenida Lecuna, Edificio Empresarial Cipreses,


Piso Mezzanina 1, Urb. Santa Teresa
Zona Postal 1010 Distrito Capital, Caracas-Venezuela
Teléfonos: 0212-541-70-77 / 0212-542-45-54
Correo electrónico: [email protected]
Gerencia de Publicaciones y Ediciones
Historia, Mujer, Mujeres:

Origen y desarrollo
histórico de la exclusión
social en Venezuela.

El caso de los colectivos femeninos


Palabras introductorias

Escribir sobre una revolución socialista mientras esta se encuentra en


proceso es una tarea compleja, particularmente en el caso venezolano,
cuando nuestra patria está asediada económica y políticamente por el im-
perialismo estadounidense. Bajo esas circunstancias, el proyecto revolu-
cionario puede verse obligado a cambiar su curso y de estrategia para
sobrevivir: la diferencia de tamaño entre Estados Unidos y Venezuela es
tal, que lo que ha hecho posible nuestra resistencia, es la calidad humana
de nuestro pueblo decidido a defender y a preservar nuestra independen-
cia y nuestra soberanía.
Las mujeres, que constituyen algo más del 50% de la población vene-
zolana, han asumido un papel protagónico en la construcción y reproduc-
ción del proceso revolucionario. Su tarea, las más de las veces silenciosa,
es la de mantener y mejorar las condiciones sociales de reproducción del
proceso revolucionario tanto a nivel familiar como comunal. Si esa tarea
no se cumpliese a cabalidad, la revolución no podría seguir adelante.
La participación de las mujeres en la Revolución Bolivariana se mani-
fiesta igualmente visible y decisiva en las manifestaciones públicas espon-
táneas u organizadas en defensa de dicho proceso.
El Comandante Chávez asentó con toda razón que esta revolución
tiene rostro de mujer. Pero es que las mujeres venezolanas, como analiza
y expresa Iraida Vargas Arenas en esta obra, han sido siempre el pilar
donde se han asentado todos los cambios históricos que han ocurrido
en nuestra sociedad desde las épocas más remotas de la ocupación del
territorio venezolano.
Después de una milenaria lucha, las mujeres venezolanas han co-
menzado a empoderarse de la vida social de sus colectivos. La revo-
lución comunal bolivariana ha reforzado y resemantizado su papel en
la vida cotidiana ya que su dedicación a las actividades domésticas les
ha permitido dedicarse con mayor efectividad al trabajo de consolidar
los cambios revolucionarios en el seno de las comunas y los consejos
comunales donde se asienta el poder popular: en ellas se encarna preci-
samente el poder popular.
7
En los consejos comunales y en las comunas, son las mujeres quienes
planifican y ponen en práctica las soluciones a los problemas que plantea
la vida cotidiana ya que su presencia en sus comunidades es constante y
su percepción de la realidad se actualiza cada día. De esta manera, lo que
antes era considerado como una minusvalía se ha convertido en una res-
ponsabilidad cuyo cumplimiento no es solo necesario para reproducir la
vida familiar sino también al proceso revolucionario.
El socialismo bolivariano se asienta sobre un proceso profundo de cam-
bios en las relaciones sociales de producción. Las comunas y consejos co-
munales se han ido convirtiendo no solo en nuevas formas de territorializar
el proceso revolucionario sino de territorializar las comunas como procesos
productivos asentados sobre la propiedad social —podríamos decir tam-
bién comunal— de los medios de producción donde las mujeres tienen un
papel protagónico.
Las mujeres han asumido igualmente un rol fundamental en la Fuerza
Armada Nacional Bolivariana, particularmente en la milicia la cual está
capacitada para pasar a constituir el soporte fundamental de la resistencia
popular contra toda forma de intervención militar imperialista
Como podemos observar, el conocimiento de la presente obra de Irai-
da Vargas-Arenas no tiene solamente un valor académico, tiene un valor
estratégico de primer orden. Fue por esa razón que el Comandante Eter-
no Hugo Chávez Frías ordenó una edición popular dedicada a las Comu-
nas y los Consejos Comunales donde la sabiduría y el talento social de las
mujeres son esenciales para el triunfo revolucionario. Es por eso también
que Caracas cuenta hoy día con una mujer como alcaldesa.

Dr. Mario Sanoja Obediente


Caracas, 12 de septiembre de 2019

8
Este libro no es uno más dentro de la ya extensa bibliografía «femi-
nista» que en ocasiones raya en lo maniqueo. Por el contrario, para la
autora la condición de exclusión y dominación que sufren los colectivos
femeninos se inserta en un cuadro social de mayores proporciones, donde
se pone de manifiesto toda la pervensión de una sociedad en la que el
acceso a los bienes producidos es profundamente injusto y desigual y
donde mujeres y hombres construyen modos de vida en los que asumen
alternativamente roles de víctima y victimario.

Elías Jaua

«Historia, Mujer, Mujeres» abre un horizonte crítico para pensar el


fenómeno del patriarcado y la ideología que sustenta esta forma de
explotación de las mujeres por la sociedad a través de los hombres, que
en el caso venezolano, como se demuestra, aparece mucho antes de la
adopción de las formas capitalistas de explotación, con las sociedades
cacicales y se institucionaliza en la sociedad colonial y republicana,
plenamente clasistas.

Lelia Delgado

Este es un libro de historia aunque la fuerza de la costumbre y la


domesticación ideológica dificulten reconocerlo. Las mujeres se nos pre-
sentan en su condición de productoras y reproductoras de todos los bie-
nes que sostienen la vida en comunidad. Son ellas no solo el recipiente
donde se gesta la vida humana, sino las encargadas de sostener esa vida
y de, en última instancia, que han sido en determinadas etapas de la
historia inducir en las nuevas generaciones la aceptación de los roles
sociales que luego reproducirían la misma exclusión e invisibilidad de
su propio género.

Pedro Calzada
Prefacio de la autora

Historia, Mujer, Mujeres ha recorrido en estos dos años y medio un cami-


no que felizmente ha correspondido en general con las metas que nos
animaron a investigar sobre el tema y a escribir el libro, vale decir, ayudar
a desvelar la actuación a lo largo de la historia de los colectivos femeninos
en la construcción de la nación venezolana, a la población toda, especial-
mente a los sectores populares. En una obra más reciente, Temas de Género,
publicada por el Centro Nacional de Estudios Históricos), adscrito al Mi-
nisterio del Poder Popular para la Cultura, señalamos en este sentido que
en la construcción actual de los derechos sociales, políticos, económicos y
culturales de las mujeres dentro de la Revolución Bolivariana es ineludible
abordar el asunto de la visibilización de las actuaciones femeninas en la
historia de Venezuela, como manera de incluir, dar identidad, reconocer
y hacer notorias sus contribuciones, pero también sus luchas por la inclu-
sión y el reconocimiento. Ello es especialmente relevante toda vez que en
el imaginario colectivo venezolano tienden a aparecer solamente hombres
como los únicos contribuyentes.
La invisibilización de los colectivos femeninos ha contribuido sirvió
durante mucho tiempo a que grupos reducidos de individuos (hombres)
continuaran controlándonos a las mujeres. Sirvió, asimismo, para excluir-
nos de la mayoría de los espacios políticos, en la toma de decisiones y en
el respeto a nuestra condición de personas, inteligentes y capaces, salvo
honrosas excepciones.
Las mujeres hemos sufrido la condición de invisibilización a lo largo
de la historia y hemos sentido como permanente una violación de nues-
tros derechos gracias a unos modos de pensar y actuar que son productos
de la dominación patriarcal. Por ello, hemos creído necesaria la gesta-
ción de una historia alternativa, una historia que rechace los esquemas
de pensamiento productos de esa dominación. La historia de Venezuela
que cuenta Historia, Mujer, Mujeres nos permite visibilizar muchas facetas
ocultas de la dominación femenina y nos ayuda a profundizar en la visi-
bilización femenina en todos los tiempos históricos, así como a entender

10
que se trata de una historia que rechaza los esquemas de pensamiento
productos de la dominación patriarcal. Se trata de una historia crítica, que
se plantea sacar a miles de mujeres de las sombras a las que las condenó
la historiografía tradicional que ha estado siempre al servicio de las oli-
garquías y el Imperio y sus proyectos políticos y que, en general, ha sido
escrita con profundos sesgos androcéntricos .
En el proceso de visibilización de las mujeres hemos considerado im-
portante mostrar cómo la historiografía tradicional acuñó y reprodujo
estereotipos negativos sobre las mujeres (seres débiles, necesitadas de
cuidado, emocionales y por lo tanto irracionales, entre otros) y positi-
vos sobre los hombres (seres fuertes, racionales, con capacidad de con-
ducción, etc.). La historiografía venezolana ha satanizado, pues, tanto la
racionalidad femenina como la sensibilidad masculina, forzando a unas a
demostrar que el dominio de la razón no es exclusividad de los hombres,
y a otros que el de la emoción no es privativo de las mujeres. A partir de
esta demostración esperamos que Historia, Mujer, Mujeres ayude a rever-
tir ambos estereotipos negativos basados en falacias y manipulaciones, al
propiciar reflexiones sobre los mismos.
Esta nueva edición cuenta con adendas expresadas sobre todo en citas
a pié de página y de modificaciones insertas dentro del texto original (lo
cual lo ha ampliado sensiblemente) y que son producto de los avances de
nuestras investigaciones en la materia que hemos realizado desde 2006,
momento cuando fue publicada la primera edición. Asimismo hemos in-
cluido una nueva parte (Parte V) «Feminismo y Socialismo», destacando
la necesidad de entender que la construcción del llamado «socialismo
venezolano del siglo XXI» es imposible si no implica también un feminis-
mo revolucionario y comprometido. Esta parte consta de dos capítulos,
XIII y XIV, que abordan dos temas que consideramos cruciales para la
transformación social hacia el socialismo: lo que denominamos «el buen
vivir» basado en la ética del bien común, como opuesto al concepto capi-
talista de «calidad de vida», analizando cómo este último se ha expresado
y cómo ha mediado en la dinámica de los consejos comunales, y el de «li-
beración femenina» como opuesto al concepto capitalista, adormecedor y
mediador de las luchas femeninas, de «equidad de género».

Iraida Vargas Arenas


Caracas febrero, 2019

11
VENEZUELA, HISTORIA, MUJER, MUJERES.
ORIGEN Y DESARROLLO HISTÓRICO DE LA
EXCLUSIÓN SOCIAL EN VENEZUELA. EL CASO
DE LOS COLECTIVOS FEMENINOS

Iraida Vargas Arenas

Agradecimientos

Comenzamos a investigar sistemáticamente para este trabajo a inicios de


2002, no obstante que el tema de la exclusión social y de las desigual-
dades sociales —cualquiera sea su base— ha sido crucial (como lo es
para cualquier revolucionario o revolucionaria) para definir nuestro modo
personal y colectivo de vivir. Desde nuestros años mozos, sobre todo
durante nuestra formación universitaria, la realidad «real» chocaba estre-
pitosamente con lo que se nos decía era esa realidad. La paz, la justicia, la
democracia, la igualitariedad que se pregonaba imperaban en Venezuela
se nos mostraban como conceptos vacíos ya que en nuestra vida cotidiana
observábamos que el país no tenía paz, que la democracia no existía y si
funcionaba era solo para las minorías, que las mujeres no éramos iguales
a los hombres, en suma, lo que se decía que existía, no existía para nada.
De ahí concluimos que la experiencia de vida no puede ser suplantada por
una realidad fabricada.
Por todo ello consideramos que la comprensión de los procesos de
exclusión social a lo largo de la historia constituye una tarea inaplazable
para tratar de interpretar el actual proceso sociopolítico que viven Vene-
zuela y el mundo.
Para lograr el análisis histórico que integra el presente libro tuvimos
que realizar una intensa investigación bibliográfica, ya que no existe una
tradición historiográfica sobre el tema. Muchas de las interpretaciones
las hemos inferido a partir de los datos que ofrecen las investigaciones
arqueológicas y antropológicas venezolanas, no obstante que en ninguna
de ellas hemos observado interés por estudiar la conformación de colec-
tivos y los mecanismos que han propiciado su exclusión social. Esta obra
pretende ofrecer un modesto aporte para remediar esa situación.

12
Gracias a la invitación que nos hiciera Vive TV a su programa Vencer
es Tradición a finales del 2004 nos fue posible sistematizar muchas de las
ideas que ya teníamos sobre el tema. Agradecemos a sus productoras y
conductoras por permitirnos vislumbrar muchos enfoques, nociones y
tener percepciones nuevas para la culminación de este trabajo. Agradece-
mos, igualmente, al Dr. Mario Sanoja Obediente por su gentileza al leer
el texto y por sus atinadas sugerencias. Deseamos resaltar asimismo el
papel que jugaron varias personas amigas con quienes tuvimos fructíferas
discusiones y nos proporcionaron bibliografía difícil de encontrar; todas
ellas «sufrieron» pacientemente nuestros reiterados monólogos, sobre
todo al principio, «sobre el nuevo libro que estoy escribiendo». Especial
mención debemos hacer de: Lelia Delgado, Luisa Calzada, Guilio San-
tosuosso, María Riera, Pedro Calzada y Claudia Tosta. A todas ellas/os
nuestro agradecimiento por su interés y generosidad. Queremos expresar
también nuestras más expresivas gracias a nuestro hijo Andrés Sanoja
por habernos ayudado en la realización de la versión electrónica del libro.
Especial mención merece nuestro amigo Pedro Calzada, designado por
el Ministerio de Economía Popular para coordinar la primera edición del
libro, por las innumerables horas que pasamos discutiendo sobre las ideas
que la obra refleja; por las fructíferas discusiones sobre la teoría marxista
del valor, los movimienos sociales contemporáneos, sobre las maquilas
donde la fuerza de trabajo es fundamentalmente femenina, y muchos
otros aspectos.

13
A las mujeres venezolanas de todos los tiempos por su tesón
y coraje en la construcción de la nación venezolana.

Iraida Vargas Arenas


Historia, Mujer, Mujeres
Origen y desarrollo histórico de la exclusión social
en Venezuela. El caso de los colectivos femeninos

En las revoluciones más importantes de los últimos cien años, ha


sido el papel de la mujer y su recuperación como hacedoras, lo que
ha cambiado los destinos de los pueblos.
Fals Borda

Introducción

La historiografía venezolana, es decir, el estudio de la historia de nuestro


país, se ha caracterizado, hasta ahora, por la exaltación de las élites, así como
de hechos y de individuos singulares. En esa tarea, la mayoría de hombres
y mujeres que han intervenido en la forja de nuestra nación, han sido rele-
gados, olvidados o mal interpretados, sin que se hayan generado espacios
para tratar con esos colectivos, con sus ideas, creaciones, logros, condicio-
nes de vida, trabajo creativo, luchas sociales y demás. Aunque a veces nos
encontramos con alusiones sobre cómo el pueblo venezolano integró los
ejércitos patriotas, o cómo los pueblos indígenas del norte del país se en-
frentaron a los invasores europeos entre finales del siglo XV y los inicios del
XVI, o sobre los levantamientos de los esclavos de origen africano entre los
siglos XVI y XVIII, no existe una tradición historiográfica que aborde de
manera orgánica las luchas sociales de los colectivos populares.
Las grandes mayorías que integran el pueblo venezolano han sido,
pues, excluidas de la historiografía tradicional. Simultáneamente a esta
marginación por parte de la ciencia histórica, la exclusión de grandes
segmentos de esos colectivos sociales operó efectivamente a lo largo del
proceso histórico que da lugar a la nación venezolana. Nos preguntamos
¿Es posible conocer una cosa desconociendo su génesis? Creemos que
no. Los procesos de exclusión social que han vivido los colectivos sociales
venezolanos, su marginación en la toma de decisiones sobre aspectos de
la vida que les atañen directamente; las dependencias, deudas y obligacio-
nes a las que han estado secularmente sometidos poseen un origen. Es
necesario entonces crear una historiografía comprometida con la tarea

15
de desvelar ese origen como paso necesario para una cabal comprensión
del proceso de exclusión, así como para entender que el desarrollo de la
desigualdad social ocurrió en diferentes tiempos y espacios, en distintos
contextos de interacción, con diferentes ritmos y en varias escalas y di-
mensiones. En el surgimiento de la exclusión social no existe una sola
sino muchas causas; no posee un único factor causal, aunque surge cuan-
do se dan ciertas condiciones sociales. Lo que sí es común es que la mar-
ginación de grandes sectores de la población se inicia cuando minorías
sociales logran una creciente acumulación de poder. Como veremos a lo
largo de este trabajo, esas minorías poderosas manipularon los contextos
sociales en los cuales operaban. La existencia de disparidades en el acceso
a recursos naturales, tecnologías, conocimientos e información, fueron
empleados como medios de control para poder disfrutar de beneficios
y gratificaciones. Pero así como surgió la exclusión, también lo hizo la
resistencia, la lucha contra las imposiciones, la búsqueda de la liberación
del oprobio y la desvaloración.
Además de las dificultades inherentes a una práctica científica depen-
diente de los centros metropolitanos, neocolonizada (Vargas 1999, Licha
1991, Lander 2003), en la investigación historiográfica venezolana se su-
man aquéllas relativas a una ausencia en la búsqueda de la totalidad, al no
tener en cuenta la multiplicidad de aspectos y factores que intervinieron
en la gestación de la exclusión de los colectivos sociales. Dentro de este
panorama historiográfico es notoria la ausencia del abordaje de los co-
lectivos de las mujeres; es necesario para una percepción precisa de este
proceso entender cuáles fueron sus contribuciones para que se diera la
vida social en cada momento histórico, cómo y por qué fueron margina-
das socialmente, cómo participaron —en suma—en la construcción de la
nación, ya que no se puede obtener una comprensión de la exclusión so-
cial si se prescinde de dar un significado exacto a la mitad de la población.
En razón de todo lo anterior, queremos tratar de demostrar en este
trabajo que el papel de las mujeres a lo largo de la historia de Venezuela
constituye un aspecto vital para entender la construcción del país como
nación, para comprender los aspectos propiamente sociales de la activi-
dad colectiva. Toda nación se estructura gracias al trabajo tesonero y co-
tidiano de sus habitantes, hombres y mujeres, a sus ideas y a sus luchas
diarias; la nación se desarrolla no solo en los llamados grandes momentos
o en los momentos cruciales de su historia, sino básicamente en la coti-

16
dianidad de la vida social. Estas ideas deben estar aún más presentes en
nuestro espíritu cuando nuestro país atraviesa actualmente por un proce-
so de profundos cambios sociales. En estas nuevas condiciones, aumenta
la necesidad de contar con una ciencia histórica que sirva para ayudar en
el avance de esos cambios, que rompa con el dogma positivista de los pri-
vilegios de los científicos y los especialistas que supuestamente se mueven
sólo dentro del espacio de la ciencia. Las nuevas realidades que estamos
viviendo en Venezuela requieren explicaciones, exigen la aparición de una
ciencia histórica que optimice la totalidad, que rechace las explicaciones
parciales, lo que podría significar la comprensión del todo social en con-
tinuo proceso de transformación.
Durante los casi 15 milenios de vida social organizada que carac-
terizan a nuestro país, los colectivos de mujeres han aportado su tra-
bajo de variadas maneras; han ofrecido su creatividad, sus múltiples
conocimientos; han educado, amado, cuidado y hecho posible la vida
de cientos de generaciones de venezolanos y venezolanas; también han
participado protagónicamente en las luchas por la defensa de nuestro
territorio, de nuestra independencia y de nuestra soberanía para que nos
convirtiéramos en una nación independiente. Por otro lado, los pocos
ejemplos de mujeres protagónicas que conocemos desde la Indepen-
dencia, y que ha señalado la historiografía, deben haber sido los más
notorios, más no los únicos.
Destacamos en esta investigación las contribuciones femeninas no
porque creamos que son más importantes que las masculinas, sino porque
la historiografía tradicional ha enfatizado siempre la presencia masculina
en la historia de Venezuela y, por contraposición, ha ignorado o disminui-
do el papel de las mujeres. No obstante lo anterior, las mujeres, quienes
constituimos un poco más del 50% de toda la población, tuvimos un
papel activo y protagónico en la creación de la nación desde el mismo
momento cuando se inició la vida social organizada en el territorio de lo
que es hoy Venezuela.
Un elemento que ha incidido en la situación anterior reside, pensamos,
en que la historiografía tradicional ha basado sus estudios, fundamental-
mente, en las fuentes escritas por letrados de la época, en las crónicas de
los conquistadores, en las actas de los cabildos, cartas y documentos va-
rios que reflejan los prejuicios sexistas y exclusivistas de dicho momento,
lo cual ha limitado el reconocimiento de la participación no solo de las
mujeres, sino en general de los colectivos sociales.

17
Cientos de generaciones de hombres y mujeres que intervinieron di-
rectamente en la forja de la historia nacional han sido obviados o men-
cionados tangencialmente. En tal sentido, hay que tener presente que las
fuentes escritas dan cuenta, en forma limitada, de solamente un poco
más de 500 años de historia. Pero, si bien no tenemos registros escritos
que nos informen sobre las acciones de esos hombres y esas mujeres
durante 14000 años, ya que la vida social organizada se inicia en el país
hace unos 14500 años, poseemos no obstante registros arqueológicos,
los cuales son también documentos históricos, que nos permiten cono-
cer las características de la vida de las distintas sociedades que poblaron
nuestro territorio, sociedades animadas por la participación efectiva de
agentes sociales anónimos/as para nosotros/as hoy día, pues no sabemos
sus nombres, no conocemos sus caras ni sus cuerpos, salvo por las re-
presentaciones arqueológicas de la figura humana. En este sentido, es de
hacer notar que casi el 90% de las representaciones iconográficas conoci-
das de la figura humana en las sociedades prehispánicas venezolanas son
femeninas, lo cual demuestra la gran importancia social que deben haber
tenido las mujeres en la vida social. Sin embargo, la condición sexista de
muchos/as antropólogos/as contemporáneos/as, ha desvirtuado el papel
social protagónico de aquellas mujeres, confinándolas a meras representa-
ciones icónicas de la estética.
El anonimato de las mujeres no implica que hubiesen estado ausentes
como actrices sociales hasta 1498. Deive ha señalado, acertadamente, que
la condición de subordinación de la mujer americana no implica que ca-
rezca de historia (1993: XXII). Dice el autor: «Lo inmediato, lo cotidiano, lo
individual y lo anónimo integran también una zona de vida de la que necesariamente
se extrae el espíritu que conforman sus logros» (1993: XII).
Aunque individualidades femeninas son mencionadas brevemente en
los documentos históricos, pareciera que los colectivos femeninos no hu-
bieran intervenido tampoco en la historia venezolana posterior a 1498,
momento cuando comienzan a aparecer documentos escritos en Vene-
zuela. Es de hacer notar, por otra parte, que la sola existencia de registros
escritos no garantiza que conozcamos la vida de los/as miles de vene-
zolanos/as originarios/as. De hecho, las crónicas y demás documentos
de la conquista y la colonia destacan, fundamentalmente, la participación
de individuos, en general hombres y usualmente miembros de las élites,
mientras que los colectivos de los cuales formaban parte son ignorados e
invisibilizados.

18
En términos generales podemos afirmar que la historiografía tra-
dicional ha estado centrada hacia el estudio de personajes singulares y
eventos particulares, mientras que la arqueología tradicional, de igual
manera, ha mostrado desinterés por investigar colectivos, dedicando
una desmedida atención a los objetos de la cultura material que aqué-
llos/as produjeron, en sí y por sí mismos. Todo lo anterior ha contribui-
do a crear una imagen de la historia de Venezuela desocializada —sobre
todo la que corresponde con el llamado período prehispánico— como
si fuese el producto, la obra y la acción de un número muy restringido de
individuos y no como el resultado de las actuaciones de los contingentes
humanos que han ocupado nuestro territorio en distintos tiempos his-
tóricos, quienes nos legaron un paisaje cultural, el conocimiento sobre
itinerarios de viajes, modos y dispositivos para el acarreo terrestre y el
transporte fluvial, tradiciones técnicas para el trabajo agrícola, cono-
cimientos sobre plantas útiles, etnomedicina, etnomúsica, etnoagrono-
mía, tradiciones técnicas para la fabricación de textiles y alfarería, para
preservar alimentos, una gastronomía muy rica, conocimientos arqui-
tectónicos, de balística, de mecánica, etc. (Sanoja y Vargas 1999), todo
ello sin contar los elementos intangibles del lenguaje afectivo: gestos,
ademanes, sentido del humor, etc. (Vargas 2002) y comportamientos
sociales basados en relaciones solidarias y cooperativas.
Consideramos, así mismo, que la historiografía y la arqueología tradi-
cionales venezolanas poseen los mismos sesgos sexistas que se observan
en otros campos del saber. En el tratamiento de las mujeres, ha reivindi-
cado sólo aquéllas que se relacionaron con un personaje masculino consi-
derado destacado: Manuela Sáenz-Simón Bolívar, Urquía-Guacaipuro, La
Negra Matea-Simón Bolívar, Luisa Cáceres-General Arismendi y muchos
otros casos. Esta situación ha permitido el surgimiento del estereotipo
que se expresa en la frase «detrás de un gran hombre, hay una gran mujer».
Como bien señala Deive, la crítica feminista en las ciencias sociales tie-
ne su origen en la torpeza y parcialidad con que esas disciplinas han aco-
metido el estudio de las mujeres. El carácter androcéntrico que ha tenido
el estudio de la cultura y de las relaciones de género —apunta el investi-
gador— explica y justifica plenamente el surgimiento de una antropología
y una historia feministas. Deive nos recuerda que el androcentrismo no
ocupa su posición privilegiada en la antropología o la historia porque la
mayoría de los antropólogos e historiadores sean hombres, sino porque
unos y otros se han basado en el modelo masculino y etnocéntrico de su

19
propia cultura (1993: XX) que ciertamente, en gran medida, fue y sigue
siendo androcéntrico.1
En el presente trabajo no partimos de un enfoque chauvinista, ni si-
quiera francamente feminista. Intentamos contribuir a demostrar que la
nación venezolana se estructuró gracias a los aportes cotidianos de los
colectivos sociales en diferentes tiempos históricos, colectivos confor-
mados por ambos géneros. Para ello, pretendemos mostrar la naturale-
za de dichas contribuciones para cada formación social, singularizando,
fundamentalmente, las colaboraciones femeninas, sin intentar ocultar los
conflictos y las tensiones dentro y entre colectivos. Es nuestro interés
ilustrar, asimismo, cómo la manipulación del conocimiento histórico ha
permitido la gestación de una ideología que ha propiciado y legitimado
formas de exclusión social de las grandes mayorías, cómo ha servido para
su invisibilización, gracias a una visión reducida e interesada sobre sus
actuaciones y logros a lo largo de la historia. Dentro de esa ideología de
la exclusión, destaca la patriarcal, usada para dominar a las mujeres, a
los colectivos femeninos. Para uno y otro caso, analizamos la gestación
de los estereotipos negativos, que han servido para legitimar formas de
discriminación y control, sobre todo porque muchos de tales estereotipos
poseen actual vigencia.
La presente obra está dividida en cuatro partes, división hecha so-
lamente con fines analíticos y de presentación de la información, pues
en realidad consideramos que la producción material y la reproducción
social constituyen una unidad. La primera parte, Contribuciones de los Co-
lectivos Femeninos en la Producción de la Vida Material, aborda —en el primer
capítulo— el aporte productivo de las mujeres de la Formación Social
Cazadora Recolectora. Se analizan casos de grupos venezolanos precolo-
niales, usando datos arqueológicos, y de grupos del período del contacto,
empleando información etnohistórica. Asimismo, se examinan algunos
ejemplos de grupos subactuales y actuales, estudiando fuentes etnohis-
1
Stolcke (1996), citando a Victoria Sau (1989) aclara el significado de
los términos que estamos usando: «…androcentrismo se refiere al
enfoque de un estudio, análisis o investigación desde la perspectiva
masculina únicamente, y utilización posterior de los resultados como
válidos para la generalidad de los individuos, hombres y mujeres. El
hombre como medida de todas las cosas. Sexismo, en cambio, significa
el conjunto de todos y cada uno de los métodos empleados en el seno
del patriarcado para poder mantener en situación de inferioridad,
subordinación y explotación al sexo dominado: el femenino».
20
tóricas, etnográficas e historiográficas. Se consideran, igualmente, las
formas ideológicas que se observan al interno de dichas sociedades. Al
final se discute cómo han contribuido la historiografía y la arqueología
tradicionales en la generación de valoraciones, no sólo sobre las mujeres
integrantes de esos colectivos sociales, sino sobre ellos mismos, lo cual
ha servido para desvalorar su aporte productivo.
El segundo capítulo trata sobre la producción material —fundamen-
talmente la económica— entre grupos sociales de la Formación Social
Tribal Agropecuaria. Para este caso, hemos utilizado la hipótesis teórica
sobre esta Formación Social que hemos presentado en otros trabajos,
alusiva a la existencia de una fase igualitaria y otra estratificada del modo
de producción (Vargas 1990). Se analizan las transformaciones sociales
de las sociedades cazadoras recolectoras que hicieron posible la aparición
de la agricultura, así como los cambios que ésta produjo sobre todo en la
concepción sociocultural de los papeles sociales de los géneros en la pro-
ducción económica, en especial a lo relativo a la actuación de los colec-
tivos femeninos. Se exponen —brevemente— algunas manifestaciones
ideológicas de discriminación y dominación femenina inferidas de datos
arqueológicos y etnohistóricos.
En el tercer capítulo abordamos el trabajo femenino en la sociedad
colonial, con especial mención a las aportaciones económicas de las mu-
jeres esclavizadas, ya fuesen indígenas o de origen africano. Para ello, ana-
lizamos datos etnohistóricos e historiográficos procedentes de Venezuela
o de otros países latinoamericanos. El capítulo concluye con un breve
examen de los cambios que se observan en los papeles femeninos en la
producción material a partir del surgimiento de la sociedad criolla.
La segunda parte, Las Mujeres y la Reproducción Social, intenta mostrar
los diferentes comportamientos femeninos a lo largo de la historia, vale
decir en las distintas formaciones económico-sociales, que permitieron la
reproducción de sus sociedades. En tal sentido, en el capítulo cuarto dis-
cutimos sintéticamente nuestro enfoque en torno a la reproducción social
en lo que atiende a sus varias dimensiones: las formas de comportamiento
sociocultural —de ambos géneros— implementadas para garantizar la re-
producción de las condiciones sociales de la producción; las acciones so-
ciales destinadas a reproducir los agentes sociales como fuerza de trabajo,
en función de sus papeles en la producción y, finalmente, la reproducción
biológica de los seres humanos y las condiciones sociales que hicieron po-
sible que tales reproducciones tuvieran lugar. En este capítulo se analizan

21
las tesis teóricas existentes en la actualidad sobre las formas históricas de
socialización como reproductoras de las condiciones sociales en las cuales
se daba la producción de la vida social.
En el capítulo quinto abordamos el análisis de situaciones históricas
concretas, cómo se expresó y cómo contribuyó la socialización en la
reproducción social en las Formaciones Sociales Cazadoras Recolectoras
venezolanas. Consideramos las formas ideológicas de la Formación Social
Tribal como expresiones de las normas sociales que controlaban la repro-
ducción de la fuerza de trabajo. En este sentido, en el capítulo sexto de
esta obra se analiza el papel de las mujeres de la Formación Social Tribal
Agropecuaria —sobre todo en la fase estratificada de su modo de pro-
ducción— ya que consideramos que constituyeron los agentes sociales
fundamentales en la reproducción de tales formas ideológicas.
El capítulo séptimo ofrece un esbozo de las formas de reproducción
social en la sociedad colonial y la republicana. Se analiza el impacto que
tuvo sobre estas formas el proceso independentista; se consideran, asi-
mismo, los elementos económicos, sociales y culturales que intervinieron
en la cotidianidad de la reproducción social.
Esta parte del trabajo culmina, capítulo octavo, con un examen de las
formas de socialización y reproducción de la ideología a través de la pro-
ducción artesanal femenina utilizando, fundamentalmente, las inferencias
extraídas de las manifestaciones culturales, cerámicas y textiles, ilustradas
con datos arqueológicos y etnohistóricos, y en el capítulo noveno con
el abordaje —para cada Formación Social— tanto de las condiciones
sociales como de las formas culturales que constituyeron el marco para
que operase la reproducción biológica de los seres humanos. Las formas
de mestizaje —precoloniales y coloniales— son revisadas y comparadas
en función de los cambios históricos en los capítulos décimo y undécimo,
respectivamente.
Una breve discusión sobre la sociedad y la ideología patriarcal es pre-
sentada en la tercera parte de la obra, El patriarcado y la ideología patriar-
cal. En el capítulo duodécimo presentamos los fundamentos teóricos así
como de las bases históricas de la ideología patriarcal, y en el trigésimo,
las formas familiares, ambos en relación con las expresiones del patriarca-
do como institución en Venezuela.
En una última parte, que funge como Conclusiones, tratamos la Situación
actual: movimientos sociales y protagonismo femenino. Luego de una introducción
teórica sobre nuestra conceptualización sobre la exclusión social, discuti-

22
mos brevemente los efectos contemporáneos de la ideología patriarcal y
ofrecemos sugerencias sobre diversos mecanismos para lograr el empo-
deramiento de los colectivos femeninos actuales. Al final hacemos algu-
nas consideraciones sobre los movimientos sociales y el proceso de trans-
formación social que vive actualmente Venezuela y nuestras propuestas
acerca de la construcción social del nuevo socialismo.2

2
En tal sentido es bueno aclarar que muchas de las modificaciones
refieren a nuestra posición en torno a varios conceptos acuñados
y defendidos por las feministas y políticos/as, que se manejan
cotidianamente en la actualidad, así como otros que caracterizan a
muchos bolivarianos —hombres y mujeres— en relación al socialismo
del siglo XXI (tal como veremos más adelante). En el primer caso, nos
referimos al concepto de «equidad de género», en el segundo al de
«calidad de vida». Debemos mencionar en relación a esto, que en los
dos años transcurridos desde la aparición de Historia, Mujer, Mujeres
hemos publicado algunos trabajos donde se discuten críticamente
dichos conceptos.
PARTE IPARTE I

CONTRIBUCIONES DE LOS
COLECTIVOS FEMENINOS
EN LA PRODUCCIÓN DE
LA VIDA MATERIAL
CAPÍTULO I

Las mujeres como agentes productivos. La producción femenina


en las sociedades cazadoras recolectoras

Las primeras formas sociales, es decir, las sociedades conocidas como


cazadoras-recolectoras, tienen una antigüedad en América que se estima
en unos 40 mil años. Efectivamente, existe un cierto consenso entre los/
as investigadores/as que para esas fechas, grupos paleoasiáticos que ocu-
paban Siberia para ese momento, penetran al territorio americano a través
del Estrecho de Behring. Estos primeros pobladores/as ocupan Nortea-
mérica y descienden hacia América del Sur, llegando a tierras venezolanas
hace aproximadamente 14 mil años (Layrisse y Wilbert, 1999; Sanoja y
Vargas, 1992; Vargas, 2002).
En el territorio ocupado hoy por los estados Falcón y Lara, encon-
tramos a partir de aproximadamente 14000 años antes de ahora, las evi-
dencias más antiguas de esas poblaciones originarias conocidas arqueoló-
gicamente como Culturas El Jobo y El Cayude (Cruxent y Rouse, 1961;
Szabadich, 1997). Desde esa fecha en adelante, las investigaciones de-
muestran la presencia de grupos de recolectores-cazadores en distintas
partes del país. Para una data estimada alrededor de 10000 y 2500 años
a.p. existen también manifestaciones de grupos cazadores recolectores
en los actuales estados Bolívar y Amazonas; entre 3000-1000 a.p. estaban
presentes en la cuenca del lago de Maracaibo en las cercanías de la ciudad
de Maracaibo, y entre 7000 y 2000 años a.p., en la costa nororiental de
Venezuela, estado Sucre. Asimismo, para una fecha de unos 4000 años
antes del presente, varias comunidades de recolectores marinos ocuparon
el litoral central de Venezuela, estados Carabobo y Aragua.
En las sociedades cazadoras-recolectoras quizás más que en ninguna
de las otras que las suceden históricamente, la importancia de las mujeres
como agentes de la producción era vital para que se diera y mantuviera la
vida social. De manera general podemos decir que, gracias a ellas y a las acti-
vidades productivas que desarrollaban, era posible que todos los individuos
que integraban las bandas de cazadores-recolectores pudieran comer de
manera constante y sostenida y que, al mismo tiempo, todos los miembros
de los grupos pudieran dedicarse a otras actividades sociales de manera de

25
producir bienes distintos a los alimenticios. En dichas sociedades, el tiempo
femenino dedicado a la producción era mayor en relación al masculino y
proveía aproximadamente el 60% o más de la ingesta alimenticia (Comas,
1995). Las actividades productivas de los hombres se centraban fundamen-
talmente en la caza y la pesca, tareas que si bien proporcionaban la carne y
la grasa necesarias para la vida, eran realizadas de manera eventual, mientras
que la producción femenina a través de la recolecta, era sostenida, rutinaria
y cotidiana. Las investigaciones arqueológicas y etnográficas sobre dichas
sociedades han demostrado que la recolección tiene mayor importancia
para la subsistencia que la caza y la pesca por constituir una actividad regu-
lar y segura.
En torno a lo anterior, existen autores/as que aseveran que no existe
en las sociedades cazadoras recolectoras tal cosa como «la mujer reco-
lectora», pues tanto hombres como mujeres producían bienes y servicios
para su propio uso, tomaban decisiones acerca de sus actividades y, por
lo tanto, controlaban sus vidas directamente (vg. Leacock, 1978).3 Bate
(1985) plantea que en estas sociedades los miembros de las bandas, tanto
los hombres como las mujeres eran capaces de realizar todas las tareas
productivas, de manera que no existía división sexual del trabajo. Según
esta tesis, la recolecta de bienes alimenticios y materias primas era practi-
cada de manera colectiva, indistintamente, por ambos géneros.4
Para algunos/as autores/as (vg. Sanoja y Vargas, 1992a, 1992b, 1995,
2003ª; Layrisse y Wilbert, 1999) parece haber existido en el norte de Sur-
américa un proceso de transformación de las sociedades cazadoras reco-
3
Podríamos suscribir totalmente esta aseveración de la autora solo si
considerásemos que las actividades productivas son el equivalente
de toda la vida social. Como sabemos, ésta supone mucho más que
producir; incluye actividades de todo tipo. En tal sentido es bueno
apuntar que, aunque la producción económica vía la recolección
garantizaba la perpetuación de la vida social en las sociedades
cazadoras recolectoras antiguas, puesto que ambos agentes (mujeres
y hombres) tenían asegurada su alimentación, la vida social misma
implicaba también actividades de carácter extraeconómico o no
económicas como son las religiosas, las relaciones sociales en general
que incluyen las parentales, las relacionadas con la manera de ver al
mundo o cosmogonías, las afectividades y un largo etcétera.
4
Esta afirmación proviene del conocimiento que tenemos de sociedades
etnográficas actuales y sub-actuales. No tenemos ninguna garantía de
haya sido efectivamente así en las sociedades antiguas.
26
lectoras que implicó —desde 30000-20000 años antes del presente— un
primer momento cuando estas sociedades practicaban actividades de caza
y recolección generalizadas, utilizando un instrumental de fortuna, no es-
pecializado, tales como tajadores y lascas.5 Es muy posible que se tratase
de bandas compuestas por un número reducido de individuos donde la
estabilidad de los vínculos sociales era muy precaria (Emperaire, 1955) y,
en consecuencia, el grado de división del trabajo era igualmente precario.6
Por lo tanto, la sobrevivencia del grupo social estaba en relación directa
con la capacidad de todos los miembros de conocer la práctica de los di-
versos procesos de trabajo. En un segundo momento, hacia 11000-12000
años antes de presente (Layrisse y Wilbert, 1999) se observa la presencia
de grupos humanos que practicaban actividades de caza, pesca y recolec-
ción especializadas, lo cual se manifiesta en la utilización de instrumentos
líticos también especializados, compuestos por puntas de proyectil, cuchi-
llos, perforadores, raspadores y similares que indican la existencia de pro-
cesos de trabajo para la preparación de pieles, actividad que habría sido
efectuada por mujeres (Lavallée, 1995).7 En tal sentido, la autora reporta
5
Los/as especialistas consideran que la caza y recolección generalizadas
implicaban que los agentes productivos se apropiaban de lo que
existiera, vale decir, dependían de la oferta que les ofrecía el medio-
ambiente, sin discriminar ningún bien natural dentro de esa oferta. El
instrumental usado en esa apropiación era por tanto no especializado
en la obtención de ningún recurso en particular. Bastaba su utilidad, y
su eficacia se media en función de tan útil fuese para cortar, para sajar,
punzar, raspar y similares.
6
La precariedad de los vínculos sociales que señala Emperaire refiere
fundamentalmente a la lasitud y ausencia de coerción dentro de los
grupos sociales apelando a nexos sociales, por ejemplo los parentales.
De ello se deriva la movilidad horizontal de los agentes, o el trasvase de
fuerza de trabajo de una banda a otra, puesto que no existían controles
para garantizar la permanencia de los individuos dentro de una banda
de manera obligada. Todos se compartían unos/as a otros/as (en
conocimientos y destrezas), no solo dentro de cada banda sino también
entre ellas. La división del trabajo se hacía, por tanto, innecesaria.
7
La especialización en la producción se manifestaba en una doble
vertiente: en las destrezas del o de los agentes, en los recursos que
se apropiaban y en los medios e instrumentos que utilizaban para
realizarla. La sociedad cazadora recolectora comenzó, entonces, a
diferenciar —dentro de la oferta medio-ambiental— aquellos recursos
que necesitaba y prefería y comenzó a generar aquellos instrumentos
27
la presencia de deformaciones óseas en esqueletos femeninos enterrados
en asociación con el instrumental empleado en el trabajo de las pieles,
deformaciones que sugieren la intensidad y asiduidad del trabajo desple-
gado por las mujeres en esas tareas, así como una producción sostenida
de una cierta cantidad de pieles lo que sugiere la creación de un cierto
excedente (1995: 134).
De manera paralela, hacia comienzos del Holoceno, entre 8000 y 7000
años antes del presente, observamos la presencia de sociedades especia-
lizadas en la recolección, la caza y la pesca marinas a lo largo del litoral
atlántico y pacífico de Suramérica que fueron el embrión de las sociedades
sedentarias productoras de alimentos, inicios de la neolitización, donde
las mujeres jugaron un importante papel en la estabilización de las activi-
dades productivas y reproductivas de la sociedad en general. Un proceso
similar parece haber ocurrido entre las sociedades mesolíticas europeas
(Sanoja y Vargas, 1992b; Sanoja y Vargas, 1999 a, c, 2003ª; Clark, 1980).
Es a partir de la sedentarización de los grupos recolectores, pescadores-
cazadores marinos cuando la sociedad comienza a definir —en términos
históricos— más claramente los ámbitos de competencia de los géneros
en la vida cotidiana. La vivienda, el hogar y su entorno inmediato: la región
litoral, los espacios palustres y riparios devienen los lugares donde las muje-
res reproducían la vida diaria: donde recolectaban los insumos predecibles
y abundantes que se utilizaban en el consumo cotidiano, cuidado de la re-
producción social y biológica, vigilia de la permanencia del fuego donde las
materias primas naturales, crudas, se transformaban en cocidas, condición
social y culturalmente producida (Sanoja y Vargas, 1995). El ámbito mascu-
lino estaba constituido por los espacios periféricos a lo doméstico: el mar
abierto, los ríos y lagunas, las selvas donde estaban los recursos naturales
que no eran ni predecibles ni abundantes, tampoco esenciales para la re-
producción de la vida biológica o social, pero sí para la reproducción de la
ideología que animaba y justificaba la división sexual del trabajo, y de paso,
la dominación de un género sobre otro. Los hombres se podían alejar del
hogar y de su entorno inmediato, porque su ausencia no comprometía la
y medios más eficaces para apropiárselos. Ya no bastaba que los
instrumentos cortaran, sajaran, punzaran o rasparan sino que tenían
que hacerlo de determinada manera sobre bienes naturales específicos:
no era lo mismo raspar una piel de leopardo que una de un tiburón, no
era lo mismo capturar un pez sino cientos, no era lo mismo recolectar
semillas y nueces en general que hacerlo con frutos de palmas, no era
lo mismo recolectar moluscos marinos que raíces y tubérculos, etc.
28
reproducción social del grupo y fijaba a las mujeres al ámbito hogareño. Por
ello era necesario justificar ideológicamente su alejamiento, glorificar sus ta-
reas de cazadores y desmeritar a las mujeres a través de la subvaloración de
sus tareas domésticas y de recolección. Éstas eran las que les permitían, sin
embargo, regresar henchidos de gloria al espacio doméstico, al hogar donde
les esperaba la verdadera vida social.
Uno de los elementos que es tomado en cuenta para realizar el plan-
teamiento sobre la inexistencia de la división sexual del trabajo en las
sociedades cazadoras-recolectoras, es la presencia en sociedades actuales
de variaciones en la contribución de las mujeres a la subsistencia; muchas
tareas son femeninas en una sociedad y masculinas en otra, de manera
que los/as autores/as piensan que la contribución económica no incide
directamente sobre el estatus de las mujeres.8 Existen algunos ejemplos
etnográficos que avalan esta postura, como sucede entre los agta de Fi-
lipinas, donde ha sido documentada la presencia de mujeres que cazan y
pescan (Zihlman y Tanner, 1981). En relación a este debate, Comas señala
que la división sexual del trabajo es un rasgo universal, si bien varía en
la forma que adopta en cada sociedad, por lo que no deben buscársele
causas únicas (1995: 18).
No obstante las evidencias sobre mujeres que cazan o pescan en so-
ciedades actuales, la mayoría de los ejemplos etnográficos y etnohistóricos
de estas sociedades cazadoras-recolectoras, pasadas, subactuales y actuales
informan sobre el carácter fundamentalmente femenino de las prácticas
recolectoras. Efectivamente, es posible inferir de muchas fuentes escritas
a partir de las descripciones de las rutinas de vida de grupos del momento
del contacto indo europeo y contemporáneos, cómo el trabajo femenino
era y es fundamentalmente recolector y superior en tiempo invertido en
comparación con el masculino, como sucedía entre los yámana quienes
ocuparon Tierra de Fuego, Argentina, hasta el siglo XIX (Estévez y otras,
1998), así como entre los guamontey y los chiricoa, habitantes de los lla-
nos venezolanos para el siglo XVI (Gumilla, 1955), o entre los pumeh que
8
Aunque esto pudiera haber sido cierto en sociedades cazadoras
recolectoras antiguas, ha sido usado sin embargo como criterio de
valoración/desvaloración para hombres y mujeres. En la actualidad
ello se expresa de muchas maneras, pero especialmente en manidas
frases como por ejemplo, «Yo trabajo, tú no porque te quedas en casa»,
o, «mi trabajo es el que permite mantener a la familia, como tú no
trabajas, dependes de mi», también, «lo que tú haces no es trabajo» y
similares.
29
ocupan el territorio comprendido entre los ríos Sinaruco y Capanaparo
en los llanos al sur de Venezuela (Petrullo, 1939).
En relación a este tema es posible discernir para el caso venezolano, a
partir de una revisión de las fuentes escritas, cómo entre los pumeh, gru-
po pescador-recolector llanero, las mujeres realizan, fundamentalmente,
actividades de recolección, comportamiento productivo que existía para
el primer tercio del siglo pasado y es reportado en las fuentes etnográ-
ficas: «Las mujeres iban en canoas a recoger huevos de tórtolas y cocodrilos… Las
mujeres también desenterraban raíces (Changuango, barbasco, guapo y ñame)
con un palo empleado en esto y que servía también para recolectar semillas de chigua.»
(Kirchhoff 1948: 457. Traducción nuestra). Según Petrullo, el trabajo de
las mujeres pumeh consiste de: «La recolección de raíces, frutos, semillas y su
preparación pertenece a las mujeres,,, Es tarea de las mujeres recolectar los alimentos
suplementarios…» (1939: 202, 203, traducción y énfasis nuestro). Asimis-
mo señala «…preparan sus propias expediciones. Algunas veces acompañan a los
hombres, otras van solas en una canoa o tierra adentro. Las niñas las imitan lle-
vando su pequeño cesto y palo para cavar... las mujeres regresan con cestas llenas de
changuango, una raíz que recolectan en la sabana. También pueden traer huevos de
tortugas…» (1939: 30, 31, traducción nuestra). El mismo autor plantea que
no existe ninguna comida entre los pumeh que no tenga raíces de guapo
o changuango asadas, o raíces de chigua en invierno; asimismo, que esos
alimentos productos de la recolección femenina son guardados en hoyos
realizados en las arenas de la sabana como garantía para poder comer en
tiempos de escasez. También asevera que la dieta vegetal es mucho más
abundante y variada que la de origen animal (1939: 201) y, finalmente, que
las mujeres son las encargadas de recolectar también huevos de tórtolas,
de tortugas y de babas (Caiman cocodrilus). Todo lo anterior parece indicar
que lejos de constituir un aporte complementario a la dieta de los pumeh, la recolección
femenina permite la subsistencia cotidiana.
Mitrani, otro autor que ha trabajado sobre los pumeh, reporta para la
década de los años ochenta del siglo pasado que, debido al contacto con
poblaciones criollas, se observa cierta regresión entre las comunidades pu-
meh, pues han desarrollado otras actividades económicas; sin embargo,
señala que la recolección de frutos, granos y raíces seguía siendo para ese
momento una actividad femenina. «Recogen los frutos de palma moriche (Mauritia
flexuosa) y macanilla (Baxtris gasipaes) y las semillas de ciertos árboles como el chigo...
A la recolección de los productos vegetales se suma la de los productos animales, en especial
los huevos de tortuga, baba e iguana.» (Podocnemis expansa, Podocnemis unifilis, Podoc-

30
nemis cayennensis, Caiman cocodrilus, Iguana iguana, respectivamente. 1987: 168).
Los datos ofrecidos por Mitrani refuerzan la tesis sobre la importancia vital
de los alimentos objetos de recolección entre los pumeh.
Existe información, asimismo, para los siglos XVI y XVII, sobre la
recolección femenina entre los chiricoa, grupo de recolectores, pescado-
res, cazadores nomádicos de los llanos: «Los guaybas y chiricoas andan siempre
de un río para otro. Mientras los indios pescan o cazan venados, fieras y culebrones,
las mujeres arrancan raíces, llamadas guapos» (Gumilla, 1955:168). «Tan pronto
como la banda arribaba a un río, los hombres pasaban su tiempo cazando o pescando,
mientras las mujeres recolectaban comida vegetal, principalmente raíces y frutas de
palmas…» (Kirchhoff, 1948: 448. Traducción nuestra).
También entre los yanomami, grupo cazador-pescador-recolector, ac-
tualmente hortícola, que habita un extenso territorio selvático que ocupa
parte de la amazonia venezolana y la brasileña, las mujeres realizan acti-
vidades de recolección: «Cada hombre hace sus propios arcos y flechas lo mejor
que puede, de la misma manera que cada mujer hace sus propias cestas para portar»
(Smole, 1976: 178, traducción nuestra).
La mayoría de los datos etnohistóricos y etnográficos informan que
las mujeres de las bandas apropiadoras recolectaban todo tipo de alimen-
tos: nueces, huevos, semillas, frutos, todo tipo de vegetales, miel, peces,
pequeños animales terrestres, gusanos, larvas e insectos, agua, moluscos
marinos, de agua dulce y terrestres, raíces y tubérculos, etc. También re-
colectaban leña para mantener calientes las viviendas y para cocer los ali-
mentos, así como las diversas materias primas necesarias para la manufac-
tura de bienes hechos artesanalmente: fibras vegetales, piedras, cera, re-
sinas, semillas, hojas de palma, taparas (Crescencia cujete), madera, conchas
de moluscos, y muchas otras usadas en la elaboración de bolsos, cestas,
esteras, recipientes de todo tipo, adornos corporales, mantas, chinchorros
o hamacas, y en general, las empleadas para fabricar el mobiliario y los
enseres de la vida doméstica.
Un elemento interesante de destacar es el que se refiere a cómo las
actividades productivas femeninas en estas sociedades cazadoras recolec-
toras parecen expresar formas de conservadurismo ecológico. Efectiva-
mente, estas primeras formas sociales no controlaban la reproducción
biológica de los recursos naturales que les servían de alimento, por lo cual
la sociedad toda se imponía una autolimitación productiva de manera
de no agotar la potencialidad biótica del entorno. Ello significa que la
sociedad establecía una severa normativa que regulaba que los hombres

31
no cazaran o pescaran, o que las mujeres no recolectaran más de lo que se
iba a comer la comunidad. Un ejemplo de ello nos lo ofrecen los yáma-
na de Tierra de Fuego, comunidades cazadoras-pescadoras-recolectoras
subactuales, entre quienes dichas normas implicaban la muerte a los/as
transgresores/as (Estévez y otras, 1998; Vargas 2004).
Como consecuencia de lo anterior, existía entre los cazadores recolec-
tores un patrón inmediato de consumo de los alimentos, sin que se produ-
jeran excedentes que fuesen acumulados. Aunque el conocimiento sobre
los distintos componentes bióticos del entorno natural era manejado por
todos/as los/as miembros de las comunidades cazadoras-recolectoras, y no
obstante el carácter colectivo de las prácticas apropiadoras, las actividades
masculinas básicas —caza y pesca— no comprometían en la misma medi-
da que las femeninas la potencialidad biótica. Sobre las mujeres recaía, en-
tonces, de manera fundamental, el mantenimiento de un equilibrio con el
ambiente, dado que las actividades que ellas realizaban implicaban la mayor
y más constante extracción de recursos naturales del mismo.
Los datos obtenidos en las investigaciones arqueológicas sobre ciertos
grupos de cazadores-recolectores del nororiente de Venezuela, como es
el caso de los recolectores marinos que habitaron hace unos 4000 años las
costas de los estados Sucre y Nueva Esparta (Sanoja y Vargas, 1995), nos
permiten visualizar algunas de las formas de conservadurismo ecológico
que al parecer eran practicadas por esos/as antiguos/as habitantes. En di-
cha región, las ocupaciones se dieron en tres tipos de ambientes: el litoral
de antiguos estuarios, las playas e islas oceánicas, y las lagunas litorales. El
registro arqueológico de los varios sitios excavados muestra la presencia
sostenida de restos zooarqueológicos que permiten inferir las técnicas de
adquisición de alimentos implementadas: pesca marina, riparia o palustre,
caza eventual de aves, de mamíferos o reptiles terrestres o anfibios, y acti-
vidad regular de recolección de especies comestibles vegetales o animales.
Esta última actividad parece haber sido realizada por las mujeres en los
espacios cercanos a las áreas domésticas: las selvas de manglar de los anti-
guos estuarios, en las costas de las playas oceánicas y en las riberas de las
lagunas interioranas, como es el caso de la recolecta de ostras, cangrejos,
erizos, bivalvos y gasterópodos. Los materiales recuperados y su locali-
zación en el registro arqueológico permiten suponer que los alimentos
eran obtenidos gracias a que las bandas establecían un calendario anual
para la recolecta, y que existía una rotación periódica de dicha actividad
en los distintos nichos ecológicos. Esto permitía que no se agotaran los

32
bienes naturales objetos de apropiación, lo que hacía posible la renova-
ción de los nichos de ostrales o de las poblaciones de erizos, cangrejos y
bivalvos, o de las poblaciones de gasterópodos terrestres o marinos. Es
posible inferir, asimismo, la mayor importancia de las actividades de re-
colección dado que los restos de pescados y de los instrumentos usados
para su captura, como anzuelos y arpones, son relativamente escasos si
los comparamos con la presencia constante de los restos de los animales
recolectados, los cuales son sustancialmente mayores. Aunque el manejo
del medio ambiente suponía un conocimiento compartido y gestionado
de manera consensual por toda la comunidad, eran las mujeres los agentes
productivos que ejecutaban fundamentalmente las labores de recolecta y
garantizaban la no sobre explotación del entorno ambiental.
Smole reporta cómo las actividades de caza, las recolectoras y las hor-
tícolas de los yanomami, «…producen ciertas modificaciones en la selva … sin
embargo, son menores puesto que los yanomami no destruyen las especies sistemática-
mente… El principal impacto en las poblaciones de animales es de redistribución en
lugar de extinción…» (1976: 208, traducción nuestra).
Podemos considerar, entonces, que en la relación de estas sociedades
con la Naturaleza, a efectos de la producción de alimentos, intervienen,
por una parte, una suerte de incapacidad social para controlar la repro-
ducción biológica de los recursos naturales a causa del bajo desarrollo de
sus fuerzas productivas y, ligado a lo anterior, la existencia de una actitud
conservacionista que se expresa tanto en acciones materiales concretas al
momento de extraer recursos y bienes naturales, como en aquéllas refe-
ridas a la concepción cultural del mundo natural. Es por lo anterior que
una de las fuentes dónde más claramente se expresa la visión que tenían
y tienen las sociedades cazadoras-recolectoras sobre cómo la producción
de alimentos no debe constituir una actividad predadora que destruya
el ambiente, es la de los mitos, sean de orígenes u otros, y en general el
mundo mágico religioso.
Entre los pumeh, grupo de pescadores-recolectores habitantes de los
llanos de Apure, Petrullo señala: «Puede haber abundancia de un animal parti-
cular... o una planta particular que podría ser recolectada; sin embargo, los primitivos
establecen frecuentemente barreras contra tales prácticas… Tienen razones religiosas
y quizás mágicas para tales actitudes…» (1939: 198, traducción nuestra). Tam-
bién refiriéndose a los pumeh, Mitrani informa que «…tienden a establecer
un equilibrio biótico con su ambiente... tienen mucho cuidado de cambiar de caños;
suelen hacerlo… cada cinco días con el fin de evitar, según lo declaran explícitamente,

33
el exterminio de la población animal del lugar donde está el campamento… en la caza
de chigüires (Hydrochoerus sp) tienen cuidado de no matar más de uno o dos de esos
animales, respetando siempre los ejemplares jóvenes» (1988: 166).
Entre los warao, grupo pescador-recolector, actualmente hortícola que
habita en el delta del Orinoco —tal como ha señalado Heinen— pode-
mos observar una concepción similar sobre la conservación del ambiente:
«…su idea del mundo es de un delicado equilibrio entre el hombre, la naturaleza y los
seres sobrenaturales… Cada acto de interferencia humana en la naturaleza requiere
una compensación…» (1987: 664).
De acuerdo a datos provenientes de distintas fuentes, las tareas pro-
ductivas femeninas no se limitaban a las de recolecta, pues ellas interve-
nían, de variadas maneras, tanto en la preparación —y en ocasiones la eje-
cución— de actividades consideradas como «propiamente masculinas»,
como en el tratamiento ulterior de los bienes naturales cazados o pesca-
dos por ellos. Una vez concluidas la caza y la pesca, eran —en general—
las mujeres quienes debían transformar las presas obtenidas en alimentos,
materias y bienes terminados a pesar de que era el «capitán» (un hombre)
quien decidía cuánta cantidad de esos bienes iban a cada grupo familiar.
La curtiembre de pieles y cueros, una vez extraídos por los hombres, era
una de las tareas femeninas; la elaboración de bolsos para el acarreo de
distintos objetos y de otros alimentos, así como la preparación, cocción y
ahumado de las carnes eran ocupaciones femeninas.
Las descripciones de Heinen sobre las mujeres warao ilustran la in-
tensidad y constancia de su trabajo cotidiano. Según el autor, son las en-
cargadas de tejer los chinchorros, ayudan a los hombres a sacar el bongo
(canoa) del monte, construyen las chozas de la menstruación, son las res-
ponsables del fuego para calentar las viviendas, recogen la leña, preparan
y distribuyen las comidas, acompañan a los hombres en sus actividades
de caza y pesca, pero —fundamentalmente—sobre sus hombros recaen
las actividades de recolección (Heinen, 1988: 644-647). En otras palabras,
realizan el 65% de las actividades sociales.
Por otra parte, la caza y la pesca supusieron tareas que —en muchos
casos— implicaban que los hombres adultos y jóvenes se separaban del
espacio doméstico durante varios días o semanas y en ocasiones meses,
con el fin de capturar las presas, las cuales se encontraban generalmente
fuera del área de las viviendas. Durante ese tiempo, la producción ali-
menticia y el mantenimiento de la comunidad toda: mujeres, niños/as,
ancianos/as y enfermos/as recaía en las mujeres.

34
Según reporta Smole, entre los yanomami los viajes de caza son pro-
gramados por hombres emparentados; pueden ser breves y durar un día,
o largos, dependiendo de la distancia que tengan que recorrer para captu-
rar las presas: «Los viajes de caza breves, de un día o algo más, son programados por
los hombres…, particularmente si tienen razones para creer que las presas se encuen-
tran en las vecindades del asentamiento» (1976: 175, traducción nuestra). Dice
el autor que estos viajes breves son ocasionales y proveen de poca carne
a la unidad doméstica. Por otra parte, los viajes largos incluyen desde tres
o cuatro hombres hasta docenas y suponen su alejamiento de la unidad
familiar por varios días: «Algunas veces siguen un circuito que puede cubrir más de
cincuenta millas en cinco o más días... estos viajes largos llevan a los hombres a áreas
remotas, deshabitadas, lejos del shabono, donde las presas son relativamente abundan-
tes.» (1976: 175, 176, traducción nuestra; énfasis del autor).
Entre los yahgan de Tierra de Fuego, el trabajo femenino se orienta
a la construcción de las viviendas, estructuradas con ramajes de roble y
recubiertas con pieles de foca; mantienen vivo el fuego en las viviendas;
recolectan los bivalvos y gasterópodos en la playa; recolectan la leña; bus-
can el agua para el consumo doméstico. Las niñas aprenden las tareas
femeninas reproduciendo en pequeña escala la construcción de viviendas
y ejecutando las otras tareas que les corresponderá desempeñar como
adultas. Los niños, por su parte se entrenan pescando a la orilla del mar
(Emperaire, 1955. Traducción nuestra).
Describe el autor: «En este tipo de sociedad donde la división del trabajo, ex-
ceptuando la división sexual, no existe prácticamente, donde el saber vital del grupo es
exactamente igual al saber del individuo, la existencia de éste depende más del medio
ambiente que de los otros miembros del grupo social. En teoría, las únicas relaciones
sociales obligatorias existen al interior del grupo familiar nuclear. Éstas se refuerzan
por la cohabitación espontánea en un mismo sitio, por una serie de intercambios, sea
bajo la forma de una cooperación que une la fuerza física de varios individuos para
ejecutar un mismo trabajo, sea bajo la forma de la transmisión de individuo a indivi-
duo de objetos materiales como alimentos o vestidos, sea por el uso libre de los bienes
que pertenecen al vecino, la utilización en común de los medios de subsistencia por la
duración de la relación territorial que se forma entre varias familias. Al separarse y
quedar aislada, cada familia nuclear recupera su independencia y no conserva sino sus
relaciones, obligaciones y dependencia del medio ambiente…» (Emperaire, 1955:
245. Traducción y énfasis nuestro).
También asienta: «…que se trate de cestas, canoas de corteza en miniatura o
conchas que se utilizan como moneda de cambio, son las mujeres las que se encargan

35
de comerciar con los blancos que llegan en los barcos…» (Emperaire, 1955: 247.
Traducción nuestra).
Las actividades de caza y pesca, si bien tareas consideradas tradicional-
mente como solamente masculinas, parecen haber sido practicadas con-
juntamente por hombres y mujeres dentro de ciertos grupos de cazado-
res-recolectores. La descripción de Mitrani sobre los pumeh a finales del
siglo pasado, ilustra la participación de ambos sexos: «Para la caza de la baba
(Caiman cocodrilus) y la captura de diversas especies de tortugas…, el cazador se mantiene pa-
rado en la proa de la curiara, mientras su mujer o su compañero... manejan la embarcación.».
Asimismo apunta «…los pumeh pescan con plantas tóxicas… Para este tipo de pesca…
participan tanto las mujeres como los hombres…» (1988: 166-167).
Un comportamiento similar es reportado por Heinen entre los warao en
épocas recientes: «Los hombres pescan y cazan, pero las mujeres muchas veces los acom-
pañan y ayudan…» (1988: 647). También Wilbert señala la participación de
mujeres warao en la pesca: «Aunque es considerado un trabajo de hombres, las mujeres
algunas veces pescan, usando solo las manos, cestas... y ocasionalmente lanzas». (1972: 88).
A partir de los datos expuestos hasta ahora es posible discernir que
las cazadoras recolectoras fueron y son, en general, sociedades solidarias
y cooperativas, pero no igualitarias plenamente. Las distinciones que se
observan en la importancia socialmente otorgada a las tareas productivas
de ambos géneros sugieren que la diferencia de género constituía un me-
canismo para establecer desigualdad, aunque no es posible afirmar que
tal desigualdad estuviera institucionalizada, aunque sí estaba de alguna
manera normada.

Los estereotipos negativos sobre el trabajo femenino y las formas de


control, discriminación y dominación en las sociedades cazadoras
recolectoras
A pesar de la intensa, variada y fundamental actuación de las mujeres
como agentes productivos en las sociedades cazadoras-recolectoras, la
historiografía y la antropología tradicionales han estereotipado la actua-
ción masculina como la más valiosa, en oposición a la femenina. En tal
sentido, resulta ya un lugar común encontrar en los textos resultantes
de la investigación científica y en los divulgativos, así como en las ex-
hibiciones de los museos, en los medios masivos de comunicación y en
las producciones cinematográficas, incluso en las tiras cómicas, imágenes
estereotipadas que nos refieren al hombre cazador como el sostén fun-
damental en este tipo de sociedades. Un elemento que debe ser tomado

36
en consideración para explicar las razones del surgimiento del estereotipo
del hombre cazador es el referido a la manera cómo los etnógrafos/as,
sobre todo los hombres, adquieren la información sobre el grupo étnico
con el cual trabajan. La norma, en general, es la utilización de informantes
masculinos, lo cual establece, de entrada, un sesgo en la valoración sobre
el trabajo realizado por cada género. Un ejemplo de ello nos lo ofrece
Smole en los juicios androcentristas que emite sobre los yanomami, «La
caza es una actividad prestigiosa y honorable». En su obra no aparecen juicios
similares en referencia a la recolección, tal vez porque, como señala Chag-
non, los hombres yanomami consideran que las mujeres son seres inferio-
res (Chagnon, 1997: 103).
La arqueología ha influido, de manera preponderante, en la gestación
de ese estereotipo del hombre cazador. En tal caso, ha incidido, creemos,
una sobrevaloración por parte de los/as arqueólogos/as de la presencia en
el registro arqueológico de los útiles empleados en la caza y la pesca, como
sucede con las puntas de flechas y de jabalinas, o los anzuelos, arpones y
pesas de redes, así como de los restos óseos de los animales cazados o pes-
cados, todos los cuales se preservan mejor, en general, que el instrumental
necesario para llevar a cabo las actividades de recolección: cestas, cuerdas,
bolsos y demás, quizás porque por su naturaleza generalmente orgánica, no
siempre está representado en el registro arqueológico.
Por otra parte, la existencia en el llamado arte parietal venezolano de
representaciones simbólicas que hicieran las mismas sociedades de caza-
dores-recolectores de las actividades de caza, las cuales incluyen imágenes
de las presas apropiadas, de los cazadores y de los instrumentos que utili-
zaban, como sucede en las pictografías de los abrigos rocosos Las Patillas
y la Cueva de El Elefante, estado Bolívar (3000-2000 años a. p.; Sanoja y
Vargas, 1970, 2004) ha contribuido a reforzar la estereotipación. Aunque
algunos glifos de la Cueva de El Elefante parecen ilustrar también a mu-
jeres y objetos usados por ellas en la vida cotidiana, las representaciones
son, en general, de los animales objetos de apropiación, de las armas y de
los cazadores masculinos.9
9
Sin embargo nuestras investigaciones en la cuenca del río Caroní dem-
uestran que, en relación al culto mágico-religioso de las comunidades
cazadoras recolectoras en transición hacia la producción de alimentos
que habitaban cíclicamente los sitios sagrados de la cuenca del río
Espíritu, las evidencias arqueológicas nos indican la existencia de cer-
emonias alternativas a los actos rituales que se llevaban a cabo en los
aleros o cuevas en los cuales participaban solamente shamanes pero
37
En el caso de las representaciones simbólicas hay que tener pre-
sente, sin embargo, que tales expresiones constituyeron formas ideo-
lógicas implementadas por las sociedades como mecanismos para po-
tenciar, a nivel de la conciencia, la eficacia del agente social encargado
de llevar a cabo las actividades que le garantizaban a la sociedad la
posibilidad cierta de la ingesta de proteínas animales. La búsqueda de
esa potenciación era necesaria por ser los actos de cacería, precisa-
mente, acciones destinadas a la apropiación de bienes relativamente
escasos y sobre los cuales la sociedad no era capaz de ejercer ningún
control. Como apunta Comas «…la caza tiene más prestigio, tal vez porque
es menos predecible y siendo más peligrosa requiere invocar la protección de los
seres sobrenaturales». (1995: 21).
Un ejemplo de comportamientos simbólicos para propiciar la caza
entre grupos contemporáneos de cazadores-recolectores nos lo ofrece
Wilbert en relación a los yanomami: «Algunos de los diseños de las pinturas
corporales yanomami son reconocidos como sugerentes de la decoración de la piel o
pelambre de animales cazados o temidos por ellos... El cazador yanomami busca
establecer una relación propicia con los guardianes sobrenaturales de las especies ani-
males pintando su cuerpo con especies apropiadas de símbolos…» (Wilbert 1972:
21-22, traducción nuestra).
Aunque la apropiación de los recursos faunísticos implicaba el ma-
nejo de un cierto conocimiento, compartido por toda la sociedad, so-
bre su distribución en el territorio y sobre sus ciclos de reproducción
(ver por ejemplo, Leroy Gourhan, 1967: 179), tales ciclos dependían,
sin embargo, de procesos naturales que no podían ser controlados so-
cialmente. Leroy-Gourhan discute, para el caso del Paleolítico Superior
europeo (1967: 179 y sgts.), las hipótesis explicativas que se han dado
en torno a cómo sería posible discernir una relación entre el género
y la captura de las especies zoológicas a partir de las representacio-
también shamanas quienes tenían a su cargo las ceremonias propicia-
torias (la presencia de shamanas está atestiguada por ciertos glifos que
ilustran mujeres danzantes). Las pinturas rupestres representaban el
vehículo de las acciones mágico religiosas que se efectuaban en los
santuarios de la zona sagrada (Vargas, 2007b). Esos glifos o imágenes
hechas solamente por mujeres o de mujeres representados sobre la su-
perficie pétrea buscaban potenciar el éxito en la negociación con las
fuerzas naturales y aumentar así la eficacia de los agentes, en este
caso de las mujeres, para la obtención de lo que debía alcanzarse en la
vida cotidiana.
38
nes pictóricas presentes en varias cuevas. Según esas hipótesis, las ilus-
traciones de los recursos faunísticos en el arte parietal del Paleolítico
Superior, especialmente de aquéllos fundamentales para la subsistencia
de las bandas, pudieran demostrar que unos eran concebidos por los
grupos sociales como pertenecientes al sexo femenino, otros del mas-
culino, mientras que los peces eran imaginados como poseedores de
un género neutro. Según las hipótesis planteadas, esos factores pueden
haber intervenido para que, al momento de realizar la caza o la recolec-
ción, existiese una correspondencia entre los animales considerados del
sexo masculino —a ser capturados por los hombres— y los del sexo
femenino —por las mujeres—. Al no reconocérseles un sexo definido,
los peces podían ser apropiados indistintamente por ambos géneros. El
autor se opone a estas explicaciones, señalando, en primer lugar, que las
representaciones pictóricas paleolíticas obedecen a causas que no tienen
que ver necesariamente con el género y las tareas sociales. Según él, lo
que sí existe es una correspondencia entre la distribución geográfica
de las cuevas paleolíticas europeas con pictografías, con la distribución
territorial de los recursos faunísticos, avalada a su vez por la relación
existente entre la distribución geográfica de las cuevas y la de los santua-
rios de los bueyes, de los bisontes y de los mamutes representados, ob-
jetos de apropiación. Entendemos, según lo expuesto, que para Leroy
Gourhan las pictografías de las cuevas lejos de estar condicionadas por
la repartición de tareas entre los sexos obedecerían a un reconocimiento
social de la distribución espacial de los rebaños de animales, a su parti-
cular distribución geográfica en la cual no intervenían factores sociales
sino naturales. El autor señala que hay que tomar en consideración,
además, que las ilustraciones de esos animales se ven complementadas
con otras, las cuales denomina «animales suplementarios para el grupo
masculino». En todos los casos, apunta, «…son representados individuos de
ambos sexos para cada especie…» (1967:179).
Para Leroy Gourhan, «La hipótesis de entidades masculinas y femeninas,
las cuales rigen las esferas masculina y femenina de la vida, está simplificada e
incompleta; la hipótesis del bisonte (asociado a la esfera femenina) y el caballo
(asociado a la esfera masculina) como animales que corresponden a la misma
esfera es también inadecuada». (Traducción nuestra. Ver también Sanoja y
Vargas, 1995: 49-51 y Vargas, 2007 b).

39
Las contradicciones observables entre la hipótesis explicativa propuesta
sobre la relación entre pictografías y las esferas masculina y femenina
en el llamado arte parietal paleolítico europeo, y las objeciones de Leroy
Gourhan a la misma, nos refieren de nuevo a la discusión planteada
antes sobre si existió o no división sexual del trabajo entre las sociedades
cazadoras-recolectoras (vg. Leacock, 1978, Bate 1985). Pensamos que la
asociación en las pictografías paleolíticas de ciertos animales con flechas,
interpretadas como símbolos de falos, y de glifos que ilustran las heridas
en las presas, interpretados a su vez como posibles símbolos femeninos
que representan vaginas (Leroy Gourhan, 1967: 173), pudieran constituir
elementos de las prácticas religiosas expresadas en los santuarios —las
cuevas—, donde los símbolos femeninos, las heridas de las presas, pueden
haber sido formas de apropiación simbólica de los elementos naturales
obtenidos por hombres en la vida real. Pensamos que, a pesar de las
oposiciones de Leroy Gourhan, esas ilustraciones deben corresponder, en
alguna medida, con la asignación de las tareas sociales para cada género.10
10
El arte no es una actividad creativa disociada del resto de la vida,
sino parte de ella. Se puede expresar en momentos y circunstancias
extraordinarias, pero también en la cotidianidad de la vida social,
especialmente en las sociedades ágrafas, entre las cuales existía
lo que Godelier (1974) ha denominado una religiosidad diaria. En
dichas sociedades, aunque sólo ciertos individuos tenían el poder de
relacionarse con los signos sagrados, todos y todas de cierta manera
participaban de su reconocimiento como saber colectivo. Para lograr
la expresión y la comunicación concreta de la imagen de los signos
sagrados, se requería que la persona poseyera la destreza para
transformar la idea de los signos sagrados en imágenes. La idea podía
ser expresada verbalmente, pero el tiempo de la transmisión de la
misma estaba limitado a la presencia de la persona que comunicaba el
mensaje. Por ello, en tales sociedades, la permanencia de los signos y la
comunicación de sus significados se llevó a cabo a través de la imagen,
utilizando diversos elementos para expresarlos. Entre esos elementos
destaca la piedra como medio de transmisión de los mensajes mágico-
religiosos. Es difícil pensar que las imágenes representadas sobre la
superficie pétrea que eran la concreción de lo que debía alcanzarse,
lo que debía traerse de la dimensión espiritual, negociando con las
fuerzas naturales a través de las ceremonias que se celebraban en el
espacio donde se localizaban las rocas, no se manifestara la estructura
social, las formas de relacionarse socialmente y dentro de ellas las
relaciones entre géneros.
40
Podemos concluir que el llamado arte parietal no puede ser concebido
como una actividad creativa que estaba disociada del resto de la vida so-
cial. Con ella se perseguía aumentar o perpetuar la transmisión de la idea,
garantizar mediante la permanencia de los signos, la comunicación del
significado; de esa manera, las imágenes representadas eran la concreción
de lo que debía alcanzarse, la búsqueda del manejo y control de los hechos
de la vida cotidiana considerados fundamentales.
Ideas similares a las discutidas hasta ahora en torno al papel de las
prácticas mágico religiosas en la interpretación del arte parietal del Pa-
leolítico Superior europeo, se encuentran en la actualidad entre grupos
tribales amazónicos, como los upichia y los nonuya de la amazonia co-
lombiana; aunque no se trata de comunidades cazadoras recolectoras, sus
comportamientos pueden ser ilustrativos de los mecanismos sociales im-
plementados para la apropiación simbólica de los bienes naturales. Para
los primeros, los recursos naturales dentro de su territorio poseen dueños
míticos. Cada porción de un río, ya esté definida por la confluencia con
otro o por la presencia o ausencia de meandros, así como por los peces
y otros recursos de caza que contenga, es «propiedad» de una divinidad.
Para que pueda darse la apropiación humana de los animales existentes en
esos espacios, es necesario que el shamán del grupo realice antes ciertas
ceremonias destinadas a obtener los permisos de los dueños míticos para
poder pescar o cazar. Para los segundos, «Las chagras con sus plantas cultiva-
das poseen una enorme cantidad de referentes simbólicos, mitos de creación específicos,
normas sobre su cuidado, manejo, transformación y consumo». (Rodríguez y otros/
as, 2004: 33).
Según la presentación oral de su ponencia en el III Congreso de Ar-
queología Colombiana celebrado en Popayán en diciembre 2004, el «co-
nocedor tradicional de etnia nonuya», Uldarico Matapi planteaba que
para su etnia ciertas plantas también están relacionadas con una divinidad
y además poseen género. El tabaco y la coca, plantas consideradas del
género masculino, por ejemplo, constituyen para ellos/as «…el cuerpo de
Dios…», «…nos dan el pensamiento, que nos da poder…». Tanto la yuca como
el ají son concebidas como plantas del género femenino, mientras que la
del onoto o achiote son plantas totémicas (Matapi, 2004). Entre los Gua-
requena, grupo tribal arawako que habita en el estado Amazonas, al sur
de Venezuela, González Ñáñez informa sobre la existencia de «cultos de
la vegetación» —siguiendo a Mircea Eliade—, parte del complejo mítico
del grupo, donde la yuca es el árbol de la vida, el árbol cósmico, el eje del

41
universo, el centro del mundo. Aunque el autor no lo señala, es muy posi-
ble que el «árbol de la yuca» sea concebido entre los arawakos amazónicos
venezolanos como del género masculino, o ligado a un ser mítico de ese
género, toda vez que ese árbol es la comida sagrada utilizada en la cere-
monia ritual que describe González Ñáñez, y que refiere a la iniciación
de un joven guarequena, presenciada sólo por hombres «…prohibida a las
mujeres…». (47 y sgts.).
Con base a lo anterior es posible plantear que la conservación del
entorno biótico y las restricciones para evitar su sobre explotación, esta-
ban mediadas por la percepción cultural de cada grupo social sobre los
recursos naturales que contenía el territorio, la cual se expresaba a través
de los mitos que servían para regular las conductas apropiadoras de todo
el grupo y, dentro de éste, de cada género.
La sociedad contemporánea ha llegado a representarse, por distintos
medios, las sociedades cazadoras recolectoras de una manera reducida y
disminuida; ha acuñado el estereotipo que las hace equivalentes a grupos
humanos cuya vida social era prácticamente inexistente, pues tal parecie-
ra que todos sus esfuerzos discurrían en la búsqueda permanente de un
animal qué cazar. La interpretación de la vida de esas sociedades se ha
fundamentado en muchos supuestos erróneos, los cuales —como apunta
Comas— «…se basaban no tanto en un conocimiento profundo de estas sociedades
como en los prejuicios basados en la actual idea de progreso…» (1995: 20). En
tal sentido, es bueno recordar que las investigaciones arqueológicas y et-
nográficas han permitido constatar que si bien existía precariedad en la
producción económica de estas sociedades, la reciprocidad constituía el
mecanismo social que compensaba esa precariedad. La cantidad de horas
dedicadas por los/as miembros de las bandas en la obtención y elabora-
ción de los alimentos es y posiblemente era muy baja aunque sostenida,
ya que al ser los ciclos de producción-consumo muy breves, no existe ni
existía acumulación excedentaria (Vargas, 1990: 94; Bate, 1983). La pre-
cariedad económica era compensada en el plano material, fundamental-
mente, a través de la reciprocidad social, pero ella se resolvía en el plano
simbólico porque allí existía un verdadero control a través de lo que se
expresaba en las representaciones de glifos, en los mitos, en ceremonias.
La subvaloración del trabajo productivo femenino en oposición al
masculino parece haber sido una de las fuentes fundamentales para la
generación de los estereotipos sobre las mujeres en estas sociedades. Esa
subvaloración parece haber operado ya dentro de las mismas socieda-

42
des cazadoras recolectoras según plantean algunos autores/as (Estévez
y otras, 1998), quienes señalan que es éste el momento cuando se gestan
las bases históricas que permiten, posteriormente, la dominación mascu-
lina plena sobre las mujeres. Basándose en estudios etnográficos, etnohis-
tóricos y arqueológicos, los/as investigadores/as intentan demostrar su
hipótesis de que la contradicción principal en las sociedades cazadoras-
recolectoras está definida por la existencia de la oposición entre la esfera
de la producción y la de la reproducción. En consecuencia, la dominación
masculina surge —dicen— como resultado de la necesidad de controlar
la reproducción, por lo cual se controlaba a las mujeres por ser ellas las
reproductoras. Para ello, los/as autores/as analizan la sociedad subactual
yámana de Tierra de Fuego, Argentina, donde el trabajo femenino era
subvalorado, mientras que el masculino era valorado positivamente.
La infravaloración del trabajo femenino es, según Vila y Argelés, el me-
canismo social que permite quitar importancia a la contribución femenina
a la producción, al no reconocer el aporte real del trabajo de las mujeres,
«…fueran estos los que sean…» (1993). Las autoras señalan que de esa manera
se construye la discriminación que se evidencia en las formas diferenciales
que adopta el proceso de distribución, coincidiendo de esa manera con las
ideas de Acker (1988).11 En tal sentido, en otros trabajos (Vargas, 2005),
hemos señalado cómo toda la sociedad yámana elaboró una compleja ideo-
logía, expresada en mitos y ceremonias, como manera de garantizar —vía
la socialización— la reproducción del control masculino sobre las mujeres.
En su ya clásico documental etnográfico sobre la caza del hipopóta-
mos en el río Níger, Jean Rouche nos presenta la larga y minuciosa pre-
paración que hacen los hombres de las embarcaciones que servirán para
cumplir el evento anual de la caza de hipopótamos. Mientras ellos zarpan
para cumplir con su rito de caza, las mujeres permanecen en la aldea
cuidando las familias y los hogares, cosechando y preparando el millo,
cuidando los animales... Un cazador comenta: «…es una vergüenza que las
mujeres tengan que quedarse en la aldea en lugar de estar cazando hipopótamos, pero
eso no las afecta ya que las mujeres no tienen vergüenza…» (1956).
11
Acker (1988) señala que todas las sociedades conocidas organizan sus
actividades diarias sobre la base de divisiones sexuales y celebran las
diferencias de género en múltiples modos simbólicos de distribución como
una parte necesaria de la vida cotidiana (pp.478). Más adelante apunta que las
relaciones de distribución están influidas por el género y que en la sociedad
capitalista están afincadas históricamente en el largo proceso de ruptura del
feudalismo y el establecimiento del capitalismo industrial (pp. 479).

43
El estereotipo sobre las actividades de caza (masculinas) como más
prestigiosas que las de recolección (femeninas), a pesar de ser estas últi-
mas las que garantizaban la sobrevivencia de los grupos sociales, denota
que el valor social otorgado a cada una de estas actividades no correspon-
de necesariamente con su importancia económica (Comas, 1995).

44
CAPÍTULO II

Las mujeres como agentes productivos. La producción femenina


en las sociedades tribales agrícolas

Las formas sociales tribales agrícolas son las que los especialistas recono-
cen como las que suceden históricamente a las sociedades cazadoras-re-
colectoras. Las investigaciones arqueológicas nos informan que las socie-
dades tribales más antiguas, plenamente agrícolas, aparecen en Venezuela
en lo que es hoy el estado Lara, depresión de Carora, para una fecha de
4000 años antes del presente (Sanoja, 2001), conocidas arqueológicamen-
te como Tradición Cultural Camay, y en el estado Monagas, donde se
encuentran comunidades agrícolas tribalizadas en el Bajo Orinoco desde
hace 3000 años, identificadas por la arqueología como Tradición Cultural
Barrancas (Sanoja, 1979).
El inicio en Venezuela de lo que se conoce como «revolución neo-
lítica» parece haber ocurrido hace unos 4000-3000 años, cuando diver-
sos grupos humanos cazadores, recolectores, pescadores, habitantes de
la costa nororiental de Venezuela, Edo. Sucre, iniciaron el proceso de
domesticación de plantas como el ocumo (Xanthosoma saggitifolium), la
yuca (Manihot sculenta Crantz), el lairén (Callathea allouia), la pericaguara
(Canna edulis) y posiblemente el ñame (Dioscorea sp.) (Sanoja y Var-
gas, 1995; Sanoja, 1997 y 1989), mientras que en fechas similares, los que
ocupaban el noroeste del país, en el estado Lara, valles de Carora y Quí-
bor, domesticaron el maíz (Zea mayz) y algunos frutales como la lechosa
(Papaya papaya) (Sanoja y Vargas, 1999; Vargas, 2002). Esos procesos
de domesticación tuvieron un profundo impacto en las otras sociedades
cazadoras-recolectoras que ocupaban las distintas regiones de Venezuela.
A partir de las primeras experiencias de domesticación de plantas por
parte de algunos grupos, el conocimiento de la agricultura se difundió
rápidamente hacia casi todos los demás espacios ocupados en el territorio
nacional. La revolución neolítica fue, entonces, el proceso transformador
de sociedades con una economía basada en la caza, pesca y recolecta, es
decir fundamentada en la aplicación de técnicas de adquisición de ali-
mentos apropiadoras, hacia grupos cuya economía estuvo centrada en
prácticas productoras como la agricultura y la ganadería.
Un elemento que puede ser pertinente en relación con la conceptuali-
zación de los papeles sociales de los dos géneros en el trabajo en aquellas
sociedades en vías hacia la tribalización, nos lo ofrece el sitio Las Varas
(4600 a.p.), región de Cariaco, Edo. Sucre. El registro arqueológico revela
el abandono de tallas realizadas con placas de esquisto en forma de pen-
dientes alados que caracterizan a los primeros grupos asentados, siendo
suplantadas por tallas vaginiformes y faliformes cuando comienza la do-
mesticación de plantas y la vida sedentaria (Sanoja y Vargas, 1995: 319).
Objetos que podrían ser identificados morfológicamente con los gladiolitos
que aparecen en contextos de recolectores marinos de Cuba, considerados
como símbolos masculinos, se encuentran en Las Varas en asociación con
triángulos hendidos en su base, los cuales han sido concebidos por prehis-
toriadores europeos como signos femeninos (Leroy Gourhan, 1967: 144).
En otros trabajos hemos planteado que estos objetos representativos de los
géneros, presentes en el sitio Las Varas, podrían haber estado relacionados
con formas religiosas iniciáticas, y que pueden haber formado parte de una
manifestación ceremonial abierta que identificaba el carácter, género y la
naturaleza social del individuo a iniciar, dada su aparición en sitios domésti-
cos de vivienda (Sanoja y Vargas, 1995: 320).
La agricultura trajo consigo numerosos y profundos cambios socia-
les: los referidos a la división técnica del trabajo, pues se hizo necesario
el desarrollo de nuevos instrumentos y medios para la producción de
alimentos, los que atienden a la diversificación e intensificación de las
prácticas sociales, y los que reflejan transformaciones estructurales expre-
sadas en las relaciones sociales (Vargas, 1990). Con el advenimiento de la
agricultura, los grupos sociales comenzaron a producir controladamente
los alimentos, de manera que cuando la producción de bienes alimenticios
dejó de ser subsistencial (ciclos cortos de producción-consumo) e hizo
posible acumular excedentes, algunos individuos pudieron dedicar más
tiempo en el desarrollo de procesos de trabajo no ligados directamente a
la producción de bienes primarios. Fue posible la fijación definitiva de los
grupos sociales a la tierra para poder defender los cultivos de predadores
humanos y animales. La aldea se convirtió en el centro del territorio don-
de vivían los grupos humanos, lo cual hizo posible el inicio del proceso
de explotación especializada de determinados ecotonos, es decir, aque-
llos lugares donde convergen diversos nichos ecológicos, y de esa forma,
llegaron a controlar los medios naturales de producción (Vargas, 1990;
Sanoja y Vargas, 1997).

46
El impacto de la producción de alimentos por medio de la agricul-
tura se hizo sentir en todos los ámbitos de la vida social. Se produjeron
cambios en las estructuras de parentesco, de manera de garantizar un
control sobre la progenitura y la descendencia y, de esa manera, sobre
la propiedad de la tierra. Se transformaron las relaciones sociales pues
al disminuir el nomadismo, al sedentarizarse, los grupos sociales nece-
sitaron mantenerse cohesionados en espacios territoriales y domésticos
relativamente restringidos, con lo cual se intensificaron las relaciones cara
a cara dentro de cada grupo. Fuertes cambios se produjeron en el tamaño
y número de las unidades sociales, ya que las familias nucleares y las ex-
tensas, integradas ahora en tribus, sustituyeron a partir de entonces a las
bandas. Se transformaron, igualmente, el tipo, distribución y tamaño de
las viviendas, destinadas desde ese momento a alojar familias extensas. Se
modificaron las nociones sobre la territorialidad, ya que el territorio dejó
de estar definido por la presencia o ausencia de determinados recursos
naturales (animales y/o cultígenos), para ser sustituido por la existencia
del trabajo invertido en él: los conucos o sembradíos y los rebaños de
animales. Se modificaron los procesos de intercambio de bienes debido
a que las restricciones en la movilidad y la distribución particular de los
recursos naturales en determinados territorios hizo necesario establecer
relaciones con otros grupos para obtener los bienes imposibles de pro-
ducir localmente (Vargas, 1990). Un elemento muy importante que trajo
consigo la introducción de la agricultura fue la necesidad de contar con
nuevos instrumentos de trabajo y con un ajuar doméstico que permitiese
obtener, procesar, consumir y almacenar los alimentos de origen agrícola.
Todos estos cambios produjeron a su vez transformaciones en la vida
de las mujeres: en el tipo de las tareas femeninas, pues fue necesario que
realizaran nuevas labores; en el tiempo de trabajo femenino, el cual aun-
que continuó siendo el mayoritario, implicó la realización de actividades
nuevas y más diversas; en su estatus social y jurídico, ya que a partir de
entonces su capacidad para reproducir biológicamente a la fuerza de tra-
bajo adquirió una nueva significación para toda la sociedad; esto último
hizo necesario controlar las formas de unión. En la relación numérica
entre mujeres y hombres dentro de las comunidades, pues al no existir la
movilidad nomádica de las bandas y el trasvase de mujeres de una banda a
otra, se mantuvo constante un número relativo de mujeres en los distintos
grupos que conformaban las tribus, etcétera.

47
Las tareas productivas femeninas fundamentales en las sociedades
agrícolas fueron las de cosechadoras. Según algunos cronistas españo-
les, como Carvajal (1956), quien navegó los ríos Apure y Portuguesa y
escribió sobre los grupos que habitaban esa zona, los achagua, decía que
las mujeres de dicha región cosechaban mas no sembraban, señalando
que la agricultura era concebida por esas poblaciones tribales de manera
similar a la reproducción biológica de los seres humanos: los hombres
sembraban, haciendo una equivalencia entre la capacidad masculina para
fecundar a las mujeres con la siembra como fecundación de la tierra, y las
mujeres cosechaban, equiparando tal cosecha con la capacidad femenina
de dar a luz, en este caso, de «parir alimentos». Información parecida ofre-
ce Gumilla en relación a los otomaco, quienes ocupaban el territorio en la
confluencia del Apure con el Orinoco: «El limpiar, sembrar, recoger los frutos
y almacenarlos todo pertenece a las mujeres, ya que según los indios las mujeres saben
parir y los hombres no, si ellas siembran la caña de maíz dá dos o tres mazorcas…
saben como han de mandar a parir el grano que siembran…» (1955: 199).
Sin embargo, existen muchos ejemplos, según datos etnohistóricos,
de grupos donde las mujeres no solamente cosechaban sino que también
sembraban; tal es el caso de los betoi que habitaban los llanos occidenta-
les para el siglo XVI: «Cultivaban maíz y yuca, piñas y condimentos tales como ají
y pimientos... las mujeres sembraban y recogían la cosecha…» (Hernández de Alba,
1948: 395). También Gilij reporta cómo las mujeres betoi participaban en
la siembra: «A las mujeres corresponde el sembrar el maíz, con palo van haciendo
pequeños agujeros dispuestos en fila…» (1987: 273). Salas ofrece información
parecida sobre los mucunúe, habitantes de los Andes: «…sembraban los
mucunúes dos leguminosas … cada jefe de familia tenía su labranza o conuco que
cuidaba ayudado por su mujer e hijos…» (1908: 260-261). A juzgar por estos
datos, es muy posible que en la mayoría de los grupos tribales agrícolas
del siglo XVI, las mujeres intervinieran tanto en la siembra como en la
recolecta de la cosecha.
Con la aparición de la agricultura no desaparecen las prácticas apropia-
doras que caracterizaban a la formación social anterior, de los cazadores-
recolectores. Los distintos grupos tribales, en general, complementaban
su dieta con las proteínas animales que obtenían mediante la caza, la pesca
y la recolección. En tal sentido, las mujeres participaban activamente ayu-
dando a los hombres en la caza y la pesca, tal como es posible discernir de
las fuentes escritas. Gumilla refiere cómo entre grupos tribales habitantes
de las riberas del Orinoco, la caza de manatíes era realizada conjuntamen-

48
te por hombres y mujeres: «Salen marido y mujer en una canoa. La mujer va
remando y el marido va en pié observando cuando el manatí sobresale del agua para
resollar… le clava un recio arpón...lo van sacando del agua… hasta que pueden
navegar…» (1955:191). Asimismo relata que «…estos grupos también recogen
las tortuguitas que consumen tanto como los huevos…» (1955: 198). Gilij también
suministra información acerca del trabajo conjunto de mujeres y hombres
entre los tamanaco del Orinoco: «Los tamanacos usan la fruta de cierto árbol
(barbasco), otros usan raíces, las mujeres las machacan y los hombres las extienden por
encima y recogen los peces atontados…» (1987: 266).
La importancia de la caza y la pesca entre los grupos tribales es clara,
asimismo, en la siguiente cita de Hernández de Alba: «Los betoi y sus vecinos
dependían grandemente de la caza y la pesca… los hombres cazaban y pescaban…».
El mismo autor también informa sobre cómo la dieta de los caraca, del
centro norte del país, combinaba alimentos de origen vegetal y animal:
«La cosecha de los caracas incluía el cacao... tabaco, algodón, fique, yuca dulce, maíz y
algunas frutas como el mamón, cardones y cactus. La comida de animales incluye hor-
migueros, ciervos, pecaríes, tapires, algunos pájaros…» (1948: 394, 476. Traduc-
ción nuestra). Gilij, por su parte, describe los alimentos de origen animal
de los grupos que habitaban el Orinoco: «…los tamanacos, parecas y piaroas
se alimentan de animales terrestres como ciervos, puercos y dantas…» (1987: 263).
Según Váquez de Espinoza, «…la nación de los amaibas habita en las riberas del
Orinoco; susténtanse de tortugas e icoteas, cultivan la tierra para sus yucales y demás
sembrados» (1948: 62). Salas, refiriéndose a los caquetío del occidente de
Venezuela, describe que: «…manteníanse además… las parcialidades inmediatas
al mar con pescado y marisco, abundante en sus playas y los indios del interior, de la
cacería de venados y sementeras de maíz, yuca y otras plantas…» (1908: 180).
En las sociedades tribales pastoriles, las cuales no aparecen en Vene-
zuela sino después de la conquista española en el siglo XVI, los datos et-
nohistóricos nos informan que los hombres eran los pastores, encargados
por tanto de cuidar los rebaños de animales, y las mujeres eran las encar-
gadas de «cosechar» la leche y procesar las carnes, lanas, cueros y pieles
Según autores como Mellaissoux (1975, 1979), es con el advenimiento
de lo que denomina la comunidad doméstica, equivalente a lo que hemos
caracterizado aquí como la Formación Social Tribal Agropecuaria, cuando
la sociedad establece, de manera orgánica la dominación de las mujeres. En
efecto, con las transformaciones sociales resultado de la producción con-
trolada de alimentos que propició la agricultura se comienzan a estructurar
las bases de lo que deviene luego la ideología patriarcal. En sus comienzos,

49
en las sociedades cazadoras-recolectoras, podemos hablar de un suerte de
pacto entre los agentes sociales, que se concretaba en el manejo consensua-
do de una ideología aceptada por todos y todas que permitía el control mas-
culino sobre las mujeres, pacto que se estableció entre los distintos grupos
de la sociedad cazadora-recolectora para poder garantizar la perpetuación y
reproducción de la sociedad toda. Vila y Argelés apuntan, sin embargo, que
la relación asimétrica entre mujeres y hombres no obedece —en términos
causales— a la voluntad de las partes o de un acuerdo entre ambas. Señalan
que el elemento causal reside en el carácter que adquieren las condiciones
sociales para la reproducción de la fuerza de trabajo, las cuales pasaron de
ser formas naturales, biológicamente determinadas, a formas sociales, his-
tóricamente determinadas (Vila y Argelés, 1993).
La ideología que regía entre estas sociedades cazadoras-recolectoras
suponía un reconocimiento a la capacidad reproductora de las mujeres,
y se expresó, fundamentalmente, a través de los mitos, en especial los
de creación. Los yanomami, por ejemplo, como ya se dijo, consideran
que los hombres no sólo son diferentes a las mujeres, sino que ello les
sirve para decir que éstas son inferiores. En tal sentido, poseen mitos de
creación para las mujeres distintos a los de los hombres, en los cuales se
refleja su concepción de que aunque éstos fueron creados primero, la
reproducción de los yanomami dependió de las mujeres (Chagnon, 1997:
103. 104): «Los yanomami que sostienen la idea de que los hombres provienen de la
sangre de la luna, también argumentan que las mujeres provienen de un tipo de fruta
denominada wabu…» (1997: 104, traducción nuestra). El mito creacional
dice que los hombres no tenían mujeres y que cuando un hombre estaba
realizando actividades de recolección, tropezó con un árbol de wabu, del
cual se desprendió una fruta, que inmediatamente se convirtió en una
mujer con una vagina muy grande y peluda. Todos los hombres copula-
ron con ella y, eventualmente, esa mujer original parió solamente hijas, las
cuales también fueron tomadas sexualmente por todos los hombres. De
esa manera, según el mito, madres e hijas hicieron posible la reproducción
biológica de los yanomami y ello da cuenta de por qué existen en la actua-
lidad tantos yanomami (Chagnon, 1997: 104-105).
Un mito creacional muy similar en lo que atiende al reconocimiento
de la capacidad reproductiva femenina poseen los warao del delta del Ori-
noco. Según Ayala y Wilbert, el mito plantea que al comienzo no existían
hombres sino mujeres, por lo que éstas tuvieron que buscar en las aguas
un pez que fungiera de pene para poder concebir. Los autores señalan que

50
el mito establece a la mujer como único agente activo en la génesis warao
y dicen, «... pareciera expresar la vital importancia de la representación protagónica
que ésta juega en el origen de la gestación humana» (2001: 50). Éste y otros mitos
warao reflejan —según Ayala y Wilbert— cómo la mujer constituye el eje
central de la sociedad warao: «En su cosmovisión, a la mujer se le atribuye la
creación del mundo físico, el género masculino, el bosque, la fauna…» «…la mujer,
continúan, asegura la distribución y redistribución de recursos… entre la unidad
doméstica…» (2001: 33). Para Ayala y Wilbert, las mujeres warao detentan
un poder basado no en el prestigio personal, sino en sus capacidades para
generar, distribuir y redistribuir recursos de manera equitativa, mientras
que los hombres warao, según los autores, no poseen la misma relevancia
social, salvo el reconocimiento como factor biológico importante para la
reproducción y para la manutención económica. Quizás esto explique por
qué son las mujeres warao contemporáneas las que migran a las ciudades
a buscar recursos y se convierten en indigentes y, de paso, entran despro-
tegidas a las expresiones más denigrantes que ha introducido la pobreza
entre los sectores populares de la sociedad criolla. Pareciera, pues, que las
warao que migran a urbes como Caracas, Maracaibo y Valencia, por ejem-
plo, intentaran duplicar en esos espacios sus comportamientos ancestrales
sin tomar en cuenta que las relaciones sociales que en ellos operan son
totalmente disímiles a las de sus comunidades de origen.
A pesar de las objeciones de algunos/as autores/as en tal sentido, con-
sideramos que dentro de las sociedades cazadoras recolectoras debe ha-
ber existido un pacto social que implicó la aceptación consensuada, por
ambos géneros, de una cierta discriminación y desvalorización femenina,
la cual se expresó, fundamentalmente, a través de una división sexual del
trabajo regida por la concepción social de cómo debían realizar el trabajo
ambos géneros lo que, por tanto, determinó la asignación de sus papeles
sociales. Aunque consideramos que las condiciones sociales de la repro-
ducción de la fuerza de trabajo fueron el factor causal de la necesidad de
controlar a las reproductoras, habría que explicar —sin embargo— por
qué las mujeres aceptaron ser discriminadas y dominadas. Esa aceptación
supone —creemos— la existencia de un pacto social entre los agentes
sociales, precisamente como mecanismo para poder reproducir las condiciones sociales
de la producción. Una vez estatuido, la ideología garantizó la perpetuación
—vía la reproducción— de la discriminación y la dominación ya que,
pensamos, los dominadores se garantizan que sean los/as dominados/as
quienes se encarguen de esas tareas.

51
La división sexual del trabajo, entonces, se estructuró en estas prime-
ras formas sociales sobre la base del reconocimiento de la condición de
reproductoras de las mujeres y, por consiguiente, su papel social enfatizó
tal condición, tanto en lo que refiere a las formas de reproducción bio-
lógica de los seres humanos, como a las que atienden a la reproducción
social, fundamentalmente, la socialización de los agentes sociales para re-
producir las condiciones sociales de la producción y la reproducción de la
fuerza de trabajo. Ello indica que todas esas funciones, tanto femeninas
como masculinas no son naturales como plantea la ideología patriarcal,
sino que están social e históricamente determinadas (Vargas, 2002a).
Hemos señalado que, con la aparición de la agricultura, la sociedad
necesitó establecer controles sobre la pertenencia de los individuos a cada
grupo social, a los fines de asegurar que la propiedad sobre la inversión
de trabajo que hacían sobre la tierra quedase dentro de los límites de
las unidades productivas que conformaban las comunidades dentro de
cada tribu (Bate, 1985; Vargas, 1990). Vila y Argelés señalan que con el
desarrollo de la agricultura, las mujeres se convirtieron no sólo en pro-
ductoras de bienes materiales, sino también en productoras de una fuerza
de trabajo que adquirió valor de uso y era acumulable (1993). El control
sobre la tierra y sus recursos se logró, como en todas las sociedades sin
Estado, o sin un poder centralizado, a través de las estructuras de paren-
tesco, las que construyeron y reforzaron reglas sociales que normaban las
uniones y con ello la fertilidad, la sexualidad femenina y la paternidad. A
tal fin, se generaron mecanismos sociales que permitieron garantizar el
control sobre las líneas de la descendencia. La endogamia, la exogamia, la
poligamia y la poliginia, así como diversos tabúes, fueron las expresiones
concretas de esos mecanismos sociales de control de las uniones. Debido
al número restringido de mujeres en las unidades sociales y al tiempo de
la gestación, varias de ellas podían ser asignadas a un solo hombre quien,
debido a su capacidad procreadora, garantizaba una ampliación sostenida
de la fuerza de trabajo durante más tiempo. En consecuencia, la sociedad
tribal introdujo modificaciones en los sistemas de parentesco, los cuales
pasaron de estar basados solamente en la consanguinidad, a ser también
clasificatorios y por afinidad (Vargas, 1990, 2005; Sanoja, 1992).
El ejercicio de las formas de control de las uniones, ya señaladas, im-
plicó, asimismo, controlar la sexualidad femenina mediante tabúes y otras
reglas sociales con las cuales se consideraba adulterio cualquier unión es-
pontánea o aquéllas que contravinieran la normativa existente (Vargas,

52
2004). En tal sentido, las acusaciones o las sospechas de adulterio sobre
las mujeres parecen haber estado siempre presentes entre los grupos tri-
bales, así como la sanción social punitiva. Ello se infiere de los datos
etnohistóricos consultados: «…los sálivas (habitantes del oriente del país),
tienen como deshonra que sus mujeres paran mellizos. Cuando corre la voz de que fu-
lana parió mellizos, las demás indias corren a casa de la parida a celebrar la novedad
con apodos: unas dicen que aquella es parienta de los ratones o de los cachicamos. La
sáliva gentil que da uno a luz y que siente que resta otro, al punto si puede entierra el
primero, por no sufrir luego la cantaleta de sus vecinas, ni ver el ceño que su marido la
pone: piensa que solo uno de aquellos mellizos puede ser el suyo, que el otro es seña de
cierta deslealtad de su mujer…» (Gumilla, 1955: 130). «Todos sienten notablemente
el adulterio cuando lo comenten sus mujeres; pero solo la nación caribe tiene castigo
señalado para las adúlteras, a quienes toda la gente del pueblo quita las vidas en la
plaza pública…» (Gumilla, 1955: 95). Metraux y Kirchhoff señalan que,
entre los zorca (zona andina), «El adulterio de la mujer era castigado a menos que
sus hermanos o parientes cercanos matasen a su amante». (1948: 363. Traducción
nuestra). Entre muchos grupos cuando se trataba de adulterio masculino,
las reglas sociales eran más laxas y favorecían a los hombres; de nuevo,
las mujeres eran quienes sufrían las sanciones: «En otras naciones, el marido
ofendido depone su querella y no se acuerda más de ella, cohabitando tantas veces con
la mujer del adúltero, cuantas el tal cometió ese delito con la suya... Hay otros que por
la vía del contrato mutuo truecan de mujeres por meses determinados, y pasado el plazo,
cada mujer vuelve a la casa de su marido…» (Gumilla, 1955: 95).
El control sobre la sexualidad femenina no parece haberse limitado a
las acusaciones o sanciones por adulterio. A juzgar por los datos etnohis-
tóricos, es evidente que las mujeres no eran libres para elegir pareja: «La
nación arauca (occidente del país) tiene por costumbre cuando en la guerra le matan
el marido a la mujer… ella no asiste a las obsequias y está retirada en su aposento
y en acabando las obsequias y de consumir lo que había tratan luego los parientes de
casar la viuda … el pariente más cercano que ella tiene la lleva de la mano… (el can-
didato a marido) la ase y se la quita al pariente ... la acuesta en su cama y duerme
con ella … se va ella al monte avergonzada, donde está tres días…» (Vásquez de
Espinoza, 1948: 64).
Según informa Salas (1908: 42) sobre los cumanagoto, la adjudicación
de una mujer a un hombre concreto se hacía mediante pagos de éste en
servicios al futuro suegro. El mismo autor señala que entre los achagua
(llanos occidentales), las mujeres casadas podían ser repudiadas por sus
maridos «…por leves motivos…» (1908: 196). Gilij reporta cómo, entre los

53
maipure y avane (Orinoco), «…las mujeres son pocas y son tomadas por los
caciques y los más viejos…» (1965, II: 214). Asimismo, Gumilla describe la
adjudicación de mujeres entre los otomaco: «…los viejos van agregando para
sí todas las mozas casaderas… dejan desaviados a los mozos para raíz de muchos
pleitos y quimeras… los viejos celan con vigilancia a las mujeres, a ese mismo paso ellas
los aborrecen…» (1955: 121). También Caulín describe la adjudicación de
mujeres entre grupos que habitaban la zona oriental costera: «El dote que
dan a sus hijas, es un buen marido, que por lo común es buscado por los padres de la
misma novia…» (1987: 148). Entre muchos grupos, las fuentes consultadas
informan que los matrimonios eran concertados desde el nacimiento.
Carvajal señala, al referirse a los achagua, habitantes de los llanos de
Apure y Portuguesa, cómo existían diferencias de género en las prescrip-
ciones sociales cuando fallecía uno de los cónyuges: «…Si es la mujer la
difunta se estilan ceremonias, llantos y borracheras dichas, si bien no se le prohíbe
al marido la correspondencia con otra mujer dentro del año…» (1956: 251). Ruiz
Blanco, asimismo, describe sobre los píritu: «…un indio píritu de la población
de San Miguel, perseveraba en su infidelidad… otro principal del pueblo de Santa
Clara… se había amancebado con dos mujeres, madre e hija…» (1948: 209-210).
Aunque existían uniones por raptos, éstas eran la excepción: «Por la
costumbre endemoniada que tienen de hacerlo así dijeron los baquianos e indios de
nuestras bogas, que las piraguas de caribes indios iban llenas de cautivas indias... a
las indias que cautivan se las dejan en sus casas para servirse de ellas…» (Carvajal,
1956: 196).
Así pues, podemos considerar que la sociedad tribal implementó for-
mas de alienación sutiles de carácter ideológico, como manera de garan-
tizar su reproducción mediante el control simbólico, ejercido en lo que
Godelier denomina «religiones de la vida diaria» (1974), de las reproduc-
toras. Las expresiones ideológicas destinadas al control de las mujeres va-
riaban según los distintos grupos socio-étnicos y sus estructuras sociales,
es decir, si se trataba de grupos igualitarios o jerárquicos (Vargas, 1990).
Entre los grupos tribales igualitarios, la información etnohistórica revela
que se implementaron mitos y ceremonias; estas últimas incluían ritos de
fertilidad en clara alusión a la capacidad femenina para la reproducción
biológica, o estaban destinadas a fomentar formas de dependencia de las
mujeres. Un ejemplo de esas ceremonias nos lo ofrece Gilij, quien repor-
ta que entre los maipure (habitantes de las riberas del Orinoco para el
momento del contacto), los hombres realizaban una ceremonia, llamada
«cueti», la cual —según el cronista— estaba destinada a atemorizar a las

54
mujeres: «…durante el cueti, se reparte chicha de muriche que es preparada en secreto
por los hombres para que las mujeres crean que las serpientes la regalan ya que a éstas
no les es permitido presenciar el baile y al sonar los primeros acordes de las flautas
corren a esconderse en sus chozas pues creen que son tocadas por las serpientes que se
las comerían si las encuentran…» (1987: 227). Según refiere también Gilij,
un comportamiento similar tenían los tamanaco en un baile denominado
«akkéi-naterí»: «En vez de las trompas maipures hay una ollita en que una mujer
iniciada por el piache poniendo dentro una caña, toca de acuerdo con los hombres. No
interviene ninguna otra mujer y ésta debe guardar el secreto para que las otras crean
que los sones son producidos por las serpientes» (1987: 238).
Las ceremonias destinadas a atemorizar a las mujeres, como la ante-
riormente citada o como la Kina entre los yámana de Tierra de Fuego,
tenían como objetivo primordial convencerlas de su inferioridad, reforzar
su dependencia de los hombres, obligarlas a trabajar desproporcionada-
mente, en suma, dominarlas con su asquiecencia.
La ideología tribal que hemos expuesto formaba parte de los mecanis-
mos que regulaban tanto la producción como la reproducción social ya
que, como apuntan Castro y otros/as, «Cuando las relaciones sociales de pro-
ducción mantienen vínculos integradores, de manera que la producción social cohesiona
la vida social... las esferas económica, social e ideológica permanecen indiferenciadas
y los mecanismos de distribución e intercambio no manifestarán disimetrías sociales»
(1998:2. Énfasis nuestro).

La producción femenina en las sociedades tribales estratificadas


Hemos planteado en nuestra hipótesis teórica que el modo de producción
de la Formación Social Tribal posee dos fases: la igualitaria y la estratifi-
cada (Vargas 1990: 93 y sgts.). En la segunda, el trabajo acumulado en la
producción agrícola y pecuaria, aunque constituía un bien colectivo, esen-
cial para garantizar la permanencia y reproducción de los grupos sociales,
necesitó de una estructura centralizada que preservara lo que se producía
en exceso y que organizara y dirigiera la distribución y redistribución de
lo producido. La sociedad tribal estratificada estableció una estructura
formal de coordinación, la cual no solamente redistribuyó, sino que co-
menzó a apropiarse del sobre trabajo de los individuos. Efectivamente,
esa estructura, que cumplía con funciones administrativas, reguló las pau-
tas de relación social —incluyendo aquellas referidas a la reproducción
biológica—, amplió y diversificó la producción, introdujo elementos ten-
dientes a un cambio en el régimen de propiedad de los medios naturales

55
de producción mediante la transformación de las relaciones sociales de
producción basadas en el parentesco consanguíneo hacia otras regidas
por el parentesco clasificatorio y por adhesión, comenzó el proceso de
control de la fuerza de trabajo dentro de los grupos parentales, transfor-
mó los patrones de distribución y cambio, propició el mantenimiento de
especialistas, en suma, creó las condiciones sociales para que operara la
división social del trabajo (Vargas, 1990: 93 y sgts.).
Las estructuras centralizadas en las sociedades tribales estratificadas
han sido identificadas por los especialistas como cacicales (Vargas, 1989),
debido a que estaban dirigidas por un cacique, a pesar de que tal deno-
minación aparece en las fuentes escritas de los cronistas para referirse a
cualquier forma de dirección y conducción de los grupos tribales, fuesen
estos estratificados o no. Sin embargo, los cacicazgos fueron sistemas
sociales desiguales y asimétricos, relativamente centralizados, con una
estructura social basada en rangos, estamentos o jerarquías sociales, los
cuales se manifestaron en Venezuela desde inicios de la era cristiana hasta
el momento del contacto con los europeos. Para cuando se da la invasión
española, grupos cacicales jerárquicos ocupaban la región alto andina de
Mérida y Táchira, la zona subandina de Trujillo y Lara, el estado Falcón,
los llanos altos occidentales, la cuenca del lago de Valencia incluyendo la
zona central norte costera hasta las islas caribeñas (Vargas, 1990, 1988) y
—al parecer— la región costera del oriente de Venezuela según plantean
Steward y Faron (1959).
Basándose en datos etnohistóricos y arqueológicos, Steward y Faron
consideran que las manifestaciones estratificadas venezolanas pueden ser
caracterizadas como cacicazgos teocráticos «…donde la religión servía para
los propósitos de la comunidad y del Estado y requería de los servicios de especialistas
quienes detentaban un estatus superior en la estructura de clases…» «…los cacicazgos
teocráticos, donde un culto templo-ídolo o una jerarquía de sacerdotes-jefes constituían
la principal atracción para los miembros de las aldeas» (1959: 178, 186. Traduc-
ción nuestra). Aunque no todos los cacicazgos venezolanos pueden ser
identificados como sociedades clasistas, especialmente los tempranos
(100-0-1200 a.p.), los denominados cacicazgos tardíos constituyeron so-
ciedades con un Estado y clases sociales.
Nos interesa destacar que en el análisis del surgimiento de las socieda-
des tribales estratificadas en Venezuela éste no puede ser reducido sim-
plemente a la comprensión de los intereses de los sectores dominantes,
como ha sido tradicional en la arqueología y la antropología, sino que

56
es necesario tomar en consideración también las manifestaciones —eco-
nómicas y culturales— de los colectivos oprimidos (Gailey y Patterson,
1987: 7). Los datos obtenidos en las investigaciones arqueológicas y et-
nohistóricas apuntan que si bien la estructura cacical extraía los bienes y
servicios en beneficio de las élites, al mismo tiempo se involucraba en las
exigencias que implicaba la reproducción de las relaciones sociales asimé-
tricas en el todo social. Aunque las instituciones de la estructura cacical
operaban de acuerdo con los intereses de las élites gobernantes —no
productivas— sin tomar en consideración a los de los/as trabajadores/as,
sobre quienes recaía el peso de la producción (Gailey y Patterson, 1987:
8, Salazar 2002), el trabajo de estos/as últimos/as era lo que hacía posible
la vida de esas sociedades. En tal sentido es conveniente recalcar que los
cacicazgos constituyeron sociedades con una economía orientada hacia la
producción excedentaria de bienes primarios que trascendía el consumo
en el ámbito comunal, lo que hizo necesario sistemas para almacenar y
distribuir los excedentes; ello era posible gracias a la existencia de la es-
tructura centralizada que permitía su manejo, la cual garantizaba tanto la
transformación de los bienes en otros productos, como la presencia de
sistemas de control sobre la fuerza de trabajo que la producía.
Debido a que las relaciones sociales fundamentales de estas socieda-
des eran de subordinación, todos los miembros de los cacicazgos debían
cumplir con ciertas tareas que permitieran reforzar la estructura social
desigual. En consecuencia, el trabajo colectivo femenino debe haber ju-
gado un papel importante ya que ellas representaban un porcentaje rela-
tivamente alto de la fuerza de trabajo, sobre todo si tomamos en cuenta
que las mujeres eran miembros activos de la vida comunitaria, por lo cual
debieron estar implicadas en los requerimientos de trabajo-servicios del
cacicazgo.
Las tareas productivas femeninas en estas sociedades, sobre todo en-
tre las mujeres del común, deben haber comprendido el trabajo agrícola,
incluyendo la molienda de granos, así como el trabajo artesanal dedicado
a la producción de alfarería, adornos corporales en materias primas alóc-
tonas, tejidos y otros. Salazar informa que la producción de la sal de tierra,
recurso muy importante para las poblaciones del interior del cacicazgo
caquetío que se manifiesta en Venezuela desde finales del siglo XIV, debe
haber sido realizada por mujeres. En sus palabras: «…tenemos datos referidos
a la recolección de pasto de eneas y otras fibras de origen vegetal, que informan que
las mujeres fueron las encargadas del trabajo textil. Es posible pensar que para la

57
elaboración de sal vegetal, sean las mujeres ya familiarizadas en el mundo vegetal y
conociendo las propiedades y potencialidades de los pastos y hierbas quienes realizaron
esta labor» (2002: 175). Según el mismo autor, es posible que la sal fuese
un medio de intercambio y de dote matrimonial en las alianzas políticas, entre
otras funciones.
Por otra parte, es interesante reportar, a manera de ejemplo, los da-
tos que nos ofrecen las investigaciones de Rodríguez sobre los muisca,
sociedad tribal estratificada que se manifestó en el oriente de Colombia.
El análisis paleodemográfico de una población muisca, en el sitio Soacha,
Colombia, demuestra de manera contundente la intensidad del trabajo fe-
menino y las formas de discriminación y dominación a las que estuvieron
sometidas en las sociedades cacicales jerárquicas. El autor señala que exis-
tía un promedio de vida más bajo para las mujeres (37.8 años) que para los
hombres (41.1 años, Rodríguez, citado por Botiva 1989: 100); asimismo
reporta que un 86.4 % de las mujeres representadas en la población es-
quelética mostraba caries contra un 13.6 % de la población masculina, tal
vez por un consumo mayor de carbohidratos. Según los datos de Rodrí-
guez se observa continuidad biológica de la población masculina, aunque
provenga de diferentes generaciones, mientras que la femenina presen-
ta heterogeneidad, lo que denota que las mujeres eran de procedencias
diversas. Ello, como apunta el autor, sugiere la presencia de poliginia y
poligamia y de la utilización de las mujeres en el establecimiento de redes
de intercambio y alianzas políticas mediante las uniones matrimoniales.12
Rodríguez reporta que en los restos esqueléticos femeninos se observa
—en resumen— mayor incidencia de caries, mayor atrición dental y en
general mayor frecuencia de enfermedades periodentales, así como una
mayor incidencia de enfermedades relacionadas con malnutrición, en es-
pecial las ocasionadas por un reducido consumo de proteínas y grasa
animal (Rodríguez, citado por Botiva 1989: 100-101).
Los estudios de Rodríguez demuestran la existencia entre los muisca
de una estructura social jerárquica la cual —como señala el mismo inves-
tigador— tenía su correlato en una jerarquía sexual, con las mujeres en la
base de la pirámide, ya que las malformaciones y el estado de desnutrición
12
La poliginia es una forma matrimonial donde un hombre se une a dos
o más mujeres. En el caso de las sociedades tribales jerarquizadas
antiguas del occidente de Venezuela y del área muisca colombiana,
esas mujeres podían provenir de las distintas regiones de la zona —
cercanas o distantes— y de diferentes grupos étnicos con los cuales se
establecían alianzas políticas.
58
observado en los restos esqueléticos femeninos indica que «…las mujeres
tenían poco o ningún acceso a la carne, consumían grandes cantidades de carbohidratos y
vegetales en general…» (citado por Botiva 1989: 101).
Datos que refieren también a diferencias en el acceso a las proteínas
animales nos los ofrecen las investigaciones arqueológicas de Sanoja y su
grupo en sitios cacicales como Botiquín, Edo. Lara (Hertelendy, 1984;
Larotonda, 1986; Sanoja y Vargas, 1999a). En tal sentido es interesante
destacar la presencia de indicadores arqueológicos que denotan un con-
sumo diferencial de los alimentos de origen animal dentro de las distintas
unidades domésticas representadas en ese sitio.
Aunque dentro de las sociedades jerárquicas cacicales la comunidad
parental retenía un uso significativo de los derechos (Patterson, 1987:
117), las mujeres insertas dentro de esas estructuras desiguales no podían
controlar lo que producían, ya que los que dominaban eran quienes deci-
dían cómo eran distribuidos esos bienes, a cuáles ceremonias estaban des-
tinados, cuántos eran usados para el intercambio, y cuáles y por quiénes
podían ser consumidos localmente.
En otros trabajos (Vargas, 1988, 1990: 230 y sgts.) hemos señalado
que a partir de los datos arqueológicos es posible inferir la existencia de
una red de aldeas en el cacicazgo Valencia que abarcaba desde las aldeas
centrales, ubicadas en las riberas del lago de Valencia, a saber Tocorón,
Los Guayos, La Cabrera, La Mata, San Mateo, cercanías de la ciudad de
Güigüe, Camburito, El Zamuro y otras, y las localizadas en la zona mon-
tañosa que rodea las actuales ciudades de Caracas y Los Teques, así como
las ubicadas en la franja litoral de la Región Capital y de los estados Ara-
gua y Carabobo, como lo atestiguan los sitios arqueológicos de Bahía de
Cata, Ocumare de la Costa, Taborda, Chuao, Puerto Cruz, Puerto Maya y
Cementerio Tucacas (Kidder II, 1944; Vargas, 1988, 1990; Sanoja y Var-
gas, 1999), y las aldeas y/o campamentos localizados en zonas insulares
emplazadas en la región caribeña (Estilo Krasky. Cruxent y Rouse, 1961).
Estas distintas aldeas parecen haber cumplido con funciones más me-
nos diferenciadas dentro del cacicazgo Valencia. Por una parte, a los fines
del intercambio de materias primas y bienes naturales y terminados que
necesitaban las aldeas centrales, proporcionaban un suministro seguro de
alimentos y materias primas alóctonas, útiles tanto para reforzar la es-
tructura social asimétrica como para garantizar el consumo de productos
escasos o inexistentes en aquellos espacios; por otra, el intercambio no
se limitaba al que se daba entre aldeas —subordinadas y amistosas— con

59
la (s) central (es) sino que incluía también las sostenidas con otros caci-
cazgos distantes: el noroccidental (caquetío, Edos. Lara Falcón-Zulia) y
el Oriental (Sucre-Anzoátegui-Nueva Esparta) y, posiblemente, con los
grupos tribales, cacicales o igualitarios que existían en las islas antillanas
del Caribe Oriental y las Grandes Antillas, como La Española. Las muje-
res constituían —como veremos en detalle más adelante— parte impor-
tante de los circuitos de circulación de bienes, a través de su producción
artesanal, pero fundamentalmente de las uniones matrimoniales. La élite
dominante las sacaba de sus comunidades de origen para su servicio y
para el intercambio, a través del manejo y control que ejercía sobre las
uniones matrimoniales. De esa manera, lograba crear alianzas políticas
y controlar el potencial reproductivo de las mujeres (Gailey, 1987: 43;
Salazar, 2002: 124 y sgts.).
Los datos informan que es posible que las aldeas periféricas de cada
cacicazgo se organizasen para resistir las demandas de las centrales, pero
eso implicaba, de todas formas, controlar el potencial reproductivo de las
mujeres (Gailey, 1987: 43). En tal sentido, Salazar observa atinadamente
que en el cacicazgo caquetío, las uniones matrimoniales eran una expre-
sión de lo político dado que estaban destinadas —fundamentalmente— a
la creación de alianzas; según el autor, formaban parte de lo que denomi-
na «las relaciones exteriores del cacicazgo» (2002: 124).
El cacicazgo caquetío abarcaba, para el momento del contacto, la re-
gión noroccidental de Venezuela (estado Falcón y parte de Zulia hasta la
península la goajira), los estados Portuguesa y Cojedes, los llanos altos
occidentales (estado Barinas y piedemonte oriental andino de los estados
Mérida, Táchira y Trujillo). Para poder dominar este vastísimo territorio
fue necesario que las élites gobernantes del cacicazgo caquetío, agrupadas
en una estructura piramidal integrada por un cacique de caciques (tam-
bién conocido como diao), «nobles» (familiares directos del diao), caci-
ques principales y caciques regionales, hubiesen implementado un sistema
de uniones matrimoniales y de esa manera hubiesen logrado las alianzas,
garantizadas por la filiación, que les permitieran la creación de las redes
de intercambio a larga distancia (Salazar, 2002: 83 y sgts.).

Los estereotipos negativos sobre el trabajo femenino tribal y las for-


mas de control, discriminación y dominación
La ideología tribal se estructuró en general sobre la base de la desvalora-
ción femenina, en el trabajo y en todos los órdenes de la vida, pero en

60
particular de sus aportes productivos. Para lograr introyectar en las men-
tes de las mujeres tribales la noción de constituir seres inferiores, some-
terlas a maltratos físicos, subvalorar su trabajo o declararlas incapacitadas
para realizar trabajos considerados como verdaderamente productivos,
muchas sociedades agrícolas implementaron, como se dijo antes, formas
de control simbólico. Esto es particularmente claro en la mitología gua-
requena, grupo tribal arawako actual que habita la región amazónica ve-
nezolana, entre quienes, durante una ceremonia de iniciación masculina
realizada en 1975, el shamán Don Bau decía: «Bueno mijo, aquí tu papá me
pasó una orden aquí la dejo: darle consejo a Ud., sobre este asunto, sobre estos animales
que nosotros vemos, nosotros los hombres. ‘Este’ las mujeres no lo ven… ‘Este’ para
nosotros pa’ nosotros trabajamos, y las mujeres, Nápiruli lo prohibió más que ellas,
porque las mujeres no saben trabajá. Nápiruli lo entreg para nosotros, p’los hombres,
para que los hombres trabajan p’las mujeres. Después los hombres entregan trabajo
de ellos p’las mujeres…». Y el shamán continúa narrando el mito el cual, a
partir de ese momento, destaca cómo la capacidad reproductora femenina
dio origen al pueblo guarequena: «‘El’ le encanta de ver la gente trabaja unido
… porque ‘este’ nació de una mujer. ¿por qué nació de una mujer? Porque Nápiruli
lo entregó a una mujer para que viene hacer el mundo, o viene a hacer ver las tierras
p’que no seguimo comiendo fruto monte.... ‘Este’ vino (a) explicar nosotros. Porque éste
hablaba cuando estaba animal, un sólo animal. Un sólo animal, pero no tiene hijo, ni
tiene su papá. No se sabe de dónde viene. Pero ¡sí!, nació de una mujer, de una mujer
cualquiera de lo indígena…». El mito de origen narrado por el shamán con-
cluye enfatizando la necesidad de estas sociedades de mantener la cohe-
sión, el cooperativismo y la solidaridad sociales para poder reproducirse:
«…Este le gusta ver trabajo; le gusta que la gente anda trabajando con él, trabajamos
unidos, o que sea con toda la gente unido... Porque un solo hombre no puede hacer un
trabajo, y no sale trabajo, ahora uniéndose sí sale. Porque con éste se une la gente…»
(González Náñez, 1980: 13-15, énfasis nuestro).
Las mujeres, alienadas a esa ideología, se convirtieron, fundamental-
mente, en los agentes de su reproducción a través de la socialización. Son
numerosos los ejemplos en este sentido; citaremos al historiador Julio
Salas, quien reporta a partir de un estudio de las fuentes etnohistóricas
que: «Entre los achaguas (llanos occidentales) encontraron los conquistadores ca-
sas o conventos en que consagraban a la divinidad una especie de vestales o monjas.
Esas mujeres eran cuidadas y muy estrechamente vigiladas por una especie de matrona,
quien estaba encargada de enseñarles ciertas prácticas…» (Salas, 1908: 145, énfasis
nuestro), aunque Hernández de Alba apunta que esas vestales podían ser

61
utilizadas por los jefes para propósitos sexuales (1948: 404-405). Otro
ejemplo de cómo las mujeres actuaban en la reproducción de la ideología
de la desvaloración es el ya citado sobre la participación de mujeres esco-
gidas en las ceremonias destinadas a atemorizar a las demás y, en general,
en todas las ceremonias orientadas a reproducir la supuesta superioridad
masculina, o cómo intervenían directamente en la educación de las hijas,
entrenándolas para realizar lo que conceptuaban como «tareas propia-
mente femeninas», a practicar la sumisión y el sometimiento, a conside-
rarse menos que los hombres, etc.
La desvaloración y el maltrato a las mujeres en las sociedades tribales
del siglo XVI se refleja claramente en la siguiente cita de Caulín: «No hay
para ellos (los hombres, posiblemente de la región norte costera) fiestas, ni
bayle sin prevención de bebida … y a que siguen las peleas, heridas, y algunas veces
muertes violentas, que suelen dar a sus mismas mujeres…» (1987: 145, énfasis
nuestro). El mismo cronista apunta sobre la existencia de normas sociales
cotidianas que reforzaban la subvaloración, en el sentido de que a las mu-
jeres les estaba prohibido sentarse a comer con sus maridos (1966: 149).
Otro estereotipo acuñado a partir de una lectura sesgada del compor-
tamiento productivo de estas sociedades tribales agrícolas es el que esta-
blece que los hombres eran flojos, puesto que la mayor parte del trabajo
de la cosecha y de la siembra lo realizaban las mujeres. Tal estereotipo ha
servido para, por extensión, satanizar a todos los indios como seres flojos,
dedicados a la molicie (Carvajal, 1956) y, de manera terrible, el estereotipo
se ha extendido a los miembros de los sectores populares actuales quienes
también son conceptuados como seres flojos, pasivos, que no les gusta
trabajar. Estos estereotipos han servido para alimentar nuestra autoima-
gen negativa y para reforzar la vergüenza étnica.

62
CAPÍTULO III

Las mujeres como agentes productivos. La producción femenina


en la sociedad colonial y la republicana

Diversos/as autores/as, al referirse a la colonia, han planteado que las


poblaciones indígenas contribuyeron poco «…como factor concurrente en la
nueva creación social.», para referirse al nuevo orden colonial (Antías, 1995:
96). Sin embargo, creemos que no sólo la colonización sino también la
conquista de Venezuela fueron posibles gracias al concurso de los cono-
cimientos indígenas (Cunill Grau, 1987; Vargas, 1990; Sanoja y Vargas,
1999; Sanoja, 1987, 1988). El nuevo modo de vida que se gesta a partir
de la conquista, que denominamos indohispano, estuvo signado desde su
origen por las características socioculturales de las sociedades indígenas, y
en menor medida, por la hispana. En el área de la producción, podemos
considerar que el trabajo de los/as indígenas, garantizó la vida social de
los invasores; de hecho, la economía indohispana se basó en el cono-
cimiento del medio ambiente, los alimentos, los itinerarios y rutas, las
manufacturas y todos los saberes milenarios que poseían los/as indígenas
(Sanoja, 1987, 1988; Sanoja y Vargas, 1999).
El modo de vida colonial venezolano, el modo de vivir que se implan-
ta en Venezuela a partir de finales del siglo XVI hasta el siglo XVIII, se
constituye como una línea de desarrollo social que se distingue dentro
de la totalidad capitalista emergente a nivel mundial, precisamente, por
la singularidad que le otorgan las sociedades indígenas pre-existentes
(Cueva,1988; Vargas, 1990, 1996; Vargas y Vivas, 1999). Como ya hemos
señalado, para el momento que se inicia la colonia, los conocimientos y
saberes indígenas hicieron posible en gran medida la vida cotidiana de
las poblaciones indohispanas. Ello dio origen al llamado modo de vida
colonial venezolano (Vargas y Vivas, 1999; Vargas, 1996; Sanoja y Vargas,
2002), intensa amalgama de elementos étnicos y culturales que se integra-
ron posteriormente en el Estado Nacional.
Con base a lo anterior, consideramos que el trabajo de los colecti-
vos sociales en la colonia sólo puede y debe ser analizado tomando en
consideración tanto la utilización de la mano de obra indígena como
también la esclavizada de origen negro-africano. Asimismo, es necesario

63
entender el papel que jugaron en ello los distintos mecanismos que em-
pleó la metrópoli para poder explotar eficazmente esa mano de obra. En
primer lugar, es obligante tomar en cuenta que en la colonia hubo una
subvaloración del trabajo que realizaron los colectivos sociales indígenas
precoloniales, subvaloración que se expresó ideológicamente a través de
la acuñación y el manejo de varios estereotipos negativos: indios flojos
y con bárbaras costumbres, dedicados a la molicie, no obstante que los
documentos escritos por los cronistas europeos reportan, reiteradamente,
que tanto las expediciones de conquista como el asentamiento de ciuda-
des y pueblos coloniales dependieron del trabajo indígena expresado en
alimentos acumulados en las distintas aldeas: yuca, maíz, carne de cacería
y casabe, entre otros, manejos de tecnologías constructivas de las vivien-
das y de los conocimientos que poseían dichos indígenas sobre el medio
ambiente natural y social: rutas e itinerarios13, conocimientos sobre flora
y fauna, sobre lenguas y clima, sobre la distribución de las poblaciones en
el territorio, entre otros.
Dentro de los mecanismos económicos coloniales, provenientes de
la metrópolis, es importante destacar las encomiendas, no sólo porque
existieron mujeres encomenderas (Durand, 1995: 154 y sgts. 166), sino
porque al ser las encomiendas una merced real otorgada en premio por
los méritos adquiridos por los individuos en la empresa colonizadora, se
convirtieron en la forma como los europeos adecuaron el régimen feudal
peninsular en América. La legitimación ideológica de las encomiendas fue
la supuesta protección de los indígenas contra la esclavitud; pero, como
señala Figueroa (1998), la encomienda constituyó en realidad una forma
para controlar la mano de obra indígena (1998: 141). Esa forma de con-
trol y dominación estuvo orientada a crear nuevos vasallos de la corona
española, so pretexto de su evangelización (Figueroa, 1998: 141).
A pesar de la subvaloración del trabajo indígena precedente, la cual
surge como respuesta al importante papel jugado por esos colectivos,
especialmente los femeninos, es notoria la actuación de las mujeres
durante la colonia; sin embargo, es de destacar, como señala Durand
(1995:162) que las autoridades coloniales no legitimaron el trabajo pro-

13
Sin el conocimiento que ya poseían los indígenas sobre las diversas rutas
e itinerarios y la ubicación de aldeas, caseríos y pueblos, los europeos
no hubiesen podido saber hacia dónde dirigir sus expediciones para
conquistar nuevos territorios. Las crónicas que reportan la presencia de
vaquianos indígenas en cada una de esas expediciones así lo atestigua.
64
ductivo de las indias, ya se desempeñasen como mineras en determina-
das encomiendas (Durand, 1995: 153-154), o como trabajadoras agríco-
las o como trabajadoras domésticas. Sin embargo, los/as historiadores/
as señalan que, a pesar de las restricciones de las autoridades, las mujeres
ocuparon un lugar destacado en la economía entre finales del siglo XVI
y mediados del XVII. Las mujeres blancas, vale decir, de origen hispano,
lucharon contra las restricciones y lograron incorporarse al comercio a
finales del siglo XVI, a través de las encomiendas: «Durante esta primera
fase de desarrollo económico colonial… (siglos XVI-XVII), se podrá observar
que la desigualdad (basada en la diferencia de género) es un obstáculo que
se levanta a fuerza de prejuicios contra la mujer sin importar su condición social...
tales prejuicios adquieren el carácter de disposiciones legales orientadas a incapacitar
a la mujer en el otorgamiento de encomiendas... argumentan los legisladores para
ello, la inhabilidad o incapacidad (femenina) para tener indios encomendados…»
(Durand, 1995: 154). Sin embargo, varios son los casos reportados en
las fuentes escritas sobre mujeres encomenderas. Asimismo, las fuentes
históricas señalan que para el siglo XVII, las mujeres criollas de origen
hispano estaban incorporadas a la ganadería. Muchas de ellas eran due-
ñas de hatos y se ocuparon de la comercialización del ganado en pié y
de los cueros (Durand, 1965: 167-168).
Para Samudio, otro mecanismo que empleó la metrópoli para la utili-
zación de mano de obra, fundamentalmente la indígena, fueron los tra-
bajos contractuales. Dice la autora: «El trabajo contractual en el sistema labo-
ral de la colonia permitió que no sólo los encomenderos dispusieran de mano de obra,
sino también las instituciones religiosas…» (1988: 228). Con este mecanismo,
existieron contingentes de hombres y mujeres que ofrecieron sus servi-
cios para satisfacer los requerimientos de mano de obra en los núcleos
urbanos. Según Samudio, fue en el servicio doméstico donde se localiza-
ron mayormente las mujeres, sobre todo las indígenas (1988: 223). Por
tratarse de contratos de trabajo, las autoridades establecieron una fuerte
normativa como manera de controlar a las trabajadoras. Efectivamente,
Samudio reporta que: «La legislación indiana consideró de manera particular
el trabajo doméstico de la india, para quien estableció limitaciones dependiendo del
estado civil. Las indias solteras, continúa la historiadora, podían contratarse,
pero con el consentimiento de alguno de los progenitores y si contraían matrimonio
durante el período de contrato, el marido podía vivir con ella en la casa del patrón,
en donde debían darle buen ejemplo y enseñarles labores de mano y vivir alejadas

65
de lo mundano» (1988: 223-224. Énfasis nuestro).14 Tal normativa estaba
orientada a garantizar no sólo el control de las mujeres indígenas como
mano de obra, sino también su sexualidad.
El trabajo contractual se vio enfatizado por el mestizaje que caracte-
rizó al período colonial; en tal sentido Samudio reporta que la población
mestiza tanto masculina como femenina, participaba con mayor frecuen-
cia en el régimen contractual de trabajo urbano (1988: 223).
Las formas contractuales de trabajo urbano características de los si-
glos XVI y XVII, experimentaron modificaciones importantes a fines de
este último siglo y desaparecen como instrumento legal de contrato du-
rante el resto del período colonial. (Samudio, 1988: 234).
Durante la colonia, las mujeres desempeñaron nuevas tareas sociales:
como comadronas y médicas herbolarias, como recolectoras de plantas
medicinales, como comerciantes donde destacan sus actuaciones como
cocineras, vendedoras de comida (arepas, casabe, guisos, etc.) y dulceras
en las plazas públicas, como lavanderas de ropa, como pescaderas; es de-
cir fueron parte importante de los circuitos de distribución de bienes de
consumo y de servicios. Las mujeres populares en la colonia siguieron,
asimismo, practicando las artesanías de tradición centenaria: alfareras, te-
jedoras y cesteras.
Durand señala otras formas de trabajo femenino urbano durante la
colonia, fundamentalmente la buhonería. En tal sentido, a pesar de las
prohibiciones de las autoridades, proliferaron las dulceras y vendedoras
de artículos manufacturados, mayormente mujeres de origen negro-afri-
cano (1995:162).
Las descripciones que nos ofrece Bache en su diario durante su visita
al mercado caraqueño en 1922 y durante su travesía en zonas rurales,
14
Como se infiere de la cita de la historiadora, se consideraba que las
mujeres indias eran seres débiles, sin ninguna capacidad para decidir
por sí mismas lo que deseaban o les convenía por lo que no podían
auto-representarse en ningún acto o espacio público como eran los
de contratación, por eso se consideraba que requerían no solo del
consentimiento de un hombre (o de los progenitores donde, de nuevo,
el hombre era quien decidía) sino que éste era el único que podía hablar
en su nombre. Así mismo, la cita refiere, con la expresión «alejadas de
lo mundano» que para poder ser contratadas, debían ajustarse a las
normas patriarcales que señalaban que las mujeres debían mantenerse
en los espacios domésticos, trabajando para la familia, sin salir solas a
los espacios públicos, etc.
66
nos permiten formarnos una imagen y visualizar cuál debe haber sido
la actuación de estas mujeres populares en la colonia, encargadas de la
distribución y la circulación de productos elaborados y bienes naturales.
Dice el autor refiriéndose a la zona rural del centro del país: «Las vende-
doras de frutos y hortalizas, cargando pesados fardos en la cabeza, o aguijando sus
taciturnos burros de largas orejas, y muchas veces cabalgando en otro, o montadas
en lo alto de rebosantes cuévanos... se dirigían despaciosamente hacia el mercado»
(1982: 66. Énfasis del autor). En sus descripciones para las zonas urba-
nas apunta: «En su mayor parte, las ventas están a cargo de mujeres de color,
en cuya piel se combinan todos los tintes intermedios de la sangre europea, africana
e indígena (mestizas) que son sirvientas o esclavas de los dueños de las grandes
plantaciones vecinas; o también de pequeños agricultores, que cultivan parcelas por
su cuenta.». Continúa el cronista: «Estas vendedoras muestran, en el ejercicio de
sus menudas transacciones comerciales, mucho ingenio, gracia, cortesía y afabilidad
de modales, muy distintos del rústico descaro que caracteriza a la mayoría de las
mujeres de su clase en otros países» (1982: 66, 89).
Las mujeres desempeñaron en las ciudades trabajos periféricos de la
economía formal: lavanderas, leñeras, planchadoras, criadas, nodrizas… y
también pulperas, marchantes, bodegueras, canastilleras, picadoras, ver-
duleras, tenderas, cochineras, ollateras, fruteras, chocolateras, cargadoras
de agua y panaderas (Durand, 1995:162-163). Dentro de estas trabajado-
ras urbanas que se movían en los espacios públicos, las mujeres panaderas
conformaron un grupo poderoso, comparadas con las demás mujeres que
vivían de estos oficios en el medio urbano (Durand, 1995: 165).
Como vemos, el trabajo femenino durante la colonia no se limitó so-
lamente a la producción de mantenimiento en los espacios domésticos,
sino que intervinieron directamente en los circuitos de distribución de
alimentos y bienes artesanales en los espacios públicos.
En el caso de las esclavas de origen africano, es pertinente apuntar que
con la casi destrucción de las etnias indígenas como consecuencia de la
conquista y la fase inicial de la colonización, pronto se hizo evidente para
los invasores la necesidad de contar con nueva mano de obra. La trata
esclava se inicia en Venezuela alrededor de la tercera década del siglo
XVI y se afianza a finales de ese siglo (Acosta Saignes, 1984: 47 y sgts.).
Muchas jóvenes esclavas de origen africano fueron destinadas al ser-
vicio doméstico en las casas de los mantuanos (clase de los europeos
ricos), realizando labores de mantenimiento doméstico parecidas en tipo
a las que habían hecho para sus propias familias antes de que se inicia-

67
ra el comercio de esclavizados/as. Sin embargo, es importante tomar en
consideración que en la trata de esclavizados en Venezuela, a pesar que
se preferían mujeres jóvenes, muchas de las que arribaban sobrepasaban
los treinta y los cuarenta años (Acosta Saignes, 1984: 58). No obstante,
la mayor parte de las mujeres esclavizadas —sobre todo las de origen
africano— se insertó en las nuevas realidades (las encomiendas, los res-
guardos, los pueblos de misión, las plantaciones) como trabajadoras agrí-
colas. Las tareas agrícolas que desempeñaron, sobre todo las de origen
africano, no diferían mucho de las ejecutadas por los hombres, también
esclavizados: siembra y recolección de las cosechas. Las condiciones en
las cuales realizaron todas estas labores estuvieron signadas por la escla-
vitud, lo cual suponía trabajar hasta la extenuación, maltratos físicos, la
separación forzada de los esposos e hijos/as si así convenía a los amos y,
en general, estuvieron sometidas a todo tipo de tropelías. Tal como señala
Meillassoux: «…la ideología común a todas las poblaciones esclavistas... considera
que estas poblaciones no son humanas, que pertenecen al mundo de la bestialidad y, por
lo tanto, constituyen un ganado desechable… Es la relación del amo con los esclavos
la verdadera esencia de la esclavitud». (1979: 11, traducción y énfasis nuestro).
Es muy posible que el trabajo durante la colonia de las mujeres escla-
vizadas venezolanas de origen africano haya sido similar al descrito por
Barros Mott para las brasileñas: «Son muy pocos los trabajos que las africanas y
sus descendientes no hayan realizado en América. Junto a actividades que tenían como
obligación, era común que acumularan varias otras al mismo tiempo... se encargaban
del trabajo agrícola considerado el ‘más liviano’, como sembrar, desbrozar la maleza y
sacar gusanos...» (sin embargo) «Los pequeños propietarios... utilizaban sus escla-
vas para todas las tareas, aún las consideradas más peligrosas y supuestamente mascu-
linas, como el desmonte, con el uso del machete y el hacha. Las esclavas eran también
empleadas en la producción de azúcar, para desmotar algodón, en la preparación de la
yuca, para limpiar el maizal, en la recolección de productos nativos, en el ordeño, en el
cuidado del huerto y del gallinero» (1993: 86-87).
La población indígena y la negra esclavizada se encontraban en la base
de la pirámide social. Aunque López señala que los indígenas permane-
cían en el siglo XVIII en las mismas condiciones en que habían vivido en
siglos anteriores, es evidente que esto no es cierto ya que la estructura
social tribal se vio negativamente impactada por la colonia, por lo que
—como el mismo autor señala— la característica era la fragmentación y
el desarraigo de las etnias indígenas, las cuales no llegaron a constituir un
estrato social autónomo; estaban sometidas «... a innumerables disposiciones

68
... de las cuales sólo se ponían en práctica las que menos les favorecían...» »... esta
realidad condujo indudablemente a un estancamiento de la población aborigen...» (Ló-
pez, 1998: 189-190). La población negro africana, por su parte era la más
explotada. El autor antes citado señala que «No hubo prácticamente ningún
aspecto de la vida de los negros que no estuviese rígidamente reglamentado» (López,
1998: 190).
A partir de comienzos del siglo XVIII, con la declinación de la socie-
dad colonial, y en parte debido a la ideología imperante, la participación
femenina en la producción agrícola, sobre todo la indígena, prácticamente
dejó de existir en la mayor parte del país, incluso entre las poblaciones
rurales, excepto aquéllas referidas a las negras esclavizadas quienes conti-
nuaron sometidas en las plantaciones. Uno de los factores determinantes
que influyó en este proceso fue la destrucción del modelo originario de
familia. Un ejemplo de ello nos lo ofrece la arqueología: a partir de 1720
se observa tanto en Santo Tomé de Guayana cómo entre las etnias indí-
genas reducidas cariña, chaima y otras del oriente de Venezuela, sucede
la destrucción del modelo originario de familia extensa y la imposición
forzada de la familia nuclear; por ello se desmantela el antiguo espa-
cio doméstico integrado por viviendas comunales y se crea un modelo
de espacio social público caracterizado por la asociación de viviendas
unifamiliares. Se implanta una nueva ideología laboral que contempla la
participación de mujeres y hombres en nuevas tareas, distintas a las que
realizaban en las sociedades originarias. En suma, se impuso un nuevo
modelo de relaciones sociales. Para ese momento, con el cambio radical
que se produce en la estructura laboral, opera una nueva división sexual
del trabajo que sentencia la reclusión definitiva de las mujeres al ámbito
doméstico (Sanoja y Vargas, 2003).
Ya para mediados del siglo XX, la mayoría de las mujeres criollas ve-
nezolanas, mestizas campesinas habían dejado de ser agricultoras, en el
sentido de ser cultivadoras y recolectoras con un control sobre lo produ-
cido y su distribución. Se dedicaban solo al cuido hogar y de los/as hijos/
as, ayudando eventualmente a los hombres en sus tareas agrícolas como
jornaleros (por ejemplo, colocar los productos agrícolas recolectados en
sacos), o cuidando cotidianamente pequeños huertos y conucos familia-
res (Verburg y otros/as, 1962). Para esas fechas se produce la migración
masiva de las poblaciones del campo hacia las ciudades, como producto
de las modificaciones en la estructura demográfica que introdujo desde
los años treinta la explotación petrolera (Britto, 1988). A partir de enton-

69
ces, las mujeres se insertan en las zonas urbanas, fundamentalmente en las
áreas de servicio, pero también comienzan a tener nuevos papeles sociales
en el área de la producción.
Las mujeres integrantes de las etnias indígenas sobrevivientes, perma-
necieron relativamente aisladas en los territorios de refugio (espacios sel-
váticos o aquéllos en las vecindades de los límites territoriales nacionales)
hasta finales del siglo XX, momento en el cual muchas de ellas, presiona-
das por las agresiones a sus espacios naturales de ocupación centenaria
por las políticas desarrollistas de los gobiernos de turno, la discriminación
racial y étnica a las que se veían sometidas por parte de la sociedad criolla,
la ideología patriarcal imperante en sus propias comunidades, así como
por las horribles secuelas de la pobreza y marginación, migran a las ciu-
dades para engrosar las filas de los/as indigentes.
La ideología discriminadora y racista que aparece durante la colonia,
basada en una desvaloración, por parte de la minoría blanca ya fuese his-
pana o criolla, del trabajo y de las tareas que realizaban los/as mestizos/
as, vale decir, los denominados pardos quienes integraban la mayoría de
la población, sirvió para legitimar formas de exclusión de esos colecti-
vos sociales, formas que persisten hasta nuestros días: «Los prejuicios étnicos
dominantes en esa época (el autor se refiere a finales de la colonia) ponen al
descubierto problemas geosociales de distribución de ingresos, sentimientos igualitarios
sociales y profesionales, irreprimibles aspiraciones de mejoramiento de calidad de vida»
(Cunill Grau, 1987: I-44).

70
PARTE II
PARTE II

LAS MUJERES Y LA
REPRODUCCIÓN SOCIAL
CAPÍTULO IV

Las mujeres como agentes reproductivos de la vida social a través


de los procesos de socialización

Fundamentos teóricos
Algunas autoras feministas, como es el caso de Beechey (1997), critican
el llamado feminismo marxista pues consideran que éste establece una
separación entre producción y reproducción en la cual la producción es
concebida fundamentalmente en términos economicistas, sin tomar en
consideración otros aspectos del modo de producción (1997: 88-89).
Beechey discute las ideas de algunos/as autores/as marxistas sobre el tema,
señalando que se trata de versiones mecanicistas e insatisfactorias, donde
los procesos de trabajo están divorciados de las relaciones de producción.
Sin embargo, investigadoras como Comas subrayan cómo el feminismo
marxista, si bien establece que la división social del trabajo constituye el eje
central que explica la dominación de las mujeres, aborda de hecho la esfera
productiva relacionándola con otras instituciones, fundamentalmente la
familiar. Destaca Comas, igualmente, cómo ya Marx planteaba en El Capital
que la reproducción social trasciende el ámbito económico (1995: 35).
En nuestro caso, debemos señalar que la separación que hacemos en
este trabajo entre producción y reproducción es sólo con fines analíticos,
pues estamos conscientes de que no existe producción que no implique
reproducción. Es pertinente apuntar, entonces, que concebimos la repro-
ducción dentro de la totalidad del modo de producción, sin que establez-
camos una jerarquía en la importancia de una u otra, aunque en términos
materialistas pensamos que la producción material posee una jerarquía
causal sobre todas las demás dimensiones de la vida social. Pensamos
que la reproducción se manifiesta como una de las esferas del sistema de
relaciones sociales que implementa la sociedad para garantizar su viabi-
lidad histórica y cómo tal sistema incluye las relaciones económicas, las
familiares, las culturales, las afectivas, etc. A tal efecto, comprendemos en
la reproducción social los mecanismos que reproducen las condiciones
sociales de la producción, vale decir, las condiciones necesarias para que
se dé la producción económica toda. Incluimos, igualmente, el conjunto
de relaciones sociales que posibilita y regula la existencia y permanencia
de los agentes sociales —de ambos géneros— en el trabajo, concebidos
como la fuerza de trabajo. Entendemos el trabajo de los agentes en todas

72
sus expresiones, en todas las formas de división del mismo, incluidas las
relativas al doméstico o de mantenimiento, ya que esta división implica
una determinada participación cualitativa y cuantitativa de tales agentes
en la vida social. Consideramos dentro de la reproducción social, asimis-
mo, las normas y sanciones, así como la ideología que se expresan en nor-
mas, tabúes y prohibiciones, así como en expresiones morales que regulan
la reproducción biológica, vale decir, manifestaciones de la conciencia
que condicionan tal reproducción, siempre expresadas en la contingen-
cia cultural (Bate, 1978). En consecuencia, incluimos —siguiendo a Bate,
1978— en esta concepción, elementos extraeconómicos que considera-
mos fundamentales como son los afectivos, los étnicos y los culturales, los
cuales dan cuenta de otras dimensiones que existen en toda realidad social
y que permiten un acercamiento a las actitudes de un grupo a lo interno y
frente a otro que implican una tendencia a que se den los comportamien-
tos sociales de una determinada manera.
Entendemos que en la reproducción social, al igual que sucede en la
producción material, no intervienen solamente las mujeres sino que par-
ticipan los dos géneros. Sin embargo, puesto que las mujeres garantizan
la reproducción biológica de los agentes sociales como fuerza de trabajo,
lo que ha permitido el crecimiento de la población en las distintas épocas
históricas, así como la preparación de los agentes sociales también como
fuerza de trabajo mediante las formas de socialización a nivel familiar,
constituyen el género fundamental en la reproducción social.
La reproducción social mediante la socialización está definida, nos pa-
rece, dentro de lo que algunos/as autores/as denominan la producción de
mantenimiento (Castro y otros/as, 1996), destinada a conservar y mante-
ner los sujetos y objetos sociales. Incluye la gestación, la preparación de
los alimentos, la manufactura de enseres, el cuido del hogar y de los hijos/
as, así como del espacio doméstico, es decir, todas las actividades orienta-
das a garantizar la perpetuación de la vida social a través de los espacios
domésticos. Los/as autores/as anteriormente citados señalan que con la
conceptualización de la reproducción social como producción de mante-
nimiento: «....se evita permanentizar la jerarquía entre producción y servicios... no
obstante, la producción de mantenimiento (depende) de la producción básica y de
objetos ,...instaura las bases para una dependencia social de quienes se especializan en
las tareas de mantenimiento-servicios...» (1998:4).15
15
Esta concepción de los autores define a las tareas de mantenimiento
como trabajo productivo. Ello es vital para evitar la falsa dicotomía
73
Según Castro y otros/as, la producción de mantenimiento está enmar-
cada en relaciones sociales propias y específicas; no genera productos,
pues el producto final es el mismo que constituía el objeto de trabajo
inicial, razón por la cual —-dicen— ha tendido ha ser subvalorada. Esa
subvaloración —-continúan— oculta que «…sin el concurso de la producción
de mantenimiento la mayoría de los productos sociales no podrían incorporarse al
consumo social.... ocultación que ha constituido la base de ideologías que enmascaran
el valor del trabajo de la producción de mantenimiento…» (1996: 5). Sin embargo,
para nosotros el producto final de la producción de mantenimiento no
es siempre el mismo; consideramos que existe una diferencia cualitativa
entre los sujetos sociales que depende de los procesos de socialización a
los que hayan estado sometidos.
Para nosotros la socialización implica para las mujeres el ejercicio de
funciones sociales no siempre reconocidas; ellas actúan a nivel familiar
como psicólogas, enfermeras, educadoras, cocineras, puericultoras, ad-
ministradoras, ecónomas, etcétera. Esas funciones no son inmutables
sino que varían históricamente Como agentes de socialización, quizás
más que cualquier otro agente social, las mujeres son las garantes no
solo de la creación de la gente en tanto seres biológicos, sino también
del orden moral y de las formas de comportamiento de esas personas a
nivel familiar; ello significa que nos sólo crean gente, sino fundamental-
mente producen agentes sociales. Por todo lo anterior, las mujeres son
importantes reproductoras de la ideología que rige en una sociedad y en
un tiempo determinados.
Castro y otros/as han definido lo que denominan prácticas socio-pa-
rentales para conceptuar los vínculos y las tareas de los agentes sociales
en torno a la reproducción: «Las prácticas socioparentales tienen como prota-
gonistas a mujeres y/o hombres vinculados por lazos de consanguinidad o afinidad.
Incluyen actividades destinadas a la gestación, al amamantamiento, a la realización
de aquellas tareas relacionadas con el mantenimiento de la fuerza de trabajo… y a
la formación de niños y niñas en tanto que mujeres y hombres, en lo que constituye
la primera socialización de la condición sexual de los sujetos sociales» (1998: 7).
Es, precisamente, debido al carácter fundamental de las prácticas socio-
parentales en la reproducción, que las tareas del agente social femenino
son sujetos de desvaloración.

que se ha establecido entre el trabajo que realizan los hombres en la es-


fera pública como productivo y el que realizan las mujeres en la esfera
doméstica como solamente reproductivo.
74
CAPÍTULO V

Las mujeres y los procesos de socialización en las sociedades cazadoras recolectoras


y tribales venezolanas

La socialización en las sociedades cazadoras recolectoras


Aunque no poseemos registros escritos que nos informen sobre las carac-
terísticas de las formas de socialización entre las sociedades prehispánicas
venezolanas, es posible inferir el papel central de las mujeres en dichas
actividades a partir de algunos datos reportados para sociedades actuales.
Tal es el caso de los pumeh, pescadores recolectores de los llanos, para
quienes Petrullo reporta, refiriéndose a la socialización de las niñas: «Du-
rante la infancia.. la niña es llevada a todas partes por la madre. Desde que es una
bebé, participa en la recolección de alimentos, su preparación y cocción, en la manufac-
tura de cestería… el viajar en canoas… Gradualmente aprende a tomar una parte
más activa en las tareas femeninas.» Según el mismo autor: «Las niñas pumeh
aprenden con el ejemplo y los preceptos que les ofrecen los adultos en discusiones sosteni-
das, generalmente de noche… Se puede decir que se establece un patrón de conducta…
Tan pronto como la niña es capaz de ayudar a excavar las raíces, o colocarlas en una
cesta, o puede ayudar a hacer una cesta, o a cocinar, comparte el trabajo de la madre,
el cual aumenta a medida que crece.... las niñas nunca están bajo la influencia directa
del padre…». Al referirse a los niños, señala: «…el niño está bajo la influencia
directa de la madre durante su infancia. Gradualmente, participa más y más en tareas
masculinas, … pero no se disocia enteramente de su madre» (1939: 231-233, tra-
ducción nuestra). Otras tareas de mantenimiento realizadas por las muje-
res pumeh son las referidas al aseo e higiene de todos los miembros de la
familia: «Esta atención (extraer los parásitos de los cabellos, cauterizar las
picaduras de insectos) se la dan las madres generalmente a los hijos y las esposas a
sus esposos» (1939: 234, traducción nuestra).
Es interesante reportar que trabajos más recientes sobre este grupo
señalan que entre ellos/as existe en realidad una «división sexual de la so-
cialización», que comienza a partir de los cuatro años aproximadamente
(Mitrani, 1988: 198). Según el autor, a partir de los dos años, los niños co-
mienzan a depender cada vez menos de la madre, orientándose hacia sus
compañeros de sexo, siendo educados por otros miembros de la familia
distintos a los progenitores.

75
Ayala y Wilbert describen un día en la vida de una mujer warao que
ilustra el papel central de las mujeres en la reproducción social de este
grupo étnico: cuidado de los hijos/as, corte de la leña y encendido de los
fuegos en la vivienda doméstica, preparación y distribución de los alimen-
tos, tejido de los mapires (cestas) y los chinchorros, socialización de las
hijas, transmisión de las tradiciones culturales, incluyendo saberes sobre
plantas medicinales, lavado de la ropa, etc. (2001: 37 y gts.).
Estos datos sobre los pumeh y los warao sugieren que son las mujeres
quienes garantizan la reproducción de cada uno de estos sistemas sociales,
fundamentalmente gracias a que producen y reproducen el modo de vivir
de sus sociedades. De la revisión de las fuentes etnográficas que descri-
ben las tareas de mantenimiento dentro de la sociedad pumeh se hace
evidente que existe una exaltación de las actividades masculinas dentro
de los etnógrafos que las han estudiado, y, por contraposición, una dis-
minución en la importancia otorgada a las tareas femeninas: recolección
de alimentos, cuido de los hijos/as y del hogar (Petrullo, 1939; Mitrani,
1988). Para el caso de la sociedad warao, existe una tendencia hacia una
naturalización de los papeles sociales femeninos, apelando como criterio
de autoridad a la fuerza de la tradición (ver por ejemplo, Ayala y Wilbert
2001: 37-46).
A partir de una revisión de datos arqueológicos es posible inferir algu-
nos elementos de la reproducción social de sociedades cazadoras recolec-
toras, debido a la presencia en petroglifos y pictografías de algunos glifos
que parecen representar elementos simbólicos alusivos a la producción
de mantenimiento. Tal es el caso del sitio Cueva de El Elefante (Sanoja y
Vargas, 1970; Sanoja y Vargas, 2003), donde algunos símbolos figurativos
presentes en las pictografías ilustran lo que parecen ser instrumentos em-
pleados en la vida cotidiana para el mantenimiento de la vida doméstica,
como es el caso, entre otros, de los llamados abanicos, muy similares a los
usados por mujeres de grupos indígenas contemporáneos para avivar los
fuegos. En las pictografías relevadas en varios sitios, al parecer pertene-
cientes a grupos cazadores recolectores en transición hacia la producción
de alimentos, 4000-3000 a.p. de la cuenca del río Caroní (Sanoja y Vargas,
2004), especialmente en la cueva Las Patillas, se encuentran representados
rallos, similares a los empleados por mujeres indígenas tribales actuales
para rallar la yuca en la elaboración del casabe. La existencia de estos
glifos en el arte parietal prehispánico sugiere que, o bien las pinturas fue-
ron realizadas por las mujeres, quienes representaban simbólicamente ele-

76
mentos de su vida cotidiana, y/o que, debido a la importancia que tenían
tales elementos para vida diaria de toda la sociedad, eran representados
—ya fuese por mujeres u hombres— en sitios sagrados, donde realizaban
actividades ceremoniales (Vargas, 2007b).16

16
Investigaciones arqueológicas recientes realizadas en la cuenca del
río Caroní, muestran la presencia de un culto mágico-religioso de las
comunidades cazadoras recolectoras en transición hacia la producción
de alimentos que habitaban cíclicamente en los sitios sagrados del río
Espíritu, afluente del Caroní, el cual parece haber girado particularmente
en torno a una forma de culto solar. Este culto aparece representado en
el sitio la Cueva de El Elefante en donde se muestra una figura de
una especie de danzante con las manos extendidas, quien tiene en
su pecho el símbolo solar. Es posible que tal representación aluda a
una ceremonia propiciatoria de tipo colectivo, ligada al paso de los
solsticios, donde una shamana ejecutaba una performance ritual, toda
vez que la figura danzante parece ser una persona del género femenino,
lo cual le confiere a este motivo una significación muy relevante para
el estudio del género en relación a las prácticas mágico religiosas de
las sociedades cazadoras recolectoras originarias venezolanas.

77
CAPÍTULO VI

La socialización en las sociedades tribales

En una sociedad ágrafa, como sucede con las tribales, la socialización se


realiza por vía oral y por vía práctica. Por la vía oral, se mantienen las
tradiciones a través de mecanismos nemotécnicos o memorizados; por la
vía práctica, se reproducen los conocimientos que están contenidos en las
experiencias de las comunidades, así como los mecanismos cognoscitivos
que suceden en el quehacer cotidiano; en este sentido, es posible concebir
que cualquier individuo es un agente socializador. Sin embargo, existen
diferencias en los papeles sociales de los géneros según sea la naturaleza
de los conocimientos que se transmiten, vale decir, existe una especializa-
ción de funciones de los agentes socializadores dentro del cuerpo social.
En relación a esto, nos parece pertinente la siguiente cita de Veloz Mag-
giolo, al referirse a los tupinambá, grupo tribal brasileño: «…las funciones
sociales de la educación, tenían como objetivo mantener el control social, ya que en una
sociedad no especializada el orden de qué debe hacerse y quién debe hacerlo es funda-
mental para supervivir» (1975-77: 83).
Aunque los mayores, los shamanes y los jefes o caciques son quienes
ejercen el control, pues la sociedad les otorga la capacidad y les recono-
ce como los únicos agentes que manejan aquellos conocimientos consi-
derados fundamentales dentro del orden social: poder comunicarse con
los/as dioses/as, dirigir en tiempos de crisis, etc., pensamos, las mujeres
garantizan la transmisión de los conocimientos cotidianos que aluden no
solo a las «tareas propiamente femeninas», sino que modelan también
las conductas de los niños (varones) y, al reproducir la ideología, como
veremos más delante, afectan las de todos los individuos que integran la
sociedad. Esas tareas entran dentro de lo que Veloz denomina «…adecua-
ción de la vida psíquica al ritmo de la vida social» (1975-77: 84).
Entre las sociedades tribales, las fiestas y las ceremonias constituyen
uno de los medios de socialización más implementados, en los cuales
los conocimientos colectivos son expresados y manifestados en bailes,
canciones, historias, leyendas y cuentos. Uno de los fines perseguidos por
las festividades es mantener y reproducir en la memoria de la gente los
acontecimientos del pasado, así como los preceptos y las normas de todo

78
tipo. Las danzas y las recitaciones que las acompañan permiten que esas
sociedades memoricen el pasado, enalteciéndolo, pero —además— sir-
ven para reforzar el orden social actual mediante el fortalecimiento del
control de unos agentes sobre otros.
En relación a la reconstrucción arqueológica de la producción de
mantenimiento dentro de la reproducción social, es posible analizar la
iconografía que las mujeres tribales representaban en la cerámica. Como
veremos, las mujeres tribales usaron tanto la alfarería como los textiles
para reproducir el modo de vida de sus sociedades, incluyendo la ideolo-
gía y la estructura social.
Es importante destacar cómo es posible estudiar para estas sociedades lo
que Ardener denomina los mapas sociales (1993). Dice la autora que puesto
que el espacio define a la gente en él y, a su vez, la gente define el espacio, las
sociedades establecen límites, dividen lo social en esferas, niveles y territorios.
Para Ardener, siguiendo a Goffmann, el espacio refleja la organización social,
de manera que las relaciones estructurales, como las jerarquías, y los sistemas
de relaciones, como los de parentesco, constituyen mapas sociales. Ardener
ofrece un elemento muy útil metodológicamente para la arqueología al seña-
lar que las relaciones sociales en las cuales está inmersa una determinada mu-
jer, sus relaciones con su esposo y con sus hijos/as, pueden ser aprehendidas
espacialmente a través de los mapas sociales (1993:3).
Las investigaciones arqueológicas en Venezuela nos informan sobre
lo que podría ser calificado como múltiples mapas sociales, siguiendo los
planteamientos de Ardener. Numerosos son los ejemplos de cómo las ac-
tuaciones femeninas y los objetos que producían reflejaban en el espacio
el sistema y las tareas sociales y los agentes que las ejecutaban.
El caso del sitio Botiquín, Edo. Lara (520 a.p.), perteneciente a grupos
sociales tribales cacicales, constituye un ejemplo de cómo el estudio del
contenido de los fogones donde cocinaban las mujeres dentro de una
misma vivienda comunal: tipo de basura, características de los recipientes
usados para la cocción de los alimentos, vasijas no culinarias asociadas,
restos orgánicos presentes, entre otros elementos, permitieron compren-
der, mediante un análisis de su estratificación espacial, vertical y horizon-
tal, la manera cómo se expresaba en el tiempo y el espacio la estructura
sociopolítica desigual de la sociedad guadalupense y, a su vez, cómo era
necesario para esa comprensión, entender la propia jerarquización de los
espacios de la vida cotidiana al interior de las viviendas (Sanoja y Vargas
1999: 49-50). Puesto que la organización social asimétrica regulaba las

79
actuaciones de los integrantes de esta sociedad en todas las actividades
que desarrollaban, fue posible relevar espacialmente expresiones de las
mismas en la ejecución de las tareas domésticas cotidianas desempeñadas
por las mujeres de Guadalupe.
Las investigaciones arqueológicas de Sanoja y sus asociados/as (Her-
telendy, 1984; Larotonda, 1986; Sanoja y Vargas, 1987) muestran que la
estructura del sitio evidencia la existencia de una vivienda comunal en
donde se observa la presencia de un fogón central rodeado por fogones
periféricos. La composición cultural de todos los fogones indica diferen-
cias importantes de contenido en lo que refiere a los recipientes usados
y los alimentos consumidos. En cada uno de los fogones u hogares pe-
riféricos destinados a la cocción de los alimentos es posible discernir un
ordenamiento horizontal de los utensilios en el espacio que sugiere no
solamente los recipientes que cada guadalupana usaba, sino también su
disposición espacial. En tal sentido fue posible determinar que cada mu-
jer empleaba dos tipos de recipientes: aquéllos funcionales, usados en la
cocción y consumo de los alimentos, como es el caso de las ollas, platos,
cuencos y jarras recuperados, y otros relativos a elementos de la con-
ciencia, los cuales daban cuenta de la pertenencia étnica de cada mujer,
como es posible inferir de la presencia constante de —al menos— un bol
trípode decorado con pintura polícroma en cada fogón. La decoración de
estos boles muestra característicamente un animal totémico, usualmente
murciélagos, pájaros y ranas estilizadas. Se observan claras diferencias en
la composición de los restos zooarqueológicos presentes en cada fogón
periférico en relación al central. En este último están representadas las
presas que producían mayor cantidad de carne, como los venados, mien-
tras que en los otros, los animales presentes son conejos.
Todo lo anterior permite plantear, por una parte, la existencia de un ori-
gen étnico diferenciado para cada trabajadora; por otra, un consumo dife-
rencial de los alimentos entre los/as usuarios/as de los fogones. El conteni-
do del fogón central parece reflejar un consumo colectivo, de toda la unidad
doméstica, sin distinciones étnicas en su interior, en el cual participaban
posiblemente los/as individuos de mayor jerarquía (miembros importan-
tes del linaje), mientras que el de los fogones periféricos indica que tales
hogares estaban destinados al consumo alimenticio de unidades familiares
nucleares (posiblemente miembros relacionados con el linaje dominante,
pero que constituían individuos de menor rango donde participaban las
mujeres de distintas procedencias étnicas). En algunos de los hogares peri-

80
féricos está presente una alfarería característica de otras zonas del país, más
específicamente del estado Trujillo, lo cual refuerza las indicaciones sobre la
presencia de mujeres de otra procedencia étnica en esos espacios.
Todas las diferencias señaladas apuntan hacia la existencia de una es-
tructura social asimétrica y la existencia de uniones interétnicas, sugiere por
tanto una composición multiétnica en los espacios domésticos. La presen-
cia de boles decorados con animales totémicos en las áreas de trabajo feme-
ninas puede ser explicada por la necesidad de las mujeres de reafirmar tanto
su «propiedad» sobre sus espacios de actuación, como su propia identidad
étnica mediante la utilización de símbolos culturales específicos (los boles
decorados). Correlativa a esta patronización observable en el espacio do-
méstico, se observan —a una escala mayor— diferencias significativas en el
tamaño de las aldeas dentro del territorio tribal, aldeas grandes y pequeñas,
sugiriendo la existencia de una jerarquía entre ellas.
De todo lo anterior se infiere que tanto la estructuración del espacio
doméstico como la del territorio tribal todo parece haber estado determi-
nada por las relaciones sociales desiguales existentes entre los miembros
de la tribu, y que las mujeres eran las encargadas de reproducirlas dentro
de cada unidad doméstica.

La cotidianidad de la producción de mantenimiento en las socie-


dades tribales
Poseemos pocas informaciones sobre la producción de mantenimiento para
el momento del contacto; sin embargo, las fuentes etnohistóricas revisadas
indican que el trabajo tribal femenino en este sentido era intenso y varia-
do. Hernández de Alba señala la continua actuación de las mujeres achagua:
«Las mujeres hacían el fuego, buscaban el agua, cultivaban los conucos, cocinaban, prepa-
raban el casabe, pintaban el cuerpo de sus esposos y les cuidaban los cabellos» (1948: 406.
Traducción nuestra). También entre los achagua, Carvajal describe el trabajo
femenino en las fiestas colectivas: «…en sus bailes … sin cesar pasan insomnes
la noche entera, en la cual las indias en los fogones suyos no tienen quietud, porque les
están previniendo bebidas a sus maridos, hijos o hermanos…» (1956: 135). Asimismo,
es posible observar en las fuentes documentales cómo el ámbito doméstico
era exclusivamente femenino. Hernández de Alba refiere que las mujeres be-
toi: «…llevaban la casa y preparaban las comidas y bebidas» (1948: 394. Traducción
nuestra). Kirchhoff, por su parte, apunta que durante sus festividades, los
hombres otomaco «…bebían chicha y se intoxicaban tomando ‘coca’ a través de la
nariz. Las mujeres aceptaban cuidar de ellos mientras estuvieran en ese estado» (1948:

81
443. Traducción nuestra). El mismo autor reporta que entre los cumanagoto
«Las mujeres ayudaban a criar a los niños, preparaban las comidas, cosechaban los campos,
hilaban y tejían y hacían cerámica…» (1948: 486. Traducción nuestra).
Gumilla también nos relata parte de las actividades de mantenimiento
que realizaban las mujeres guaraúno (región del delta del Orinoco): «Luego
que los pescadores y los labradores se van todo el resto de la gente se queda de asueto…
los pescadores dejan las canoas casi siempre llenas de pescado y sin tomar ni una se van
a descansar a sus casas: entonces las mujeres… cargan el pescado y lo amontonan junto
a la puerta de sus capitanes…» (1955: 115-116). Al referirse a los achagua, Gu-
milla informa que éstos se alimentaban con unos panes «del maíz molido a
fuerza de brazos de las mujeres…» (1955: 355). En relación a las mujeres sáliva,
el cronista señala: «…aunque en todas aquellas naciones el peso del trabajo no solo
doméstico sino el de las sementeras recae sobre las mujeres, en esta nación es peor porque
fuera de eso tienen la tarea de peinar a sus maridos mañana y tarde, untarlos y pintarlos
y redondearles el pelo con gran prolijidad en que gastan mucho tiempo…» (1995: 128).
Una descripción similar nos ofrece también Gumilla para los caberre del
Orinoco: «…las madres al tiempo de untarse a sí mismas, untan a todos los chicos,
hasta los que tienen a sus pechos, a lo menos dos veces al día … después untan a sus
maridos con gran prolijidad ... cada vez que el marido viene de pescar, la quita su mujer o
alguna hija, la untura empolvada, y le unta de nuevo los piés…» (1955: 90).
Gilij relata que «Entre los maipures es necesario que las mujeres se levanten con
tiempo y cuezan la tévaca para marido e hijos. El téveca es una espesa cocción de pimiento
y de jugo de yuca…». A las mujeres tamanaca, continúa, les corresponde: «…gobierno
de la cocina, limpieza de la casa y de la familia, hilar el algodón… tejer los taparrabos
de los hombres… tejer la hamaca… También hacen los cacharros de cocina…» (1965:
193-194). Alvarado reporta para los cumanagoto: «…las mujeres tenían por la
mayor parte el cuidado de las labranzas y de la casa, hilaban, hacían la comida, el pan,
las vasijas, traían el agua, la leña, tejían las hamacas…» (1956: 42). Según el mis-
mo autor, las otomaca «…sacaban gran partido del moriche, con él hacían esteras,
talegas, sacos de hilo donde guardaban el maíz destinado a sembrar, toldos para protegerse
cuando dormían a las orillas de los ríos…» (1956: 48).
Otros cronistas, como Caulín (1987, I:145), relatan que entre los gru-
pos de la costa oriental, posiblemente los cumanagoto: «El de las mugeres (el
trabajo común, como él lo define) es hilar, texer hamacas y chinchorros en que
duermen, y las faxas, con que unos y otros cubren su honestidad; cocer los alimentos, y el
pan cotidiano, que muelen en unas piedras... hacer ollas, platos y cazuelas de barro, traer
leña, agua, maíz y demás frutos de labranza que llaman conucos» (1966, I: 145). Sa-
las, gracias a un análisis de la fuentes etnohistóricas, describe que sobre los

82
hombros de las mujeres mucu y cuica de Mérida «…pesaban al mismo tiempo
las faenas de la casa, cuidados de los hijos y del esposo, los deshierbos de las labranzas y
recolección de frutos, que acarrea a casa como bestia de carga…» (1956: 166).
La ejecución de las actividades de mantenimiento entre las mujeres
otomaca no disminuían con la edad; tal se infiere de los datos aportados
por Gumilla que refieren el papel de las ancianas: «Cuando los jóvenes llegan
a edad de casarse, les dan por mujeres... las viudas más ancianas del lugar… ella lo
enseña cómo se ha de mantener la casa, cómo se debe trabajar… y otras enseñanzas
que la vieja le sabe dar como acostumbrada tantos años a la economía doméstica»
(Gumilla 1955: 120-121).
De la breve revisión que hemos realizado de algunas de las fuentes
etnohistóricas sobre las sociedades tribales venezolanas se hace evidente
que la producción de mantenimiento estuvo orientada a la reproducción
del sistema social como un todo. Aunque estamos de acuerdo con Bee-
chey que es difícil lograr dar un significado riguroso al término reproduc-
ción, es evidente para nosotros que si lo conceptuamos como produc-
ción de mantenimiento, podemos acercarnos, entre las sociedades tribales
estratificadas venezolanas, al conjunto de prácticas sociales que estuvo
orientado, fundamentalmente, a lograr que se reprodujeran las condi-
ciones sociales en las cuales se daba el trabajo de los agentes sociales,
mientras que la ideología —que servía para normar sus vidas— pretendía
fines similares. En la búsqueda de esas metas, las sociedades tribales con
rangos sociales contribuyeron a una determinada construcción social del
género. Como apunta Comas, el género es una categoría que se construye
socialmente, constituida por el conjunto de ideas y representaciones so-
bre las características humanas y sus diferencias. Se refiere al conjunto de
contenidos o de significados que cada sociedad atribuye a las diferencias
sexuales. Dice la autora que la calidad de realidad de esta categoría se basa
en los contenidos específicos que cada sociedad le otorga: los papeles,
atributos y comportamientos de las mujeres y hombres son variados, he-
terogéneos y diversos, porque son culturales (1995: 40).
Sin embargo, a pesar de la diversidad de comportamientos culturales
que observamos entre los grupos sociales tribales venezolanos, es eviden-
te que todos ellos construyeron formas de desigualdad social con base
a las diferencias entre los géneros. Para ello dominaron a los colectivos
femeninos, explotaron su trabajo, su sexualidad; las mujeres devinieron
sujetos de dominación de sus maridos, de sus padres, de sus familias y, en
última instancia, de sus tribus.

83
CAPÍTULO VII

Las mujeres y los procesos de socialización en la sociedad colonial y republicana

Para el período colonial, las fuentes historiográficas consultadas revelan


que el papel de las mujeres en la reproducción social variaba según la clase
social y la composición étnica. En ese sentido, es especialmente clara la
relación de mujeres de los estratos menos favorecidos económicamente
con la producción de mantenimiento y dentro de ella la relacionada con
los servicios, ya que cumplían papeles de cocineras y domésticas en ge-
neral. Las dichas mujeres, de origen indígena o africano, integraban ge-
neralmente la servidumbre de las casas mantuanas (de los ricos/as) y no
solo conservaban las tradiciones gastronómicas populares dentro de las
familias, sino que al mismo tiempo, como ayas de los/as niños/as man-
tuanos, les inculcaban la ideología que animaba a ambas clases sociales y
los valores de las tradiciones culturales (Sanoja y Vargas, 2002a).
Es difícil pensar que las mujeres esclavas, sobre todo las de origen
africano, no hubiesen influido en la socialización de los/as niños/as de las
familias mantuanas, siendo ellas como fueron las encargadas de su crian-
za. Aunque es muy probable que las amas mantuanas tuviesen un cierto
control sobre las normas sociales que se reproducían a nivel doméstico, al
ser la servidumbre esclava la encargada del mantenimiento de los hogares
(cocineras, camareras, limpiadoras, lavanderas, etc.), y tener también a su
cargo el cuido de la descendencia (ayas, amas de leche, nodrizas), es muy
posible que reprodujeran en esos espacios los valores sociales propios,
especialmente en la crianza de los/as niños/as mantuanos/as, incluyendo
formas de comportamiento cultural, ciertos elementos de su imaginario
social, giros dialectales y gestuales, costumbres y tradiciones culturales
(incluyendo tradiciones culinarias, mitos, tradiciones orales, tradiciones
musicales, etc.).
Cuando leemos la obra de García Márquez «Del amor y otros Demonios»
(1994), inspirada en la Colombia de la costa atlántica durante los pri-
meros años de la colonización europea, no podemos menos que pensar
que la influencia cultural que describe el literato de los/as esclavos/as de
origen africano sobre el personaje Sierva María de Todos los Ángeles, hija
de Bernarda y Don Ygnacio, refleja la que tuvieron éstos/as o pudieron
tener sobre los/as hijos/as de las familias mantuanas caraqueñas y de
otras ciudades del país.

84
Los servicios que realizaban las esclavas de origen africano dentro de
la producción de mantenimiento introdujeron y reprodujeron en las fa-
milias mantuanas formas culturales africanas, ni hispanas ni indígenas, las
cuales suponían síntesis de diversos elementos culturales dado el origen
multiénico de esas esclavas. Esas formas culturales, resemantizadas en el
contexto colonial, se hibridizaron con elementos tanto de origen hispano
como indígena (también provenientes de mujeres con distintos orígenes
étnicos), dando lugar al surgimiento de la cultura criolla.
De las descripciones ofrecidas por Sir Ker Porter, cónsul británico en
Venezuela entre 1825 y 1835 (1966), es posible inferir la influencia que
tuvieron las ayas negras e indígenas, sobre todo estas últimas, en la socia-
lización de los/as niños/as mantuano/as. El cronista describe detallada-
mente en su diario sus visitas a casas mantuanas y sus apreciaciones sobre
los comportamientos y valores culturales de sus habitantes, sobre todo de
las niñas y las jóvenes, tan diferentes a los europeos: las maneras de cargar
a los/as niños/as (de clara influencia indígena-africana), la desnudez de
éstos/as hasta los cuatro años (andar en aboriginal nature, dice el autor,
1966: 670, elemento de tradición indígena), cómo las mujeres fumaban en
privado (rasgo también de origen indígena), la preferencia de las jóvenes
por tocar el arpa local y no el piano (manifestación de origen hispano),
la concepción sobre el uso del espacio doméstico, sobre todo las referi-
das a la multifuncionalidad espacial, expresadas en las características del
mobiliario (hamacas para dormir en el salón para recibir visitantes) y el
compartir el espacio privado con animales domésticos, el poco cuidado
en la indumentaria que usaban las mujeres en sus casas, en ocasiones casi
en estado de desnudez, a diferencia de la que utilizaban para salir, etc.
(1966: 67, 69, 328).
Las descripciones de Porter, lejos de reflejar una homogeneidad cul-
tural europea en las costumbres en los hogares de las clases venezolanas
más favorecidas económicamente, descendientes de españoles, refieren
por el contrario a un sincretismo cultural hispano-indígena-africano. Ello
es particularmente cierto cuando el autor narra su visita a una importante
familia en una hacienda llanera, en Calabozo, Edo. Guárico. Se deshace
en elogios cuando describe la hospitalidad de sus anfitriones, las comidas
y las bebidas ofrecidas: pescado, vegetales, vino, ya que éstas no entraban
en contradicción con lo conocido por él. Sin embargo, cuando reseña las
costumbres cotidianas, expresa su perplejidad debido a que éstas contras-
taban fuertemente con las europeas En palabras del cronista: «... ella (la

85
dueña de la casa) deja su persona a los movimientos incontrolables de la naturaleza,
cubriéndose ligeramente con un vestido tipo bata… exponiendo sus propios muslos…
los cuales yo no podía dejar de ver…». Porter continúa narrando que la hija
mayor de la pareja, de cuatro años, se sentaba a la mesa totalmente des-
nuda. Y dice, además: «…en verdad, el papá, la mamá y la progenie eran perfecta-
mente indios en color —pero no en raza— como le sucede a quienquiera que pase su
vida en esta porción de Venezuela… No me sorprende… que lleguen a ser Adanes
y Evas». (1966: 670. Traducción nuestra, énfasis del autor). De la cita an-
terior se infiere que la valoración cultural hacia la desnudez por parte de
la familia criolla era producto de la herencia indígena, mientras que para
el cronista era inadmisible ya que la juzgaba negativamente empleando
valores europeos.
Conclusiones similares pueden ser extraídas del texto de Bache (1982),
viajero norteamericano quien estuvo en nuestro país entre 1822 y 1823.
Bache describe su visita a una prominente familia valenciana y señala:
«Toda su familia (la de su anfitrión) consistía en su sobrino... una hermana de su
difunta esposa, y su pequeña y encantadora hija, de unos cinco años de edad, a quien
llamaban la Maraquita, y la cual… baila y canta como los indios» (1982: 128.
Énfasis nuestro). También apunta: «…una buena mujer… llamó a uno de sus
hijos, que sólo tendría siete u ocho años, y el cual, como es costumbre, estaba en perfecto
estado de desnudez» (1982: 126. Énfasis nuestro).
El autor comenta con asombro las contradicciones existentes en la
relación entre amos/as y esclavos/as dentro de las familias pudientes ca-
raqueñas. Si bien los/as esclavos/as eran maltratados, pues según señala
Bache ni siquiera poseían un lecho ni un lugar fijo para dormir, partici-
paban de varias maneras en la mesa a las horas de las comidas, no sólo
sirviendo los alimentos, sino también dando opiniones, haciendo chistes,
charlando con los invitados (1982: 100). La calidez de las relaciones y
la ruptura de la rigidez que esperaba el autor existiera en ellas, expresa,
asimismo, la conceptualización milenaria de los indígenas sobre el acto de
compartir los alimentos; pero lo más significativo para el tema que nos
atañe, es la aceptación y participación de los dueños e hijos/as de la casa
en esas costumbres, lo que sólo puede ser explicado gracias a la existencia
de la socialización que realizaban las mujeres indígenas que formaban
parte de la servidumbre.
Aunque es obvio que los procesos de socialización continuaron du-
rante la Guerra de Independencia según los patrones establecidos desde
la colonia, es muy probable que la inestabilidad política y la guerra misma

86
hayan trastocado las formas coloniales de socialización, ya que la partici-
pación femenina para ese período, muy activa en los distintos órdenes de
la vida social se vio afectada —entre otros factores— por la separación
física de grandes contingentes de mujeres de sus hogares.
Por otra parte, como ha destacado Pino (1995: 397), con la Indepen-
dencia comienzan a colapsar los principios y el orden colonial que esta-
blecían el lugar de los miembros de la sociedad y de manera especial el
de las mujeres. Como apunta también Rodríguez Campos «En ella (en la
colonia) los estamentos y los sexos nacían con destinos asignados por el régimen legal y
la tradición … las mujeres tenían vedada cualquier participación en asuntos políticos y
en el campo económico sólo podían actuar, con algunas limitaciones, las que resultaran
emancipadas por no existir en el núcleo familiar un varón que asumiera su conducción»
(1995: 329). Es necesario recalcar, sin embargo, que estas afirmaciones
de los autores son ciertas para las mujeres miembros de la élite ya que las
mujeres populares —como hemos expresado antes— se desenvolvieron
intensamente en el ámbito público, entendido éste no solamente como
las instituciones de la estructura política-económica-administrativa esta-
tal, sino también como el espacio donde se manifestaban las relaciones
sociales no privadas. Los mercados, plazas y calles formaban parte del es-
pacio público ya que las actividades que tenían lugar en esos lugares eran
públicas en un doble sentido; por un lado, el estar fuera de los espacios
domésticos condicionaba que las relaciones sociales que se establecían en
dichos sitios aunque eran de carácter rutinario, tenían una temporalidad
determinada por la duración de la actividad desplegada, y sus usuarios/as,
las personas, sólo se veían vinculados/as transitoriamente; por otro, la na-
turaleza de las acciones practicadas en esas localidades refería a procesos
más amplios y abstractos que los que tenían lugar en los espacios priva-
dos, familiares o domésticos, vale decir, implicaban procesos económicos
de intercambio, de comunicación social, etc.
Para finales del siglo XIX y comienzos del XX, se observan cambios
en las conductas de ciertas las mujeres pertenecientes a las elites, quienes
para esos momentos abordan la escena pública a través de obras de litera-
tura y de periodismo (Ver por ejemplo, Alcibíades, 2006).
Para entender los cambios que se producen en Venezuela en el período
de la guerra y la posguerra es conveniente analizar la distribución y com-
posición de la población. Tal como señala Cunill Grau (1987: 106 y sgts.),
durante el lapso histórico comprendido entre 1812 y 1821 se producen
profundas alteraciones en la distribución del poblamiento de Venezuela.

87
En dicho período existió una gran contracción del poblamiento, con cam-
bios estructurales en el sistema de asentamientos y fuertes desplazamientos
de población. Para el período de la posguerra, entre 1821 y 1830, el país se
encontraba devastado, empobrecido por la guerra, asediado por el cobro
de empréstitos foráneos y en una profunda crisis agrícola. No obstante, a
partir de 1830, comienza un leve proceso de recuperación del poblamiento,
en el cual las mujeres constituyeron elemento clave debido a su capacidad
reproductora. En tal sentido, el autor apunta que para 1823, las autorida-
des del momento comienzan a tratar de reducir la anarquía existente en la
creación de nuevos poblados por parte de la población desarraigada como
consecuencia de la guerra, controlando, a su vez, «…a la población femenina
libre, como manera de obstaculizar el poblamiento de los desarraigados» (1987: 119).
Es conocida en la literatura sobre la Independencia la presencia de las
llamadas «avanzadoras», grupos de mujeres populares que acompañaban
a las tropas en la lucha a los fines de ayudar a los soldados en sus nece-
sidades, como sucedió con Juana Ramírez y Cira Tremaria (Mago, 1995:
302). Este comportamiento es de clara tradición indígena, como se infiere
de las descripciones de Kirchhoff al referirse a los otomaco de la cuenca
del Orinoco, de las de Solano, quien alude a grupos orinoquenses como
los guaipunavi, parrene, manoa y otros, y las de Vespucio quien describe a
grupos costeros del occidente de Venezuela. Según Kirchhoff «Las mujeres
(otomaco) acompañaban a los hombres en las batallas, con el fin de recoger las flechas
de sus enemigos que habían errado sus marcas...» (1948: 442. Traducción nues-
tra). El mismo autor señala que los cumanagoto «…también iban a la guerra
con sus esposas, manejando arcos y flechas tan expertamente como los hombres…»
(1948: 486. Traducción nuestra). Solano, por su parte, reporta que entre
«…estas naciones (las mencionadas antes), era costumbre que las mujeres, por
parecer bien y útiles a sus maridos no sólo en la casa, más en espíritu de amor heroico,
los acompañaban a la guerra, especialmente las recién casadas y aún entraban en acción
llevándoles flechas y dardos y cuando los veían en aprieto se arrojaban con fuerza sobre
sus enemigos…» (citado por Oviedo y Baños, 1950: 32). Según Vespucio
(1962: 43), «Son tiradores certeros, que dan donde quieren, y en algunos lugares usan
estos arcos las mujeres…».
En las fuentes consultadas es común encontrar alusiones sobre la
participación femenina en la preparación de las armas empleadas en la
guerra. En tal sentido, Gumilla describe prolijamente cómo las mujeres
jirajara (del noroccidente) preparaban el curare, veneno que era untado a
las puntas de flechas (Gumilla, 1955: 303-305).

88
Como hemos visto, las actividades ligadas a la producción de mante-
nimiento de mujeres de las sociedades tribales no desaparecían durante
la guerra, pues aunque intervenían en ella directamente, en la lucha, se
ocupaban asimismo de la preparación de los venenos para las armas y
garantizaban la logística: los alimentos y las curas, entre otras actividades,
es decir, aún en las confrontaciones bélicas continuaron desempeñando
acciones de mantenimiento.
Las mujeres mantuanas (blancas, criollas descendientes de españoles
y generamente ricas), por su parte, conspiraron y participaron también
activamente en la Guerra de Independencia, lo cual hizo que muchas pa-
garan cárcel, tuvieran que migrar o murieran. Las mantuanas prestaron
innumerables servicios y contribuciones, ofreciendo donativos en joyas
y dinero, sirviendo de correos, de espías y, en ocasiones, participaron en
las batallas como fue el caso de las mujeres margariteñas quienes, ante
el asedio de Morillo, manejaron diestramente los cañones (Mago, 1995:
299). Aunque la historiografía venezolana no destaca de manera particular
la participación durante la Independencia de las mujeres populares, éstas
intervinieron también activamente, ya como avanzadoras u ofreciendo
sus hijos a la causa patriota. Es muy posible que en aquellos casos de las
mantuanas que participaron de manera más activa en la Guerra de Inde-
pendencia, la producción de mantenimiento en sus hogares quedase en
manos de las esclavas de origen africano o indígena.
Para mediados del siglo XIX ya Venezuela constituía «…un Estado sobe-
rano e independiente, abriéndose una nueva etapa en su poblamiento» (Cunill Grau,
1987: 977). El autor señala que para ese período, no obstante la anarquía
existente como producto de las Guerras de Federación, crece ligeramen-
te la población, aunque las enfermedades y el hambre, así como la ines-
tabilidad político administrativa previnieron un crecimiento significativo.
Es sólo con el ejercicio de la Presidencia de la República por parte de
Guzmán Blanco, entre 1870 y 1888, cuando Venezuela logra estabilidad
institucional y prosperidad económica (1987: 994). Cunill Grau apunta,
entre otros elementos, la existencia para finales del siglo XIX de varios
aspectos que nos parecen significativos para el tema que nos ocupa: pre-
sencia de emplazamientos industriales y artesanales en algunas ciudades:
«Es notoria la mayor concentración manufacturera en Caracas…, en donde en 1893
se reconocen 286 empresas manufactureras, destacando las de madera, calzados y
cueros, alimenticias, alfarerías… tabaquerías…» (1987: 1006), énfasis nuestro).
En relación a estas últimas, el autor ilustra una fotografía de los trabaja-

89
dores en una manufactura del tabaco donde la casi totalidad son mujeres
(1987: 1007). Asimismo, señala que en dichas empresas manufactureras
«…se reconocen antiguas artesanías convertidas en manufacturas…» (1987: 1006),
todas ellas dedicadas a la elaboración de textiles y cestería: sacos de fique,
fibras de cocuiza y cocuy, alpargatas, chinchorros, hamacas y cestas. Dado
que dichas manufacturas eran fundamentalmente de tradición indígena, y
que entre esos grupos las mujeres eran las encargadas de su fabricación,
es dable suponer que la mayoría de los/as trabajadores/as en esas em-
presas fuesen mujeres. Podemos presumir entonces que la participación
femenina en el ámbito público a finales del siglo XIX debe haber incidido
en las formas de socialización a nivel doméstico.
Como hemos señalado antes, el trabajo femenino en la producción
de mantenimiento en la colonia y en el posterior período republicano se
concentró fundamentalmente en el área de servicios. A manera de ilus-
tración sobre el papel de las trabajadoras domésticas en la producción de
mantenimiento durante el período republicano de finales del siglo XIX,
es interesante citar el libro autobiográfico de Tomás Ybarra (1941), quien
describe —para la Caracas de finales del siglo XIX— la importancia que
tenía en la vida cotidiana de su hogar la criada de su familia, llamada
Jessie Sullivan, de origen irlandés y proveniente de Londres. El autor la
denomina en su libro «nurse maid-of-all-work to take care of us», vale decir, la
persona que cuidaba a la familia y hacía o coordinaba todos los trabajos
de mantenimiento. Esta criada, por cierto analfabeta «…cuidaba cuatro
niños, además de mis padres, Nelita (la hermana mayor del autor) y a mí mis-
mo, incluyendo a mi hermana menor Leonor y mi hermano menor Alejandro Jr…»
(1941: 85, traducción nuestra). Según el autor, «Jessie coordinaba todo el perso-
nal nativo que realizaba las tareas domésticas», cuidando además del dinero de
ese personal; asimismo, apunta que esta «ama de llaves »… era responsable
de la salud, seguridad y educación de los niños, especialmente de las niñas» (1941:
88-89, 96 Traducción y subrayado nuestros). Señala Ybarra, igualmente,
que las relaciones entre las mantuanas de la familia Ybarra con Jessie, la
criada, además de con las otras empleadas «nativas», estaban impregnadas
con una actitud semifeudal de las primeras, quienes consideraban a los/
as miembros del personal doméstico «…una suerte de mezcla entre primos y
vasallos» (1941: 91. Traducción nuestra).
A pesar de que las descripciones de Ybarra aluden a una familia de ca-
rácter multiétnico y pluricultural (criolla, de origen mantuano —por parte
del padre— mezclada con estadounidense —por parte de la madre—),

90
reflejan de manera general las costumbres y las relaciones culturales entre
la clase social más favorecida económicamente de origen hispano y la
servidumbre femenina, proveniente de los estratos de menos recursos
económicos, de origen indígena y africano; ambas, no obstante de ser
portadoras de distintas tradiciones culturales, se fusionaban en la Caracas
republicana de finales del siglo XIX. Esta fusión de elementos cultura-
les se observa, claramente, en la dieta alimenticia cotidiana de la familia
Ybarra: «Tres o cuatro muchachas sirvientas repartían la carne de Venezuela, platos
de arroz y frijoles negros, platones de plátanos asados» (1941: 230, traducción
nuestra).
La reclusión de las mujeres al ámbito doméstico, ya fuesen amas de
casa de origen mantuano o trabajadoras domésticas de origen indígena
o negro-africano (espacio considerado según la ideología como el «pro-
piamente femenino»), era contestada por éstas de muchas maneras. En
este sentido, Ybarra describe cómo su abuela paterna, como garante de la
reproducción de las costumbres y normas morales familiares, establecía
las pautas de actuación para todas las mujeres de la familia, tanto al inter-
no del espacio doméstico como en el espacio público, aunque esas nor-
mas eran impugnadas por las Ybarra de diversas maneras: «Misia Merced
(abuela paterna del autor) estaba suscrita al periódico de la Iglesia de Caracas, La
Religión. Cuando ella ya había leído cada copia, se la pasaba a mis tías solteras…»,
mujeres que según Ybarra «…sólo habían conocido por muchos años soledad e
infelicidad». Cada una de ellas pensaba —y expresaba en su momento a su
madre— su disensión con respecto a las restricciones a las que habían
estado sometidas, especialmente contra los llamados «valores cristianos»
relacionados con el matrimonio: «Una institución ridícula», «No le veo que
tenga nada bueno», «No tiene sentido» «Absurda», eran las expresiones de una
de ellas (1941: 232. Traducción nuestra).
Las descripciones de Ybarra muestran la persistencia, para fines del
siglo, de los comportamientos culturales de las mujeres mantuanas en
relación a los espacios domésticos y públicos que relatan Bache y Porter
para la segunda y tercera décadas del siglo XIX. En tal sentido, el autor
señala que su tía Inés «adoraba andar en bata dentro de la casa», no obstante
que su «padre lo detestaba», «Pero cuando tía Inés se arreglaba à la Parisienne..
estaba regia…» (1941: 223. Traducción nuestra).
Entre los años 30 y los 40 del siglo XX persiste, aunque con importan-
tes, restricciones, la actuación de las mujeres de las elites en los espacios
públicos a través de la literatura (Sánchez, 2008).

91
Para la cuarta década del siglo XX, observamos que las formas de so-
cialización, muy similares a las de finales del XIX, introducen elementos
relativos a reivindicaciones políticas y sociales ya que las mujeres conti-
nuaban recluidas al ámbito doméstico, sin poder disfrutar de práctica-
mente ninguno de los derechos fundamentales. Lo anterior se infiere de
los materiales del movimiento feminista del momento, «Acción Femeni-
na», publicados en el órgano conocido como «Correo Cívico Femenino». Ese
movimiento se planteaba entre sus objetivos fundamentales de lucha: «1)
Mantener en alto las luchas pro sufragio en idénticas condiciones a como lo ejerciera
el hombre (las mujeres no podían votar). 2) Preparar la mujer en lo posible
para el ejercicio del derecho de sufragio limitado a lo municipal. 3) Lograr el mejo-
ramiento de las condiciones de vida de la mujer y el niño en el país en su sentido más
amplio.» (Pérez Guevara, 1976). Asimismo, los mensajes que transmitía
el «Correo Cívico», aunque en ocasiones reforzaban la naturalización del
ámbito privado como exclusivamente femenino: «Siempre el alma de la casa
ha sido la mujer, y lo será… Cuando la mujer falta, la casa está medio vacía». (Ade-
laida, 1945, 1:4), enfocaban también aspectos relativos a la educación de
los/as hijos/as: poemas sobre la maravilla de la maternidad (1945, 1(I):
6-7), consejos sobre medidas de salubridad para prevenir enfermedades
en los/as niños/as (1945, 1(I): 10, recetas de cocina, puericultura=recién
nacidos (1945, 3 (I): 11).
Muchos mensajes introducían elementos tendientes a propiciar la re-
flexión sobre el papel de las mujeres en los procesos de socialización y a
entender que existía una desigualdad basada en las diferencias de género
»…es sin duda en manos de la mujer, donde está la formación de ciudadanos conocedo-
res de sus derechos ante la Constitución, es esta misma mujer la única que puede formar
en las generaciones venideras una conciencia de patria, es esta mujer en fin, la que con
plena fé y todo corazón puede resolver a la par del hombre los problemas vitales del
país» (Hernández, 1945, 1: 9). También trataban de estimular formas de
conducta solidarias: «Mujer que sabes leer: Adquiere conocimientos de la cartilla
Laubach que tiene el M.E.N. (Ministerio de Educación Nacional), para ense-
ñar adultos analfabetas, y luego, enseña a leer a otra mujer u hombre venezolanos que
no sepan. Cumplirás un deber de patria, y darás la vista a un ciego porque un analfa-
beta es como un ciego. ¡Quítale la venda!» (1945, 1: 9). El «Correo Cívico Femenino»,
dirigido también a las mujeres de la provincia, trataba de impulsar en ellas
la vocación de lucha contra sus comportamientos de tradición centenaria
que propiciaban su propia exclusión de la vida pública y reforzaban su
dependencia de los hombres: «Es necesario, urgente que la mujer provinciana,

92
cuya vida está abonada por la tradición de preciosas virtudes hogareñas, eche por la
borda sin miedo, prejuicios y limitaciones, también tradicionales, fatalismo y sumisión
mal entendidas, falso concepto de la política y falta de inquietud por la cultura y su
poder libertador» (1945, 2: 4).

Algunos elementos sobre la cotidianidad de la producción de manteni-


miento entre las mujeres de origen africano en el período republicano
Según Alemán (S/F: 377), la Independencia no produjo un cambio signi-
ficativo en el estado legal ni en la posición económica de los/as antiguos
esclavos/as y apenas se les ofreció un número muy limitado de opor-
tunidades para satisfacer sus carencias. Pollak-Eltz (1991: 29), por su
parte, informa que la mayoría de los/as negros/as esclavos/as, luego de
la Independencia y de la abolición de la esclavitud, siguieron viviendo en
aquellas regiones donde se habían dado las plantaciones coloniales, espa-
cios donde encontraban trabajo como peones o donde tenían sus propios
sembradíos. Asimismo señala la autora que, para la segunda mitad del si-
glo XIX, las regiones donde radicaron principalmente fue en los pueblos
costaneros entre Falcón y Miranda, en los Valles del Tuy, en Barlovento,
en una parte del valle del río Yaracuy, al sur del lago de Maracaibo, en
algunos pueblos aislados de la costa oriental y en la península de Paria.
Para García (1990: 88-89), desde el mismo momento que se inició la
trata de esclavos, durante la colonia se dio lo que denomina un acelerado
proceso de deculturación debido a los controles a los que se vieron some-
tidos/as los/as esclavos/as africanos y sus descendientes, pues se controló
«...su modo de ser, desde su espiritualidad hasta el derecho al gesto…». A pesar de ello,
hoy día persisten elementos aislados de lo que fueron sistemas culturales
completos, que no pueden ser considerados propiamente africanos, sino
elaboraciones locales de tradiciones étnico-culturales diversas resemantiza-
das en el nuevo contexto americano, ya que —aparte de la influencia indíge-
na e hispana— hay que tomar en cuenta que los/as esclavos/as procedían
de muchas etnias diferentes del África Occidental y Central, con culturas
distintas y lenguas mutuamente incomprensibles (Pollak-Eltz, 1991: 10).
En tal sentido, Pollak-Eltz apunta que de aquellos sistemas sociocultura-
les sólo quedan actualmente palabras y algunas particularidades fonéticas
en el español hablado en Venezuela, así como expresiones de la música e
instrumentos musicales, formas sincréticas en el catolicismo popular, festi-
vidades, bailes y medicina popular. Agregaríamos nosotras dos elementos

93
—a nuestro juicio sumamente importantes— para entender nuestra he-
rencia africana: la existencia mayoritaria en la población —sobre todo la
popular— de fenotipos de claro origen africano, lo que ha enriquecido las
valoraciones negativas y el racismo hacia esos sectores por parte de la po-
blación criolla mestiza donde predominan los fenotipos europeos o mezcla
de europeo e indígena, y sobre todo de la población de origen europeo
producto de las migraciones ocurridas durante el siglo XX, especialmente
la de origen español e italiano. Otro elemento extremadamente significativo
es el que refiere a los papeles femeninos en la estructuración de las familias
matricéntricas que caracterizan —sobre todo— a los sectores populares
urbanos actuales.
Entre estos diversos elementos culturales de origen africano que per-
viven en Venezuela destacan, en lo que refiere a la socialización, las festi-
vidades religiosas. Éstas —como ha expresado Alemán (S/F)— constitu-
yeron en sus inicios maneras de evadir las formas de control de los amos a
través de la religión. Señala asimismo la investigadora que actualmente las
festividades —formas locales de religión popular— constituyen una de
las bases de integración social entre las comunidades de origen africano.
En dichas fiestas, los bailes, cantos, historias, oraciones, poesías y cuentos
sirven para preservar creencias, prácticas y tradiciones, al mismo tiempo
que son vehículos para el enriquecimiento cultural. Alemán apunta que la
educación familiar y social entre tales comunidades está orientada hacia el
fortalecimiento de la pertenencia y a propiciar procesos de identificación
entre los habitantes, siendo notorio el papel que juegan las tradiciones
orales, las cuales permiten generar una reflexión sobre el lugar de esas
comunidades en la sociedad nacional.
Especialmente relevante nos parecen los comentarios de Alemán acer-
ca de las fiestas de la comunidad de Chuao (costa norte-central del país),
sujeto de su investigación. Indica que la Fiesta de San Juan Bautista es
femenina, donde las mujeres actúan como guardianas de la tradición. Los
bailes de dichas fiestas constituyen espacios femeninos «…que giran alrede-
dor del amor y la sexualidad. Las mujeres revelan a los hombres sus deseos amorosos,
pero al mismo tiempo su independencia y control sobre el varón a través de ello». «Las
mujeres, en la vida de todos los días, parecieran ocupar una posición subordinada, que
se revierte durante las fiestas» (S/F: 390).
La autora menciona que los niños/as aprenden por imitación a bailar
en las fiestas, de manera que son socializados en la práctica de tradiciones
culturales que refuerzan su identidad cultural.

94
CAPÍTULO VIII

Las mujeres artesanas y la reproducción de la ideología tribal, de la etnicidad


y de la identidad étnica a través de la alfarería

El poder obtener cosechas agrícolas si bien significó, de manera general,


una continuación de las actividades femeninas dedicadas al procesamien-
to de los alimentos, supuso también un cambio fundamental en esas y en
todas las demás tareas que desempeñaban. La manufactura cotidiana de
los bienes necesarios para la reproducción de la vida social se vio inten-
sificada con la aparición de la agricultura, pues como sistema económico
permitió que se alargasen los ciclos de producción-consumo gracias que
fue posible generar excedentes alimenticios y, en consecuencia, acumular
y conservar los alimentos de manera de realizar un consumo diferido de
los mismos. Todo lo anterior hizo necesaria la elaboración de un instru-
mental más complejo del que poseían los/as cazadores/as-recolectores/
as para obtener y procesar los alimentos. La práctica de la agricultura
planteó la necesidad de confeccionar todo un sistema de útiles destina-
do a la conservación, cocción y consumo de los alimentos: ollas, tinajas,
platos, cuencos, vasos, jarras, etc. Es así como surgen, de forma definitiva,
las alfareras.
Las mujeres, dentro de los grupos tribales agrarios, fueron las arte-
sanas fundamentales, las encargadas de manufacturar, precisamente, no
sólo gran parte de los instrumentos de trabajo necesarios para obtener los
bienes naturales (los vegetales, los huevos, los condimentos), sino también
los utensilios para procesarlos y convertirlos en alimentos a ser consumi-
dos y almacenados (la «batería» de cocina). En ese sentido, la manufactura
de rallos para procesar la yuca amarga, de cestas llamadas manares para
cernir la harina de yuca, de sebucanes para exprimir la pulpa de los tubér-
culos, de bolsas y cestas para el acarreo de las raíces, de las semillas y los
esquejes para la siembra, de morteros, metates y manos para la molienda
de granos, semillas y núcleos de pigmentos y, en general, de los diferentes
productos cosechados, fueron manufacturados por las mujeres. Ellas re-
colectaban o ayudaban a recolectar las fibras y palmas empleadas en la ela-
boración de los techos de las viviendas, la cestería y el vestido; las taparas
(Crescencia cujete) y calabazas (Cucurbita pepo) para manufacturar recipientes
de variadas formas y tamaños usados en la conservación, almacenamiento
y consumo de los alimentos; las resinas para diferentes fines, como las

95
empleadas en la elaboración masculina de jabalinas y flechas usadas en la
caza y la pesca, las piedras para manufacturar idolillos y adornos varios,
así como manos y metates y las «topias» (sostenes de ollas) de los fogones
u hogares; la madera empleada en los distintos fuegos: el de los fogones
para la cocción de los alimentos, para mantener calientes las viviendas,
para moldear los materiales usados en las techumbres y en las armas; las
conchas de moluscos marinos o terrestres usadas en la alfarería como
antiplásticos, para elaborar anzuelos y arpones para la pesca, agujas para
coser vestidos, para hacer cucharas y recipientes, collares y otros adornos
corporales o para ser empleadas en la elaboración masculina de arcos, las
plumas de aves también para el adorno corporal y para las armas, etc. Sin
embargo, dentro de los utensilios elaborados por las mujeres, más co-
múnmente empleados, destacan los recipientes cerámicos que integraban
la batería de cocina y la vajilla.
El dominio de la alfarería por parte de las mujeres les permitió tam-
bién reproducir ideológicamente la sociedad, mediante la elaboración de
figurinas, idolillos y otras representaciones de deidades ligadas a la cosmo-
gonía.17 La decoración de los recipientes, por su parte, hizo posible que
17
En este sentido es necesario considerar las decoraciones. Las imágenes
hechas solamente por mujeres en la decoración de la alfarería eran el
vehículo que les permitía concretar sus ideas a través de símbolos,
especialmente las imágenes de animales totémicos en las artesanías,
imágenes que constituían —en el plano ideológico-religioso— formas
de expresión visual de los pobladores del mundo mítico de sus
cosmogonías, que eran los que podían potenciar lo que debía alcanzarse
en la vida terrenal cotidiana. El uso de esas artesanías decoradas de
esa manera en la vida cotidiana reflejaba la necesidad de mantener
abiertas en la vida diaria, las vías de comunicación con ese otro mundo
y obtener así los beneficios que esos seres proporcionaban. (Vargas,
1990, 2007b) Así mismo, como ya hemos señalado, constituían formas
de expresión de la identidad étnica cultural de las artesanas. Pero,
también, los recipientes cerámicos expresaban en su morfología, en sus
siluetas, en el logro de su impermeabilidad, en sus proporciones, en
sus armonías y en sus dimensiones tanto las singulares visiones —en
tanto que culturales—de las artesanas para cumplir a cabalidad con sus
funciones materiales en la transformación, consumo y almacenamiento
de los alimentos como a los imperativos técnicos necesarios (Vargas,
1990). Esto último es lo que ha llevado a Lumbreras a denotar «que la
vajilla cerámica es un régimen de formas que depende de un régimen
de funciones» (Lumbreras, 1983)
96
las mujeres no solamente embellecieran sus superficies, sino que —funda-
mentalmente— pudieran representar códigos simbólicos, es decir, aquellos
signos cargados de un significado que reforzaba la etnicidad y propiciaba
la identidad étnica. La alfarería constituyó un campo donde las artesanas
prehispánicas conjugaron distintos saberes: los referidos a su conocimiento
del medio ambiente, combinados con modelos estéticos y representaciones
ideológicas. En la manufactura de la cerámica, las artesanas manifestaron
sus conocimientos sobre elementos naturales, como son los diversos tipos
de arcillas, de antiplásticos y de pigmentos existentes en sus entornos. Do-
minaron un conocimiento especializado sobre los procesos físico químicos
que debían llevar a cabo a fin de lograr la transformación de una materia
plástica en otra dura, rígida e impermeable.
Para lograr los modelos estéticos, las alfareras manejaron determina-
das nociones sobre volúmenes, siluetas, simetrías, contornos, equilibrio y
colores, así como sobre las técnicas, plásticas o pictóricas, necesarias para
embellecer las superficies de los recipientes, incluyendo un variado re-
pertorio de instrumentos para realizarlas. Poseían bien internalizados los
códigos simbólicos, referentes de sus etnicidades, los cuales expresaron
a través de diseños integrados bien por elementos naturalistas, bien abs-
tractos o esquemáticos, ya que la decoración alfarera constituía un medio
de comunicación, una especie de lenguaje étnico que propiciaba en la
población formas de reconocimiento sobre la pertenencia a un deter-
minado grupo socio-étnico. Mediante ese lenguaje, las mujeres lograban
manifestar también, los elementos necesarios para reproducir simbólica-
mente tanto la estructura de sus sociedades, sus organizaciones sociales,
como los papeles que tenían asignados los/as agentes en la producción.
Adicionalmente, la decoración alfarera permitía que las mujeres pudieran
reproducir la ideología existente en sus sociedades y, de manera funda-
mental, las tendientes a garantizar la subordinación femenina.18

18
Es bueno tener presente que la reiterada y profusa ilustración de
imágenes femeninas a través de figurinas de ese sexo (sobre todo
las que muestran mujeres en estado de gestación) en las sociedades
tribales antiguas, sobre todo entre las tribales estratificadas, pudiera
denotar formas para superar en un plano mítico-religioso-cultural la
desvaloración de los aportes femeninos a la sociedad que se daban
en la vida real cotidiana, y lograr la ayuda de los dioses/as para un
reconocimiento a sus logros que trascendían la sola reproducción
biológica.

97
En Venezuela, la arqueología nos informa que hace unos 4000 años,
las mujeres de la denominada Tradición Camay, Edo. Lara, elaboraron
una alfarería integrada por vasijas de pequeño formato, constituida por
ollas, platos y escudillas destinadas al procesamiento y consumo de ali-
mentos por parte de pequeños grupos sociales, compuestos por pocos
individuos. En la elaboración de los códigos simbólicos, las artesanas de
Camay utilizaron pocos instrumentos: sus propias manos y buriles de ma-
dera, los cuales aplicaron sobre las superficies de las vasijas de manera
de representar líneas múltiples de impresiones, incluyendo las de dedos y
uñas, dispuestas todas ellas de manera horizontal (Sanoja, 2001). A pesar
de la poca complejidad del instrumental empleado, la alfarería Camay no
es simple; posee una alta calidad técnica, expresada en la regularidad en
las formas, dureza de la cerámica, compactación de la pasta, control de las
temperaturas de cocción, complejidad del deiseño decorativo, etc., mos-
trando —al mismo tiempo— un patrón decorativo de tradición milenaria,
a juzgar por las similitudes estilísticas que éste presenta con la cerámica
de sitios formativos tempranos suramericanos, sobre todo los de la costa
de Ecuador. La decoración de la cerámica de Camay fue concebida por
las artesanas como manera de duplicar la existente en la cestería: el tejido
cruzado en diagonal abierto, técnica empleada hoy día para la manufac-
tura de cestas flexibles, con forma de botellas. Lo anterior denota un do-
minio por parte de esas mujeres de dos tipos de materias primas: arcillas
y fibras orgánicas y, simultáneamente, refleja la internalización femenina
de su identidad étnica, expresada y reproducida mediante la elaboración
de distintas artesanías.
Más tarde, para una fecha estimada en 1850 a.p., las artesanas de la
denominada Tradición Cultural Tocuyano, la cual sucede históricamen-
te a la Tradición Camay en la región subandina venezolana, elaboraron
una hermosa alfarería de la cual se han recuperado urnas funerarias, así
como vasijas multípodas ceremoniales, ollas y escudillas para la vida co-
tidiana (Sanoja, 2001). El patrón decorativo de la cerámica de Tocuyano,
especialmente de la ceremonial, está compuesto por motivos abstractos
curvilíneos, pintados de negro o marrón sobre blanco, combinados con
motivos modelados naturalistas que representan serpientes. Dicho esti-
lo denota que las artesanas de esa tradición cultural poseían un amplio
dominio de los pigmentos y uno excelente de los volúmenes, así como
un conocimiento de los elementos faunísticos del entorno, y que por ese
medio reproducían la ideología que destacaba sus propias capacidades re-

98
productoras, especialmente los elementos conexos con ritos de fertilidad,
pues las serpientes eran consideradas, generalmente, diosas de las aguas,
las cuales —a su vez— son consideradas por los antropólogos/as como
diosas de la fertilidad: el agua como garante de la vida.
Las artesanas ceramistas, en general, representaron también su me-
dio ambiente, una manera de controlar simbólicamente los elementos del
entorno, sobre todo aquéllos, objetos de apropiación o los relacionados
directamente con ritos de fertilidad o con los animales totémicos (Delga-
do, 1989). Aunque éste constituye un elemento en general común a toda
la alfarería prehispánica de Venezuela, podemos mencionar, por ejemplo,
las representaciones de ranas, sapos o de serpientes, considerados por
los especialistas, con base a datos etnohistóricos y etnográficos, como
símbolos utilizados por estas poblaciones en ceremonias propiciatorias de
las lluvias. En tal sentido podemos citar a Caulín, quien al referirse a los
palenque del oriente de Venezuela, informa: «Otros tienen el sapo por Dios,
ó Señor de las aguas; y por eso son tan compasivos con ellos...» (1987, I: 152-153).
Destacan en las sociedades prehispánicas las elaboraciones artesanales
de ranas o sapos hechas por las mujeres de la Tradición Cultural Valencia
(1000-1500 a.p.), por las de la Tradición Boulevard, en el valle de Quíbor,
que incluyen también lagartijas (1800 a. p. Ver, por ejemplo, Boulton,
1978: 132; Vargas y otros/as, 1997:303), y por las de la Tradición Guada-
lupe (850-1500 a.p. Ver Boulton, 1978:135), estas últimas en el Edo. Lara.
En todos estos casos se observa la utilización de la rana como motivo
decorativo en la alfarería, así como en los adornos corporales, donde se
encuentra representada en cuentas de collares, o como figurinas; estas
últimas generalmente de sapos. Asimismo, son hoy día muy conocidos y
apreciados por su valor estético los cuencos con base anular y soportes,
decorados con figuras de serpientes, manufacturados por las artesanas
de la Tradición Tocuyano (1850 a.p. Ver Boulton, 1978: 144-145). En la
cerámica del llamado Tocuyano temprano (2230-40 a.p., Sanoja, 2001)
existe la representación de la serpiente como símbolo de la fertilidad y el
agua, mientras que en el llamado Tocuyano Tardío (1800-140 a.p., Sanoja,
2001), ésta es sustituida por la representación del águila arpía, posible-
mente un animal totémico.
Otras manifestaciones artesanales significativas de las representacio-
nes del entorno fueron las realizadas por las mujeres de los grupos triba-
les igualitarios que ocuparon la porción sur del lago de Maracaibo para
una fecha de 800 años a.p. (Delgado, 1989). Ranas, lagartos, tortugas,

99
babas (Caiman cocodrilus) y otros animales cobran vida en la alfarería del
sitio El Danto (800 a.p. Velásquez, 1974. Ver Sanoja y Vargas, 1999: 114),
mientras que en la proveniente de la región de Carache, estado Trujillo
(siglos XIII y XIV, Wagner, 1967), las ceramistas representaron la fauna
circundante; ejemplo de ello es la representación de un hermoso cachi-
camo (Dasypus novencinstus) que ha llegado hasta nosotros (Boulton, 1978:
198-199).
En el sitio Barrancas, Bajo Orinoco, hace 3000 años, las artesanas ela-
boraron una de las cerámicas más complejas y preciosas de las sociedades
de la Venezuela prehispánica (Sanoja, 1979). La alfarería de Barrancas
constituye un caso singular para Venezuela en lo que refiere a cómo las
mujeres lograron expresar por ese medio la ideología de su sociedad y
una de las cosmogonías más complejas conocidas hasta el presente. En
la cerámica barranqueña (pesada, integrada por ollas de gran formato y
gruesas paredes, destinadas tanto al almacenamiento del agua como de la
chicha, bebida que era ingerida por la comunidad en ceremonias colec-
tivas, así como también ollas, platos, escudillas, boles, cuencos, jarras y
budares utilizados para preparar y consumir los alimentos), las artesanas
lograron manifestar —a través de la decoración— la visión del mundo
que poseía su sociedad, la cual expresaba una armonía entre lo humano
y lo mítico, un mundo que se desenvolvía entre la materia y el espíritu.
Con un equilibrado manejo de los volúmenes, y con el empleo de téc-
nicas como el modelado y la incisión, crearon recipientes cerámicos que
pueden ser considerados cuasi esculturas.
El patrón decorativo de la cerámica barranqueña está integrado por
motivos que se entrecruzan unos con otros, figuras mitad humanas mitad
animales en donde la cara de una es la parte posterior o superior de la
cabeza de otra, representando el alter ego, enlazadas mediante protube-
rancias, puntos y líneas incisas curvas que ilustran miembros humanos y
garras de animales, en ocasiones pintadas de rojo y/o negro. Ese patrón
expresaba la concepción de la sociedad de Barrancas sobre la unidad en-
tre el mundo social y el mundo mítico, entre la cotidianidad social y la
excepcionalidad del mundo cosmogónico a través de la representación de
los animales totémicos, figuras ilustradas en recipientes de uso culinario,
demostrando la existencia de una religiosidad diaria, ya que tales vasijas
fueron localizadas en contextos domésticos (Sanoja y Vargas, 1999b).
La utilización de la alfarería para representar tanto la organización so-
cial como los papeles sociales de ambos géneros se ve atestiguada en la

100
elaboración de los budares, instrumento de trabajo muy importante en
una sociedad como la barranqueña cuya economía era fundamentalmente
vegecultora, vale decir, basada en el cultivo de plantas vegetativas como
la yuca. Se observa la representación en los budares de imágenes en parte
humanos (hombres) y en parte animales (jaguar u otro felino), muy natu-
ralistas, elaboradas en un bajo relieve logrado con base a una extraordi-
naria combinación de líneas curvas incisas, excisas, botones modelados y
puntos, asociados con los colores rojo y negro empleados para destacar
zonas específicas o como relleno de las incisiones. Tales budares parecen
haber estado destinados a la elaboración de tortas de casabe a ser consu-
midas ritualmente por individuos masculinos considerados importantes,
como shamanes o caciques (Sanoja y Vargas, 1999a). Igual parece haber
ocurrido entre los taínos dominicanos, quienes estaban estructurados de
manera jerárquica, a juzgar por los datos arqueológicos publicados (Ve-
loz, 1972).
Una de las alfarerías que denota un gran conocimiento técnico de las
artesanas y que presenta también un patrón decorativo extremadamente
complejo es la que realizaron las mujeres de la Tradición Cultural Saladero
Costera (2000-800 a.p.). La cerámica recuperada en las investigaciones ar-
queológicas realizadas en los sitios Cuartel, Puerto Santo y Playa Grande,
área de Carúpano y Río Caribe, Edo. Sucre (Vargas, 1978, 1979, 1983)
muestra que para lograr realizar esta alfarería las mujeres tuvieron que
manejar un complejo conocimiento del medio ambiente natural de un
territorio bastante extenso. Los estudios realizados permiten afirmar que
las minas de los pigmentos empleados en la decoración de la alfarería se
encontraban en la península de Araya, distante unos 100 kilómetros de
los sitios de habitación ubicados en la península de Paria. Es muy posible
que las artesanas tuviesen que realizar viajes periódicos —posiblemente
navegando siguiendo la línea costera— para su recolección.
La decoración de esta alfarería es de un extraordinario valor estético
donde se mezclan elementos esquemáticos, logrados a partir de la utili-
zación de pigmentos minerales rojos y blancos, combinados con grandes
adornos biomorfos y zoomorfos modelados incisos, algunos muy figu-
rativos. La técnica pictórica empleada se conoce como pintura negati-
va-positiva, usada para elaborar paneles con formas geométricas como
trapecios, rectángulos, óvalos, conos unidos por el vértice, etc., pintados
totalmente de rojo y circundados por líneas blancas de las cuales, en
ocasiones, se desprenden espirales y ganchos grabados o dejados en

101
negativo, para destacar el color naranja de la superficie sin pintar, que
crean una ilusión de profundidad. Los adornos modelados representan la
fauna local, sobre todo aves como loros y tucanes, y pequeños mamíferos
y quelonios (Vargas, 1979, Lam. 20, 24, 30; GAN, figs. 12, 13), así como
elementos biomorfos, mitad humanos, mitad animales.
La alfarería de esta tradición cultural, la cual se inicia —en términos
históricos— entre los grupos tribales vegecultores igualitarios que ocupa-
ban para comienzos de la era cristiana el Medio Orinoco (sitios La Gruta
y Ronquín; Vargas, 1981), parece ser testigo de la producción artesanal de
mujeres arawakas. Estas poblaciones, a juzgar por los datos arqueológi-
cos, migraron de tierra firme hacia las Pequeñas y las Grandes Antillas,
Puerto Rico y la porción oriental de República Dominicana. La interna-
lización de los códigos simbólicos referentes de la etnicidad por parte de
las artesanas saladoreñas parece haber sido tal que, a pesar de la distancia
temporal y geográfica, los duplicaron en los espacios insulares.
En el caso venezolano, donde podemos inferir más claramente a partir
de la alfarería la que pudiera ser una ideología de la dominación masculi-
na, es entre las producciones artesanales de sociedades tribales jerárquicas
y ello ocurrió porque los/as artesanos/as adquieren en los cacicazgos
una connotación fundamental, ya que realizaban un trabajo especializa-
do. Su producción se vio destinada, a partir de ese momento, a justifi-
car el sistema social desigual y, en consecuencia, era usada para expresar
las diferencias sociales de manera de consolidar las relaciones de poder
que se establecían para la apropiación diferencial de los excedentes de la
producción. Las artesanías pasaron a ser, en estas sociedades, referentes
simbólicos de una ideología que legitimaba el poder de los estamentos do-
minantes, permitiendo su reproducción, convirtiéndose, gracias a la utili-
zación de materias primas alóctonas o exóticas, en símbolos de prestigio a
ser usados por las élites. Como bien señala Helms, «El éxito de las sociedades
de rango (cacicales) depende fuertemente de la habilidad de la élite, y especialmente
de los jefes, para generar y sostener la creencia de que ellos controlan todas las facetas
de la vida, incluyendo la gente, los recursos naturales y lo sobrenatural.» (1979: 70.
Traducción nuestra). Para convencer a las mayorías de que eran capaces
de controlar la vida social toda, las élites gobernantes necesitaron de una
ideología que las legitimara. De allí la necesidad de destacarse mediante
el uso de elementos culturales que simbolizaban esas capacidades únicas.
Es muy probable que las mujeres pertenecientes a los linajes dominan-
tes ocuparan también posiciones jerárquicas y, en consecuencia, gozaran

102
de algunos de los beneficios que poseía el resto de los miembros de la
élite. En tal sentido, Helms reporta reiteradamente la significación que
tenían las mujeres de los linajes dominantes en los cacicazgos paname-
ños, y su importancia a efectos de las líneas de sucesión (1979: 20 y sgts.).
No es imposible, entonces, que las mujeres, sobre todo las del común,
hayan estado implicadas en la abundante producción de bienes artesa-
nales, relativamente masificada y estandardizada que caracteriza a estas
sociedades. Sus tareas deben haber incluido —además de la producción
alfarera— la elaboración de textiles, sobre todo la manufactura de mantas,
hamacas y chinchorros, esteras y cestos, la confección del conjunto de
adornos corporales hechos en piedra, resinas, cerámica, semillas o con-
chas de moluscos marinos para fines rituales, la producción de sartas de
cuentas empleadas como mortajas, la manufactura de la cerámica ritual y
doméstica, etc.
La abundancia de los materiales recuperados en los contextos arqueoló-
gicos provenientes del trabajo en la producción artesanal, sugiere que había
un tiempo de dedicación mayor por parte de los/as artesanos/as en la ela-
boración de los objetos que eran utilizados por las élites en la vida diaria y
para fines rituales. Dicha especialización era posible gracias a la producción
excedentaria de bienes primarios (Vargas y otros/as, 1997; Vargas, 1989),
hecho que permitía mantener a los/as especialistas. En tal sentido, las inves-
tigaciones arqueológicas realizadas en cementerios localizados en el valle de
Quíbor, del río Turbio, estado Lara, y en el área de Carora, cercana al piede-
monte del estado Trujillo (Gil, 2003; Vargas y otros/as, 1997; Sanoja y Var-
gas, 1987; Toledo y Molina, 1987), fechados entre inicios de la era cristiana y
1700 a.p., han permitido recuperar una alfarería producida por las mujeres
exclusivamente para el culto a los muertos, producto del trabajo artesanal
especializado o semi-especializado (Toledo, 1995). Esta producción alfarera
no era —al parecer— para el intercambio sino para el consumo interno,
sobre todo para la redistribución y para el culto.
Especial mención debemos hacer sobre el empleo por parte de gru-
pos cacicales venezolanos de las conchas de moluscos marinos para la
elaboración artesanal de adornos corporales, tanto para uso diario como
—fundamentalmente— para fines rituales. 19 Las conchas marinas, obte-

19
La producción de adornos y utensilios elaborados a partir de las conchas
de moluscos y gasterópodos en la Venezuela prehispánica ha recibido
por parte de los/as especialistas la denominación de «industria». Tal
es la abundancia, variedad y calidad estética y técnica lograda en
103
nidas en el litoral occidental y central venezolano por grupos de indivi-
duos que habitaban en aldeas ubicadas entre el interior y la costa, que se
encargaban de su recolecta y distribución, llegaban a tierra adentro donde
estaban localizadas las aldeas centrales de los cacicazgos, gracias a la exis-
tencia de un sistema de redes de intercambio de bienes, redes integradas
por aldeas subordinadas y/o amistosas (Vargas, 1990; Vargas y otros/as,
1997). Es posible inferir, a partir de los datos arqueológicos, que los ca-
cicazgos tempranos de Lara dependían de una cadena de aldeas ubicadas
entre el litoral de los estados Yaracuy, Falcón y Zulia que conectaba la cos-
ta con el interior del Edo. Lara y el piedemonte del Edo. Trujillo, para el
occidente del país, y para la zona central donde se ha ubicado el cacicazgo
Valencia, entre la línea costera de los Edos. Aragua, Carabobo, Región
Capital y Yaracuy que unía a los grupos que habitaban las aldeas centrales
ubicadas en los alrededores del lago de Valencia con la región litoral. Asi-
mismo, los datos arqueológicos reportan la existencia de pequeñas aldeas
o de campamentos estacionales en el área insular de Los Roques pertene-
cientes al cacicazgo Valencia, los cuales estaban incorporados a las redes
de intercambio y dónde se han localizado extensas concentraciones de
materia prima (por ejemplo de conchas de Strombus de varias especies, el
conocido «botuto». Vargas y otros/as, 1997; Vargas, 1990).
La existencia de estas redes debe haber estado basada en la presencia
en la (s) aldea (s) centrales de una producción excedentaria de ciertos bie-
nes, tal vez granos, textiles, sal, ciertas materias primas, carnes y pescados
ahumados, entre otros. Es muy posible que la producción de tales bienes
estuviese destinada para el consumo interno, y que el sobrante fuese em-
pleado para intercambiar.
A juzgar por los datos arqueológicos y etnohistóricos es muy posi-
ble que las que hemos denominado dentro de estas redes como «aldeas
amistosas», fuesen el producto de las escisiones que se producían a partir
de la (s) aldea (s) central (es), con la (s) cual (es) mantenían relaciones
que se veían fortalecidas por los nexos étnicos existentes, garantizados,
mantenidos y fortalecidos a través de uniones endogámicas entre miem-
bros pertenecientes a la misma tribu, mientras que las que nominamos
como «aldeas subordinadas», correspondieran a grupos bien cazadores
recolectores, bien de tribus diferentes, sometidas a cada cacicazgo, ambas

la manufactura de esta artesanía que bien puede ser equiparada a la


obtenida entre los artesanos/as de Colombia, Panamá y Costa Rica
con base al oro o el jade.
104
destinadas a suplirlo —gracias al sometimiento— con materias primas y
bienes —sobre todo naturales— de naturaleza distinta a los que se encon-
traban en los territorios centrales. Es muy posible también que con algu-
nas de estas aldeas subordinadas, se establecieran uniones preferenciales
con el fin de propiciar alianzas. Estas redes eran mantenidas, entonces,
gracias al manejo de las uniones matrimoniales, lo cual convertía a las
mujeres en parte importante de los circuitos de intercambio.
Las conchas marinas parecen haber constituido entre los cacicazgos
venezolanos un recurso exótico, pues como bien señala Helms, «Los recur-
sos son reconocidos como exóticos si no son requeridos para la subsistencia básica o las
necesidades domésticas y si no están disponibles en grandes cantidades, si son recibidos
de fuentes geográficas distantes y/o si requieren de capacidades artesanales excepcio-
nales para su producción» (1979: 75. Traducción nuestra).20 Conchas marinas
de escafópodos, así como del género Oliva y ejemplares de Olivelas, del gé-
nero Strombus, pugilis y gigas, valvas de Donax sp., especímenes de Charonia
variegata y valvas de madreperlas, constituyeron el repertorio de moluscos
más comúnmente utilizado en la manufactura de adornos corporales: co-
llares, tobilleras, pectorales, aretes, muñequeras, orejeras, narigueras, cubre
sexos, tapa-ojos para los cráneos, etc. Se emplearon asimismo, ejemplares
de conchas de gasterópodos terrestres, de los géneros Melongena y Pomacea,
para elaborar cubre-sexos. Largas sartas de cuentas hechas a partir de las
conchas de moluscos marinos fueron confeccionadas y usadas, a juzgar
por los datos arqueológicos, como mortajas para enterrar los cadáveres
de niños/as de los linajes dominantes (Vargas y otros/as, 1997; Vargas y
Sanoja, 1999; Toledo y Molina, 1987).

20
El estudio micrométrico que realizáramos sobre las técnicas
empleadas en la elaboración de collares, pulseras, tobilleras, cubre-
sexos y demás adornos corporales elaborados a partir de conchas
de moluscos y gasterópodos por parte de artesanos/as en el valle
de Quibor (Vargas y otros/as, 1997) demuestra que —a pesar de lo
aparentemente rudimentario que pudo ser el equipo utilizado—se
lograron perforaciones milimétricas estandardizadas, que en ocasiones,
sobre todo cuando se trabajó con ciertas especies muy pequeñas y muy
delgadas, permitió obtener perforaciones con dimensiones de micras.
La estardadización en las medidas, la homogeneidad del equilibrio
obtenido —sobre todo en cubre-sexos y en pectorales, el grado de
pulimiento y demás detalles técnicos es equiparable al que se logra
cuando se usan instrumentos con puntas de diamante o rayos laser.
105
Los datos etnohistóricos informan, asimismo, sobre la presencia en-
tre las poblaciones indígenas de sartas similares, denominadas quiteros o
quiripas, usadas como unidades de intercambio. Esas sartas de cuentas
parecen haber circulado, para el momento de la invasión europea, entre to-
dos los grupos del occidente de Venezuela e incluso entre los de la región
de los llanos y de la cuenca del Orinoco (Vargas, 1990; Vargas y otros/as,
1997), como se infiere de los datos etnohistóricos recopilados por Salas:
«…antes de la conquista y en los primeros tiempos de ella circulaba la quiripa entre
muchas tribus de Venezuela y Colombia y la fabricaban otras tribus además de la
achagua, después de la conquista, ó modernamente, las sartas de quiripa las usan más
bien para adornarse los indios…» (1908: 193). Según Gilij, la elaboración de los
quiteros empleados como unidades de intercambio era una actividad mas-
culina entre los otomaco: «También preparan los otomacos la kiripa: la cáscara del
caracol memu es partida en piezas menudas redondas agujereadas por el centro» (1965,
II: 262). Los quiteros eran muy importantes entre los grupos cacicales de
los llanos altos occidentales, como los achagua a juzgar por la información
que nos ofrece Carvajal, quien relata cómo, para el momento de la con-
quista, indígenas achagua ofrecieron quiteros a los europeos en señal de
buena voluntad: «Volvieron pues los indios, y de parte de su cacique y capitanes le
ofrecieron a los nuestros los presentes de su uso, que si de valor poco entre nosotros, entre
ellos son estimables y de aprecio mucho, cuales son quiteros ensartados y redondeados con
menuditos frutos cada sarta, a manera de abalorios y otras cuentecitas, componiendo las
de su gala y sacándolas muy cortadas como horadadas perlas de marítimos caracoles y
con los que celebran sus rescates unos con otros…» (1956: 162-163).
Gasson reporta, asimismo, que las quiripas circulaban a través de re-
des de intercambio que conectaban regiones distantes como los llanos
orientales de Colombia, Trinidad y las Guayanas (2000: 584), y ratifica
con información arqueológica los datos ofrecidos por Gilij en el sentido
de que la manufactura de la quiripa constituía una actividad masculina
(2000: 589).
Los adornos en concha, así como los realizados en cerámica, serpenti-
nita, jadeíta y ámbar parecen haber sido pues objetos de prestigio, usados
en las ceremonias dedicadas a un culto a los muertos como ofrendas a los
enterramientos de individuos, adultos y jóvenes, pero sobre todo niños/as,
al parecer pertenecientes todos a los linajes dominantes. También parecen
haber sido empleados como gala en la vida diaria por los miembros de di-
chos linajes, sobre todo por los jefes o caciques (Vargas y otros/as, 1997),
aunque es muy posible que la población del común usase algunos de ellos.

106
A juzgar por los datos etnohistóricos sobre los objetos hechos a partir
de materiales alóctonos o exóticos, fundamentalmente los elaborados con
conchas marinas y terrestres, y con piedras semi preciosas, parece haber
existido una división sexual del trabajo entre los y las artesanas de los
cacicazgos. Si como parece haber sido el caso, los adornos eran elabora-
dos por las mujeres, ello parece implicar que éstas eran las encargadas de
la reproducción de la ideología que sustentaba la estructura asimétrica,
mientras que, si las unidades de intercambio fueron hechas y distribuidas
por los hombres, señalaría que ellos estaban a cargo de las «relaciones
públicas» del cacicazgo. Este comportamiento refuerza nuestra tesis so-
bre el origen de la ideología patriarcal en las sociedades estratificadas que
implicaba una separación de los ámbitos de actuación de los géneros:
reproducción de la ideología=espacio privado=femenino, «comercio»=
espacio público-político= masculino.
Ofrendas mortuorias hechas en cerámica, objetos en concha, jadeíta,
ámbar y serpentinita, así como —eventualmente— en hueso, también
aparecen abundantemente en los sitios de cacicazgos como el de Valencia
(1000-1500 a.p.) y los andinos (siglos XI-XIV) (Kidder II, 1944; Bennett,
1937; Vargas y otros/as, 1997; Vargas,1988). A pesar de contar con poca
información en ese sentido, es dable suponer que en tales cacicazgos hu-
biesen operado procesos similares a los que se dieron entre los cacicazgos
tempranos que se manifestaron en la región larense (Gil, 2003).
La presencia sistemática de objetos hechos en ámbar en los sitios de
los cacicazgos tempranos larenses sugiere dos posibles fuentes de esta
materia prima: ciertas vetas presentes en la región montañosa del estado
Falcón y las abundantes minas de la isla de La Española. Es posible en-
contrar ejemplares de adornos en concha que duplican en estilo y elabo-
ración a los de las tierras interiores de las Antillas Menores y en Puerto
Rico, e incluso, en Cuba (Moure y Croes, 2005), lo cual refuerza la idea
de contactos para el intercambio entre los cacicazgos de tierra firme y los
insulares.
Como hemos venido exponiendo, las redes cacicales de intercambio
estaban integradas por aldeas centrales, aldeas periféricas y aldeas distan-
tes. En los dos primeros casos, es posible inferir conexiones estilísticas
en la alfarería que sugieren la presencia de mujeres artesanas pertene-
cientes a un mismo stock lingüístico y étnico. No está claro en los datos
arqueológicos publicados, no obstante, si las aldeas distantes, de otros o
del mismo cacicazgo, mantenían con las aldeas centrales de Valencia otro

107
tipo de relaciones distintas a las de intercambio. Sin embargo, dado que el
Cacicazgo Valencia ha sido relacionado con grupos del stock lingüístico
caribe, mientras que los cacicazgos orientales, de tierra firme y los anti-
llanos, han sido considerados de filiación lingüística arawaca, la presencia
de estilos decorativos cerámicos que reflejan una hibridación sugiere la
existencia de un mestizaje caribe-arawaco que solo pudo tener lugar a
través de las uniones entre mujeres y hombres de uno y otro stock lingüís-
tico. En tal sentido, aunque la literatura consultada reporta la presencia
reiterada de raptos de mujeres arawakas por parte de los caribes en los
raids que éstos —se dice— realizaban en las costas litorales de tierra firme
y en las islas antillanas, la existencia constante durante centurias de estos
estilos decorativos híbridos sugiere que las formas de unión no deben
haber dependido solamente de elementos azarosos ni coyunturales, como
pueden haber sido los raptos, implicando con ello la presencia de ciertas
formas institucionalizadas y consensuadas de unión entre miembros de
ambos stocks lingüísticos.
Entre las sociedades cacicales eran comunes las representaciones ar-
tesanales de la figura humana, destacando en ese sentido las elaboradas
por mujeres alfareras de la Tradición Cultural Valencia (1000-1500 a.p.) y
las de las artesanas de los grupos cacicales que ocuparon la región andina
(siglos XI al XIV). Es de señalar que en la región de Valencia aparece una
gran profusión y variedad de figuras humanas, casi todas del sexo feme-
nino y algunas de ellas en estado de gestación, aludiendo a la capacidad
reproductora de las mujeres (Ver por ejemplo, Boulton, 1978: 231).
Aunque existe un debate sobre las posibles interpretaciones de estas
figurinas (v.g. Frankel, 1997; McDermott, 1996; Cook, 1996, Gordones y
Meneses, 2001), algunas autoras señalan que poseían un mensaje subya-
cente que implicaba cuál era la trayectoria que se esperaba siguieran las
mujeres para poder ser consideradas miembros plenos de la sociedad:
matrimonio, embarazo, parto y maternidad (Bolger, 1997). Las ideas de
McDermott en este sentido son intrigantes y sugestivas, por decir lo me-
nos. El autor intenta demostrar mediante la comparación de fotografías
actuales de mujeres en estado de gestación tomadas desde un ángulo sólo
posible de lograr desde su propia visual, cómo existe una corresponden-
cia exacta con las figurinas femeninas del Paleolítico Superior europeo.
Concluye que éstas constituyeron en realidad autorretratos y propone
que, como tales, constituyeron manifestaciones artísticas creadas de «...
la información visual derivada del punto de vista físico del ‘ser’. «Su existencia (la de

108
las figurinas), continúa el autor, significó un avance en el auto control consciente
de las mujeres sobre las condiciones materiales de sus vidas reproductivas.» (1996:
227. Traducción nuestra). Más adelante señala: «…si las imágenes de la figura
humana fueron creadas y diseminadas por mujeres, es también posible que las escultu-
ras auriñacienses de animales, con similares materiales y técnicas, fuesen creadas por
mujeres… (por lo que ellas) deberían ser acreditadas por la introducción de esta
importante actividad cultural» (McDermott, 1996: 248. Traducción nuestra).
Cook, por su parte, está de acuerdo con McDermott cuando éste se
niega a concebir las figurinas femeninas como símbolos de conceptos
amplios, no personales tales como fertilidad y maternidad y que, en con-
secuencia, fueron producidas para ajustarse a convenciones estandardiza-
das (Cook, 1996: 250).
Gordones y Meneses se oponen a las ideas de Bolger cuando señalan
que esas representaciones humanas han sido interpretadas erróneamente
dentro del discurso ideológico tradicional, al asociarlas a cultos de la ferti-
lidad y al papel de la madre reproductora, ideología que —apuntan— «…
pretende estandardizar y dirigir la participación de la mujer en la sociedad hacia la
reproducción y cuidado de la especie…» (2001: 99).
Podemos concluir transitoriamente en relación a este debate que sean
las figurinas femeninas autorretratos como propone McDermott o refe-
rentes ideológicos para la naturalización de los papeles sociales que se es-
pera jueguen las mujeres en la reproducción social como señalan Meneses
y Gordones, constituyeron elementos de intermediación entre el mundo
real y el imaginario, con distintos contenidos simbólicos.
En la zona andina venezolana, las artesanas representaron también de
manera profusa la figura humana, en clara alusión al papel de los géneros
en el mantenimiento y reproducción de la estructura social asimétrica,
fundamentalmente a través de imágenes de hombres, de pié o sentados
sobre duhos (taburetes), que han sido interpretados como ilustrativos de
shamanes en actitud oferente (Delgado, 1989. Ver por ejemplo, Boulton,
1978: 155, 156 y 159). Las figuras masculinas están decoradas, muchas
de ellas, con pinturas que sugieren la presencia del vestido. Las repre-
sentaciones de mujeres a través de figurinas, ya sea de pié o sentadas, se
presentan decoradas igualmente con pintura roja y negra sobre un fondo
blanco. En ambos casos, los pigmentos fueron empleados —al parecer—
para mostrar el vestido y los adornos corporales y para resaltar las defor-
maciones intencionales.

109
Según Gordones y Meneses, las representaciones andinas, tanto las
masculinas como las femeninas presentan características muy similares:
posiciones, adornos, peinados, vestidos por lo que, señalan, constituye
un error asociar las masculinas con shamanes (élite) y las femeninas con
el papel de la mujer en la reproducción (2001: 104) ya que ello tiende a
fortalecer la separación de los ámbitos de actuación de los géneros que ha
acuñado la ideología patriarcal. En realidad, dicen, la similitud en los ras-
gos que poseen las figurinas de ambos sexos podría sugerir la realización
de actividades y papeles comunes por ambos géneros (2001: 102).
Si las interpretaciones de Gordones y Meneses son correctas, ello su-
giere que no se dio la división sexual del trabajo dentro de la sociedad
tribal agro-pecuaria, manifestada en este caso por la aparición de los arte-
sanos/as. Como ya hemos señalado, planteamos por el contrario que en la
sociedad tribal aparece la división sexual de trabajo y que la cerámica era
producida por las mujeres en la fase igualitaria de esa formación social,
condición que persiste en la actualidad entre las sociedades tribales cono-
cidas etnográficamente. Asimismo asentamos que en su fase estratificada
se complejiza esa división hasta dar lugar a la división social del trabajo.
Las poblaciones que habitaron entre los siglos XI y XII la zona al-
toandina del Edo. Mérida, y las del área Carache en el Edo. Trujillo (siglos
XIII y XIV; Wagner, 1988), utilizaron la arcilla, la piedra, el hueso y las
conchas de moluscos para elaborar figurinas antropomorfas empleadas, al
parecer, en ritos y ceremonias (Ver por ejemplo, Boulton, 1978: 204-205,
192, 193 y 194).
Las representaciones de la figura humana entre estas poblaciones per-
mitían el fortalecimiento de la estructura social, al enfatizar, a través de su
uso en distintas ceremonias, el poder que tenían los shamanes (hombres)
quienes, según la ideología, eran los únicos capaces de comunicarse con
los/as dioses/as; señalaban asimismo, tanto el papel reproductor de las mu-
jeres toda vez que muchas son de mujeres en estado de gestación, como
la posición que ocupaban en la estructura social: las que pertenecían a los
linajes dominantes y las del común. En efecto, es posible inferir de la mo-
rofología dos tipos de figurinas femeninas: aquellas que no muestran repre-
sentación del vestido, con acabados toscos y sin deformaciones artificiales y
las que sí presentaban vestidos, deformaciones y adornos; estos dos rasgos
permiten reconocer la adscripción de las mujeres representadas a los linajes
dominantes, ya que las deformaciones estaban reservadas, precisamente,
a sus miembros. Aunque las pinturas corporales, tanto femeninas como

110
masculinas eran usadas por casi todos los grupos sociales de la Venezuela
pre contacto, parece haber existido en las sociedades cacicales andinas un
particular diseño, incluyendo trazados y colores, en combinación con de-
formaciones corporales en miembros y cabezas, entre los individuos de los
linajes dominantes de los cacicazgos, ya fuesen hombres o mujeres, rasgos
que también están presentes en las figurinas del cacicazgo Valencia (Kidder
II, 1944; Vargas, 1988; Vargas y otros/as, 1997).
Es muy posible que las descripciones de Metraux y Kirchhoff sobre
el vestido de las timote y las mucuchíe, así como de los adornos descri-
tos para los hombres, correspondan con las prendas usadas por individuos
importantes dentro de la estructura social de esas poblaciones. Según los
autores, las timote se vestían con una túnica de algodón recogida en la cin-
tura y sujeta sobre el hombro izquierdo con un alfiler de madera o de oro,
mientras que las mucuchíe llevaban un vestido compuesto por dos mantas,
una blanca y otra de colores, una sobre otra. La superior la sostenían con
un alfiler. Los hombres usaban pectorales de concha y pintaban sus cuerpos
de rojo y negro. Ambos sexos usaban collares con cuentas verdes (jadeíta)
y de concha (1948: 358). El uso de estos materiales alóctonos en el arreglo
corporal de individuos de grupos de la zona altoandina, así como el empleo
de adornos hechos en oro, posiblemente obtenidos a partir del intercambio
con grupos de la vecina Colombia, sugiere que se trataba de miembros del
o de los linajes dominantes en la estructura jerárquica.
La representación de la figura humana en cerámica parece haber sido
un rasgo común a las poblaciones cacicales del área del Caribe. En tal
sentido, Veloz informa sobre la abundante presencia de figurinas y va-
sos efigies antropomorfos en el llamado Estilo Boca Chica de República
Dominicana (1972: 133 y sgts.), en donde destacan las figuras femeninas
perni-abiertas, en clara referencia a la capacidad de procrear de las muje-
res (1972: 132).

Las mujeres artesanas y la reproducción de la ideología tribal, de la


etnicidad y de la identidad étnica a través de la cestería y los textiles
El trabajo artesanal femenino prehispánico no se limitó a la elaboración
de la cerámica, fuese destinada a fines culinarios o religiosos. Un renglón
extremadamente importante fueron los textiles. La producción femenina
de cestería y textiles fue fundamental para que se diese tanto la produc-
ción de la vida material como la vida social misma ya que permitieron la
producción de gran parte del mobiliario doméstico, tales como hamacas

111
y chinchorros, de telas para vestir faldellines o guayucos y mantas, adornos
corporales, cintas y bandas para realizar las deformaciones; fueron funda-
mentales para la producción de útiles para el transporte y acarreo, para la
elaboración de las viviendas, etc.
La manufactura de cestería y de textiles por parte de las mujeres pa-
rece haber existido desde la aparición de las primeras formas sociales
cazadoras-recolectoras, a juzgar por las representaciones de cestas de va-
rias formas y de abanicos tejidos usados por las mujeres que ilustran las
pictografías atribuidas a grupos cazadores-recolectores del Bajo Caroní
(Sanoja y Vargas 2004). Asimismo, son particularmente relevantes las in-
formaciones etnográficas sobre grupos de cazadores-pescadores-recolec-
tores actuales; en ese sentido, Wilbert señala cómo las mujeres yanomami
«…usan una cesta en forma de U… para transportar pesados atados de leña, produc-
tos vegetales, utensilios y aún bebés…» (1972: 22, traducción nuestra). También
según el mismo autor, «La cestería está claramente identificada con los dominios
de la mujer yanomami. Ella recolecta una fina liana que sirve como materia prima, la
separa en fibras y produce tanto la cesta de acarreo como una cesta en forma de plato
para almacenar…» (1972: 22, traducción nuestra). Petrullo también descri-
be cómo la cestería y los textiles eran elaborados por las mujeres pumeh,
para la década de los años treinta del siglo pasado: «…La preparación de los
alimentos y la manufactura de la cestería son tareas femeninas… Antes, las mujeres
tejían anchos cinturones de la misma fibra que los de los hombres…» (1939: 202,
213, traducción nuestra). Para el caso de los guahibo, grupo cazador-reco-
lector llanero, Kirchhoff, basado en datos etnohistóricos, informa sobre
el uso de cestas, pequeñas y grandes, hechas de hojas de palmas y cañas
flexibles. Estas últimas, parecen haber sido usadas para extraer el aceite de
la fruta de la palma cumana, empleado por estos grupos para el trueque.
Asimismo, señala que las guahibo hilaban y tejían fibras de algodón, y que
tanto los chiricoa como los guahibo comerciaban, entre otros productos,
con fibras de palma y hamacas (1948: 451-452). Ayala y Wilbert califican
a las mujeres warao como «maestras del tejido y entrelazado de fibras»,
con pleno dominio de un conocimiento especializado empleado en la
manufactura de cestas y chinchorros. Señalan, además, cómo el dominio
de esta artesanía constituye un elemento de prestigio para las mujeres en
las comunidades warao (2001: 183).
Para el caso de las sociedades prehispánicas tribales agroalfareras an-
tiguas, es posible discernir la presencia de cestas gracias a las impresiones
de tejidos que se observan en los fragmentos de bases de los recipientes

112
cerámicos recuperados en las excavaciones arqueológicas, sugiriendo que
en muchos casos las mujeres empleaban cestas que servían para estabili-
zar ollas de gran formato usadas para almacenar líquidos o sólidos flexi-
bles. Este rasgo de las impresiones de cestas en la cerámica es muy común
en la alfarería de los sitios de la zona sur del lago de Maracaibo (entre
2600 a.p. hasta el siglo XVII, Sanoja, 1969, 1972; Sanoja y Vargas, 1967,
1992; Vargas 1976), y aparece abundantemente asimismo en fragmentos
de budares provenientes del sitio Barrancas, en el Bajo Orinoco (2200
a.p., Sanoja, 1979; Sanoja y Vargas, 1999). De la misma manera, el registro
de muchos sitios arqueológicos tribales en casi todo el país contiene vo-
lantes de husos hechos en cerámica y en ocasiones en piedra, empleados
para obtener los hilos usados en la elaboración de textiles.
Aunque los datos etnohistóricos no abundan en detalles sobre los pro-
cesos técnicos relativos a la manufactura de cestería y textiles, sí lo hacen
en cambio en relación a que la producción textil, en general, dependía de
las mujeres. En tal sentido, algunas fuentes etnohistóricas informan sobre
el dominio que tenían las mujeres en estas artesanías dentro de los distintos
grupos étnicos. Gumilla señala que las otomaca del Orinoco «…su mayor
ocupación es tejer curiosa y sutilmente esteras, mantos, canastos, talegos o sacos de cáñamo
o pita que sacan del moriche, también forman de los mismos pabellones para dormir…»
(1955: 117). Según Kirchhoff, las mujeres lache (zona andina) eran quienes
hilaban, y que las chaké: «…hilan, tejen y hacen la alfarería… las telas de algodón
son tejidas en telares verticales». Según el mismo autor, entre los otomaco: «Las
mujeres … hacían cestas de la fibra de la palma de moriche, esteras, bolsas y mantas, y
de palmas abandonadas, ellas hacían una clase grande de red para mosquitos, que cubría
a toda la familia… ellas también hacían los cinturones que los hombres usaban» (1948:
361, 441. Traducción nuestra). Por su parte, Gilij reporta que las muje-
res tamanaca hilaban el algodón y hacían ovillos «…con raras figuras…», así
como cordones y sogas. Para realizar algunas labores de tejido, usaban tela-
res pequeños y portátiles que ellas mismas hacían, los cuales descartaban al
terminar las telas; asimismo, empleaban telares más grandes para tejer las
hamacas y los taparrabos masculinos (1965 II: 193).
Entre grupos andinos, como los chaké, quienes habitaban en el Edo.
Táchira, los cronistas informan sobre las actividades artesanales femeni-
nas en relación al tejido, tal como reportan Metraux y Kirchhoff: «…las
mujeres chaké hilan, tejen y hacen la alfarería... hilan con huso libre que pende del
techo de la casa. Hacen hilos de agave rodando las fibras sobre el suelo. Hacen bolsas
tejidas. Los tejidos de algodón son hechos en telares verticales... manufacturan cestas

113
para el transporte, abanicos…» (1948: 361. Traducción nuestra). Asimismo,
Hernández de Alba informa sobre las distintas actividades femeninas en-
tre los achagua, incluyendo los tejidos artesanales: «Las mujeres hacían cuer-
das, hamacas, vasijas de barro…» (1948:406).
A partir del siglo XVI en adelante, la cestería criolla indica la persisten-
cia de las técnicas aborígenes: cestería tejida en damero, hexagonal, tejida
cruzada, etc., pero también la presencia de técnicas de manufactura que
pueden haber sido introducidas desde África o desde la España medite-
rránea, y formas tales como la cesta con asa que no tiene precedente en la
cestería indígena. Ciertas piezas del mobiliario indohispano o criollo tales
como hamacas tejidas con la técnica reps y chinchorros continuaron sien-
do manufacturadas por las mujeres indígenas o por las criollas siguiendo
las pautas de la tradición indígena.
El escarmenado o limpieza del algodón así como el hilado del mismo,
continuó siendo igualmente un área de producción femenina, incluso en
los casos donde estaba asociado con el telar de pedal y lizos, de uso exclu-
sivamente masculino, donde se tejían las telas de algodón llamadas « dril
o matacán», utilizadas para la manufactura de la ropa masculina: liquiliquis,
garrasís, cotonías o blusas, etc. El hilado y el tejido, la lana de ovejas y el
fique para fabricar cobijas, bolsos, costales y demás, utilizando los tela-
res de pedal y lizos fue también hasta 1960 una actividad exclusivamente
masculina, aunque las propietarias de la materia prima y los telares, así
como del producto en sí, eran muchas veces mujeres. Ello ocurría, por
ejemplo, en poblaciones como Tintorero, Edo. Lara, donde se conservaba
viva hasta entonces restos de la organización comunal de la antigua socie-
dad aborigen caquetía.

Las mujeres, artesanas de la cotidianidad


Las artesanas de los diferentes grupos étnicos tribales venezolanos ela-
boraron adornos corporales hechos con piedras, semillas, arcilla, huesos,
cerámica, conchas de moluscos y un sin número de materiales. Destacan
en ese sentido los collares, pulseras, orejeras, aretes, tocados de plumas,
peines y otros artificios para el cuido del cabello, palitos para mutilacio-
nes en los labios (antecesores de los actuales piercing), cordones o cintas
para deformar las piernas, tablillas y cintas para la deformación craneal,
pigmentos de uso diario y ceremonial, suertes de bandanas, etc. También
artesanalmente, manufacturaron los múltiples enseres necesarios en la
vida doméstica cotidiana: chinchorros, cuerdas, costales y sacos, abanicos,

114
esteras, mantas, mosquiteros, cestas, telas para el vestido y otros usos,
topias de arcilla para las cocinas, recipientes de madera, de conchas de
gasterópodos y de frutos para distintos fines, morteros de madera y de
piedra, vajillas culinarias y vajillas ceremoniales en arcilla, etc.
Las artesanas tribales del oriente de Venezuela participaron en la ela-
boración, además de vasijas cerámicas, de parte del complejo de útiles
destinados a la manufactura del casabe, en el cual se combinaban diversas
materias primas: cestas tejidas para la obtención de la harina de yuca, pale-
tas «para levantar» las tortas, hechas de totumas (Crescencia cujete) o de frag-
mentos de cerámica (Sanoja, 1979: 81 y sgts.), topias o «estufas» para la
cocción de los alimentos, budares de arcilla para cocer las tortas, etc. En
otras regiones del país, como en Lara, Trujillo y Cojedes, aparecen manos
de moler y metates de piedra desde 2230 a.p. (Sanoja, 2001: 15-18; Mene-
ses com. Pers. 2005), que ilustran cómo, desde fechas tan tempranas, las
mujeres de esa zona trabajaron la piedra para manufacturar instrumentos
de trabajo destinados a la molienda de granos, nueces, semillas y pigmen-
tos. Emplearon la piedra también, en la fabricación de idolillos y cuentas
de collares (Wagner, 1967; Vargas y otros/as 1997).
A partir de la colonia, las mujeres y los hombres esclavos de origen
africano intervinieron también en la elaboración de la cestería de tradición
indígena que persiste hasta nuestros días (Acosta Saignes, 1984: lam. 2).
Luego del siglo XVI, el trabajo artesanal de las mujeres en general
continuó confinado mayormente a la manufactura de los bienes de uso
cotidiano, tal como sucedía en la sociedad indígena precolonial. Las va-
sijas de barro: ollas, platos, pimpinas, tazones, etc. que habían formado
parte de la vajilla culinaria doméstica, ingresaron en el circuito comercial
de la sociedad indohispana. La mujer artesana las vendía en los merca-
dos directamente o bien eran distribuidas por los vendedores ambulantes,
usualmente hombres, a la par que ofertaban a los clientes gallinas, yerbas
medicinales o condimentos, cestas, etc. El registro arqueológico de las
viviendas indohispanas, incluyendo conventos como el de San Francisco
o casas mantuanas (Sanoja y Vargas, 2002b), indica el uso extensivo de
la vajilla culinaria de manufactura aborigen, comprendiendo especies de
grandes calderos cónicos similares a los empleados actualmente para freír
chicharrones y carne de cerdo (Vargas, 1998; Sanoja y Vargas, 2002b).
La persistencia del oficio de alfareras de origen indígena continúa en la
actualidad a través de tradiciones bien conocidas como las loceras de Yai,
El Bigiadero y El Patriota, Edo. Lara, las de Lomas Bajas, Táchira o las de

115
El Cercado, Isla de Margarita, las cuales —hasta 1960— tuvieron utilidad
culinaria en las comunidades vecinas a dichos centros de manufactura.
Simultáneamente, entraron también en los circuitos turísticos que comen-
zaron a organizarse a partir de aquella fecha.
No es casual, entonces, que hoy día persistan algunas expresiones con-
temporáneas de las antiguas manifestaciones artesanales de tradición indí-
gena o africana entre las mujeres de la sociedad criolla, como las casaberas
en los estados. Sucre y Monagas, o las muñequeras en el Edo. Sucre, o las
cesteras en Nueva Esparta, o las loceras del estado Lara o del estado Tá-
chira. Por otro lado, aunque entre las etnias indígenas sobrevivientes a la
conquista y colonización existen numerosas artesanías, éstas han perdido
su función social original y han devenido objetos con valor estético, con-
sumidos por los sectores urbanos más privilegiados económicamente, ya
sea en el ámbito nacional como en el internacional. Al mismo tiempo, es
conveniente señalar que las artesanías en general, sean de tradición indí-
gena, africana, hispana o criolla productos de una síntesis cultural, tienden
a desparecer del mapa venezolano actual, aunque un «pequeño repertorio de
útiles ha resistido», no obstante a la vorágine capitalista que las ha reducido
a mercancías (Delgado, 1996).

116
PARTE IIIPARTE III

LA REPRODUCCIÓN SOCIAL
COMO REPRODUCCIÓN
BIOLÓGICA. LAS UNIONES Y
LAS NORMAS SOCIALES PARA
LA REPRODUCCIÓN BIOLÓGICA.
LAS FORMAS DE MESTIZAJE

117
CAPITULO IX

Las uniones y el mestizaje precolonial


Antes que nada, consideramos importante hacer una distinción entre el
mestizaje que caracterizó a las sociedades originarias antes de la colonia,
donde las uniones estaban determinadas directamente por la organiza-
ción social, ya que se tiende a pensar que éste se produce solamente luego
que se da la invasión europea. No obstante, es de señalar que —como
veremos— existen marcadas diferencias entre el mestizaje precolonial y
el que le sucede en la colonia y más tarde, especialmente en lo que refiere
a la sanción social.
En lo que atiende al mestizaje precolonial, cabe destacar que las formas
de unión en las sociedades originarias, a juzgar por las fuentes etnohistóri-
cas consultadas, parecen haber estado regidas por la exogamia o la endo-
gamia con patri o matrilocalidad, patri o matridescendencia. Las uniones
exogámicas fueron aquellas que se realizaban entre miembros de distintos
grupos sociales, ya fuesen familias lingüísticas o grupos dialectales dentro
de las bandas o las tribus, y dentro de éstas, entre individuos pertenecien-
tes a diferentes clanes o distintos linajes y, en ocasiones, distintos grupos
étnicos. Entre las sociedades tribales clánicas jerarquizadas, las uniones
exógamas estaban destinadas a garantizar —no obstante el etnocentris-
mo que puede haber operado dentro de cada grupo— la existencia de
comunidades afines —de la misma o diferentes tribus— que permitiesen
la creación de redes para la obtención, mediante el intercambio, de bienes
distintos, escasos o ausentes en los territorios de las comunidades, o para
fortalecer la influencia política de una tribu sobre las diferentes sub tribus
que ocupaban una determinada región, ya que las tales uniones permitían
la formación de alianzas para el control de territorios o recursos estratégi-
cos. En tales casos, el mestizaje interétnico era sancionado positivamente,
por lo que era además estatuido y normado por la sociedad.
La normativa para las uniones interétnicas incluía, en muchas oca-
siones, restricciones para los matrimonios consanguíneos o matrimonios
entre miembros de distintas familias lingüísticas, incluso entre individuos
hablantes de dialectos distintos. Dado que las mujeres eran las ceramistas,
ello explica, en gran medida, la proliferación de estilos alfareros en los
cuales se observa una mezcla de elementos decorativos y formales en
muchas regiones, estilos donde se combinan rasgos que pueden ser con-

118
siderados típicos o característicos de determinados grupos socio étnicos,
o incluso de una familia lingüística. Ello era consecuencia de que, al incor-
porarse las mujeres a un grupo étnico determinado mediante las uniones
exogámicas, continuaban elaborando la cerámica de acuerdo a los patro-
nes estilísticos de sus comunidades de origen, pero de alguna manera, se
veían influidas a la larga por el estilo característico de las nuevas comu-
nidades donde se insertaban, dando aparecimiento a estilos híbridos. En
este sentido es interesante citar el caso de los grupos que poblaron el sur
del lago de Maracaibo, donde las investigaciones arqueológicas han per-
mitido inferir —estudiando la distribución de elementos cerámicos como
son algunos antiplásticos y ciertas formas de vasijas, entre otros rasgos—
la presencia de uniones interétnicas (Sanoja, 1980).
La endogamia, por el contrario, supuso el mecanismo social que pro-
pició uniones dentro, no solamente de una misma tribu o tribus, sino
también dentro de un mismo linaje. Lo anterior se manifiesta, a través de
la arqueología, en la coherencia y la persistencia temporal y espacial de
los estilos cerámicos en regiones y macroregiones, o en la presencia de pa-
tologías en los esqueletos excavados provenientes de cementerios como
consecuencia de la potenciación de taras geneticas hereditarias.
Las formas de unión exogámicas caracterizaron, en general, a las so-
ciedades cazadoras-recolectoras y a las tribus igualitarias de la Formación
Tribal Agropecuaria, mientras que las endógamas fueron más frecuen-
tes entre las sociedades estamentarias, con una estructura social desigual.
La poliginia, la poligamia, la poliandria y los matrimonios por raptos, así
como diversos tabúes, como hemos visto, constituyeron asimismo for-
mas de regulación social internas de las uniones, ya fuesen endogámicas
o exogámicas.
Leacok informa en su seminal trabajo sobre sociedades igualitarias,
que si bien el principio básico de las sociedades de bandas (cazadoras re-
colectoras) era que la gente tomaba decisiones y era responsable por ellas,
y que la autonomía individual era una necesidad y el liderazgo era irrele-
vante, sin embargo existían negociaciones «…de las uniones matrimoniales
para la gente joven, (lo cual) constituía una excepción al principio de autonomía…»
(1978: 249. Traducción nuestra). Si esto era así en las sociedades caza-
doras recolectoras, entonces, podemos postular que ya desde ese mismo
momento fue necesario controlar a las mujeres reproductoras a través de
las uniones matrimoniales. Leacock, sin embargo, es enfática al señalar
que el status de las mujeres en las sociedades cazadoras recolectoras —en

119
general en las sociedades igualitarias— no era diferente al de los hombres.
Dice la autora: «No hay responsabilidades económicas y sociales que unan a las mu-
jeres para ser más sensibles a las necesidades y sentimientos de los hombres que vicever-
sa.» (1978: 249. Traducción nuestra). Más adelante afirma: «…los hombres
no tienen una inclinación aparente para hacer que sus esposas los obedezcan o para
imponerles la fidelidad sexual…» (1978: 249). Las tesis de Leacock se han
visto refutadas por los datos obtenidos sobre la mayoría de los grupos
actuales de cazadores recolectores. Aunque son muy ciertas sus asevera-
ciones sobre la cooperación y la solidaridad sociales en estas sociedades,
no es menos cierto que las mujeres sí parecen haber sido compelidas y en
muchos casos forzadas a la obediencia y a la sumisión, sobre todo en lo
que atañe a las formas de unión.
Autores como Meillassoux han señalado que formas de unión como
la poliginia, así como las alianzas y los acuerdos entre linajes posibilitan
entre las sociedades jerárquicas el acceso al trabajo de las mujeres y a sus
capacidades reproductivas, a través de sus hijos/as como fuerza de traba-
jo (Meillassoux 1975). Debemos agregar en relación a estas ideas del autor
que ese acceso al trabajo femenino no solamente refiere a la apropiación
de los/as hijos/as como fuerza de trabajo, sino también de las mismas
mujeres como fuerza de trabajo, a través del control de sus papeles en la
producción y de los productos por ellas generados.
En relación a estas formas de regulación en las uniones matrimoniales,
en lo que refiere a las mujeres, es interesante destacar el papel que jugaron
diversos mitos destinados a controlar las conductas femeninas pre y post-
matrimoniales, como se observa entre los cazadores recolectores yámana
de Tierra de Fuego (Vargas, 2005), y la existencia de ceremonias diversas
y ritos de iniciación sexual en prácticamente todas las sociedades tribales.
Las líneas de descendencia, por otra parte —patri o matrilineales, patri
o matrifocales— podían ser reguladas mediante el levirato o el sororato
(Herskovits 1952).21


21
El levirato es aquel tipo de unión en el que la mujer se casa (o se ve
compelida hacerlo) con alguno de los hermanos de su esposo cuando éste
fallece, mientras que el sororato es una forma de unión en la que un hombre
se casa (o puede hacerlo) con una o más hermanas de su mujer cuando
ésta muere o cuando no ha cumplido con algunas de sus obligaciones
sociales, por ejemplo, parir hijos/as. En ambos casos, la sociedad busca
—mediante el control sobre las mujeres—mantener un control sobre las
líneas de descendencia y sobre la propiedad sobre bienes y privilegios.
120
La forma más característica de las uniones entre las sociedades tribales
con rangos sociales, como hemos dicho, fue la poligamia. En las socieda-
des tribales estratificadas, las uniones matrimoniales se convirtieron en re-
cursos de las élites para la consolidación de su jefatura (Salazar, 2002:126).
Las esposas devinieron, al igual que otros elementos culturales, símbolos
de prestigio, lo que explica que fuesen enterradas con «el principal» cuan-
do éste moría. La denominación de «principal» presente en las crónicas
europeas, alude a aquellos individuos (hombres), miembros de las élites
de los linajes dominantes, que detentaban cargos prominentes: sacerdo-
tes o caciques, jefes o subjefes. La estructura social tribal estamentaria
implicaba la existencia de clanes totémicos, estructura parental que aglu-
tinaba aquellos individuos quienes se reconocían y cohesionaban por sus
orígenes, vale decir, por considerarse descendientes de un mismo animal
totémico, con el cual se identificaban y reconocían como su más remoto
ancestro. Dentro de tales clanes, surgieron linajes, es decir, grupos de indi-
viduos que organizados en función de la filiación que tuvieran o creyeran
poseer, directa o indirectamente con un determinado totem, establecían
una normativa en las uniones que les permitía garantizar específicas líneas
de descendencia, lo cual les otorgaba una singularidad respecto al resto
del clan. Dentro de esa estructura socio-parental, un determinado linaje
podía devenir dominante con respecto a los otros, dominación justificada
a través de mecanismos ideológicos-simbólicos, pero lograda gracias a
la existencia de un control —en ocasiones hegemónico—de elementos
ligados a la vida material: ocupar espacios geográficos privilegiados en
cuanto a concentración de recursos naturales o ubicados en posiciones
geoestratégicas para efectos del intercambio y la posibilidad de anexión de
otros territorios vía las uniones y alianzas, poseer una determinada con-
centración de individuos con dominio de un conocimiento especializado,
etc. Los mecanismos ideológicos-simbólicos esgrimidos que servían para
legitimar la dominación radicaban, fundamentalmente, en el manejo de la
noción de antigüedad de sus ocupaciones territoriales: «aquí yacen mis an-
cestros… nosotros llegamos aquí primero», lo cual operaba gracias a la existencia
de una identidad ancestral: el considerarse a sí mismos y a sus ancestros
descendientes directos del totem, pero que sólo era efectiva si se contro-
laban elementos materiales.
El linaje que devenía dominante estaba presidido por un jefe, quien
controlaba a otros individuos de las regiones vecinas considerados sub-
jefes quienes eran «…capitanes de guerra que eran recompensados con regalos de

121
tierra, mujeres y esclavos para su explotación…» (Steward y Faron, 1959: 227,
traducción y énfasis nuestro), Los cargos de subjefes eran otorgados por
el jefe del linaje dominante en reconocimiento a sus actuaciones en la
guerra o por ejercer funciones de sacerdotes (1959: 188); estos subjefes, a
su vez, controlaban las redes regionales de intercambio. Según Steward y
Faron, los segundos en importancia dentro de la estructura cacical, luego
de los jefes, eran los «nobles», familiares cercanos de los primeros, quie-
nes a diferencia de los otros miembros, obtenían su alta posición social
gracias a sus nexos consanguíneos con los jefes.
A pesar de todas esas normativas sociales, los linajes que se conver-
tían en dominantes dentro de un cacicazgo no lo eran de una vez y para
siempre, ni tampoco las aldeas que ocupaban eran siempre las centrales o
cabezas del cacicazgo. Abundan datos en la literatura arqueológica, etno-
histórica y etnográfica acerca del auge y declinación de los linajes domi-
nantes quizá —precisamente—porque la anexión de nuevos territorios,
recursos naturales y fuerza de trabajo, así como el plustrabajo obtenido
a través del tributo, eran procesos inherentes a las sociedades estamen-
tarias (lo que hemos denominado «procesos antagónicos: el expansivo y
el de fortalecimiento del sedentarismo», Vargas, 1990: 95 y sgts.), lo cual
permitía que surgieran nuevos linajes dominantes o nuevos cacicazgos en
nuevos espacios (Vargas, 1989, 1990). En tal sentido, los datos informan
sobre ciclos de decadencia de un cacicazgo y su sustitución por otro, tal
como se ha reportado para los cacicazgos costarricenses (Hurtado, 1984;
Fonseca y Rojas, 1987).
La garantía para mantener la conexión ancestral del linaje dominante
con el totem consistía en propiciar una suerte de «pureza de sangre» a
través de las uniones endógamas, por lo cual las dichas uniones se rea-
lizaban entre primos cruzados. Puesto que existía un número relativa-
mente restringido de hombres de ese linaje dentro del clan, y debido a
la capacidad masculina para preñar varias mujeres a la vez, más de una
prima era otorgada al mismo sujeto. Un claro ejemplo de esto nos lo
ofrecen los datos arqueológicos sobre el sitio Boulevard, Quíbor, Edo.
Lara, donde las investigaciones han permitido detectar en el cementerio
prehispánico del mismo nombre, la presencia de esqueletos de niños/
as con malformaciones óseas, gracias a la existencia de una tara genética,
la mucopolisacaridosis, que existe cuando se dan uniones endogámicas
entre primos cruzados durante varias generaciones (Vargas, 1990; Sanoja
y Vargas, 1987, 1999).

122
Como señala Helms, refiriéndose a los cacicazgos panameños, «La
más alta posición de jefe era adquirida por el mayorazgo y los descendientes de la línea
del mayorazgo…» (1979: 23, traducción nuestra). Por ello, la cuestión de la
paternidad dentro de los linajes de un cacicazgo, especialmente dentro del
dominante, constituía un elemento central pues determinaba la sucesión
de su jefatura. Tal sucesión era patrilineal y permitía acceder directamente
a privilegios específicos para el linaje y en especial para el jefe. La condi-
ción de jefe dentro del linaje dominante, si bien adquirida por sucesión
hereditaria, era el producto, también, de una autoridad socialmente re-
conocida sobre las capacidades de un individuo específico para cumplir
con determinadas tareas. El grupo dentro del linaje que descendía de ese
esposo-hombre, a su vez descendiente directo del totem, se veía investi-
do con la autoridad del jefe adquirida patrilinealmente, y se convertía en el
linaje dominante por definición (Helms, 1979: 27).22 Por ello el candidato
a jefe, o el jefe: «… se unía a una mujer… mientras que otras mujeres podían ser
tomadas como concubinas aunque sus hijos no podían heredar; sin embargo, los hijos de
la esposa legítima sí heredaban la condición de jefe» (Helms, 1979: 27, traducción
nuestra). Es interesante anotar en este sentido, que entre los cacicazgos
panameños, la herencia de los hijos del jefe podía pasar a la hija mayor, en
caso de ausencia de un hijo.
De esa manera, el sistema de parentesco, tanto consanguíneo como
por afinidad o adhesión permitía cuidar y mantener los derechos y privi-
legios, así como los bienes que el linaje poseía dentro del clan. Si un caci-
que, jefe, sacerdote o «principal» de un determinado linaje moría, las mu-
jeres que le habían sido otorgadas en vida debían desaparecer también, o
se corría el riesgo de que las posesiones de tal individuo del linaje pasasen
a otro, vía las posibles nuevas líneas de descendencia que pudieran esta-
blecer esas mujeres con hombres de otros linajes. Por ello, eran necesarios
los sacrificios femeninos o que, eventualmente, el hijo mayor «legítimo»
del difunto pasase a tomar posesión de las mujeres de su padre. Las mu-
jeres eran consideradas, en general —por tanto— un recurso que servía
para reafirmar el sistema de parentesco y de esa manera la propiedad.
Entre los grupos con una estructura social jerárquica parece haber
sido común, entonces, la práctica de los sacrificios femeninos. Steward y
Faron informan e ilustran el entierro de un jefe con sus esposas en el sitio
arqueológico Comte, Panamá (1959: 226), mientras que Gumilla relata
22
Es por ello que entre estos linajes la práctica del sororato era muy
común.
123
prácticas similares entre grupos (que denomina cacicales, pero en reali-
dad eran tribales igualitarios poligámicos) habitantes de la ribera norte del
Orinoco para el siglo XVI: «…cuando muere uno de sus capitanes 23lo ponen en
una hamaca… las mujeres del difunto han de estar de centinelas paradas a uno y otro
lado del cadáver por treinta días… lo entierran junto con una de sus mujeres para que
le cuide y acompañe. Luego el hijo mayor hereda y poseerá las mujeres del difunto me-
nos su madre…» (1955: 136). Asimismo, las investigaciones arqueológicas
de Veloz Maggiolo y su equipo en República Dominicana han permitido
conocer prácticas parecidas a las descritas entre grupos cacicales taínos
(Veloz, 1975-177: 81; Veloz, et al., 1973: 24, 64 y sgts.).
Conjuntamente con la necesidad de lograr la desaparición física de
las mujeres de un jefe o «principal», lo mismo ocurría con los demás
bienes o posesiones del muerto. Los objetos artesanales que constituían
los elementos de prestigio del jefe, subjefe o principal, eran enterrados
como ofrendas mortuorias dentro del culto a los muertos que estas so-
ciedades practicaban. Tales ofrendas, consistentes de vasijas hechas por
mujeres especialistas precisamente para esos fines, de adornos corporales
realizados a partir de materias primas alóctonas o exóticas, como eran los
objetos en oro, conchas marinas y piedras semi preciosas, materiales ob-
tenidos a través de las redes de intercambio a larga distancia y elaborados
localmente por los/as artesanos/as, así como otros elementos como ali-
mentos ceremoniales, todos los cuales implicaban grandes inversiones de
trabajo, eran sacados de circulación al ser enterrados conjuntamente con
los cadáveres. De esa manera el culto —al mismo tiempo que servía para
reforzar la estructura social desigual— permitía mantener constante la de-
manda de esos bienes y, en consecuencia, alimentaba la necesidad de con-
tar con sus productores/as (artesanos/as) y con las redes de intercambio.
Con base a lo anterior podemos decir, entonces, que la poligamia pare-
ce haber constituido dentro de los grupos cacicales parte de los mecanis-
mos sociales que fueron implementados para garantizar la posesión y al
mismo tiempo ejercer la propiedad de ciertos linajes sobre los medios de
producción y los bienes naturales transformados mediante el trabajo tri-
bal colectivo: tierras devenidas en conucos o sembradíos, obras de terra-
cería y sistemas de regadío, entre otros, destinados a garantizar mediante

23
Capitán: expresión que introducen los cronistas europeos para designar
a los dirigentes indígenas de la época y que subsiste hasta nuestros
días dentro de los grupos indígenas, sobre todo los que habitan en la
Guayana y amazonia venezolana.
124
«la pureza de sangre» la dominación y que era posible gracias a la que se
ejercía sobre las mujeres artesanas del común y de la elite.
Las uniones endogámicas dentro de los clanes y los linajes parecen
haber permitido que se estructurara una red de aldeas amistosas o some-
tidas, unidas muchas de ellas por vínculos de sangre, las cuales formaban
una especie de periferia de la principal o central, red que —a su vez—
era necesaria para propiciar el trueque y los intercambios de bienes ter-
minados y materias primas con otras localidades ubicadas a veces a larga
distancia del centro del cacicazgo (Vargas y otros/as, 1997; Fowler, 1988;
Helms, 1979). En tal sentido, Helms ha señalado que las tales redes exis-
tieron en los cacicazgos de Panamá y Colombia, aunque la autora postula
que su origen no era fundamentalmente económico, sino producto del
intercambio del conocimiento esotérico: «…la interacción humana, lo social
en su sentido más amplio... la capacidad de experimentar lo sagrado,… asociada
con… la comunicación simbólica» (1979: 175, traducción nuestra). Sin em-
bargo, Flannery, por su parte, ha destacado acertadamente el papel de las
uniones y las alianzas que se derivan de éstas en la estructuración de redes
para el intercambio de bienes usados para fines ceremoniales, planteando
que ello no solamente servía para reforzar a las élites, sino que también
permitía crear una esfera económica a larga distancia que enlazaba los
centros de las tierras altas y bajas en un todo económico más unificado
(Flannery, 1968, citado por Helms, 1979: 173).
Dentro de los cacicazgos existieron asimismo uniones exogámicas, las
cuales permitían las alianzas políticas para consolidar la confederación
de naciones distantes, al mismo tiempo que, cuando se daban entre los
distintos miembros de las élites de un cacicazgo, posibilitaban el estableci-
miento de vínculos dinásticos y de clases, como sucedió entre los caquetío
(Salazar, 2002: 125-126). El autor, haciendo eco de las ideas de Service
señala que las uniones matrimoniales dentro de los cacicazgos constitu-
yen una expresión de las relaciones políticas. En el cacicazgo caquetío,
tanto la poligamia —que servía para reforzar la estructura desigual—,
como los raptos de mujeres, eran empleados para forzar alianzas políticas
y económicas. En el caso específico de los raptos, dice Salazar, constituían
dentro del cacicazgo caquetío un mecanismo que posibilitaba también el
incremento y la acumulación de riqueza, ya que hacían posible extender
el cobro del tributo en las aldeas que se incorporaban al cacicazgo gracias
a las uniones (2002: 124-125).

125
Al estar las uniones controladas por los hombres, generalmente a tra-
vés de los consejos de ancianos, era evidente el dominio masculino sobre
las mujeres debido a su papel fundamental en la estructuración de las
alianzas necesarias para el logro de fines políticos y para los económicos
como eran las redes de intercambio que permitían la apropiación del so-
bre trabajo (tributo) y el mantenimiento de toda la estructura jerárquica
cacical. Al mismo tiempo que se daba la dominación sobre las mujeres, y
como expresión de ella, se producía su exclusión social, ya que ellas no
podían decidir sobre sus asuntos, incluso los más cotidianos, ni sobre sus
propios destinos y sexualidades.
Con base a lo anterior, es posible afirmar que los colectivos sociales
de los sectores no pertenecientes a las élites de las sociedades cacicales
venezolanas fueron excluidos en la toma de decisiones de aspectos eco-
nómicos y políticos cruciales para el desenvolvimiento de sus vidas. Por
otra parte, dentro de esos colectivos, los femeninos no tuvieron ninguna
posibilidad de controlar el que las mujeres fuesen utilizadas como suertes
de mercancías, intercambiadas, trocadas y cedidas por las élites masculi-
nas de los linajes dominantes de acuerdo a sus intereses.
Algunos cronistas, asi como algunos estudiosos, han señalado la pre-
sencia de la poligamia dentro de formas de unión endogámicas para gru-
pos sociales con estructuras sociales clánicas igualitarias; tal es el caso de
Alvarado, quien señala que: «Entre los goajiros la poligamia estaba permitida, así
que cada indio podía tener cuantas mujeres querían vivir con él…» (Alvarado, 1956:
235). Sin embargo, en relación a la cita anterior, es de hacer notar que Paz
(2000) señala que la estructura social wayuú, de carácter igualitario, deviene
jerárquica sólo a partir del siglo XIX cuando se instituyen las relaciones
capitalistas de producción, como manera de ejercer la propiedad efectiva
sobre la ganadería y las distintas formas de acumulación de riqueza.
Alvarado también nos ofrece información que permite avalar nuestra
propuesta sobre cómo la poligamia servía no solamente para garantizar
el ejercicio de la propiedad tribal, sino también para conocer las diferen-
cias existentes en la posición social que detentaban las mujeres dentro de
cada linaje. «A los caciques pariagotos les está permitido casarse con cuantas mujeres
quieran, mas se considera a una sola como legítima y a ella están sometidas las demás.
Los indios ordinarios tienen 3 o 4; luego que estas envejecen repúdianlas y toman otras
más jóvenes…« (Alvarado, 1956: 234; énfasis nuestro). «Entre los chaimas
los caciques tenían muchas mujeres y los indios de la plebe tenían dos y algunos solo
una... los sálivas y los achaguas eran polígamos…» (Alvarado, 1956: 235). De un

126
somero análisis de estas citas se desprende que la condición de mercancía
de las mujeres no variaba, fuesen del común o pertenecieran a las élites.
También Sanoja informa la presencia de poligamia entre los grupos
igualitarios que habitaban los pueblos que rodeaban el lago de Maracaibo.
Dice el autor que según la relación de Sánchez Sotomayor: «…los hombres
tenían dos o más esposas a las cuales exigían fidelidad…» (1966: 242).
Steward y Faron plantean que en algunas de las comunidades cacicales
de la región oriental y de los Andes venezolanos, los jefes y los «nobles»
tenían una posición débil y, aparentemente, recibían poco apoyo de «...
la clase del común…» (1959: 188). Quizá ello explique los comentarios de
Salas sobre la estructura social y las uniones entre los mucu y los cuica de
los Andes venezolanos. El autor señala que: «Tribus agricultoras y sedentarias
como los Mucus y Cuicas de los valles centrales de la Cordillera de los Andes Vene-
zolanos tenían que ser endógamos y bajo el régimen patriarcal en que vivían, el cargo
de jefe o cacique correspondía al jefe de la familia». Más adelante asevera: »Los
matrimonios entre los Mucus y Cuicas se verificaban por la voluntad de los contrayen-
tes… para esas naturales uniones … sí se tomaban en cuenta por el hombre la salud
y robustez de su compañera... cuando se casa (la mujer) se somete de tal manera al
marido que este a veces se convierte en un déspota que la maltrata y pega…». (1956:
165 y sgts. Énfasis nuestro). Aunque, pensamos, es muy posible que no
existiese verdaderamente una «libertad de los contrayentes para estable-
cer uniones», la cita anterior refuerza la información que poseemos sobre
la presencia de la poligamia y del control de las mujeres dentro de las
sociedades cacicales.
La debilidad en la estructura de social y en el dominio sobre la po-
blación que reporta Salas para los cacicazgos de la zona andina no parece
haber sido el caso del cacicazgo caquetío que tenía su centro en el noroc-
cidente de Venezuela para el siglo XVI, ya que las fuentes etnohistóricas
relatan la prominencia y control que ejercía el linaje del cacique Manaure
en todo el territorio y sobre todos los grupos integrados al cacicazgo para
el momento del contacto indoeuropeo (Sanoja y Vargas, 1998, 1992ª; Sa-
lazar, 2002: 86 y sgts.).
Salazar plantea —con base a datos etnohistóricos— que la caquetía
no era una sociedad estratificada con rangos, sino jerárquica de tipo esta-
tal, pero en realidad considera que existían clases sociales y Estado, cuya
estructura estaba conformada por una élite descendiente de un linaje, en
la cual, a través de la progenitura se heredaba el control de ese Estado
(2002: 88-89, 91). La estructura desigual caquetía estaba conformada por

127
el Diao, jefe de alto rango, cacique de caciques y deidad con poderes
sobrenaturales quien presidía el Estado. A éste lo seguían los caciques
principales, los nobles y los señores principales, quienes fungían de se-
cretarios o ministros debido a sus vinculaciones con los planes estatales,
ya fuesen económicos o políticos. Luego estaban los boratios o mohanes,
especialistas religiosos, quienes eran también los médicos y sacerdotes.
Según Salazar eran quienes estaban encargados del trabajo intelectual e
ideológico del cacicazgo. En la base de la pirámide social se ubicaban el
pueblo, denominado indios o comunes encargados de producir la riqueza
o servir a la élite, y las naborías, la clase de los trabajadores/as. Algu-
nos cronistas reportan, así mismo, incluyen otra clase «la clase guerrera»,
encargada de garantizar la anexión de territorios y el cobro de tributos
(Steward y Faron, 1959).
Entre los caquetíos eran comunes los sacrificios de niñas, a quienes
se les concebía como portadoras del espíritu colectivo y representantes
puras relacionadas directamente con Dios (Salazar, 2002: 122). Esos sa-
crificios de niñas entre 10 y 13 años, eran llevados a cabo en ceremonias
propiciatorias de las lluvias; asimismo, las fuentes reportan cómo entre
los achagua y los caquetío de los llanos se realizaban sacrificios de don-
cellas dentro de un ritual dedicado al sol y a la luna durante los períodos
de sequía. Tales doncellas eran mantenidas en sitios especiales con el fin
de prepararlas para tan noble tarea. Aunque la ideología convencía a los
padres de que era «un gran honor» perder a esas niñas y jóvenes mujeres
mediante el sacrificio, recibían no obstante gratificaciones económicas de
las autoridades (Salazar, 2002:121). Los sacrificios femeninos eran en rea-
lidad —como ha señalado Salazar (2002: 121)— un recurso económico,
una manera de solventar idealmente los problemas naturales, como las
sequías que debía enfrentar una sociedad eminentemente agrícola como
la caquetía. Al mismo tiempo, suponían un reconocimiento de la sociedad
caquetía a la capacidad reproductiva femenina: el poder «parir lluvias».
Quizá ello explique, como indican las fuentes etnohistóricas, por qué era
común entre los caquetío elaborar ídolos para representar a las mujeres
(Salazar, 2002: 121).

128
CAPÍTULO X

Las uniones y el mestizaje colonial

La colonización española de Venezuela tuvo un profundo impacto en


las mujeres indígenas. Durante la colonia, especialmente con las enco-
miendas que concentraron individuos y no colectivos, las etnias indígenas
fueron desestructuradas, sus miembros fueron repartidos y enviados a
regiones distintas a las que habían ocupado durante milenios, con el con-
siguiente desarraigo. Se dislocó la estructura social tribal, fuese igualitaria
o desigual, se implantaron procesos de trabajo desconocidos hasta en-
tonces. Fue un proceso que transformó cualitativamente las sociedades
indias, pues las relaciones sociales entre y dentro de los grupos pasaron
de solidarias y cohesionadas a ser relaciones asimétricas, desiguales y de
subordinación; en suma relaciones plenamente políticas.
No podemos hoy día sino imaginarnos lo que deben haber sentido las
mujeres indias al verse forzadas a separarse de sus familias, de sus hijos/
as y esposos, de sus territorios ancestrales; lo terrible que debe haber sido
tener que hablar una nueva lengua, someterse a nuevas costumbres, rea-
lizar nuevos trabajos, practicar una nueva religión y, de paso, ser violadas
de manera continua por los conquistadores.
Una de las primeras medidas que tomaron los misioneros católicos
fue la de eliminar las antiguas viviendas comunales que mantenía la es-
tructura familiar extensa, fundamento de la organización social aborigen,
y cambiarlas por viviendas individuales, pequeñas celdas desprovistas
prácticamente de mobiliario que sólo podían ser habitadas por una fami-
lia nuclear. Los efectos terribles de la conquista española y del posterior
período colonial sobre las mujeres indias venezolanas y americanas, desa-
rraigadas de su vida cotidiana al perder la noción de solidaridad social que
les proporcionaba la familia extensa en general, sólo pueden ser compa-
rados con los ocasionados por la devastación del África negra con la trata
de esclavos/as.
Es importante destacar el papel del mestizaje en la estructuración de
las clases sociales y su impacto en las mujeres indias y negras en particu-
lar, primero en la colonia y posteriormente en el período republicano. El
mestizaje durante la colonia estuvo signado por la imposición sexual de
los hombres europeos a las indias y a las esclavas de origen africano, por
lo cual fue el resultado de uniones forzadas. Tal como asegura Iglesias

129
refiriéndose al caso paraguayo «…el cuerpo de la india (para Venezuela di-
ríamos el de las esclavas negras también) es un botín con un valor múltiple: sirve
para el placer, para el trabajo en el campo y engendra hijos e hijas mestizos que aumen-
tarán la fortuna de estos españoles empobrecidos en busca de grandeza» (1993: 49).
Como veremos, los resultados de tal mestizaje, fueron sancionados
negativamente por la sociedad colonial, generándose una ideología racista
que permitió la exclusión social de esos/as mestizos/as.
La estructura y composición social de la Venezuela colonial estaba
determinada por elementos étnicos y económicos. Existían los europeos
y canarios, quienes controlaban los procesos de acumulación de riquezas,
sobre todo en la producción agrícola y el comercio. Estaban los blan-
cos criollos, a quienes se les consideraba separadamente de los blancos
europeos; éstos practicaban la endogamia, ya que como señala López,
manejaban para el siglo XVIII una ilusoria pretensión de pureza racial,
ilusoria en la medida del alto mestizaje del que habían sido producto en
la pennínsula ibérica y del que existía en América. El mismo autor señala
que los blancos criollos poseían una cierta uniformidad económica basa-
da en los privilegios heredados de los conquistadores y que, como grupo,
actuaban para defender sus posiciones políticas y beneficios económicos.
La denominación de mantuanos/as para designar a la clase social más
poderosa se debió a «…que éstos ponían en práctica a favor de sus mujeres, una
vieja disposición de Felipe II, según la cual las negras y mulatas libres o esclavas no
podían llevar mantos…» (López, 1998: 187). Los/as pardos/as constituían
el sector mayoritario de la población producto del mestizaje. El término
se usó inicialmente para designar a los/as mestizos/as resultantes de las
uniones entre europeos y negras esclavas, siendo equivalente también a la
denominación de mulatos/as. El concepto de pardo, según Cunill Grau,
fue aplicado a finales de la colonización española para designar a los habi-
tantes descendientes de negros africanos (1987: I-51). Para el siglo XVIII
incluía otras formas de mestizaje: los/as zambos/as, mezcla e indio y
negra, los/as moriscos/as, producto de las uniones entre españoles y
mulatas, y los/as coyotes, mezcla de mestizos e indias (López, 1998: 187-
188; Brito Figueroa, 1973: 159 y sgts.). Toda esta taxonomía refleja la san-
ción social hacia el mestizaje por parte de las élites. Tal como ha señalado
Iglesias: »(En) el siglo XVIII... la élite española sufre de una verdadera obsesión
taxonómica que discrimina obsesivamente matices del color, la fortuna y la profesión de
las personas» (Iglesias, 1993: 62).

130
Todavía para inicios del siglo XIX, según apunta Cunill Grau, los
grupos minoritarios fomentaban las barreras étnicas con el fin de poder
controlar la población de pardos, indios y negros quienes constituían la
fuerza de trabajo que permitía movilizar los recursos venezolanos (Cunill
Grau, 1987: I-54; Brito Figueroa, 1974; López, 1998: 184 y sgts.)
La ideología racista imperante supuso, asimismo, una valoración es-
tética de elementos raciales, fundamentalmente de ciertos rasgos feno-
típicos, valoración que persiste hasta nuestros días. Se consideraba que
lo bello estaba asociado con aquellos/as individuos con cabellos lacios y
ojos y piel claros, mientras que lo feo era equivalente al color oscuro de la
piel y de los ojos, así como los cabellos ensortijados, rasgos compartido
generalmente por los negros, mulatos y los indios. Como bien ha señala-
do Stolcke al referirse a la Cuba colonial, la jerarquía social imperante era
legitimada en términos raciales. En palabras de la autora: «Las aspiraciones
de preeminencia y reconocimiento social exigían pureza de ‘raza’. De este modo, el feno-
tipo se confundía ideológicamente con el genotipo y el estatus social. Las mujeres blancas
de las clases superiores y sus familias eran controladas por los varones de la familia, y
eran protegidas de la contaminación ‘racial’ a través del matrimonio…» (1992: 14).
Las mujeres mantuanas venezolanas tenían también prejuicios socia-
les y raciales en contra del mestizaje ya que se consideraban a sí mismas
como aristócratas. Iglesias apunta en ese sentido: «La mujer blanca ... se negó
a vincularse con el indio aunque tuviera que aceptar por marido... a esos conquistadores
ahora convertidos en encomenderos prósperos pero envejecidos y desdentados…», con-
ducta que según la autora se intensifica en el siglo XVII y se afianza en el
XVIII (1993:57-58). Por otra parte, Cunill Grau asevera que los hombres
extranjeros de origen europeo, que residían en Caracas para finales del
siglo XIX, casaban sólo con mujeres criollas descendientes de españoles
(1987, III: 1608).
Se puede considerar entonces que los sectores dominantes coloniales
y republicanos propiciaron el desprecio hacia cualquier forma de mesti-
zaje, así como también hacia la condición de «pobre». En consecuencia,
generaron una ideología estructurada sobre la base de varias nociones
que no correspondían con la realidad: en primer lugar, considerar que
los/as europeos/as poseían pureza de sangre, elemento que como ya he-
mos señalado era ilusorio en la medida que no solamente existía un alto
mestizaje actual, sino también que ninguno/a de ellos/as era «puro/a» ni
étnica ni racialmente; y en segundo lugar, creer que porque los pardos,
indios y negros y los pobres de origen hispano denominados blancos de

131
orilla, estaban subordinados y sometidos, constituían seres inferiores. La
sanción social negativa hacia los sectores de la población que la élite reco-
nocía como mestizos trajo consigo que fuesen excluidos y discriminados
socialmente lo cual se expresó en una severa normativa sobre lo podían o
no hacer, en cuáles espacios participar, etc. Sin embargo, es gracias a ese
mestizaje, como las indígenas se amalgamaron con las negras esclavas y
las blancas de orilla o pobres dando lugar posteriormente a las mujeres
criollas, sobre todo las que integran hoy día la mayor parte de los sectores
populares.
Cunill Grau refiere que para mediados del siglo XIX, el mestizaje se
había intensificado tanto en el pueblo La Vega (actual Región Capital),
que la población indígena prácticamente no era representativa (1987, III:
1672).
Se cree, y no sin alguna razón, que la conquista española de América
fue realizada por hombres solos, factor que se esgrime como causa y
excusa de las uniones forzadas con las mujeres indias y con las de origen
africano. Sin embargo, la arqueología demuestra una discreta participación
femenina europea durante el proceso de conquista. Las investigaciones de
Ortega en La Isabela, primera villa española en República Dominicana
(Ortega, 1988: 11), muestran que en los cementerios correspondientes a
los primeros años de la conquista están representados individuos de los
dos géneros, ambos de origen europeo. En el caso venezolano, la presen-
cia femenina europea durante la conquista puede ser inferida a partir de la
existencia de ciertos elementos en el registro arqueológico usados para el
mantenimiento doméstico, como es el caso de los dedales, desconocidos
hasta ese momento entre las poblaciones indígenas. En el sitio Escuela
de Música J. A. Lamas, ubicado en la Esquina de Santa Capilla, Caracas,
nuestras investigaciones arqueológicas nos permitieron recuperar, para
una fecha de 1572, un dedal realizado en hierro forjado (Sanoja y otros/
as, 1998: 134; Sanoja y Vargas, 2002b: 81). Algo similar ocurría en Repú-
blica Dominicana, donde las excavaciones realizadas por Veloz Maggiolo
en la antigua Villa de Santo Domingo han proporcionado numerosos ob-
jetos de uso femenino de origen europeo (1992).
En relación al análisis de la reproducción biológica de los/as esclavos/
as de origen africano, distinta a la que resultó de las uniones forzadas que
se dieron en Venezuela, es interesante enfatizar cómo ésta expresa la uni-
dad orgánica de la producción y la reproducción. En tal sentido, es perti-
nente el planteamiento de Meillassoux, quien señala que: «... los esclavos son

132
diferentes a otros miembros de la comunidad en el sentido de que están privados del de-
recho de la descendencia… (ya que)… para que el sistema esclavista sea orgánico …
no se les puede permitir tener dependientes… Si va a existir la explotación, el esclavo
no debe reproducirse biológica o socialmente…« (1979: 9-10, traducción nuestra).
Si ello es así, es obvio que la esclavitud supuso para las mujeres esclavas la
negación de cualquier derecho en lo que atañe a su sexualidad, ya que no
sólo no podían escoger pareja, sino que incluso les estaba vedada la posi-
bilidad de reproducirse biológicamente con el individuo de su escogencia.
El mismo autor también apunta que «La reproducción de la esclavitud de-
pende de la capacidad de la sociedad de adquirir esclavos, esto es, un aparato que no
está ligado directamente a las capacidades de reproducción demográfica (fecundación)
de la población esclavizada…». Podemos decir en este sentido que, en el caso
venezolano, las uniones forzadas de hombres europeos con mujeres ne-
gras esclavas garantizaron la reproducción de los/as esclavos/as a través
de la gestación de una población mulata, signada por la esclavitud, lo cual
supuso una forma de «obtención» de nuevos esclavos/as, pero indepen-
diente de la trata.
Dice Meillassoux, más adelante, que al esclavo agrario «…se le permite
una compañera, un trozo de tierra y la posibilidad de reproducirse biológicamente…»
(Traducción y énfasis nuestros). Asimismo indica que, en tales casos, «…
el Señor… controla la reproducción de la célula productiva…» y, al darse esas
condiciones materiales concretas, el trabajador «…se ve forzado a controlar
su reproducción, ya sea a través del infanticidio, aborto o abandono de los hijos… La
relación de explotación alcanza el interior de la célula productiva, esto es, dentro de
la familia. Las mujeres son explotadas a través del trabajo doméstico necesario para
la educación y crianza de los hijos, a través del trabajo necesario para la reproducción
física de la fuerza de trabajo» (1979: 11, 12, 13, traducción nuestra).
Las mujeres esclavas de origen africano venezolanas, así como muchas
mujeres indígenas, llegaron a constituir durante la colonia, en general,
lo que Meillassoux denomina «esclavo agrario» o «siervo» (1979: 11),
dedicadas al trabajo agrícola, integradas a grupos o células familiares que
eran controlados económicamente de forma total por los amos, abusadas
sexualmente por los mismos, y cuyos/as hijos/as pasaban a engrosar la
fuerza de trabajo propiedad de los señores.
En relación a este último punto, Acosta Saignes apunta que para per-
petuar el régimen esclavista, la Real Cédula de 1526 dispuso la esclavitud
de los/as hijos/as de los esclavos, aun cuando hubiesen nacido de un
matrimonio legítimo. Continúa el autor «Para que se cumpliese a cabalidad la

133
disposición, según la cual los hijos de esclavos serían esclavos, se prohibió la entrada de
los negros a encomiendas y pueblos de indios. Si tenían hijos… resultaban problemas
legales, pues el padre era esclavo y la madre indígena» (1984: 310, 312). En con-
secuencia, las uniones entre esclavos y entre éstos e indios eran fuerte-
mente penalizadas, quizá porque ninguna de ellas garantizaba de la misma
manera que las que se daban entre europeos y negras la perpetuación de
la condición de esclavitud de los/as hijos/as.
Esta situación cambió en la letra pues desde el siglo XVII se estatuyó
en las Leyes de Indias que los amos debían dar facilidades a los esclavos
para casarse entre ellos; sin embargo, según Acosta Saignes, todavía para
finales del siglo XVIII, los amos se oponían tenazmente a esos matrimo-
nios, recurriendo en ocasiones a diversos subterfugios, como considerar-
los envueltos en procesos judiciales, secuestrarlos y castigarlos (1984: 227
y sgts.). También señala el autor citado cómo la sociedad toda sancionaba
negativamente las uniones entre esclavos, pues las oposiciones incluían,
además de las de los amos, «…la de quienes consideraban su significación social
superior a las de los simples esclavos; la de quienes pensaban haber ascendido en la
escala de castas; la de quienes, aun en la esclavitud, querían que sus hijos libres mejo-
rasen» (1984: 240).
De las informaciones anteriores se infiere que las uniones entre los/as
miembros de los grupos de origen africano operaron durante la colonia
de tres maneras: por un lado, a pesar de las restricciones legales estableci-
das como forma de poder controlar la descendencia y perpetuar la escla-
vitud, hubo uniones espontáneas entre ellos/as, evadiendo los castigos
y penalidades; por otro, los/as esclavos/as se sometieron a las normas y
la descendencia pasó a ser esclava como los progenitores y, finalmente,
los/as individuos libres o los/as cimarrones establecieron uniones matri-
moniales independientes de las restricciones del poder dominante. En tal
sentido, son numerosas las referencias acerca de la presencia de mujeres-
esposas entre los grupos cimarrones, no sólo venezolanos sino caribeños
en general (Guerra, 1984; La Rosa, 1986). Sin embargo, la libertad de
los cimarrones hombres no mejoró en mucho las condiciones de vida
de las mujeres cimarronas huidas de sus amos debido a que continuaron
siendo valoradas por su capacidad reproductora. La información que re-
porta Guerra (tomada de Rémy) es ilustrativa de la aseveración anterior.
Dice Rémy: «La práctica corriente de la poligamia en África inclinaba a vender a
los hombres y conservar las mujeres (precisamente por ser las reproductoras).
Negreros y plantadores buscaban los varones … Así lo más frecuente era que se

134
contaran 5 hombres por cada mujer» (citado por Guerra, 1984: 57-58). Más
adelante, el autor reporta las informaciones ofrecidas por Price sobre las
condiciones en las cuales vivían las mujeres en los cumbes jamaiquinos,
pequeños poblados que establecían los esclavos cimarrones después de
haber huido de sus amos: «En algunos cumbes … la poliginia fue prerrogativa de
los esclavos fugitivos más importantes, lo que regulaba aún más la posesión femenina».
Diríamos nosotros, el control sobre las mujeres y su sexualidad. Y sigue
Price ofreciendo datos sobre los cumbes jamaiquinos: «…existencia de re-
glas cuidadosamente establecidas que permitían que varios hombres compartieran una
mujer un número determinado de noches, controlando de esa forma los derechos en la
descendencia y la filiación» (citado por Guerra, 1984: 59).
En los cumbes, pues, se perpetuó la poligamia ancestral africana entre
las poblaciones descendientes de esclavos/as en territorio americano,
pero en peores condiciones de existencia para las mujeres, ya que éstas
no solamente habían sido trasplantadas a la fuerza a nuevos contextos
socioculturales, sino que tenían que compartir sexualmente sus vidas con
diversos y numerosos individuos de diferentes etnias a las de sus regiones
de origen, con los cuales las unían sólo el vínculo de la infame condición
de haber sido esclavos. No obstante las informaciones anteriores, es nece-
sario apuntar que los datos originales que poseemos sobre los cimarrones
fueron escritos por cronistas europeos, caracterizados por ser narraciones
y crónicas selectivas, limitadas y sesgadas. En tal sentido, La Rosa afirma:
«…esos grupos o sectores populares, por razones de clase, no tenían acceso a la cultura
y no dejaron documentos escritos... que expusieran de manera directa el papel y lugar
que desempeñaron en el proceso histórico, así como los sentimientos que los guiaron»
(La Rosa, 1986: 86).

A manera de conclusiones: Las mujeres, garantes de la reproduc-


ción biológica y social
El breve estudio de las fuentes etnohistóricas sobre sociedades cazadoras
recolectoras que hemos realizado nos permite afirmar que las formas ideo-
lógicas implementadas —como mediación entre lo real y la conciencia—
sirvieron para justificar la subvaloración de las mujeres y de su papel en la
producción y enfatizar por el contrario el de la reproducción, especialmen-
te la biológica. Lo anterior es particularmente claro cuando nos detenemos
a considerar el mundo mítico de las sociedades cazadoras recolectoras. La
conceptualización ideal del mundo real que poseían —preeminencia y
superioridad de los hombres - mujeres inútiles necesitadas de cuido— en-

135
traba en contradicción con lo que sucedía en la realidad, ya que las mujeres
producían tanto o más que los hombres y de hecho eran quienes cuidaban
de la mayoría de los miembros de la sociedad; esa contradicción debía ser
resuelta, y la solución implicó la existencia de un pacto social entre ambos
agentes, donde cada uno/una de ellos/as aceptó que si se veía compro-
metida la única función social propiamente femenina —la reproducción
biológica de los seres sociales— se ponía en peligro la pervivencia y viabi-
lidad de toda la sociedad. Es por ello, pensamos, que en la mitología de los
grupos sociales cazadores-recolectores siempre existe un reconocimiento
a una mujer, a una madre mítica, a una madre originaria. Las más de las
veces observamos que la mujer originaria, la mujer mítica era perfecta; si
hubo alguna imperfección o si ésta surgía luego en la vida social, era culpa
de las mujeres reales por no ser sumisas.
En el caso de los pumeh, Kuma, la diosa fundamental es concebida como
la divinidad que garantiza el cuidado de todos/as en más allá; pero son
los hombres, los shamanes, los únicos capaces de comunicarse con ella
no obstante que existen shamanas. Entre los yámana, Kina es la diosa, la
mujer originaria; pero fueron las mujeres reales, durante el llamado «pe-
ríodo matriarcal» de la sociedad yámana, las culpables de que las mujeres
perdieran el poder que tenían sobre los hombres al cometer un pecado
original (Vargas, 2005).
En lo que se refiere a las sociedades tribales, las fuentes parecen indi-
car, también, que existe una contradicción similar a la anterior entre los
planteamientos de la ideología patriarcal sobre las mujeres como seres
necesitados permanentemente de cuidados, y el papel que éstas jugaron
de manera efectiva. Se desprende de los datos revisados que, en realidad,
aunque las mujeres cuidaban no sólo a los/as hijos/as sino a los mismos
hombres en la vida real, ello sólo era aceptado a nivel simbólico, pues
existía la concepción de que el agente social destinado cumplir con las
funciones de protección del otro/a y de la sociedad toda era el masculi-
no, y por lo tanto los papeles femeninos eran negados, invisibilizados o
naturalizados.
La importancia del papel protector de las mujeres hacia los hombres
en la vida real se refleja, entre otros elementos culturales, en cómo las
mujeres de los cacicazgos —no sólo los venezolanos sino también los de
Panamá, Colombia y República Dominicana— debían ser enterradas con
sus esposos para que continuaran en el más allá cumpliendo con la fun-
ción de cuidarlos. Caso similar refleja el de las «avanzadoras» del período

136
independentista, quienes —al ser las garantes de la logística de guerra:
preparación de las armas, venenos, comida, mantenimiento de los campa-
mentos, curas de heridas y demás— eran quienes podían y debían cuidar
de los hombres integrantes de la tropa.
Como consecuencia de lo anterior, la mayoría de los mitos de creación
y de orígenes de las sociedades tribales contemporáneas tienen como fi-
gura central una mujer, o en todo caso, si se trata de un hombre, la impor-
tancia de éste deviene de ser hijo de una madre originaria. Estos elemen-
tos suponen, de hecho, un reconocimiento a la capacidad de las mujeres
para la reproducción biológica de todo el grupo étnico y a sus capacidades
para la reproducción del sistema social. En el caso de los guarequema,
por ejemplo, González Ñáñez reporta un panteón integrado por 16 di-
vinidades principales, de las cuales 6 son mujeres, y en el cual amáluyawa,
una divinidad mujer, preside todo el panteón (1980: 62). Los mitos refle-
jan, a pesar de que la ideología patriarcal establece la noción del hombre
proveedor y trabajador, y una mujer fundamentalmente consumidora y
desvalida, un reconocimiento de toda la sociedad al papel real de las mu-
jeres en la producción y en la reproducción no solo de la vida biológica,
sino también en la creación de la misma vida social, confiriéndoles —en
ocasiones— una capacidad única para generar los recursos naturales bási-
cos que sustentan la vida económica de toda la sociedad. Ello se trasluce,
por ejemplo, en varios mitos creacionales de grupos tribales amazónicos
en los cuales una mujer mítica creó plantas específicas. En este sentido, es
interesante recordar los señalamientos de Armellada, quien apunta que
para los pemón de la zona guayanesa venezolana, existe una constante en
los mitos —expresados a través de cuentos—: la búsqueda de los hom-
bres de un regreso a la casa de la madre (1988: 30).
La ideología que sustentaba la vida social de las sociedades tribales era
reproducida por las mismas mujeres mediante la socialización de los/as
hijos/as a nivel familiar y en la esfera pública comunitaria en donde ellas
participaban activamente en los rituales, las ceremonias y las festividades.
Aunque esas ceremonias estaban generalmente presididas por un hom-
bre (casi siempre el shamán), los ritos incluían a una/s mujer/es —casi
siempre anciana/s— quienes servían para reforzar la ideología existente.
Las mujeres elegidas, las encargadas de controlar a las otras, como hemos
visto, intervenían en esas actividades ya como cantantes, como prepara-
doras y dispensadoras de bebidas y comidas o como ayudantes de los
shamanes en sus tareas destinadas a mantener a las demás mujeres dentro

137
de la ignorancia sobre aspectos básicos de sus vidas, especialmente aqué-
llos referidos a la dominación que sufrían.
Los datos revisados sobre la producción de mantenimiento de las
mujeres de origen africano en sus propios espacios son escasos. Los/
as autores/as revisados/as ofrecen poca o ninguna información sobre
cómo socializaban esas mujeres a sus propios hijos/as. En ello influye,
a no dudarlo, la condición de esclavitud a la que estaban sometidas que
les negaba un acceso y libertad para criar a sus hijos/as. A pesar de estas
carencias, es importante resaltar el papel que jugaron en la socialización
de los/as niños/as de origen europeo, como ya hemos expuesto, sobre
todo en lo que atiende a la estructuración de un imaginario colectivo,
prácticas y valores culturales, aspectos afectivos, ritualísticos y religiosos,
gestualidad, musicalidad y demás entre los múltiples elementos culturales
que contribuyeron a formar en las distintas generaciones de venezolanos
y venezolanas del período colonial, muchos de los cuales persisten hasta
nuestros días.
El papel de las mujeres como el agente social fundamental en la re-
producción de la ideología que existió entre las sociedades tribales pre-
contacto persistió en la sociedad colonial. En este sentido es claro en las
fuentes revisadas cómo las «matronas» eran las encargadas de reproducir
los valores sociales, las normas de conducta, controlar a las mujeres más
jóvenes de posibles desviaciones y, en general, garantizar la perpetuación
del sistema social. Es notorio el señalamiento de los/as autores/as con-
sultados/as sobre el papel de las mujeres de los estratos dominantes en
la reproducción de la ideología y los estereotipos racistas sobre el mesti-
zaje. Todo ello explica por qué, entre dichos sectores, existe hoy día una
actitud racista, legitimada a través de una identidad ancestral con un, no
siempre cierto, antepasado «blanco».

138
PARTE IV
PARTE IV

EL PATRIARCADO
Y LA IDEOLOGÍA
PATRIARCAL
CAPÍTULO XI

La aparición de la ideología patriarcal y la creación


de estereotipos negativos sobre las mujeres

Algunos autores/as aseveran que aparejado al surgimiento de las relacio-


nes capitalistas de producción se institucionaliza la ideología patriarcal.
Beechey señala que el concepto de patriarcado, utilizado por las mujeres
para analizar los principios sobre los cuales se basa la opresión femeni-
na —no obstante la variedad de significados que posee para los diversos
movimientos feministas— ha sido concebido por los grupos marxistas
como relacionado directamente con el surgimiento de la sociedad capita-
lista (1981).24 Según la misma autora, la teoría marxista sobre la opresión
femenina es política, ya que considera que no debe analizarse el patriarca-
do de manera aislada, sino fundamentalmente en función de las relaciones
que existen entre éste y el modo de producción capitalista. En consecuen-
cia, según los planteamientos de Beechey, los/as autores/as marxistas
consideran que las formas de explotación y subordinación de las mujeres
no deben ser separadas de otras formas de explotación y opresión que
existen en las sociedades capitalistas.25 De acuerdo a lo anterior, la domi-
nación femenina estaría unida inextricablemente al orden capitalista, por
lo cual es política la decisión de grupos feministas autónomos para orga-
nizarse como movimientos sociales. A pesar de estas críticas de la autora,
24
No vemos a este comentario de Beechey como totalmente cierto,
toda vez que somos muchas las marxistas que consideramos que el
patriarcado institucionalizado no surge con las relaciones capitalistas
de explotación. La sociedad capitalista lo hereda. Por ejemplo, nosotras
consideramos que es cuando surge la desigualdad social —de hombres
y mujeres—cuando podemos hablar de patriarcado. Esa desigualdad
precede —como sabemos—al capitalismo. A lo largo de esta obra
hemos tratado de demostrar que tal cosa aparece cuando la sociedad
se estratifica, ya sea en rangos sociales, ya sea en clases sociales, y las
clases pre-existen al capitalismo.
25
Ciertamente, dado que el capitalismo se basa en la dominación y
explotación de unos/as pocos sobre la mayoría, y dado que se trata
del sistema socio-económico-cultural que existe en la actualidad, si
queremos combatir la dominación capitalista debemos incluir la que
se origina con el patriarcado que ha sido heredado por el capitalismo
140
pensamos, sin embargo, que tales movimientos existen para propiciar,
precisamente, un análisis tanto de las formas de lucha feminista como de
clases que existen en condiciones históricas concretas.
Según autoras como Mitchell (citada por Beechey 1981), el patriarcado
es fundamentalmente una ideología. Dice Mitchell que la característica
definitoria de una cultura patriarcal es que dentro de esa cultura, el padre
asume simbólicamente el poder sobre la mujer; asegura además, que son
los padres o sus representantes los que poseen un poder determinante
sobre las mujeres.
Para nosotras, el patriarcado como tal, como una forma de domina-
ción de las mujeres por parte de los hombres, es un sistema social funda-
mentado en una ideología: la patriarcal, pero dicho sistema no es reduci-
ble a ella a pesar de su altísima eficacia. Esta ideología se ha basado en la
idea —como dice Carlos Esteban Deive— de identificar a la mujer con
la naturaleza y al hombre con la cultura, reduccionismo biológico que
da lugar a que «…la primera se someta al dominio del segundo» (1993: XIX).
En torno a este debate creemos haber demostrado en este trabajo hasta
ahora cómo, en el caso venezolano —vale decir, en situaciones históri-
cas concretas— es evidente que si bien las condiciones sociales para que
surgiera el patriarcado se van conformando mucho antes de la aparición
de las relaciones sociales capitalistas de explotación, el patriarcado insti-
tucionalizado sólo existe cuando lo hacen los rangos y las clases sociales,
y sabemos que éstas aparecen antes de que lo haga el capitalismo. Por
las razones expuestas, consideramos que, aunque las bases históricas del
sistema patriarcal y de la ideología que lo acompaña se gestan —a nuestro
juicio— entre las sociedades tribales estamentarias y jerárquicas, es en
la sociedad colonial —plenamente clasista— cuando se le formaliza e
institucionaliza.
Las sociedades estamentarias, consideradas «sociedades con relaciones so-
ciales tipo Estado» (Patterson y Gailey, 1987) están caracterizadas por la
presencia de rangos que se apropian del plustrabajo de hombres y muje-
res a través del tributo, y en consecuencia se oprime económicamente no
solamente a las mujeres, sino también a los hombres. Sin embargo, al ser
las mujeres las garantes de la reproducción de los agentes sociales, bioló-
gica y socialmente, están sujetas también a otras formas de dominación,
como son las de género.
Para nosotros, pues, la ideología patriarcal tiene sus orígenes en la fase
estratificada del Modo de Producción Productor o Tribal Agropecuario

141
(Vargas, 1990)26, fase en la cual comienza el proceso de transformación
del modo de producción de toda la formación social. En tales situaciones,
como hemos visto, las mujeres de los cacicazgos fueron discriminadas y
oprimidas, observándose variaciones en tales elementos ya se tratase de
mujeres pertenecientes al común o a los linajes dominantes.
Comas señala que si bien el género constituye una de las formas de
desigualdad existentes en la sociedad, existen otras —también fundamen-
tales—basadas en las diferencias de raza o en el acceso desigual a los re-
cursos. Apunta, además, que los mecanismos sociales mediante los cuales
esas diferencias se convierten en desigualdades son de naturaleza muy
similar, por lo que —dice— «…para entender los sistemas de género es necesario
entender el proceso más general de construcción social de la diferencia como desigualdad»
(1995: 18). Más adelante la investigadora señala el papel del trabajo en esa
construcción; advierte —acertadamente— que en el trabajo cristalizan
tanto las divisiones técnicas del proceso productivo como las relaciones
sociales que lo hacen posible y que «... distribuyen a los trabajadores en distintas
actividades». Un importante aporte de Comas en relación a la comprensión
de los efectos de la división social del trabajo en las formas de opresión
de las mujeres es el referido a su concepción sobre cómo éste permite una
jerarquización de tareas y simultáneamente una jerarquización de personas.
Para la autora, el trabajo integra las distintas formas de desigualdad social
y permite entender tanto los sistemas de género como su articulación con
otras divisiones sociales (1995: 18).27
26
En otros trabajos más recientes lo hemos designado como un
«patriarcado americano originario», el cual presentó particularidades
diferenciales con respecto al «patriarcado clásico»de la Europa
Antigua» debido a la base socioétmica existente en los territories
americanos (Vargas, en prensa)
27
Si seguimos estas ideas de Comas, podemos concluir que ella
conceptualiza el trabajo luego de la division social del mismo, es
decir, luego que aparecen las clases sociales, como el origen de las
desigualdades de género. Sin embargo, autoras como Heidi Hartman
(1981) señalan que la division del trabajo por sexos parece haber sido
universal a lo largo de la historia de la humanidad y que en nuestra
sociedad actual la division sexual del trabajo es jerárquica, con los
hombres en el tope y las mujeres en la base. Hartman considera que
las raíces del estatus presente de las mujeres yace en esta division que
existe antes del capitalismo, un sistema patriarcal que fue establecido
de manera que los hombres pudieran controlar el trabajo de las mujeres
142
Lo anterior significaría que cuando la sociedad establece divisiones
definidas por el valor o significación que se atribuyen a determinadas ta-
reas sociales, al considerar unas como más importantes que las demás, las
personas que las ejecutan son jerarquizadas inevitablemente; ello supone,
en consecuencia, una disgregación del todo social con la aparición de
desigualdades y exclusiones.
Como hemos visto para el caso venezolano, con el advenimiento de
las sociedades plenamente clasistas, la colonial y la republicana, la do-
minación de las mujeres se agudizo y se crearon nuevas instituciones y
prácticas patriarcales. Sin embargo, es necesario enfatizar al respecto que
el surgimiento de la familia patriarcal, y de la ideología que perpetúa su
reproducción, no pueden disociarse de la división social del trabajo que
comenzó a operar dentro de la sociedad tribal estratificada. De la misma
manera como el capitalismo, tal como apunta Beechey, no crea el proceso
de trabajo capitalista, sino que lo desarrolla a través de un largo proceso,
prolongado y desigual, las formas de organización de la fuerza de trabajo
históricamente determinadas tampoco crean la familia patriarcal; la desa-
rrollan a través de la economía doméstica patriarcal que ya existía (1997:
89). Esa economía aparece, precisamente, entre las tribus con una estruc-
tura social jerarquizada.
La importancia de la división social del trabajo en el desarrollo e insti-
tucionalización del patriarcado ha sido señalada por diversos/as autores/
as. En tal sentido, es pertinente destacar por qué surge la división social
del trabajo. Autores/as como Castro y otros/as plantean que «…la divi-
sión de tareas en una sociedad se establece cuando se exige un aumento socialmente
necesario de la productividad... un reparto de tareas que aumente la eficacia producti-
va…» (1998: 1). Los/as mismos/as autores/as señalan que «La producción
y las relaciones sociales de producción involucraban inicialmente a la totalidad de los
sujetos y objetos sociales, conformando un contexto de integración donde las esferas
económica, social y política apenas podían diferenciarse» (1998:2, énfasis nuestro).
Y, continúan, «El reparto de tareas... pasa a depender de contextos particulares de
la producción… supone una fragmentación del sujeto social global. La división del
trabajo crea un nuevo marco relacional…; con la división social del trabajo, el énfasis
ya no recae en el reparto de las tareas socialmente establecido, sino en la división entre
el trabajo realizado y la disimetría de los/as trabajadores/as en cuanto al acceso a lo
producido… (ello) posibilita un cambio en el valor de los objetos sociales que redunda

y de los niños en la familia. Así fue como los hombres aprendieron las
técnicas de organización y control jerárquico.
143
en un cambio en la disimetría de los sujetos sociales…» (1998: 2-3, énfasis nues-
tro). En sintonía con estas ideas, en otros trabajos hemos señalado: «En
la fase de consolidación del modo de producción tribal... (existen) transformaciones
en los patrones de distribución y cambio, alterándose el sistema de acceso colectivo a la
producción…; en la fase de disolución del modo de producción se genera una institución
que legitima la desigualdad… que permite la apropiación diferencial de los excedentes
de la producción…» (Vargas, 1990: 101 y sgts, 113).
En el caso venezolano, la ideología patriarcal se basó, a partir de la
colonia, momento en el cual se transforman las relaciones entre los suje-
tos sociales debido a factores exógenos, en las nociones de que, por una
parte, las mujeres constituimos seres débiles y necesitados de cuido y
protección constantes por parte de los hombres, y que es natural —vale
decir, eterno— que exista una diferencia entre lo que pueden y deben ha-
cer los hombres y lo que debemos hacer las mujeres. En concordancia con
esas nociones, la ideología patriarcal ha generado una adecuación entre
género y ámbitos o espacios sociales: el público, reservado a los hombres,
y el privado, a las mujeres. Esa adecuación entre género y espacio social
ha servido para naturalizar los papeles femeninos sobre la premisa que
estatuye que puesto que las mujeres podemos ser madres, siempre hemos
realizado las tareas dedicadas al mantenimiento del hogar y al cuido de la
descendencia, por lo cual debemos permanecer recluidas en el ámbito do-
méstico. La naturalización sobre lo que debemos hacer las mujeres se logró
gracias al manejo de ciertas categorías de desvaloración, expresadas en
dos estereotipos cuyo origen posee carácter histórico: nuestra supuesta
incapacidad para realizar otras tareas distintas a las de reproducción bio-
lógica y social, y el constituir seres inferiores a los hombres, sin iniciativas
ni metas, salvo aquéllas que nos dictan los hombres.
Como hemos intentado mostrar, hasta ahora, la producción de la vida
material en las sociedades precoloniales y coloniales venezolanas solo fue
posible con el concurso de los dos sexos, con el trabajo rutinario y cons-
tante de mujeres y hombres estructurados dentro de colectivos sociales
organizados de varias maneras. Sin embargo, los sesgos que se observan
en la producción de conocimiento sobre la historia de Venezuela acerca
de las distintas formaciones sociales han dado lugar a los estereotipos ne-
gativos que manejamos hoy día en nuestra vida cotidiana y que condicio-
nan nuestras percepciones y conductas: indios originarios —en general—
vistos como seres flojos, y mujeres indias consideradas como sin metas ni
objetivos. En consonancia con estas valoraciones, se piensa que ambos

144
aportaron muy poco a la producción de la vida material y, en consecuen-
cia, a la formación de la nación. La etapa colonial, dentro del conocimien-
to científico generado por la historiografía y la arqueología tradicionales,
ha sido exaltada, situándola como el único, solo y «verdadero» origen de
la nación. Esta visión, aunque ha servido para reivindicar los logros mate-
riales incuestionables que trajo aparejada la colonia, ha hecho caso omiso
de los obvios aportes de los y las sometidos/as: los/as indios/as y los/
as esclavos/as de origen africano. Las manifestaciones valorativas presen-
tes en nuestra cotidianidad contemporánea, alusivas a la discriminación
de los colectivos sociales mestizos que constituyen la base de nuestro
ser nacional, de nuestra nacionalidad, han propiciado entre nosotros una
autopercepción negativa, una visión distorsionada de nosotros mismos,
permitiendo el surgimiento de condiciones proclives a la neocolonización
de toda la población (Vargas y Sanoja, 1993; Montero, 1997; Vargas, 1999;
Vargas y Sanoja, 1993; Sanoja y Vargas, 1999). En tal sentido, Montero
ha mostrado cómo, entre los/as venezolanos/as, prevalece la valoración
positiva del «otro» sobre la del «nosotros» (Montero, 1997).
Estos estereotipos negativos han surgido y han sido reproducidos
—como se infiere de lo expuesto hasta ahora— sin que posean alguna
correspondencia con la realidad, sin que estén basados en un estudio y
análisis profundo de los procesos históricos vividos por esos colectivos
sociales. En tal sentido, es necesario reconocer que si bien la solidaridad,
la cohesión y el cooperativismo social fueron la norma entre todos los
grupos que conformaron tanto la formación social cazadora recolectora,
como la formación social tribal en la fase no estratificada de su modo
de producción, la igualitariedad social, esgrimida —incluso por nosotras
(Vargas, 1990: 104 y sgts.)—como un factor central para comprender a
sociedades sin clases, no parece haber sido un elemento que pudiera ser
generalizable a todos los agentes sociales. Los datos que hemos presen-
tado en este trabajo demuestran que unos eran más iguales que otras en las
sociedades precoloniales. Sin embargo, como hemos visto, aunque la
producción femenina se equiparaba a la masculina y en la mayoría de los
casos la sobrepasaba, persiste tradicionalmente la idea —hasta la actuali-
dad— que tiende a subvalorar esa producción, a minimizarla o a negarla.
En tal sentido, es importante señalar que esa situación de minusvalía de
los colectivos femeninos se ve fuertemente enfatizada a partir de la so-
ciedad colonial, momento en el cual se institucionaliza el patriarcado y se
establecen nuevas valoraciones sobre el aporte productivo de las mujeres.

145
Los estereotipos negativos que se gestan a lo largo del proceso histó-
rico venezolano han quedado establecidos y, como dice Thompson «…
es facilísimo interpretar los datos a través de ellos…» (1995: 455). Tal cosa ha
ocurrido con la mayor parte de la producción historiográfica venezolana,
lo cual es sumamente grave, toda vez que esos estereotipos son esgrimi-
dos hoy día por la mayoría de la población como equivalentes a la verdad
De especial relevancia para la comprensión de la gestación de la sub-
valoración del trabajo de las mujeres es entender el papel que juega en ella
el trabajo familiar doméstico. Quizá la expresión más inquietante sobre
ese trabajo la constituye la siguiente cita de Lenin: «La mujer continúa siendo
esclava del hogar, pese a todas las leyes liberadoras, porque está agobiada, oprimida,
embrutecida, humillada por los pequeños quehaceres domésticos … que malgastan su
actividad en un trabajo absurdamente improductivo…» (1978: 70). Aunque no
coincidimos con Lenin en que los domésticos sean «pequeños quehace-
res» o que se trate de un trabajo «improductivo», sí lo estamos en el sen-
tido de que el trabajo doméstico constituye una suerte de esclavitud en la
sociedad capitalista, siempre negado como trabajo, siempre desvalorado,
no reconocido ni pagado.
Aunque el trabajo doméstico —fundamentalmente el femenino— no
es remunerado ni reconocido, garantiza la reposición y la renovación de
la fuerza de trabajo e incide en la creación de las condiciones de la pro-
ducción y en la reproducción de esa fuerza de trabajo, al mismo tiempo
que la socialización permite el mantenimiento y reproducción de las rela-
ciones sociales existentes.
Si algo nos enseña la breve revisión que hemos hecho sobre la produc-
ción económica y social en la historia de Venezuela, es que la norma fue la
riqueza y diversidad de los aportes productivos de los colectivos sociales,
elementos que permitieron que miles de generaciones de venezolanos y
venezolanas nos legaran saberes y conocimientos sobre el medio am-
biente, sobre tecnología agraria, sobre alimentos y productos medicinales,
entre otros. Simultáneamente, nos permite acercarnos a una mejor com-
prensión de los procesos que dieron origen a la desigualdad basada en las
diferencias sociales, especialmente en el género.

146
CAPÍTULO XII

Las mujeres, la familia y la vida doméstica, y la ideología patriarcal

Como ya hemos señalado, la ideología patriarcal estableció desde el surgi-


miento de las sociedades tribales estratificadas o cacicales (Vargas y otros/
as, 1997; Sanoja, 1984; Sanoja y Vargas, 1987, 1999; Toledo y Molina,
1987), fortalecida a partir de la colonia, una separación entre los espacios
público y privado. Tal separación se basó en la concepción de que existen
características inherentes a cada género que obedecen a causas naturales y
ahistóricas que determinan no sólo lo que cada género puede hacer sino
también dónde. La ideología consideró que el espacio privado era el lugar
donde se desenvolvía la familia, entendida como la unidad primaria de
la sociedad y, en consecuencia, estableció que ese espacio constituye el
sitio donde las mujeres son las responsables de transmitir las tradiciones,
estructurar formas de conducta, inculcar valores morales, y cuidar y criar
a los/as hijos/as.
La distinción creada entre la esfera política y el espacio público como
equivalente a lo masculino, y entre el ámbito doméstico, considerado no
político y las mujeres constituye, según Cubitt y Greenslade una versión
esencialista de la subjetividad de las mujeres que refuerza la dicotomía de
espacios o ámbitos de la vida social (1997: 53). 28
Fue durante la colonia, precisamente, cuando se fortalece e institu-
cionaliza la separación de los espacios de actuación de los géneros que
había surgido entre las sociedades tribales estratificadas. Es asimismo
por ello, cuando las uniones matrimoniales que se establecen y norman
28
Kate Millett (2000: 24) destaca que la palabra política es útil para
resaltar la naturaleza real de los estatus relativos de los sexos, tanto
históricamente como en el presente. Asienta la autora que el carácter
político de las relaciones entre los sexos depende de cómo se defina lo
político; en tal sentido señala que el término político refiere a relaciones
estructuradas sobre la base del poder «ordenamiento donde un grupo
de personas es controlado por otro». Más adelante dice que «el sexo
es una categoría de estatus con implicaciones políticas». Siguiendo a
Millett consideramos que las relaciones entre sexos que se dan en el
espacio doméstico, en donde un agente (masculino) domina y controla
a otro (femenino), son de carácter politico, por lo que la condición de
«político» trasciende los espacios tradicionalmente concebidos para la
actuación de los géneros como es el domestico.
147
son concebidas como los mecanismos sociales que garantizan la repro-
ducción de una moral que era inseparable de los intereses económicos
de las minorías. Rogatis apunta en este sentido que la institución matri-
monial colonial no podía ser rota, a menos que el poder existente es-
tuviese dispuesto a enfrentar conflictos de tipo social y religioso (2004:
16). Al mismo tiempo, esa moral no era más que la careta ideológica
para poder ejercer el control sobre la reproducción biológica de la fuer-
za de trabajo y sobre la propiedad de bienes y medios, ya que establecía
que el único fin del matrimonio era la procreación. Es por lo anterior
que las uniones de hecho eran vistas como ilegítimas pues se considera-
ba que lesionaban las bases morales de la sociedad colonial y, pensamos,
al hacerlo, afectaban las posibilidades de las autoridades —representan-
tes de las minorías privilegiadas— para controlar la reproducción social.
Dice la autora antes citada que el Estado y la Iglesia Católica imponían
la idea de la familia como el sector que estaba destinado a socializar a los
individuos dentro de la moral y la política vigentes, y que en tales tareas,
esas formas familiares tenían como objetivo conservar las tradiciones y
los valores morales, pero no cualquiera de ellos, sino los monárquicos
(2004: 16). Agregaríamos que esa ideología permanentizó y naturalizó
la idea de la familia patriarcal como estructura transhistórica, al conce-
birla no solamente como la única posible de ser legítima, sino al acuñar
la idea de que siempre había existido.
Estas concepciones sobre lo que era la familia afectaron negativamen-
te durante la colonia —en lo que refiere a la sanción social—a cualquier
otra forma familiar que existiese. Al establecer que el matrimonio consti-
tuía un contrato y un sacramento, las autoridades del Estado y de la Iglesia
Católica intentaban garantizar la obediencia y la sumisión, mediante el es-
tablecimiento de la indisolubilidad de las uniones matrimoniales so pena
de caer en el pecado. Pero en realidad lo que se perseguía era que tal cosa
no ocurriera pues se ponía en peligro los bienes y los derechos a ejercer la
potestad sobre la descendencia (Sanoja, 1995; Rogatis, 2004). Sin embar-
go, Rogatis demuestra con su investigación la falacia de una visión idílica
del matrimonio como institución indestructible durante finales del siglo
XVIII e inicios del XIX.
Aunque la autora reporta contradicciones entre el poder judicial y el
eclesiástico en referencia a la institución matrimonial a lo largo del siglo
XVIII (2004:70), las formas familiares patriarcales como células funda-
mentales para la vida social pasan al siglo siguiente con toda su carga

148
ideológica: «…en el estudio de la sociedad colonial venezolana resalta que, la pre-
tensión de mantener un orden jerárquico, impenetrable y cerrado, es minada por las
contradicciones inherentes a este orden social que amenazaban su integridad. Uno de
esos factores eran las uniones sexuales esporádicas que, combinadas con el concubina-
to, constituyeron la esencia del mestizaje, y dieron como resultado una población con
una marcada mezcla interracial» (2004: 25). Pero las uniones matrimoniales
coloniales no solamente se veían amenazadas por las de hecho, sino que
los conflictos matrimoniales internos atentaban contra ellas mismas: «Al
margen de los compromisos matrimoniales se originaron una serie de delitos, repudiados
con severidad, porque atentaban contra la moral y el honor de las familias… Existía
una fuerte presión colectiva para que estos delitos no quedaran impunes…». Sin em-
bargo, como señala la autora «…el amancebamiento, el concubinato, el adulterio
y la bigamia, eran respuestas a las imposiciones legales… y afectaban la conformación
legal de las familias de esta época» (2004: 37).
En relación a la concepción patriarcal de la familia como unidad pri-
maria y nuclear, autores como McGuire y Woodsong señalan que la fami-
lia no conforma en realidad una unidad, «... un bloque universal de organiza-
ción social que tiene diferentes funciones dependiendo de las circunstancias en las cuales
es moldeado.» (McGuire y Woodsong 1990: 168, traducción nuestra), sino
que, por el contrario, creen que constituye un conjunto de relaciones, y
que asimismo, no es un espacio para la reproducción separado del ám-
bito productivo, ya que en realidad implica «... en las relaciones que el grupo
doméstico crea y que les son creadas en su relación con el mercado... los miembros de
las familias negocian y renegocian constantemente esas relaciones entre sí dentro del
contexto de una formación social…». Para McGuire y Woodsong la separación
entre el mundo familiar y el de la producción dentro de la sociedad global
legitima una ideología que enmascara las relaciones de poder que existen
dentro de la familia y que «…modelan esas negociaciones, oscureciendo su exis-
tencia así como… los procesos por medio de los cuales son reproducidas y sostenidas
las relaciones generales de poder y explotación en la formación social» (1990: 169,
traducción nuestra).
Para los autores, la idea de la familia y el grupo doméstico, concebi-
dos como unidades transhistóricas «... como instituciones primordiales que han
cambiado como producto de fenómenos como la modernización, la industrialización o el
capitalismo ...» alienta falsas conclusiones. (1990:169, traducción nuestra).
Según McGuire y Woodsong son esas falsas conclusiones lo que lleva
a ciertos investigadores a diferenciar el grupo doméstico y el mercado
como esferas discretas de actividad o a caracterizar las actividades que

149
tienen lugar en esos espacios como reproductivas o productivas, cuando
en realidad producción y reproducción constituyen una unidad.
Estrada es otra autora que ha tratado el tema de la integralidad de la
producción y reproducción a nivel familiar y ha demostrado cómo el tra-
bajo familiar así como la socialización que ocurren en el espacio domés-
tico reproducen las condiciones sociales de la producción. Dice la autora
que «El proceso de trabajo del hombre y la vida cotidiana de la familia se realizan en
espacios separados y diferentes, sin embargo, no hay que caer en el error de pensarlos
como cosas distintas e independientes» (Estrada, 1983:135. Énfasis nuestro). La
autora afirma que la rutina doméstica interviene directamente en la repro-
ducción de la fuerza de trabajo y, a su vez, el proceso de trabajo en el cual
está inserto el trabajador (hombre) condiciona la vida familiar; apunta
asimismo que la división del trabajo que ocurre al interior de la familia
está determinada por la participación de ese trabajador en un proceso de
trabajo concreto.
Otros/as autores/as plantean un enfoque similar al de McGuire y
Woodsong, como es el caso de Turner cuando analiza las estructuras
parentales y el grupo doméstico entre los Kayapó, grupo tribal del centro
de Brasil (1979). Aunque los primeros trabajan con una sociedad criolla
moderna, la de Broome County, Nueva York, entre 1930-1980, y Turner
lo hace en un grupo tribal contemporáneo, ambas propuestas teóricas
coinciden en el sentido de que conciben familia y grupo doméstico como
un conjunto de relaciones sociales cambiantes, lo cual permite compren-
der las conductas de dominación y subordinación internas. Este sistema
de relaciones entre los Kayapó —dice Turner— constituye una estructura
autoreguladora y autoreproductora, con propiedades formales y dinámi-
cas (1979: 179, traducción nuestra). Usando estas ideas, Turner aborda
el tema de las relaciones de dominación entre los géneros al interior de
las unidades domésticas, estudiando cómo inciden otros aspectos de la
estructura y de las actividades colectivas de los Kayapó para generar «…
una estructura específica, comunalmente estandardizada del grupo doméstico y de la
familia extensa y las relaciones de parentesco, y cómo ambos constituyen un patrón de
relaciones… que inculca a nivel doméstico su propia estructura… El principio básico
de este patrón es la dominación de los padres de la esposa sobre ella y, a través de ella,
sobre el esposo… patrón enfocado en la asimetría sexual» (1979: 179 y sgts. Tra-
ducción nuestra).
A pesar de los numerosos ejemplos sobre la existencia e importancia
de las comunidades domésticas en la sociedad general, y de éstas y las fa-

150
milias extensas en la sociedad tribal, en lugar de la familia nuclear, la ideo-
logía patriarcal sigue insistiendo —hasta nuestros días— sobre la noción
de la familia nuclear (la patriarcal) como la unidad, el núcleo y el centro
de la estabilidad social. Este elemento es muy importante para entender la
construcción social de la ciudadanía, toda vez que en la colonia sirvió para
señalar que los hombres cabezas de familia, con propiedades y profesión
eran ciudadanos —los patriarcas—, con derechos a participar en la política
formal y a representar a las mujeres. Actualmente, a pesar de que la ideolo-
gía patriarcal ha persistido, es necesario tomar en consideración las formas
familiares matriarcales, sostenidas por mujeres que surgen a partir del siglo
XIX, y que en la actualidad son características de toda América Latina en
general y de los sectores urbanos venezolanos en particular, donde, como
señala Fals Borda, refiriéndose al caso colombiano «...son más importantes
la madre y la abuela que el hombre que acompaña…» (2004). En conse-
cuencia, la idea de la familia patriarcal como célula social hoy día se ha visto
contestada por la propia realidad social, si bien constituyó el modelo a
seguir por toda sociedad gracias al discurso manejado por las élites, lo que
permitió su institucionalización y universalización debido a las corrientes
dominantes en el pensamiento político y religioso (Dore, 1997).
Las tesis sobre la familia patriarcal como una unidad transhistórica,
como la célula social fundamental, están siendo refutadas por la propia
realidad, en especial si tomamos en cuenta que en las últimas cinco déca-
das del siglo XX se dieron transformaciones sustanciales en los valores
sexuales, se incrementaron los divorcios, operó el abandono por parte de
las mujeres de sus espacios tradicionales y se intensificaron los cuestio-
namientos al poder patriarcal. Sin embargo, la Iglesia Católica, mediante
el manejo de un cierto discurso, sigue sosteniendo la idea de la familia
patriarcal como una organización transhistórica, lo cual propicia la ex-
clusión y discriminación de cualquier otra forma de organización familiar
que sea contraria al modelo tradicional (Cicerchia, 1997 120).
La rígida separación en ámbitos de participación para cada género, el
público y el privado, sobre la cual se basa la concepción patriarcal de familia,
ya no posee la correspondencia con la realidad que tenía desde la colonia
hasta el siglo XIX. Hoy día no sólo los hombres participan de la esfera
pública, sino también se ha intensificado la participación de las mujeres,
quienes asimismo, en su gran mayoría, han devenido en las únicas cabezas
de familia. Es por ello que, como señala Cicerchia, existe un discurso oficial
que sostiene un modelo tradicional de familia que se ve confrontado con-

151
tinuamente por las voces de disensión que emergen de la misma realidad
social (1997: 122). Según el mismo autor, la llamada «crisis actual de la fa-
milia latinoamericana», puede ser aceptada sólo si —teniendo en mente el
modelo tradicional definido por la Iglesia Católica desde el siglo XVI— lo
confrontamos con las nuevas configuraciones familiares (1997: 123).
Las llamadas formas familiares matriarcales son, como hemos se-
ñalado y según Dore (1997), de naturaleza histórica ya que surgen en
momentos y situaciones concretas. Pensamos que constituyen asimismo
instrumentos sociales de naturaleza cultural, de carácter flexible, con los
cuales los colectivos femeninos —sobre todo los populares— combaten
la idea de la familia patriarcal, estén o no conscientes de ello, al mismo
tiempo que constituyen mecanismos que han emergido para enfrentar las
condiciones de pobreza en las cuales se encuentran. Aunque estas formas
familiares no son prerrogativa de una clase social ni de un grupo étnico
determinado, hoy día, según algunos autores/as (Bethancourt, 1992: 81;
Cariola, 1992: 23; Cicerchia, 1997:128), configuran parte de la estrategia
de la pobreza de los en comunidades más que en unidades solamente
familiares sectores populares de América Latina, menos favorecidos eco-
nómicamente.
Pollak-Eltz plantea, haciendo eco a las ideas de Herskovits, que es-
tas formas matriarcales recuerdan la estructura de la familia patripodestal
poligínica del África Occidental, donde cada mujer tiene su propio hogar
y es responsable de los hijos. La autora apunta que es posible que estas
formas familiares en la Venezuela contemporánea tengan su origen en la
esclavitud, citando entre otros factores la falta de la necesidad de coope-
ración entre los cónyuges y la posición marginal del hombre-peón en la
economía de plantación (1991: 86-88). Asumiendo como correcto este
origen postulado por Pollak-Eltz, hay que resaltar que las sociedades del
África Occidental ya eran de sí estratificadas para el momento cuando se
inicia la trata de esclavos/as.29
29
En el sentido de la propuesta explicativa de Pollak-Eltz, Patricia
Collins (1990) conceptualiza a estas formas familiares alternativas
a la tradicional patriarcal como comunidades, más que como
unidades solamente familiares. Segun la autora, están integradas por
afrodescendientes y se trata de comunidades en donde las mujeres están
empoderadas para defender no a sí mismas sino a toda la comunidad
ante las versiones europocéntricas de lo que debe ser la familia. Las
comunidades matricéntricas están caracterizadas por la construcción y
participación en redes comunitarias de solidaridad y cooperación
152
Autoras como Solien señalan que las formas familiares actuales entre
las poblaciones de afro descendientes en el Caribe incluyen un alto por-
centaje de uniones de hecho, en las cuales —como dice la autora— «…no
se incluye al hombre en papel de esposo-padre» (1971: 403. Traducción nuestra).
Estas uniones son consideradas por las instituciones y autoridades locales
como «ilegales» o «irregulares», situación que —continúa la investiga-
dora— «…es la misma en una extensa área (que incluye) Jamaica, Trinidad, la
Guayana Británica (hoy Guyana), Haití, Brasil, el sur de Estados Unidos y la
costa caribe de Centroamérica» (1971: 403. Traducción nuestra).
Cariola hace eco de las ideas de McGuire y Woodsong, de las de Ci-
cerchia y de alguna manera con las de Solien quien apunta en este sentido
que ha existido la tendencia en los estudios antropológicos a identificar
familia con unidad doméstica (Solien, 1971: 403). Cariola señala que la
unidad básica de reproducción entre los sectores populares latinoame-
ricanos no es la familia sino la unidad doméstica, entendida como: «…la
organización de un conjunto de personas que conviven en la misma vivienda sobre la
base de relaciones de parentesco y afinidad para realizar y compartir las actividades
de producción y reproducción de sus miembros de acuerdo a una determinada divi-
sión del trabajo, distribución de responsabilidades y de un esquema de autoridad».
Esa unidad doméstica, según la autora, debe ser entendida dentro de las
«estrategias de sobrevivencia», que incluyen tanto las prácticas colectivas
como las domésticas; las referidas tanto a su dimensión económica como
a la cotidiana (1992: 23).
Un concepto similar maneja también Sanoja en su trabajo sobre pro-
puestas teórico-metodológicas para inferir, desde la arqueología, las re-
laciones sociales existentes entre los distintos miembros que conforman
una comunidad. En tal sentido, el autor define el grupo doméstico como
«…aquellos individuos unidos en su mayoría por el parentesco biológico, aunque no in-
cluya todos los descendientes de una misma pareja y pueda comprender, por otra parte,
a otras personas extrañas al vínculo biológico (afinidad)… implica una comunidad de
habitación, bajo la autoridad reconocida de un jefe de grupo… utilización comunitaria
de equipos domésticos... no excluye la existencia de equipos estrictamente individuales...
El grupo doméstico tiene como función principal la reproducción y el mantenimiento de
la especie… (también) encierra una determinada división del trabajo...» (Sanoja,
1984: 38). El investigador establece, asimismo, que «…el espacio doméstico es
aquél donde el grupo ejerce sus actividades… donde se desarrolla la vida del grupo…»
(1984: 39).

153
Esta definición del autor concuerda en parte con la de Solien: «…la
unidad doméstica se refiere, generalmente, a un grupo de personas que viven juntas y
cooperan en algunos aunque no en todos los asuntos domésticos. Se asume que una uni-
dad familiar de algún tipo constituye el núcleo de la unidad doméstica, aunque pueden
estar presentes algunas personas no relacionadas». Apunta más adelante la autora
refiriéndose a las definiciones de Clarke sobre las unidades domésticas:
«…patrón de asociación basado en un sistema de relaciones…» (1971: 404, 406.
Traducción nuestra).
Todas estas definiciones sobre la unidad y los grupos domésticos re-
fuerzan la tesis de que la familia, más que una estructura, constituye un
sistema de relaciones que varía históricamente. Ese conjunto de relacio-
nes cambiantes está caracterizado por conductas que expresan disime-
trías, formas de dominación y subordinación, así como formas coopera-
tivas y solidarias internas.
La naturalización de la familia patriarcal por parte de los sectores do-
minantes desde la colonia ha sido un factor fundamental que ha propi-
ciado la exclusión y discriminación de las mayorías populares, toda vez
que éstas —como ya hemos señalado— han creado y reproducido otras
formas de organización familiar que son contrarias al modelo tradicional
que las minorías dominantes —incluyendo el clero— sostienen. Estas
últimas no han podido o no han querido ver en esas expresiones fami-
liares la variabilidad de formas de relación, de conducta y asociación que
obedecen a causas históricas, étnicas, culturales, de género y de clase. Por
el contrario, la ideología de la dominación ha convertido esas formas fa-
miliares matriarcales en un anti valor y, en consecuencia, a sus creadoras
en elementos disfuncionales del sistema social, lo que ha contribuido a la
estereotipación de las mujeres de los sectores populares como promis-
cuas, amorales, que no obedecen a ninguna autoridad, sin afectos ni sen-
timientos positivos, cuyas experiencias de vida no son importantes para la
sociedad nacional. De esa manera, aparte de los males sociales que sufren
esos amplios sectores de la población como consecuencia de la pobreza
y marginación social centenarias, las formas de unión que realizan son
naturalizadas y penalizadas al explicarlas como «desviaciones atávicas».

154
PARTE V
PARTE V

FEMINISMO
Y SOCIALISMO
CAPÍTULO XIII

Calidad de Vida ¿para el Consumismo Capitalista?

Debido a la existencia de una construcción social de la diferencia como


desigualdad, en este caso de género, han existido y persisten en la actuali-
dad formas asimétricas para hombres y mujeres en el acceso a los bienes
materiales y a las condiciones de vida que permiten garantizar tanto el
bienestar y el desarrollo humano, como el ejercicio equitativo de los dere-
chos ciudadanos, lo que el capitalismo ha denominado «calidad de vida».
La exclusión de derechos básicos de ciudadanía que caracterizaron a
Venezuela durante los últimos cinco siglos, debilitaron más allá de denun-
cias puntuales, las prácticas colectivas, mientras que, en términos generales,
los sectores mejor integrados de las clases medias, se caracterizaron por un
individualismo y un egoísmo centrados en el consumo personalizado.
La percepción de las mujeres populares de su participación social y de
las políticas sociales antes del proceso bolivariano, se veía influida por las
formas de gestión, de manera que la identidad con esas políticas sociales
dependía de la eficacia que tuvieran para solventar los problemas, ya que
eran percibidos como un mecanismo de protección de la estabilidad del
hogar, a través de los subsidios. La dicha identidad dependía, así mismo
de las percepciones políticas que poseían los agentes. En tal sentido, esas
percepciones se veían fuertemente matizadas por la identidad carismá-
tica, la cual establecían con el líder, casi siempre con el Presidente de
la República, y con el partido político al que éste pertenecía, de manera
que la dinámica social se caracterizó en la Venezuela de entonces por la
existencia de prácticas colectivas —que se expresaban en espacios como
los barrios— que se asociaban a carencias inmediatas: vivienda, infraes-
tructura y servicios urbanos, y pueden ser vistas como la expresión de
demandas para mejorar las condiciones de vida. Esta situación ha tendido
a modificarse en los últimos 10 años debido a un cambio sustancial de los
objetivos que animan al Estado bolivariano.
Previo al proceso bolivariano, el conjunto de vínculos sociales cotidia-
nos de los sectores populares fue dando lugar a organizaciones flexibles
de base. Hombres y mujeres populares se organizaron en función de lazos
sociales enraizados en los vecindarios dentro de los barrios, asociaciones
informales estructuradas por nexos de parentesco —consanguíneos y por

156
adhesión— caracterizadas por relaciones sociales cara a cara, que se fue-
ron convirtiendo en espacios de acción política. Como consecuencia, esas
acciones comenzaron a canalizarse en luchas de movimientos sociales,
por lo que es importante entender cómo y por qué existen en la actualidad
construcciones culturales diversas dentro de esos movimientos sociales;
pero es fundamental agregar que en aquellos momentos no se trataba de
significados predefinidos sino derivados de las prácticas y las posiciones
que habían asumido los propios grupos sociales, especialmente los de las
mujeres. Todo ello nos conmina hoy día a tratar de explicar cómo un con-
junto de necesidades de las mujeres populares vinculado a lo que ha sido
conceptualizado como «calidad de vida», ha implicado a su vez una serie
de prácticas sociales cotidianas que previamente se habían enmarcado en
proyectos individuales, han logrado canalizarse en los actuales momentos
más en el plano grupal que en el individual, lo que supone proyectos co-
lectivos, es decir la voluntad de los movimientos sociales de imprimirle a
la realidad una direccionalidad diferente a la previamente existente, lo cual
es objetivamente posible. Todo lo anterior ha sucedido con la gran mayo-
ría de las mujeres populares venezolanas, quienes han otorgado una gran
importancia a los diferentes bienes materiales o simbólicos, importancia
que —en la actualidad— incide y determina, de manera infortunada, un
consumo desmedido de esos bienes.
Es por ello que, no obstante la aparición y desarrollo de esos mo-
vimientos sociales y el carácter colectivo de los proyectos, así como la
concordancia que tienen o pudieran tener con los planes sociales boli-
varianos, una importante cantidad de personas de los sectores popula-
res y especialmente la clase media, no la posee, por lo que las mejoras
obtenidas por los planes bolivarianos —que suponen un mayor acceso a
bienes y productos— son visualizadas por ellas como algo de lo cual son
merecedoras, lo que las ha llevado a un exacerbado consumismo, el cual
ha cristalizado en el imaginario colectivo como el equivalente a la preco-
nizada óptima «calidad de vida».
Hinkelamert nos habla de la ética del bien común que opera desde
el interior de la realidad e introduce valores en ella, los valores del bien
común, que, como dice el filósofo «…su validez se constituye con anterioridad
a cualquier cálculo, y que desembocan en un conflicto con el cálculo de utilidad y sus
resultados». (2006: 15. Énfasis nuestro). Podemos y debemos preguntar-
nos si esa ética del bien común de la que nos habla Hinkelamert ¿podría
ser también denominada como «el buen vivir del común»? Asimismo, en

157
¿cuáles conflictos ha desembocado? En tal sentido es bueno recordar,
como ya hemos señalado, entre la mujeres pobres, la exclusión y la ca-
rencia de satisfacción de las necesidades básicas provocó movimientos de
reafirmación y solidaridad que a su vez influyeron en la aparición de for-
mas auto-organizativas. Se trataba de organizaciones que se generaron en
el proceso de apropiación de recursos para revertir las condiciones de po-
breza, cuando la pérdida de expectativas provocó esfuerzos autogestados
para superar esa situación, en donde destacan las redes de solidaridad y el
fortalecimiento de sus identidades. Pero, todos y todas sabemos que tanto
la noción misma de pobreza como la posibilidad de revertir tal condición
no se logra dentro del capitalismo, ya que ellas (las condiciones de pobreza) de
muchos y muchas es la savia que alimenta el sistema. Nos preguntamos asimismo
¿esas redes se estructuraron para lograr el bien común, manejando los
valores del bien común?. A juzgar por las formas de solidaridad que ex-
presaban pareciera que la respuesta se podría inclinar hacia el bien común
y no hacia el individual. Pero, es necesario aceptar que el llamado «mejo-
ramiento de la calidad de vida» ha estimulado el consumismo (el cálculo
de utilidad del sistema), por lo que ha devenido un recurso capitalista que
es contrario al bien común, de lo cual pareciera no estar consciente un
importante segmento de la población popular.
Es por las razones anteriores que, mayoritariamente, las mujeres po-
pulares se han vinculado hasta ahora a las formas cooperativas de produc-
ción que propician los planes sociales bolivarianos, pues las ven como el
medio más expedito para revertir las condiciones de pobreza y así mejorar
«la calidad de sus vidas», pero siempre dentro del capitalismo y no fuera de él,
por lo que muchas de ellas ven esos planes como el instrumento ideal
que les permite acceder a bienes y productos y así poder consumirlos, los
mismos que la sociedad había hecho hasta ahora inaccesibles para ellas.
Obviamente esta situación muestra un proceso contradictorio, tanto
desde un punto de vista teórico como político, que debe ser explicado.
Por un lado existe un gobierno que pretende saldar una deuda social con
las mayorías excluidas propiciando una «mejora en la calidad de sus vi-
das», y por otro, se trata de un gobierno que intenta construir una socie-
dad socialista, justa, participativa, protagónica e igualitaria, sin exclusión y
sin desigualdad social. Sin embargo, contrario al logro de esos objetivos,
aunque los planes sociales gubernamentales han saldado en gran parte esa
deuda a través de una gigantesca inversión de capitales, han logrado asi-
mismo, estimular —hasta niveles intolerables— los antivalores capitalis-

158
tas del individualismo y el consumismo. Ello denota una asincronía entre
los valores existentes en la conciencia social y los que animan al gobierno
en la aplicación de mecanismos de satisfacción de necesidades
Desde un punto de vista teórico, para nosotras, la utilización del con-
cepto de calidad de vida ha sido antagónico con los objetivos de una so-
ciedad socialista puesto que se trata de un concepto acuñado y alimentado
por el capitalismo. De allí sus infortunados efectos sobre una importante
porción de los movimientos sociales populares venezolanos y en particu-
lar dentro de las organizaciones de mujeres.
Entonces, ¿cómo mejorar las condiciones de existencia de las mayo-
rías excluidas desde la colonia, sin que ello implique un estímulo hacia el
consumismo capitalista? Obviamente el concepto de «calidad de vida» no
nos sirve.
La respuesta a esta crucial pregunta la trataremos de responder en el
texto que sigue.

Buen Vivir para el Socialismo


Las reflexiones más iluminadas que hemos leído sobre el «buen vivir»
provienen del ecuatoriano Alberto Acosta quien refiere al mundo indí-
gena (2009). Dice el autor: «…el Buen Vivir, que no puede ser simplistamente
asociado al «bienestar occidental» (diríamos nosotras a lo que el capitalismo
denomina «calidad de vida»)… no significa negar la posibilidad para propiciar
la modernización de la sociedad, particularmente con la incorporación en la vida de
muchos y valiosos avances tecnológicos de la humanidad… No posee la concepción de
un proceso lineal que establezca un estado anterior o posterior… no implica una visión
de un estado de subdesarrollo a ser superado ni un estado de desarrollo a ser alcan-
zado. No existe, como en la visión capitalista occidental, esta dicotomía que explica y
diferencia gran parte de los procesos en marcha. Los pueblos indígenas no poseen
«…la concepción tradicional de pobreza asociada a la carencia de bienes materiales o
de riqueza vinculada a su abundancia.» …el mejoramiento social es una categoría en
permanente construcción y reproducción. En ella está en juego la vida misma».
Así, pues, para nosotras, siguiendo a Acosta, el «buen vivir» indígena
equivaldría a la manera más idónea de lograr el «bien común» que pro-
pone Hinckelamert, pues enaltece valores que no forman parte de un
moralismo más, sino que son la base de la vida humana, «…sin la cual ésta
se destruye en el sentido más elemental de la palabra» (Hinckelamert, 2006: 152).
¿Cómo reconocernos los venezolanos y venezolanas de hoy en el res-
peto al ser humano? ¿Cómo respetar la vida en la naturaleza? ¿Cómo

159
olvidarnos del interés propio y aceptar que nadie puede vivir sin el otro/a,
como dice Hinckelamert? Es decir, ¿Cómo construir lo que para nosotras
es el basamento valorativo del socialismo venezolano del siglo XXI?
En tal sentido no debemos olvidar que si analizamos cómo se da la
participación femenina venezolana en diversas organizaciones populares
vemos que es de carácter transversal, vale decir, la mayoría de las mujeres
populares se adscriben simultáneamente a distintas organizaciones que
los planes sociales posibilitan (Vargas, 2007) como manera de potenciar la
eficacia de esos planes con respecto a sus propios intereses de clase, pero
no —al menos todavía no— para lograr el bien común o el buen vivir tal
como los hemos definido antes.
Estas afirmaciones conducen a aceptar que —no obstante las redes
solidaridad comunitaria existentes presididas por mujeres, a pesar de la
sobrevivencia de valores como el cooperativismo y la reciprocidad—el
proceso bolivariano no ha logrado eliminar del imaginario y de las prác-
ticas colectivas, y por el contrario ha estimulado, las ideas capitalistas de
progreso, de desarrollo, de bienestar, de pobreza y de riqueza, contrarias
al socialismo del siglo XXI. 30
Con respecto a las muchas preguntas que planteamos en líneas ante-
riores, sus respuestas no son fáciles ni simples. Sin embargo, nos parece
oportuno decir que el consumismo es la manera, quizá la más efectiva
de todas, para reproducir el capitalismo. De la misma forma, irrespetar
30
Con ello no queremos significar que consideremos que el socialismo
del siglo XXI se construye solamente con base a ideología, pero ésta
no se puede aislar de las otras estructuras sociales, toda vez que toma
cuerpo en las relaciones entre las personas y en la relación de ellas
con la naturaleza, de manera que condiciona la actividad social. La
ideología incide pues en la manera como se orientan las actividades
encaminadas a consolidar o a transformar el mundo existente. La
ideología expresa los intereses de las personas que hacen vida social
y precisamente porque esos intereses se proyectan hacia esa vida, la
ideología juega un papel fundamental en la transformación del orden
social presente y, en consecuencia, en la actividad práctica de los
individuos. Comprender el antagonismo existente entre los valores
capitalistas y los valores socialistas, ambos irreconciliables, aunque no
es una tarea fácil, es totalmente imprescindible. La construcción del
socialismo se ha hecho históricamente necesaria, lo cual implica —
como diría Sánchez Vásquez (1981)—que se han dado las condiciones
del «movimiento real», las condiciones históricas que son necesarias
para que se desarrolle su acción.
160
la naturaleza, olvidarse del otro o la otra, irrespetar al ser humano todos
son rasgos que se resumen en dos de las características fundamentales
del sistema capitalista: el individualismo y el egoísmo. Entonces, las res-
puestas parecen residir en la necesidad de abolir el sistema capitalista.
Pero, mientras ello sucede, ¿qué hacer con los millones de venezolanos y
venezolanas que todavía viven en condiciones de pobreza? Volveremos
sobre esto más adelante.

¿Liberación de las mujeres o Equidad de género?


No cabe duda que si hay un tema que ha inquietado sobremanera a los
movimientos feministas de todo signo es el evasivo y complejo concep-
to llamado «equidad de género», generándose interminables disputas y
debates, tanto teóricos como políticos. Esta situación ha hecho todavía
más relevante la discusión sobre aspectos éticos: la justicia, la libertad y la
dignidad femeninas.
El capitalismo es un sistema socioeconómico-cultural que se nutre y
se reproduce, precisamente, gracias a las desigualdades sociales; se trata
de un sistema no solamente opresor sino también racista y sexista que
excluye de toda capacidad de decisión política y del goce y el disfrute de
una vida digna a las mayorías empobrecidas del mundo, formadas por
mujeres y hombres, mayorías que el mismo capitalismo ha contribuido a
empobrecer.
En la actualidad el binomio capitalismo-patriarcado ha fortalecido el
individualismo, el egoísmo, la especulación, la negación de la diversidad y
el consumismo globalizados: ese binomio ha auspiciado, viejas y nuevas
instituciones y prácticas patriarcales y, simultáneamente, ha perpetuado y
hecho cada vez más fuertes los prejuicios culturales, que existen desde hace
milenios, hacia las mujeres. De manera que hoy, como nunca antes, la fuer-
za de trabajo femenina se ha convertido en la más explotada a pesar de la
consigna de la «equidad de género» que busca «igualdad de oportunidades»
para todos y todas dentro del sistema. De hecho, la misma necesidad de
conceptuarla como fuerza de trabajo barata, es indicativo de los prejuicios
culturales que la sociedad toda maneja. De manera que el capitalismo es un
sistema estructuralmente desigual y por lo tanto no puede propiciar nin-
guna forma de igualdad social ¿Cómo esperar que el sistema más inicuo y
desigual que ha existido hasta ahora en la historia de la humanidad pueda
llegar a reconocer y propiciar alguna forma de equidad?

161
Creemos que en lo que atañe a la liberación de las mujeres es nece-
sario situar el debate en un espacio que no implique necesariamente la
aceptación de las premisas establecidas por los hombres y por las clases
dominantes, imbuidas de una visión androcéntrica, explotadora, racista y
europocéntrica y para nada transformadora.
Así que no es de extrañar que el concepto «equidad de género», tal
como sucede con el de «calidad de vida», haya llevado a muchos mo-
vimientos feministas hacia la definición de objetivos meramente refor-
madores, toda vez que plantea modificaciones reivindicacionistas con
las cuales muchos de esos movimientos esperan lograr que las mujeres
devenguemos salarios similares a los hombres (pero no que se suprima el
salario como valor de cambio en el sistema productivo), que se dé una
igualdad con los hombres en las condiciones en el trabajo y en el acceso
a él en las instituciones estatales (no que suprima el Estado y todos y to-
das trabajemos en igualdad de condiciones en todas las tareas sociales), a
tener las mismas posibilidades de ingreso en los centros educativos (no
que la educación sea una función del todo social, donde ambos agentes
participemos en la misma medida), a que las mujeres seamos iguales a los
hombres frente al capital (no que desapareza la acumulación de capitales
en pocas manos), colaborando —muchas veces sin saberlo— en la tarea
global de la dominación clasista-patriarcal. Esas aspiraciones reformistas
tienden a mediatizar y desorientar en muchos feminismos cualquier inten-
to verdaderamente transformador desde el punto de vista social y a hacer
cada vez más inaccesible la obtención de la liberación femenina.31
En tal sentido autoras como Andrea D’Atri se preguntan: ¿Quién puede
creer que en un mundo como éste que describimos es posible adquirir lenta y evoluti-
vamente, derechos a la igualdad? ¿Quién puede creer que un mundo como éste que
describimos puede transformarse con la revolución individual de los valores de la dife-
rencia, con la creación y el ejercicio de una contracultura no patriarcal reproducida en
los márgenes del sistema? (2007).
Para nosotras los planteamientos del movimiento de mujeres socia-
listas, que se manifiesta sobre todo en Inglaterra, son ilustradores para
este debate. Ese movimiento considera que el capitalismo debe ser visto

31
Como apuntaba Rosa Luxemburgo en su clásica obra ¿Reforma
o Revolución? (1946), el reformismo es una vieja bandera de la
socialdemocracia que persigue la salvación del orden capitalista no la
transformación de las estructuras que sustentan ese sistema, incluyendo
las patriacales.
162
como un todo; apunta que el foco no debe estar sólo en la producción o
en el más amplio concepto de lucha de clases, sino en la opresión que
se da en la vida cotidiana, entendiendo que la idea de opresión debe ser
entendida como un indicador de los aspectos contradictorios que fuerzan
la emergencia de nuevas formas de conciencia. Este movimiento rechaza
la organización central, las estructuras jerárquicas y el liderazgo. Enfatiza
las posibilidades de la escogencia personal dentro de contextos particu-
lares, así como la comprensión compartida de la necesidad de lograr un
movimiento independiente, a través del cual las mujeres mantengan su
autonomía organizativa, pero siempre trabajando con otros movimientos
en contra de un oponente común (Rowbotham, 1981).
De la misma manera nos parece que la siguiente cita de Hilary Wain-
wright (1981: 250. Traducción nuestra), también perteneciente al mo-
vimiento socialista británico, sería realmente inspiradora y serviría para
aclarar lo que queremos decir: «…a menos que tal auto-subordinación (la de
las mujeres) sea rechazada por las mentes de los hombres, de los desempleados, de
los negros, de los homosexuales y todos los grupos a los cuales los socialistas se dirigen,
nunca habrá mucha posibilidad de confrontar el existente Estado con una alternativa
democrática socialista».

Los consejos comunales y su potencial


para el cambio social en Venezuela

Los consejos comunales y el Poder Popular


Los consejos comunales han sido definidos en el marco del proceso bo-
livariano como los espacios públicos comunitarios donde se construiría
el poder popular. Se considera que ese poder, eventualmente, sustituirá
el Estado proteccionista que actualmente tenemos. Los criterios que se
manejan para definir ese poder están vinculados a una cierta noción de
participación, que implica que las comunidades organizadas en consejos
comunales serían las gestoras de aquellos recursos públicos que les otor-
gue el Estado para la ejecución de proyectos de infraestructura, servicios
y mejoras en general. Queremos destacar que en esta concepción de po-
der popular subyacen dos nociones capitalistas: la de desarrollo y la de
calidad de vida, discutidas en páginas anteriores.
Si la construcción del poder popular es la respuesta para la transfor-
mación social, es decir, si logra convertirse en el equivalente al Estado,

163
si logra abolir el capitalismo y, en consecuencia, si ese poder popular se
orienta a garantizar condiciones de vida dignas y vivibles para todos y to-
das, sin explotación clasista ¿qué pasaría con nosotras las mujeres quienes,
como reiteradamente hemos señalado sufrimos la dominación patriarcal
que no depende de la de clase, que somos dominadas por el hecho mismo
de ser mujeres, dominación patriarcal que se da en la vida cotidiana y
sobre todo en los espacios domésticos considerados como personales y
privados y no políticos?
Si el poder popular depende de los consejos comunales, son significa-
tivos los esfuerzos cotidianos de las mujeres populares venezolanas en la
construcción de ese poder popular. Ellas, mayoritariamente (más del 60%
de los consejos comunales están integrados e impulsados por mujeres y
dentro de ellos, constituyen entre el 50 y 60 % de sus miembros), han
aportado y siguen aportando su tiempo y esfuerzos dentro de sus grupos
familiares y en sus comunidades para asegurar la reproducción de ellas y
sus familias; su participación activa en experiencias de producción social,
de mejoras en las condiciones del hábitat y en los consejos comunales,
entraña en sí, podríamos afirmar, un gran potencial para el cambio social.
Hoy día las cooperativas y los consejos comunales han devenido los espa-
cios públicos de interacción comunicativa y de construcción y reproduc-
ción de ciudadanía e identidades preferidos por las mujeres, aunque esto
no sea el resultado de un proceso reflexivo con una direccionalidad total-
mente autogestada. Todavía se observa una fuerte influencia externa del
Estado dentro de las nuevas organizaciones sociales, en donde las mujeres
se ven inmersas en conflictos de varios tipos, algunos violentos, entre los
que se incluyen enfrentamientos con líderes masculinos, con miembros
del funcionariado oficial, entre ellas mismas por celos y disputas en torno
a recursos y beneficios y en la lucha por establecer sus propios liderazgos.
No obstante, han mostrado, en los últimos 10 años una extraordinaria capacidad
para diversificar las demandas, atendiendo no sólo a las básicas, sino también
a otras sobre todo de carácter político, sin dejar de lado la dimensión lúdi-
ca de la vida de sí mismas. La dimensión lúdica ha impregnado contactos
e intercambios y estimulado la capacidad de creación e innovación, así
como ha servido para reforzar las identidades. Especialmente relevante
son las acciones de esas mujeres en la lucha por sus derechos a la co-
municación, siendo las que —mayoritariamente— realizan denuncias en
torno a la violación de la Ley de Comunicaciones por parte de los medios
radioeléctricos privados. Esto último es muy significativo y denota madu-

164
rez política por parte de una cantidad significativa de mujeres, ya que que
los valores se forman en el proceso de socialización, bajo la influencia de
diversos factores: familia (y dentro de ella, fundamentalmente las mujeres
como los principales agentes de socialización), escuela, medios masivos
de comunicación, organizaciones políticas, sociales, religiosas, etc.
Por lo anterior, vemos que aunque la participación de las mujeres po-
pulares en consejos comunales, comités, misiones y demás supone sepa-
rarse de los hijos e hijas y de las tareas hogareñas, cada día más ocupan la
esfera pública comunitaria. En ese sentido, no hay que olvidar que esas
mujeres ya habían implementado anteriormente formas organizativas
que se convirtieron en los mecanismos con los cuales se defendían de las
condiciones de pobreza y adquirían y reproducían valores.
La sobrecarga laboral de las mujeres debido a su participación mayori-
taria en los consejos comunales, aunque impacta de cierta manera negativa
sus existencias familiares, da respuesta —por otro lado— a necesidades
sentidas en el plano, material, político e informativo de grupos significa-
tivos de mujeres. Aunque los consejos comunales suponen también —de
algún modo— un traspaso de las tareas de gestión y administración de
servicios, tradicionalmente cumplidas y que son obligaciones del Estado
hacia las comunidades y dentro de ellas a las comunidades domésticas
que en su gran mayoría están presididas por mujeres, e implica la movili-
zación y reorganización familiar para poder cumplir con dichas tareas, los
porcentajes de participación femenina hacen vislumbrar que el poder po-
pular se estructurará —fundamentalmente— por la acción de mujeres.32
La participación femenina en los consejos comunales, simultáneamente,
también faculta a las mujeres para poder participar y así plantearse como
logro poder decidir en la vida social, política y cultural de sus comunida-
des y del país, lo cual demuestra que no se trata de una participación ciega.
Pero, por otro lado, debemos señalar que las mujeres populares que se
benefician y participan en los planes sociales bolivarianos y de los logros
de sus propias organizaciones y redes de solidaridad, infortunadamen-
te, todavía no vinculan de manera consciente sus problemas domésticos,
directamente con los conflictos de género, a pesar de poseer una cierta

32
Hemos visto en algunos videos transmitidos por VIVE Tv., cómo los
hombres señalan que las mujeres son mayoritarias en esos espacios
comunitarios debido a que «ellas no tienen que trabajar como sí lo
hacemos nosotros», es decir, cómo el trabajo doméstico que realizan
esas mujeres es negado como trabajo.
165
claridad ideológica que parece reflejar que ellas esperan construir en esas
organizaciones formas alternativas de poder como clase social, como es
el poder popular.
En el lenguaje político se habla del poder popular como desprovisto de
sesgos androcéntricos, pero sabemos que en la realidad ello no es así. Po-
demos concluir entonces que, dada la feminización de la pobreza, se está
gestando entre las mujeres populares una cultura política que se expresa en
identidades colectivas que han sido internalizadas por hombres y mujeres
populares en tanto clase social explotada, que se manifiesta en el uso co-
mún de símbolos, como mecanismo de transmisión de valores cuando esos
colectivos intervienen directamente en la construcción del poder popular,
pero que el espíritu que anima esa construcción no se orienta a resolver los
problemas de género que caracterizan sus vidas domésticas.
Sin embargo, puesto que la apropiación de los consejos comunales por
parte de una mayoría de mujeres es una práctica creativa que les genera
comprensiones que van más allá de dichos espacios, que les transforma
sus aspiraciones, su sentido de logro, de autoestima, sus relaciones do-
mésticas, pero sobre todo las formas de estructurar su propio poder y de
relacionarse con el poder constituido que es patriarcal, con esa práctica
creativa pudieran devenir de agentes sociales en sujetos activos y transfor-
madores no solo de la dominación clasista sino también de la patriarcal.33
Es de destacar, en ese sentido, que un porcentaje significativo de mujeres
ha ido transformando sus subjetividades, sus propias percepciones sobre
el poder, sobre la familia, sobre el trabajo doméstico, sobre el barrio, so-
bre formas de vida. De esa manera, los consejos comunales son repre-
sentados por muchas de esas mujeres y en esa representación adquieren
sentido, cual es el respeto a su dignidad como personas, a la búsqueda de
una participación que implique autonomía en la toma de decisiones. Esas
prácticas sociales las llevan, así mismo, a internalizar valores propiamente
democráticos: participar en asambleas, corresponsabilizarse en la gestión
de recursos, formular demandas en colectivo, etc., pero también a tomar
conciencia, en ocasiones, de su condición de género oprimido. En efecto,
el discurso que manejan algunas de esas mujeres en los consejos comuna-
les (al menos el que se aprecia a través en diversos programas difundidos

33
Quizás estas nuestras apreciaciones valoran positivamente el
pensamiento crítico de las mujeres populares, no obstante que las
oficiales, parecen estar estar teñidas de una cierta subestimación de ese
pensamiento.
166
por los medios de comunicación) se relaciona en parte y muy tímidamen-
te con valoraciones y demandas propiamente femeninas con respecto a
la función de los consejos comunales para satisfacerlas,34 pero sobre todo
con las representaciones que tienen sobre el poder comunal y con las
prácticas que dichas representaciones condicionan. El tipo de poder que
parecen buscar y las características que éste debe tener son valorados por
esas mujeres. Podemos decir que la representación femenina sobre el po-
der en muchos consejos comunales ha supuesto la transformación de los
valores, que encarnan sentido, en la construcción de su identidad feme-
nina en las prácticas cotidianas que se dan dentro de esas organizaciones
comunitarias públicas.

Poder Popular, Valores del Bien Común y Socialismo


Para construir el socialismo en Venezuela es necesario consolidar los valo-
res del bien común: la tolerancia, el respeto a la diferencia y la diversidad,
a la identidad social —que incluye a la cultural— y propiciar la calidad de
la convivencia como fin y la convivencia en y para la acción solidaria. Esta
no es una tarea fácil toda vez que —como hemos repetido varias veces en
este trabajo— la reclusión en lo individual que ha calificado muchos de
los comportamientos sociales de la mayoría de los agentes en Venezuela
—mujeres y hombres— no son fáciles de revertir.
Para construir el socialismo en Venezuela es necesario cambiar el es-
tilo de vida de la sociedad.35 Por supuesto, si el sistema de valores de la
34
Ello es especialmente claro en el video producido por Catia TVe
(televisora comunitaria), de un consejo comunal urbano que aglutina
a 250 familias (en la parroquia Catia, área muy populosa y popular
de la ciudad de Caracas) donde las mujeres vocean simultáneamente
consignas que adecúan el poder popular con su condición de clase y de
género: «Mujeres al poder».
35
El Modo de Vida como categoría integradora de los más disímiles
aspectos de la vida social, con la óptica de la concepción materialista
dialéctica del mundo, constituye una importante herramienta teórico-
metodológica para la planificación social y económica, como para la
realización de la política social de un proceso de cambio revolucionario.
Puesto que el Estilo de Vida es la categoría que explica la dinámica del
Modo de Vida, está constituido por aquellas formas de la actividad
vital que los individuos eligen a partir de los reguladores subjetivos de
su actividad en el marco de las condiciones de vida propias de su modo
de vida. Incluye además, su jerarquización e intensidad de realiza­ción.
167
personalidad no fuera compatible con los valores del socialismo (como
parece ser todavía el caso en la Venezuela de hoy), si las necesidades de la
población fueran irracionales, entonces la actividad creativa de los agen-
tes presentará formas desviadas de conducta social (desviadas en tanto
nos alejan del socialismo), cuya posibilidad de realización estará dada por
las deficiencias en los controles sociales y/o de la legislación vigente, así
como por el bajo nivel de desarrollo de los mecanismos de rechazo por
parte de la conciencia social ante tales formas de conducta.36 Es ello pre-
cisamente lo que sucede con el consumismo de la sociedad venezolana
actual en general y el que se da en importantes segmentos de los sectores
populares en particular lo cual es expresión manifiesta de necesidades
que podemos considerar como irracionales37, hecho que tiende a ocurrir
en todos los países capitalistas (y especialmente en los del llamado Tercer
Mundo como producto del colonialismo y del neocolonialismo), lo cual
conspira contra la construcción social de un estilo de vivir socialista. Los
controles sociales en Venezuela son todavía demasiado deficientes, las
conductas desviadas están demasiado presentes y los valores socialistas
son todavía demasiado débiles gracias a que las fuerzas impulsoras del
cambio hacen vida «armónica» dentro de un sistema plenamente capi-
talista que las bombardea con mensajes y acciones incompatibles con el
socialismo.38 Pero aunque esto conspira contra la construcción del po-

Ello nos lleva a afirmar que existen reguladores objetivos y subjetivos


de la actividad social. Dentro de los primeros se encuentran el nivel
de vida y las relaciones sociales, y entre los últimos están: necesidad,
interés y orientación de valor.
36
Las posibilidades de rechazo social estarían dadas por la contradicción
que pudiera presentarse entre la aceptación de las ideas con las cuales
se valoran las relaciones con la naturaleza y entre los individuos, y en
la actitud hacia el mundo a ser mantenido o modificado.
37
Consideramos el consumismo como manifestación del mecanismo
capitalista para satisfacer necesidades irracionales, en tanto que lo que
satisface no es el conjunto de necesidades reales, sino las inducidas
por el mismo sistema y que forman, entonces, parte del circuito de las
contradicciones irreconciliables entre capitalismo y socialismo.
38
Las deficiencias de los controles sociales es imputable, sin duda, tanto
a la burocracia estatal y a las fallas que todavía tiene del Estado para
implementar un sistema educativo tranformador, como a las acciones
de la derecha que desvirtúan la legitimidad de esos controles.

168
der popular, también los hace el aparato burocrático del mismo gobierno
bolivariano, que ha tendido hasta ahora —nos parece— a subestimar el
pensamiento crítico y la capacidad del pueblo venezolano, desatendien-
do sus necesidades en torno a la libertad de información y negando la
legitimidad de sus reflexiones productos del debate de las ideas. Por ello
para que la población popular venezolana pueda construir integralmente
el buen vivir, es imprescindible que los consejos comunales sean autóno-
mos; despejar esas organizaciones de la centralización, ya sea de líderes/
sas surgidos del seno de las comunidades o de líderes/as externos del go-
bierno, centralización que niega el necesario carácter horizontal que debe
tener cualquier organización del poder popular.
Tal como decía Lenin «La idea de la responsabilidad personal, base de todo
deber, debe referirse no sólo a él, al intelectual, sino también al pueblo» (1976:18.
Énfasis del autor). A pesar de la tautología, podemos decir que, para cons-
truir el socialismo, es necesario poseer un modo de vida y por lo tanto un
estilo de vida socialista. Sin embargo, es bueno recordar que el estilo de
vida es siempre la manera como la realidad ejecuta las posibilidades, tanto
compatibles como incompatibles con el socialismo.
Debemos advertir que para que se dé esa construcción necesario es
conocer mejor las realidades de mujeres y hombres en las diversas comu-
nidades; ello servirá para comprender y atender la enorme complejidad
que existe dentro de los consejos comunales como nuevas formas de or-
ganización, en donde, como sabemos todavía no se valoran de la misma
manera las tareas y labores desempeñadas por ambos sexos, desigualdad
que interviene en el debilitamiento de dichas formas de organización,
fundamentalmente en la construcción de la identidad política y de ciu-
dadanía de sus miembros. La revisión de los papeles sociales sexuados y
las representaciones sobre el género es necesaria para poder lograr una
libertad y una igualdad para todos y todas, base del bien común. De la
misma manera, es imprescindible conocer las diversas formas de creativi-
dad cultural que se expresan en esas comunidades que intervienen en la
estimulación de los procesos de generación de significados y consecuen-
temente de identificación, por ser expresiones de subjetividades colecti-
vas. Por lo anterior, se hace necesario explorar e identificar si aparecen en
esos espacios nuevos referentes culturales, el capital simbólico, en torno
a lo masculino y lo femenino o si, por el contrario, siguen prevaleciendo
los símbolos tradicionales que refuerzan y perpetúan la relación patriarcal
entre géneros.

169
Algunas investigaciones sobre antropología y género apuntan que
cada sociedad, cada pueblo, posee su propio concepto de género.39 Esa
cosmovisión de género actúa —según algunos antropólogos/as como
estructura y como contenido de la identidad de cada cual. Según estas in-
vestigaciones, la formación cultural de las mujeres en general hasta ahora
se ha basado en un modelo cultural dominante que privilegia las acciones
y los hechos masculinos y legitima el patriarcado; no es equitativa al recha-
zar los aportes de las mujeres a la vida social.
Parafraseando a Marx y Engels (1982), podemos decir que los conse-
jos comunales como formas organizativas potencialmente revoluciona-
rias, ya existen como posibles en el panorama socio-económico-cultural
venezolano. Sería por tanto desafortunado y más aún trágico que esas
organizaciones se perdiesen para la construcción real, autónoma y libre
del poder popular constituyente base del socialismo y además de un socia-
lismo feminista. Como hemos apuntado en otros espacios: ciertamente,
abogamos por una autonomía de las formas auto-organizativas populares
con respecto al poder constituido (que hasta ahora sigue los parámetros
económicos y valorativos burgueses), única manera —pensamos— que
continúen siendo siempre dinámicas, no anquilosadas ni rígidas; pero esas
subjetividades del pueblo venezolano tienen que estar orientadas a rom-
per con la relación capitalista que ha reducido las reciprocidades humanas
a un nexo salarial (Vargas, 2007a). En esta construcción, la importancia
de los procesos de autogobierno, participación, transparencia y capacidad
pueden ser difícilmente subestimados. Igualmente inestimables han sido
aquellas políticas públicas orientadas a revertir las condiciones de pobre-
za en las que viven millones de personas y algunas tendientes a la lucha
contra el patriarcado. Ésta podría ser la plataforma de despegue necesaria
para lograr una comprensión y aceptación de lo que es el buen vivir. Para
ello es necesario estimular una real participación, más profunda de todos
y todas, especialmente porque la participación es uno de los mecanismos
fundamentales para la adquisición de valores y percepciones políticas.

39
Agregaríamos nosotras, sin embargo, que esos conceptos no son
inmutables sino históricos.
170
A MANERA DE CONCLUSIONES

Movimientos sociales contemporáneos y protagonismo femenino

Autoras como Arnold (1995) han planteado las causas históricas de la


desigualdad social. Dice la investigadora que si ciertos grupos aprenden a
controlar la información o la tecnología, ambos elementos críticos para el
éxito económico, y por lo tanto orquestan una red de interdependencias
que limitan el poder fuera de un pequeño círculo, entonces las mayorías
se ven marginadas de las posiciones donde pueden ejercer una influencia
sustancial en términos políticos o económicos. Este proceso —dice—
sienta las bases para una permanente desigualdad social.
Aunque entendemos que existe una unidad orgánica entre exclusión-
desigualdad y dominación-subordinación, hacemos una distinción —con
fines analíticos— entre la marginación o la exclusión y la desigualdad so-
cial. Entendemos que la exclusión es el proceso por medio del cual un
grupo minoritario de individuos, a través de la manipulación del trabajo
y la distribución de los recursos sociales, logra crear relaciones socioeconómicas
que le permiten poseer una hegemonía en la toma de decisiones sobre todos los aspectos
de la vida social. Esos grupos actúan convencidos de que ellos constituyen
los únicos sujetos sociales. Según este punto de vista, el o los grupos
hegemónicos consideran que los asuntos que los afectan son los verda-
deros, importantes y únicos, descartando aquéllos que benefician o per-
judican a las mayorías. La exclusión por lo tanto es un subproducto que
se basa, creemos, no solamente en una manipulación, sino básicamente
en un férreo control: control del trabajo, de los recursos, del comercio
e intercambio, de las maneras de pensar y actuar, de los símbolos cultu-
rales y su producción, en suma, se fundamenta en el control de toda la
vida social. Esa posición hegemónica de determinados grupos o sectores
sociales, fundamentada en elementos materiales, sobre todo en el poder
económico, debe ser legitimada y garantizada de manera que la disensión
de las mayorías no exista, o al menos, que exista en niveles tolerables, que
no comprometan de manera crítica la gobernabilidad. Mediante la crea-
ción de una ideología basada en las ideas de que los/as que dirigen y son
hegemónicos son superiores y el resto está conformado por individuos
inferiores, por lo cual están destinados a ser subordinados y dependientes,
se logra crear en las mayorías actitudes proclives al sometimiento, la su-
misión y la obediencia, es decir, a aceptar la dominación en el plano de la

171
conciencia y en la realidad material de la vida social. A la luz de estas ideas,
hay que entender que la exclusión tiene su contraparte en la dominación;
ambas constituyen las dos caras de una misma moneda.40
La desigualdad social, por su parte, la entendemos como los diversos
procesos mediante los cuales un sistema utiliza la diferencia como criterio para esta-
blecer la desigualdad social. En este sentido, las diferencias étnicas, culturales,
de género, religiosas, económicas y de edad, por ejemplo, son usadas para
justificar formas de exclusión que, al igual que sucede con la marginación,
se basan en una ideología que desemboca en la dominación. Por ejem-
plo, la subvaloración histórica del trabajo de las mujeres ha servido a lo
largo de la historia para legitimar en el presente el pagarles menos en los
trabajos que realizan, para que las mujeres tengan que vender más barato
su fuerza de trabajo. Esa subvaloración ha estado basada en la aceptación
de la diferencia (de géneros) para construir la desigualdad entre hombres
y mujeres. La ideología que legitima esa desigualdad (la patriarcal) se ha
fundamentado en una serie de estereotipos sobre las mujeres y los hom-
bres, según los cuales ellos son seres racionales, con pensamiento crítico,
justos, propensos a la violencia, austeros e individualistas, mientras que las
mujeres somos seres emocionales, subjetivos, espirituales, delicados, pu-
ros y virtuosos, dependientes, posesivos, astutos y maliciosos. Mediante
el establecimiento y la aceptación de estas características por hombres y
mujeres se refuerza la idea de unidad y racionalidad en los hombres, y de
fragmentación y vacilaciones en las mujeres, lo que sirve de justificación
para que ellos se dediquen a la vida pública-política, e impida o difivulte
que nosotras lo podamos hacer ya que gracias a ellas seríamos personas
incapaces de tomar decisiones confiables (Baker, 1962).
Como señala Santosuosso, la sociedad patriarcal, el patriarca, dice: «…
vive bajo el paradigma de la apropiación»; «…se apropia de nuestras vidas, de nues-
tras asociaciones, de nuestros hijos, de nuestras ideas.». Y más adelante asienta:
«El cambio cultural que estamos esperando desde hace varios milenios … empieza
40
Como dice Therborn (1987: 2) «…la ideología es el medio a través del
cual opera la conciencia». «…la ideología incluye deliberadamente
las experiencias cotidianas, los sistemas de pensamiento, como
manifestaciones del particular ser-en-el mundo- de unos actores
conscientes». Para el autor la ideología supone prácticas sociales en
la cotidianeidad con las cuales se manifiestan las motivaciones y los
comportamientos, los valores, los prejuicios, es decir las subjetividades,
siempre como procesos sociales en curso, nunca totalmente acabados,
siempre en oposición, contraste y reformulación.
172
en la liberación femenina vista no como feminismo, sino como respeto mutuo y acep-
tación del otro con sus diferencias.» (1994: 22; énfasis nuestro). En tal sentido
cabe destacar que una verdadera liberación femenina —tal como dice
Rodríguez— implica «…trascender todas las cadenas que componen los actos de
represión…». Y como la autora asienta más adelante «…ir más allá de las
abstractas propuestas de igualdad en el trabajo y en la simbolización estructural de
poder en el sistema actual» (Rodríguez, 1989: 33).
Creemos firmemente que la exclusión social de las mujeres, y en gene-
ral de las mayorías, desparecería si unas y otras logran su empoderamien-
to social, proceso que implica, asimismo, el empoderamiento político y
el empoderamiento económico. Empoderarse socialmente significaría
para esos colectivos de mujeres y para esas mayorías unirse para cons-
truir colectivamente la capacidad para decidir sobre sus asuntos vitales,
rompiendo la hegemonía de los sectores minoritarios, sean de derecha
o de izquierda; significaría, asimismo para nosotras, que puedan destruir
la opresión que existe sobre hombres y mujeres, así como la domina-
ción del patriarcado de manera que dejen de ser objetos sujetos a control,
para convertirse en sujetos sociales que dirijan sus actuaciones en función
de metas liberadoras, tanto de clase como patriarcales; ello implica que
rompan simultáneamente con la asignación tradicional de papeles sociales
considerados como masculinos o femeninos y con la dominación clasista.
En relación a la dicotomía sobre los ámbitos de actuación de los géne-
ros, público y privado, uno de los elementos fundamentales de la ideolo-
gía patriarcal, Cubitt y Greenslade (1997) argumentan que en la actualidad
se han borrado los límites entre tales espacios de vida. Las autoras se
cuestionan si el discurso sobre los campos públicos y privados ayuda real-
mente a comprender los procesos de empoderamiento de los colectivos
femeninos. Plantean que el principal principio estratégico de empoderamiento es
la acción colectiva, ya que en aquellos casos donde se difuminan los límites
entre esos espacios, la acción colectiva de las mujeres disminuye el ais-
lamiento femenino en la esfera doméstica. Como forma de explicar el
crecimiento de la participación colectiva femenina sugieren, asimismo,
utilizar un enfoque orientado a ver la esfera privada como pública (1997:
52 y sgts.).41 En relación a estas ideas creemos que la obtención del empo-


41
El considerar que en el espacio doméstico se dan relaciones de dominación
de lo que deviene por tanto su carácter politico —como hemos señalado
en distintos trabajos— no equivale a decir que ese espacio sea público;
pero esas relaciones que se dan en el espacio doméstico, sí inciden en lo
173
deramiento social no debe depender de una redefinición de los espacios
de actuación de los géneros, sino de su eliminación, de la supresión de las
ideas que norman cuál género trabaja y vive en cuál espacio.
En relación a lo anterior, es interesante señalar que actualmente las
mujeres venezolanas continúan con la línea histórica que establecieron
sus predecesoras, pues ejercen las más variadas profesiones: médicas, sol-
dadas, estudiantes, ingenieras, periodistas, buhoneras, abogadas, obreras,
economistas, educadoras, trabajadoras domésticas, campesinas, odontó-
logas… interviniendo directamente en la creación de riqueza con su fuer-
za de trabajo. Ocupan los espacios y aprovechan los logros de la sociedad
democrática-burguesa. Sin embargo, por una parte, si se argumenta ese
acceso a nuevas profesiones y oficios como equivalente a liberación, es
importante apuntar que se han desvirtuado las condiciones materiales
para su ejercicio, y por la otra, la ampliación se ha cumplido en términos
y dentro de un contexto que nos hace sospechar sobre su significación
emancipadora.
Por otro lado, aunque las mujeres populares de las áreas urbanas han
estado sumergidas en la lucha por la sobrevivencia como principal objeti-
vo (Bethencourt, 1992), al mismo tiempo se han transmutado en partici-
par protagónicamente para tratar de asumir, como género, el control efec-
tivo del proceso social bolivariano. Ello se vislumbra, entre otros ejem-
plos, en la mayoría femenina que se observa entre los/las reporteros/as
comunitarios/as (Punto de Vista, 2004), en las mesas de negociaciones
entre los/as representantes de los comités de tierras urbanas y las insti-
tuciones del Estado, o en la composición mayoritariamente femenina en
las manifestaciones y marchas políticas que han caracterizado el presente
proceso político venezolano en los últimos diez años.42
público. Tal como dice Bourdieu (2000:15)—« La Escuela o el Estado
son lugares de elaboración y de imposición de principios de dominación
que se practican en el más privado de los universos»
42
Agregaríamos los recientemente creados consejos comunales y las
instancias del poder politico del gobierno central y regional donde existe
una mayoría femenina (Fiscalía, Defensoría del Pueblo, Asamblea
Nacional, Asambleas Legislativas Estatales, Gobernaciones, Concejos
Municipales, entre otras), etc. Sin embargo es bueno señalar que
muchas de las mujeres que ocupan en la actualidad cargos importantes
de decisión política actúan como femenarcas, o sea son mujeres cuyas
agendas no incluyen la liberación femenina como objetivo, por lo que
su participación en la areana pública las lleva en muchas ocasiones a
174
La participación de las mujeres de los pueblos originarios es un ele-
mento a destacar pues descollan como educadoras bilingües y en la lucha
por los derechos de los pueblos indígenas. Las wayúu, por ejemplo, son
mujeres muy activas en el actual proceso político.
Todo lo anterior sucede sin que las mujeres hayan abandonado su pa-
pel como agentes de socialización, el cual es todavía más fundamental en
estos momentos cuando son tan necesarias en la construcción social de
la cohesión y solidaridad sociales, ambas imprescindibles para el logro de
una Venezuela plenamente soberana. Y sabemos que dicha construcción
comienza, obviamente, en las comunidades domésticas.
Sin embargo, tenemos que reconocer que en el presente proceso so-
ciopolítico venezolano todavía está ausente un empoderamiento real de
los colectivos sociales, ya sean masculinos o femeninos. En relación al
empoderamiento económico, Cubitt y Greenslade señalan —refiriéndose
a México— que si bien hoy día existe en ese país participación femenina
en el sector formal de la producción, ésta no ha incrementado la inde-
pendencia o el poder doméstico de las mujeres Algo similar ocurre en
Venezuela. Aunada a la segregación ocupacional de la fuerza de trabajo
femenina, la cual tiende a agruparse en la base de la pirámide ocupacional
de la economía formal, está la ocupación por parte de las mujeres de los
espacios en el sector de servicios y en el de la economía informal que se
da en las grandes ciudades, destinadas a realizar trabajos donde muchas
veces no hay cabida para el orgullo ni la autoestima.43
Campos señala que el mercado informal funciona preferentemente
con base a los contingentes de personas que migran hacia las grandes
urbes. Dice la autora que: «La baja capacidad de asimilación de esta mano de
obra disponible por parte del sector formal urbano acaba por otorgarles un destino
común, que es el asentamiento marginal urbano; se configura una congregación social

una complicidad, militante o resignada, con el poder patriarcal, lo que


las satisface y se vanaglorian del placer del poder, pero no las animan
a asumir objetivos liberadores para las mujeres.
43
Nos hemos visto forzadas a orientarnos básicamente al área de servicios
y debemos tener más calificaciones que ellos para desempeñar tareas
similares. De esa manera legitimamos la division sexual de trabajo que
se da en el capitalismo y al patriarcado cuando desempeñamos trabajos
de profesiones próximas a la definición tradicional de las actividades
femeninas: enseñanza, asistencia social, etc., profesiones de nivel
medio, como las denomina Bordieu (2000: 113).

175
ligada por origen, realidad actual y expectativas de futuro.…». Los y las trabaja-
dores/as informales se esfuman, continúa «…en un universo fragmentado en
múltiples unidades … no existe la aglomeración que caracteriza a la formalidad ...
sólo el aislamiento del pequeño establecimiento o del ofertante ambulante» (Campos,
1982: 83, 84).
Por lo anteriormente señalado, es difícil, si no imposible que el empo-
deramiento social y económico de las mayorías se realice sólo a través de la
economía informal, a menos que las luchas se orienten hacia una redefini-
ción de la informalidad: salarios mínimos, servicios médicos y prestaciones
sociales. Aunque estamos de acuerdo con Campos en que el informal no
es en realidad un mercado fragmentado, no es un mercado disfuncional a
cierto tipo de empresas del sector formal, lo cual explica su permanencia, el
asunto del empoderamiento femenino a nivel doméstico no parece depen-
der de la posición de las mujeres en la economía, ya sea formal o informal.
Para que las mayorías femeninas logren el empoderamiento económico-
social y cultural a nivel doméstico parece ser necesario, como paso previo,
el logro de su empoderamiento político, vale decir, que posean la capacidad
de poder participar en condiciones de igualdad con respecto a los hombres y
con una real capacidad de decidir en las instancias de decisión estatal —o en su
defecto dentro del poder popular comunitario— y, como paso siguiente,
en la estructuración de las formas de socialización del trabajo doméstico
así como en las sanciones y controles sociales que deben ser aplicadas y
puestas en práctica contra la tradicional asimetría sexual de ese trabajo y de
las prácticas patriarcales que lesionan sus derechos humanos.
Si como plantean Cubitt y Greenslade el principal principio estraté-
gico en el desarrollo del empoderamiento político es la acción colectiva,
entonces los colectivos sociales venezolanos —femeninos y masculinos—
se encuentran actualmente dentro de un proceso que tiende hacia su em-
poderamiento político. Se observa la presencia femenina creciente en los
movimientos políticos urbanos contemporáneos, en los cuales una mayoría
de mujeres populares ha asumido un papel protagónico en la construcción
del proyecto bolivariano, siendo notoria su actuación como colectivo en el
derrocamiento de la dictadura de Carmona; otras, sobre todo de las clases
media y media-alta, se han alineado en torno a las propuestas de derecha, de
corte fascista, quienes también han descollado como individuos, sobre todo
por su agresividad física.44 Estas actuaciones femeninas revelan la presencia
44
Debemos aclarar que para nosotras asistir y estar presente no es
equivalente a protagonizar o participar. Sin embargo, no es posible ser
176
de elementos que apuntan hacia la construcción social —aunque diferen-
cial— de una cultura de una verdadera participación femenina en la vida
pública venezolana, la cual sólo es posible si existe una ruptura de los pape-
les tradicionales que confinan a las mujeres a la vida privada y a los hombres
a la pública. No está clara para nosotras que exista una cultura similar en los
espacios privados; es notorio que los índices de violencia doméstica contra
las mujeres tienden a incrementarse en todas las clases sociales, hecho que
parece reflejar una actitud represiva de los hombres contra las mujeres que
consideran rebeldes (Ver por ejemplo Mujer … tenía que ser, 2004).
Simultáneamente con el papel que están jugando en la construcción
social del empoderamiento político de las mayorías, las mujeres venezola-
nas han comenzado a combatir por sus demandas, han comenzado a crear
nuevas relaciones sociales que les permitan luchar contra la existente asi-
metría en el poder. Esa lucha fructificará sólo si los colectivos femeninos
logran superar valoraciones y comportamientos culturales centenarios, de
carácter negativo, que ellas mismas, paradójicamente, han contribuido a
reproducir. En tal sentido, creemos que los proyectos culturales estatales
implementados desde la colonia hasta ahora han sido centrales en el es-
tablecimiento, institucionalización y reproducción de la desigualdad y la
exclusión sociales basadas en el género (Vargas, 2005).
Aunque ciertamente —como hemos intentado mostrar hasta aho-
ra— las causas de la subordinación y dominación femeninas no son sólo
ideológicas sino materiales (Sanahuja, 1997), la creación de un nuevo ima-
ginario colectivo femenino basado en la historia real pudiera contribuir a
generar una nueva ideología, expresada en un nuevo discurso que permita
establecer —como dice Rodríguez «…ciertas conexiones de sentido a través de
las cuales podremos desvelar el imaginario como dado históricamente…» (Rodríguez,
1989: 34), ideología que debería expresar las transformaciones que se es-
tán operando en las relaciones sociales existentes. Para que el cambio de
esas relaciones sea eficaz, es necesaria una participación de las mujeres
en la construcción de ese nuevo imaginario colectivo que implique el co-
nocimiento de la historia real, de manera que permita comprender —y
eventualmente eliminar— el origen o las causas de la subvaloración de las
mujeres en todos los órdenes, especialmente en lo que atañe a sus aportes
productivos, ideas introyectadas en nuestras mentes desde la aparición de
las sociedades tribales estratificadas en Venezuela, expresadas a través de

protagonista si no se asiste; tampoco se puede participar si no se incide


directamente en las decisiones que se toman (Vargas, 2007ª).
177
la ideología patriarcal, así como por el androcentrismo de las ciencias so-
ciales modernas, que las han confinado a la vida doméstica y a los papeles
reproductivos.
El éxito en las luchas de los colectivos sociales, especialmente de los
femeninos, contra los valores y patrones de comportamiento cultural ge-
nerados desde la colonia, luce como imprescindible no solamente para lo-
grar eliminar la desigualdad y la exclusión sociales, sino para alcanzar una
soberanía nacional plena. Para ello son necesarios colectivos femeninos
conscientes de su papel y su responsabilidad en la transformación de la
sociedad, en la lucha por la justicia para todos y todas ya que, como señala
Rodríguez, «…la opresión actual sobre las mujeres actúa en forma tan sofisticada
que oscurece las formas en que también se oprime a los hombres» (1989: 32).
Pero también es necesario que los colectivos sociales —hombres y
mujeres— se aboquen a la construcción de un socialismo feminista. Un
socialismo que se plantee que los problemas que confrontamos las muje-
res en la sociedad capitalista se reducen a que seamos o no clase obrera,
que se centre tan solo en nuestra condición de trabajadoras y nuestra
posición de clase, perpetúa la opresión patriarcal porque —como hemos
tratado de demostrar en lo escrito hasta ahora— ésta no depende sola-
mente de la economía sino del patriarcado mismo.
Si queremos construir un socialismo feminista necesitamos estimu-
lar organizaciones que sean concientes de las causas históricas de todas
las formas de explotación y dominación, incluyendo las de las mujeres,
para lograr su eliminación. Sin una conciencia feminista, la lucha contra la
opresión de las mujeres no es posible. Para la formación de la conciencia
de ese sujeto histórico juega un papel relevante la educación, la educación
transformadora, una que se aboque al cambio de los significados sociales
patriarcales de sexo/género y de los capitalistas que naturalizan las cla-
ses sociales. Ello requiere que previamente logremos ampliar el concepto
marxista de ideología para entender la patriarcal. Esa ampliación de la
ideología permitiría la formación no solo de una conciencia revoluciona-
ria sino que ésta sea además feminista (Vargas, en prensa).
Los colectivos sociales deben dejar de ser objetos para conformarse
como sujetos, de manera de poder luchar también contra la ideología ra-
cista y de la exclusión que ha servido para propiciar el autodesprecio ét-
nico y social, elemento que ha creado y estimulado las condiciones para la
consolidación de una ideología neocolonial y de la dependencia entre los
venezolanos y las venezolanas. Un aspecto vital para la reflexión en este

178
sentido es la comprensión de que la lucha independentista del siglo XIX si
bien acabó con las estructuras políticas de la metrópoli, no logró borrar de
nuestras mentes la conciencia de estar dominados/as; de allí el fundamento
ideológico y las bases históricas del neocoloniaje contemporáneo.45
Las mujeres campesinas, por su parte, constituyen quizás las que me-
nos posibilidades de desarrollo tienen ante sí, no sólo por su condición
de género sino también por la discriminación cultural que sufre el cam-
pesinado en general (Rodríguez, 1989: 32).46 Se hace ineludible realizar
campañas tendientes a la concienciación de esas mujeres de manera que
puedan comprender la relación que existe entre el trabajo doméstico o la
producción de mantenimiento que realizan con las condiciones sociales
de la producción, con la reproducción de la fuerza de trabajo de sus es-
posos e hijos dentro del sistema social capitalista actual y, de esa forma,
iniciar la ruptura del estereotipo que las desvalora y justifica su reclusión
al espacio doméstico. Todo lo anterior, al mismo tiempo, posibilitará la
eliminación de «…la imagen de la mujer como madre… (la cual) es en sí misma
represiva, puesto que transforma un hecho biológico en un valor ético y cultural y con
ello apoya y justifica la represión social» (Rodríguez, 1989: 33).
En el caso de los colectivos femeninos es necesario, asimismo, que
tomen conciencia sobre la posibilidad de su participación en la construc-
ción social de la nueva ciudadanía, imprescindible en el actual proceso
sociopolítico signado por los cambios que vive Venezuela, e igualmente
esencial para lograr el empoderamiento político de los colectivos socvia-
les. En tal sentido, es ineludible, sobre todo, que conozcan y rescaten el
conocimiento histórico sobre comportamientos socio-culturales solida-
rios y cooperativos de tradición milenaria, no porque exista una esencia
telúrica y atávica en ellos, sino porque la persistenciaa actual de esos com-
portamientos obliga a que puedan y deban ser resemantizados a la luz de la
45
«La estructura nos impone sus coerciones a través de los términos
de la dominación», nos señala Bordieu (2000: 89). Pero la frase que
mejor muestra lo que queremos decir arriba es la de Marx quien
decía que «los dominados son dominados por su dominación. El/los
dominadores imponen su propia visión; queda, pues, en manos de los
dominados/as combatirla o reproducirla.

46
Ya Wallerstein (1994) ha señalado que el proyecto capitalista imperial ha
auspiciado la des-ruralización del mundo, con el fin de aupar el mayor
consumo de mercancías que se da en los espacios urbanos y, simultánea-
mente, para mantener e incrementar la dependencia de los países peri-
féricos hacia las transnacionales de la alimentación (Vargas, 2007a).
179
situación histórica actual, sobre todo a través de nuevas organizaciones civiles
de carácter comunitario.
La lucha debe estar orientada, de igual manera, contra los valores cul-
turales y los patrones de conducta generados y estimulados a partir de
la entronización de la condición neocolonial, sobre todo durante la IV
república, fijados en la población a través del sistema educativo formal
y los medios masivos de comunicación utilizando mensajes antinaciona-
listas. Ello implica superar los aspectos más nocivos del populismo: la
necesidad del paternalismo y el asistencialismo del Estado, entre otros
males sociales, a través de la participación social efectiva, el control social
y la corresponsabilidad; en suma, tratar de lograr un verdadero empode-
ramiento social.
Los colectivos sociales deben contribuir al cambio del modelo de
desarrollo socioeconómico en Venezuela que ha predominado desde la
colonia, el cual ha criminalizado la pobreza y —como dice Falero— ha
permitido el despojo de los elementos de transformación social de esos
colectivos (2003: 43).
Las mujeres indígenas deben orientar sus luchas contra el modelo in-
digenista, integracionista y paternalista de la IV república y buscar la auto-
nomía de los pueblos indígenas en el marco de la Constitución Nacional
de 1999: jurisdicción sobre sus territorios, control sobre los recursos, le-
gitimidad de sus lenguas, creación de un sistema educativo y de recreación
propios y de un sistema de salud, para que exista un verdadero reco-
nocimiento a los derechos indios; que éstos no se queden en la letra ni
constituyan un «nuevo cambio de piel del indigenismo» (FIPI, 1990: 149).
Fundamental es entender que en el actual proceso de cambios que vive el
país, el empoderamiento social de los pueblos indígenas —como lo esta-
blece la Constitución Bolivariana— pasa necesariamente por la solución
de problemas relacionados con sus derechos a sus territorios ancestrales,
a sus recursos, a la autodeterminación, a la lucha contra la persistente
exclusión y discriminación social y racial a que los somete la sociedad
criolla. Uno de los objetivos sería poder acceder a los órganos decisorios
del Estado, sobre todo aquéllos que generan políticas que los/as afectan.
En el caso específico de las indígenas, ellas deben combatir contra las
fuerzas retrógradas que impiden su participación efectiva en la toma de
decisiones. Esas fuerzas operan en distintos contextos sociales: los «ex-
ternos», determinados y condicionados por la articulación de los pueblos
indígenas dentro de la estructura del Estado nacional, y los internos, que

180
han dependido de las posiciones que ocupan y los papeles que realizan
los géneros en sus propias comunidades. Si analizamos con cierto dete-
nimiento la significación que han tenido hasta ahora las tradiciones cul-
turales indígenas, al menos en los últimos 500 años, vemos que ellas han
servido para propiciar formas de resistencia cultural, vale decir, combatir
aunque sin transformar, de manera de posibilitar la sobrevivencia de los
pueblos indígenas ante las agresiones continuas de las sociedades criollas
nacionales. Pero, al mismo tiempo, al no ser elementos transformadores,
han servido para justificar y perpetuar la dominación y subordinación
femeninas al interno de sus propias comunidades. A la luz de los cambios
sociales que experimentan actualmente Venezuela y Latinoamérica, sobre
todo Suramérica, si los pueblos indígenas logran su emancipación a través
de proyectos autonómicos, entonces, la resistencia cultural empleando las
normas impuestas por las tradiciones culturales no tendría sentido pues
no habría contra lo cual resistir. De manera que la exclusión, desigualdad,
subordinación y dominación de las mujeres que ocurre al interno de esos
pueblos apelando a las tradiciones culturales estarían desfasadas históri-
camente. En consecuencia, esos colectivos femeninos deben crear meca-
nismos sui generis que permitan, sin violentar sus especificidades culturales,
su participación a nivel comunitario y a nivel regional-nacional, tendientes
a lograr su liberación.
El éxito en la realización de estas tareas está determinado en gran
medida, aunque no sólo, por la comprensión de la historia real, sin las
distorsiones introducidas por la antropología y la historiografía tradicio-
nales no sólo de corte androcentrista, sino que han tendido a desvalo-
rar las historias orales que han constituido la base de la conservación
de la memoria histórica de los pueblos indígenas, elemento central de
la resistencia indígena. Defendiendo una posición positivista, la historia
tradicional ha considerado a la historia basada en documentos escritos
como sinónimo de verdad, mientras que las historias orales son visualiza-
das como equivalentes a expresiones anecdóticas, supersticiosas, falsas o
no verdaderas ya que no están respaldadas por documentos escritos. Las
historias orales han devenido objeto de estudio de una antropología sin
compromisos, salvo los paternalistas y condescendientes del indigenismo
integracionista. Ello ha servido en el pasado para que los Estados nacio-
nales hayan desconocido los derechos históricos de los pueblos indígenas
a sus territorios, a negarles su restitución y la confirmación de que son
suyos, ya que fueron suyos mucho antes de que hubiesen llegado a ser

181
nacionales y se produjera el despojo que se origina a partir de la conquis-
ta. Esos territorios deben ser delimitados y en su administración deben
intervenir también representates de los propios pueblos indígenas dentro
de cada Estado nacional.
Es bueno recordar que las Constituciones nacionales de muchos paí-
ses latinoamericanos han sido reformadas en el pasado en un intento por
dar respuesta a las luchas de los colectivos sociales indígenas por sus de-
rechos (FIPI, 1990: 150-153); pero en el caso venezolano, el reconoci-
miento en la Constitución Nacional de 1999 a esos derechos no puede ni
debería diluirse —una vez más— en la burocratización del indigenismo,
como ya ha señalado Pozas para México (1983: 169 y sgts.). La relación
de los colectivos indígenas con las autoridades nacionales no debe estar
presionada por la ya secular intimidación; debe existir, por el contrario,
un proceso de diálogo que busque la coexistencia armoniosa basada en
la tolerancia, el respeto interétnico y de la diversidad. La existencia de los
derechos de los pueblos indígenas a sus territorios ancestrales, a sus len-
guas, a sus especificidades culturales no debe depender de las vicisitudes
a las que tradicionalmente han estado sometidos: propietarios criollos de
tierras indígenas usurpadas antagónicos, sociedad criolla racista y discri-
minadora, entre otros problemas, ya que se trata de derechos constitu-
cionales. Los colectivos indígenas deben empoderarse socialmente, ser
actores y actrices claves en la búsqueda de soluciones a los conflictos que
los han afectado por centurias.
Las mujeres indígenas deben luchar por un reconocimiento de los de-
rechos femeninos a un trato igualitario y equitativo, a lo interno de sus
comunidades y en la relación de éstas con el resto de la sociedad nacional.
La batalla por la autonomía de los pueblos indígenas no puede estar disociada de la lucha
por el reconocimiento y respeto de los derechos femeninos, ya que éstos constituyen parte
integral de esa batalla. Dentro de esos derechos, se hace necesaria una defini-
ción equitativa de las responsabilidades de las mujeres, que se respete lo que
piensan y que no estén subordinadas y sometidas, que puedan cuestionar
prácticas y costumbres violadoras de sus derechos, aunque se trate de com-
portamientos dictados por las tradiciones culturales, especialmente cuando
éstas propician formas de exclusión, dominación o maltratos femeninos;
que traten de lograr un reconocimiento a la diversidad y a la pluralidad cul-
turales, pero también a la diferencia con igualdad de los géneros.
Las mujeres venezolanas, criollas campesinas, criollas populares urba-
nas, indígenas y de todas las clases sociales deben tomar conciencia que

182
sus actitudes proclives a la participación y la lucha contemporáneas no
son de gratis. El que hoy día asuman una actitud que busca el protagonis-
mo, se debe —en gran medida— a las tradiciones de luchas femeninas a
lo largo de la historia; esas tradiciones no se inventan de un día para otro.

Los movimientos sociales y la transformación social. Venezuela,


prácticas inéditas. El nuevo socialismo
Dice Holst, al referirse a los movimientos sociales, que muchos autores
socialistas consideran que éstos constituyen sustitutos de: »…la clase obrera
como actores de la sociedad, con una mejor posición para luchar por el cambio social».
Sin embargo, en torno a esta afirmación el autor señala que los movimien-
tos sociales están signados por el handicap de ser temporales y de estar
asociados a particulares líneas de interés (Holst, 2001: 171), y para ello
cita a Fuentes y Gunder Frank quienes apuntan que: «…si desaparecen las
circunstancias que originan y favorecen los movimientos sociales, ocurre lo mismo con
estos … el movimiento consigue su objetivo ... pierde su sostén y se esfuma.» (citados
por Holst, 2001: 176). No obstante, Holst señala, creemos que resignada-
mente, que «…debemos continuar trabajando con los movimientos sociales… (ya
que) ... son en los que la gente se está movilizando y, por consiguiente, brindan la
oportunidad de agitar y de organizar para mostrar las contradicciones y limitaciones
de los movimientos sociales y del capitalismo en general» (2001: 178).
Con las ideas y consideraciones de Holst en mente, es necesario que
apuntemos, sin embargo, que los movimientos sociales suponen una
articulación de necesidades, experiencias y expectativas de los colecti-
vos; constituyen nuevas configuraciones del tejido social que pueden
eventualmente ayudar en la construcción de nuevos sujetos sociales que
estimulen la renovación del pensamiento crítico y propicien —como
sucede en Venezuela—la activación de prácticas sociales inéditas. La
originalidad de los movimientos sociales venezolanos ha estado basada
en la ruptura, por parte de las mayorías, de los papeles que les fuesen
asignados desde la colonia; entre ellas han perdido vigencia las nocio-
nes de sumisión y acatamiento irrestricto de las órdenes del poder tra-
dicionalmente constituido. Así como Lenin decía para comienzos del
siglo XX que «…se debe poner por encima de todo el desarrollo de la conciencia
política y de clase de las masas …»; que los movimientos democráticos «…
deben marchar bajo la bandera de determinadas ideas democráticas radicales.», y
que para lograr la transformación revolucionaria es necesario pasar por
un período de transición que «…prepara y reúne fuerzas… aprovechar todas

183
las organizaciones… todas las tradiciones…» (1976: 9 y sgts.), debemos de-
cir hoy día que los movimientos sociales intentan, y deben continuar
haciéndolo, favorecer la generación de una cultura del cambio social,
una nueva cultura social alternativa, que tenderá a propiciar entre los
colectivos una apropiación hegemónica —como señala Falero— de los
elementos de transformación social (2003: 41 y sgts.). Cuando nos refe-
rimos a la creación de una cultura alternativa, estamos pensando en una
nueva forma de vivir, distinta a la capitalista, a un nuevo modo de vida
socialista (Sanoja y Vargas, 2005). Para el logro de ese nuevo modo de
existencia, los colectivos sociales deben estar estructurados en movimientos
sociales que estén a su vez sostenidos por diversas formas de organizaciones.
Esa cultura alternativa, revolucionaria y socialista de nuevo cuño no
puede hoy día negar el pluralismo cultural, la enorme complejidad cultural
de los integrantes de los movimientos sociales, sobre todo si hablamos de
movimientos sociales que trascienden las actuales fronteras nacionales.
No sería sensato pensar que en la creación del período transitorio hacia el
nuevo socialismo del que nos habla Lenin sea necesario borrar esa plura-
lidad cultural (1976: 22). Cuando el autor refiere a la existencia de «movi-
mientos de tipo homogéneo» (1976: 14) como requisito fundamental, alude ob-
viamente a homogeneidad de objetivos políticos, de ideas, de proyectos.
puesto que —que sepamos— nunca en el pasado las revoluciones han
logrado eliminar esa diversidad (vg. el socialismo real en la URSS) . En
tal sentido, creemos, no ha sido abordado lo que Bate señala como «…el
papel de la conciencia cultural de la realidad como elemento de la actividad subjetiva de
la praxis política orientada a la transformación revolucionaria de la realidad» (Bate,
1984 117). El autor apunta que las clases sociales manejan las formas cul-
turales como símbolos ideológicos; asimismo asienta que «... las tradiciones
culturales de diferentes clases o pueblos constituyen contextos diferentes en los cuales los
hechos o discursos políticos generan efectos disímiles» (Bate, 1984 119).
La búsqueda de una homogeneidad cultural, por otra parte, es lo que
han pretendido hacer tradicionalmente los imperios: imponerla o tratar
de imponerla, casi siempre de manera coercitiva aunque también lo han
hecho de manera sutil.
Como producto de múltiples procesos históricos y sociales, los países
latinoamericanos somos hoy en día multiculturales y multiétnicos. Esto
es un hecho. No se trata, sin embargo de culturas inmutables y eternas ya
que siempre responden a situaciones históricas concretas y muestran co-
rrespondencia con lo fundamental de la sociedad. Por otro lado, el multi-

184
culturalismo y el pluralismo cultural están inextricablemente relacionados
con los problemas del nacionalismo y, por ende, con la cuestión étnica
nacional (Díaz Polanco, 1985, 1987).
Para lograr la conciencia de «Patria Grande» en América Latina debe-
mos pasar, necesariamente, por un proceso de transición —como decía
Lenin— donde exista el reconocimiento de las diferencias culturales de
cada país, por aceptar lo que nos hace diferentes y simultáneamente lo
que nos hace iguales. No hacerlo implica desconocer la potencialidad que
ha tenido la sociedad para convertir la diferencia (en este caso, la cultural)
en desigualdad social.
Soslayar las dificultades en torno a las diferencias culturales naciona-
les, reduciendo la cultura siempre a un orden conocido y hegemonizado
por las minorías poderosas (las Bellas Artes), negar los múltiples e intrin-
cados lazos y nexos que la cultura propicia es —creemos— un error.
La historia contemporánea nos demuestra que millones de personas en
el mundo han luchado y todavía luchan —en muchos casos ofreciendo
sus vidas— en nombre de sus particularidades culturales, incluso las que
para otros/as pudieran parecen triviales: poder hablar su propia lengua,
continuar con sus costumbres centenarias o milenarias, reconocerse en un
territorio y un paisaje, vestir y actuar de una determinada manera, honrar
sus tradiciones culinarias, musicales, etc. Combaten también por sus espe-
cificidades étnicas, las religiosas y los particularismos nacionales.
A pesar de lo anterior, es necesario enfatizar que para nosotras la con-
dición de pluralidad y diversidad de una sociedad no puede ser reducida
solamente al plano cultural no obstante que esa condición siempre se
nos presenta culturalmente, sino en la aceptación de que existe una mul-
tiplicidad de aspectos, facetas y agentes diversos en la vida social, todos
los cuales deben ser consensualmente concurrentes en la creación de un
nuevo modo de vivir. Concebimos una sociedad socialista plural como
una sociedad heterogénea culturalmente, sí, pero unida por el deseo de
lograr mejoras socioeconómicas para todos y todas, que intente encontrar
principios morales aceptados por todos y todas que trasciendan las solas
metas materiales, de manera que la gente desee lo que realmente necesita;
que se disocie de las formas de control que han oprimido a las mayorías
en favor de los privilegios de individuos y grupos minoritarios; que sea
una sociedad en donde prevalezcan sentimientos favorables a la solidari-
dad, el cooperativismo y la justicia social, que niegue el racismo, en suma,
que sea verdaderamente democrática.

185
Una de las características fundamentales de las poblaciones latinoame-
ricanas, en este sentido ha sido, hasta ahora, la fragmentación de la escala
de valores que las mantiene cohesionadas, la existencia de sentimientos
de adhesión y adscripción con los centros metropolitanos de poder, la
tendencia a identificarse con tales centros, todo ello como subproducto
de haber sufrido el oprobio de la condición colonial y neocolonial. Por
todo lo anterior, es gigantesca la tarea a la que nos enfrentamos para lo-
grar la integración de diversos individuos con valores sociales y culturales
positivos no sólo hacia nosotros mismos como nacionales, sino también
como latinoamericanos. Ello implica cambiar nuestras valoraciones hacia
los centros tradicionales del viejo y nuevo poder colonial.
Para que logremos todo lo anterior dentro de un nuevo socialismo,
para que éste sea posible, para fructifique en los intereses de los colectivos
sociales en general y los femeninos en particular, para que esos colecti-
vos sociales sean homogéneos políticamente, esas organizaciones deben
romper con la inacción y la desunión, romper con el miedo a la pérdida
de la falsa seguridad que les ha dado la dependencia colonial y neoco-
lonial. Especialmente las mujeres deben acabar con el miedo que evoca
la pérdida de la falsa seguridad que les dan la sociedad y las relaciones
patriarcales, de manera de llegar a ser todos ellos y ellas constructores/
as de un futuro promisorio. Simultáneamente, esos colectivos centrados
en la abolición de la dependencia y el colonialismo, deben encontrarse,
entrar en sintonía con todas aquellas organizaciones que luchan por rei-
vindicaciones socioeconómicas, pero también por el respeto a la diferen-
cia. De esa complicada dinámica y sinergia entre grupos, comunidades y
movimientos sociales diversos surgirá un sistema integrado de valores, los
valores comunes necesarios para sostener y afianzar el bien común en la
nueva sociedad socialista.
Deseamos haber podido mostrar con este trabajo, de ninguna forma
exhaustivo, y de manera limitada, cómo el anonimato de miles y miles
de hombres y mujeres en los 14.500 años de la historia anteriores a la
existencia de registros escritos, no implica que estuvieran ausentes en la
construcción de la hoy República Bolivariana de Venezuela y, esperamos
en un futuro no muy lejano, de la nación latinoamericana socialista.

186
BIBLIOGRAFÍAS

ACKER, Joan.
1988. Class, Gender, and the Relations of Distribution. En: Signs. 13 (3): 473.
ACOSTA, Alberto.
2009. El Buen Vivir, una oportunidad por construir. Rebelión. En línea el 28-
02-2009.
ACOSTA SAIGNES, Miguel.
1984. Vida de los Esclavos Negros en Venezuela. Vadell Hermanos Editores, Caracas.
ADELAIDA.
1945. Plan Pro Consejo. Mi Diario Cívico. Correo Cívico Femenino. Año I (1):
4-5.
ALCIBÍADES, Mirla.
2006. Periodismo y Literatura en Concepción Acevedo de Tailhardat (1855-1953). Funda-
ción Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Editorial
Torino, C.A. Caracas.
ALEMÁN, Carmen.
S/F. MS. Corpus Cristi y San Juan Bautista. Historia de Arte en una Comunidad
Afrovenozolana: Chuao. Caracas.
ANTÍAS, Antonio.
1995. La mujer en el ambiente social de la Venezuela colonial. En: La Mujer en
la Historia de Venezuela. Asociación Civil La Mujer y el V Centenario de
América y Venezuela. Pps. 93-142. Caracas.
ARDENER, Shirley.
1993. Women and Space. Berg, Oxford, Providence.
ARMELLADA, Fray Cesáreo.
1988. Cuento y no cuentos. Instituto Venezolano de Lenguas Indígenas. Universidad
Católica Andrés Bello. Caracas.
ARNOLD, Jeanne.
1995. Social Inequality, Marginalization, and Economic Process. En: Foundation
of Social Inequality. Pps. 87-101. New York.
AYALA, Cecilia y Werner Wilbert.
2001. Hijas de la Luna. Fundación La Salle de Ciencias Naturales. Instituto Caribe
de Antropología. Monografía No. 45. Caracas.
BACHE, Richard.
1982. La República de Colombia en los años 1822-1823. Notas de Viaje. Instituto Na-
cional de Hipódromos. Caracas.

187
BAKER, Ernest.
1962. The Politics of Aristotle. Oxford University Press, Nueva York.
BATE, Luis.
1983. Comunidades Primitivas de Cazadores Recolectores en Suramérica. I. Historia Ge-
neral de América. Período Indígena. Ediciones de la Presidencia de la
República. Caracas.
BATE, Luis.
1984. Cultura, Clases y Cuestión Étnico Nacional. Colección Principios. Juan Pablos
Editor, S.A. México D.F.
BEECHEY, Veronica.
1981. Sobre el Patriarcado. Revista de Sociología. (18): 69-94.
BETHENCOURT, Luisa.
1992. Lo cotidiano de la sobrevivencia: organización doméstica y rol de la mu-
jer. En Sobrevivir en la pobreza: el fin de una ilusión. Cendes: 81-101. Nueva
Sociedad. Caracas.
BOGLER, Diane.
1997 On Cypriot figurines and the origins of Patriarchy. Current Anthropology; Vol
38 (1): 85-86.
BOURDIEU, Pierre.
2000. La Dominación Masculina. Editorial Anagrama. Barcelona.
BOULTON, Alfredo.
1978. El Arte en la Cerámica Aborigen de Venezuela. Milán..
BRITO Figueroa, Federico.
1973. Historia Económica y Social de Venezuela. Tomo I. Ediciones de la Biblioteca.
Universidad Central de Venezuela, Caracas.
BRITTO, Luis.
1988 La Máscara del Poder. Alfadil/Trópicos, Caracas.
CAMPOS, Marcia.
1982. La mujer en la reproducción del sector informal. Boletín de Antropología
Americana. (5): 81-91.
CARIOLA, Cecilia.
1992. La reproducción de los sectores populares urbanos: una propuesta me-
todológica. . En Sobrevivir en la pobreza: el fin de una ilusión. Cendes: 24-36.
Nueva Sociedad. Caracas.
CARVAJAL, Fray Jacinto.
1956. Relación del Descubrimiento del Río Apure. Editorial Mediterráneo. Madrid.
CASTRO, Pedro, Robert Chapman, Sylvia Gili, Vicente Lull, Rafael Micó, Cris-
tina Rihuete, Roberto Risch, Ma. Encarna Sanahuja.
1996. «Teoría de las prácticas sociales». Complutum Extra, 6 (II): 35-48.
CASTRO, Pedro, Sylvia Gili, Vicente Lull, Rafael Micó, Cristina Rihuete, Rober-
to Risch, Ma. Encarna Sanahuja.
1998. «Teoría de la producción de la vida social». Arqueología Social.. En prensa.

188
CAULIN, Fray Antonio
1966. Historia de la Nueva Andalucía. Dos tomos. Fuentes para la Historia Colonial.
Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas
CICERCHIA. Ricardo.
1997. The charm of family patterns. En: Gender Politics in Latin America: 118-133.
Monthly Review Press. Nueva York.
CLARK, George
1980. Mesolithic Prelude. University Press. Edimburgo.
COLLINS, Patricia.
1990. Black feminist thought: knowledge, consciousness, and the politics of empowerment.
Boston. Unwin Hyman
COOK, Jill.
1996. Comentarios al artículo «Self representation in Female Figurines» de Leroy
Mc Dermott. Current Anthropology. 37 (2): 250-251.
CRUXENT, J.M. e Irving Rouse
1961. Arqueología Cronológica de Venezuela. Vol. 1. Panamerican Union, Washing-
ton D.C.
CUBITT, Tessa y Helen Greenslade.
1997. Public and Private Spheres. The end of Dicotomy. En: Gender Politics in
Latin America: 52-64. Monthly Review Press. Nueva York.
CUNILL GRAU, Pedro.
1987. Geografía del Poblamiento Venezolano del Siglo XIX. Tres Tomos. Ediciones de
la Presidencia de la República, Caracas.
CHAGNON, Napoleon
1997. Yanomamö. Harcourt Brace College Publishers Filadelfia.
D’ATRI, Andrea.
2007. «El capitalismo y la opresión de las mujeres». A Plena Voz. 23-25.
DEIVE. Carlos E.
1993. Un profano se acerca al feminismo. En: 500 años de patriarcado en el Nuevo
Mundo. CIPAF Red Entre Mujeres: XIII-XXVIII. Edición dominicana.
República Dominicana.
DELGADO, Lelia.
1989. Seis Ensayos sobre Estética Prehispánica en Venezuela. Serie Estudios, Monogra-
fías y Ensayos. No. 120. Biblioteca de Academia Nacional de la Historia.
Caracas.
DELGADO, Lelia.
1996. Artesanía Viva. Editorial Arte, Fundación Centro Cultural Consolidado.
Caracas.
DÍAZ POLANCO, Héctor.
1985. La Cuestión Étnico Nacional. Editorial Línea, México D.F.

189
DÍAZ POLANCO, Héctor.
1987. Etnia, Nación y Política. Colección Principios. Juan Pablos Editor. México, D.F.
DORE, Elizabeth.
1997. The Holy Family: Imagined Households in Latin American History. En:
Gender Politics in Latin America: 101-117. Monthly Review Press. Nueva
York.
DURAND, Guillermo.
1995. La Mujer y su aporte a la Economía Colonial Venezolana. En: La Mujer en
la Historia de Venezuela. Asociación Civil La Mujer y el V Centenario de
América y Venezuela. Pps. 145-176. Caracas.
EMPERAIRE, José.
1955. Les Nomades de la Mer. Gallimard. París
ESTÉVEZ, Jordi, Assumpció Vila, X. Terradas, Raquel Piqué, M. Taulé, J. Giba-
ja y Guillermina Ruíz.
1998. «Cazar o no cazar, ¿es ésta la cuestión?». Boletín de Antropología Americana.
México, D.F.
ESTRADA, Margarita.
1983. Trabajo femenino y reproducción de la fuerza de trabajo industrial. Boletín
de Antropología Americana. (8): 133-140.
FALERO, Alfredo
2003. Sociedad Civil y Creación de Nueva Subjetividad Social en Uruguay: Con-
dicionamientos, Conflictos y Desafíos. En: Movimientos sociales y conflicto en
América Latina. PPs. 41-54. CLACSO
FALS BORDA, Orlando.
2004. Diario El Tiempo, lunes 15 de noviembre. Bogotá.
FIGUEROA, Amílcar.
1998. El Indígena en la Colonia. En: Gran Enciclopedia de Venezuela. Tomo 3:141-
148. Editorial Globe. Caracas.
FONSECA, Oscar y Eugenia Ibarra.
1987. El señorío del Guarco: Vida cotidiana y ambiente natural. En: Relaciones
entre la Sociedad y el Ambiente. Actas del Tercer Simposio de la Funda-
ción de Arqueología del Caribe. Pps. 11-22. Washington D.C.
FRANKEL, David.
1997. «On Cypriot figurines and the origins of Patriarchy». Current Anthropology;
Vol 38 (1):84.
FRENTE INDEPENDIENTE DE PUEBLOS INDIOS (FIPI).
1990. Reforma Constitucional. Un nuevo cambio de piel del indigenismo. Boletín
de Antropología Americana. (21): 149-160.
GAILEY, Christine.
1987. Culture Wars: Resistance to State formation. En: Power Relations and State
Formación. Pps. 35-56. American Anthropological Association. Washing-
ton D.C.

190
GAILEY, Christine y Thomas Patterson.
1987. Power relations and State Formation. En: Power elations and State Formation.
Pps. 1-26. American Anthropological Association. Washington D.C.
GALERIA DE ARTE NACIONAL
1999. El Arte Prehispánico de Venezuela. Fundación Galería de Arte Nacional. Ca-
racas.
GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel
1994. Del Amor y Otros Demonios. Grupo Editorial Norma. Santa Fé de Bogotá.
GARCÍA, Jesús.
1990. África en Venezuela. Pieza de Indias. Cuadernos Lagovén. Caracas.
GASSÓN, Rafael.
2000. Quiripas and mostacillas: The evolution of shell beads as a medium of
exchange in Northern South America. Ethnohistory. 47 (3-4) 581-609.
GIL, Félix
2003. Aspectos Funerarios del Centro Occidente venezolano: Caso Región Larense. Serie
Estudios Antropológicos. Fundación Instituto de Antropología Miguel
Acosta Saignes-FIAMAS. Barquisimeto.
GILIJ, Felipe.
1965 (1872). Ensayo de Historia Americana. Tomo I. II Edición. Fuentes para la
Historia Colonial de Venezuela. Biblioteca de la Academia de la Historia.
Caracas.
GILIJ, Felipe.
1987 (1872). Ensayo de Historia Americana. Tomo II. II Edición. Fuentes para la
Historia Colonial de Venezuela. Biblioteca de la Academia de la Historia.
Caracas.
GODELIER, Maurice.
1974. Economía, Fetichismo y Religión en las Sociedades Primitivas. Siglo XXI, Madrid.
GUERRA, Franklin.
1984. Esclavos negros, cimarroneras y cumbes de Barlovento. Cuadernos Lagovén. Ca-
racas
GUMILLA, Fray Pedro
1965. El Orinoco Ilustrado y Defendido. II Edición. Fuentes para la Historia Colonial
de Venezuela. Biblioteca de la Academia de la Historia. Caracas.
HARTMAN, Heidi.
1981. «The Family as the Locus of Gender, Class, and Political Struggle: The
Example of Housework». Signs: 366-394.
HEINEN, Dieter.
1987. Los Warao. En: Los aborígenes de Venezuela. Vol. III:585. Monte Ávila Edi-
tores. Caracas.
HELMS, Mary.
1979. Ancient Panama. University of Texas Press. Austin, Londres.

191
HERNÁNDEZ DE ALBA, Gregorio.
1948. Handbook of Southamerican Indians. Vol. 4. Smithsonian Institution. Bureau
of Ethnology, Washington.
HERNÁNDEZ, Mercedes.
1945. La voz de la mujer del interior. Correo Cívico Femenino. Año I (1): 9.
HERTELENDY, Ildiko.
1984. Investigación arqueológica en el Valle de Quíbor. Ojo de Agua, un sitio de
habitación prehispánico de la Fase Guadalupe. Trabajo Final de Grado.
Biblioteca Escuela de Antropología. U.C.V., Caracas.
HINCKELAMERT, Franz.
2006. El sujeto y la ley. Caracas. El Perro y la Rana.
HURTADO, Luis.
1984. Estratificación social en un cacicazgo de Costa Rica: una aplicación de la
inferencia como método de conocimiento arqueológico. En: Hacia una
Arqueología Social. Actas del Primer Simposio de la Fundación de Arqueología del
Caribe. Pps. 33-64. Washington D.C.
HOLST, John.
2001. Reflexiones críticas sobre el potencial político de los nuevos movimientos
sociales. Marx Ahora. 11: 171-179.
KIDDER, II, Alfred.
1944. Archaeology of Northwestern Venezuela. Peabody Museum of American Ar-
chaeology and Ethnology. Vol. XXVI. No. 1. Cambridge.
KIRCHHOFF, Paul.
1948. Food Gathering Tribes of Venezuelan Llanos. Handbook of Southamerican
Indians. Vol. 4 United States Goverment Printing Office. Vol. 4: 445-468.
Washington.
LANDER, Edgardo.
2003. Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos. La colonialidad del sa-
ber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas.Clacso. Buenos
Aires.
LA ROSA CORZO, Gabino.
1986. Los Palenques en Cuba: Elementos para su Reconstrucción Histórica. En:
La Esclavitud en Cuba. Pps.86- 123. Editorial Academia, La Habana.
LAROTONDA, Ricarda.
1986. El sitio Botiquín. Investigación arqueológica en un sitio de habitación de la
Fase Guadalupe, Quíbor, Edo. Lara. Trabajo Final de Grado. Biblioteca
Escuela de Antropología. U.C.V., Caracas.
LAVALÉE, Danièle.
1995. Promesse D’Amérique. Hachette. París.
LAYRISSE, Miguel y Johanes Wilbert.
1999. The Diego Blood Group System and the Monogoloid Realm. Fundación La Salle de
Ciencias Naturales. Instituto Caribe de Antropología. Caracas.

192
LEACOCK, Eleanor.
1977. Women’s status in egalitarian society: implications for social evolution. Cu-
rrent Anthropology. 19: 247-275.
LENIN, Vladimir.
1978. La Emancipación de la Mujer. Editorial Progreso. Moscú.
LENIN, Vladimir.
1976. La Cultura y la Revolución Cultural. Editorial Progreso. URSS.
LEROY GOURHAN, André.
1967. Treasures of Prehistoric Art. Harry N. Abrams, Inc., Publisher, New York.
LICHA, Isabel. Comp.
1991. Imágenes del futuro social de América Latina. Cendes. Universidad Central de
Venezuela. Caracas.
LÓPEZ, José E.
1998. Economía y Sociedad: siglo XVIII. En: Gran Enciclopedia de Venezuela.
Tomo 3:175-194. Editorial Globe. Caracas.
LUMBRERAS, Luis Guillermo.
1983. El criterio de función en Arqueología. En: Gaceta Arqueol.gica Andina. 2 (8). Lima.
LUXEMBURGO, Rosa.
1946. ¿Reforma o Revolución?. Editorial Lautaro. Buenos Aires.
MAGO, Lila.
1995. El papel de la mujer dentro de la estructura social venezolana del siglo
XIX. En: La Mujer en la Historia de Venezuela. Asociación Civil La Mujer y
el V Centenario de América y Venezuela. Pps. 283-325. Caracas.
MATAPI, Uldarico, Carlos Rodríguez y Clara van der Hammen.
2004. Concepción y manejo del territorio Upichia. Ponencia presentada en el III
Congreso de Arqueología en Colombia. Diciembre. Popayán.
MCDERMOTT, Leroy.
1996. Self-representation in Upper Paleolithic Female Figurines. Current Anthro-
pology. 37 (2): 227-248.
MCGUIRE, Randall y Cinthia Woodsong.
1990. Making Ends Meet: Unwaged Work and Domestic Inequality in Broome
County, New York, 1930-1980. En: Work Without Wages. 168-253. State
University of New York Press.
MELLAISOUX, Claude.
1975. Mujeres, Graneros y Capitales. Qta. Edición. Siglo XXI. México, D. F.
MELLAISOUX, Claude.
1979. Historical Modelities of the Exploitation and Overexplotation of Labor.
Critique of Anthropology. (4):7-16.
METRAUX, Alfred y Paul Kirchhoff.
1948. The Circumcaribbean Tribes. The northeastern extension of Andean Cul-
tures. Handbook of Southamerican Indians. United States Goverment. Prin-
ting Office. Vol. 4 Washington.

193
MILLETT, Kate.
2000. Sexual Politics. University of Illinois Press. Urabana y Chicago.
MITCHELL, Juliet.
1974. Phsychoanalisis and Feminism. Allen Lane. Londres.
MITRANI, Philippe.
1988. Los Pume (Yaruro). En: Los aborígenes de Venezuela. Vol. III. Fundación La
Salle. Pps. 147-213.
MONTERO, Maritza.
1997. Latin American Social Identity. En: Multiculturalism and the State.. Vol. 1.
Collected Seminar Papers. (47): 62-68. University of London. Londres.
MUJER... Tenía que ser.
2004. Varias autoras. (1), Caracas.
OSORIO, Eduardo.
1998. Economía y Sociedad: SS. XVI y XVII. En: Gran enciclopedia de Venezuela.
Pps. 133-140. Editorial Globe, Caracas
ORTEGA, Elpidio.
1988. La Isabela y la Arqueología en la Ruta de Colón. Ediciones de la Universidad
Central del Este y la Fundación Ortega Álvarez, INC. Santo Domingo.
OVIEDO Y BAÑOS, José de.
1950 (1546). Relación de las tierras y provincias de la Gobernación de Vene-
zuela. En: Fuentes para la Historia Económica de Venezuela. 3ª Conferencia
Interamericana de Agricultura. (83). El Compás. Caracas.
PATTERSON, Thomas
1987. Tribes, chiefdoms, and kingdoms in the Inca Empire. En: Power Relations
and State Formation. Pps. 117-127. American Anthropological Association.
Washington D.C.
PAZ, Carmen.
2000. MS. La sociedad wayúu en el siglo XIX. Tesis de Maestría. Biblioteca del
Centro de Estudios de Postgrado en Historia. Universidad del Zulia.
PÉREZ GUEVARA, Ada.
1976. Introducción. En: Edición facsimilar de Correo Cívico Femenino. Congreso
de la República. Caracas.
PETRULLO, Vicenzo
1939. The Yaruros of the Capanaparo River, Venezuela. Anthropological Papers No.
11. Smithsonian Institution. Bureau of American Ethnology. Washington
D.C.
PIMENTEL, Juan.
1950 (1578). Relación Geográfica y Descripción de la Provincia de Caracas y Go-
bernación de Venezuela, año de 1578. Fuentes para la Historia Económica de
Venezuela (siglo XVI). 3ª. Conferencia Interamericana de Agricultura. No.
83: 69-91. El Compás. Caracas.

194
PINO, Elías.
1995. Ventaneras y Castas. Callejeras y Honestas. Iglesia y Mujer en el siglo XIX
Venezolano. En: La Mujer en la Historia de Venezuela. Pps.395-434. Asocia-
ción Civil La Mujer y el V Centenario de América y Venezuela. Caracas
POLLAK-ELTZ, Angelina.
1990. La negritud en Venezuela. Cuadernos Lagovén. Caracas
PORTTER, Sir Robert.
1966. Caracas Diary/1825-1842. Instituto Otto y Magdalena Blohm. Caracas.
POZAS, Ricardo.
1983. La antropología y la burocracia indigenista. Boletín de Antropología Americana.
(8): 169-186.
PUNTO DE VISTA, Diario.
2004. Año 2 (13): 11. Caracas.
ROWBOTHAM, Sheila.
1981. The women’s movement and organizing for socialism. En: Beyond the Frag-
ments. Feminism and the making of socialism. Pps. 21. Alyson Publications,
INC. Boston.
RODRÍGUEZ, Marcia.
1989. Mujer, discurso e ideología: hacia la construcción de un nuevo sujeto feme-
nino. Boletín de Antropología Americana. (20): 31-82.
RODRÍGUEZ CAMPOS, Manuel.
1995. La mujer en la economía venezolana del siglo XIX. En: La Mujer en la
Historia de Venezuela. Pps.327-364. Asociación Civil La Mujer y el V Cen-
tenario de América y Venezuela. Caracas
RODRÍGUEZ, Abel, Clara van der Hammen y Carlos Rodríguez.
2004. Las plantas cultivadas del mundo Nonuya. Libro de Resúmenes. Ponencia
presentada en el III Congreso de Arqueología en Colombia. Popayán.
ROGATIS , Antonietta.
2004. Separación Matrimonial y su Proceso en la Época Colonial. Fuentes para la Histo-
ria de Venezuela. Academia Nacional de la Historia, 257, Caracas.
ROUCHE, Jean.
1956. Los hijos de la Luna. Documental etnográfico. París.
RUIZ BLANCO, Matías.
1948. Conversión de Píritu. Muestrario de Historiadores Coloniales de Venezuela.
Ministerio de Educación Nacional. No. 26. Biblioteca Popular Venezola-
na. Caracas.
SALAS, Julio C.
1908. Etnología e Historia de Tierra Firme. Biblioteca de Ciencias Políticas y Sociales.
Editorial América. Madrid.
SALAS, Julio C.
1956. Etnografía de Venezuela. Talleres Gráficos de la Universidad de los Andes,
Mérida.

195
SALAZAR, Juan J.
2002. Sociedades Complejas. Período del Contacto en el Noroccidente de Vene-
zuela. Tesis de Maestría. Biblioteca de la Maestría en Etnología. Escuela
de Historia. Facultad de Humanidades. Universidad de los Andes. Mérida.
SAMUDIO, Edda.
1988. El Trabajo y los Trabajadores en Mérida Colonial. Fuentes para su Estudio. Univer-
sidad Católica del Táchira. Caracas.
SANAHUJA. Ma. Encarna.
1997. Marxismo y Feminismo. Boletín de Antropología Americana. (31): 7-14.
SÁNCHEZ, Mariana Libertad.
2008. Sin Cadenas ni misterios. Representaciones y autorrepresentaciones de la intelectual
venezolana (1936-1948). Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos
Rómulo Gallegos. Caracas.
SÁNCHEZ VÁSQUEZ, Adolfo.
1981.Del socialismo científico al socialismo utópico. Serie Popular Era 32. México.
SANOJA, Mario.
1966. Datos etnohistóricos del lago de Maracaibo. Revista de Economía y Ciencias
Sociales. Año VIII (Extraordinario): 221-251.
SANOJA, Mario.
1969. La Fase Zancudo. Serie Arqueológica, No. 2. Instituto de Investigaciones,
FACES, UCV. Caracas
SANOJA, Mario.
1972. Proyecto 72. La Fase Caño Grande y sus relaciones con el norte de Colom-
bia. Actas del XL Congreso Internacional de Americanistas. Tomo I: 255-260.
SANOJA, Mario.
1979. Las Culturas Formativas del Oriente Venezolano. La Tradición Barrancas del Bajo
Orinoco. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela.
Colección Estudios, Monografías y Ensayos. No. 6, Caracas.
SANOJA, Mario.
1980. MS. Relaciones Inter Etnias Prehispánicas en el lago de Maracaibo. Micro
región Sureste. Ponencia presentada en la Convención Anual de Asovac.
SANOJA, Mario.
1984. La Inferencia en la Arqueología Social. Boletín de Antropología Americana.
Dic. (10): 35-44.
SANOJA, Mario.
1988. La sociedad indígena venezolana entre los siglos XVII-XIX. En: Venezuela
en los Años del General Urdaneta (1788-1845): 91-111. Edición de la Univer-
sidad Rafael Urdaneta. Maracaibo.
SANOJA, Mario.
1989. From foragin to food production in Northeastern Venezuela and the Ca-
ribbean. En: Foragin and Farming: the Evolution of Plant Explotation. Pps.
523-534. One World Archaeology. Unwyn-Hyman. Londres.

196
SANOJA, Mario.
1992. El papel de la mujer venezolana en la sociedad precolombina. En: La Mujer
en la Historia de Venezuela. Asociación Civil La Mujer y el V Centenario de
América y Venezuela. Pps.3- 32. Caracas.
SANOJA, Mario.
1997. Los Hombres de la Yuca y el Maíz. Monte Ávila Editores, Caracas.
SANOJA, Mario.
2001. La cerámica tipo formativo de Camay, estado Lara, Venezuela: Primer
informe. El Caribe Arqueológico. (5): 2-19.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1967. Proyecto: Arqueología del Occidente de Venezuela. Primer Informe Gene-
ral. Revista Economía y Ciencias Sociales. Años IX (2). FACES. UCV.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1970. La Cueva de El Elefante. Investigaciones Arqueológicas en el Bajo Orinoco. Instituto
de Investigaciones Económicas y Sociales, Universidad Central de Vene-
zuela, Caracas.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1987. La sociedad cacical del Valle de Quíbor (Edo. Lara, Venezuela). En: Chief-
doms in the Americas. Pps. 201-211. New York.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1992a. Antiguas Formaciones y Modos de Producción Venezolanos. Monte Ávila Edito-
res, 2da Edición. Caracas.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas-
1992b. La Huella Asiática en el Poblamiento de Venezuela. Cuadernos Lagovén, Caracas.
1995. Gente de la Canoa. Fondo Editorial Tropykos y Comisión de Estudios de
Postgrado, Faces, UCV. Caracas.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1997. La economía de las sociedades autóctonas venezolanas En: Historia Míni-
ma de la Economía Venezolana. Fundación de los trabajadores de Lagovén.
Caracas.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1999a. Orígenes de Venezuela. Comisión Presidencial del V Centenario de Venezue-
la, Editorial Centauro. Caracas.
SANOJA Mario e Iraida Vargas.
1999b. De tribus a Señoríos. En: Historia de la América Andina. Las Sociedades
Aborígenes. Vol 1: 201-221. Univesidad Andina Simón Bolívar. Quito.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
1999c. Early modes of life of the indigenous population of Northeastern Vene-
zuela. En: Archaeology in Latin America. Pps. 148-166. Routledge. Londres.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
2002a. Visión histórica de la gastronomía y la culinaria en Venezuela. Boletín An-
tropológico (56):753-774.

197
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
2002b. El Agua y el Poder: Caracas y la Formación del Estado Colonial Caraqueño. Edi-
ciones del Banco Central. Caracas.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
2003. Las Edades de Guayana. Arqueología de una Quimera. En prensa.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
2003ª. El Legado territorial indígena prehistórico e histórico. En: Geografía de
Venezuela. Fundación Polar. En prensa.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
2004. Caroní: Río Mágico. Informe Técnico para Edelca.
SANOJA, Mario e Iraida Vargas.
2005. El socialismo del siglo XXI y la cuestión nacional venezolana. QUES-
TION. 3 (34): 4-5.
SANTOSUOSSO, Guilio.
1994. Casa de la mujer de Almacaroní. Discurso pronunciado el 8 de marzo, en
el Día Internacional de la Mujer. Casa de la la Mujer. Almacaroní. Ciudad
Guayana.
SLOANE, William.
1976. The Yanoama Indians. A cultural Geography. University of Texas Press. Austin.
SOLIEN, Nancy.
1971. Household and Family in the Caribbean. En: Peoples and Cultures of the Ca-
ribbean. Pps. 403-411. The Natural History Press, Nueva York.
STEWARD, James y Louis Faron.
1959. Natives peoples of South America. McGraw-Hill Book Company. Nueva York.
STOLCKE, Verena.
1992. Racismo y sexualidad en la Cuba colonial. Alianza Editorial. Madrid.
STOLCKE, Verena.
1996. Antropología del género. El cómo y el por qué de las mujeres. En: Ensayos
de Antropología Cultural. Homenaje a Claudio Esteva Frabegat. J. Prat y A. Mar-
tínez Eds. Pps. 335-344. Editorial Ariel, S.A. Barcelona.
SZABADICH, Roka.
1997. Arqueología de la Prehistoria de Venezuela. Ediciones de la Gobernación del
Estado Aragua, Maracay.
THERBORN, Göran.
1987. La ideología del poder y el poder de la ideología. Madrid, Siglo Veintiuno de España.
TOLEDO, María I.
1995. La cerámica funeraria en el sitio Boulevard de Quíbor, Estado Lara, Vene-
zuela. Boletín del Museo Arqueológico de Quíbor, (4):75-95.
TOLEDO, María I. y Luis Molina
1987. Elementos para la definición arqueológica de cacicazgos prehispánicos del
Noroeste de Venezuela. En: Chiefdoms in the Americas. Pps.200. University
Press of America, Boston.

198
THOMPSON, Edward.
1995. Costumbres en Común. Crítica, Barcelona.
TURNER, Terence.
1979. Kinship, Household, and Community Structure among the Kayapó. En:
Dialectical societies. Pps. 179-214. Editado por David Maybury-Lewis. Har-
vard University Press. Canbrigde y Londres.
VARGAS, Iraida.
1976. Investigaciones arqueológicas en el sur del lago de Maracaibo. La Fase Onia. Instituto
de Investigaciones. FACES. UCV. Caracas.
VARGAS, Iraida.
1978. Puerto Santo, un nuevo sitio arqueológico en la costa oriental de Venezue-
la. Actas del VII Congreso Internacional de Arqueología de las Antillas Menores.
Caracas.
VARGAS, Iraida.
1979. La Tradición Saladoide del Oriente de Venezuela. La Fase Cuartel. Biblioteca
de la Academia Nacional de la Historia. Serie Estudios, Monografías y
Ensayos. No. 5, Caracas.
VARGAS, Iraida.
1983. Nuevas evidencias de sitios saladoides en la costa oriental de Venezuela. El
sitio Playa Grande (S9). Actas del 9no. Congreso Internacional de Arqueología de
las Antillas Menores. 15 Montreal.
VARGAS, Iraida.
1989. Teoría sobre el cacicazgo como modo de vida: El caso del Caribe. Boletín de
Antropología Americana. (20): 19-30.
VARGAS, Iraida.
1990. Arqueología, Ciencia y Sociedad. Editorial Abre Brecha, Caracas.
VARGAS, Iraida.
1996. Modo de vida y modo de trabajo: conceptos centrales de la arqueología
social. Su aplicación en el estudio de algunos procesos de la historia de
Venezuela. Tierra Firme. Año 16 XVI (64): 661-685
VARGAS, Iraida.
2002. Historia Antigua de Venezuela. En: Enciclopedia Multimedia de Venezuela.
Editorial Planeta, Bogotá.
VARGAS, Iraida.
2002. Hacia la creación de una teoría feminista en la arqueología. Tiempo y Espa-
cio. Julio-Diciembre. Vol. XIX (38): 43-63.
VARGAS, Iraida.
2004 Ideología y Dominación Masculina en las Sociedades Cazadoras Recolec-
toras. El caso de la Sociedad Yámana. Boletín Antropológico (61): 209-237.
VARGAS, Iraida.
2005. Visiones del pasado indígena y el proyecto de una Venezuela a futuro. Re-
vista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales.

199
VARGAS, Iraida.
Temas de Género. Publicaciones del Instituto De Estudios Avanzados (IDEA). Mi-
nisterio del Poder Popular para la Ciencia, la Tecnología y la Innovación.
En prensa.
VARGAS, Iraida.
2007ª. Resistencia y Participación. La saga del pueblo venezolano. Monte Ávila Editores
Latinoamericana. Caracas.
VARGAS, Iraida.
2007b. Análisis del arte rupestre en la cuenca del río Caroní desde la perspectiva
de género. Ponencia presentada en el V Congreso Internacional de Socie-
dades Científicas. Santo Domingo. República Dominicana. Revista RET.
VARGAS, Iraida, Mario Sanoja, Gabriela Alvarado y Milene Montilla.
1998. Arqueología de Caracas: San Pablo, Teatro Municipal, Caracas. Biblioteca de la
Academia Nacional de la Historia. Serie Estudios, Monografías y Ensa-
yos. No. 178, Caracas.
VARGAS, Iraida, Luis Molina, María I. Toledo y Carmen Montcourt.
1997. Los artífices de la Concha. Sgda. Edición. FACES, UCV. Alcaldía Municipio
Jiménez, Museo de Quíbor. Quíbor.
VARGAS, Iraida y Virginia Vivas.
1999. Caracas: Espacio y vida cotidiana en la transición entre un modo de vida
colonial y uno nacional. Boletín Antropológico (36) 103-134.
VÁSQUEZ DE ESPINOZA, Antonio de.
1948 (1629). Compendio y Descripción de las Indias Occidentales. Smithsonian Institu-
tion. Washington D.C.
VELÁSQUEZ, Felipe.
1974. MS. El sitio El Danto. Investigaciones Arqueológicas en la cuenca del lago
de Maracaibo. Trabajo Final de Grado. Biblioteca de la Escuela de Antro-
pología. U.C.V. Caracas.
VELOZ MAGGIOLO, Marcio.
1972. Arqueología Prehistórica de Santo Domingo. McGraw-Hill Far Eastern Publis-
hers (S) Ltd. Singapore.
VELOZ MAGGIOLO, Marcio.
1975-1977. Acerca del sistema de aprendizaje en la sociedad indígena. Revista
Dominicana de Antropología e Historia. Años VII, Vol. V (5, 6 y 7):79-84.
VELOZ MAGGIOLO, Marcio y Elpidio Ortega.
1992. La Fundación de la Villa de Santo Domingo. Comisión V Centenario. Serie
Historia de la Ciudad 1. Santo Domingo.
VELOZ MAGGIOLO, Marcio, Elpidio Ortega, Renato Rímoli y Fernando
Luna Calderón.
1973. Estudio comparativo y preliminar de dos cementerios neo-indios: La Cu-
cama y La Unión, República Dominicana. Boletín del Museo del Hombre
Dominicano. (3): 11-47.

200
VERBURG, John, Luis Aceituno y Ma. Hortensia de Guevara.
1962. Estudio sociológico del asentamiento campesino «El Diamante» (edo. Yaracuy). Mi-
nisterio de Agricultura y Cría. Dirección de Investigación. División de
Estudios Sociológicos. Caracas.
VESPUCIO, Américo.
192. Descubrimiento y Conquista de Venezuela. Dos tomos. Caracas
VILA, Assumpció y Teresa Argelés.
1993. Acerca de la contradicción o de la diferencia a la explotación. L’Avenc.
Pps. 169.
VILLALOBOS, Héctor.
1945. Un mensaje de fé para la mujer de provincia. En: Correo Cívico Femenino.
Año I (2): 4.
YBARRA, Thomas
1941. Young Man in Caracas. Ives Washburn, INC. New York.
WAGNER, Erika.
1988. La Prehistoria y Etnohistoria del Área de Carache en el Occidente Venezolano. Uni-
versidad de los Andes, Mérida.
WAINWRIGHT, Hilary.
1981. Moving beyond the fragments. En: Beyond the Fragments. Feminism and the
making of socialism. Pps. 211. Alyson Publications, INC. Boston.
WALLERSTEIN, Inmanuel.
1994. Agonías del Capitalismo. En: Iniciativa Socialista. No. 31.
WILBERT, Johanes.
1972. Survivors of El Dorado. Praeger Publishers. Nueva York.
ZIHLMAN, Adriene y Nancy Tanner
1978. Gathering and the hominid adaptation. En Female hierarchies. Lionel Tiger
y Heather Fowle Eds. Pps. 163 194. Beresford Book Service. Chicago.

201
ÍNDICE
PARTE I
CAPÍTULO I................................................................................................... 10
Las mujeres como agentes productivos. La producción
femenina en las sociedades cazadoras recolectoras.................................... 10
Los estereotipos negativos sobre el trabajo femenino
y las formas de control, discriminación y dominación
en las sociedades cazadoras recolectoras..................................................... 21

CAPÍTULO II................................................................................................. 30
Las mujeres como agentes productivos. La producción
femenina en las sociedades tribales agrícolas.............................................. 30
La producción femenina en las sociedades tribales estratificadas............ 40
Los estereotipos negativos sobre el trabajo femenino tribal
y las formas de control, discriminación y dominación.............................. 46
Las mujeres como agentes productivos. La producción femenina
en la sociedad colonial y la republicana....................................................... 48

PARTE II
CAPÍTULO IV................................................................................................ 56
Las mujeres como agentes reproductivos de la vida social
a través de los procesos de socialización...................................................... 56
Fundamentos teóricos..................................................................................... 56

CAPÍTULO V................................................................................................. 60
Las mujeres y los procesos de socialización en las sociedades
cazadoras recolectoras y tribales venezolanas............................................ 60
La socialización en las sociedades cazadoras recolectoras........................ 60

CAPÍTULO VI................................................................................................ 63
La socialización en las sociedades tribales................................................... 63
La cotidianidad de la producción de mantenimiento
en las sociedades tribales................................................................................ 66

CAPÍTULO VII.............................................................................................. 69
Las mujeres y los procesos de socialización en la sociedad
colonial y republicana...................................................................................... 69
Algunos elementos sobre la cotidianidad de la producción
de mantenimiento entre las mujeres de origen africano
en el período republicano............................................................................... 78
CAPÍTULO VIII............................................................................................. 81
Las mujeres artesanas y la reproducción de la ideología tribal,
de la etnicidad y de la identidad étnica a través de la alfarería.................. 81
Las mujeres artesanas y la reproducción
de la ideología tribal, de la etnicidad y de la identidad étnica
a través de la cestería y los textiles................................................................ 97
Las mujeres, artesanas de la cotidianidad..................................................100

PARTE III
La reproducción social como reproducción biológica. Las uniones
y las normas sociales para la reproducción biológica.
Las formas de mestizaje................................................................................103

CAPITULO IX..............................................................................................103
Las uniones y el mestizaje precolonial........................................................103

CAPÍTULO X...............................................................................................115
Las uniones y el mestizaje colonial............................................................115
A manera de conclusiones: Las mujeres, garantes
de la reproducción biológica y social..........................................................121

PARTE IV
CAPÍTULO XI..............................................................................................125
La aparición de la ideología patriarcal y la creación
de estereotipos negativos sobre las mujeres.............................................125

CAPÍTULO XII............................................................................................132
Las mujeres, la familia y la vida doméstica,
y la ideología patriarcal..................................................................................132

PARTE V
FEMINISMO Y SOCIALISMO................................................................140
Movimientos sociales contemporáneos y protagonismo
femenino.........................................................................................................155
Los movimientos sociales y la transformación social. Venezuela,
prácticas inéditas. El nuevo socialismo.......................................................167

BIBLIOGRAFÍA CITADA........................................................................187
La edición de este libro culminó en el
mes de octubre de 2019, su publicación
en internet se inició durante el mes de
noviembre del mismo año.
Caracas-Venezuela

También podría gustarte