Amores Que No Mueren

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Amor que no muere

La experiencia amorosa en nuestra época tiene multitud de obstáculos: experiencia


familiar difícil, poca capacidad de pensar a largo tiempo, dificultades comunicativas o
poca tolerancia a la frustración. Pero la que más me llama la atención está en el plano
intelectual. Hay una falta casi total de relación entre la inteligencia y amor. No se sabe
muy bien qué sea el amor, y se lo reduce a un sentimiento. No se conocen los afanes y
esperanzas del ser humano en la construcción de una relación profunda y significativa, y
no se es conscientes de los límites al construirla. Podríamos decir que el sentimiento
oscurece totalmente el juicio sobre la realidad amorosa que vive el hombre
contemporáneo. Sin querer juzgar ninguna situación persona y a nadie en particular,
utilizaré dos casos acaecidos esta misma semana para iluminar la tesis.
El jueves por la noche en El Hormiguero Juan del Val habló sobre el caso de Tamara
Falcó. Algunas de sus palabras fueron: “La infidelidad tiene una importancia limitada”,
“la fidelidad -por biología- es algo antinatural”, “esta es una opinión no mía, sino
generalizada por los psicólogos”, “conozco gente que dice que es fiel” (remarcando el
“dice”); por último, “la fidelidad es bastante común”.
¿De qué se trata aquí? Como decíamos la experiencia amorosa del hombre ha quedado
reducida a mero sentimiento, sin el rigor intelectual que le haría justicia y, sobre todo,
de la honestidad con uno mismo que debe caracterizar el tema. ¿La infidelidad tiene una
importancia limitada? ¿De verdad? ¿Es este el “sentimiento” natural? No ya el común,
que por supuesto que no, sino el natural. El que responde a la naturaleza del deseo
humano sobre el amor. ¿Quiere alguien un amor infiel? Es posible que haya personas
que se conformen con este amor infiel, pero dudo de los que dicen que lo quieren y
desean. De hecho, creo que no hay nadie que lo quiere, sino, a lo sumo, que se conforme
con la realidad de la infidelidad que vive en su pareja. Dudo que alguien celebre los
éxitos amorosos de su pareja, aunque haya logrado reprimirse y consiga no molestarse.
Esto es lo primero que se ha perdido en esta discusión: asumir que el ser humano desea
ser amado en exclusividad, ser elegido, y que el otro sacrifique deseos más bajos por un
amor más alto. Juan del Val, creo, se ha conformado y ha censurado este deseo natural
del ser humano.
Vayamos ahora al tema de lo natural. La infidelidad es algo natural se nos dice. Estoy
dispuesto a aceptar esto si por naturaleza entendemos las fuerzas de las que dispone el
ser humano por sí mismo. Es cierto. Entonces la pereza es natural, la infidelidad, la
envidia y el egoísmo también. Enseñaba Pascal que el hombre supera al propio hombre.
¿Qué significa esto? Ni más ni menos que el hombre desea realidades que no puede
alcanzar por sí mismo. Necesita algo que no puede obtener por sí mismo. Es este, para
mí, el vestigio por donde muchos se han encaminado a buscar a Dios. Cuando uno
percibe que en su interior algo clama por una realidad, por un bien, se lanza a buscarlo.
Es el amor originario por ese bien desconocido lo que le empuja a buscar. Pongamos
que lo que busca es un amor fiel, duradero, capaz de sacrificarse, de generar una vida
común, logrando una unidad en el destino. Imaginemos ahora que no lo consigo. Son
demasiados los fracasos, los obstáculos, las inclinaciones que me impiden lograr lo
deseado. Entonces tendré dos opciones: o sigo buscando o me rindo. Para mí rendirse es
una traición a uno mismo, a lo más elevado que hay en nosotros. Pero es más fácil.
Seguir buscando implica, al final, la humildad de vivir una importancia. Y no una
importancia en una cosa accesoria para mí. Es una importancia para lograr lo que en el
fondo más deseo, el motor último de mi vida, mi proyecto -que diría Marías-, mi razón
vital. El que siga buscando, el que persevere, terminará acudiendo a la única vía posible:
la petición. Ese es el encuentro con Dios: el reconocimiento de nuestra nada deseando el
infinito, y persistiendo en ese deseo. “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras
almas”. Es la perseverancia en este deseo, en la confianza en que es la verdadera
estructura de lo que somos: deseo de Dios.
Juan del Val no ha hecho este camino. Se ha censurado, pues se ha rendido de buscar lo
que, estoy convencido, más anhelamos todos. Pero ese deseo, esa parte de nosotros que
es un grito y un desgarro interior, no perdona. Ya lo decía el Papa: Dios perdona
siempre, el hombre a veces, la naturaleza nunca. Esta es nuestra naturaleza, y nos
denuncia y amonesta. Nos recuerda que nos hemos rendido, que hemos dejado de ser
quienes estamos llamados a ser. Como Mufasa con Simba en la escena más lograda de
Disney, nos dice: “Eres más de lo que eres ahora”. Y duele. La culpa nos hiere y nos
daña. Y de nuevo tenemos los dos caminos: reconocer nuestra culpa, nuestra debilidad,
nuestra infidelidad…(¡a nosotros mismos!) o huir. ¿Y cómo huir? Como siempre: con
excusas. Unos tienen que ir a despedir a su familia, otros a enterrar a su padre, y otros
decir que “lo natural es ser infiel”. Y así, acallando nuestra conciencia, nos metemos en
un problema peor. El deseo seguirá clamando, y la providencia, el jueves noche a través
de Tamara Falcó, seguirá diciendo que “no somos monos”, que “el hombre supera al
propio hombre”.

El otro caso de esta semana ha sido el de la ruptura entre Risto Mejide y Laura Escanes.
Ambos la anunciaron a través de sus redes sociales. Me impresionó la idea de que “el
amor no se acaba, no muere” y que “fue eterno mientras duró”. Me impresionó porque
me pareció el ejemplo perfecto de una incapacidad para vivir la frustración, el fracaso.
Espero de verdad que la publicación sea fruto de querer mantener el buen rollo que se
marca en Instagram, de prolongar un ambiente de positividad. Pero las palabras
expresan realidad. Se veía en ellas a dos personas que habían creído en el amor
auténtico, maravilloso, por el cual merecía la pena el momento doloroso que
actualmente ambos vivían. Su amor ha sido tan intenso que parecía que “tenía que ser
así”. No están en la situación cínica de Juan del Val. Entonces ¿dónde está el fallo? Juan
del Val reconocía el fracaso y huía de la culpa que le generaba, se excusaba. Ellos no
asumen el fracaso, la debilidad de su amor. Seguramente hayan vivido una experiencia
amorosa muy intensa, y muy verdadera. Cuando ha llegado el fracaso, sin embargo, se
han olvidado de la verdad, han preferido quedarse con expresiones bonitas antes de
reconocer la realidad. Y la realidad es que su amor se ha acabado y no ha sido eterno,
que no ha durado para siempre y que ha muerto. Algo que deberían haber reconocido
desde el primer momento, pues el amor humano, aunque aspira a la plenitud, a la
felicidad, y que contiene una promesa de eternidad (real), aunque lo promete -decimos-,
no lo cumple. El amor humano se muere, como mínimo se muere con uno de los dos.
No tiene la capacidad de llevarnos a la eternidad. No podemos aguantar al ser querido.
Eso es obvio. Pero, además, como ellos mismos reconocen (esto sí) no es perfecto, y
hay días de amor buenos, malos y regulares. Y no pasa nada. Solo en este
reconocimiento el ser humano podrá caer en la cuenta de lo que decíamos antes:
necesita más de lo que puede lograr. Y he aquí donde aparece la humildad. Humildad
para reconocer que lo que quiero no lo consigo. No digo que en realidad no lo quiera,
como del Val, sino que no lo consigo. ¿Qué significado tiene esto? Como la sed me
invita a buscar el agua, este deseo me invita, me mantiene inquieto, hasta encontrar a
Dios. Este es el recorrido adecuado y realista que está preparado para el ser humano a
través de su experiencia amorosa. Esta mezcla de grandeza y pequeñez, de “si escalo el
cielo allí estás tú, si bajo hasta el abismo, allí te encuentro”. Es la boda en la que, aún
así, falta vino. Pero cuando ha faltado el vino, en lugar de “hacer lo que Él os diga”,
algunos encienden las luces, apagan la música y dicen: “ha sido una noche eterna”. Eso
no es lo racional, ni lo justo. No es justo ni con nosotros mismos ni con la historia
vivida. Porque la historia prometía todo, y ha dado poco, por mucho que digamos que lo
ha dado todo en un momento. No queríamos todo en un momento, lo queríamos para
siempre.
Por eso mismo es tarea fundamental para los educadores (padres, profesores,
catequistas, amigos) el introducir en esta visión de la realidad. En una visión en la que el
amor no se deja reducir a sentimiento, ni nuestro deseo a fantasía, ni nuestro fracaso a
inevitable, ni nuestra esperanza a romanticismo. Es urgente una pedagogía sana en la
que se vea el amor de un modo más realista, auténtico, honesto y verdadero. Solo desde
la verdad de nuestro anhelo, y la honestidad de nuestro fracaso, podremos seguir
buscando y encontrar a Aquel que nos dará un agua con la que ya no habrá más sed, un
agua que se transformará en un manantial que salte a la vida eterna.

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