El Alba de Un Imperio - Sam Barone
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Sam Barone
El alba de un imperio
Eskkar 1
ePub r1.0
xelenio 29.10.13
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Título original: Dawn of Empire
Sam Barone, 2006
Traducción: Carlos Schroeder Martínez
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Prólogo
El poblado se extendía frente a él como un cordero rodeado por una jauría de lobos.
Thutmose-sin detuvo su sudoroso caballo sobre la cima de una colina, mientras sus
hombres formaban a cada lado. Examinó la llanura, fijándose en los cultivos y los
canales de regadío que los alimentaban. Sus ojos se desviaron hacia el poblado
situado a tres kilómetros escasos de distancia. Allí el Tigris se retorcía abruptamente
en torno al grupo de cabañas de barro y tiendas que se levantaban en su orilla. Ese
día, el río, que suministraba el sustento vital a los comedores de tierra, se convertiría
en el obstáculo que les impediría la huida.
Para aquellos que todavía no habían escapado, se corrigió Thutmose-sin. Habría
deseado atacar el poblado por sorpresa, pero se había corrido la voz, como solía
suceder. Sus guerreros habían cabalgado durante cinco días deteniéndose sólo para
dormir. A pesar de su esfuerzo, los comedores de tierra habían sido advertidos y
contaban con unas horas de ventaja. Las noticias de su llegada seguramente bajaron
con la corriente del río, más rápidas que un hombre a caballo. Incluso en ese
momento, Thutmose-sin podía ver algunas barcas dirigiéndose frenéticamente hacia
la orilla opuesta del Tigris. Aquellos afortunados usarían el río para eludir el destino
que él les había preparado.
Sus hombres fueron tomando posiciones en el lugar. Cerca de trescientos
guerreros formaron una línea a lo largo de la colina, con Thutmose-sin en el centro.
Unos encordaron su arco, otros desenfundaron su lanza o desenvainaron la espada.
Habían repetido aquellos gestos tantas veces mientras se preparaban, no para la
batalla, sino para la conquista, que no era necesario dar orden alguna. Cuando las
armas estuvieron listas se miraron unos a otros. Todos los jinetes bebieron de su odre
de cuero, vaciando luego el resto sobre la cabeza y el cuello de su caballo. Ya habría
agua en abundancia cuando llegaran a la aldea.
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Su lugarteniente, Rethnar, se acercó.
—Los hombres están dispuestos, Thutmose-sin.
El jefe volvió la cabeza, vio la determinación en el rostro de Rethnar y sonrió ante
su excitación. A continuación miró a ambos lados de la línea formada por sus
hombres y vio que uno de cada diez guerreros levantaba la lanza o el arco. Estaban
más que preparados. La recompensa, después de aquellos días de esfuerzo, los
esperaba.
—Entonces comencemos.
Espoleando a su caballo, Thutmose-sin inició el descenso. Sus hombres le
siguieron. Descendieron la ladera con lentitud. Con caballos frescos habrían
cabalgado pendiente abajo, aquellos últimos tres kilómetros, en una impetuosa
carrera. Pero después de cinco días de camino, ningún guerrero quería arriesgarse a
perder un caballo agotado pero valioso, y sobre todo cuando el fin del viaje estaba tan
próximo.
Cuando llegaron a la llanura, la fila de jinetes comenzó a dispersarse a medida
que el terreno se hacía llano. Pequeños grupos se dirigieron hacia los extremos,
comenzando a recorrer los alrededores. Buscarían en las plantaciones más alejadas y
en las granjas, empujando a los habitantes hacia la aldea.
El grupo principal de guerreros avanzó por los dorados campos de trigo y cebada,
con Thutmose-sin a la cabeza. Pronto desembocaron en el ancho sendero que llevaba
a la aldea y llegaron a sus proximidades en apenas dos minutos.
En aquel momento, los guerreros más jóvenes con los caballos más descansados
tomaron la delantera, elevando sus gritos de guerra sobre el estruendo de los cascos
de sus cabalgaduras. Adelantaron a unos cuantos campesinos, ignorando los gritos de
las mujeres, el terror de los hombres y el llanto de los niños. Una tosca valla de
madera de la altura de un hombre podría haberlos detenido durante unos instantes,
pero la puerta se hallaba abierta y sin defensas. Los guerreros entraron en el poblado
sin encontrar resistencia.
Thutmose-sin vio cómo moría el primero de aquellos infelices. Un hombre
anciano, caminando a trompicones por el miedo, intentaba llegar a una cabaña. Uno
de los guerreros lo derribó con su espada y acto seguido levantó el arma
ensangrentada mientras lanzaba al aire su grito de guerra. Las flechas volaban por
todas partes, alcanzando a los hombres y mujeres que no se habían puesto a cubierto.
Los jinetes se desplegaron en abanico, algunos desmontando para entrar a las chozas,
espada o lanza en mano, en busca de víctimas. Todo aquel que se resistiera moriría,
por supuesto, pero muchos serían asesinados sólo para satisfacer la sed de sangre. El
resto sería capturado. Alur Meriki necesitaba esclavos, no cadáveres.
Thutmose-sin no prestó atención a los gritos mientras avanzaba lentamente por la
aldea, con diez miembros de su guardia personal rodeándolo por el estrecho camino.
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Observó que algunas de las construcciones tenían incluso dos pisos de altura, una
muestra de la riqueza y prestigio de sus dueños. Algunas casas se alzaban detrás de
altos muros de barro, mientras que otras estaban separadas del camino por pequeños
jardines.
Llegó al lugar de reunión en el centro de la aldea, un gran espacio abierto con un
pozo de piedra en el centro. Más de una docena de carros, con sus sucias telas
ondeando en la ligera brisa, llenaban el mercado. Unos cuantos todavía tenían
mercancías, aunque todos habían sido abandonados. Una aldea rica, le habían dicho
sus exploradores.
Hizo una pausa para dejar que los caballos bebieran en el pozo. Luego se dirigió
por un ancho sendero lateral hacia un extremo de la aldea. Siguió el camino hasta
llegar al río. Allí se detuvo y desmontó, pasándole las riendas a uno de sus hombres.
Un embarcadero de madera se adentraba una docena de pasos en el Tigris. Fue
caminando hasta el borde, mientras se ajustaba la ancha tira de algodón azul bordada
con hilo rojo que impedía que el pelo le cayera sobre los ojos. Entonces se detuvo y
fijó su mirada en la orilla opuesta.
Incluso en aquel vado, en mitad del verano, el Tigris llegaba casi hasta el borde
de su orilla y su profundidad sobrepasaba la altura de un hombre. Una embarcación
facilitaba el cruce a la otra orilla, pero ésta se encontraba en el otro lado, junto a tres
barcas más pequeñas, ahora abandonadas. La más grande de ellas se inclinaba en un
ángulo extraño. Alguno de aquellos desgraciados debía de haberla desfondado.
La orilla opuesta se elevaba abruptamente hacia una colina rodeada de palmeras y
álamos. Thutmose-sin alcanzaba a ver a cientos de personas corriendo frenéticamente
cuesta arriba, algunos con animales, otros cargando sus escasas pertenencias, los
hombres ayudando a las mujeres y a los niños. La mayoría seguía un serpenteante
camino que cruzaba un desfiladero entre las colinas más cercanas. Casi todos se
volvían para mirar hacia el río, aterrorizados ante la posibilidad de que los jinetes los
persiguieran. Aquellos miserables cobardes correrían todo lo que pudieran y lo más
lejos posible, y luego se ocultarían entre las rocas y en cuevas, temblando de miedo y
rezándole a sus débiles dioses para que los librara de Alur Meriki.
Estaban ya más allá de su alcance, y aquella constatación enfureció a Thutmose-
sin, aunque su rostro no reflejara emoción alguna. Los agotados caballos no tenían
fuerzas para luchar contra la corriente, y mucho menos para perseguir a los aldeanos,
y tampoco contaba con medios adecuados para transportar a los cautivos o
mercancías que pudiera capturar a este lado del río.
Odiaba el Tigris, odiaba todos los ríos casi tanto como a los campesinos que
habitaban sus orillas. Los ríos, con sus embarcaciones que podían viajar más lejos y
más veloces que un caballo al galope, llevando en su interior hombres y mercancías.
Y lo que era peor aún, las aguas, en su fluir, daban vida a las aldeas —abominaciones
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— como ésta, y permitía que crecieran y prosperaran.
Thutmose-sin respiró hondo y retrocedió por el embarcadero. Nada dejaba
vislumbrar su descontento. Montó de nuevo en su caballo, guiando a su guardia de
regreso a la aldea, donde el lamento de los cautivos comenzaba a hacerse audible.
Cuando llegó al pozo, Rethnar lo estaba esperando.
—Salud, Thutmose-sin. Una hermosa aldea, ¿no es verdad?
—Salud, Rethnar.
Thutmose-sin respondió formalmente, para afirmar su autoridad. Los dos
hombres eran prácticamente de la misma edad, poco menos de veinticinco años, pero
Thutmose-sin tenía bajo sus órdenes a la mayoría de los guerreros, y el sarrum —rey
— del clan le había dado a él la responsabilidad de aquel ataque. El hecho de que el
sarrum fuera el padre de Thutmose-sin no disminuía su autoridad.
—Sí, pero muchos escaparon cruzando el río.
Rethnar se encogió de hombros.
—Uno de los esclavos dijo que se enteraron de nuestra llegada hace unas horas.
Les llegó el aviso por el río.
—Con tiempo suficiente para que la mayoría de ellos huyera. —Thutmose-sin
había avanzado con sus hombres sin descanso en los últimos tres días para evitar
aquella situación—. ¿Dijo el esclavo cuántas personas había en la aldea?
—No, Thutmose-sin. Pero lo averiguaré.
—Entonces encárgate de ello, Rethnar.
El resto de los aldeanos estaría oculto bajo sus lechos o en agujeros cavados bajo
las chozas. Llevaría algunas horas encontrarlos a todos.
Thutmose-sin desmontó y se acercó al pozo. Uno de sus hombres le tendió un
balde con agua fresca y él bebió hasta saciarse, y luego se lavó la cara y las manos.
Despidió a la mayoría de sus escoltas, para que pudieran aprovecharse del pillaje. Allí
ya no harían falta.
Con sólo tres hombres, comenzó a explorar. Entró en varias de las casas más
grandes, con ganas de ver su interior y cómo vivían sus habitantes. Hizo lo mismo en
media docena de tiendas y talleres. Abundaban los signos de la huida repentina de sus
dueños: comidas a medio consumir, mercancías exhibidas para la venta sobre los
carros o en el interior de las tiendas antes de que sus dueños escaparan. Lentamente,
examinó los cinturones de cuero, las telas, las sandalias y las cerámicas
desperdigadas por doquier. Entró, incluso, en una taberna, pero el ácido olor le hizo
retirarse.
Tomó otro de los caminos y se preguntó cómo era posible que los comedores de
tierra vivieran en el interior de aquellas paredes de barro que bloqueaban el viento y
el cielo, rodeados por el olor y la mugre de cientos de personas sucias. Un verdadero
guerrero vivía libre y orgulloso, sin atarse a lugar alguno, y conseguía, con su espada,
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lo que necesitaba o quería.
Una casa más grande, casi escondida detrás de un muro, le llamó la atención.
Empujó la puerta de madera. En vez del jardín habitual, encontró una herrería, con
dos fraguas, un fuelle y tres tinajas de distinto tamaño para enfriar el metal. Aperos
de labranza a medio reparar yacían por el suelo o sobre las mesas. Pero casi la mitad
de taller estaba compuesto por herramientas para fabricar armas. Modelos de arcilla
para espadas y dagas se apoyaban contra la pared del jardín. Piedras para cortar y
afilar se amontonaban en un estante, y un largo bloque de madera, cruzado por
marcas, mostraba el lugar en el que el herrero probaba las nuevas espadas.
El herrero se había llevado consigo sus utensilios, por supuesto; o los había
escondido en alguna parte. Las armas y las herramientas valían tanto como los
caballos. El propietario de aquella forja habría sido un esclavo útil, pero,
seguramente, una persona tan importante habría cruzado el río a la primera señal.
Aquel hombre debía de ser un experimentado artesano para ser dueño de una casa
tan grande. La idea no le gustó absolutamente nada. Las mejores armas de bronce que
Alur Meriki poseía provenían de aldeas grandes, como la que habían atacado.
Detestaba el hecho de que los herreros de los poblados pudieran fabricar armas tan
magníficas con tanta facilidad. Allí podían hacerse espadas, dagas, lanzas y puntas de
flecha… y mucho mejor que las que realizaba su gente.
Eso no significaba que los de su clan no conocieran los misterios del bronce y el
cobre. Pero sus fraguas portátiles no se aproximaban a la calidad o a los recursos de
una gran aldea. Para forjar una buena espada de bronce hacía falta cuidado y tiempo,
dos lujos que su gente no podía permitirse, al vivir en constante nomadismo.
Pocos de sus guerreros se preocupaban por las costumbres de los comedores de
tierra, pero Thutmose-sin era hijo de un hombre inteligente, que le había enseñado los
misterios de la vida. De la multitud de hijos de Maskim-Xul, él era el único que había
nacido con la luna llena, por lo que los dioses le habían concedido astucia y una
extraordinaria inteligencia. Cuando alcanzó la edad adulta, su padre había añadido sin
a su nombre, para resaltar su sabiduría y buen juicio.
Thutmose-sin entendía la importancia de aprender de sus enemigos. Aquellos
desgraciados representaban una amenaza incluso para Alur Meriki, una cuestión que
su padre había captado perfectamente. Los integrantes de su clan se habrían sentido
ofendidos por el simple hecho de pensar que los débiles aldeanos podían competir
con ellos. Para sus guerreros, el enemigo sólo podía ser otro clan rival de las estepas
con el que pudieran cruzarse en sus incursiones. Los patéticos comedores de tierra
poseían pocos guerreros y aún menos jinetes expertos. Cualquiera de sus hombres,
más fuertes, más altos y entrenados para la batalla, y acostumbrados a montar desde
pequeños, podía matar a tres o más campesinos sin dificultad.
No, los comedores de tierra no conocían las artes de la guerra, ni podrían
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convertirse nunca en fuertes guerreros. Pero poseían un arma más mortífera que
cualquier arco o lanza: la comida que les brindaba la tierra, y que les permitía
multiplicarse como hormigas, sin tener que cazar o pelear por su alimento. Cuanto
más sustento sacaban de la tierra, más se multiplicaban. Y un día serían tantos que ni
siquiera Alur Meriki podría matarlos a todos.
Ese día no debía llegar nunca, se juró Thutmose-sin. Su padre ya era viejo y
pronto debería pasar el mando que había ejercido durante tanto tiempo. Entonces él,
favorito del consejo de ancianos del clan, se haría cargo de Alur Meriki. Sería su
responsabilidad asegurarse de que el clan creciera y prosperara como siempre lo
había hecho, a través de la conquista y el saqueo. No fracasaría en su cometido.
Pasaron horas antes de que regresara a la plaza del mercado. Los guerreros y sus
cautivos llenaban el lugar. Los llantos habían cesado casi por completo. Los nuevos
esclavos se encontraban arrodillados en la tierra, hacinados, hombro con hombro. El
olor de su miedo era más penetrante incluso que el de sus guerreros tras cinco días de
galopada ininterrumpida. Halló a Rethnar sentado en el suelo, su espalda contra el
pozo, aguardando el regreso de su jefe.
—Saludos, Rethnar. ¿Cuántos esclavos?
—Vivos, doscientos ochenta y seis, después de haber sacado hasta el último de
sus madrigueras. Unos setenta u ochenta muertos. Más que suficiente para nuestras
necesidades. Todas las cabañas y sembrados han sido examinados. Nadie trató de
resistirse.
—¿Cuántos habitantes habría?
—Casi un millar de comedores de tierra, viviendo en medio de esta mugre —
respondió Rethnar, con expresión de disgusto—. Si hubiéramos llegado unas horas
antes, podríamos haber capturado a otros cuatrocientos o quinientos.
—Para eso necesitaríamos caballos alados. —Habían cabalgado con tanta prisa
como les fue posible—. ¿Has conseguido algún caballo?
—No, ninguno. Sin duda, el que tenía un caballo lo usó para huir hacia el Sur.
Quedan seis bueyes en los campos.
Los bueyes no tenían valor alguno, al menos a semejante distancia del
campamento de Alur Meriki. Thutmose-sin había esperado capturar por lo menos
algunos caballos para poder transportar el botín. Alejó la idea de su pensamiento.
—¿Estás listo para comenzar?
—Sí, Thutmose-sin. Una vez que seleccionemos a los esclavos, ¿dejamos al resto
con vida? —preguntó Rethnar acariciando su espada.
Thutmose-sin sonrió ante la pregunta de su subordinado. A su segundo al mando
le gustaba matar.
—No, esta vez no. Han escapado demasiados. Comencemos.
Rethnar se puso de pie y empezó a dar órdenes. Los guerreros circulaban entre los
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prisioneros, separando a los que no estaban capacitados para el trabajo. A punta de
espada, segregando a los viejos, los muy jóvenes, los enfermos y los inválidos,
apartándolos del grupo principal. Arrancaban a los bebés de los brazos de sus madres,
derribándolas a puñetazos si éstas intentaban resistirse. Dos hombres que trataron de
defenderse fueron abatidos inmediatamente. Los hombres de Rethnar sólo estaban
interesados en aquellos que fueran lo suficientemente fuertes para soportar lo que les
depararía el destino. Los otros, inútiles, morirían. Thutmose-sin así lo había
decretado.
La selección se realizó rápidamente. Thutmose-sin observó a sus guerreros dividir
a los comedores de tierra en dos grupos, moviendo sus labios en silencio mientras los
contaba. Quedarían con vida poco más de ciento cuarenta.
Cuando sus hombres terminaron la distribución, Rethnar dio la orden y comenzó
la matanza. Los guerreros avanzaban metódicamente entre los seleccionados para la
muerte. Las espadas se alzaban y caían. El olor a sangre pronto impregnó el aire. Los
gritos y alaridos de las víctimas resonaban contra los muros. La matanza, eficiente y
sistemática, duró poco tiempo. No había gloria para los guerreros en semejante tarea.
Pocos se resistieron. Tres niños intentaron escapar, apremiados por los gritos de sus
madres, pero una fila de guerreros les cerró el paso. Algunos imploraban la ayuda de
sus dioses, Marduk o Ishtar, pero los falsos dioses de los comedores de tierra no
tenían poder alguno sobre Alur Meriki.
Cuando concluyó la carnicería, Thutmose-sin montó en su caballo y se puso al
frente de los que habían quedado con vida, con su guardia custodiándole con las
armas desenfundadas, tanto para intimidar como para proteger. Las lágrimas se
deslizaban por los rostros aterrados de hombres y mujeres. El silencio se extendió
entre los supervivientes, mientras alzaban sus ojos hacia aquel nuevo guerrero.
—Yo soy Thutmose-sin de Alur Meriki. Mi padre, Maskim-Xul, gobierna sobre
todos los clanes de Alur Meriki.
Habló en su idioma, aunque podía entender el dialecto de los habitantes de la
aldea con facilidad. Si el poblado hubiera resistido, si alguno hubiera luchado con
coraje, tal vez se habría dirigido a ellos directamente. Pero hacerlo en estas
circunstancias lo deshonraría. Uno de sus hombres actuaba de intérprete y hablaba en
voz alta para que todos pudieran enterarse de la suerte que les esperaba.
—En nombre de Maskim-Xul, seréis esclavos del clan de Alur Meriki durante el
resto de vuestras vidas. Trabajaréis duro y obedeceréis todas las órdenes. Ahora
veréis lo que os espera a quienes desobedezcan o intenten huir. —Dirigiéndose a
Rethnar, le dijo—: Enséñales.
Rethnar llamó a sus hombres, que dieron comienzo a la siguiente fase en el
aleccionamiento de los esclavos. Uno de sus lugartenientes eligió a dos hombres y a
dos mujeres. Los guerreros desnudaron a los hombres e inmovilizaron sus
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extremidades en el suelo con estacas. Las cuerdas estiraban sus miembros tanto como
era posible, impidiéndoles todo movimiento. Al mismo tiempo, los otros guerreros
agruparon al resto de los esclavos y los obligaron a ponerse de rodillas para que
pudieran presenciar la tortura. Todos debían ser testigos y nadie podía apartar su
rostro o cerrar los ojos.
Unos guerreros se arrodillaron al lado de cada víctima. Cuando Rethnar dio la
orden de inicio, comenzaron a cortar a los prisioneros con sus cuchillos o a golpearlos
con piedras del tamaño de un puño. Los indefensos hombres gritaron aterrados antes
incluso del primer tajo o el primer golpe. Cuando comenzó la tortura, sus gritos de
dolor se estrellaron contra los muros de barro. El suplicio debía ser largo para que las
víctimas sufrieran todo lo posible en el máximo periodo de tiempo. Su destino
serviría como ejemplo para los que eran obligados a presenciarlo. Algunos de
aquellos aterrorizados espectadores temblaban descontroladamente, otros gritaban,
pero la mayoría observaba totalmente conmocionados. Quien apartaba la vista o
cerraba los ojos recibía un golpe con la hoja de la espada.
Al mismo tiempo, otros guerreros se ocupaban de las mujeres. Una de las carretas
que usaban los habitantes para las frutas y verduras servía ahora para otro propósito.
Con sus humildes ropas rasgadas, dos mujeres habían sido colocadas una al lado de la
otra, recostadas sobre la carreta, y estaban siendo inmovilizadas por los guerreros,
mientras un primer grupo de hombres de Alur Meriki, sonriendo, formaban fila para
satisfacer sus deseos. Las dos mujeres serían violadas hasta caer inconscientes y
luego cortadas en pedazos, una práctica que siempre infundía un oportuno terror en
las nuevas cautivas.
El proceso no duraba demasiado tiempo. Y después ya no habría resistencia. Los
nuevos esclavos aprenderían la lección impartida por sus amos: obedecer cada orden
al instante, sufrir todo abuso o enfrentarse a un castigo aún peor. Los Alur Meriki
tenían pocos problemas con sus esclavos, ya fuesen hombres o mujeres. La muerte
bajo tormento por la más mínima ofensa, real o imaginaria, era una medida
suficientemente disuasoria, que mantenía a los esclavos dóciles mientras sus amos los
explotaban hasta la muerte.
Thutmose-sin dio la espalda a Rethnar y vio cómo su lugarteniente se quitaba el
taparrabos. Sería el primero en tomar a una de las mujeres, o a ambas.
—No dejes que mueran demasiado pronto, Rethnar.
Los alaridos de las víctimas ahogaron la respuesta.
Thutmose-sin montó sobre su caballo y se alejó de la aldea, con tres hombres de
su guardia a su lado. Esta vez se dedicó a examinar las plantaciones cercanas, a
estudiar las granjas, los campos e incluso el sistema de regadío para llevar el agua a
los cultivos. Ningún guerrero se rebajaría nunca a cultivar la tierra, pero Thutmose-
sin quería saber cómo había sido posible que aquel poblado creciera de semejante
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manera y que tantos se alimentaran del fruto de la tierra. Sin embargo, no encontró
una respuesta convincente; a su regreso, Rethnar había concluido su actividad
disuasoria. Los cuerpos, ahora cubiertos por las moscas, yacían en donde habían
caído muertos. El silencio cubría la plaza del mercado. Obedeciendo a sus amos, los
esclavos guardaban silencio. Ya habían aprendido la primera lección.
Desmontó y pasó sobre los cuerpos caídos para acercarse hasta donde se
encontraban los aldeanos arrodillados, con los ojos fijos en las víctimas, como se les
había ordenado. Unos pocos habían dirigido sus miradas hacia el jefe de Alur Meriki
que se aproximaba, pero un ligero vistazo a aquel semblante severo era suficiente
para bajar los ojos hacia el duro suelo sobre el que se encontraban. Ignorando a
hombres y niños, examinó el rostro de las mujeres. Tres o cuatro eran lo
suficientemente agradables.
—Traédmelas —ordenó a sus guardaespaldas. Éstos agarraron a las que les había
indicado de entre la masa de cuerpos arrodillados. A continuación, les arrancaron sus
ropas y las obligaron, de nuevo, a ponerse de rodillas.
Aquéllas eran las más bonitas de todas, aunque Thutmose-sin sabía que las
lágrimas y el terror podían alterar el rostro de una mujer. Dos de ellas, temblorosas,
lloraban silenciosamente, lágrimas amargas que pronto pasarían. Después de todo,
sus ojos sólo podían contener una limitada cantidad de agua. Las otras dos
simplemente lo miraban, con el miedo y el estupor diluyéndose ya en la
desesperanza.
Thutmose-sin examinó a cada una por separado, cogiéndolas del cabello. Las dos
que había elegido parecían mayores, alrededor de dieciséis o diecisiete estaciones. Le
gustaban a esa edad, cuando ya habían aprendido lo suficiente sobre la forma de
satisfacer a un hombre. Y ellas lo dejarían satisfecho, estaba seguro. Después de lo
que habían presenciado aquel día, se esforzarían en complacerlo.
Rethnar se le acercó.
—La lección ha concluido, Thutmose-sin. ¿Comenzamos a repartir el botín? Los
hombres están ansiosos por quedarse con el resto de las mujeres.
Thutmose-sin observó el sol, todavía alto en el cielo de la tarde.
—No hasta que caiga la noche. Pon a los esclavos a trabajar. Todo lo que no
podamos llevarnos debe ser destruido. Quiero que lo traigan aquí y le prendan fuego.
Todo, incluidos la madera de los corrales, las carretas, las herramientas, la ropa.
Destruid todo lo que no se pueda quemar. Y mañana, que los esclavos derriben todas
las casas. Quemad también las cosechas y matad a los animales. —Miró a su
alrededor—. Esta aldea ha crecido y prosperado demasiado. Los comedores de tierra
deben aprender a no construir estos lugares. Y cuando emprendamos el camino de
regreso, carga a los esclavos con tanto como puedan transportar. Que sólo los más
fuertes sobrevivan.
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Rethnar sonrió.
—Yo les enseñaré. ¿Has de volver al consejo?
—Sí, mañana cogeré a cincuenta hombres y volveré con mi padre. Le llevaré el
mejor vino y las mejores mujeres. Si tú quieres, puedes enviar a diez de tus hombres
con regalos para tu abuelo.
El abuelo de Rethnar ocupaba un asiento en el consejo.
—Se pondrá muy contento.
—Has actuado bien, Rethnar. Le hablaré de ti a mi padre y al consejo.
Al tener que cargar con tantos esclavos y mercancías, a Rethnar le llevaría casi
tres semanas reunirse con el clan. Y el número de esclavos aumentaría cuando sus
hombres revisaran las granjas que habían dejado atrás en su camino hacia el poblado.
Thutmose-sin montó en su caballo y se dirigió a su guardia.
—Traed a mis mujeres al río.
Condujo al animal por el sendero hasta llegar a la orilla. Primero atendería a su
caballo, luego se daría un baño en el Tigris. Las dos mujeres también se lavarían. No
quería que llevaran a su lecho, esa noche, el olor del poblado.
En el momento de zambullirse en las purificadoras aguas pensó en todo lo que
había logrado. Habían acumulado muchas mercancías y esclavos, y un gran poblado
sería destruido como escarmiento a los comedores de tierra. La riqueza y el poder de
Alur Meriki se incrementarían enormemente. La captura de algunos esclavos más
habría hecho la incursión aún más exitosa, pero nada podía hacerse al respecto.
Después de todo, las cosas habían salido bien. Su padre y el consejo estarían
satisfechos.
Thutmose-sin se dirigió lentamente hacia las diseminadas chozas hasta llegar al borde
del acantilado. Desde aquella altura observaba cómo las oscuras aguas del Tigris se
extendían hacia el Norte en el lejano horizonte, resplandeciendo bajo el sol, pero frías
todavía desde su nacimiento en las montañas. A los pies de la colina, una caravana de
hombres y animales había comenzado el dificultoso paso hacia la orilla este.
Aquella muchedumbre demostraría ser más poderosa que el líquido obstáculo que
la naturaleza había colocado frente a ellos. La gente de las estepas, los Alur Meriki,
viajaban hacia donde querían sin que nada se interpusiese en su camino. Dominaban
a todos los pueblos, y los dirigía Thutmose-sin. Él era su rey, y ellos gobernaban el
mundo.
Con treinta y cinco estaciones, el jefe de los Alur Meriki se hallaba de pie, tan
fuerte y poderoso como en su juventud, sin un gramo de grasa en su cuerpo alto y
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musculoso. En torno a su cuello, una cadena de cobre con un medallón de oro de siete
centímetros lo identificaba como caudillo de Alur Meriki. A diferencia de sus
seguidores, no usaba ninguna otra joya o anillo para mostrar la importancia de sus
conquistas. El medallón proclamaba su poder. Sólo los más fuertes y capaces ganaban
el derecho a llevarlo.
Thutmose-sin observó con satisfacción la escena que aparecía a sus pies. El clan
se extendía en una amplia línea sinuosa a lo largo de unos ocho kilómetros, una
procesión serpenteante que levantaba una nube de polvo rojizo en el aire inmóvil.
Cuatrocientos guerreros los guiaban, ayudando a las carretas a traspasar los tramos en
donde la tierra se convertía en blanda arena, manteniendo los rebaños de ovejas,
cabras y vacas en movimiento y desmontando de vez en cuando para reforzar con sus
músculos a los agotados animales que luchaban contra el áspero terreno. La caravana
se movía con lentitud, pero nunca se detenía.
La columna estaba formada por caballos, bueyes, carretas, mujeres, niños,
ancianos y esclavos, más o menos en ese orden de importancia. Pero el núcleo más
fuerte de su gente, sus guerreros más poderosos, les precedía cruzando el territorio
varios días antes. Algunos iban en busca de la mejor y más accesible ruta para el paso
del clan, aunque la mayoría se dedicaba al pillaje en los campos, apoderándose de
cualquier cosa de valor que encontraran para enriquecer, mantener y acrecentar su
clan.
Los Alur Meriki se habían convertido en el grupo más grande entre aquellos que
habían llegado de las estepas del Norte hacía ya muchas generaciones. Eran ahora
más de cinco mil, sin contar a los esclavos. Esto significaba que Thutmose-sin
disponía de casi dos mil guerreros bajo su mando. Ningún otro pueblo de las estepas
tenía tantos hombres. Y además nunca habían sido derrotados en batalla. Habían
pasado más de veinte años desde que, en los días en que Maskim-Xul guiaba a Alur
Meriki, otro clan se había atrevido a desafiarlos.
Satisfecho con el avance de su pueblo, Thutmose-sin se alejó con su caballo del
borde de la colina. Un pequeño grupo de jinetes se aproximó a él, con el jefe de uno
de los clanes a la cabeza.
—Saludos, sarrum..
Urgo, líder de clan y pariente de Thutmose-sin, empleó el título oficial para
referirse a su señor. Había sido el primero en jurarle lealtad después de la muerte de
Maskim-Xul, hacía ya seis veranos. Era un palmo más bajo que su primo, pero poseía
mayor envergadura, aunque fuese siete estaciones mayor, y estaba en estupendas
condiciones físicas. Ocho o diez horas a lomos de un brioso caballo mantenían a
cualquier hombre en buena forma.
—Saludos, Urgo.
—Te traigo noticias, Thutmose-sin.
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De los veinte jefes de clan que integraban Alur Meriki, el de Urgo se había
transformado en uno de los más poderosos, con doscientos guerreros bajo su enseña.
Urgo o cualquiera de los otros jefes no hacían las cosas más sencillas a
Thutmose-sin, aunque la mitad de ellos fueran parientes suyos en mayor o menor
grado. A veces, toda la horda de Alur Meriki, con sus interminables disputas por las
mujeres, caballos o el honor de algún guerrero, requería menos esfuerzos de control
que las discusiones de los veinte miembros del consejo.
Thutmose-sin regresó con Urgo a la cima de la colina. Había dejado atrás a su
guardia, para que no pudieran oírles. Se sentaron en el borde del promontorio, desde
donde podían ver a la procesión desplegarse a sus pies. Tardarían tres o cuatro días en
cruzar el Tigris. Acamparían allí por lo menos durante una semana, para descansar y
reparar las carretas, y para permitir que las ovejas y las cabras pastaran en abundancia
y engordaran antes de continuar la marcha.
—Un comerciante del río me ha proporcionado una interesante noticia —
comenzó Urgo sin preámbulo alguno—. Me ha dicho que hay un gran poblado lejos,
hacia el Sur. Se llama Orak. El comerciante jura que hay dos mil comedores de tierra
viviendo allí.
—¿Dos mil? —La voz de Thutmose-sin se alzó con un tono de incredulidad.
Superaba en más del doble a cualquier otro lugar que Alur Meriki hubiera visto antes.
Un poblado de semejante tamaño, si podía autoabastecerse, contaría con grandes
recursos y les proporcionaría un enorme botín—. ¿Pueden tantos comedores de tierra
vivir en el mismo lugar? ¿Estás seguro de que el comerciante te dijo la verdad?
—Sí, sarrum, le creo —respondió Urgo—. Otros han hecho ya referencia a ese
lugar. Déjame que te muestre dónde está.
Comenzó a dibujar un mapa sobre la arena. Con unas sencillas líneas hechas con
su cuchillo y con la ayuda de unos guijarros para marcar montañas y otros hitos, Urgo
trazó el río y los montes que se elevaban hacia el Este. Como siempre, impresionó a
su sarrum tanto por su memoria como por su habilidad para trazar mapas. Aquel
guerrero podía dibujar con tanta exactitud los emplazamientos de todos los lugares
que el clan había cruzado como si los hubiera visto el día anterior, y no cinco o diez
años antes.
—Cuando crucemos el Tigris —dijo Urgo—, continuaremos hacia el Este. En
pocas semanas buscaremos una ruta hacia el Sur. Si viramos el rumbo aquí, o aquí —
dijo indicando lugares en el mapa—, como hemos planeado, pasaremos lejos de
Orak, al Noreste. Estarán demasiado lejos para que los ataquemos. Si deseamos
asaltar ese lugar, debemos cambiar antes de dirección. Podríamos dirigirnos
directamente hacia esta aldea, tal vez siguiendo el curso del Tigris. Las tierras a lo
largo del río son fértiles. Habrá mucho grano y mercancías para llevarnos. No es la
marcha que habíamos planeado, pero este gran poblado nos proporcionará muchos
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recursos. —Urgo respiró hondo—. Cualquiera que sea la ruta que elijamos, cuando
estemos algo más cerca podríamos enviar algún grupo para conquistar Orak. Dos mil
comedores de tierra tendrán suficientes bienes y pocos sitios donde ocultarlos.
Thutmose-sin observó las líneas en la arena.
—Este lugar me resulta familiar.
—Debería serlo —dijo riendo Urgo—. Lo atacaste hace unos años, antes de
convertirte en sarrum. Orak era un poblado grande en aquella época, y de allí trajiste
muchos esclavos.
Thutmose-sin acarició la empuñadura de su espada, intentando recordar un ataque
entre tantos. El nombre no le decía nada, pero reconoció la curva del Tigris.
—Sí, lo recuerdo. Un buen ataque. Pero la aldea no era tan grande entonces.
Además matamos a casi toda la población y la destruimos. ¿Puede haber crecido
tanto en tan poco tiempo?
Urgo se encogió de hombros.
—Debe de haberío hecho.
Parecía una decisión sencilla, fácil de tomar, y no muy distinta a muchas otras
similares a las que el clan se enfrentaba a diario. Pero, aun así, Thutmose-sin dudó.
—Un poblado de ese tamaño es un desafío a nuestro modo de vida, Urgo —le
dijo—, y aunque sólo fuera por esa razón ya merece ser destruido. Pero no hemos
planeado dirigirnos tan al Sur. Si lo hacemos, añadiremos muchos kilómetros a
nuestro viaje. Tendríamos que apresurarnos para alcanzar nuestro campamento de
invierno. Puede que lo que encontremos al llegar a Orak no merezca que nuestra
expedición se prolongue durante varias semanas más.
—Sí, es posible —respondió Urgo—, es el problema de siempre.
Thutmose-sin entendía la prudencia del guerrero. Urgo no tomaba aquellas
decisiones. Sólo Thutmose-sin o el consejo en su totalidad podía cambiar el
itinerario. Pero Urgo tenía la responsabilidad de recopilar información sobre los
territorios que cruzaban y de sugerir posibles ataques o rutas a seguir. El sarrum
comprendió con toda claridad el problema que aquel hombre le planteaba. Si
enviaban grupos de ataque, aquello significaría retrasos y dificultades para acarrear el
botín de vuelta al campamento principal. Un guerrero cargado con armas, agua y todo
lo que necesitara para su caballo apenas podía transportar nada más. Los esclavos
sobrecargados viajaban lentamente y necesitaban grandes cantidades de agua y
comida, que también debían ser transportadas. Si, por el contrario, conducían a todo
el clan a las proximidades de Orak, entonces se encontrarían a trescientos kilómetros
al oeste del campamento de invierno. Como siempre, no todas las necesidades podían
satisfacerse. No importaba la decisión que se tomara, alguien siempre quedaría
insatisfecho.
—Si nos dirigimos a este lugar —dijo Thutmose-sin mientras tocaba el guijarro
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que representaba Orak—, ellos sabrán que nos aproximamos. Estos grandes poblados
se vacían mucho antes de que nuestros guerreros lleguen. Incluso los granjeros de los
alrededores escaparán, enterrando previamente sus herramientas y granos para la
siembra. No importa la ruta que elijamos, se correrá la voz de nuestra llegada.
Teóricamente, capturarían Orak con todos sus habitantes y sus bienes, pero
semejante acontecimiento rara vez tenía lugar, aunque fuesen enviados grupos de
ataque que pudieran recorrer con rapidez grandes distancias. Las herramientas, los
granos y los bienes desaparecerían, mientras que los caballos y el ganado serían
ocultados o dispersados. El clan podría considerarse afortunado si capturaba un tercio
de lo que poseía la aldea.
Thutmose-sin levantó la vista del rudimentario mapa y observó la llanura en la
lejanía. Sin embargo, sus pensamientos seguían concentrados en Orak. No podía
permitir la existencia de semejante abominación. Los habitantes de la aldea
escarbaban la tierra como cerdos en busca de comida, en vez de cazarla o luchar por
ella como verdaderos hombres. Los comedores de tierra vivían y se reproducían
como hormigas. Uno podía destruir el hormiguero, pero en pocos años volvía a
crecer, con más vigor que antes. Así había sucedido con Orak. Había destruido la
aldea por completo hacía unos años y ya había vuelto a levantarse, con más
pobladores que antes.
Ahora Thutmose-sin quería eliminarla y destruir a todos sus habitantes. Alur
Meriki podía tolerar pequeños villorrios. Los saqueaban pero no los destruían, para
poder volver a atacarlos en el futuro. Pero un poblado de dos mil habitantes era un
insulto. Analizó lo que sucedería si volviera una década más tarde y la aldea hubiera
duplicado su tamaño. No, Orak debía ser destruida para asegurarse de que una cosa
semejante jamás pudiera suceder.
No sería sencillo. Thutmose-sin necesitaba encontrar la manera de mantener a
todos sus pobladores dentro de la aldea, con todos sus bienes, hasta que fuera
demasiado tarde para que la abandonaran.
—¿Se puede vadear el río fácilmente en ese poblado? —preguntó.
Urgo asintió.
—De acuerdo con el comerciante, es el único cruce accesible en cincuenta o
sesenta kilómetros en ambas direcciones. Seguramente ésa es la razón de que el
poblado haya podido crecer tanto.
—Entonces la mayoría de los habitantes más importantes se escaparían cruzando
el Tigris o río abajo.
Thutmose-sin sacó su puñal del cinto y lo acercó al mapa de Urgo.
—Tal vez haya una manera de apoderarse de ella antes de que escapen
demasiados.
Mientras hablaba, trazó con su cuchillo varias líneas en la arena. El plan que
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diseñó era simple, pero distinto a cualquier otro que hubieran llevado a cabo antes. La
orografía del terreno los ayudaría, al igual que el Tigris. Cuando el sarrum terminó,
sus cabezas, muy juntas, seguían inclinadas sobre el mapa.
—Es un plan hábil, Thutmose-sin. Conseguiremos muchos esclavos.
—La estrategia es sumamente sencilla, además tenemos más guerreros de los que
necesitamos. Y los comedores de tierra harán lo que siempre hacen, y eso significará
su destrucción.
Urgo mostró su aprobación.
—Sí, sarrum, no se me ocurre nada que pueda salir mal. Nos haremos con
muchas cosas de valor para el clan. Comenzaré con los preparativos. Tenemos
muchos meses para ultimar los detalles, y siempre podemos cambiar nuestro plan si
sucede algo inesperado.
—Entonces, está decidido —dijo Thutmose-sin poniéndose de pie, al mismo
tiempo que su lugarteniente—. Lo discutiremos esta noche en el consejo. —Éste lo
aprobaría, por supuesto, sobre todo si Urgo lo apoyaba.
Volvió a montar en su caballo con su guardia rodeándole. Desde el borde del
promontorio echaron una última mirada a la caravana. Su gente continuaba su marcha
inexorable. El viaje sería lento, pero los que gobernaban el mundo no tenían
necesidad de apresurarse.
En su rostro se dibujó una sonrisa, mientras hacía girar su caballo y salía al
galope. Había establecido la ruta y los objetivos de Alur Meriki para los próximos
seis meses. Aquellos planes significaban que algunas aldeas no serían atacadas, y sus
estúpidos habitantes les agradecerían a sus dioses que los hubieran protegido, sin
darse cuenta de que si existían era sólo porque él lo permitía.
Se apoderarían del poblado de Orak con tanta facilidad como si fuese la más
pequeña de las granjas situadas en su camino y convertiría a sus habitantes en
esclavos. Él, Thutmose-sin, así lo había decidido y, por tanto, así habría de ser.
Ningún clan, ninguna aldea y ni siquiera la fuerza de la naturaleza podrían oponerse a
la voluntad de su pueblo. Y esta vez, cuando terminara con ella, Orak sería sepultada
en el barro del que había surgido. El hormiguero no volvería a crecer.
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Capítulo 1
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regreso a su camastro para ponerse la túnica.
Al dejar los barracones, con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz del
sol, Eskkar se las arregló para encontrar el camino hasta el pozo. Se inclinó por un
instante sobre las toscas piedras y acercó el balde para salpicar su rostro con agua,
antes de beber.
Un poco más despejado, levantó la vista, sorprendido al ver el sol tan alto en el
cielo. Por los demonios de las entrañas de la tierra, debía de haber bebido todo un
odre de cuero de aquel amargo vino de dátiles. Se maldijo a sí mismo por ser tan
necio.
Cuando se dio la vuelta, vio que un grupo de hombres de la guardia que deberían
estar ocupados en sus actividades cotidianas se encontraban de pie, inquietos, muy
cerca de él.
—¿Dónde está Ariamus? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular. Su voz
resonó áspera en sus oídos. Ariamus, capitán de la guardia, aplicaba las escasas leyes
de Orak y defendía la aldea contra bandidos e intrusos.
—Se ha marchado —respondió un veterano de barba grisácea, escupiendo en el
suelo para mostrar su disgusto—. Ha huido, llevándose una docena de hombres,
caballos y armas. En el mercado se ha extendido el rumor de que los bárbaros se
encaminan hacia el Sur, dirigiéndose a Orak.
Eskkar estudiaba sus rostros mientras dejaba que las palabras hicieran su impacto.
Vio miedo e incertidumbre, mezclados con cierto estupor por haber perdido a su jefe.
Ahora entendía por qué lo buscaban a él. Si Ariamus había huido, él estaba al mando,
al menos hasta que se eligiera un nuevo capitán. Eso explicaría la urgencia de Nicar.
El sonriente mensajero tiró de su túnica. Se resistió a apresurarse, tomándose su
tiempo para dar otro trago del balde del pozo. Se lavó las manos y la cara antes de
volver a los barracones a ponerse las gastadas sandalias. Sólo entonces siguió al
joven a lo largo de las serpenteantes calles hasta la imponente casa de adobe y piedra
de Nicar, el principal mercader y primero entre las Cinco Familias, las más
poderosas, que decidían las actividades diarias de la aldea.
El joven empujó a Eskkar más allá de la valla de entrada, hacia la casa, y lo
condujo por los estrechos escalones hacia las estancias superiores. La casa parecía en
calma, sin ninguno de los habituales visitantes esperando su turno para ver al
ajetreado comerciante.
Nicar estaba en el pequeño balcón que se abría sobre el poblado. Bastante más
bajo que Eskkar, el mercader de cabellos grises era de complexión gruesa, signo
inequívoco de los hombres de fortuna.
El soldado masculló algo que intentó que sonara como un saludo y esperó inmóvil
mientras el hombre más importante y rico de la aldea lo miraba de arriba abajo. Se
dio cuenta de que Nicar lo estaba estudiando con el mismo detenimiento que
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empleaba para seleccionar al mejor esclavo entre un grupo mediocre.
Hacía casi tres años que Eskkar había llegado con dificultad a Orak, sin otra
posesión que una espada y una herida infectada en su pierna. Desde entonces había
visto a Nicar muchas veces, pero la persona principal de Orak nunca había prestado
particular atención a aquel soldado alto, de cabellos oscuros, que rara vez hablaba y
nunca sonreía.
Cuando Nicar concluyó su examen, le dio la espalda y volvió a mirar hacia la
aldea. De repente, Eskkar se sintió incómodo con su túnica raída y sus sandalias
gastadas.
—Bien, Nicar, ¿qué es lo que deseas? —Las palabras le salieron más cortantes de
lo que hubiera querido.
—Todavía no estoy muy seguro, Eskkar —respondió el mercader—. ¿Sabes que
Ariamus se ha marchado? —Eskkar asintió—. Tal vez no sepas que los bárbaros han
cruzado hace poco el Tigris por el Norte. La matanza y los saqueos ya han dado
comienzo en esa zona.
Transcurrió un instante antes de que las palabras de Nicar atravesaran los vapores
que oscurecían la mente de Eskkar. Finalmente se dio cuenta de lo que significaban.
Por una vez el rumor era cierto. Se recostó pesadamente contra la pared del balcón,
consciente del dolor de cabeza. Sufrió una dolorosa punzada en el estómago, y creyó
que iba a vomitar. Se esforzó por mantener el control sobre sus pensamientos y su
estómago. Nicar continuó.
—Desde el Norte, a través de las colinas, y luego descendiendo hacia las llanuras
por el lado del río. —Titubeó un instante, intentando darle tiempo a Eskkar para que
comprendiera bien lo que decía—. Se están moviendo, claramente, hacia el Sur. Es
probable que se dirijan hacia aquí, aunque pasarán meses antes de que lleguen.
Nicar habló con calma, pero Eskkar detectó una leve señal de miedo y
resignación en su voz.
El soldado se pasó los dedos por su enmarañada cabellera y luego se acarició la
barba.
—¿Sabes cuál es el clan? —Incluso después de todos esos años, la palabra
bárbaro le seguía molestando.
—Creo que se llaman Alur Meriki. Es posible que sea el mismo que nos atacó la
última vez.
Eskkar hizo una mueca. Era el clan en el que había nacido. Ya no era su pueblo,
desde hacía muchos años, desde que lo habían expulsado.
—Los Alur Meriki son un clan feroz con muchos hombres y caballos.
—¿De qué clan provienes, Eskkar? ¿O es ésa una pregunta que no debo hacer?
—Pregunta lo que quieras. Pero yo nunca ataqué esta aldea, si es eso lo que
deseas saber. Apenas empezaba a aprender a cabalgar con los guerreros cuando
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mataron a toda mi familia.
—¿Eso es lo que sucedió? ¿Por eso te marchaste?
Eskkar se mordió el labio, maldiciéndose por haber mencionado su pasado.
Incluso los pobladores más ignorantes de la aldea sabían que los guerreros nunca
abandonaban sus clanes de forma voluntaria, sólo después de haber caído en
desgracia.
—No me marché, Nicar. Huí para salvar la vida. Tuve suerte de poder escapar.
—Ya veo. Tienes razón, no tenía que haber preguntado.
Los pensamientos de Eskkar volvieron a Alur Meriki. Así que el clan de su
familia se dirigía hacia Orak. No, dirigirse no daba una idea del lento y constante
movimiento, que podía retrasarse durante meses avanzando unos pocos kilómetros.
—¿Cuánto tiempo hace que sabes que se dirigen hacia aquí, Nicar?
Éste se acarició su barba grisácea.
—La noticia me llegó hace tres días. La comenté sólo con Ariamus. Él me sugirió
que no la difundiera mientras consideraba la posibilidad de defender la aldea.
Eskkar sacudió la cabeza despectivamente; el brusco movimiento le produjo una
oleada de agudo dolor que le hizo arrepentirse de aquel gesto. Ariamus, como jefe del
pequeño batallón del poblado, había planificado bien las cosas. Pero la defensa de
Orak no entraba en sus planes, ni habían incluido a Eskkar, tercero en la cadena de
mando. El segundo, uno de los serviles amigos de Ariamus, había muerto la semana
anterior a causa de la viruela. Eskkar ya sabía que no sería ascendido. Nunca se había
molestado en llevarse bien con el capitán.
En cambio, dos días antes su jefe le había ordenado que persiguiera a un esclavo
fugitivo. La tarea le habría llevado una semana de no haber sido por un afortunado
accidente, en el que el torpe esclavo se había roto una pierna contra unas rocas.
Eskkar recordó la expresión de sorpresa en el rostro de Ariamus cuando lo vio de
regreso la tarde del día anterior.
La última noche, Ariamus, jovial, había invitado a los soldados en la taberna a
beber y a cantar, pagando el fuerte licor que se bebiera durante toda la noche. Eskkar
debió de haber sospechado algo después del primer trago, porque el avaro de
Ariamus nunca compraba más de un jarro de cerveza de centeno para sus hombres.
Pero cansado, sediento y satisfecho de haber recuperado al esclavo tan rápidamente,
ni siquiera se había dado cuenta. Una vez más se maldijo por haber sido engañado
con tanta facilidad.
La cabeza de Eskkar había comenzado a latirle otra vez, y su garganta estaba
seca.
—Bueno, Nicar, ¿qué esperas que haga? ¿Que salga a perseguir a Ariamus y los
demás? Estoy seguro de que se llevó consigo a los hombres más jóvenes y belicosos.
Es probable que también haya robado los mejores caballos. Habrá recorrido ya un
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buen trecho cuando nosotros estemos listos para emprender su persecución, y con una
docena de guerreros puede enfrentarse a todo aquel que enviemos en su busca.
La afonía volvió a su voz, que a duras penas pudo emitir las últimas palabras.
Nicar se dio cuenta de la aspereza en la voz de su visitante y llamó a un criado. El
mismo muchacho que había escoltado a Eskkar, sin duda, que esperaba en los
escalones, fuera de la estancia, apareció al instante. Nicar se dirigió al guerrero.
—¿Agua o vino?
Eskkar quería vino, y lo quería con desesperación y en aquel mismo instante, pero
ya había sido suficientemente estúpido durante demasiado tiempo.
—Agua, para empezar. Quizá vino más adelante, Nicar. —Eskkar no intentó
ocultar el sarcasmo. Había vivido en Orak durante casi tres años pero sólo había
entrado a la casa de Nicar una vez, y únicamente para entregar un mensaje. Ahora el
rico comerciante le ofrecía vino, casi de su propia mano. Estaba intrigado por saber lo
que sucedería.
Mientras el muchacho le servía una copa de agua, Eskkar pensó en el capitán de
la guardia, que podía haber desvalijado la aldea sin inconvenientes antes de
desaparecer. Se preguntó por qué no le había cortado a él la garganta. Los dioses
conocían sus numerosas discusiones con Ariamus. La simple idea de yacer en una
cama, indefenso, como un cerdo borracho preparado para el matadero, le produjo
escalofríos. Evidentemente Ariamus no lo había considerado digno ni siquiera de
matarlo.
Bebió un poco de agua y luego se puso de espaldas al balcón. A pesar de las
malas noticias, el agua fresca le hizo sentirse mejor. Recordó sus modales.
—Gracias, Nicar. Pero te pregunto una vez más, ¿quieres que salga en
persecución de Ariamus?
—No, no deseo que vuelva. Ya fui demasiado estúpido al confiarle la protección
de Orak. Ahora lo mataría si pudiera. Lo que quiero hacer es preparar al poblado para
la defensa. Debemos estar listos para enfrentarnos a los bárbaros.
La imagen del débil mercader encarándose a un veterano guerrero como Ariamus
casi hizo sonreír a Eskkar. Comenzó a hablar, luego dudó, tratando de pensar
mientras pasaba la mano por la áspera superficie de la pared del balcón. Nicar no le
había hecho ir a su casa para una charla casual. Quería saber qué se podía hacer por
Orak. O mejor aún, qué podía hacer Eskkar por Orak.
Sin duda, los treinta y tantos guerreros que quedaban le seguirían, al menos
durante algún tiempo, ya fuera por lealtad o necesidad. La mayoría tenía mujer e
hijos en el poblado, o había envejecido lo suficiente como para pensar en ir a saquear
los campos.
Eskkar pensó en sus treinta y una estaciones. Había luchado desde que cumplió
los catorce, cuando mató a su primer hombre de una puñalada por la espalda. Su
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padre, jefe de una veintena de guerreros, había ofendido de alguna manera a Maskim-
Xul, el dirigente de Alur Meriki, y el castigo había significado la muerte para toda su
familia. Había visto morir a su madre y a su hermano menor, y a su hermana
convertida en cautiva. Pero el hombre que había asesinado a su hermano jamás
volvería a matar. Nunca supo qué fue lo que llevó a la enfurecida guardia de Maskim-
Xul a las tiendas de su padre. Eskkar consiguió escapar en medio de la oscuridad,
para no regresar nunca más a los campamentos de su pueblo.
Tendría que abandonar Orak. No podía arriesgarse a que lo capturaran. Sus
antiguos compañeros lo matarían por el mero hecho de haber abandonado el clan. Y
si recordaban a su familia, su destino sería aún peor.
Volvió al presente y se dio cuenta de que Nicar continuaba estudiándolo.
—Tendremos que escapar, Nicar. Aunque Ariamus y sus hombres estuvieran
todavía aquí, la aldea sería sometida. No conseguiríamos nada ni siquiera con cien
soldados. Si los clanes se están trasladando, habrá cientos de guerreros, puede que un
millar.
Eskkar sacudió la cabeza ante aquella idea. Mil bárbaros, un número increíble de
guerreros, a caballo y bien armados, podían arrasar cualquier grupo de pobladores sin
apenas detenerse.
Nicar no dijo nada en un principio y tamborileó con sus dedos sobre las mismas
piedras en las que Eskkar se había apoyado.
—No. Debemos quedarnos. Quedarnos y luchar. Orak debe resistir. Si escapamos,
no quedará nada a nuestro regreso y tendremos que reconstruir todo de nuevo. —
Eskkar advirtió una gran determinación en la voz de Nicar. Ambos se dieron la vuelta
y se quedaron cara a cara. El mercader prosiguió—: Éste es mi poblado, Eskkar.
Cuando llegué, Orak era apenas un poco más que un grupo de chozas de barro. Yo
mismo lo edifiqué, junto a las otras Familias. Hace veintisiete años que estoy aquí y
todos nosotros hemos prosperado día a día. Aquí está todo lo que poseo. Nunca antes
habían vivido los hombres en un mismo lugar, a salvo, con comida, bebida y
herramientas para compartir. Mira a tu alrededor. ¿Quieres volver al modo de vida de
tus padres, viviendo en tiendas, peleando continuamente para conseguir comida,
matando a otros para arrebatarles lo que les pertenece? ¿O quieres arrancarle tu
alimento a la tierra, sin estar a merced de cualquier banda de asesinos?
Eskkar, como todos los demás, sabía lo que Nicar había conseguido. También
sabía que la aldea existía ya en aquel mismo lugar muchos años antes de la llegada de
Nicar. Y tampoco el rico comerciante había logrado todo por sí solo. Otros
mercaderes y campesinos poderosos habían trabajado en común para gobernar Orak
y, juntos, su poder y sus fortunas habían crecido, hasta poder atribuirse el título de
«noble» para ellos y sus hijos. Durante años, las Cinco Familias habían dirimido las
disputas y regulado las costumbres, en la medida en que sus casas y su influencia
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aumentaban.
—Nicar, sé lo que Orak significa para ti. Pero aunque consiguiéramos hacer
frente a una pequeña avanzadilla, sólo lograríamos que regresaran con más guerreros.
Si la fuerza principal de Alur Meriki se enfrenta a nosotros…
—No, Eskkar. No quiero escucharte. —El mercader golpeó con su mano las
piedras de la balconada—. Han transcurrido diez años desde la última vez que
vinieron. En aquella ocasión nadie nos avisó. Recuerdo cómo los hombres se
peleaban para subirse a las barcas para cruzar el río. Muchos quedaron atrapados en
la aldea. Se convirtieron en esclavos o murieron. Los que alcanzamos la otra orilla
corrimos hasta que nuestros corazones estuvieron a punto de estallar. Cuando
regresamos, nada quedaba en pie. Todas las casas habían sido destruidas, los
sembrados incendiados, los animales sacrificados y arrojados a los pozos. Tardamos
dos años en reconstruir todo. Dos años perdidos. ¿Sabes cuánto tiempo tardaríamos
ahora en reedificar la aldea entera? —Eskkar negó con la cabeza. Dos años le
parecían más que suficientes para reemplazar las cabañas de barro y preparar una
nueva cosecha—. Orak se ha duplicado desde entonces. Creo que ahora nos llevaría
unos cinco años reconstruirla, suponiendo que los comerciantes no se establezcan en
alguna otra población cercana al río. Es posible que Orak nunca vuelva a crecer tanto.
No puedo perder cinco años. No voy a perderlos.
Eskkar había vivido entre aquellas gentes el tiempo suficiente para entender su
miedo, pero quejarse de los bárbaros era una pérdida de tiempo.
—Nicar, los bandidos del Norte y del Este han atacado estas tierras durante
generaciones. No hay nada que se pueda hacer. Al menos esta vez tienes tiempo
suficiente para preparar tu… marcha.
El comerciante desvió de nuevo la mirada hacia el poblado.
—Eres como los demás. Todos dicen que no se puede hacer nada. Me sorprendes,
Eskkar. Se supone que eres un guerrero, y sin embargo tienes miedo a luchar.
—Cuida tus palabras, Nicar. Me he enfrentado ya una vez a Alur Meriki. Pero no
soy tonto. Me gustaría matar a muchos de ellos, pero no voy a combatir cuando no
existe ni la más mínima posibilidad de derrotarlos. Si hubiera alguna manera de
detenerlos… pero son demasiado fuertes. Te conviene reunir tu oro y escapar.
—No. No voy a huir, ¡y no daré a esos bárbaros el oro que gané con tanto
esfuerzo! Mejor usarlo para intentar defender Orak. Estoy demasiado viejo para
empezar de nuevo. Esta aldea es mía, y aquí me quedo. Y así será si es que tú puedes
defender Orak.
—Nada puede detener a Alur Meriki.
—Tal vez tengas razón y no se pueda hacer nada. Pero antes que volver a salir
corriendo, quiero saber por qué no nos podemos defender contra sus ataques. Quiero
entender por qué Orak, con tanta gente, resulta tan indefensa. Dímelo, Eskkar.
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Nicar tenía razón con respecto al poblado. En todos sus viajes, Eskkar jamás
había visto una aldea de aquel tamaño. Raro era el día en que alguien no se trasladara
a Orak. Incluso algunos empleaban una nueva palabra para describirla: dudad. La
ciudad, el grupo de habitantes más grande que jamás se había establecido en un lugar.
Un sitio con una verdadera empalizada de troncos y dos sólidas puertas para impedir
la entrada. Pero Eskkar sabía que ambas cosas servían sólo para detener a
ladronzuelos o a pequeñas bandas de intrusos, no a un grupo trashumante de las
estepas.
De todas las plagas que azotaban la tierra, los bárbaros de las estepas era la más
aterradora. Guerreros implacables y jinetes insuperables, ninguna fuerza podía
oponérseles. Nadie lo había logrado, al menos que Eskkar recordara, ni siquiera en
las leyendas de otros pueblos.
—Nicar, ¿dónde han visto a los bárbaros? ¿A qué distancia están de aquí?
—A muchos kilómetros, en las estepas del lejano Norte —respondió el mercader
—. Llegarán aquí a mitad del verano. La gran curva del Tigris les obligará a dirigirse
al Este antes de que puedan avanzar hacia el Sur. Pero esta vez su dirección parece
señalar hacia nosotros. Puede que sea algo más que un grupo de ataque el que se
acerque a Orak el próximo verano. Las noticias de nuestra prosperidad han llegado
incluso hasta ellos, según me aseguran los mercaderes.
—Entonces tenemos casi seis meses para prepararnos. Claro que los grupos de
avanzadilla podrían llegar mucho antes, Nicar, mucho antes.
Los pueblos de las estepas siempre contaban con dos o tres grupos que hacían
incursiones en los alrededores del núcleo de la tribu, buscando la oportunidad de
apoderarse de caballos, herramientas, armas o mujeres, y no necesariamente en ese
orden, aunque ninguno pasaría por alto un buen caballo para perder el tiempo con una
mujer. Una aldea de aquel tamaño tendría que atraerlos como había sucedido en otras
ocasiones. Podría haber en el poblado tanta gente como en la tribu nómada. Le
resultó extraño que no se les hubiera ocurrido antes semejante idea.
Eskkar apuró su copa de agua. El agudo dolor detrás de sus ojos había disminuido
y lo había reemplazado un latido sordo. Las palabras de Nicar volvían a resonar en
sus oídos, y ahora parecían contener un desafío.
—¿Quieres comprender por qué debemos huir, Nicar? ¿Es eso? Porque no
tenemos soldados. Tenemos granjeros, campesinos, artesanos y unas docenas de
hombres entrenados para luchar. Los Alur Meriki pueden enviar cientos de guerreros
a hacernos frente. Ni siquiera los soldados combatirían ante semejante situación.
—Si lucháramos detrás de la empalizada…
—No resistiría. Con unas cuantas cuerdas la derribarán.
—Entonces necesitamos una barrera más fuerte —dijo Nicar, con mayor
convicción—. ¿Podríamos construir algo así a tiempo?
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Eskkar echó una mirada desde el balcón. La cerca que rodeaba Orak se alzaba
casi directamente a sus pies, a una docena de pasos de distancia; se detuvo a
examinarla como si la viera por primera vez. No era lo suficientemente alta, ni fuerte,
eso ya lo sabía. Orak necesitaba muros sólidos. Un muro de barro, si pudiera
construirse de una altura considerable y bastante resistente, tal vez frenara
momentáneamente a los bárbaros. Pero ni siquiera una muralla detendría a aquellos
guerreros, aunque tendrían una ventaja. Necesitaban algo que resistiera lo suficiente
para que los atacantes se dirigieran a blancos más fáciles.
—Necesito pensar sobre todo esto. Lo que me pides tal vez no sea posible. Dame
algo de tiempo. Regresaré cuando caiga el sol y te expondré mi opinión.
Nicar asintió, casi como si estuviera esperando el comentario.
—Ven a cenar, entonces, después del ocaso. Hablaremos de nuevo.
Eskkar hizo una reverencia y abandonó la casa. Caminó a través de las retorcidas
callejas hacia el recinto de los soldados, pensando en lo que había dicho Nicar. En los
barracones ignoró a los soldados que estaban allí y se dirigió hacia los establos. Pidió
un caballo y, mientras los mozos de cuadra se lo preparaban, volvió a salir. Se
aproximó al vendedor más cercano y gastó sus últimas monedas de cobre en pan y
queso.
Metió los alimentos en su alforja, después se aprovisionó de agua y finalmente
montó y avanzó lentamente por la aldea. Atravesó la puerta principal y saludó al
centinela, que lo miró con cierto nerviosismo, preguntándose, sin duda, si regresaría.
Los rumores irían en aumento, alimentados, en parte, por la repentina huida de
Ariamus.
El aire fresco hizo desaparecer los últimos efectos del vino, y Eskkar prestó toda
su atención a su montura, que parecía igualmente contenta de encontrarse fuera de los
límites del poblado. Puso al animal al trote hasta llegar a la cima de una colina, a
unos tres kilómetros al este de la aldea. Desde aquel lugar tenía una excelente
perspectiva tanto de Orak como del Tigris que serpenteaba detrás.
Detuvo su caballo y comenzó a comer el sabroso pan y el queso seco que había
comprado, dejando que las ideas invadieran su mente. Para su sorpresa, se le
ocurrieron varias posibilidades sobre lo que se podía o no llevar a cabo. Mientras
comía las últimas migajas de pan y queso que quedaban entre sus dedos, estudió la
aldea, como si la viera por primera vez.
Orak se asentaba sobre un promontorio de tierra endurecida y piedras que
obligaba al río a desviarse, de modo que la rápida corriente prestaba una protección
natural a la mitad del poblado de un ataque directo. El terreno sobre el que se elevaba
Orak había estado rodeado de pantanos. A medida que el asentamiento fue creciendo,
los campesinos desecaron las ciénagas, utilizando la tierra recuperada para establecer
sus cultivos y sus chozas. Docenas de canales, grandes y pequeños, se entrecruzaban
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en los campos rodeando la aldea y llevando agua del río hasta las granjas.
Quizá la tierra podía volver a inundarse, dejando un único acceso principal hasta
la puerta de la aldea. En su imaginación, Eskkar veía una línea de arqueros sobre una
muralla, de pie, hombro con hombro, lanzando una lluvia de flechas a un enjambre de
guerreros a caballo que se enfrentaban a ellos. Sólo con arcos podían equiparar los
débiles comedores de tierra a los guerreros de Alur Meriki, siempre y cuando los
arqueros contaran con un muro tras el que protegerse.
Enfrentados a una muralla sólida, la mayoría de las ventajas del guerrero a
caballo desaparecían. No habría una lluvia de flechas para desmantelar a los
defensores y así dominarlos y dispersarlos por la carga de los caballos. Ante un muro
semejante, la mayor fuerza física de Alur Meriki y su habilidad con la espada y la
lanza se verían limitadas. Sí, podía funcionar. Si Orak fuera capaz de construir el
muro, tendría una posibilidad. Que la aldea pudiera transformarse a sí misma era algo
que todavía estaba por ver.
Orak se parecía a otros asentamientos que Eskkar había visto. La mayoría de las
edificaciones eran pequeñas chozas construidas con barro del río y paja, aunque los
hogares de los mercaderes más ricos y de los nobles solían ser más grandes o tener
dos pisos. Una empalizada rodeaba la aldea, pero numerosas casas y tiendas se habían
establecido fuera de la misma, incluidas algunas que, en contra de las órdenes de
Nicar, se apoyaban contra la estructura.
En cuanto a los habitantes, pertenecían también, como en todas partes, al mismo
tipo de gente. La mayoría contaba con pocas posesiones: una túnica de algodón, un
cuenco de madera para comer, y quizá algunas toscas herramientas. Pero los
campesinos de los alrededores de Orak cosechaban grano en abundancia, que los
panaderos transformaban en un pan nutritivo, el único aroma agradable en el oloroso
aire de la aldea.
Los granjeros producían lo suficiente no sólo para alimentarse a sí mismos y a sus
familias, sino también para intercambiar o vender en el poblado. Ese excedente
permitía que en Orak vivieran individuos que no necesitaban trabajar la tierra para
sobrevivir: mercaderes, comerciantes, carpinteros, vendedores, taberneros, herreros y
otros múltiples oficios. Estos trabajadores especializados abastecían la aldea de lo
necesario, y también efectuaban un continuo transporte de mercancías por el río y
hacia las granjas circundantes, cobrando por su trabajo ya fuese en grano o en las
monedas forjadas por los comerciantes y nobles más prósperos.
Sólo su tamaño diferenciaba a Orak de los otros lugares que Eskkar había
visitado. El asentamiento ya era grande cuando él llegó, y desde entonces casi había
duplicado su tamaño. En sus viajes había aprendido que cuanto mayor era la aldea,
más fácilmente lo aceptaban. Un gran poblado siempre necesitaba hombres para su
defensa y, por lo tanto, un guerrero con experiencia y conocimiento de caballos podía
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encontrar trabajo y un lugar seguro donde dormir, aun cuando los habitantes se rieran
a sus espaldas de su origen bárbaro. Pero rara vez se burlaban en su cara; las
cicatrices de antiguas batallas en su cuerpo intimidaban a la mayoría de aquellas
gentes. Al menos no lo expulsarían, temerosos, algo que le había sucedido más de
una vez en su errante vida. Aquellos viajes lo habían llevado lejos, llegando al Gran
Mar del Sur. Tres años antes había decidido regresar a la tierra de su juventud. Se
sumó a la caravana de un comerciante que se dirigía a Orak, mezclado con la media
docena de mercenarios contratados para proteger las mercancías del comerciante.
Cuando veinte bandidos atacaron la caravana una noche, los guardias, superados en
número, habían sido vencidos. Herido, Eskkar y unos pocos sirvientes lograron
escapar y llegar a Orak una semana después. Los sirvientes que lo acompañaban no
sólo dieron testimonio de su valor, sino que también permanecieron a su lado hasta su
recuperación. Decidido a quedarse durante unos meses, se incorporó, como un
soldado más, a la fuerza que custodiaba la aldea, hasta que abandonó la idea de
marcharse. Desde entonces se las había ingeniado para llegar a ser el tercero en la
cadena de mando, participando en la mayoría de las patrullas y persiguiendo a
esclavos fugitivos y ladronzuelos.
Dejando estos pensamientos de lado, decidió examinar Orak del modo en el que
Alur Meriki lo haría. Después tomó un trago de agua de su odre, cabalgó colina abajo
y se dirigió hacia el río.
La brisa lo refrescó, el aire era frío y vigorizante. Solía echar de menos el viento
sobre su rostro. La imagen de un caballo en la llanura siempre lo tentaba,
convirtiendo, en ocasiones, los días que pasaba en los confines de la aldea en un
tormento. Siempre serás un bárbaro, aunque tus compañeros te hayan expulsado.
Había vivido en Orak tres años, más tiempo de lo que había pasado en cualquier
otro sitio, y en los últimos tiempos había pensado en marcharse, frustrado por
Ariamus y sus mezquinas órdenes. Tal vez ahora fuera el momento de irse y viajar
hacia el Este para visitar territorios todavía desconocidos.
No importaban los deseos de Nicar. Luchar contra Alur Meriki le llevaría al
fracaso, y sólo conseguiría que lo mataran como recompensa por sus esfuerzos.
Eskkar no les debía nada a aquellas gentes. Para ellos, él era únicamente un bárbaro
más, perfectamente capaz de matarlos mientras dormían. Con frecuencia había sido
testigo de la desconfianza y del miedo en sus rostros.
La idea de marcharse lo tentó, pero sólo por un instante. Un lugar nuevo no sería
mejor que Orak, probablemente mucho peor. Tendría que comenzar desde el
escalafón más bajo, un simple soldado, y ser tratado poco mejor que un novato. No.
Pensaba lo mismo que Nicar. No huiría para empezar su vida de nuevo. No si podía
encontrar otra manera, especialmente una que no terminara con su muerte.
Alur Meriki había asesinado a su familia, lo había expulsado del clan y acosado
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por las estepas, y casi había conseguido eliminarlo en más de una ocasión. Detestaba
incluso la idea de volver a huir de ellos. Suponiendo que pudiera hacerse algo que no
acabara con su garganta abierta de lado a lado, quería la oportunidad de dar, por una
vez, un vengativo golpe contra ellos, para resarcirse de la muerte de su familia.
Si pudiera lograrlo, Orak y Nicar le deberían mucho. Como capitán de la guardia,
tendría oro más que suficiente para establecerse durante el resto de su vida. Tal vez se
sumara al grupo de nobles y se convirtiera en uno de los gobernantes. Eso sería casi
tan placentero como destruir una parte de Alur Meriki.
Eskkar dejó estas agradables ideas de lado. Estudió el terreno, mientras trotaba
lentamente hacia el Suroeste, deteniéndose cada poco tiempo para inspeccionar los
alrededores de Orak, analizando todo aquello que los nómadas de las estepas verían
cuando dirigieran su mirada en aquella dirección.
Cabalgó durante casi tres horas, hasta que completó un círculo en torno a Orak y
se encontró de regreso en la colina desde la que había comenzado sus observaciones.
Desmontó y se sentó apoyando su espalda contra una roca. Dejó que su mente vagara
con las ideas que había tenido ese día.
Nadie había dicho nunca de él que fuera inteligente, pero Eskkar podía componer
un plan sencillo tan bien como cualquiera. Esa habilidad, sumada a su estatura, fuerza
y rapidez con la espada y el cuchillo, le habían garantizado su ascenso hasta
equipararse a Ariamus. Ahora estaba solo, y Nicar le había pedido que hiciera algo
que nadie antes había hecho: impedir que los guerreros de las estepas se apoderaran
de la aldea y la destruyeran.
La enorme empresa que tenía que realizar amenazaba con sobrepasarlo. Repasó
con cuidado las numerosas tareas necesarias para preparar la defensa, repitiéndoselas
en voz alta varias veces para asegurarse de recordarlas todas. Cuando concluyó, notó
que el sol se había desplazado hasta la profundidad del cielo occidental. Con un
gruñido, se puso de pie y se desperezó; luego montó en su caballo y volvió sobre sus
pasos hacia Orak, a su encuentro con Nicar. Por lo menos ahora sabía lo que diría
aquella noche, aunque dudaba de que el principal mercader de Orak disfrutara de sus
palabras.
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Capítulo 2
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de intentar detenerle.
Al borde del agua, dejó la tela sobre un arbusto, terminó de desnudarse y se echó
al agua. Al principio, se quedó en un remanso formado por la curva de la orilla este,
para luego apartarse del borde del río con fuertes brazadas, contra la corriente. Esto le
exigió un gran esfuerzo, y después de nadar un poco tuvo que hacer acopio de toda su
fuerza para evitar ser arrastrado por la potente corriente. Cuando regresó a la orilla,
descansó en el agua fría. Finalmente salió del río, recuperó su sábana y se secó antes
de regresar a los barracones.
Por lo menos aquella noche no se encontraría con Nicar vistiendo un gastado
atuendo y oliendo a caballo y vino. Se puso una túnica limpia, mientras consideraba
la posibilidad de llevar su espada corta, pero luego decidió que no era necesario. Los
hombres que lo querían ver muerto se habían ido con Ariamus, y dudaba que quedara
algún enemigo suyo en todo el poblado.
Se dirigió a casa de Nicar. Unos pasos antes de llegar a la entrada, cinco hombres
salieron del patio y se le acercaron.
Drigo, uno de los nobles, y su hijo, escoltados por tres hombres, ocupaban el
estrecho sendero y Eskkar tuvo que hacerse a un lado para dejarlos pasar. Drigo lo
miró y le sonrió. Su rostro tenía la expresión de aquel que conoce todas las
respuestas.
Cuando cruzó el umbral de la casa de Nicar volvió a encontrarse con el muchacho
que lo había ido a buscar aquella mañana. Una vez en el interior, el joven sirviente
cerró la puerta y luego se arrodilló para limpiar con un trapo húmedo los pies y las
sandalias de Eskkar, haciendo desaparecer el polvo de la calle.
La mujer de Nicar, Creta, tenía casi la misma edad que su marido y su larga
cabellera se había vuelto del color de la plata. Todos sabían que el comerciante
prefería a las jóvenes esclavas como compañeras de alcoba, pero trataba a su mujer
honorablemente y ella administraba el hogar con eficiencia.
Creta recibió al guerrero de modo bastante cordial, después de una rápida
inspección para ver si se encontraba razonablemente limpio y presentable. Había
pasado a su lado muchas veces, en la calle, sin apenas prestarle atención. Lo
acompañó al comedor, ubicado en el fondo de la casa, en donde se encontraba una
gran mesa dispuesta sólo para dos personas. Creta hizo una pequeña reverencia y lo
dejó solo. Una sirvienta se acercó a ofrecerle vino, pero Eskkar le pidió agua.
Regresó de inmediato y le entregó una copa de agua helada, justo en el momento en
que Nicar entraba en la estancia.
—Toma asiento, por favor, Eskkar. —El mercader vestía una túnica diferente, con
un bordado rojo y azul en torno al cuello—. Has cabalgado mucho, y deberíamos
comer primero. Ya dispondremos después de tiempo para conversar. Me imagino que
ya te habrán dado algo de beber.
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Los sirvientes comenzaron a traer la comida, un plato cada vez, cosa que a Eskkar
le pareció extraña. Cuando los soldados comían, se colocaba todo sobre la mesa, para
ser devorado tan rápido como fuera posible.
El guerrero intentó emular los modales de su anfitrión, comiendo lentamente,
tomando pequeños bocados de las verduras cocidas, después de mojarlas en aceite
picante importado de alguna tierra lejana, hacia el Oeste. Mientras comían, Nicar le
preguntó sobre su infancia y los diferentes lugares que había visto en sus viajes.
Incluso quiso saber algunas cuestiones sobre los clanes de las estepas, cómo eran, por
qué vivían del modo en el que lo hacían. Habló de todos los temas excepto del
inminente ataque.
Eskkar se dio cuenta de que Nicar continuaba estudiándolo, intentando averiguar
qué clase de hombre era. Y, ante todo, quería saber si Eskkar tenía capacidad para
trazar un plan exitoso.
La comida había sido la mejor que Eskkar había probado jamás. Pero el vino,
como las raciones, era servido en pequeñas cantidades. Decidió que Nicar quería
mantenerlo con la cabeza despejada. Finalmente, cuando los sirvientes limpiaron la
mesa y volvieron a llenar las copas de vino, Nicar les ordenó que se retiraran, y luego
cerró la puerta.
Eskkar alcanzó a ver a Creta sentada fuera de la estancia, remendando un atuendo
bajo la luz de una lámpara, para asegurarse de que los sirvientes no se acercaran a
escuchar la conversación de su amo. Aunque no creía que aquello surtiera mucho
efecto. Los esclavos de la casa siempre se enteraban de todo lo que sucedía.
—Háblame de tu pequeña incursión, Eskkar. ¿Qué has visto? —Nicar volvió a la
mesa, con los ojos fijos en su invitado.
—¿Quieres saber si Orak puede ser defendida de los bárbaros? Es probable, pero
el coste será alto, y tal vez no quieras pagarlo. —Miró seriamente al comerciante,
pero su anfitrión no dijo nada—. No podemos derrotarlos en el campo de batalla,
pero sí conseguir que les resulte demasiado difícil conquistar la aldea. Si podemos
detenerlos durante un mes o dos, tendrán que continuar su camino, forzados ante la
falta de comida. Así que de eso se trata. Hemos de lograr que tomar el poblado les
cueste las muertes de demasiados guerreros y caballos y permanezcan bastante
tiempo en un lugar que carecerá de ganado y víveres, aunque lleguen a someterlo.
Eso significa que tendremos que matar a muchos guerreros, los suficientes como para
preocupar a sus jefes. —El semblante de Nicar no dejaba lugar a dudas de la multitud
de preguntas que estaban a punto de asomar a sus labios—. Los bárbaros siempre
tienen demasiados guerreros pero no suficientes caballos, mujeres o comida. Por eso
siempre luchan, incluso entre ellos. Es posible que el clan viera con buenos ojos una
disminución en sus filas, la eliminación de los más descuidados, los más jóvenes o
los más débiles. Si pierden cincuenta o sesenta guerreros por la toma de un próspero
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poblado, se consideran dichosos con el precio pagado.
Nicar asintió.
—Entiendo. Verán con buenos ojos la lucha, al menos en un principio. Entonces,
¿qué hemos de hacer para lograr que el precio que tengan que pagar sea demasiado
alto?
—Primero hay que construir una muralla alrededor de la aldea. Un verdadero
muro de piedra, algo que no pueda ser derribado o incendiado, al menos cuatro veces
más alto que un hombre. Y tendrá que abarcar un espacio mucho mayor que el de la
actual empalizada.
—No es la primera vez que los nobles discuten sobre la construcción de
semejante muro, Eskkar, pero nunca llegamos a un acuerdo. No había necesidad, y el
coste y el esfuerzo eran demasiados. Ahora llegan los bárbaros y es indispensable.
—Recuerda, Nicar, que debemos consultar con los constructores para saber si esa
muralla puede ser construida.
—Sí, por supuesto. ¿Qué más se necesita?
—Segundo, todas las chozas y granjas fuera de este nuevo perímetro deben ser
derribadas, completamente arrasadas, la tierra nivelada y despojada de todo, y las
granjas y cultivos anegados nuevamente. El barro de los pantanos dificultará el
avance de los caballos y obligará a que se acerquen a la aldea por el terreno situado
ante la entrada principal. Tercero, todos los hombres deben recibir entrenamiento para
la lucha. Esto significa instruir y armar a tantos arqueros como sea posible. Sólo el
arco alejará a los Alur Meriki. Necesitaremos miles de flechas y cientos de arcos, y
los hombres deberán ejercitarse a diario hasta que puedan acertar al blanco sin
dudarlo, mientras se encuentran de pie sobre el muro. También debemos adiestrarlos
en la lucha con hachas, lanzas y espadas, y finalmente con rocas para tirar contra los
atacantes y barras para empujar las escaleras que se apoyen contra el muro. Incluso
las mujeres y los niños deberán trabajar y combatir. Tendremos que hacer
entrenamientos diarios y prepararnos para todos los ataques posibles. Todos deben
esforzarse como nunca lo han hecho para que cuando lleguen los bárbaros nos
encuentren preparados. —Eskkar respiró hondo y bebió un sorbo de vino de su copa,
satisfecho de haber podido presentar su proyecto casi sin titubear—. Orak debe
abastecerse de comida y agua suficiente para todos, al menos durante dos o tres
meses. El resto de los rebaños deben ser enviados lejos, al otro lado del río, en donde
estarán a salvo. Esto alejará a algunos hombres de la aldea, y también serán
necesarios algunos soldados para protegerlos de los bandidos. Los animales serán un
blanco tentador. Cuando los bárbaros lleguen, deberán saber que no tendremos ni
caballos, ni bueyes, ni cabras, ni ovejas.
Nicar lo miró fijamente, con la sensación de que le faltaba algo más por decir.
—¿Y qué otra cosa debemos hacer?
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—Los esclavos. Deben trabajar por su cuenta y poner a nuestra disposición todas
sus habilidades. Tienes que prometer que los liberarás, Nicar, al menos a algunos de
ellos, para que tengan un incentivo por el cual trabajar y combatir.
La copa de vino de Nicar se detuvo a medio camino de sus labios.
—¡Liberar a los esclavos! No es posible que hables en serio. ¿Después de todo lo
que pagamos por ellos? Si les damos la libertad, ¿cómo seguirá funcionando la aldea?
—No estoy hablando de todos los esclavos. Sólo los necesarios para la defensa.
Probablemente no más de la mitad. Orak funcionaba perfectamente antes de tener
tantos esclavos, ¿no es así? Además, si los bárbaros llegan, perderás los esclavos y la
vida, o tú mismo serás esclavizado. En cualquier caso, saldrás perdiendo. Si tenemos
éxito, en vez de esclavos tendrás sirvientes a los que podrás pagarles hasta que
puedas conseguir nuevos esclavos que los reemplacen. Sin la promesa de libertad,
Nicar, no trabajarán al máximo o se escaparán en mitad de la noche, pensando que tal
vez los bárbaros los traten mejor. No te olvides de que muchos morirán, esclavos o
no, y tendrás que sustituirlos. Y una última cosa, Nicar. Deberás hablar con todo el
poblado y con las Cinco Familias. Yo puedo organizar la defensa y determinar lo que
hay que hacer, pero no puede haber desavenencias o disputas entre los nobles o entre
los principales comerciantes. Debemos hablar con una misma voz, para que todos
puedan ver que estamos decididos a resistir y a vencer. Y deberás suministrarme todo
lo que pida para la defensa de la aldea. No discutiré ni contigo ni con nadie. Mis
órdenes deberán ser obedecidas sin dilación. Incluso por tu parte, Nicar. Por eso te
pregunto, ¿hablas en nombre de las Cinco Familias?
Durante un instante, Nicar se sintió sorprendido por las exigencias de Eskkar.
—Pides mucho. Pero hay verdad en tus palabras. Las luchas entre las Cinco
Familia son objeto de rumor permanente. Deben ser dejadas de lado en la defensa de
Orak.
—¿Y tú hablarás en nombre de todas las Familias?
—Sí, creo que podré convencerlas, excepto la Casa de Drigo. Es posible que
quiera separarse.
Eskkar no creía que se pudiera descartar a Drigo con tanta facilidad. En los
últimos meses, en las labores cotidianas, los hombres de Drigo se comportaban como
si su amo fuera el único que gobernaba la aldea. Incluso Eskkar, que rara vez sentía
curiosidad por los chismes, sabía que aquel noble se había enfrentado a Nicar por el
poder y que intentaba permanentemente imponerse sobre las otras Familias. Por
ahora, la mayoría prefería a Nicar, que era, sin duda alguna, un administrador más
justo y equitativo.
—Si no puedes controlar al noble Drigo, ¿qué haremos? —preguntó el soldado—.
Es poderoso, y muchos seguirán el camino que él elija.
Nicar volvió a mirarlo fijamente.
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—Parece que no eres tan sólo un simple soldado, como me dijeron. —Bebió un
pequeño sorbo—. Si puedes presentar un buen plan para defender Orak, tal vez no
necesitemos a Drigo y su oro. Deja que yo me encargue de él. —El mercader sacudió
su mano como si se deshiciera del asunto—. Pero después, si tenemos éxito en
rechazar a los bárbaros, ¿cómo podremos pagarte, Eskkar?
—No necesito mucho, Nicar —rió—. No tengo grandes ambiciones. Las Cinco
Familias se convertirán en seis, y yo participaré, en las mismas condiciones que tú, en
la administración de la aldea. Cada uno de vosotros me daréis dos medidas de oro, lo
suficiente como para que yo establezca mi Casa. Por eso, permaneceré en Orak y
podremos comenzar a planificar cómo detener la próxima incursión de los bárbaros;
porque regresarán en cinco o diez años. Si tenemos la suerte de echar a los Alur
Meriki, jamás nos perdonarán semejante afrenta. Tienen buena memoria. Volverán
algún día y tendremos que volver a enfrentarnos a ellos. Así que creo que volverás a
necesitarme, y cuanto antes comencemos a prepararnos, mejor.
Nicar sacudió la cabeza.
—Tanta pérdida y destrucción. Sería mejor para todos si nos dejaran tranquilos.
—Jamás lo harán, Nicar. Viven de robar a otros todo aquello que necesitan. Es lo
único que saben hacer. Así pues, volverán. La lucha no terminará hasta que unos u
otros sean destruidos.
El mercader, obviamente, no había considerado la posibilidad de que los bárbaros
pudieran volver. Por un instante, no dijo nada y giró la copa de vino en sus manos.
—Otra cosa, Eskkar. Algunos podrían preguntarse por qué luchas contra los
tuyos. ¿Qué puedo decirles?
—Diles la verdad, diles que ya no son los míos. Cuando uno deja el clan, su vida,
su memoria… lo pierde todo. —Por primera vez la voz de Eskkar se quebró,
mostrando una cierta emoción—. Yo quiero… ni siquiera tu oro es aliciente
suficiente para que yo quiera combatirles. Quiero la oportunidad de vengar el
asesinato de mi familia, de matar a suficientes enemigos para aplacar sus espíritus.
Ésta es la única ocasión que tendré.
Nicar asintió.
—Ya hemos hablado suficiente sobre el pasado y el futuro. ¿Piensas que podemos
derrotar a los bárbaros si hacemos todo lo que dices?
Eskkar sostuvo su mirada.
—Ningún poblado se ha rodeado nunca con una muralla como la que vamos a
necesitar. Ni siquiera sé si es posible construirla antes de su llegada. Pero al menos
podemos intentarlo. Si lo conseguimos o no, lo averiguaremos en los próximos
meses. Con nuestra fuerza y voluntad en la organización, tendremos una posibilidad,
quizá una buena posibilidad. Si no nos preparamos bien, entonces ya sabemos lo que
sucederá. Ésa es la mejor esperanza que puedo ofrecerte, Nicar. Ya te dije que el
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precio que pagarás por defender la aldea puede ser más de lo que ésta vale, o de lo
que estás dispuesto a gastar. E incluso así, podríamos fracasar. Estarás arriesgando
algo más que tu oro. Todos aquellos que intentaron resistirse a Alur Meriki han sido
destruidos.
Nicar vació su copa y se sentó.
—Entonces debemos construir un muro en torno a Orak si deseamos resistir. —
Tamborileó con sus dedos en la mesa antes de alzar sus ojos—. Veo, Eskkar, que eres
honesto. No prometes el éxito. Si lo hubieras hecho, no te habría creído. —Examinó a
su visitante por unos momentos más, como si estuviera tomando una decisión—. No
tienes mujer, ¿verdad?
La extraña pregunta sorprendió a Eskkar, aunque suponía que Nicar ya conocía la
respuesta. Las mujeres, al menos las buenas, eran escasas y muy costosas en Orak, y
sus padres no aprobaban los matrimonios de sus hijas casaderas con soldados sin
futuro, sobre todo cuando no tenían ni siquiera un par de monedas.
—No, no he tenido la oportunidad de costearme una todavía —respondió Eskkar,
incapaz de evitar un atisbo de vergüenza en su voz. Una vez a la semana se gastaba
una moneda de cobre con alguna de las muchachas de la taberna, o visitaba a las
prostitutas que se ofrecían durante la noche en la orilla del río. Pero ya había
transcurrido casi un mes desde la última visita.
—He recibido nuevos esclavos hace unas semanas —continuó Nicar—, entre
ellos una joven, todavía virgen, según me han asegurado. Creo que tiene cerca de
catorce años, no es hermosa, pero sí lo suficientemente atractiva. Iba a estrenarla yo
mismo cuando encontrara el momento… y la voluntad —agregó con una sonrisa—. A
diferencia de muchas mujeres, sabe contar, leer y escribir los signos, y parece lo
suficientemente sensata. Te la daré, y creo que la encontrarás útil para muchas tareas
durante los próximos meses. Hará algo más que compartir tu lecho. Necesitarás a
alguien que te ayude a planificar todo y que te mantenga alejado de la taberna por las
noches.
A pesar de su sorpresa, Eskkar supo que recibía un regalo excepcional y costoso,
hecho con cortesía y sutiles consejos.
—Te lo agradezco, Nicar. —El soldado se dio cuenta, de repente, de lo que
significaba aquello. El rico comerciante estaba de acuerdo con sus exigencias—.
Todos nosotros necesitaremos tus consejos y guía, Nicar. Si vamos a emprender esta
tarea, necesitaremos muchos hombres trabajando de forma coordinada. Así pues, una
vez más, gracias.
—Es probable que no tengas la perspicacia de Ariamus, pero eres capaz de pensar
y sé que puedes luchar —respondió Nicar—. El resto lo puedes aprender y todos te
ayudaremos. No hay muchos hombres que sepan hacerlo todo. Todos nosotros
necesitamos todo el apoyo que podamos recibir. No dejes que tu orgullo se
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interponga en tu camino cuando quieras lograr lo que deseas y acepta la colaboración
de los demás. —Permaneció un instante en silencio—. Quería decirte una última
cosa, Eskkar. Si tenemos éxito, entonces te deberé mucho más de lo que mi familia y
yo podremos pagarte. Y si fracasamos, lo haremos juntos. Me reuniré con los nobles
pasado mañana, cuando Néstor regrese del Sur. Hasta entonces, eres el capitán de la
guardia. Cuando volvamos a encontrarnos, confirmaremos nuestra decisión de resistir
a los bárbaros. Llévate a la muchacha esta noche, y trasládate al alojamiento de
Ariamus. Te enviaré algo de oro mañana para que compres todo lo que necesites. En
las próximas semanas, estoy seguro de que encontraremos una casa adecuada para ti.
Las otras Familias te proporcionarán sirvientes, para que puedas despreocuparte de
todo excepto de la defensa de la aldea.
Eskkar entendió a qué se refería al hablar de la casa. A pesar de lo que dijera
Nicar, muchos se irían de Orak en los próximos meses. El guerrero se dio cuenta,
repentinamente, de que entre ambos se había establecido un lazo invisible. Al menos
tenían en común una cualidad: ninguno de los dos se daba por vencido con facilidad.
Sobrevivirían o perecerían juntos.
Aunque no sabía cómo iba a ser su final, supo que su vida había cambiado y que
nunca más sería un simple soldado que vivía gracias a su espada. Ahora tendría que
aprender a pensar, planear, preparar defensas y entrenar tropas. Una vez más volvió a
preguntarse si estaba capacitado para semejante tarea.
Ya había dado el primer paso: persuadir a Nicar de que podía salvar Orak. Para
lograrlo, tendría que cambiar completamente y convertirse en otra persona, en alguien
mejor que el torpe borracho que había perdido el conocimiento la noche anterior en la
taberna. Se juró a sí mismo que eso jamás volvería a sucederle.
Nicar se levantó, poniendo con ello fin a la reunión.
—Entonces estamos de acuerdo. ¡Lograremos lo que nunca se ha hecho!
Salvaremos el poblado.
Eskkar sonrió, pensando ya en la muchacha que le acompañaría a los barracones.
—No, Nicar, si tenemos éxito, usaremos la nueva palabra y la llamaremos Ciudad
de Orak.
—Recemos porque llegue ese día —dijo Nicar. Extendió su mano y cogió el
brazo de Eskkar, sellando el pacto. El mercader se dirigió después hacia la puerta,
llamó a su esposa y le susurró unas palabras antes de que ésta desapareciera en
dirección a los aposentos privados.
Casi de inmediato, Eskkar escuchó una acalorada discusión de voces femeninas,
seguida por un grito angustiado, interrumpido bruscamente por el seco sonido de un
bofetón. La mujer de Nicar reapareció, empujando a una joven hasta donde estaba
Eskkar.
—Aquí tienes a tu esclava. Se llama Trella —dijo Creta con voz cortante—. Por
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supuesto, puedes ponerle el nombre que quieras. Sugiero que le des una buena paliza
para que entienda cuál es su lugar. Es obstinada y orgullosa.
La joven lanzó una mirada de odio a su antigua ama, y Eskkar supuso que Nicar
tenía más de un motivo para deshacerse de la jovencita. La vida en la casa de las
Cinco Familias parecía más complicada de lo que había supuesto.
El guerrero dio un paso y cogió el mentón de la joven, que se negó a alzar sus
grandes ojos color castaño oscuro. Su piel tersa, excepto por algunas marcas de
varicela en las mejillas, casi imperceptibles, era bastante morena, la cual situaba su
origen en las tierras del Sur. En su rostro alargado sobresalía una afilada nariz y sus
labios temblorosos, todavía con una gota de sangre en una de sus comisuras a causa
del bofetón de Creta, dejaban entrever unos dientes pequeños y regulares. Estaba
bastante delgada y desaliñada, pero era poseedora de un atributo especial. Su cabello,
oscuro y denso, caía en ondas sobre sus hombros.
Vio el miedo en sus ojos, ese temor que tiene todo esclavo cuando pasa de un amo
a otro. Eskkar había sido testigo de aquella turbación muchas veces. Ella apartó su
rostro y dirigió su mirada al suelo. De repente, la imagen de otra niña, casi de la
misma edad y con el mismo miedo, acudió a su memoria. Un año antes de dejar el
clan, había hecho amistad con Iltani, a la que había salvado la vida e impedido que la
violaran. Ella pagó su deuda entregándose a él. Había sido la primera vez que estaba
con una mujer. Y en dos ocasiones había arriesgado su vida por él, una obligación
que nunca pudo recompensarle. Tal vez los dioses le habían recordado a Iltani, para
que tuviera en cuenta aquella deuda.
—Escúchame, niña —le dijo con gran cortesía, obligándola suavemente a
levantar la cabeza—. No tengas miedo. Estás para ayudarme, y ten por seguro que
necesitaré tu colaboración. ¿Entiendes?
Sus ojos se volvieron hacia él y Eskkar sostuvo su mirada, y vio, esta vez, la
fuerza que se ocultaba tras aquellos grandes ojos oscuros. Sus labios dejaron de
temblar y asintió brevemente con un movimiento que hizo que su cabello ondeara con
delicadeza en torno a su rostro.
—Bien. Acompáñame entonces. —Un pensamiento cruzó su mente. Miró a Creta
—. ¿Posee algo que deba llevarse?
—Tiene algunas cosas —admitió Creta a regañadientes—. Puede volver a
buscarlas por la mañana.
Cualquier posesión, por pequeña que fuese, habría desaparecido al día siguiente,
arrebatada por la mujer de Nicar o por los otros sirvientes. Iba ya a marcharse cuando
se giró y volvió a dirigirse a Creta.
—Un manto. Necesitará un manto para esta noche. ¿No tiene uno? —Su tono de
voz era razonable—. ¿Podrías proporcionarle uno?
La mujer de Nicar recordó las palabras de su esposo. Frunció los labios y se dio
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por vencida.
—No tiene manto propio —admitió Creta—, pero le daré uno de los míos.
Dio dos palmadas y casi instantáneamente apareció otra muchacha. Creta le pidió
que trajera una capa determinada. Al poco tiempo la esclava regresó con un
remendado y descolorido manto, pero en un estado bastante aceptable.
Eskkar cogió la prenda y se la colocó a la muchacha sobre los hombros.
—Agradece a tu ama el regalo, Trella.
La observó con detenimiento. Ahora empezaría a saber qué clase de muchacha
había adquirido.
Trella lo miró primero a él, intentando leer en sus facciones. El guerrero no dijo
nada, con sus ojos clavados en ella. El silencio comenzaba a ser incómodo. Entonces
la esclava se dirigió a Creta, inclinando la cabeza.
—Gracias, ama —dijo en voz baja, con un tono apropiadamente servil.
Levantó la cabeza y miró a Eskkar como si quisiera preguntarle «¿Era eso lo que
pretendías?». Lo descubrió ocultando una sonrisa. El guerrero se volvió hacia la
esposa de Nicar haciendo una profunda reverencia.
—Yo también te estoy agradecido, Creta. La comida que me has ofrecido ha sido
deliciosa y bien servida.
Había estado ensayando con antelación aquellas palabras que no estaba
acostumbrado a decir, y se alegró de haberlas pronunciado sin titubeos.
Cuando salió de la casa y se alejó un poco, Eskkar se rió en voz alta y, cogiendo a
Trella de la mano, que vio que era suave y tibia, la condujo hacia los barracones.
—¿Tenías un manto propio?
Ella negó con la cabeza y bajó la mirada hacia el áspero camino por el que iban.
—Bien. Al menos has conseguido algo de ella.
La muchacha lo observó de reojo, y luego volvió a mirar hacia el suelo.
Eskkar no pudo evitar que sus pensamientos se centraran en el gran camastro de
la estancia de Ariamus. Apresuró el paso, mirando a las estrellas. Faltaban pocas
horas para la medianoche. Tendría que despertarse antes del amanecer.
Al doblar una esquina de la taberna, se detuvo sorprendido. Dos antorchas
iluminaban el espacio frente a los barracones, arrojando luz sobre una multitud de
soldados, mujeres y algunos de los habitantes de la aldea. Parecía que no tenían nada
mejor que hacer a aquellas horas y esperaban su regreso. Automáticamente, Eskkar
contó el número de personas y calculó que habría alrededor de cien.
Su idea de disfrutar de Trella y un tibio lecho se desvaneció lentamente a medida
que recordaba su promesa. Tenía que decirles algo, y ante aquella perspectiva, su
garganta adquirió una sequedad inesperada y se le hizo un nudo en el estómago.
Todos comenzaron a hablar a la vez tan pronto como lo vieron aproximarse. Un
grupo de hombres lo rodeó, tirando de su túnica, haciéndole preguntas ansiosas.
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Eskkar sabía que tenía que hablar para hacer callar a la multitud, pero al llegar a los
barracones, su mente se encontraba tan vacía como la copa de vino de la noche
anterior. Se detuvo porque los soldados bloqueaban la entrada. No tenía más remedio
que enfrentarse a aquella muchedumbre.
El guerrero sintió que le apretaban la mano y se dio cuenta de que todo aquel
griterío había asustado a Trella. La miró. En sus ojos estaba reflejada la sorpresa.
—¿Qué es lo que quieren? —murmuró, con voz insegura.
Apretó los labios antes de responder.
—Nada, muchacha. Sólo tienen miedo de lo que puede suceder. Piensan que los
bárbaros ya están acampados a las puertas de la ciudad.
De alguna manera, su preocupación lo fortalecía; se enfrentó entonces a la
multitud.
—Espera aquí —le ordenó mientras soltaba su mano y avanzaba unos pasos hacia
una roca; se subió a ella para elevarse sobre los demás—. Silencio —dijo en voz alta.
Repitió la orden, empleando entonces su voz de mando—. Vais a despertar a toda la
aldea con vuestro griterío, y nadie podrá dormir esta noche.
Hizo un gesto a sus soldados, que comenzaron a colocarse frente a aquel gentío, y
ordenó a los más exaltados que guardaran silencio. Cuando por fin las voces se
acallaron, comenzó a hablar.
—Sí, es cierto. Los bárbaros se aproximan. —Dejó que las palabras recorrieran la
multitud, observando sus rostros desconcertados al confirmar sus temores—. Pero
faltan algunos meses todavía para que lleguen, así que volved a vuestras casas, antes
de que vuestras mujeres os degüellen por andar por ahí tan tarde.
Aquel comentario causó una risa nerviosa en algunos, pero otros le gritaron,
preguntándole desde dónde llegarían los bárbaros, si debían abandonar la aldea o si
Orak trataría de rechazarlos. Eskkar levantó la mano y volvieron a guardar silencio.
—Dentro de dos días, Nicar y las otras Familias se reunirán. Entonces podremos
comenzar los preparativos para resistir a los bárbaros. Fortificaremos Orak para que
pueda rechazar cualquier ataque.
Los gritos de incredulidad, las preguntas y el clamor se hicieron más intensos
hasta convertirse en un enorme griterío. Eskkar se dirigió a sus soldados.
—Tratad de calmaros —ordenó. Sus hombres se movieron entre la multitud,
acallando a los más ruidosos y empujando a los más agresivos.
Qué extraño. Ahora aquellos soldados obedecían cada uno de sus gestos y
acataban la más mínima de sus órdenes. Hasta el día anterior, sólo sus puños, y a
veces su espada si era preciso, le habían revestido de algo de autoridad. Esto debe de
ser el verdadero poder, decidió Eskkar, sorprendido ante aquella sensación. La gente
tenía miedo. Incluso los soldados parecían preocupados. Querían oír que estaban a
salvo, y que se lo dijera alguien con capacidad de mando, alguien en quien poder
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confiar, aunque fuese sólo por poco tiempo.
—Sé que tenéis muchas preguntas —continuó una vez que los murmullos se
apagaron—, pero tendréis que esperar hasta que Nicar hable con vosotros. Pero
debéis saber, amigos míos, que dispondremos de medios y hombres para fortificar
Orak lo suficiente para rechazar a los bárbaros, siempre que nos mantengamos
unidos. Yo seré quien os guíe en esa gran empresa, y os digo que podemos y tenemos
que conseguirlo. Ahora volved a vuestras casas y a vuestros lechos. Esperad dos días
hasta el discurso de Nicar. Entonces sabréis qué es lo que debéis hacer.
Algunos le gritaron, pero él los ignoró mientras descendía de la piedra y llamaba
a Gatus, un veterano canoso que se acercaba a las cincuenta estaciones. Segundo en
el mando cuando Eskkar se sumó a la guardia de Orak, Ariamus lo había degradado
por cuestionar sus órdenes. Eskkar no tenía amigos verdaderos entre los soldados,
pero respetaba a aquel viejo guerrero, que conocía su oficio mejor que muchos.
—Gatus, serás desde ahora el segundo al mando. —Eskkar subió el tono de voz
para que lo oyera la mayoría de los soldados—. Dispersa a la multitud. Asegúrate de
que las puertas estén cerradas esta noche y que haya centinelas apostados. Que
algunos hombres patrullen las calles hasta el amanecer. No tienen que hacer nada en
particular, salvo ir armados y parecer amenazadores. Después ven a verme. —El
hombre asintió, aceptando sin cuestionar su nueva autoridad, lo mismo que la de
Eskkar—. Me trasladaré a los aposentos de Ariamus. Pon un centinela a la entrada de
mi casa. De lo contrario esos idiotas estarán golpeando mi puerta hasta el amanecer.
Buscó a Trella y la descubrió mirándolo fijamente, sin temor, con sus grandes
ojos puestos en él mientras se aproximaba. La cogió de la mano y la llevó lejos de la
muchedumbre, hacia el fondo de los barracones, donde estaba ubicado su nuevo
alojamiento.
Al entrar, Eskkar notó con sorpresa que alguien había limpiado y apisonado el
suelo, eliminado la mayor parte de la suciedad, y que habían traído sus cosas.
Algunos de sus hombres se habían anticipado a su ascenso.
Sus escasas pertenencias le hicieron sonreír. No habrían empleado mucho tiempo
en trasladar una delgada manta, una túnica, una espada larga antigua y otra espada
corta muy común.
El fuego ardía en el pequeño hogar, y alguien había amontonado cerca un poco de
leña. Un soldado entró portando una vela —todo un lujo— que colocó sobre la cera
acumulada en la mesa situada en el centro de la estancia. El hombre miró con
curiosidad a Trella y luego sonrió a Eskkar antes de retirarse.
El capitán cerró la puerta y se reclinó contra ella; los ruidos del gentío iban
disminuyendo a medida que sus hombres comenzaban a dispersar a los pobladores.
La llama de la vela creció, sumando su luz a la del fuego.
Trella se movió lentamente por la habitación. Los ojos de Eskkar la siguieron
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mientras ella examinaba su nuevo hogar. La muchacha se quitó el manto y lo colgó
en un gancho cerca de la puerta. De un bolsillo de su vestido sacó una bolsa pequeña,
que, sin duda, contenía lo que quedaba de sus pertenencias, y la colgó en el mismo
gancho. Cruzó la estancia hacia la chimenea y se colocó frente a él con la cabeza
levantada.
El guerrero vio el movimiento de sus pechos contra el delgado vestido cuando,
tras tomar aire, levantó la mirada para encontrarse con la suya.
—Me han dicho que tu nombre es Eskkar, que eres un bárbaro y que me han
entregado a ti como tu esclava. —No pudo ocultar el tono de amargura en su voz
cuando dijo la palabra esclava—. Creta no me informó de que ahora eres el capitán
de la guardia.
—La gente de las estepas no se consideran a sí mismos bárbaros, Trella. Son
iguales a cualquier otro clan, excepto que se mueven de un lugar a otro. Pero los
abandoné hace ya mucho tiempo, cuando tenía catorce años, y desde entonces he
vivido entre granjas y poblados, sirviendo con mi espada. Soy sólo un soldado, y la
cobardía de Ariamus me ha convertido en capitán de la guardia.
Todavía se encontraba apoyado en la puerta, y pudo escuchar cómo uno de los
guardias ocupaba su puesto al otro lado. El bullicio en el exterior había desaparecido,
salvo algún que otro grito en la distancia, señal de que sus hombres cumplían las
tareas encomendadas.
Sus hombres. Había dicho bien. El día había comenzado mal, pero al final se
había convertido en el capitán de la guardia, con un alojamiento propio, una esclava
de su propiedad y una bolsa de oro que recibiría por la mañana. Tal vez los dioses le
sonrieran, después de todo. Sus perspectivas futuras parecían prometedoras, al menos
durante los meses siguientes, hasta que, con toda probabilidad, los Alur Meriki le
cortaran la cabeza y la ensartaran en una lanza. Pero aquella noche no valía la pena
preocuparse por eso.
—Mi padre era consejero del jefe de la aldea de Carnax —continuó Trella—.
Ambos fueron asesinados a traición, y mi hermano y yo vendidos como esclavos.
Ahora te pertenezco.
Eskkar se preguntó si le estaba diciendo la verdad. Todos sabían que los esclavos
mentían con respecto a su pasado. Sus padres podían haber sido unos campesinos que
vendieron a su hija por unas monedas porque las lluvias tardaban en llegar o se les
había muerto la vaca. Nunca había oído hablar de Carnax y, la verdad, poco
importaba lo que ella dijera o asegurara. Trella era una esclava y lo sería durante el
resto de su vida. Vio la tensión en su cuerpo y supuso que se resistiría cuando la
poseyera.
Para su sorpresa, la idea no le causó ninguna excitación y, de repente, sintió sus
piernas tan débiles como su cabeza. Abandonó la puerta. Sus movimientos
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atemorizaron a la muchacha, que retrocedió unos pasos y cruzó las manos sobre sus
pechos.
Él se sentó a la mesa con la mirada fija en la llama de la vela.
—Trella, hoy ha sido un día muy largo, lleno de sorpresas para ambos. —Hasta
ahora no había caído en la cuenta del esfuerzo que había significado su conversación
con Nicar, que le había obligado a sí mismo a pensar y presentar sus planes e ideas
claramente. Blandir una espada o partir cráneos requería menos trabajo, y sabía que
había utilizado más palabras ese día que durante todo el mes anterior. Su cerebro no
estaba habituado a semejante actividad, y ahora se sentía demasiado cansado, incluso
para tratar de someter a la muchacha. Estaba envejeciendo. Treinta estaciones,
aunque era consciente de que tenía suerte de estar vivo—. Y mañana será todavía
peor. Estoy cansado. He comido demasiado, he bebido demasiado vino, y tengo
demasiadas ideas en la cabeza. Dime si necesitas algo y después nos iremos a dormir.
Trella levantó la cabeza. Eskkar creyó apreciar cómo el color volvía a sus
mejillas, aunque la temblorosa luz de la vela hacía difícil saber si era cierto.
—No me he acostado nunca con ningún hombre.
Eskkar le sonrió, aunque en aquel momento no sabía si semejante noticia era
buena o mala.
—No creo que tengas problemas esta noche, muchacha. Necesito dormir y no
pelearme contigo. —Se levantó y echó un rápido vistazo a la habitación—. Allí está
el orinal. No creo que debas usar la letrina, al menos esta noche.
Se apartó de la mesa y salió, saludando al centinela con una inclinación de
cabeza, para dirigirse a la letrina del barracón.
Cuando regresaba se encontró con Gatus, que lo estaba esperando. El viejo
soldado no desperdició las palabras.
—¿Te ha nombrado Nicar capitán de la guardia? —Gatus lo miró directamente a
los ojos, y se colocó frente a su nuevo comandante.
—De momento. Pero le he dicho que tenía que estar al mando de todo el poblado
y sus defensas. El ratificará el acuerdo cuando se reúna con los otros nobles. O tal vez
no.
—¿Y si no lo hace? —preguntó el soldado.
—Entonces mi esclava y yo abandonaremos la aldea. Pero Nicar me confirmará
en el cargo, estoy seguro.
Gatus se encogió de hombros y sacudió la cabeza, agitando su larga cabellera
gris.
—¿Verdaderamente crees que la aldea puede resistir a los bárbaros?
—Gatus, no voy a mentirte. Sé que no se ha conseguido jamás. Pero éste no es un
poblado pequeño. Es posible que igualemos en número a los bárbaros. Creo que
podemos fortificar las defensas lo suficiente para resistir hasta que se vean forzados a
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marcharse.
La idea de escabullirse de la aldea en cualquier momento en los próximos meses
había cruzado su mente, pero la promesa del oro de Nicar le obligaba a mantenerla
apartada de momento.
El hombre pareció dudar, y tenía motivos para ello. Pero Gatus tenía que estar
convencido o la todavía frágil autoridad de Eskkar sobre sus hombres se
desvanecería. Respetaban a Gatus y su opinión sería tomada muy en serio.
—Sígueme durante unas semanas y veremos lo que podemos hacer. Me he pasado
el día pensando en muchas cuestiones y creo que puede lograrse. Estoy seguro.
Mientras tanto, se te duplicará la paga y te convertirás en el segundo al mando.
Gatus se le acercó un paso.
—Hoy eres una persona diferente a la de ayer. ¿Has sido bendecido por los
dioses?
La risa del capitán cruzó la noche. Los dioses y él no estaban, precisamente, en
buenas relaciones.
—No, no estoy loco, aunque la cabeza me da vueltas con todas estas nuevas
ideas.
Comenzó a caminar, pero Gatus lo cogió del brazo, con fuerza, y sus rostros se
situaron a escasos centímetros.
—Has cambiado, Eskkar. Cualquier tonto podría darse cuenta, incluso el resto de
los hombres. Obedeceré tus órdenes, al menos durante un tiempo. Pero si me mientes,
te atravesaré con mi espada por la espalda. ¡Juro por los dioses que lo haré! Tengo
mujer y dos hijos, y no dejaré que se los lleven los bárbaros.
—Entonces, cumple tus órdenes. Mañana será un largo día y tendrás mucho que
hacer —le dijo mientras se apartaba y Gatus retiraba la mano.
Eskkar pensó en la rapidez con la que habían cambiado las cosas. El día anterior
habría golpeado a cualquiera que le hubiera puesto una mano encima. Ahora no
significaba nada.
Cuando volvió al aposento de Ariamus, la vela estaba apagada y el fuego había
disminuido hasta convertirse en brasas. Dejó caer la barra de madera de la puerta, se
desató las sandalias y se quitó la túnica y el resto de sus ropas, ignorando el frío
reinante en la habitación.
Cogió su espada de la pared donde estaba colgada, la retiró de su funda y la
colocó al lado de la cama. Desde que había huido de Alur Meriki no había pasado una
sola noche en la que no durmiera con un arma al alcance de la mano. Se preguntó si
la muchacha la usaría en su contra en la oscuridad, pero decidió que estaba
demasiado cansado como para preocuparse de eso.
La cama era suficiente amplia para los dos, puesto que a Ariamus le gustaban las
mujeres de formas generosas. Por un instante Eskkar creyó que estaba vacía, hasta
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que se dio cuenta de que la muchacha se había colocado contra la pared, tan lejos de
él como le era posible. No le importó. Mañana, quizá por la mañana, la poseería y
acabaría con aquella tontería.
Se dio la vuelta en la cama, dándole la espalda, de cara a la puerta. Tiró de la
única manta para taparse los hombros y dejó que su cuerpo se relajara mientras
intentaba dormir.
Pero su mente se negaba a obedecer. Pensó en Nicar, en Alur Meriki, en el mando
de la guardia, en la propia aldea, todos se arremolinaban en su cabeza. Una semana
antes no podía haber imaginado que aquello sucedería. Ahora podía adquirir poder,
oro, esclavos, o lo que quisiera… si podía salvar Orak de los bárbaros.
Aquella era una condición enorme, a pesar de lo que les había dicho a Nicar y a
Gatus. Había tanto que hacer que era difícil saber por dónde empezar. Al día
siguiente habría que dar comienzo a muchos trabajos. Tendría que hablar con Gatus,
elegir nuevos comandantes, prepararse para reunirse con Nicar y hablar con los
soldados. Sabía que se enfrentaban a grandes obstáculos, pero había una posibilidad,
y si podía ganar, si tenía éxito, si los dioses le brindaban buena fortuna, si… si… si…
Aquellas ideas siguieron girando en su cabeza, desde la cena con Nicar a la
entrevista con los nobles, pensando en todo lo que les había dicho a sus hombres y a
la multitud, las cosas que debería haber discutido con Nicar, lo que tenía que hacer al
día siguiente, cómo dirigirse a sus soldados, qué decirles a las Familias. Cada vez que
intentaba concentrarse en una idea en concreto, surgía otra y comenzaba nuevamente
el ciclo.
La manta se agitó ligeramente, y de pronto sintió el cuerpo de Trella contra el
suyo, con sus piernas rozándole, y algo suave tocando su hombro.
—Todavía estás despierto —le susurró, casi como si fuera una acusación—. Hace
frío contra la pared —continuó, para justificar su acercamiento—. ¿En qué estás
pensando?
Todo lo que estaba pensando se desvaneció con el primer contacto de su piel.
—En ti. Estaba pensando en ti. —Las ideas sobre Orak, junto a su cansancio,
desaparecieron, mientras comenzaba a sentir una cierta excitación.
—No mientas. Estabas pensando en Nicar y en su oro.
Se rió. Ella no era ninguna tonta y lo suficientemente atrevida como para desafiar
a su nuevo amo.
—Bueno, estaba pensando en Nicar, pero no en su oro. Pero ahora no recuerdo
nada más, y todo a causa del contacto con tu cuerpo. Eres muy hermosa, Trella.
Ella guardó silencio. Después movió su brazo y le rozó el hombro, dejando a la
vez una sensación de frescor y calidez sobre su piel. Eskkar aferró su mano con
firmeza, del mismo modo que había hecho en la calle aquella misma noche. La joven
se le aproximó un poco, de forma que casi podía sentir todo su cuerpo, cálido y
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suave, contra el suyo.
—¿Y qué piensas ahora? Sintió su aliento contra su oído.
—Pienso en tenerte entre mis brazos, abrazarte y besar tus labios.
Su virilidad se había despertado, casi dolorosamente, con una intensidad que no
había sentido desde hacía mucho tiempo, pero no quería moverse o hacer nada que
pudiera romper aquel hechizo impuesto por sus palabras y su roce.
—Soy tu esclava, Eskkar —le dijo susurrándole al oído y acercando su cuerpo
aún más.
Sus palabras le sorprendieron, pero se dio la vuelta para mirarla, colocó sus
brazos alrededor de ella y sintió cómo los músculos de su espalda se tensaban
mientras la atraía hacia él. Eskkar podía sentir ahora todo su cuerpo contra el suyo,
con su piel casi demasiado cálida al tacto. Algo extraño le estaba sucediendo. Quizá
los acontecimientos del día lo habían excitado, o el hecho de que ella le perteneciera.
De pronto se dio cuenta de que la deseaba más que a cualquier otra mujer que pudiera
recordar. Quería que se le entregara voluntariamente, que lo quisiera.
—A una esclava se la toma. Si fueras sólo eso, te tomaría, quisieras o no. Pero
eres algo más que una vulgar esclava. Nicar era consciente de ello, pero yo soy sólo
un bárbaro, poco hábil con las palabras.
Sintió el impulso de tocarla, y pudo oír su respiración cuando con sus manos
acarició sus suaves pechos.
—Vi el miedo en tus ojos cuando te enfrentaste por primera vez a la multitud.
Pero pronunciaste las palabras adecuadas y creo que ahora ellos confían en ti.
Él no dijo nada, sorprendido y un poco avergonzado por haber dejado traslucir su
nerviosismo y porque la muchacha se hubiera dado cuenta de ello. Pero consideró
que se las había ingeniado bastante bien, y quizá nadie más se había percatado.
Su boca le rozó la mejilla e hizo desaparecer cualquier pensamiento.
—Yo también tengo miedo, Eskkar. Miedo a los bárbaros, miedo al futuro. Pero
ya ha llegado el momento de convertirme en mujer, y no creo que vayas a hacerme
demasiado daño.
Dejó entonces que su cuerpo se relajara bajo sus caricias, hundiendo su cabeza en
su hombro. A los pocos momentos, la mano de la joven se deslizó hacia su
entrepierna, obligándole a dejar escapar un pequeño grito.
Eskkar besó su mejilla, luego su boca, primero suavemente, con mayor fuerza y
profundidad después, mientras ella lo abrazaba. Acarició su cuerpo, deslizó sus dedos
sobre su vientre, se resistió todo lo que pudo, hasta que sintió que su deseo iba a
hacerlo estallar. Aguantó hasta que ella le llamó con un gemido y pudo sentir la
humedad entre sus piernas, antes de penetrarla, moviéndose tan lentamente como era
capaz, sabiendo que le haría daño, pero tratando de ser lo más delicado posible. Ella
dejó escapar un grito, una aguda exclamación de dolor mientras le clavaba las uñas en
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la espalda, para luego abandonarse con un suspiro de placer cuando se introdujo en su
interior.
Eskkar permaneció inmóvil durante un instante hasta que Trella se relajó y sus
brazos volvieron a rodearle con fuerza. Comenzó a balancearse contra ella, y
nuevamente sus pequeños quejidos de dolor y placer, mezclados con su deseo, se
incrementaron. Cuando todo terminó, demasiado pronto, la retuvo contra él,
acariciándole el pelo, disfrutando de su presencia, hasta que cayó dormido en sus
brazos, con un sueño profundo y sereno y una sensación de bienestar que no había
experimentado desde su infancia.
***
Trella esperó hasta asegurarse de no despertarlo. Retiró su brazo del cuello de Eskkar
con delicadeza, aunque se mantuvo cerca, sintiendo su aliento contra su pecho. Él
dormía de lado, respirando con fuerza, con un brazo sobre su estómago. Ella miraba
fijamente en la oscuridad, pensando en aquel abrazo amoroso, rodeada por el espeso
silencio en el que la aldea estaba sumergida. Ahora era ella la que no podía dormir.
Había sido un abrazo amoroso, algo que ella había deseado, aunque no por las
mismas razones que el hombre que tenía a su lado. Ser virgen se había convertido en
un problema. Nicar, su hijo y los demás sirvientes de la casa del comerciante, incluso
los traficantes de esclavos que la habían llevado a Orak, todos la habían deseado, y su
virginidad había sido un atractivo adicional. Eskkar también la quería, y la habría
tomado en contra de su voluntad aquella misma noche de no haber sido por los
acontecimientos del día.
Pero al día siguiente sería diferente, y como capitán de la guardia habría perdido
el respeto de sus hombres si no la hubiera tomado. Si se hubiera resistido, entonces la
habría golpeado, y ella no quería comenzar así. No, lo mejor era hacerlo mientras
todavía estaba en su poder la posibilidad de entregarle su virginidad como un regalo.
Durante los próximos meses habrían de suceder muchas cosas y ella necesitaría todos
sus conocimientos para mantenerse con vida, sobre todo si los bárbaros llegaban.
Aun así, él la había deseado, y esta idea la satisfacía. En la casa de Nicar lo había
visto en su mirada, a pesar de las lágrimas que llenaban sus ojos. Trella recordó la
desesperación que la invadió la primera vez que vio a aquel bárbaro de rostro adusto
que ahora era su dueño.
Pero el recuerdo de sus propios deseos traicionaba aquella lógica. Tuvo que
admitir, sorprendida, que cuando él decidió no forzarla y salió de la estancia, ella
decidió que, a pesar de sus temores, le entregaría su virginidad. Y al ofrecerse ella
misma, más que obligar a que la tomara, había mantenido algo de su dignidad. Un
hombre debe ser más que un simple animal, y Eskkar, bárbaro o no, había
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demostrado poseer algo más de lo que aparentaba. Puede que fuera una esclava, pero
también podía compartir la vida de su amo. Su vida era ahora la suya, y Trella quería
que ambas vidas mejoraran en el futuro.
No había oído nada de lo que Eskkar y Nicar habían discutido durante la cena,
pero había escuchado gran parte de la conversación que el comerciante y su mujer,
Creta, habían mantenido con anterioridad, y luego con el noble Drigo, incluida la
preocupación de Nicar por la inminente llegada de los bárbaros que le había obligado
a convocar al capitán. De alguna manera, aquel bárbaro le había convencido de que
podía encargarse de la defensa de la aldea, y tal desafío había sorprendido incluso al
propio comerciante, un hombre inteligente, tan inteligente como había sido su padre.
Aquel recuerdo le provocó una oleada de tristeza, pero se obligó a alejar de su
mente la imagen del cuerpo de su padre en el suelo, con la sangre brotando de sus
heridas, con sus ojos ciegos mirando el techo. Él le había enseñado bien —demasiado
bien, solía decir su madre—, reconociendo en su hija una mente tan hábil como la
suya. Esperaba poder vengar su muerte algún día. Pero ahora ya no le quedaban
lágrimas para lamentarse por la suerte de sus padres o por su propia desgracia.
Necesitaba aprender todo lo posible sobre aquel soldado. Podía ser un guerrero
poderoso y con experiencia en el campo de batalla, pero ella quería saber si tenía la
suficiente inteligencia para sobrevivir hasta llegar a enfrentarse con los bárbaros, y
para derrotarlos. Eso era lo que más le preocupaba. Al día siguiente sabría mucho
más sobre su nuevo amo. Ahora su futuro dependía enteramente de él.
Ahora pertenecía a un guerrero, y además bárbaro, por lo que su situación podía
casi equipararse a la de la compañera de un soldado o a una prostituta. Sin embargo,
si Eskkar tenía éxito como capitán de la guardia y se erigía en jefe en la defensa de
Orak, las cosas cambiarían para ellos de manera sustancial. Aunque era consciente de
que ni siquiera semejante empresa sería suficiente para borrar el estigma de ser, a la
vez, extranjero y bárbaro.
Sin embargo, si Nicar había visto algo digno de aprecio en aquel hombre,
entonces también ella podría encontrarlo. Y cualquier lugar y cualquier amo serían
mejores que permanecer en casa de Nicar, con su repugnante hijo sobándola a la
menor oportunidad. Pronto habría pasado del padre al hijo y a los sirvientes. Incluso
la vida como esclava de un bárbaro sería preferible a dicha existencia.
El acto amoroso la había sorprendido. Su madre la había puesto sobre aviso de los
dolores de la primera noche, pero éstos habían desaparecido tras un breve instante,
convirtiendo su miedo en sorpresa y placer. Él la había tratado con delicadeza, más de
lo que ella había esperado, y sus propias reacciones la hacían contraerse de
vergüenza. Trella era consciente de no haber tenido pudor alguno, y aún en ese
momento podía sentir la humedad entre sus piernas que le hacía recordar las
sensaciones que habían cruzado su cuerpo más veloces de lo que ella fue capaz de
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controlar.
Finalmente sus pensamientos se aletargaron y comenzó a dormirse, pensando en
el hombre que tenía entre sus brazos y sabiendo que al día siguiente comenzaría una
nueva vida como esclava de aquel capitán de la guardia recién ascendido. No sería la
vida que había previsto, la que ella y su padre habían discutido con frecuencia cuando
éste la educaba. En vez de guiar y ayudar a algún mercader rico y poderoso, ahora
tenía que estar al lado de aquel recio soldado para rechazar una invasión bárbara, una
tarea que, cuanto más pensaba en ella, más temor le provocaba.
Era demasiado joven, aún no había cumplido su decimoquinta estación, pero tenía
que intentarlo y esperaba que las enseñanzas de su padre fueran suficientes para
suplir su inexperiencia.
Eskkar había admitido que nadie había rechazado nunca a los bárbaros, por lo que
era posible que su nuevo amo escuchara sus consejos. Trella decidió que debía
utilizar todo lo que había aprendido, así como su propio cuerpo, para mantenerlo
cerca de ella. Él la necesitaría más de lo que suponía, como Nicar había dicho.
Y si Eskkar tenía éxito, entonces sólo los dioses sabían lo que el futuro podía
depararles. Habría mucho que hacer en los días que estaban por llegar. Su último
pensamiento antes de caer dormida fue que la noche siguiente se encontraría de
nuevo en aquella cama y entre aquellos brazos, y esta vez no habría miedo, sólo
placer.
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Capítulo 3
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El sirviente se adelantó e hizo la menor de las reverencias posibles.
—Nicar te envía sus saludos y te pide que vayas a su casa mañana a mediodía. —
El hombre esperó un instante, y ante el silencio de Eskkar, continuó—. Se me ha
encomendado que te entregue esto. —Le dio una pequeña bolsa de cuero que tintineó
agradablemente cuando Eskkar la agarró.
—Dile a tu amo que estaré allí a esa hora. —Decidió que debía ser cortés y
agregó—: Y lamento haberte hecho esperar. Estuve despierto hasta tarde, pensando
en los bárbaros.
Eskkar se dirigió a su centinela, que estaba reclinado sobre su lanza.
—Borra esa sonrisa de tu cara o te arranco las entrañas. —La sonrisa del guardia
en vez de desaparecer se hizo más grande—. ¿Y dónde está la muchacha? ¿Has
dejado que se escapara en medio de la noche mientras dormías durante la guardia?
El soldado sonrió de nuevo.
—No, capitán, ella ha salido hace poco a buscar algo de comida. Me dijo que te
dejara dormir. Volverá enseguida.
Si no estaba ya muy lejos del poblado en medio de los campos. Probablemente
Trella había seducido al guardia del mismo modo que lo había hechizado a él.
Malditos sean los dioses, tendría que haberle dicho que la vigilara. Sería el
hazmerreír de todos en Orak, el gran capitán de la guardia que no pudo conservar a su
esclava ni un solo día. Sin compartir sus sombríos pensamientos con nadie, se dirigió
primero a la letrina y luego al pozo a lavarse.
Al volver a su alojamiento, vio que salía humo de la pequeña abertura que hacía
las veces de chimenea. En el interior encontró a Trella calentando agua sobre un
fuego que producía tanto humo como calor. Un bollo de pan fresco sobre la mesa
perfumaba el aire, acompañando a una solitaria salchicha en el único plato
resquebrajado que había en la habitación.
Cuando la vio, abrió la boca como un tonto y no pudo evitar sonreírle cuando ella
se dio la vuelta al oírlo entrar. La muchacha lo observó mientras se sentaba a la mesa
antes de dirigir su atención a la humeante y abollada olla de cobre que descansaba
sobre el fuego. Trella la agarró con un pedazo de tela, la llevó a la mesa y puso el
agua tibia en una taza de madera frente a él.
—Buenos días, amo —dijo con voz neutra mientras apoyaba el cuenco sobre la
mesa.
—Pensé que te habías escapado. Cuando me desperté y vi que no estabas, pensé
que habías huido en medio de la noche.
—¿Y qué habrías hecho si hubiera escapado? —preguntó sin mostrar emoción
alguna.
—Habría ido a buscarte, Trella. —Se estiró por encima de la mesa y tocó su
brazo, disfrutando del roce de su piel y recordando la noche anterior.
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—Debes hablar con Nicar mañana. Ya lo saben todos. ¿Cómo habrías podido
perseguirme si tienes que reunirte con él?
—Para mí hay cosas más importantes que Nicar y Orak. Si alguna vez huyes, iré
en tu busca.
Una sonrisa apareció fugazmente en su rostro y le otorgó por un instante el
aspecto de una niña. Ella le tocó la mano.
—No me escaparé, al menos de momento —dijo con una voz más placentera—.
Toma tu desayuno, amo. Tienes mucho que hacer hoy para preparar tu encuentro de
mañana.
—Acompáñame, entonces.
Partió el pan y la salchicha por la mitad. Ella llevó la olla al fuego y volvió a la
mesa. Dio un mordisco a la salchicha, pero devolvió al plato la mayor parte de su
porción.
—Tú tienes un largo día por delante y necesitarás todas tus fuerzas —dijo Trella
mientras le señalaba la carne—. Además, no es correcto que el esclavo coma tanto
como su amo.
Eskkar tragó el vino mezclándolo con un poco de agua tibia y puso nuevamente la
carne frente a ella.
—Come, mujer. Tú necesitarás todas tus fuerzas esta noche.
Ella enrojeció de vergüenza y apartó la mirada.
Eskkar pensó que las mujeres eran un gran misterio. Durante la noche te
arrancaban la piel de la espalda y por la mañana no se atrevían a mirarte a los ojos.
Cambió de tema.
—¿Cómo has pagado todo esto? ¿Te ha dado Creta algunas monedas antes de
marcharte?
—¿Esa vaca vieja? No me ha dado nada, y encima se apropió de lo poco que yo
tenía. Le pregunté al centinela dónde podía encontrar comida, y después fui junto al
vendedor a buscar los mejores productos. Le dije que era la mujer de Eskkar y que
necesitaba comida para tu desayuno. Me dio el pan y la carne. Le dije que le pagarías
más tarde.
—¿Y te dio la comida? —preguntó Eskkar, con la sorpresa reflejándose en su
voz. Nadie en la aldea le había fiado hasta entonces.
—Estaba ansioso por poder ser útil de alguna forma —respondió mientras
masticaba un pedazo de pan—. Amo, ¿puedo hablar?
Eskkar golpeó con fuerza la mesa con su jarro.
—Di lo que quieras, Trella. Te dije anoche que eras algo más que una esclava y
que necesitaría tu ayuda. Así que puedes hablar cuando quieras.
—Los hombres dicen cosas por las noches que luego olvidan por la mañana —
dijo jugueteando con las migas de pan.
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—También las mujeres dicen cualquier cosa para obtener lo que quieren. ¿Qué
deseas, muchacha? ¿Quieres irte? ¿O regresar con Nicar? No te detendré si eso es lo
que quieres. Así que di lo que piensas y terminemos de una vez.
Ella volvió a tocarle la mano y lo miró a los ojos por primera vez.
—No soy más que una muchacha. No, ni siquiera eso, sólo soy una esclava. Pero
anoche, cuando te quedaste dormido, pensé bastante en lo que quería. —Retiró la
mano—. Mi padre ha muerto y mi familia ha desaparecido, porque también los
mataron o convirtieron en esclavos. Sé que jamás volveré a verlos. Así pues, decidí
que quería quedarme y apoyarte. Quiero estar a tu lado para ayudarte a vencer a los
bárbaros. Porque si lo consigues, entonces podrás tener riquezas para establecer tu
propia Casa. Eso es lo que ahora deseo, formar parte de tu familia. Y por eso te
prestaré toda la colaboración que me sea posible.
Durante un instante, él la miró en silencio.
—Ayer por la noche, en la oscuridad, comencé a dudar si podía defender la aldea
contra los bárbaros. Esta mañana parece aún más imposible.
—Yo puedo ayudarte, Eskkar. —Se inclinó sobre la mesa—. Estoy segura de
poder hacerlo. Ésa es la razón de que Nicar me entregara a ti. Pero tendrás que
contarme todos tus pensamientos, todos tus planes, absolutamente todo.
Él miró fijamente a su plato mientras consideraba aquella exigencia. Nunca había
tenido amigos en Orak, nadie a quien confiar sus dudas, sus incertidumbres. Gatus y
el resto de sus hombres poco tenían que ofrecer. Y estaba seguro de que él sabía más
sobre lo que había que hacer que cualquiera de ellos.
Podía hablar con Nicar, pero no quería presentarse ante la persona más poderosa
de Orak tan pronto con sus dudas. Eskkar no tenía a nadie en quien confiar. El
comerciante le había dicho que ella le sería útil, así que era preferible confiar en
aquella esclava que en cualquier otra persona, aunque no estaba muy seguro de qué
modo podría prestarle su apoyo. En cualquier caso no tenía mucho que perder si
hablaba con ella.
Sin embargo, dudaba. La muchacha provenía de la casa de Nicar. Tal vez lo que
Eskkar le dijera llegara a los oídos de su antiguo amo. A pesar de depositar su
confianza en su nuevo capitán de la guardia, el noble podría querer conocer sus
pensamientos. Aunque Trella le había sido regalada, no prestada, y el odio entre la
joven y Creta parecía real.
—Amo, lo que me digas no se lo repetiré a nadie.
Aquellas palabras le hicieron preguntarse si no sería capaz de leer su mente.
Estaba casi seguro de que la noche anterior lo había hechizado. Finalmente, su mirada
acabó por convencerlo, una mirada tan intensa que parecía atravesarle la mente,
mientras ella se inclinaba sobre la mesa, esperando a que él se decidiera.
—Te diré lo que sé, Trella —comenzó—, aunque no sé cómo podrás ayudarme.
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—Tal vez sea capaz de hacer más de lo que te imaginas. Desde niña, he sido
adiestrada en muchas tareas. Mi padre era un noble y me enseñó a entender su
manera de actuar. Me sentaba a sus pies mientras trabajaba y escuchaba cómo
aconsejaba al jefe de nuestra aldea. Además, aprendí muchas cosas en la casa de
Nicar. Como puedo leer los símbolos y contar, trabajé con él y sus escribas casi a
diario. Los he oído hablar sobre Orak, Drigo y los otros nobles.
Eskkar quería creerla. Más que eso, deseaba confiar en ella. Aunque repitiera sus
palabras a Nicar, ¿qué importaba? Tenía el oro y la esclava, y si decidía marcharse le
seguirían suficientes soldados. Nadie intentaría detenerlo. ¿Qué podía perder?
—Muy bien. ¿Por dónde empiezo?
Hablaron durante casi dos horas. El guerrero le explicó su proyecto de construir
una muralla, de utilizar el arco para mantener a los atacantes a distancia, de inundar
las tierras en torno al poblado. Le contó cómo entrenaría a los hombres, qué armas
necesitarían, qué fuerzas esperaba organizar y qué les depararían los próximos meses.
Ella le preguntó sobre los bárbaros y él se los describió: por qué combatían y sus
tácticas. Señaló cada detalle de la inminente contienda del mejor modo que supo,
respondiendo a todas sus cuestiones y a sus incesantes interrogantes.
Cuando terminó, ella volvió a inclinarse sobre la mesa y cogió una de sus manos
entre las suyas.
—Gracias, amo. Pero tú hablas sólo de luchar, de los hombres y de la muralla. No
me dices qué es lo que temes, cuál es la causa de tu ansiedad, qué te preocupa más
que nada. Por favor, amo, cuéntame esas cosas.
Eskkar le acarició las manos. Las sentía tan cálidas y excitantes como la noche
anterior. Sin duda, la muchacha le había hechizado, pero ya no importaba.
—Muy bien, Trella. Me preocupan los nobles. No sé cómo tratar con ellos. Son
inteligentes y rápidos con las palabras. Nicar es un buen hombre, pero no tengo
confianza en él. Mandó a buscarme porque no tenía a nadie más. El resto de los
nobles es peor aún, sobre todo Drigo. Anoche se cruzó conmigo en la calle y vi en su
mirada que se reía. Se burló de mí sin decir ni una palabra, y yo no pude hacer nada.
—El recuerdo lo enfureció, y aumentó la presión de su mano sobre la de Trella—. No
temo a Drigo, pero es poderoso y sus hombres obedecen sus órdenes. Podría matar a
cualquiera de ellos sin dificultades, pero incluso una pequeña jauría de lobos puede
acabar con un hombre. —Respiró hondo—. Pero a lo que verdaderamente tengo
miedo es a aparecer como un estúpido ante ellos y los demás. —Nunca en su vida
había admitido tener miedo, y mucho menos ante una pequeña esclava. Ahora que las
palabras habían sido pronunciadas, no podía volverse atrás. Decidió continuar—. Y lo
mismo sucede con los artesanos. No sé cómo pedirles arcos, o espadas, o cualquiera
de las otras cosas que necesitaré, o qué cantidad, o cuándo tendrán que estar
preparadas. Incluso con la ayuda de Nicar, me pregunto si seré capaz de obtener todo
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aquello que preciso.
Había dado rienda suelta a sus dudas y temores. Pero al admitir su debilidad, en
vez de vergüenza, sintió alivio.
Trella le estrechó la mano con sorprendente fuerza.
—Amo, te preocupas por esas cosas porque no conoces a esos hombres. Yo he
vivido entre esa gente toda mi vida. No hay nada que temer. De la misma forma que
tú has pasado toda tu vida luchando, ellos han pasado las suyas hablando, calculando
y negociando. Pero con la llegada de los bárbaros, el tiempo de hablar se acabó.
Ahora te temerán y te necesitarán porque saben que sólo un guerrero puede salvarlos
a ellos y su oro. ¿Puedo decirte lo que sucederá?
Que los nobles le tuvieran miedo, en principio, le pareció extraño.
—Continúa.
Entonces ella le dijo cómo reaccionarían las Cinco Familias, qué es lo que
probablemente harían y dirían los nobles y cómo su arrogante necesidad de dominar a
todos y a todo podría incluso sobreponerse al miedo a los bárbaros. Le contó las
dudas y preocupaciones de Nicar, especialmente respecto a las otras Familias nobles,
en particular la de Drigo.
—Recuerda, no importa lo que pase con los bárbaros, los nobles nunca confiarán
en ti ni te aceptarán por completo. No eres como ellos.
Volvió a pensar en la noche anterior, cuando había asumido casualmente que
Nicar y el resto lo aceptarían en su círculo. Qué infantil le debía de haber parecido
aquello al comerciante.
—Pensé que se sentirían agradecidos de que salve la aldea. Pero tienes razón.
Siempre me considerarán un bárbaro.
—Ellos son lo que son, amo. Y no les gusta compartir el poder, sobre todo con un
extraño. Ni siquiera a Nicar. Puede que sea bueno contigo ahora que te necesita, pero
más tarde querrá recuperar su autoridad.
—¿Y qué opinas tú, Trella? ¿A ti no te importa pertenecer a un bárbaro?
—Tú no eres un bárbaro, amo. Tratas a una joven esclava con respeto. He visto
eso y más esta última noche. Y yo también soy una extranjera aquí. Tal vez los dioses
nos hayan enviado el uno al otro. —Sus últimas palabras fueron dichas con una
sonrisa que desapareció rápidamente—. Ahora, ¿podríamos hablar de la entrevista
que tendrás mañana con los nobles? Deberías prepararte para reunirte con las
Familias.
Con creciente confianza, le planteó las preguntas que podrían hacerle durante la
reunión con Nicar y cómo debía responderlas. Sus ideas le sorprendieron, aunque una
vez explicadas, consideró muy probable que los nobles se centraran en ellas. Eskkar
se dio cuenta de que su ofrecimiento de defender Orak era incluso más complicado de
lo que había pensado.
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—Ayer por la noche mencionaste que eras de…
—Carnax. Es un gran poblado, cerca del Gran Mar, en Sumeria.
—Me contaste que tu padre era consejero del jefe de la aldea. Dudé de ti
entonces, pero ahora veo que dijiste la verdad. Piensas como un noble. Entiendes el
poder y cómo puede ser utilizado.
—Sí, amo. Mi padre me educó de modo diferente a las otras niñas. Me enseñó la
forma de vida de los nobles y me instruyó en los misterios del oro, de la agricultura y
de muchos otros asuntos.
—Tendrás que enseñarme todos esos secretos —le sonrió—, si no es demasiado
tarde para aprenderlos.
—Con el tiempo podrás aprenderlos todos. Ahora debemos repasar los
preparativos una vez más.
Entonces le presentó diferentes situaciones que podían producirse, qué es lo que
debería decir y cómo tendría que actuar en cada una de ellas. Cuanto más
conversaban, más aumentaba su confianza. De todas las cuestiones que discutieron,
de lo que más hablaron fue del noble Drigo.
La opinión de Trella sobre Drigo le sorprendió. Ella creía que aquel noble
representaba el mayor problema y el más grave peligro. Había aprendido mucho
sobre él y sus planes en casa de Nicar, y sus palabras le estremecieron. No había
caído en la cuenta del riesgo que representaba aquel hombre.
Poco a poco, su voluntad se fue afirmando. Nada ni nadie le dejaría de lado, ni en
la calle ni en casa de Nicar. Sería el capitán de la guardia, y también Drigo tendría
que reconocerlo.
Cuando terminaron de hablar, sus manos volvieron a unirse por encima de la
mesa. Ahora la miraba de otro modo, veía a alguien con fuego en sus ojos y bronce
en sus pensamientos. Eskkar supo que había encontrado a una mujer más valiosa que
un puñado de monedas de oro. Con ella a su lado, sentía que podía lograr cualquier
cosa, desafiar a las Cinco Familias, e incluso derrotar a las hordas de bárbaros.
—Tú me das fuerzas, Trella —le dijo simplemente—. Quédate a mi lado.
Ella volvió a apretarle la mano, y una vez más su fuerza le impresionó.
—Ahora tienes el poder, Eskkar, pero debes aprender a usarlo, y hacerlo rápido o
se te escapará. Tienes que actuar como si siempre lo hubieras tenido. Cuando hables,
hazlo con autoridad y convicción. Si no estás seguro de lo que vas a decir, no digas
nada, pero muéstrate firme. La multitud te seguirá si tú la guías. Lo vi anoche, y
también en las calles esta mañana. Y los soldados están de tu lado. Y a partir de ahora
no te asustes ante ningún hombre, ni siquiera ante nadie de las Cinco Familias. Son
sólo mercaderes, y todos tienen miedo. Tú eres el único que parece no tener miedo y
ése es tu poder. No temas mostrar tu fuerza. Desde hoy todos te examinarán, en busca
de debilidades o dudas. Si tienes alguna, ocúltala. Si alguien se enfrenta a ti, apártalo,
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o mátalo si es preciso. Nadie se atreverá a cuestionarte. En épocas de turbulencia, la
gente busca líderes fuertes, no mercaderes o comerciantes, aunque sean los más ricos
del mundo. Mañana tendrás que tomar el poder, o ya no podrás hacerlo nunca.
Aquellas duras palabras ya no le causaron extrañeza, ni siquiera aquella
esporádica referencia a tener que matar. Los nobles pensaban de ese modo, sin que
les preocupara más vida que la propia. Ya no pensaba en Trella como en una
muchacha sin experiencia, una esclava o una mujer con ideas sin importancia. Ella se
convertiría en su ventana abierta a la vida de los nobles, a través de la que percibiría
sus maquinaciones y planes, y la acompañaría como compañera de sus aventuras.
Pero la fuerza de voluntad de Trella le desconcertaba. Algunas mujeres podían ser
más fuertes que sus compañeros, aunque esta idea le incomodaba un poco. Con
frecuencia, eclipsaban a un hombre por su habilidad para leer los pensamientos y los
rostros de la gente. Aquella muchacha poseía todas esas cualidades, la dureza de un
hombre en el cuerpo de una mujer joven.
Una idea cruzó su mente. Sacó de su túnica la bolsa de cuero de Nicar. Todavía
no había mirado en su interior, pero en ese momento la abrió y volcó el contenido
sobre la mesa. Contó lentamente y encontró veinte monedas de oro. Sabía que
Ariamus sólo recibía diez al mes. Por un momento Eskkar jugueteó con los pequeños
cuadrados dorados, tocándolos, disfrutando de la sensación del frío metal y del poder
que representaban. Sabía que los hombres adoraban el oro, planeaban y conspiraban
para obtenerlo, lo acariciaban durante las noches detrás de puertas cerradas, antes de
ocultarlo en lo más profundo de la tierra.
Alzó la vista y vio que Trella le observaba a él, no al oro. De repente, deslizó dos
monedas hacia ella.
—Toma. Cámbialas por monedas de cobre y luego págale al vendedor su comida.
No deberé nada a nadie por mi pan. Asegúrate de que no te estafen en el cambio.
Utiliza el resto para comprar un vestido decente para ti y cualquier otra cosa que
necesites. Consigue unas sandalias nuevas para mí, las más resistentes que
encuentres, con las que un hombre pueda combatir. —Colocó el resto de las monedas
frente a ella, intentando no pensar que le estaba confiando lo que, hasta aquel día,
había considerado una pequeña fortuna—. Guarda las otras en un lugar seguro.
Tendremos que comprar más cosas en las próximas semanas. —Puso su dedo en una
moneda, la más brillante de todas, la cogió y la miró a contraluz—. Ésta es un regalo
para ti. Una moneda de oro es suficiente para comprar una buena esclava. Si alguna
vez deseas dejarme, devuélveme esta moneda y tendrás tu libertad. —Una cierta
confusión cubrió el rostro de la muchacha, mientras Eskkar se echaba hacia atrás,
riendo—. Así me ahorraré tiempo y trabajo en perseguirte. De todas formas, desde
ahora ya no habrá entre nosotros distinción entre amo y esclava. —Le puso la
moneda en la palma de la mano y le cerró los dedos sobre ella.
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Trella abrió su mano y miró aquel trocito de oro que brillaba con fuerza sobre su
palma.
—¿Puedo usar tu espada? —preguntó suavemente.
Él dudó, tratando de disimular su sorpresa, pero luego la sacó de la funda y se la
entregó por la empuñadura.
Ella se levantó, puso la moneda en el borde de la mesa y colocó la espada por su
lado más afilado sobre ella. Ayudándose de ambas manos, se apoyó con toda su
fuerza, con los músculos de sus brazos tensos por el esfuerzo.
Cuando retiró la espada, la moneda estaba marcada por la mitad con una leve
hendidura. Le devolvió la espada, luego cogió el resto de monedas y las guardó en el
saco.
—Ahora está marcada. La guardaré en lugar seguro. —Puso la bolsa en torno a su
cuello, y luego dentro de su vestido—. Debes prepararte para reunirte con tus
hombres. Es casi mediodía.
Eskkar se levantó y miró por la ventana, observando cómo el sol se acercaba a lo
más alto del cielo.
—Tengo tiempo para esto, Trella.
La atrajo hacia sí, la besó con avidez, sintiendo un inusual estremecimiento de
placer cuando ella se puso de puntillas, y se abrazó a su cuello, con su cuerpo contra
el suyo. La habría tirado sobre la cama y poseído allí mismo, y al demonio con Orak
y Nicar, si ella no lo hubiera apartado y hubiera salido de la estancia.
Eskkar se tomó los últimos restos del pan y la siguió. El centinela todavía estaba
en su puesto y vio cómo Trella se alejaba.
—Ten cuidado en donde pones los ojos, perro —gruñó Eskkar—, si sabes lo que
te conviene.
Agarró la lanza del sorprendido hombre y se la quitó de las manos.
—Síguela y permanece a su lado. A su lado, ¿me oyes? Asegúrate de que regrese
sin problemas y de que todos sepan que es la mujer de Eskkar. Si alguien la molesta,
le cortas el cuello. ¡Ya!
Apartó al hombre de un empujón, que le hizo tambalearse, mientras se apresuraba
a alcanzar a Trella. Eskkar jugueteó unos instantes con la pesada lanza con facilidad,
luego giró y la lanzó con toda su fuerza hacia el lateral de la casa. Fragmentos del
muro de barro se desprendieron cuando el arma se enterró en la estructura. Eskkar
gruñó satisfecho antes de marcharse en la dirección opuesta, en busca de Gatus. Era
hora de prepararse para el encuentro del día siguiente con Nicar.
***
Esta vez Trella prestó más atención a todo lo que le rodeaba. Los soldados en los
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barracones dejaron lo que estaban haciendo al verla pasar. Algunos la llamaban por
su nombre, mientras que otros hacían comentarios groseros relacionados con su
primera noche con Eskkar. Al principio, las palabras y miradas la atemorizaron, pero
luego se dio cuenta de que todos sabían quién era ella, que sólo se trataba de broma
groseras y que ninguno de ellos le haría daño.
Cuando salió a la calle, se percató de que uno de los soldados la estaba siguiendo
a escasa distancia. Se dio la vuelta y reconoció al centinela que estaba custodiando
los aposentos de Eskkar aquella mañana.
—El capitán Eskkar me ha ordenado escoltarte por la aldea, Trella, para
protegerte, en caso de que alguien no sepa quién eres.
No supo qué contestar, y por un instante se preguntó si Eskkar se estaba
asegurando de que no huiría. Pero la sencilla expresión del hombre no parecía ocultar
segundas intenciones. Recordó entonces la caricia de las manos de Eskkar hacía
apenas unos momentos.
—Gracias, soldado. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llaman Adad, Trella.
—Bien, Adad, ¿puedes decirme dónde puedo encontrar un mercader que venda
buenas prendas? Necesito comprar algunas cosas para mi amo.
El guardia le indicó que le siguiera y se adentraron por las estrechas y sucias
callejuelas de Orak, uniéndose a una ruidosa mezcla de hombres, mujeres, niños y
animales. Ella notó que la mayoría de las casas de barro eran de una sola planta. Pero
las casas y negocios de los mercaderes más prósperos solían tener un mostrador o una
mesa al frente para exhibir los productos. Imágenes pintadas en las paredes
identificaban el tipo de establecimiento o las mercancías que se vendían.
Aunque vivía en Orak desde hacía casi dos meses, rara vez se le había permitido
salir del patio de Nicar, y sólo para acompañar a Creta o a alguno de los sirvientes
más antiguos. Ahora miraba con detenimiento a la gente y los puestos en las calles.
En cada uno de ellos, un mercader, su mujer o un niño ya crecido vigilaban la
mercancía, tanto para disuadir a los ladronzuelos como para atraer a los clientes a
comprar alguno de sus productos. Orak se parecía mucho a su antiguo poblado,
aunque era mucho más grande y con mejores casas.
Le habría gustado detenerse más tiempo, pero quería regresar junto a Eskkar.
Apresuró el paso para llegar al lugar que Adad había sugerido.
Al entrar en la tienda del mercader Rimush se encontró con otras dos mujeres que
esperaban a que las atendieran. La mayor estaba vestida como la mujer de un
mercader próspero. Su acompañante, más joven, parecía ser una sirvienta o una
esclava, ataviada de forma más humilde. La estancia, iluminada sólo por la luz del sol
que entraba por la puerta y un pequeño agujero en el techo, tenía varias mesas y
estantes toscos, cubiertos con telas de lana o lino. El intenso aroma del lino fresco le
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hizo cosquillas en la nariz. En el suelo también se amontonaban las mercancías,
ocupando casi todo el espacio disponible. Una cortina de colores separaba aquella
habitación de la siguiente.
Las mujeres y el dueño del negocio le echaron una rápida ojeada, sin prestar
atención a aquella esclava pobremente vestida. La ignoraron hasta que Adad entró en
la tienda, miró a su alrededor y se recostó contra el marco de la puerta. La aparición
de un soldado armado acompañando a la muchacha interrumpió la conversación.
Rimush no necesitó más que un instante para darse cuenta de quién era.
—¿Eres la nueva esclava del soldado Eskkar? —le preguntó el mercader
hablando rápidamente. Eskkar y su nuevo ascenso eran el principal tema de
conversación en Orak desde el amanecer.
Trella sabía perfectamente cómo comportarse a la hora de tratar con mercaderes;
por ello, apenas tardó un instante en responder.
—Mi amo es Eskkar, capitán de la guardia. Desea que le compre unas sandalias y
una túnica. ¿Puedes vendérmelas tú o tengo que ir a buscarlas a otra parte? —Habló
en voz baja pero firme, manteniendo la cabeza erguida aunque no era muy alta.
Estaba segura de que el mercader reconocería el tono de alguien acostumbrado a
tratar con comerciantes y sirvientes.
La mujer mayor parecía irritada por la interrupción.
—Cuando yo termine, esclava, podrás comprar lo que puedas pagar.
—Buscaré en otro lado entonces —afirmó Trella con tranquilidad, y dio media
vuelta dispuesta a marcharse.
—No, espera, muchacha —le dijo Rimush de inmediato—. Tengo lo que
necesitas. —Se dirigió a la otra mujer—. Te atenderé cuando concluya con… ¿cuál es
tu nombre, jovencita?
—Trella.
Observó con satisfacción cómo Rimush, ignorando a la mujer del comerciante, se
dirigía al rincón más oscuro del negocio, volviendo al instante con un par de
sandalias. Mientras iba en busca de algunas túnicas, Trella examinó las sandalias y
luego lo llamó.
—Estas sandalias no son buenas. Quiero las mejores y más fuertes que tengas, lo
suficientemente fuertes para ir con ellas al combate.
Murmurando por lo bajo, volvió a los pocos momentos y le entregó otro par de
sandalias, y luego se dirigió a la habitación trasera. Su otra clienta, enfadada por el
modo en que Rimush la había tratado, tiró sobre la mesa la tela que tenía entre las
manos y abandonó la tienda. Su acompañante le sonrió a Trella cuando se retiraba
detrás de su ama.
Trella inspeccionó las sandalias y golpeó con una de ellas el mostrador. Luego la
retorció con ambas manos para asegurarse de su firmeza.
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—Éstas son de buena calidad —le comentó a Rimush cuando volvió, cargando
con media docena de túnicas—. Me las llevo, aunque, por supuesto, debo obtener la
aprobación de mi amo.
—No hay mejores sandalias en Orak. Tu amo quedará satisfecho. —Empujó un
montón de telas con su codo y colocó las túnicas sobre una mesa estrecha para
desplegarlas—. Tu amo es alto y de anchos hombros. No hay muchos que vendan
túnicas a su medida.
—¿Conoces a mi amo?
—No, nunca ha venido aquí. Pero sé quién es.
Trella descartó las cuatro primeras prendas, unas túnicas suaves y bordadas,
apropiadas para mercaderes ricos o nobles. La que seleccionó parecía más adecuada
para un capitán de la guardia, de buena factura pero sin adornos, excepto por un
borde rojo alrededor del sencillo escote cuadrado. Se mojó el dedo y lo deslizó por la
tira bordada para asegurarse de que el tinte no se corría, luego la puso del revés para
examinar las puntadas y dobladillos y por último tiró de las mangas para cerciorarse
de que estaban bien cosidas.
—Ésta servirá —anunció—. También necesito un vestido para mí, algo sencillo.
¿Qué puedes ofrecerme?
El comerciante pidió ayuda a su mujer, que había salido de la habitación de atrás
para examinar a la nueva esclava del capitán de la guardia. Ayudó a Trella en su
elección, y luego la acompañó al otro cuarto para que se probara la prenda.
—Estás muy guapa, Trella, pareces una dama —agregó mientras admiraba lo bien
que le sentaba el vestido—. ¿Estás segura de que no quieres uno de mejor calidad?
Trella sonrió por el cumplido.
—Éste es perfecto. Ahora debo marcharme. —Se quitó el vestido nuevo y se
volvió a poner el viejo.
El regateo duró menos de lo que Trella había previsto. Cinco monedas de plata
por las finas sandalias, cuatro por la túnica y dos por el vestido. Le pareció
suficientemente razonable, pero ofreció ocho monedas por todo. Rimush se quejó de
que le estaba robando, pero al final aceptó diez monedas. La muchacha colocó el
dinero sobre el mostrador.
El mercader quedó muy sorprendido cuando vio una moneda de oro. El oro era
escaso y a los esclavos, en general, no se les confiaban semejantes monedas. La rascó
con una uña para asegurarse de que era auténtica, y antes de darle diez monedas de
plata de vuelta, observó que tenía la marca de Nicar.
Trella sonreía mientras le observaba. Rimush correría la voz de que Eskkar tenía
acceso al oro de Nicar. Recogió sus compras y dio las gracias al mercader y a su
esposa.
—No, Trella, gracias a tu amo. Que los dioses lo protejan y que sea él quien nos
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salve de los bárbaros. Y también del noble Drigo. Estoy demasiado viejo para
empezar en otra parte.
—¿Del noble Drigo?
—Sí, del noble Drigo. —Rimush escupió las palabras—. Sus secuaces se llevan
lo que quieren y pagan tan poco como pueden, si pagan. Dicen que pronto Drigo
tomará el control de Orak.
—Nicar no permitirá que eso suceda —respondió Trella—. Ni tampoco lo
permitirá mi amo. Él os protegerá, Rimush —le dijo con toda confianza—. Nos
protegerá a todos.
En la calle, Adad la esperaba pacientemente. Caminaron de regreso a los
barracones, pero se detuvieron dos veces más para que Trella comprase un peine de
buena calidad para sus cabellos, puesto que el que poseía tenía más púas rotas que
buenas, y para adquirir una pequeña lámpara de aceite.
Mientras Trella compraba se dio cuenta de que todos la miraban. Nadie había
visto que se asignara un soldado para proteger a un esclavo. Por ese simple hecho ya
llamaba bastante la atención. Pero todos sabían que era esclava de Eskkar, el hombre
que afirmaba que podría defender Orak contra los bárbaros. Esto la convertía en
alguien importante.
Algunas personas le preguntaron qué sabía de los bárbaros o de los planes de
Eskkar. Ella sonrió a todo aquel que le dirigió la palabra, pero permaneció en
silencio. El temor a los invasores era patente en sus rostros; estaban tan preocupados
que buscaban, incluso en ella, un signo de esperanza.
El paseo a través de las calles de Orak le hizo pensar en muchas cosas. Había
observado la angustia de sus habitantes, la ansiedad que le había mencionado ya
Eskkar, y eso significaba que, en los próximos días, podía suceder cualquier cosa,
para bien o para mal. Alejó aquel pensamiento de su mente. Tenía demasiado de que
preocuparse en las próximas horas.
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Capítulo 4
Eskkar encontró a Gatus recostado contra la pared del barracón, dormitando bajo el
sol de la tarde mientras le esperaba. Se puso de pie, bostezó ruidosamente y luego se
dirigió hacia el establo. Quedaban menos de una docena de caballos. Ariamus se
había llevado los mejores, dejando tras de sí viejos jamelgos. Eskkar no se fiaría para
el combate ni de ellos ni de los que se había llevado Ariamus. Hacía falta oro para
comprar, mantener y entrenar buenos caballos, y los miserables nobles gastaban
pocas monedas en las monturas de los soldados.
Eligieron dos caballos que necesitaban ejercicio y tomaron el camino de la colina
donde el día anterior Eskkar había meditado sobre su plan. Los dos hombres se
sentaron frente a frente. El capitán relató todo lo que le diría a Nicar, esta vez mucho
más detalladamente. Gatus sugirió aspectos referentes a la manutención y utensilios
necesarios, la cantidad y calidad de las armas y cómo debían pagar a sus hombres.
Discutieron sobre los soldados, examinando sus habilidades individuales y la forma
más conveniente de utilizarlas. Gatus se mostró de acuerdo con Eskkar sobre los
hombres que debían ascender a comandante.
Intentaron componer una lista con todo lo necesario para montar, entrenar y
mantener a un gran número de soldados. Luego trataron de establecer un orden de
prioridades, señalando lo que debía realizarse lo antes posible y lo que podía esperar
unas semanas.
Por último, conversaron sobre los bárbaros, especulando sobre lo que harían
cuando se encontraran con la muralla, cómo usarían sus armas y caballos, y los
puntos de ataque más probables.
Eskkar jamás había tenido una conversación semejante. Durante toda su vida,
luchar había sido algo que uno hacía y no planeaba. Se podía intentar tender una
emboscada al enemigo, o apresarlo cuando dormía, pero para un jinete pocas
cuestiones se hacían siguiendo una estrategia. Siguiendo la costumbre de las estepas,
Eskkar creía que el mejor de todos los planes era tener mejores hombres y caballos
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que el enemigo. Si eran sobrepasados en número, los bárbaros evitaban la lucha y
esperaban un día más favorable. Ni él ni los Alur Meriki tomaban como una falta de
honor eludir conflictos que no tenían posibilidades de ganar.
Para haber sido criado en una aldea, Gatus podía aportar valiosas contribuciones.
Había sobrevivido a años de luchas y tenía ideas propias y ningún problema para
ponerlas en práctica, especialmente aquellas relacionadas con las armas y el
entrenamiento. Procuraba encontrar defectos en el plan de Eskkar, buscando puntos
flojos o fallos que pudieran hacer fracasar la defensa de Orak. Cuando Gatus veía un
problema, trabajaban en él hasta resolverlo.
Casi tres horas más tarde, Eskkar asintió satisfecho. Habían llegado a un acuerdo
en todas las cuestiones. Gatus le había ayudado a clarificar sus planes. Por primera
vez, el capitán estuvo completamente seguro de que podría responder a cualquier
pregunta que pudieran plantearle durante su reunión con Nicar.
Los dos hombres cabalgaron ladera abajo para volver a examinar el terreno. Esta
vez prestaron particular atención a las granjas situadas al norte y sur de la aldea. Con
su inundación, se cerraría también el acceso habitual por la puerta principal de Orak.
Cuando finalmente concluyeron su recorrido, Gatus admitió que Orak podía tener una
posibilidad, con suerte, de sobrevivir a la invasión.
Eskkar buscaba algo más que su simple aprobación. Quería que el viejo soldado
lo aguardara en el exterior de la casa de Nicar, en caso de que los nobles solicitaran
una segunda opinión. Él vivía en Orak desde hacía más de cinco años y la mayoría de
los nobles respetarían su palabra.
—Pero necesitaremos entrenar al menos a trescientos o cuatrocientos arqueros —
dijo Gatus—. Y, asumiendo que podamos proporcionar armas a todos ellos, aún nos
llevará un par de meses prepararlos.
Eskkar no entendía por qué llevaba tanto tiempo enseñarle a alguien a usar un
arma tan simple, pero tuvo que aceptarlo, ya que Gatus tenía experiencia con los
habitantes de la aldea.
—Entonces es mejor que comencemos ya. Tú sabes cómo adiestrar a los hombres
mejor que nadie. Harán lo que tú digas.
Y lo harían más rápidamente con Gatus que con un bárbaro. Eskkar podía ser el
capitán de la guardia, pero no había demostrado su capacidad frente a aquellos
hombres. Por ahora lo seguirían, pero en un verdadero combate, en el que los
hombres tenían que confiar completamente en su comandante y estar dispuestos a
arriesgar sus vidas… para eso era necesario un jefe con otro tipo de autoridad.
—Y con respecto a todo lo demás, ¿qué hay que hacer? ¿Ya tienes claro todo
aquello que has de conseguir de Nicar y los nobles?
—Sí, ya he repasado todo con Trella. Se le ocurrieron muchas cosas que yo había
pasado por alto. Ella sabe cómo pedir lo que necesitamos. Sólo hay que decírselo.
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Entonces podrá tratar con los mercaderes. Conoce los símbolos, puede contar y
recuerda lo que oye. Proviene de una familia noble, y su padre le enseñó a mandar.
—Ah, es una de ellas.
—¿Una de quién? —preguntó mirando a Gatus.
—Una de las especiales. Has pasado temporadas en otros poblados, ¿no?
—Sí. Pero deja de hablar con acertijos, ¿qué sucede con ella? Gatus tardó un poco
en contestar.
—¿Cuántas mujeres en Orak conocen los símbolos o pueden contar más de diez?
—No lo sé —dijo encogiéndose de hombros—. Supongo que ninguna. Todos los
contadores y escribas son hombres.
—Tú no conoces los símbolos, ni yo tampoco. Pero la mujer de Nicar sí. —Gatus
vio la sorpresa en el rostro de Eskkar—. Hay algunas otras, sobre todo mujeres de los
grandes comerciantes y mercaderes. ¿Quién crees que maneja los negocios cuando
están de viaje o enfermos? Hay algunas mujeres, bárbaro ignorante, entrenadas para
algo más que para la cama. Si ella es una de ésas… dime qué más te comentó.
Eskkar frunció el ceño ante aquella descripción, pero le contó todo lo que habían
hablado.
—Entonces ha sido educada para ser la mujer de alguien como Nicar o Drigo —
musitó Gatus—, un jefe noble.
—¿Qué quieres decir?
—Escúchame. Fuiste instruido para luchar, entrenado desde la infancia a usar
armas, a ser fuerte.
—Sí, es la tradición bárbara. Pasas la vida entera aprendiendo a combatir,
aprendiendo a…
—Trella fue criada para ayudar a mandar. Probablemente ha pasado su vida a los
pies de su padre, observando a los jefes de su poblado, aprendiendo a leer los rostros
de los hombres, escuchando lo que decían, juzgando cuándo mentían. Trella tiene
cuántas… ¿catorce estaciones? Puede que haya pasado todos los días de los últimos
cinco años estudiando a los nobles de su aldea, aprendiendo los misterios del oro y el
bronce, los símbolos secretos, estudiando las costumbres de granjeros y pobladores.
Si su inteligencia es tan aguda como dices…
—Lo es —dijo Eskkar, tratando de asimilar aquel nuevo concepto. No se le había
ocurrido que los nobles de Orak pudieran ser instruidos para saber mandar. De la
misma forma que él había aprendido a luchar, Trella se había formado utilizando su
inteligencia, estudiando a los hombres y su conducta. Su conversación de aquella
mañana… se dio cuenta de que Trella lo había dirigido en la preparación de la
reunión con más elementos que su conocimiento sobre la casa de Nicar. Si sabía los
secretos de los nobles y podía leer los pensamientos de los hombres, entonces podía
valer incluso más que lo que él había supuesto.
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—No estás acostumbrado a tratar con mujeres inteligentes, ¿eh?
Eskkar cerró la boca y frunció el ceño.
—No, no sabía que tales mujeres existieran.
—Bueno, piensa en lo que eso significa antes de ordenarle que vaya a buscarte
agua al pozo y que te lave los pies. Es posible que Nicar te haya dado un tesoro
mayor de lo que imaginas.
—Al principio pensé que podía ser de gran utilidad porque… se acordaba de las
cosas. Después de anoche y de nuestra conversación de esta mañana…
—Ya te ha hechizado. Lo noté por la manera en que la miras. —Gatus se rió al
recordarlo—. Pero los nobles, ¿escucharán a una joven esclava?
—Cuando llegue el momento, me aseguraré de que lo hagan, Gatus. Y ella
hablará en mi nombre. Si los nobles la rechazan o nos causan problemas, nos iremos
de Orak. No discutiré ni con Drigo ni con ninguno de ellos. Eso ya se lo dije a Nicar
ayer, y lo repetiré en el encuentro de mañana. Por eso quiero que tú también estés allí,
por si quieren escucharte.
—Lo que pienso es que vas a conseguir que nos maten a ambos.
El capitán se rió.
—Tal vez. Pero no se lo digas. Además, tendremos tiempo de huir si las cosas
comienzan a ir mal. Y suficientes hombres que nos sigan, si llegamos a ese extremo.
Así que esperaremos a ver qué pasa.
—El tiempo lo dirá —observó Gatus mientras espoleaba su caballo.
Entraron al galope por la puerta, antes de reducir el paso. Gatus tenía razón. Los
próximos días serían decisivos para clarificar todo. Pero había conseguido persuadir
al viejo soldado, una tarea difícil, y permanecería a su lado tanto tiempo como
creyera que pudieran resistir. Haber convencido a Gatus le ayudaría también con los
soldados. Consideró que había sido un buen día de trabajo. Ahora necesitaba que la
reunión del día siguiente con Nicar fuese igualmente buena.
***
Trella volvió al alojamiento de Eskkar con todo lo que había comprado. Se sentó a la
mesa, disfrutando de aquel momento de soledad. Los acontecimientos de la noche
anterior y de aquella mañana amenazaban con aturdiría.
La luz del sol entraba por la puerta abierta e iluminaba su nuevo hogar. Hacía
apenas unos meses, el austero entorno le habría parecido deprimente y miserable,
incluso peor que el pequeño rincón sin ventilación que compartía con otras dos
muchachas en casa de Nicar. Pero ahora, dentro de esas paredes, tenía una gran
responsabilidad. Se había convertido en la señora de la casa de Eskkar, si se podía dar
semejante nombre a una estancia adosada a los barracones de los soldados.
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Sus nuevas obligaciones podían ser limitadas, pero al menos no tenía a Creta o a
sirvientes de mayor rango dándole órdenes. Y había evitado el desagradable destino
de tener que satisfacer primero a Nicar y luego a su hijo y a los otros sirvientes. Podía
haber aceptado ser la compañera ocasional de lecho del comerciante. Él era, después
de todo, el tipo de hombre que su padre había pensado para ella, aunque habría
querido uno más joven. No, Nicar no habría representado un problema. Sabía que
podía satisfacerlo lo suficiente como para que le diera mayores responsabilidades.
Las dificultades en aquella casa habrían surgido por culpa de Creta y de su hijo
menor, Caldor.
Las sirvientas le habían relatado sus degradantes experiencias con Caldor, e
incluso ahora, al recordarlo, Trella no pudo evitar un escalofrío. Lo había visto poseer
a una de las esclavas, una niña aún más joven que ella y sin ninguna experiencia en
los secretos de las mujeres. La había tomado por detrás, poniéndola de rodillas con la
cabeza y los hombros contra el suelo. La pobre niña no podía dejar de llorar, y sus
sollozos se oían por toda la casa. Pero las lágrimas de un esclavo no significan nada,
ni siquiera para los otros sirvientes. Caldor prolongó el acto, sin duda disfrutando de
la humillación de la muchacha tanto como de su cuerpo, mientras ignoraba a quienes
pasaban por su habitación.
Trella se preguntó qué habría hecho cuando Caldor la hubiera requerido y
ordenado que se quitara el vestido para presentarse ante él desnuda. Sacudió
enfurecida la cabeza. Al igual que la otra muchacha, Trella habría obedecido, y más
tarde habría caído dormida entre llantos, consolada por las otras mujeres. Las
esclavas no se resistían a sus amos, no importaba lo que les exigieran, y satisfacerlos
sexualmente tenían que considerarlo una tarea rutinaria, lo mismo que lavarle la ropa
o servirle la comida.
Apartó de sí aquellos pensamientos sombríos. Recordó el encuentro amoroso de
la noche anterior, y su evocación la inundó con una oleada de placer, un grato
anticipo de lo que sucedería aquella noche. Estaba segura de que su nueva vida, fuese
como fuese, le depararía algo mejor que la que acababa de dejar, y ella no perdería el
tiempo en quejas inútiles, y menos con tanto trabajo por delante.
El deber de un esclavo es complacer a su amo, se recordó. Había logrado más que
eso la noche anterior y aquel día. Eskkar había comenzado a confiar en ella. También
la había alabado casi sin darse cuenta. La había tratado de manera diferente, como si
fuese su igual, un sentimiento que no había experimentado desde que había caído en
la esclavitud. Más aún, respetaba sus ideas. Podía carecer de educación, pero
reconocía la verdad cuando la veía, sin importar quién la presentara. Desde ahora ése
sería su papel. Consejera de día, amante de noche.
La noche anterior se había comportado como una virgen asustada e insegura de sí
misma. Pero hoy sería diferente. Estaba empezando a aprender a satisfacer los deseos
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de Eskkar, a mantenerlo excitado y deseoso de su cuerpo. Su madre la había
prevenido sobre los hombres y sus necesidades, y advertido de que podían perder el
interés por una mujer después de algunos encuentros en la cama. Afortunadamente,
había sido educada en los misterios del acto amoroso. Con lo que había aprendido, y
con lo que pronto descubriría, Trella podría mantener al capitán a su lado.
Sin embargo, sentía una enorme calidez en sus lugares secretos ante la idea de
tenerlo en su interior aquella noche. Podía ser una esclava, pero se había
transformado en una mujer. Estaba decidida a que él la deseara, a convertirse en lo
más importante de su vida.
Pero en ese momento Trella necesitaba prestar atención a sus otras obligaciones.
De pie, echó un rápido vistazo a la habitación y se preguntó por dónde empezar.
Eskkar no le había dejado ningún encargo. Seguramente no le importaría si se pasaba
todo el día sentada, peinándose y esperando su regreso. La estancia estaba sucia y
descuidada, aunque dudaba mucho de que Eskkar o su anterior ocupante se hubieran
percatado de ello. Esto significaba que había cosas que hacer. Trella no pensaba vivir
en medio de tanta porquería.
Se dirigió a la puerta. Adad levantó la vista y le sonrió. Durante un instante fugaz,
le recordó a su hermano.
—Adad, me gustaría que me consiguieras algunas cosas. —Se dio cuenta de que
estaba hablando con lo que su padre llamaba «voz seria», un tono que utilizaba
cuando quería algo.
—¿Qué necesitas?
—Una escoba, un balde y algunos trapos. También quiero que me compres
algunas esteras sencillas, tres, no, cuatro, por lo menos de este tamaño —dijo,
extendiendo sus brazos abiertos—. Dile al mercader para quién son y que yo le
pagaré más tarde. ¿Podrías hacerme ese favor?
—Se supone que no puedo dejarte sola. Eskkar me ordenó que…
—Ya sé cuáles son tus órdenes. Pero te prometo que me quedaré aquí hasta que
regreses.
Dudó, pero luego accedió, sabiendo que Eskkar no regresaría hasta más tarde.
—Vuelvo enseguida. No salgas a ningún lado.
Dejó su lanza contra la puerta y se marchó.
Trella sonrió. El soldado la había obedecido casi tan pronto como si el mismo
Eskkar le hubiera dado la orden. Volvió al interior y, mirando al lecho, decidió que
podría comenzar por allí.
Apartó de la pared aquel pesado armazón y quedaron al descubierto una mezcla
de basura y desperdicios que había acumulados en la parte de atrás. Una araña
enorme buscó refugio bajo aquella suciedad, sorprendida por la luz. Trella frunció el
ceño cuando la vio. Parecía lo suficientemente grande como para que la picadura
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fuera dolorosa. Posiblemente una capa de arena limpia había cubierto alguna vez el
suelo, pero con el tiempo había desaparecido. Lo que quedaba parecía tierra de los
campos.
Adad regresó, con una escoba en una mano y un balde vacío en la otra.
—Voy a buscar las esteras.
Salió apresuradamente, ansioso por dejarla sola.
Trella cogió la escoba y comenzó a barrer la basura hacia la puerta. Tan pronto
como terminó de limpiar y de aplanar la superficie bajo el lecho, volvió a arrastrarlo a
su rincón, gruñendo por el esfuerzo. Después continuó con el resto de la estancia.
Trabajó de manera ininterrumpida, la mayor parte del tiempo de rodillas; utilizaba
las manos para juntar y mover los objetos que encontraba, y arrojaba todos los
guijarros y desperdicios en el caldero. Limpió con sus dedos aquella mezcla de arena
y tierra, aplastando algún que otro insecto con la palma de la mano.
Cuando Adad regresó, la habitación ya estaba en condiciones. Entre los dos
movieron la mesa y colocaron las esteras, una cerca de la cama, otra a la entrada, y
las otras dos bajo la mesa y los bancos. Aplanó la tierra y se aseguró de que las
alfombras se extendieran lisas, sin protuberancias.
Al finalizar, examinó la habitación. Había quedado tan limpia como era posible
en tan poco tiempo, y al menos aquella noche no habría restos de comida o huesos
que atrajeran a los insectos o ratones. En su próxima visita al mercado, con una
moneda de cobre podría comprar una carretilla de arena limpia, suficiente para cubrir
todo el suelo.
Si finalmente se convirtiera en su hogar, haría recubrir los muros internos con
barro fresco, para después alisarlos y blanquearlos. Quizá así conseguiría hacer
desaparecer el olor que se extendía por la estancia. Eso le hizo recordar el jergón.
Sólo los dioses sabían cuándo se había cambiado por última vez. Tendría que
rellenarlo con paja fresca.
Se miró a sí misma y se rió. Cubierta de polvo y suciedad, le pareció que la mitad
de la porquería que había sacado de aquella habitación cubría ahora su cuerpo.
Necesitaba un baño. Cogió su manto y las demás prendas que había comprado ese día
y, tras hacer un hatillo, se dirigió hacia el río. Adad la siguió, apresurándose para no
quedar atrás.
Trella disfrutaba de su nueva libertad. El guardia hacía que todo fuera más
sencillo, ya que ahora podía ir a donde quisiera y sentirse a salvo.
Conocía el camino al río y no le llevó mucho tiempo llegar a la entrada posterior
de Orak. La cruzaron y torcieron hacia la izquierda, moviéndose rápidamente entre la
multitud. Trella se mantenía un paso delante de Adad, y esta vez nadie le prestó
atención. Pasaron por los embarcaderos, en donde los hombres trabajaban en sus
barcas, y pronto llegaron a la zona de las mujeres, rodeada por unos cuantos sauces
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que crecían a la orilla del río.
—Espera aquí, Adad. Necesito lavar las ropas de Eskkar y darme un baño. Por
favor, vigila mi manto.
Adad pareció incómodo, pero obedeció. Normalmente, los hombres no se
acercaban demasiado al lugar donde se bañaban las mujeres, aunque con frecuencia
hombres y niños pasaban despacio por aquella zona, riéndose de ellas y mirándolas.
Trella se acercó a la orilla y descendió hasta una zona rocosa. A esa hora de la
tarde, sólo tres personas se encontraban lavando la ropa. Una matrona mayor y su
nieta parecían pasar más tiempo salpicando que lavando. La tercera mujer era pocos
años mayor que ella.
Echó una mirada hacia atrás para comprobar que Adad estaba esperando en donde
lo había dejado, a unos cincuenta pasos. Se adentró en el río, zambulléndose en el
agua fresca, dejando que cubriera su cuerpo. Cuando salió a tomar aire, dio la espalda
a la orilla, se quitó el vestido y comenzó a frotarlo vigorosamente.
Lavó su cuerpo y su cabello, y después volvió a ponerse el vestido mojado, que
estiró sobre su cuerpo.
Reunió las otras prendas y también las lavó. Cuando estaba terminando, la otra
muchacha se le acercó, moviéndose lentamente en el agua, con el vestido inflado a la
altura de la cintura.
—¿Eres Trella, la esclava de Eskkar?
Trella examinó a la joven. Un gran cardenal cubría su ojo derecho y el labio
inferior estaba partido e hinchado.
—Sí, soy Trella. Y tú eres…
—Shubure. Esclava en la casa del noble Drigo. Tengo que terminar de lavar la
ropa de mi amo y luego regresar a toda prisa. Su hijo podría solicitarme para darle
placer otra vez, antes de la cena —dijo acercando la mano a su rostro.
Trella había oído historias acerca del hijo de Drigo, y sintió pena por la suerte de
Shubure. Agradecía a los dioses que hubiera sido Nicar y no Drigo quien la había
comprado. Por lo menos en la casa de Nicar el amo y sus hijos no golpeaban a sus
mujeres, ni siquiera a sus esclavos.
—¿Por qué te ha pegado tu amo?
Shubure no le contestó y se acercó más a Trella.
—Dile a tu amo que tenga cuidado. El noble Drigo no está contento con la
elección que ha hecho Nicar del capitán de la guardia.
Un escalofrío recorrió a Trella, y no fue causado, precisamente, por el agua fría
que cubría sus muslos.
—¿Qué has oído?
Shubure se acercó a las rocas, cogió una prenda de su cesta y la sumergió en el
agua. Miró a su alrededor para ver si alguien la observaba. La mujer mayor seguía
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conversando con la niña y sólo el guardián de Trella miraba en la dirección en que
ellas estaban.
—No mucho. Al noble Drigo hablando con su hijo. Dijo que Eskkar se creía más
de lo que era y necesitaba que le dieran una lección. Una que él y sus soldados no
olvidarían. Eso es todo. —Se encogió de hombros y bajó ligeramente la cabeza,
concentrándose en lavar la prenda ya limpia que tenía entre las manos.
Trella movió las manos en el agua.
—¿Por qué te ha pegado, Shubure?
La joven volvió su rostro hacia ella y sintió un ligero estremecimiento.
—Mi madre está demasiado enferma para trabajar. No puede comprar comida
para mis hermanos y hermanas. Todos tienen hambre. Pronto tendrá que venderlos
como esclavos, como a mí, para alimentarlos. Anoche, después de que el joven Drigo
se acostara conmigo, le pregunté si me podía dar una o dos monedas de cobre para mi
familia, para alimentos. Le prometí realizar todo lo que quisiera para satisfacerlo,
cualquier cosa. —Cerró los ojos, como si estuviera reviviendo los hechos—. Me pegó
una vez para hacerme callar y otra por haberlo molestado con semejantes asuntos.
Un esclavo podía ser bien o mal tratado. Drigo era un amo severo y había matado
a uno de los suyos unas semanas antes. Los rumores decían que el hijo era peor que
su padre.
Trella nunca había sido castigada en casa de Nicar, ni siquiera le habían dado una
bofetada, hasta la noche en que Eskkar se la llevó. Pero el joven Drigo había usado
sus puños contra Shubure por el simple hecho de querer alimentar a su familia.
Aunque sintió lástima por las desdichas de aquella muchacha, Trella necesitaba
saber más sobre los planes de Drigo.
—Espera un momento, Shubure. —Trella se apartó de la orilla y abrió la bolsita
que colgaba de su cuello. Monedas de cobre y de plata se mezclaban ahora con el oro
de Eskkar. Cogió dos monedas de cobre de su bolsa y la volvió a cerrar. Con su mano
bajo el agua, se acercó otra vez a ella.
—Toma esto para tu madre. Si alguien las ve, dile que las encontraste en la calle.
—Las manos de Shubure y las suyas se tocaron—. Si oyes algo más con respecto a
mi amo, vuelve aquí mañana. Te conseguiré más monedas. ¿A qué hora puedes venir?
—Una hora después de la salida del sol, Trella… ama Trella. Doy las gracias a los
dioses por tu regalo.
Ama Trella. Por primera vez en su vida, alguien se dirigía a Trella como cabeza
de una Casa.
—No es nada, Shubure. Es mejor que te vayas antes de que se pregunten por qué
tardas tanto y vuelvan a pegarte.
Shubure asintió y se alejó, guardando las monedas en su vestido.
Trella esperó, salpicando agua como si todavía estuviera trabajando, hasta que la
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esclava desapareció detrás del embarcadero. Entonces recogió su ropa y subió por la
orilla del río.
Regresó al lugar en donde había dejado a Adad. Se dio cuenta de la mirada que el
soldado le dirigió. Su vestido mojado marcaba sus pechos y sus caderas. Lo que
habría sido una desgracia en la casa de su padre, ahora no significaba nada. A nadie le
preocupaba si un esclavo llevaba ropa o iba desnudo. Adad, finalmente, recordó sus
modales y desvió la vista mientras le alcanzaba su manto. Se secó el pelo
vigorosamente y luego se cubrió con el manto. Con las ropas mojadas en sus brazos,
inició la vuelta a casa, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar.
Nicar conocía perfectamente las ambiciones que Drigo albergaba de convertirse
en el primer noble de Orak, ser el jefe de los nobles y decidir el futuro de la aldea.
Drigo había intentado conseguir su objetivo con mucho ahínco durante los últimos
meses. Pero con la llegada de los bárbaros, Nicar pensaba que Drigo se marcharía,
desapareciendo junto a sus ansias de poder y poniendo fin al problema.
Quería que el consejo de nobles votara por quedarse y luchar. Si Drigo
abandonaba Orak y los bárbaros eran derrotados, le sería difícil restablecer su
autoridad. Pero si persuadía a los demás nobles para marcharse, la supremacía de
Nicar se vería debilitada. Cuando regresaran para reunir los pedazos y reconstruir el
poblado, Drigo conseguiría poder y prestigio y ocuparía el lugar de Nicar como jefe
de Orak.
Pero Nicar poseía una gran influencia. Si Eskkar demostraba que su plan era
factible y el rico comerciante elegía quedarse y resistir, probablemente los nobles se
pondrían de su parte.
Trella se detuvo tan de repente que Adad chocó con ella. Habían cruzado la
puerta. Se apartó del centro de la calle y se reclinó contra la pared más cercana,
apretando contra su pecho el hatillo de ropa mojada, sin prestar atención a las miradas
de los que pasaban por su lado.
Hasta aquel momento, Trella no se había preocupado de las consecuencias de la
reunión del día siguiente. Si todos se quedaban y luchaban, Eskkar obtendría grandes
honores y sería capaz de establecer su propia Casa en Orak. Eso hacía que el riesgo
valiera la pena, aunque el guerrero ya había dicho que no se quedaría si no pensara
que tenían posibilidades de ganar.
Si Drigo abandonaba Orak y sobrevivía, entonces el noble perdería su reputación
y su honor, pero le quedaría todo el oro, y pronto restablecería todas sus rutas
comerciales. ¿Por qué querría Drigo desacreditar el plan de Eskkar? El arrogante
noble se beneficiaría si la aldea resistía, incluso sin su apoyo.
Seguramente, Nicar también se había percatado de aquello. Y por eso le había
dicho a Eskkar que no se preocupara por Drigo. Pero el capitán, aunque no fuera
políticamente astuto, sabía que la elección de Drigo era importante y que influiría
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sobre muchos de los habitantes de Orak.
Tal vez tuviera otro plan, algo que Nicar no hubiera tenido en cuenta. Trella pensó
en las alternativas de Drigo. Parecían simples: quedarse o marcharse. Si optaba por la
segunda tendría que llevarse todo lo de valor que pudiera; si se quedaba arriesgaría su
vida y su fortuna bajo las órdenes de Nicar. Las opciones parecían claras. A menos
que tuviera en mente una tercera alternativa.
Recordó todo lo que había escuchado acerca de aquel hombre. Ambicioso,
arrogante y cruel con sus sirvientes, avaro con sus mercancías y su oro, cada vez más
codicioso. Pero el oro, recordó, podía obtenerse de muchas maneras, no sólo
comprando y vendiendo. Para Drigo, la invasión bárbara podría ser una bendición de
los dioses, no el desastre que Nicar suponía.
Trella fue consciente de que había descubierto en qué consistía el plan de Drigo,
algo que Nicar no había podido hacer. Miró a Adad, y sus ojos se detuvieron en la
espada que colgaba de su cinturón. Tenía que hacer algo más para asegurarse.
—Vamos, debemos regresar. Tengo que hablar con Eskkar.
***
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puerta a su espalda.
Trella había terminado de extender las ropas para que se secaran. Lo abrazó,
poniendo su rostro contra su pecho y apretándose con fuerza, y semejante
manifestación de sentimientos le sorprendió. Sintió cada curva de su cuerpo bajo el
vestido húmedo y respiró el limpio aroma del río en su cabello.
Antes de que pudiera reaccionar, ella dio un paso atrás, le cogió de la mano y lo
condujo a la mesa. Se sentaron frente a frente, pero ella no le soltó la mano.
—Amo, he conocido a una muchacha esta tarde, en el río, una esclava de la casa
del noble Drigo. Tenía la cara llena de golpes. El hijo de Drigo la había castigado. Me
contó que quiere darte una lección antes del encuentro de mañana. Creo que Nicar ha
subestimado sus intenciones.
Una oleada de rabia lo atravesó ante la posibilidad de que Drigo pudiera interferir
en su recién descubierta felicidad y prosperidad. Luego se encogió de hombros.
Probablemente había sido sólo una conversación, chismes de mujeres.
—¿Qué puede hacer Drigo, Trella? Renunciar a combatir y marcharse. O
quedarse y pedir que otra persona sea nombrada para encargarse de la defensa. No me
interesa. Le dije a Nicar que sólo trataría con él. Si los nobles no quieren luchar, o
quieren a otro como capitán de la guardia, entonces tú, Gatus y yo, con algunos
hombres, nos iremos.
—¿A qué otra persona podría poner Drigo como capitán?
Eskkar pensó en ello. Entre los soldados, sólo Gatus tenía suficiente experiencia,
pero no ambicionaba el puesto. Odiaba a Drigo y a sus hombres, y no quería tener
nada que ver con ellos. Antes de que el capitán hablara con él la noche anterior,
estaba dispuesto a marcharse.
Drigo contaba con algunos hombres, todos armados, que circulaban por el
poblado. Su jefe, Naxos, sucio y vulgar, era su guardaespaldas personal. Ni Nicar ni
los otros confiarían sus vidas y sus fortunas a aquel individuo, aunque Drigo lo
propusiera.
—No conozco a nadie más en Orak. A menos que haya alguien que yo no sepa,
alguien que se haya enfrentado a los bárbaros y dirigido a los hombres en el campo
de batalla.
—¿Cuántos soldados tiene el noble Drigo, amo?
—No son soldados —la corrigió, enfadado por la habitual confusión de los
pobladores entre mercenarios y soldados adiestrados—. Son fuertes y tienen armas,
pero en general se limitan a intimidar a los campesinos y comerciantes, a hombres
más débiles que ellos o desarmados. Son valientes cuando están en grupo, pero
ninguno de ellos podría matar al más joven de los guerreros de Alur Meriki. —Ella
guardó silencio, y tardó un momento en darse cuenta de que no había respondido a su
pregunta—. Drigo tiene muchos mercenarios, más que los otros nobles. Quizá nueve
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o diez. —La decidida expresión en el rostro de Trella le hizo reconsiderar sus
palabras. Cada uno de los nobles contrataba a su guardia personal. Mejor pagados que
los soldados, solían beber y reunirse entre ellos. Miraban con desprecio a los soldados
y éstos no se enfrentaban a ellos—. Creo que Drigo puede haber contratado a algunos
más en estas últimas semanas.
—Y los otros nobles, ¿cuántos hombres tienen?
Eskkar ya había comenzado a pensar en eso. Cada uno de ellos contaba, por lo
menos, con siete u ocho hombres armados. Sin contar a la guardia de Nicar, eso
significaba que el resto superaba a los treinta soldados que quedaban. Una sombra de
incertidumbre recorrió su rostro.
—Los otros mercenarios, ¿seguirían a Naxos?
Eskkar respiró profundamente.
—No lo sé, Trella. Hacen lo que les dicen sus amos, pero sin órdenes… quizá
escucharan al hombre de Drigo.
—Mañana por la mañana volveré al río. La esclava de Drigo me dijo que podría
estar allí una hora después del amanecer. Tú no te encontrarás con Nicar hasta el
mediodía. Tal vez ella sea capaz de desvelarnos alguna otra cosa.
—Si antes no le cortan el cuello por contar historias sobre su amo —dijo Eskkar.
Él había escuchado relatos similares sobre la crueldad de Drigo.
—Le di dos monedas de cobre por su información y le prometí algunas más
mañana, amo. Si tú lo apruebas.
Aquella solicitud tan formal le hizo sonreír.
—Dale un puñado si averigua algo útil. —La opinión de Eskkar con respecto al
oro había cambiado de la noche a la mañana—. Tengo que descubrir qué pueden
planear Drigo y Naxos en los próximos días.
Ella sacudió la cabeza.
—Mañana, amo. No tienes dos o tres días. Lo que prepare Drigo tendrá lugar
mañana. —Ella le apretó la mano sobre la mesa—. ¿Qué crees que intentará hacer?
La miró y se preguntó cómo había conseguido preocuparlo sólo con unas cuantas
palabras. Si hubiera escuchado a otra persona decir lo mismo, posiblemente se habría
reído o lo habría ignorado. La percepción de Trella le daba otra dimensión.
—Me quedé sorprendido cuando Nicar me requirió. No debía de haber nadie más
a quien pedir ayuda. Si anoche le hubiera dicho que la defensa de Orak era imposible,
Nicar habría abandonado la idea de resistir. —Decidió que al menos aquello era
cierto—. Si yo no estuviera, entonces…
—O si estuvieras muerto —dijo Trella—, Drigo podría hacerse cargo de los
soldados, deshacerse de los que no necesita o no puede controlar y Orak sería suya.
—¿Qué ganaría con eso? No se libraría del ataque de los bárbaros, y no podría
defenderse.
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—Los bárbaros tardarán meses en llegar. Si Drigo controla sesenta o más
soldados y mercenarios, además de los que pueda contratar, ¿quién podría impedirle
hacer lo que quisiera y que se apropiara de todo lo que desea? Podría saquear toda la
aldea, llevarse el botín al otro lado del río y volver cuando los bárbaros se hubieran
marchado. Con suficientes hombres y oro podría reconstruir Orak para él solo. No
necesitaría a Nicar ni a los otros nobles. Gobernaría sin oposición sobre Orak. —
Calló un momento, pero Eskkar no dijo nada—. Drigo no contaba contigo, no
esperaba que convencieras a Nicar. Y además, ahora los pobladores creen que no
temes a los bárbaros. No creo que al noble Drigo le guste eso.
La ira de Eskkar aumentó. Deseaba que Trella estuviera equivocada. Malditos
fuesen los nobles y sus conspiraciones. Él se veía amenazado por ellos. Golpeó la
mesa con el puño. Trella abrió completamente los ojos. Él se levantó, fue hasta la
puerta y llamó al centinela.
—Envía a alguien a buscar a Gatus inmediatamente. Y luego regresa a tu puesto.
Trella le tocó el brazo. Lo había seguido hasta la puerta.
—Haz venir también a Adad. Debes mantenerlo cerca esta noche. Estuvo
conmigo hoy y me vio con la muchacha. Podría comentarle a alguien que he estado
hablando con una de las esclavas de Drigo.
Su sugerencia lo irritó. Eskkar sabía que Trella había ido al río y que un guardia
la había acompañado. Pero no se le había ocurrido pensar lo que el soldado podría
hacer o decir en sus horas libres. Levantó la voz y llamó nuevamente al centinela.
—¡Trae a Adad contigo! Quiero que vigile mi casa esta noche.
Cerró la puerta con tanta fuerza que los muros temblaron; después se dirigió al
gancho del que colgaba su espada. La ajustó en su cinturón. Aquel gesto podría
parecer absurdo, pero se sentía mejor con el arma a su lado. La estancia parecía
caérsele encima, con aquel aire viciado y rancio. Tenía que salir.
—Ya casi ha oscurecido, Trella. Quédate dentro el resto de la noche.
—¿Adonde vas?
—A ninguna parte. Necesito pensar un poco a solas.
La verdad es que se sentía otra vez bajo su influencia, hacía lo que ella deseaba en
vez de tomar sus propias decisiones. Abrió la puerta con fuerza y salió.
Caminó hacia un árbol y se recostó contra él. El aroma a pollo asado flotaba en el
aire e inundaba la calle.
Eskkar había perdido el apetito. Habría deseado llevar a Trella a la aldea esa
noche, mostrarla a todos, y luego detenerse en una de las tabernas a tomar vino y
cenar. Su mano se crispó sobre la empuñadura de su espada.
Ahora se quedaría allí, temeroso de abandonar su alojamiento, preocupado por
recibir una puñalada a traición. No tenía miedo a los mercenarios de Drigo. Al menos
de uno en uno. Pero tres o cuatro juntos podían derrotar a cualquier hombre. La
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imperiosa necesidad de abandonar Orak le sobrecogió. Quería ir a buscar a Trella y
marcharse. Todavía quedaba mucho oro del que le había dado Nicar. En poco tiempo
podía estar a caballo y, sin lugar a dudas, los centinelas de la puerta le abrirían.
Lanzó una serie de maldiciones contra Nicar, los nobles, Ariamus, y en especial
contra los habitantes del poblado que desconfiaban de él y lo habían odiado durante
años y que ahora querían que salvara sus cobardes vidas y sus miserables posesiones.
Los despreciaba tanto como ellos le temían. Siempre lo habían considerado un
extranjero, un bárbaro domesticado, pero que podía atacarlos si tenía oportunidad.
Debía irse, dejar Orak. Nada bueno obtendría quedándose, tratando de enfrentarse
a los Alur Meriki, arriesgando su vida por la decisión de los comedores de tierra. Se
llevaría a Trella y… pero ella no quería marcharse. No había respondido cuando él
mencionó la posibilidad de huir. Ella, una joven noble, pocos beneficios conseguiría
acompañando a un mercenario. Ni siquiera sabía si podía montar a caballo. Pocas
mujeres sabían cómo tratar a un equino. Volvió a maldecir. Y no podía dejarla, no
después de la noche anterior.
El centinela regresó, acompañado por un enfadado Adad, que había tenido que
interrumpir su cena. Los dos hombres aminoraron el paso cuando vieron a su capitán
bajo el árbol. Se dirigió hacia ellos, con la mano en la empuñadura de la espada.
—Debéis permanecer juntos y alerta. No abandonéis vuestro puesto bajo ningún
concepto. Llamad si veis algo sospechoso. Podría haber problemas esta noche. Haré
que otros hombres os acompañen.
Se dirigió a su alojamiento, ignorando sus miradas interrogantes, y entró. En la
habitación en tinieblas, apenas podía ver a Trella sentada a la mesa. Sin comida, no
tenía nada de que ocuparse.
Cerró la puerta, se dirigió hacia el hogar y comenzó a encender el fuego. Al
menos tendría algo en que ocupar sus manos mientras pensaba. Finalmente las llamas
se elevaron y agregó más leña de la necesaria. Encendió con una brasa la nueva
lámpara que Trella había comprado.
La muchacha no había dicho ni una palabra. Una vez que la estancia quedó
iluminada por la lámpara y el fuego, se sentó frente a ella.
—¿Sabes montar a caballo?
—No, amo. Pero estoy segura de que puedo aprender.
Mantuvo su voz serena, pero él pudo detectar su desencanto. Ella sabía lo que
implicaba aquella pregunta. Eskkar también se sintió decepcionado. Le había
enseñado a suficientes comedores de tierras a cabalgar. Incluso para un alumno hábil
de manos fuertes, hacía falta por lo menos una semana para endurecer los músculos
de los muslos y las piernas lo suficiente. Suponiendo que Trella no se cayera y se
rompiera algo. Pero también podía caminar mientras no aprendiera.
Un golpe repentino en la puerta les sobresaltó. Se trataba de Gatus.
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—¿Qué sucede? ¿Por qué…? —Vio la espada en el cinto de Eskkar.
—Cierra la puerta —dijo Eskkar—. Tenemos que hablar.
El viejo soldado se sentó y posó sus ojos alternativamente en Eskkar y Trella.
Había visto a los guardias custodiando el recinto.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada todavía. Trella ha oído algo en el río. Los hombres de Drigo pueden estar
planeando algo, tal vez atacarme o matarme. Parece que el noble Drigo no está
contento con la elección de capitán de la guardia que ha hecho Nicar y no quiere
esperar a la reunión de mañana. —Eskkar se dirigió a Trella—. Cuéntaselo todo.
Trella relató lo que había averiguado en el río y añadió sus ideas sobre lo que
Drigo intentaba llevar a cabo.
Gatus permaneció sentado, mordiéndose el labio, y se tomó su tiempo para
pensar. Al cabo se dirigió a Eskkar.
—¿Qué es lo que harás? Yo no pienso recibir órdenes del imbécil de Naxos, ni
tampoco de Drigo; y además no creo que tengan mucho interés en mi persona. Tal
vez haya llegado el momento de olvidarnos de esta estúpida conversación e irnos de
Orak.
Unos momentos antes, aquello era lo que Eskkar habría deseado oír. Pero había
observado cómo Trella había contado la historia. Sabía que quería quedarse, quería
que él se quedara, aunque no lo había dicho. De repente, se dio cuenta de que no
quería decepcionarla, ni admitir que no era capaz de enfrentarse al desafío de Drigo.
—No, Gatus. Me voy a quedar y luchar. —Sus palabras brotaron casi sin pensarlo
—. No dejaré que los matones de Drigo me expulsen, mientras Nicar quiera que yo
sea el capitán de la guardia. Siempre y cuando tú sigas a mi lado. —Eskkar detestaba
pedirle ayuda a nadie, pero no tenía alternativa—. No estoy seguro de en quién debo
confiar. Tú vives aquí desde hace años y conoces a todo el mundo mejor que nadie.
—La mayoría odia a esos mercenarios —aseguró Gatus mientras se mesaba la
barba—, pero puede que haya unos cuantos estúpidos tentados por la plata de Drigo.
—Tomó aire—. Pero no serán más que tres o cuatro. Si intentan algo, ¿cuándo será?
—Tiene que ser esta noche, Gatus, o mañana en casa de Nicar. Justo antes de la
reunión, o apenas terminada, supongo. ¿Qué opinas tú? —preguntó dirigiéndose a
Trella, aunque sus propias palabras le sorprendieron incluso a él mismo. La estaba
tratando como a un igual en la toma de decisiones.
—Amo, si alguien te ataca después de que Nicar te confirme como capitán de la
guardia, será tomado como un desafío a él mismo. Al resto de los nobles no les
agradará. Pero si Drigo puede humillarte antes de la reunión, entonces los nobles no
estarán tan dispuestos a confiar en ti, no importa quién sea el culpable, ni que sus
vidas y bienes estén en juego.
—Bueno, parece sencillo entonces —dijo Gatus—. Iremos con todos los hombres
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a casa de Nicar y si alguien se interpone en nuestro camino…
—Los nobles podrían interpretar como una amenaza si apareciera en casa de
Nicar con treinta hombres armados. —Trella había dado su opinión sin que se la
pidieran, pero a aquellas alturas ni a Eskkar ni a Gatus les importaba que una joven
esclava les diera consejos. Ella continuó antes de que pudieran decir nada—. Y no
debe haber derramamiento de sangre, nada que haga pensar a los nobles que
arriesgarán sus vidas confiando en vosotros.
Eskkar apretó el puño, pero se contuvo antes de golpear la mesa. Se había
enfrentado a la muerte en el campo de batalla con frecuencia, pero Drigo tenía oro
más que suficiente para contratar a una docena de hombres dispuestos a arriesgarse.
La idea de una jauría de perros callejeros saltándole a la garganta lo enfureció,
aunque mantuvo su voz tranquila.
—Correrá la sangre, Trella, a menos que nos vayamos.
—La sangre en las calles no llevará a los nobles a confiar en ti, amo. ¿No puedes
encontrar otro modo?
—Malditos sean los dioses. —Esta vez fue Gatus el que golpeó la mesa con el
puño—. Mi esposa se puso muy contenta al saber que nos quedábamos, aunque eso
significara luchar contra los bárbaros. Si nos vamos ahora… si nos vamos contigo,
Eskkar, habrá mujeres, niños, carros, animales… Será una pequeña caravana. Tenía
esperanzas de quedarnos.
Tenían tres alternativas, pensó Eskkar. Irse solo con Trella, marcharse liderando
un grupo de soldados con sus mujeres e hijos, o quedarse y pelear contra las intrigas
de los nobles y contra los bárbaros. El tiempo de la prudencia había terminado. No
podía admitir su preocupación frente a Trella y su lugarteniente, y no retiraría sus
palabras.
—Si tú permaneces a nuestro lado, nos quedaremos, Gatus.
El viejo soldado soltó un gruñido.
—¿Así que me concedes a mí semejante responsabilidad? Soy demasiado viejo
para ir vagabundeando por los campos, al menos mientras haya una posibilidad de
permanecer aquí.
—Entonces lucharemos —dijo Eskkar—. Necesitamos que Nicar me confirme
como capitán de la guardia. Después de eso, podremos ocuparnos de Drigo.
Eskkar se sentía mejor, ahora que se había decidido.
—Gatus, asegúrate de que nadie deje los barracones esta noche y mantén a una
docena de hombres preparados y alerta.
—Sí, capitán. —Gatus se levantó y le sonrió a Trella—. Has prestado un gran
servicio, muchacha. Es posible que hayas evitado que a tu amo y a mí nos rompieran
la cabeza. Trata de que no se meta en líos el resto de la noche. —Luego le preguntó a
Eskkar—: ¿Te reunirás con los hombres por la mañana?
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—Sí, antes de entrevistarme con Nicar, como planeamos.
—¿Y qué harás mañana?
—Ya pensaré algo —respondió Eskkar.
Acompañó a Gatus a la salida y observó cómo el viejo soldado desaparecía en la
oscuridad. Después se reclinó contra la pared y pensó en los acontecimientos de
aquellas últimas horas. Durante los últimos quince años había estado solo, tomando
sus propias decisiones y aceptando las consecuencias. Había sobrevivido, gracias a su
habilidad para la lucha, pero no había mucho más que añadir a tales logros.
Ahora prestaba atención a lo que decía una muchacha, instruida para ver más allá
de lo evidente, aquello que a él se le escaparía. Más que escuchar, él y Gatus estaban
comenzando a confiar en ella. Eskkar, hasta ese momento, nunca había hecho caso a
los consejos de ninguna mujer, y ahora los estaba buscando. Parte de él quería ignorar
sus palabras, tomar sus propias decisiones, equivocarse incluso si era preciso.
Pero sabía que eso sería una tontería. Más aún, podía morir. No había sobrevivido
todo aquel tiempo ignorando la verdad. Objetivamente, si Trella no hubiera reunido
las piezas del rompecabezas, al día siguiente se habría encaminado hacia la
entrevista, totalmente ajeno a lo que los hombres de Drigo tenían planeado.
Así que posiblemente le debía la vida. A Eskkar no le gustaba admitir que tenía
una deuda semejante. Entre ella y Nicar habían transformado su vida. La propuesta de
Nicar le había otorgado un futuro. Ahora, los consejos de Trella podían ofrecerle aún
más. Por lo menos le debía la posibilidad de ayudarle. Todavía la deseaba, la deseaba
más cada minuto que pasaba, y si mantenerla junto a él significaba tener que tragarse
su orgullo y aceptar sus sugerencias, así lo haría. Había salvado su vida una vez. Tal
vez pudiera volver a hacerlo. Después de todo, las cosas no podían ponerse mucho
peor. Quizá había llegado el momento de probar nuevas alternativas.
Echó una última mirada a los centinelas y volvió a entrar, cerrando y asegurando
la puerta tras de sí. Ella seguía sentada, con su perfil recortándose en la penumbra
ante el escaso resplandor del fuego, esperando a que él decidiera no sólo su propio
destino, sino también el de ella.
Se dio cuenta de que nada merecía la pena. Necesitaba estar junto a ella, tenerla a
su lado. Todo lo demás carecía de importancia, incluido su orgullo.
—Ya se nos ocurrirá algo, ¿verdad?
***
Trella se despertó antes del alba, salió del lecho y se vistió. La noche había
transcurrido sin sobresaltos. Eskkar había hecho traer un pollo asado, pan, nueces y
vino, y habían cenado con la puerta cerrada. La carne estaba muy sabrosa, aunque
ninguno de los dos se dio cuenta. Trella llenó la copa de Eskkar de vino, pero ella no
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bebió nada. Después de tomar media copa, vio cómo el capitán la llenaba de agua,
dejando el resto del vino sin tocar. No había dicho nada, pero se sintió agradecida de
que su amo tuviera el buen juicio de no beber demasiado en una noche como ésa.
Gatus volvió un par de veces, una para informar de que todo estaba en orden y los
hombres se hallaban en sus puestos, y la segunda para llevarse un pedazo de pollo y
decirles que se fueran a dormir. Antes de retirarse, Eskkar bloqueó la entrada con la
mesa y los bancos y colocó su espada y su cuchillo al lado de la cama.
La abrazó en la oscuridad, pero no dijo nada, y ella supo que estaba pensando en
el día siguiente. Se quedó sorprendida cuando él le explicó un posible plan para tratar
con los mercenarios. Era peligroso, pero quizá fuera la única manera de evitar un
derramamiento de sangre.
Cuando no quedó nada por discutir, Trella se sentó a horcajadas sobre él, excitada
ante su audacia. Lo besó una y otra vez, rozando suavemente con sus pechos su tórax
y su estómago, y después con sus labios. De pronto, lo sintió en su interior, y se oyó a
sí misma gemir ante una oleada de placer. Siguió moviéndose lentamente, disfrutando
de las nuevas sensaciones que la atravesaban, hasta que se abandonaron por completo
al éxtasis, olvidando todo lo que sucedía en el mundo exterior.
Cuando terminaron de hacer el amor, él cayó dormido casi instantáneamente, con
un sueño profundo y sereno que no parecía ser perturbado por ninguna preocupación.
Ella se sumergió en un duermevela, despertándose con frecuencia, esperando la
llegada del amanecer. Quería ir temprano al río.
Con las primeras luces del alba, despertó a Eskkar y abrieron la puerta. Nadie los
recibió, excepto dos centinelas cansados en su puesto. Al poco rato llegó Gatus
bostezando, cargado con una pesada bandeja de madera con pan y queso, desayuno
para todos, incluidos a los hombres que habían estado de vigilancia ante la puerta
durante la noche. Después Trella fue con Gatus a los barracones y se ofreció a lavar
algunas de las prendas de los soldados.
Llenaron un cesto con todo lo que pudo cargar. Esperaba que Adad volviera a
acompañarla al río, pero ya se había retirado a dormir un poco, cansado tras la larga
noche de vigilia. Pero Gatus escogió a otro hombre para escoltarla.
A aquella hora tan temprana, sólo unas pocas mujeres habían ido a lavar la ropa
de sus hogares, pero pronto llegarían otras. La reconocieron inmediatamente. Se
arremolinaron a su alrededor mientras trabajaba y se presentaron, deseosas de
enterarse de las últimas novedades por parte de alguien que podía conocerlas de
primera mano.
Trella las tranquilizó, pero siguió concentrada en su trabajo. Las mujeres se
fueron retirando poco a poco. La muchacha ni siquiera se dio cuenta de que estaba
lavando una y otra vez la misma túnica, hasta que vio que Shubure se aproximaba.
Sin que lo notaran, se fue desplazando río abajo, hacia aguas más profundas,
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hasta que éstas le llegaron casi hasta la cintura. Ni siquiera entonces Shubure se
acercó a ella. Esperó un buen rato hasta que la mitad de su ropa estuvo lavada. Los
ojos de Trella recorrieron la orilla, deteniéndose en las otras mujeres, pero ninguna le
prestaba atención, sólo el aburrido guardián cuya mirada iba de un extremo a otro del
río.
Tan pronto como Shubure se colocó a su altura, Trella dejó que su túnica se le
escapara de las manos. La corriente la llevó directamente hacia la esclava de Drigo,
que la atrapó y se la devolvió. Cuando sus manos se tocaron, Trella dejó tres monedas
de cobre en la palma de la joven. Ésta bajó la mirada durante un momento. Se giró un
poco mirando hacia los que se hallaban en la orilla del río.
—Tu amo se reunirá con Nicar a mediodía. Drigo le ha ordenado a Naxos que lo
mantenga alejado de la casa de Nicar. Quieren ponerlo en ridículo antes de la reunión,
ante los otros nobles. Si se resiste, Naxos lo matará y se convertirá en el nuevo
capitán de la guardia.
Entonces sucedería aquella misma mañana. Trella se dio la vuelta para que nadie
pudiera verlas hablando.
—¿Has averiguado alguna otra cosa?
—No, nada. Excepto que Drigo dijo que sería el jefe de Orak dentro de unos días.
Él y su hijo ya están haciendo planes. Esperan reunir mucho oro antes de que lleguen
los bárbaros.
—Te agradezco la información, Shubure.
—Mi madre y yo te damos las gracias por las monedas, ama Trella. Ella podrá
alimentar a nuestra familia durante unos días.
—Si tu madre es capaz de mantener la boca cerrada, le enviaré más monedas. Si
averiguas alguna otra cosa, díselo a ella para que pueda venir a decírmelo.
Sería más sencillo y menos arriesgado para Shubure que Trella se encontrase con
su madre.
Shubure asintió. Se apartó justo en el momento en que se aproximaban otras
lavanderas, ansiosas por hablar con Trella. Pero la muchacha reunió la ropa mojada y
regresó con cuidado a la orilla. Levantó el pesado bulto, con el vestido empapado
pegándosele a las piernas, mientras se dirigía caminando hacia la puerta de la aldea.
Su guardián la siguió, seguramente contemplando su figura.
Encontró a Eskkar en el exterior de los barracones, esperando su llegada. La
siguió a su alojamiento y cerró la puerta.
—¿La has visto?
—Sí. —Repitió todo lo que Shubure le había dicho. Sorprendentemente, las
noticias parecieron tranquilizarle. Fue hasta la mesa y se sentó con el ceño fruncido.
Trella extendió las ropas mojadas sobre la cama y luego se sentó frente a él—.
¿Seguirás adelante con tu plan, amo?
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La miró con su rostro serio.
—Oh, sí, me ocuparé de Naxos.
Ella supo a lo que se refería.
—Si matas al sirviente de Drigo, contratará a alguien más para asesinarte. No
tolerará el insulto. Y los nobles…
—Si la muerte de Naxos supone demasiada sangre para ellos, entonces nos
iremos. No voy a pasarme los días preguntándome cuándo actuará el asesino que
Drigo me enviará.
Trella lo examinó cuidadosamente. No había en su semblante ni una pizca de
preocupación. Parecía relajado y tranquilo, sin rastro de la inquietud de la noche
anterior. Se dio cuenta de la enorme diferencia que había entre él y los mercaderes y
comerciantes con los que había crecido. Un guerrero sólo necesitaba saber lo que
debía hacer. Se preocuparía de cómo actuar, y una vez que hubiera comenzado, sería
como una flecha lanzada por un arco, sin dudas ni posibilidad de volver atrás.
—¿Puedo ayudar en algo?
Le dirigió una intensa sonrisa, llena de calidez y afecto.
—Tal vez. He estado pensando en la reunión. Todavía necesito hablar con los
soldados. Pero creo que necesitaré tu ayuda.
Ella le sonrió y le agarró la mano con suavidad.
—Dime qué he de hacer.
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Capítulo 5
Dentro de dos horas me reuniré con Nicar y las Cinco Familias, comenzó diciendo
Eskkar, dirigiéndose a Gatus y a los tres hombres que había seleccionado como
comandantes. Se encontraban sentados ante la pequeña mesa del alojamiento de
Eskkar. Gatus estaba junto al capitán. Bantor, Jalen y Sisuthros, frente a ellos. Sobre
la mesa, Trella había colocado una jarra con agua y unos cuencos.
Bantor, un hombre de fiar y capaz de obedecer órdenes, era poco mayor que
Eskkar. Jalen, unos cinco años más joven, había llegado a Orak desde el Oeste. Se
trataba de un excelente guerrero y uno de los escasos buenos jinetes de la aldea y se
había enfrentado a Ariamus y a sus seguidores incluso más que Eskkar. Sisuthros
había cumplido recientemente las veinte estaciones, pero poseía una inteligencia
equiparable a su destreza con la espada.
Con excepción de Gatus, ninguno de ellos había dirigido, hasta aquel momento, a
un número importante de hombres. Ariamus los había mantenido como tropa,
promocionando a sus favoritos, que seguían sus órdenes sin cuestionarlas. Eskkar
había seleccionado a aquellos tres soldados valerosos y hábiles como hombres de
confianza. Y en ello había influido que todos se habían atrevido a desafiar a Ariamus.
—Se discutirá mucho en la reunión, pero la mayoría de los nobles estarán
decididos a quedarse y luchar. Después, Nicar irá al mercado para dirigirse a la
población. Yo hablaré cuando él haya terminado. Vosotros estaréis allí con vuestros
hombres, para mantener el orden. Seguid mis indicaciones y ayudadme a convencer a
los pobladores. Si alguno entre la multitud pierde el control, no tengáis miedo a
romper algunas cabezas. Se derramará bastante sangre antes de que esto termine, así
que no hay nada que nos impida comenzar hoy.
Eskkar los examinó. Parecían imperturbables.
—Bantor, te harás cargo de las puertas. Asigna tres hombres a cada una de ellas.
Nadie saldrá de la aldea sin mi permiso o el de Nicar. Absolutamente nadie. Y eso
incluye a los miembros de las Cinco Familias.
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Sus caras mostraron incredulidad. Podían entender perfectamente lo de romper
algunas cabezas. Pero enfrentarse a algún miembro de las Cinco Familias y a sus
mercenarios armados era algo que representaba un riesgo mayor.
El capitán vio las dudas reflejadas en el rostro de aquellos hombres.
—No podemos permitir que los hombres dejen el poblado llevándose utensilios o
esclavos que podemos necesitar para defenderlo —explicó—. Así que si alguien
quiere irse, no debemos dejarle. Nuestras vidas pueden depender de tales hombres.
—¿Y qué hacemos con aquellos que van a trabajar al campo? —preguntó Bantor
inclinando la cabeza.
Eskkar sabía que era mejor preguntar que quedarse callado.
—No me estoy refiriendo a los que deben salir diariamente, Bantor, sólo a
aquellos que pretendan huir de la aldea, llevándose sus pertenencias con ellos. Si
alguien quiere marcharse, bien. Pero nadie que pueda llevarse esclavos, herramientas
u otras mercancías se alejará sin nuestro permiso.
—Los hombres del noble Drigo están en las calles y en el mercado, hablando con
todos —anunció Bantor—. Se comportan como si la aldea ya estuviera en su poder.
Algunos dicen que Drigo tomará el mando de Orak y de los soldados.
—Bueno, tengo una sorpresa para el noble Drigo —dijo Eskkar, dando gracias a
los dioses por el aviso de Trella—, pero de eso hablaremos más tarde.
—Los hombres no querrán entregar sus esclavos —observó Gatus—. Crearán
problemas si intentas detenerlos.
Eskkar asintió.
—Si tienen algo que sea de utilidad, pagaremos, ya sea por un esclavo, una
herramienta o un arma. Es decir, Nicar y las Familias pagarán.
Los hombres se miraron de reojo pero no dijeron nada. Él no prestó atención a
aquellas miradas. Necesitaba que creyeran en él, al menos hasta que ese día
finalizara, y entonces comprobarían por sí mismos cómo iban a desarrollarse los
acontecimientos.
—A partir de mañana comenzaremos a reclutar y a entrenar. En los próximos
meses, cientos de personas entrarán a la aldea huyendo de los bárbaros. Debemos
estar listos para armarlos y ejercitarlos.
—No puedes entrenar hombres para enfrentarse a los bárbaros, al menos en tan
corto periodo de tiempo —se quejó Jalen, elevando su voz en tono de protesta.
—No vamos a salir a enfrentarnos cuerpo a cuerpo, sino que lucharemos desde la
muralla que construiremos en torno al poblado. Utilizaremos a los arqueros.
Cualquiera puede tensar un arco. Gatus y yo ya hemos discutido sobre eso y sabemos
que es posible. —Eskkar miró a su segundo, que hizo un gesto de asentimiento.
—Siempre he querido instruir a un grupo de hombres para combatir como una
unidad —dijo Gatus—. Ahora tengo la oportunidad.
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El viejo soldado tenía ideas extrañas sobre cómo entrenar a los hombres, y nada le
producía más placer que hacer sudar a un recluta hasta ponerlo en forma.
—Nos rodearán y atacarán la aldea desde todos los lados —insistió Jalen—. Ni
siquiera los arqueros podrán rechazar semejante asalto.
—No tan rápido, Jalen —rió Eskkar—. Nos aseguraremos de que puedan
acercarse a nosotros en gran número sólo desde una dirección, ante nuestras defensas
más fuertes. Esperaremos detrás del muro hasta que se les acabe la comida,
obligándoles a seguir su camino. No tenemos que derrotarlos o expulsarlos. Tenemos
que conseguir que se cansen de atacarnos. Y sé que podemos lograrlo. —Eskkar
golpeó con su jarro sobre la mesa—. Y cada vez que ataquen nuestro muro, los
masacraremos. Los obligaremos a desmontar y los mataremos con flechas. —Pudo
apreciar el escepticismo reflejado en sus rostros. Se habían enfrentado a los bárbaros
en alguna ocasión y conocían bien su resistencia—. Ya sabéis que cuando un hombre
baja de su caballo —continuó— es fácil de matar, y con los bárbaros resulta todavía
más sencillo. Desde la infancia combaten a caballo. Sus espadas y lanzas están
diseñadas para golpear desde sus cabalgaduras y sus arcos para disparar mientras
galopan hacia el enemigo. Cuando van a pie, son frágiles enemigos y blancos fáciles
para nuestros arqueros, que estarán protegidos por una muralla.
—También los bárbaros son arqueros. —Sisuthros había luchado contra ellos con
anterioridad y todavía conservaba cicatrices para probarlo—. Pueden eliminar a
nuestros hombres en el muro sin esfuerzo.
—No va a resultar tan sencillo como crees, Sisuthros, pero me alegra que todos os
preocupéis por estas cuestiones. Los bárbaros usan arcos cortos y curvos. Nosotros
utilizaremos arcos de caza, más largos y fuertes, con flechas más pesadas.
Comenzaremos a matarlos antes de ponernos a su alcance, y la muralla protegerá a
nuestros hombres de sus flechas.
—¿En verdad piensas que puedes detenerlos, capitán? —preguntó Sisuthros.
—Sí. Nunca se han enfrentado a alguien como nosotros, a un muro repleto de
hombres bien armados y entrenados.
Gatus se acarició la barba.
—¿Seremos capaces de construir una muralla lo suficientemente alta y fuerte a
tiempo? Quiero decir, ¿qué altura tendrá? Eskkar se encogió de hombros.
—Ahora te has adelantado. Ésa es una de las cosas que tengo que averiguar, y nos
llevará varios días de trabajo con los artesanos y constructores. Es una de las razones
por las cuales no podemos permitir que ninguno de ellos se marche. —Miró a sus
hombres—. Lo más duro de esta batalla contra los bárbaros va a tener lugar en las
próximas horas —dijo mirando por la ventana. No le quedaba demasiado tiempo—.
Si las Cinco Familias aceptan nuestro plan, la aldea podrá resistir. Por eso es muy
importante que vayáis al mercado y sigáis mis órdenes. Nicar y yo persuadiremos a
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las Cinco Familias. Vosotros tendréis que ayudarnos a convencer a la multitud.
—Nos estás pidiendo que arriesguemos nuestras vidas y las de nuestras familias
—dijo Sisuthros—. Si nos quedamos y luchamos… si fracasamos…
—Nicar y yo arriesgaremos lo mismo que vosotros. ¿O preferís marcharos y
vagar por las estepas con vuestras familias, en busca de un lugar seguro donde vivir?
Cuando expulsemos a los bárbaros, vuestros hogares aquí estarán protegidos.
Además, os doblaré la paga. Eso debería daros fuerzas. Cuando los bárbaros sean
rechazados, cada uno de vosotros recibiréis veinte monedas de oro, más dos partes de
cualquier botín que podamos arrebatarles. —La referencia al oro surtió el efecto
deseado—. Pero eso no es suficiente para mantener a los hombres luchando. He
combatido contra ellos muchas veces, e incluso cuando los he matado he tenido que
ceder terreno. Estoy cansado de claudicar ante ellos, y también de que me digan que
son los mejores guerreros. Ha llegado el momento de que nos teman.
Las palabras de Eskkar flotaron en el aire durante un instante antes de que Jalen
hablara.
—No le he contado esto a nadie, pero hace siete años los bárbaros arrasaron mi
aldea, mataron a mi padre y se llevaron a mi madre y a mi hermana como esclavas.
He matado a muchos de ellos desde entonces, y sólo quiero la posibilidad de matar a
más todavía. Me pondré a tus órdenes, Eskkar, mientras decidas hacerles frente. No
les tengo miedo, ni siquiera cuando van a caballo.
Eskkar asintió, comprendiendo el dolor de aquel hombre. En Orak había muchos
como él. Ahora empezaba a entender por qué Jalen lo había mirado con furia tantas
veces, viendo en él sólo a un hombre de un clan bárbaro, no al soldado en el que
Eskkar se había convertido.
—Todos somos guerreros, y nuestra lucha contra los bárbaros comienza hoy. El
primer paso será impedirle a Drigo que tome el control de Orak. Aun con el respaldo
de Nicar, sospecho que veremos correr sangre antes de que el sol se oculte. Lo que os
pido no es sencillo. Posiblemente será lo más peligroso a lo que os hayáis enfrentado.
Pero si triunfamos, la recompensa será grande. Así que os pregunto: ¿me seguiréis en
esta empresa para obtener oro para nosotros y para salvar Orak? ¿O tendré que salir
en busca de otros hombres?
Uno a uno, intercambiaron algunas miradas y, lentamente, asintieron.
Eskkar sonrió satisfecho. Los había convencido en esta cuestión. Ahora había que
ver cuánto estaban dispuestos a arriesgar. Miró hacia el sol.
—Bien. Ahora nos queda un asunto por tratar, y muy poco tiempo para hacerlo.
***
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mercado tan concurrido. Todos querían pararlo y hacerle preguntas, mientras se abría
paso hacia la casa de Nicar. Gatus, Sisuthros, Adad y otros dos hombres le
acompañaban. Vestido con la túnica y las sandalias nuevas el capitán caminaba con
confianza, dando largos y decididos pasos, apartando a la multitud de su camino. Su
espada corta colgaba de su cinto, recién engrasada para poder sacarla rápidamente de
su funda.
Detrás de él avanzaba Trella, que miraba respetuosamente hacia el suelo, con su
nuevo vestido. Éste no había sido hecho con las mismas telas lujosas que utilizaban
los mercaderes ricos o los granjeros prósperos, pero era más acorde a su nuevo
estatus y le sentaba mucho mejor que las viejas prendas que había usado cuando era
esclava de Nicar. Eskkar no le había dicho nada sobre lo que debía comprar o cuánto
podía gastar, pero no le sorprendió que tuviera el sentido común de haber adquirido
algo práctico.
Tras doblar hacia la calle en la que vivía Nicar, Eskkar se encontró con lo que
había previsto. Una veintena de hombres, los mercenarios contratados por las
Familias, les cerraba el paso. Haciendo uso de la autoridad de sus amos, daban
órdenes tanto a los pobladores como a los soldados, al menos desde que Eskkar había
llegado a Orak. Cuando lo vieron acercarse, casi todos se pusieron en guardia,
formando una línea más o menos recta que bloqueaba la calle, a una docena de pasos
de la casa de Nicar. La mayoría de ellos llevaba el emblema de Drigo en sus túnicas.
Naxos, el jefe de la guardia del noble Drigo, tenía hombros anchos y una
descuidada barba rojiza que no llegaba a cubrirle el rostro picado de viruelas ni el
diente que le faltaba. Estaba de pie en el centro de la calle, situado directamente
frente a Eskkar.
—La reunión de las Cinco Familias no está abierta a los soldados —dijo Naxos
en voz alta cuando el grupo de Eskkar se aproximó, asegurándose de que todos
oyeran su voz de mando. Acto seguido enganchó sus pulgares en el grueso cinto de
cuero que sostenía su espada.
—He sido convocado por Nicar —afirmó prudentemente Eskkar, y se detuvo a
unos cinco pasos de la fila de hombres—. ¿Yo también tengo prohibida la entrada?
Naxos, cuya altura era semejante a la de Eskkar, lo miró a los ojos y se tomó su
tiempo antes de responder.
—Puedes entrar —contestó al fin, hablando todavía en voz alta y procurando que
se oyera en toda la calle, como si tuviera capacidad para decidir sobre aquel asunto
por sí mismo—, pero el resto de tus hombres debe volver a los asquerosos barracones
de donde han salido. No necesitamos soldados de juguete.
Así que querían que entrara solo. Seguramente Drigo tampoco quería derramar
demasiada sangre. Lo atacarían cuando cruzara la fila de mercenarios. El capitán
agradeció mentalmente a aquel hombre sus ofensivas palabras. Nada podía haber
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provocado más a sus hombres o reforzado su decisión. Todos habían sufrido los
abusos y burlas de aquel indeseable y sus secuaces. Miró a los hombres
envalentonados que permanecían detrás de Naxos, con las manos en sus espadas,
confiados en su autoridad. Y pudo escuchar cómo la multitud a su espalda comenzaba
a dispersarse.
—Mis hombres van a donde yo les ordeno, Naxos —anunció Eskkar con firmeza
—. Hazte a un lado y déjanos pasar.
La risa del mercenario retumbó en toda la callejuela.
—Eres un cerdo bárbaro, Eskkar, y hace tiempo que tendría que haberte dado una
lección. Presentaré tu cabeza en una bandeja si tus hombres no se retiran.
El hombre que se encontraba junto al mercenario, joven y fornido, desenfundó su
espada, con los ojos muy abiertos por la excitación.
—Déjame que lo mate, Naxos —pidió ansioso.
Eskkar no respondió. Levantó lentamente la mano izquierda por encima de su
hombro, con la palma hacia fuera, como si fuese a calmar al hombre. Y en vez de
replicar, señaló simplemente con su índice al provocador. Se escuchó un silbido en el
aire y un sordo impacto. Cuando el mercenario bajó la vista, vio una larga flecha
clavada en el centro de su pecho.
Nadie se movió mientras el moribundo trataba de tomar aire y levantaba la
cabeza, con su espada resbalando de su mano. Luego cayó de rodillas, para acabar
dando con la cara en el suelo. Todos permanecieron inmóviles. Los hombres de
Naxos levantaron sus ojos, boquiabiertos, hacia los tejados a lo largo de la calle. Allí
se encontraban apostados diez arqueros, cinco a cada lado. Estaban bajo las órdenes
de Jalen, con los arcos preparados para disparar y los blancos ya seleccionados,
esperando la siguiente señal de Eskkar.
El resto de los mercenarios no hizo el más mínimo movimiento, con la mirada fija
en los arqueros, mientras Gatus impartía órdenes. Bantor y media docena de hombres
corrieron a escoltar a Eskkar y Gatus. Llevaban escudos y sus espadas desenvainadas
mientras formaban rápidamente frente a Naxos y sus hombres.
La valentía de la guardia de los nobles se había transformado, en un instante, en
miedo, y ahora se veían paralizados por la indecisión. Ninguno se atrevió a
desenvainar un arma, y la mayoría retiró la mano de las empuñaduras. Unos cuantos,
especialmente los que estaban al servicio de otros nobles, retrocedieron un poco,
intentando distanciarse de Naxos y de los hombres de Drigo.
Eskkar desenfundó con calma su espada, pero mantuvo la punta hacia el suelo
mientras recorría los cinco pasos que lo separaban de Naxos. Los ojos del mercenario
seguían fijos en los tejados, mirando a los tres hombres que apuntaban, con arcos, a
su pecho. Ni siquiera reaccionó cuando Eskkar levantó su espada y apoyó la punta
contra su estómago, sino que se quedó mirando la espada como si nunca hubiera visto
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un arma semejante.
—Vosotros —ordenó Eskkar—, no os mováis. Tirad las armas. El que desenvaine
una espada morirá de inmediato.
Todos parecían petrificados, como si hubieran echado raíces. La mayoría seguía
mirando fijamente a los arqueros.
—¡Ahora! —Eskkar gritó salvajemente la orden. Su voz rompió el hechizo y, en
un instante, se escuchó el ruido metálico de las armas golpeando contra el suelo.
Eskkar miró a los ojos a Naxos y advirtió que el miedo reemplazaba al estupor
que le había invadido al ver a los arqueros. No le dio más tiempo, ni para hablar ni
para actuar, y le hundió la espada en el vientre. Un gemido de agonía y sorpresa
escapó de los labios del mercenario mientras intentaba detener el filo que lo
atravesaba. Con cierta saña, Eskkar giró la espada, haciendo brotar otro gemido de la
boca abierta de Naxos, y luego la extrajo de su cuerpo.
La sangre se extendió por todas partes, deslizándose entre las manos de Naxos
mientras intentaba cubrir su herida mortal y caía de rodillas al fallarle las fuerzas,
para acabar tendido de espaldas, con una de sus piernas dobladas y la otra
sacudiéndose en el polvo. Intentó hablar, pero no pudo emitir sonido alguno. Antes de
que estuviera muerto, los soldados de Eskkar se habían acercado a sus hombres,
dispuestos a atacar.
Eskkar se agachó y limpió su espada en la túnica del moribundo, ignorando su
agonía y sus estertores. Incluso cambió de mano su espada y se limpió el brazo
derecho, que estaba salpicado con la sangre que había brotado del estómago del
herido. Ninguno de los hombres de Naxos se movió o dijo una palabra.
El capitán volvió a envainar la espada. Dando la espalda a los acobardados
mercenarios, se volvió hacia los atemorizados pobladores, que se encontraban detrás
de él tratando de ver lo que estaba sucediendo. También ellos estaban inmóviles y
silenciosos.
—No me gusta que me llamen bárbaro —dijo alzando la voz para que pudieran
oírle en todos los rincones de la calle—. Ni a mis hombres les gusta oír que se hable
de esa manera de su capitán. —Se dirigió entonces a Gatus—. Reúne sus armas y
mantenlos a raya.
Trella se había detenido a unos pasos de Gatus y sus hombres. Eskkar la llamó y
le hizo una seña para que lo siguiera mientras se abría paso entre los todavía
estupefactos mercenarios. Caminaron hacia la puerta abierta y entraron en el jardín
que separaba la casa de Nicar de la calle.
La puerta estaba parcialmente abierta y sin nadie que la custodiara; entraron sin
llamar. Una vez en el interior, Eskkar se dio cuenta de que nadie tenía ni idea de lo
que había sucedido en la calle. Los sirvientes de la casa, ocupados atendiendo a los
invitados de Nicar, no habrían tenido tiempo para prestar atención a los ruidosos
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acontecimientos que acababan de tener lugar.
Trella le detuvo un momento, tomó un pedazo de tela de su bolsillo, lo humedeció
con la lengua y le limpió una gota de sangre de la mejilla y otra del brazo. Le observó
detenidamente para ver si había más restos de sangre. Estaba pálida y sus manos
temblaban un poco, pero sus ojos no mostraban temor alguno. Eskkar supuso que
nunca había visto morir a ningún hombre de esa manera.
—Nunca es agradable matar a nadie —le dijo en voz baja, para que sólo ella
pudiera oírlo—. Si no lo hubiera matado, habría desafiado continuamente mi
autoridad. —Tocó su brazo—. ¿Estás segura de poder enfrentarte a lo que nos espera
dentro?
Ella asintió.
Se dieron la vuelta al oír un ruido de pasos y vieron a Creta que se aproximaba.
—Buenos días, Eskkar —saludó, mirando de reojo a Trella al notar que llevaba
un vestido nuevo—. Ven por aquí, te están esperando. Llegas tarde.
—Buenos días, Creta —respondió Eskkar, asintiendo con la cabeza—. Te
seguimos.
Creta se detuvo de golpe, pero Eskkar habló antes de que pudiera protestar.
—Nicar me dijo que podía utilizar a Trella para que me asistiera, y la necesito a
mi lado. —Mantuvo su voz firme y severa.
Sin decir una palabra, Creta los condujo al mismo aposento en donde había
cenado con Nicar. Llamó una vez y abrió. Eskkar y Trella entraron y Creta cerró la
puerta detrás de ella.
La estancia parecía diferente preparada para una reunión que para una cena. Se
habían retirado las cómodas sillas y almohadones de la noche anterior. Habían traído
otra mesa de algún lugar y la habían añadido a la que Nicar y Eskkar habían utilizado,
ocupando casi toda la habitación. El aroma a vino flotaba en el aire, mezclándose con
el perfume de unos jazmines colocados en un rincón, con objeto de disimular los
olores de tantos hombres reunidos en un espacio tan reducido.
Diez hombres se hallaban sentados alrededor de la mesa: los jefes de las Cinco
Familias, cada uno acompañado por su primogénito o por un consejero de confianza.
Nicar estaba sentado a la cabecera de la mesa, con los nobles Rebba y Decca a su
derecha. Estos dos primos eran dueños de varios negocios y de muchas de las
embarcaciones con las que se comerciaba a lo largo del río.
Drigo y Néstor ocupaban el otro lado. El segundo de ellos era dueño de la
mayoría de las granjas más grandes que rodeaban la aldea.
Había un asiento libre en el otro extremo de la mesa; Eskkar se dirigió a él, y
antes de sentarse hizo una profunda reverencia a los nobles. Sus dudas se habían
desvanecido. Las muertes en la calle lo habían hecho comprometerse por completo, y
ahora ya no podía volverse atrás. Cuando saliera de aquella estancia tenía que haber
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sido ratificado como capitán de la guardia. Si no era así, se consideraría afortunado si
conseguía abandonar Orak con el pellejo intacto. Drigo pondría, sin duda, precio a su
cabeza por haber matado a Naxos. Se dio cuenta de que tenía una ventaja, aunque
temporal: nadie en aquella habitación sabía lo que había sucedido fuera, que la
guardia de aquellos nobles había sido desarmada y que ahora estaba sentada en el
suelo, bajo el control de los soldados.
—Noble Nicar, vengo atendiendo a tu solicitud. —Miró a los otros hombres y
observó el gesto de sorpresa de Drigo—. Os saludo a todos.
Trella le había recomendado que debía ser cortés en todo momento y mantenerse
tranquilo, sin importar las provocaciones o desacuerdos que pudieran surgir.
—Tu esclava no debe estar aquí —dijo Drigo, aunque se suponía que Nicar era el
que dirigía aquella reunión—. Ésta es una reunión de las Cinco Familias, y tenemos
nuestras costumbres. Las mujeres y los esclavos no son admitidos.
Drigo se había recuperado rápidamente de su sorpresa. El capitán pensó que era
extraño que el día anterior se hubiera quedado impresionado por la autoridad del
noble. En ese momento, sin embargo, lo consideraba un simple obstáculo que debía
superar.
—Nobles, sólo soy un soldado. No tengo ni práctica ni buena memoria para poder
hablar con vosotros. Mi esclava está aquí para recordarme lo que debemos discutir y
no olvide nada importante.
—Mi padre te ha ordenado que hagas salir a la esclava. —Aquellas palabras
fueron pronunciadas por Drigo el joven. Pocos años antes, siendo un muchacho
pendenciero, había aterrorizado a los niños más débiles con sus puños. Ahora que
había alcanzado la edad adulta se consideraba a sí mismo un jefe. Más alto y con
hombros más anchos que su padre, había cumplido las diecinueve estaciones. Tres
hombres que lo habían ofendido murieron en circunstancias misteriosas, asesinados
en medio de la noche. Y al menos otros dos habían muerto a manos del mismo Drigo.
Sus palabras atrajeron miradas severas de los otros nobles, por lo que Eskkar
supuso que sólo los mayores podían hablar sin impedimentos.
—Ella se queda conmigo —respondió con firmeza el capitán—. Pero si lo
deseáis, puedo retirarme.
El primer choque, tal como Trella había previsto. Uno de los nobles miró a Drigo,
los otros dos a Nicar. Eskkar mantuvo la tranquilidad, con los brazos relajados. Trella
se encontraba dos pasos detrás de él, con la mirada baja.
—¿Y adonde irías, Eskkar? —inquirió Drigo, ignorando los comentarios de su
hijo—. ¿De vuelta con los bárbaros a los que perteneces? Tal vez deberíamos enviarte
con ellos.
—Hoy el viento sopla en muchas direcciones, noble Drigo —contestó Eskkar—.
Creí que las Familias deseabais la defensa de Orak. Si eso no es verdad, simplemente
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hacédmelo saber y os dejaré continuar con vuestras deliberaciones. Un guerrero
siempre encuentra ocupación en tiempos turbulentos.
—Eres un perro impertinente —replicó Drigo el joven—. Me están entrando
ganas de echarte a la calle.
Esta vez fue Nicar quien reaccionó.
—Drigo, tu hijo habla sin autorización. Si no puede contener su lengua, será
mejor que abandone la estancia. —El mercader miró en torno a la mesa y el resto de
los presentes asintió en silencio.
—Mi hijo guardará silencio —respondió Drigo—, pero yo no. No necesitamos a
este soldado. De cualquier manera, no podremos resistir a los bárbaros.
Varios miembros de las Familias comenzaron a hablar, pero la voz de Eskkar
resonó sobre las de todos.
—Nobles, si no deseáis luchar, entonces vuestro poblado será destruido. Los
bárbaros derribarán vuestras casas y quemarán todo lo que no puedan arrojar al río.
Pero también podéis combatir contra ellos, expulsarlos y salvar Orak. La elección es
vuestra, y debéis decidirlo hoy mismo. —Sus palabras los acalló momentáneamente.
Eskkar los miró y vio la duda reflejada en sus ojos, mezclada con la confusión ante el
atrevimiento de un hombre al que consideraban un simple soldado. Continuó antes de
que pudieran decir nada—. Sea cual sea vuestra decisión, los habitantes de Orak
aguardan vuestras palabras. Les he dicho que hoy os dirigiríais a ellos. Así pues,
debéis tomar una determinación. Si les decís que los nobles no van a resistir, muchos
comenzarán a marcharse. Y cuando lo hayan hecho, no regresarán. Y entonces todos
os tendréis que ir, con lo que podáis cargar, cruzando el río y esperando poder
salvaros de los bárbaros.
—No tenías derecho a hablarle a la gente —dijo el noble Rebba tomando la
palabra por primera vez—. Sólo las Familias pueden hablar en nombre de Orak. —
Decca asintió en silencio.
—Los pobladores saben que los bárbaros se aproximan —contestó Eskkar,
manteniendo su voz y sus modales bajo control—. Saben que Ariamus huyó con
hombres, caballos y todo lo que pudo acumular antes de escapar. Conocen la reunión
que se está celebrando ahora. Si no les decís algo hoy, muchos se irán, incluidos yo y
el resto de los soldados. Nadie se va a quedar custodiando vuestras riquezas hasta que
sea demasiado tarde para escapar. Así que Orak caerá en unas pocas semanas o
meses, antes de que lleguen los bárbaros. Cuando salgáis de aquí, creo que podréis
ver que ya han cambiado muchas cosas. —Miró brevemente a Nicar—. Como he
dicho, si no queréis que organice la defensa del poblado, decídmelo y me marcharé.
No necesito arriesgar mi vida defendiendo Orak.
—Nada puede detener a los bárbaros, Eskkar —respondió Néstor, el más anciano
de las Familias. Néstor vivía en Orak, en una de las granjas más grandes que rodeaba
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la aldea, desde hacía más tiempo incluso que Nicar—. Y eso deberías saberlo mejor
que nosotros.
—Noble Néstor, estoy convencido de que podemos detenerlos y yo sé cómo
hacerlo. Ya he discutido con Nicar algunas cuestiones. Pero sólo será posible si
comenzamos de inmediato, y si todos ponemos el corazón y el esfuerzo en
conseguirlo. Tenemos que persuadir a los habitantes de Orak de que podemos resistir.
En caso contrario, se marcharán.
—No necesitamos a los pobladores —dijo Drigo con desprecio—. Nosotros
tenemos la autoridad y decidimos lo que sucede en Orak.
—Puede que tengas poder aquí, pero es la gente de la aldea quien te lo concede
—respondió Eskkar—. Sin los artesanos, el panadero, el tabernero, incluso los
granjeros en los campos, ¿qué harías? ¿Cocinar tu propio pan, plantar tus semillas,
mandar a tu familia?
—Hay otras aldeas —dijo Drigo, seguro de sí mismo, en tono condescendiente.
—Sí, y tienen sus propios gobernantes —remarcó Eskkar, recordando las palabras
de Trella—. Tendrás que pagar para conseguir acceso. Tal vez te encuentres con que
no eres noble en tu nuevo poblado.
—Podemos comenzar nuestra propia aldea —dijo Drigo el joven, ignorando la
orden de permanecer en silencio—. No necesitamos a estos pobladores para eso.
Eskkar se rió.
—Sí, jefe de un montón de estiércol de cincuenta o cien personas. Aquí está el
río, la tierra fértil, el comercio con las otras aldeas, cientos de trabajadores y
artesanos de muchas clases. ¿En qué otro lugar puedes encontrar todo eso?
—Silencio, hijo mío —ordenó Drigo el viejo a su heredero—. Aunque en las
palabras de mi hijo hay algo de verdad. Podemos volver una vez que los bárbaros se
hayan marchado.
—Cierto, podéis volver a empezar —replicó Eskkar, agradeciendo mentalmente a
Trella su perspicacia. Hasta ahora no habían dicho nada que no hubiera previsto—.
Pero los bárbaros volverán una vez más dentro de cinco o diez años. O tal vez se
establezcan otros y se muestren interesados en ser los jefes de un nuevo Orak. —Miró
a Nicar y vio cómo éste se recostaba en su silla, tranquilo, disfrutando claramente del
debate, mientras evaluaba las expresiones de los otros nobles—. Pero no quiero
haceros perder vuestro valioso tiempo —continuó—. Y no creo que sea de mi
competencia explicaros el valor de un poblado del tamaño de Orak. —Titubeó un
poco, tratando de dar a sus palabras el tono que Trella había sugerido. Pero no
parecieron notar su turbación.
—Tal vez debiéramos preguntarle a Eskkar cómo piensa detener a los bárbaros —
dijo en voz baja Nicar. Esperó un momento, pero nadie habló—. Por favor, toma
asiento, Eskkar. ¿Quieres un poco de vino?
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El capitán se sentó, consciente de que llevaba la espada en su cinturón, a la que
nadie parecía haber prestado atención.
—Agua, noble Nicar. Mi esclava me la traerá. —Hizo un gesto a Trella. Ella se
dirigió a la jarra de agua que había a un lado de la mesa y llenó una copa que puso
ante Eskkar.
—Vino para mí, esclava —exigió Drigo el joven al tiempo que deslizaba su copa
por la mesa, hacia Trella, quien la frenó con presteza antes de que cayera.
Ella miró a Eskkar, sin emoción alguna en su rostro, y él asintió.
—Vino para el amo Drigo —repitió Eskkar a la vez que decidía que mataría al
joven por aquel insulto. Debió de dejar traslucir en su tono de voz lo que estaba
pensando, porque todos los ojos se volvieron hacia él, incluso los de Drigo el viejo,
como si hubieran percibido algo detrás de sus palabras.
—No, no más vino para mi hijo —dijo Drigo con un tono algo más cauto—.
Hemos terminado. Podéis perder el tiempo discutiendo cómo detener a los bárbaros,
pero a la hora de la verdad todos abandonarán la aldea. —Se levantó mientras su hijo
hacía lo mismo—. Tengo cosas más importantes que hacer.
Eskkar sonrió con aire de tolerancia al hijo de Drigo, a pesar de haber visto la
daga bajo la túnica del joven al ponerse de pie.
Nadie más abandonó sus asientos. Padre e hijo se dirigieron a la puerta, pero el
joven no pudo resistir la tentación de hablar una vez más. Se detuvo a unos pasos de
Eskkar.
—Bárbaro, es mejor que cuides tu lengua, o un día te la arrancarán.
La musical risa de Trella sorprendió a todos, incluso a Eskkar, y detuvo toda
conversación. Todas las miradas se dirigieron a ella. Todas excepto la de Eskkar, que
se aferró a la del joven Drigo.
—Os pido disculpas, nobles, mi lengua me ha traicionado —dijo Trella
compungida, pero la risa permaneció en su voz y en sus ojos.
—¿Qué te resulta tan gracioso, esclava? —Una arruga apareció en la frente de
Drigo, como si se le hubiera escapado algo importante.
—Nada, noble Drigo —contestó con suficiente humildad—, excepto que el
último hombre que llamó bárbaro a mi amo está muerto.
—Poco nos importa que le haya cortado el cuello a un sucio granjero —dijo el
joven Drigo, mientras su ira crecía a tono con el color demudado de su rostro.
La risa de la joven había descontrolado al muchacho. El joven Drigo no estaba
habituado a que se rieran en su cara, y mucho menos una esclava.
—No, joven amo Drigo, no fue un campesino —replicó la joven, con voz
tranquila y la suficiente insolencia como para inflamar aún más la furia del joven—.
Son Naxos y uno de sus hombres los que yacen muertos en la calle. —La sonrisa
permaneció en su rostro y su mirada fija en el muchacho.
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Todos miraron a Eskkar, que se limpiaba una uña sin quitarle el ojo de encima al
joven Drigo. Éste se llevó la mano hacia la túnica, a pocos centímetros de la daga.
—¿Es eso cierto? —preguntó Nicar, incapaz de ocultar la indignación y la ira en
su voz.
—Sí, es verdad —respondió el capitán, reclinándose contra la mesa con su brazo
izquierdo mientras se sentaba de lado en la silla para mirar al comerciante—. La
guardia de Drigo intentó impedirme el acceso a vuestra casa. Naxos dijo que mi
esclava tampoco podría entrar. Me llamó bárbaro y luego, junto a otro hombre,
intentó atacarme. —No había sido exactamente así, pero no le importó. Esperó un
momento antes de continuar, girando su cuerpo aún más, de manera que su espada
quedaba entre él y la mesa, de cara a Drigo el viejo y con su costado derecho
orientado hacia el joven—. Pero no te preocupes, noble Drigo. Le perdoné la vida al
resto de tu guardia. Los encontraréis fuera, y creo que en el futuro serán mucho más
corteses con mis soldados.
Desde su nueva posición, el capitán echó una ojeada a Drigo el joven y, tras
advertir que su rostro se había enrojecido aún más, le sonrió con aire
condescendiente, como si se tratase de un niño.
Con un grito de furia, el joven sacó la daga de su túnica y se lanzó sobre él,
seguro de poder herirlo antes de que pudiera ponerse de pie o desenfundar su espada.
Pero en vez de intentar levantarse y detener el ataque, Eskkar se apoyó aún más
contra la pesada mesa y le dio una patada. El golpe acertó al muchacho en el pecho,
lanzándole violentamente hacia la pared, lo que le permitió al guerrero ponerse
rápidamente en pie, desenvainar su espada y hundírsela en la garganta.
El movimiento de Eskkar había sido tan rápido, tan inesperado, que los jefes de
Orak continuaron sentados, aturdidos ante la herida mortal, una reacción típica en
hombres habituados a dar órdenes, no a recibir estocadas.
Drigo el viejo recuperó la voz.
—No, ¡detente! —gritó demasiado tarde, mientras veía cómo su hijo era
mortalmente herido. Y se lanzó contra el capitán.
No estaba armado, y un brazo firme contra su pecho habría sido suficiente para
rechazarlo. Pero Eskkar no tenía esa intención. Volvió a girar su cuerpo para
enfrentarse a su atacante, dio un paso atrás y extendió su brazo armado, dejando que
Drigo se atravesara con la espada, haciendo que su peso y la inercia la hundieran
hasta que la empuñadura casi tocó su pecho. Su mano derecha tembló ante al rostro
de Eskkar y sus ojos se abrieron sorprendidos durante un instante, antes de ponerse en
blanco. La muerte le había llegado aun antes que a su hijo, que todavía se ahogaba y
retorcía antes de que la pérdida de sangre lo matara.
Todos se levantaron, pero nadie dijo nada. Y así siguieron, asombrados, con los
ojos completamente abiertos, viendo morir a padre e hijo. Eskkar intentó sacar la
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espada del cuerpo caído del padre, pero estaba demasiado incrustada. Tuvo que
ponerle el pie en el pecho y tirar con fuerza.
El silencio se hizo casi palpable. La sangre continuaba manando de los cuerpos.
Le tendió la espada a Trella.
—Límpiala.
Se agachó, cogió la daga que el joven había dejado caer y se sentó nuevamente a
la mesa, con el cuchillo en su regazo. Cogió su jarro de agua y bebió, aunque la
mayor parte de su contenido se había derramado al empujar la mesa.
—Creo que todos deberíais sentaros —dijo con voz tranquila—. Todavía tenemos
mucho que discutir.
Se escucharon fuertes golpes en la puerta.
—Abre la puerta, Trella, y luego ve a buscar a Gatus.
La puerta se abrió antes de que Trella llegara a ella, y Creta se detuvo en el marco
de la misma, con dos guardias de Nicar detrás. Comenzó a hablar, pero se dio cuenta,
horrorizada, de la sangrienta escena que se presentaba a sus pies y se cubrió la boca
con la mano. A su espalda, los guardias parecían tan atemorizados como su ama.
—Noble Nicar —comenzó Eskkar—, tal vez debieras decirles a tus hombres que
no hay peligro alguno.
Para alivio de Eskkar, Nicar se recuperó rápidamente.
—Sí, por supuesto. ¡Creta! Vino para todos. ¡Y que los esclavos retiren estos
cuerpos inmediatamente! —Miró a la multitud de sirvientes congregados en la
antecámara y levantó la voz para que todos pudieran oírlo—. Ha ocurrido un
desafortunado incidente. Drigo y su hijo intentaron matar a Eskkar, el nuevo capitán
de la guardia —hizo una pausa—, y han sido eliminados.
Durante los siguientes diez minutos, la habitación fue escenario de una intensa
actividad mientras los atemorizados sirvientes arrastraban los cuerpos fuera del lugar,
limpiaban el suelo y volvían a colocar los muebles en su sitio. Trella volvió con
Gatus. Le entregó a Eskkar su espada, limpia de sangre, y rozó con su mano el brazo
del guerrero durante un fugaz instante. Los nobles, aún nerviosos, tomaban vino,
hasta que finalmente una temblorosa Creta cerró la puerta de la estancia.
Durante todo ese tiempo Eskkar estudió a los hombres de la mesa. Los
representantes de las Cinco Familias, ahora las Cuatro Familias, estaban asustados, y
sin duda pensaban que aquello podía haberles sucedido a cualquiera de ellos.
Necesitaban ser tranquilizados, y rápidamente.
—Nobles jefes —comenzó humildemente el capitán—, mis más sinceras
disculpas por lo que ha sucedido. Pero yo no he provocado a nadie, ni en la calle ni
en esta habitación.
Casi decía la verdad, pensó, aunque había estado preparado para matar a
cualquiera que intentara detenerlo. Tras mirar a su alrededor comprobó que sus
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palabras causaban el efecto deseado. Ahora aquellos hombres tendrían que pensar,
sabiendo que había cambiado el sistema de poder en Orak, quién sería el mayor
beneficiado. Eskkar volvió a respirar hondo.
—Pero el noble Drigo no estaba interesado en defender Orak, sólo en controlarla.
Planeaba apoderarse del poblado y de vuestras propiedades. —Los observó y decidió
que Trella tenía razón. Era mejor derramar un balde de aceite que una taza—.
Vosotros sois los jefes de Orak. Mis hombres y yo nos quedaremos y protegeremos la
aldea, si así lo decidís. —Los miró uno por uno—. Nicar ha manifestado el deseo de
combatir. Ya le he dicho que Orak puede ser defendida y que yo dirigiré el combate,
si las Familias están de acuerdo con mis condiciones. Ha llegado la hora de decidir.
¿Luchamos por este lugar hasta la muerte o nos marchamos? ¿Cuál de las dos
opciones elegís?
Durante las dos horas siguientes, los nobles discutieron entre ellos y con Eskkar.
Nicar ordenó traer más vino. Un murmullo de indignación recorrió la estancia cuando
el capitán explicó lo que había sucedido fuera y lo que Drigo y sus hombres habían
planeado para Orak. Finalmente, satisfechos con la muerte del noble infame, la
conversación se centró en la muralla y en la inminente invasión. Eskkar expuso su
proyecto una y otra vez, repitiendo cómo los bárbaros podían ser derrotados con la
segura protección del muro. La discusión cambió de rumbo cuando Rebba hizo la
pregunta clave.
—Supongamos que la muralla no puede ser construida ni tan alta ni tan sólida en
el tiempo que tenemos. Después de todo, puede llevar meses edificar una casa. ¿Qué
haremos entonces?
—Noble Rebba, ésa es la cuestión más importante, pero yo no puedo responderte.
Debemos reunimos con los constructores y obreros para decidir si es factible la
realización del muro. Si no es posible, entonces seremos libres para decidir si nos
quedamos o abandonamos la aldea.
Rebba aún no había terminado.
—Imaginemos que se decide que se puede llevar a cabo y comenzamos las obras,
pero los bárbaros llegan antes de que el muro esté concluido. Estaríamos atrapados,
indefensos.
Eskkar y Trella habían discutido esa posibilidad.
—Sólo podemos intentarlo, Rebba. Pero en el momento en que sepamos que no
podemos terminar a tiempo, entonces podremos irnos. No quiero enfrentarme a ellos
en campo abierto. —Eskkar recordó otras observaciones de Trella—. Pero si huimos
ahora, renunciaremos a todo lo que aquí se ha construido, y Orak nunca volverá a
alcanzar la prosperidad que tiene ahora. El comercio a lo largo del río se terminará.
Recordad que abandonar un lugar y comenzar de nuevo también comporta riesgos.
Todo hombre puede convertirse en un bandido, y cualquier clan en una tribu de
***
***
A la mañana siguiente, Eskkar volvió a sus antiguas costumbres y se levantó antes del
amanecer. Se vistió en silencio y dejó a Trella dormida en el cálido lecho. En el pozo
se lavó las manos y la cara con el agua fría, mientras los primeros rayos del sol
asomaban por las colinas del Este y cubrían Orak con su suave luz. Un largo trago de
agua calmó su sed. Luego se encaminó hacia los barracones para despertar a los
soldados. Pero la puerta estaba abierta y Gatus, vestido y portando una espada corta,
salió a su encuentro.
—Acabo de despertarlos, capitán. Estos brutos perezosos estarán molestos todo el
día. Alguno de ellos no debe de haber dormido mucho esta noche.
—Gracias, Gatus. —Su segundo al mando debía de haberse levantado antes que
él.
Repasó las órdenes del día mientras los hombres, somnolientos, avanzaban a
trompicones bajo la luz del amanecer. Nicar había insistido a los pobladores de Orak
que debían permanecer tranquilos y dedicarse a sus actividades cotidianas, y que los
soldados debían mantener la calma. Eskkar y Gatus habían discutido brevemente
estos planes la noche anterior, pero el capitán quería asegurarse de que sus hombres
estuvieran ocupados el resto del día.
Cuando regresó a su alojamiento, el sol ya se había alzado sobre el horizonte. Se
encontró con la puerta abierta. Trella había preparado el desayuno. Esa mañana el pan
era diferente, más caro. Un recipiente de vidrio poco mayor que su pulgar, con su
tapón de madera, contenía un puñado de sal. El agua del pozo ahora estaba en una
bonita jarra, al lado de otra con cerveza. Un nuevo plato de cerámica se había sumado
Una hora más tarde, Eskkar abrió la puerta y salió al patio. El guardia seguía en su
puesto. Gatus se había unido a él y ambos estaban sentados bajo un árbol. Por la
expresión en el rostro del viejo soldado, el capitán supuso que su alegría estaba a
punto de desvanecerse.
—¿Qué sucede, Gatus?
—¿Podemos hablar en privado, capitán? —preguntó mirando hacia la casa.
Trella estaba levantada y vestida, pero la habitación todavía olía a sexo.
—Sí, vayamos a la taberna a buscar algo de comida y cerveza.
Se le había abierto el apetito, y lo que antiguamente era un lujo ahora carecía de
importancia. Comenzó a caminar, con Gatus a su lado. Pasó por alto las tabernas más
baratas, cercanas a los barracones, y se dirigió a una más pequeña, a dos calles de
distancia, poco frecuentada por los soldados. En aquel lugar, el vino y la cerveza eran
bastante aceptables, y si uno quería algo más que pan, iban a buscarlo a los
vendedores vecinos.
El posadero intentó sentar a sus clientes cerca de la puerta, de modo que todos los
transeúntes pudieran verlos. Pero Eskkar eligió un rincón oscuro y le hizo saber al
dueño que quería privacidad, además de pan y algo de cerveza. Eskkar ahora poseía
oro, pero no tenía pensado gastárselo en bebida.
—Bien, Gatus —comenzó tras tomar un largo trago de cerveza—. ¿Qué nuevo
problema tenemos?
—Los hombres. Mientras tú te dedicas a los placeres, ellos están sin dirección,
preocupados por los bárbaros. —Se detuvo y tomó un sorbo de cerveza—. Saben que
no son suficientes para resistir a los invasores, ni siquiera con una muralla. Necesitas
hablar con ellos. Algunos se están preparando para huir como Ariamus. Lo veo en sus
ojos. Cuando los observo me dan la espalda. Tienes que decirles algo pronto o se
marcharán.
La mano de Eskkar apretó la jarra de cerveza al oír a Gatus mencionar el tiempo
***
***
Las actividades de Eskkar se habían convertido en una rutina que apenas era notada
por los pobladores. Se desplazaba con Trella y dos soldados, uno veterano y el otro
novato, esperando que éste aprendiera y siguiera el ejemplo del primero.
Acompañados por Sisuthros, encontraron a Corio trabajando fuera de la puerta
principal, inclinado sobre una pequeña mesa y hablando con uno de sus hijos. Media
docena de esclavos y obreros los rodeaban.
Nadie parecía estar construyendo nada. La mayoría de los hombres estaban
simplemente de pie, alrededor de Corio. Las herramientas descansaban en el suelo.
Habían cavado unos cuantos agujeros de escasa profundidad. No había ningún
ladrillo.
—Buenos días. —Corio les saludó a cada uno por su nombre, con una amplia
sonrisa—. Esperaba tu visita, capitán. Me temo que Sisuthros no está satisfecho con
nuestros avances.
—Sabemos que estos trabajos llevan tiempo, Corio —respondió Eskkar,
determinado a mostrarle al maestro constructor que comprendía algunas cuestiones
sobre la naturaleza de su trabajo—. Pero quería ver lo que se había hecho hasta ahora
y tener una idea de cuándo va a estar terminado el muro.
—A decir verdad, estamos casi listos para comenzar. Ven, te enseñaré. —Se
dirigió hacia una estrecha zanja—. Eskkar calculó que el pozo tendría un metro y
medio de ancho por dos de largo, y un metro de profundidad. —Éste es el principio
de la muralla. Haremos el pozo un poco más hondo para cerciorarnos de que sus
cimientos sean sólidos, y los aseguraremos con piedras. Luego, los ladrillos de barro
y paja secados al sol formarán dos muros. Rellenaremos el centro con tierra, piedra y
ladrillos verticales para reforzarla. Añadiremos la tierra lentamente y la apisonaremos
a medida que ganemos altura. Algunos ladrillos serán colocados en ángulo en
relación al frente de la muralla para hacerla más resistente. De ese modo, será lo
suficientemente sólida aunque esté formada por unos pocos ladrillos en cada extremo.
Por supuesto, si contáramos con más tiempo, haríamos el muro más hondo, más alto
y más ancho. —Corio habló un momento con su hijo, que salió corriendo y volvió al
instante con un pesado ladrillo de barro con algunas briznas de paja—. Éste es el
ladrillo que usaremos. —Medía alrededor de cuarenta y cinco centímetros de largo,
***
Las siguientes cuatro semanas pasaron rápidamente para Eskkar, cuya jornada
comenzaba cada mañana antes de la salida del sol y terminaba bastante después de
caer la noche. Cada día aparecía una nueva dificultad o un retroceso inesperado. Pero
el primer grupo de reclutas ya se había sumado a las filas y otro grupo de cuarenta se
estaba ejercitando.
Bantor y Gatus contaban, al fin, con suficientes soldados para controlar las
puertas, los embarcaderos y las calles, lo que le permitía a Eskkar el lujo de enviar
pequeñas patrullas de exploración. Sus informes confirmaron que se acercaba gente
hacia Orak. Algunos querían una oportunidad para enfrentarse a los bárbaros, otros
simplemente buscaban un refugio o lugar seguro para ellos y sus familias. Cada día
llegaban más, pero también había otros que se marchaban de la aldea. Los hombres
de Bantor detenían a todos a las puertas, en donde los recién llegados se enteraban de
que podían luchar, cavar o irse. Sólo los mercaderes con sus caravanas y mercancías
circulaban libremente.
Había patrullas de vigilancia durante el día, encargadas de que todos cumplieran
con el trabajo asignado. Los perezosos recibían un único aviso. Al segundo, el
capitán ordenaba que fueran expulsados, obligándolos a dejar tras de sí todo lo que
fuera de valor para la defensa.
Un estúpido artesano había intentado resistir aquella orden y había amenazado a
un soldado con un cuchillo. Bantor lo había matado. Su muerte fue tan insignificante
como una piedra lanzada a las aguas del gran río, pero los pobladores, ricos y pobres,
captaron el mensaje. Desde entonces nadie había intentado dejar la aldea por la
fuerza. Todos los que se habían quedado trabajaban en la muralla, añadiendo su sudor
y su sangre a la arena, piedras y barro con que la estaban construyendo.
La muralla. Se convirtió en el eje de las vidas de todos y en el principal tema de
conversación, sobre todo en lo que concernía a la agotadora labor, mientras los
hombres se tambaleaban bajo las pesadas cargas de tierra, ladrillos o piedras. Nicar,
***
Aquellas semanas pasaron todavía más rápido para Trella, que se había impuesto una
tarea aún más dificultosa y que no podía llevar a cabo abiertamente. Su cometido
comenzó después de su traslado a la casa de Drigo. Tan pronto como finalizaba su
trabajo de la mañana, Trella se pasaba dos o tres horas caminando por la aldea. Iba
siempre acompañada de un guardia y ataviada con el viejo vestido que usaba cuando
vivía en casa de Nicar. Se detenía a hablar con las mujeres en el mercado, las ayudaba
a lavar en el río, e incluso visitaba a aquellas que se ocupaban de los campos o de la
muralla.
Pero hacía algo más que eso. Su propio trabajo en la edificación del muro era tan
agotador como el de cualquier hombre, aunque sólo lo hiciera durante pocas horas.
Cargaba piedras y ladrillos, o cavaba en las zanjas junto a las otras mujeres. La
primera vez que Corio la vio trabajando, intentó detenerla. Ella se negó, diciendo que
hacía muy poco comparado con las otras mujeres.
Desde el primer día, grupos de mujeres se reunían con ella en cualquier lugar,
ansiosas por preguntarle cosas y pedirle consejo. A partir de la primera semana, la
mujer de Bantor, Annok-sur, comenzó a acompañarla.
Mujer sencilla y práctica, algo más joven que Eskkar, Annok-sur demostró que
tenía la inteligencia y la experiencia necesarias para administrar una casa grande.
Entre las dos transformaron rápidamente la antigua casa de Drigo no sólo en un hogar
para el capitán y sus hombres, sino también en un centro de operaciones para la
defensa de Orak.
Entre ambas organizaron a los sirvientes, asignándoles las tareas diarias, y
establecieron una rutina que comenzaba a funcionar por sí sola. A pesar de la
diferencia de edad, se hicieron amigas.
Trella se sentaba en una pequeña mesa en su dormitorio mientras Annok-sur le
cepillaba el cabello. Ninguna de ellas consideraba extraño que una mujer libre
peinara a una esclava.
—Ama Trella —Annok-sur habló en voz baja, por costumbre, aunque se
encontraban solas en el segundo piso—, tus paseos entre los pobladores se han
convertido en el momento más importante en el día para muchos de ellos. Dejan todo
lo que están haciendo para esperarte, decepcionados si eliges otra calle.
—Me gusta mezclarme con la gente, Annok-sur. De ellos se aprende mucho sobre
Orak.
Costó poco trabajo que la cena de aquella noche fuera breve. Jalen, cansado por la
jornada y ansioso por estar con la muchacha con la que había comenzado a acostarse
justo antes de su misión, fue el primero en abandonar la mesa. Gatus y los demás
captaron la indirecta de Annok-sur. Las noticias de Jalen interesaban a todos, pero
cuando se marchó, nadie quiso quedarse.
Eskkar encontró a Trella en la cocina, ayudando a la cocinera y a Annok-sur a
limpiar. La cogió de la mano y la llevó al piso superior. Allí, cubierto por una cortina
de lino, había un pequeño cuarto con un orinal. Esto permitía a los sirvientes vaciarlo
sin tener que molestar al amo de la casa en su trabajo.
El piso superior de la casa de Drigo era una maravilla constructiva. Contaba con
muchas comodidades que ni siquiera la casa de Nicar poseía. Una puerta baja daba a
una gran estancia que el antiguo ocupante utilizaba como sala de trabajo. Ahora
contenía una mesa grande, un armario, seis sillas y una mesa más pequeña.
Desde allí, otra pesada puerta proporcionaba la única entrada al dormitorio. La
pieza, de unos siete metros por seis, había sorprendido a Eskkar. Cuatro pequeñas
aberturas, distribuidas de forma regular y ubicadas en lo alto de dos de los muros
exteriores, suministraban luz y aire. Ni siquiera un niño podría pasar por ellas. Una
ventana angosta, cerrada con un recio postigo asegurado con dos barras, era la única
vía de escape en caso de incendio. La ventana era más difícil de forzar que la puerta.
En una tinaja de barro decorativa, bajo la ventana, había una soga enrollada para
usar en una emergencia. La ventana podía ser vigilada y protegida desde el patio
interior. Drigo había tomado sus precauciones al construir sus habitaciones privadas,
para asegurarse de que nadie pudiera entrar o espiar sus actividades en el dormitorio
o sus conversaciones.
Todos estos esfuerzos beneficiaban ahora a Eskkar, que atravesó la sala de trabajo
para llegar al dormitorio y se aseguró de cerrar la puerta. Por primera vez en su vida,
contaba con algo más valioso que el oro: privacidad. Podía hablar y estar seguro de
***
Eskkar salió de Orak seis días más tarde acompañado de Sisuthros, nueve soldados,
dos muchachos y unos cuantos caballos. Se dirigieron al Sur a ritmo constante. Jalen
se había ocupado de explorar la zona norte para obtener información sobre el
campamento bárbaro principal. Eskkar quería examinar los grupos de avanzadilla de
Alur Meriki que habían sido vistos hacia el Sur.
Los hombres estaban preparados y entrenados para combatir. Seis de ellos eran
veteranos experimentados. Completaban el grupo algunos reclutas que habían
demostrado una enorme habilidad tanto como jinetes como en la lucha. A la hora de
enfrentarse con los bárbaros, un buen jinete era tan importante como un buen
luchador.
Mitrac era la excepción. El hijo más joven de Totomes tenía limitada experiencia
con caballos. Sin embargo, se había esforzado mucho en aprender durante la semana
anterior, siguiendo las instrucciones de Jalen. Cuando Eskkar se convenció de la
destreza de Totomes y sus hijos, quiso que lo acompañara alguien que pudiera usar
las nuevas armas.
El capitán tuvo una pequeña discusión con el arquero y sus hijos antes de que el
padre permitiera que Mitrac les acompañara, temeroso de poder perderle en alguna
pequeña escaramuza, y sólo accedió cuando Eskkar le prometió ocuparse
personalmente del joven.
Cabalgaron todos los días hacia el Sur, dejando descansar a los caballos con
frecuencia. Eskkar pasaba el tiempo junto a Sisuthros, Mitrac y el resto de los
hombres, hablando con ellos, pidiéndoles consejo, o simplemente acompañándoles en
sus bromas de soldados. «Acércate a tus hombres, desde el último recluta hasta tus
lugartenientes», le aconsejó Trella. «Primero hazte respetar, y luego deja que te
conozcan. Así es como se consolida la lealtad».
Sus palabras eran fiel reflejo de lo que había visto con Corio y con Nicar. Eskkar
no sabía dónde había aprendido Trella aquellas cuestiones sobre el liderazgo de
***
Diez días más tarde, antes de la caída del sol, Eskkar y su banda de jinetes agotados
subieron la última colina y vieron la aldea de Orak. Después de pasar tres días
descansando con los Ur-Nammu, todos se dirigieron hacia el Norte, dando un rodeo
para despistar a sus perseguidores. Luego, los dos grupos se dividieron. Los Ur-
Nammu partieron hacia las montañas, mientras que Eskkar y sus hombres regresaban
a Orak.
El clan de Ur-Nammu, ya descansado, se desplazaría con velocidad y dejaría un
rastro claro, como si ya hubieran luchado suficiente y sólo quisieran escapar. Se
dirigirían hacia el Oeste, esperarían entre una semana y diez días y volverían a
controlar el avance de Alur Meriki. Con suerte, cruzarían las líneas enemigas antes de
que se cerraran sobre Orak.
Mientras tanto, Eskkar y su grupo se encaminaron al Este, cabalgando tan rápido
como les fue posible, pero sin agotar a sus caballos. Durante el viaje, el capitán tuvo
oportunidad de conversar con frecuencia con Sisuthros. Cabalgaron juntos, dejando
que los otros se adelantaran. Después de algunos días, Eskkar pudo apreciar que su
lugarteniente tenía ahora más respeto a su capitán y a las dificultades que les
***
Dos horas más tarde, Trella se levantó y llamó a los sirvientes ordenándoles que
trajeran comida. Sentados a la mesa de trabajo, volvieron a comer pan y cordero y
bebieron vino rebajado con agua. De postre, Trella peló una manzana mientras el
capitán saboreaba un puñado de dátiles frescos. Ella escuchó con atención mientras él
le describía el viaje y todo lo que había aprendido. Cuando terminó, la muchacha
sacudió la cabeza.
—Hay algunas cosas que no me has contado. —Puso su mano sobre la de Eskkar
—. Quiero conocer todos los detalles de la batalla: qué pensaste, qué viste, por qué
hiciste lo que hiciste, e incluso cómo reaccionaron tus soldados. No sé nada de eso, y
si he de ayudarte, necesito saber qué piensan tus hombres en semejantes
circunstancias.
A diferencia de muchos guerreros, Eskkar tenía dificultades para describir su
comportamiento en la batalla. Era demasiado personal, demasiado intenso. Sabía que
había esquivado a la muerte muchas veces como para vanagloriarse de su habilidad,
consciente de que la suerte o la ocasión propicia eran tan importantes como la
Antes del alba, Eskkar ya estaba despierto. Las actividades del día comenzaron en
la mesa del desayuno junto a sus lugartenientes. Después, acompañado por Sisuthros,
pasó varias horas con Corio inspeccionando la muralla.
A aquellas alturas, tanto los soldados como aquellos que ayudaban a edificar el
muro tenían claro cuál era su cometido, y el trabajo avanzaba sin retrasos. Con treinta
soldados para mantener el orden, Corio tenía más que suficiente.
Eskkar pasó varias horas más inspeccionando el entrenamiento de los soldados,
donde, ante su insistencia, tuvo que relatar de nuevo el combate del desfiladero. No le
importó. Aquellos hombres necesitaban conocer todo lo posible sobre el enemigo, y
cuanta más confianza tuvieran en su jefe, mejor. El capitán respondió a todas las
preguntas sobre las técnicas de combate de Alur Meriki.
El sol ya estaba muy alto cuando Trella se reunió con él. Llevaba la cabeza
cubierta por un pañuelo para protegerse del sol. Atravesaron a pie la aldea, saludando
y conversando con la gente, confortando a los pobladores con su presencia. Pero
Eskkar tuvo que contenerse y forzar una sonrisa cuando visitaron el templo de Ishtar
y se arrodillaron en las sombras ante la tétrica imagen de la diosa.
En voz alta, Eskkar agradeció a Ishtar su victoria, repitiendo las palabras que
Trella le había sugerido esa mañana. Nunca había estado en aquel templo ni en
ninguno de los que había en Orak. Desde que su familia había muerto no había
sentido la necesidad de acudir a los sacerdotes. Se mantuvo de pie estoicamente,
ocultando su impaciencia, mientras el oficiante dirigía interminables plegarias a la
divinidad en agradecimiento por haber permitido su regreso.
Finalmente terminó la ceremonia. Cuando salió de nuevo a la luz del sol sintió
como si hubiera escapado del infierno. Recuperó la sonrisa al coger a Trella de la
mano y emprender el camino de regreso a su casa.
—Amo, ¿has olvidado nuestra visita a Rebba de esta tarde? —preguntó la
muchacha—. Ya es tarde, y todavía tenemos que ver muchas cosas antes del ocaso.
Durante los siguientes diez días, Eskkar pasó las mañanas junto a sus
lugartenientes, preparándose para los distintos tipos de batalla a los que podrían tener
que enfrentarse. Luego se entrenaba con sus soldados, más que nada para darles
aliento. Con el relato de la victoria de Eskkar sobre Alur Meriki, el clan del Halcón
ayudó a levantar la moral. Cada vez que era repetida, la batalla era magnificada y
engrandecida, y la confianza de los soldados en su jefe crecía a la par, aumentando a
medida que la muralla se concluía. Eskkar quería que sus hombres creyeran en sus
propias capacidades y confiaran en sus lugartenientes. Seguramente les haría falta
cuando comenzara la lucha.
Los soldados practicaban con espada, lanza y hacha. El orgulloso clan del Halcón
tomó el liderazgo y hacían de atacantes, arremetiendo con entusiasmo contra la
muralla. Los arqueros marcaron las distancias al muro con piedras semienterradas,
pintadas de diferentes colores, para poder calcular la posición de sus enemigos. Los
viejos blancos fueron derribados. Los arqueros practicaban sólo desde la muralla,
para asegurarse de que estaban preparados. Bajo la guía de Totomes aprendieron a
lanzar a distancias determinadas.
Las armas y la comida continuaban llegando a Orak. La afluencia de refugiados
en las vías de acceso había disminuido a medida que Alur Meriki se aproximaba, pero
seguían presentándose hombres, muchos deseosos de trabajar o de luchar, que pedían
protección para sus familias. El tráfico fluvial aumentó, y las barcazas cruzaban el río
a diario innumerables veces. Cada embarcación traía mercancías de primera
necesidad. Los almacenes se llenaban y todos se quejaban de que ya no quedaba
espacio libre en la aldea.
Cuando el capitán salía a caminar, los pobladores lo aclamaban, gritando su
nombre o deseándole suerte en la inminente batalla. Trella era igualmente popular,
sobre todo entre las mujeres, los pobres, los niños y los ancianos. Visitaba a muchas
de esas familias a diario, para asistirlas y organizarlas, asegurándose de que las
***
El sol del verano todavía brillaba en el cielo de la tarde cuando Nicar llegó. Eskkar
había hablado con los sirvientes, y todos recibieron al mercader con respeto antes de
acompañarlo al piso superior.
Eskkar y Trella se levantaron para recibirle. El capitán hizo una reverencia formal
y le ofreció una de las tres sillas en torno a la mesa pequeña, cubierta con platos de
frutas y dátiles y una jarra de vino.
Eskkar lo observó y vio a un hombre avejentado. Hasta entonces, su odio hacia
Caldor le había impedido sentir simpatía hacia Nicar. Pero al verlo en aquel estado
sintió una punzada de dolor por aquel padre desgraciado.
El hombre que había sido el más poderoso de Orak sabía que ahora todas sus
riquezas no le devolverían su influencia. Las acciones de Caldor habían debilitado su
autoridad, y la invasión bárbara cambiaría la organización del poblado. El nuevo
Orak sería muy diferente al antiguo. Nicar permaneció sentado, incómodo, hasta que
Trella le dirigió la palabra.
—Noble Nicar, la muerte de tu hijo debe de ser un gran dolor. Si hay algo que
podamos hacer, dínoslo, por favor. Necesitamos tu ayuda en los días venideros.
Nicar la miró fijamente durante un instante, y luego a Eskkar.
—Trella… Veo que te has recobrado. Me alegra. He venido a pedir perdón por lo
que hizo mi hijo. —Bajó la cabeza—. Fue un acto débil y vergonzoso, la acción de un
muchacho estúpido malcriado por su padre. La culpa fue mía. Yo no supe
contenerlo… ni le enseñé a respetar a las personas…
Trella se acercó y le tocó el brazo.
—Nicar, no hay necesidad de decir nada. Te entendemos. Sin ti, Eskkar y yo no
estaríamos hoy aquí. Te debemos más de lo que nunca podremos pagarte. Pero ahora
tenemos que pensar en el futuro. Si sobrevivimos a la batalla, habrá años de trabajo
por delante, y para eso necesitamos tu ayuda.
Dos noches más tarde, tres horas después del ocaso, Eskkar condujo a cien
hombres a través de la puerta del río.
Tardaron casi la mitad de la noche en trasladarse, junto al armamento, a la otra
orilla. Al amanecer, los soldados ya se encontraban tierra adentro, fuera del alcance
de cualquier observador.
Marchaban lentamente. Cada hombre cargaba unos treinta kilos de equipamiento:
un escudo de madera, un arco, dos carcajs con flechas, además de una espada, comida
y agua. Gatus le dijo a Eskkar que los hombres, a un paso constante, no podrían
cargar más de veinticinco kilos. El primer día de marcha sería el más duro. El peso se
iría reduciendo con el paso de los días.
Eskkar caminó junto a los soldados. Habían traído sólo cuatro caballos para los
rastreadores, además de dos burros para cargar agua y comida. No esperaban estar
ausentes más de una semana; si fuera así, tendrían que aprovisionarse con lo que
encontraran. En aquella orilla del Tigris no se había destruido nada, y los rebaños de
cabras y ovejas pastaban en las colinas.
Gatus había insistido en ir. Había entrenado a los soldados para que pelearan en
grupo y quería ver el resultado de sus esfuerzos. Sisuthros se había quedado para
supervisar la defensa de Orak. La noche siguiente, Jalen cruzaría con Mesilim y los
Ur-Nammu, y luego se encontrarían con los soldados de Eskkar en el lugar
convenido.
Durante la marcha pensó en las conversaciones mantenidas con Mesilim y
Subutai. Al día siguiente de su llegada, el capitán y sus lugartenientes habían llevado
a Mesilim y a su hijo a recorrer la muralla. Eskkar les explicó su plan de combate,
poniendo a Mesilim en el papel del jefe guerrero de Alur Meriki. Cabalgaron de un
lado a otro, examinando la construcción desde todos los ángulos y buscando puntos
débiles.
Después condujo al jefe bárbaro al interior del poblado y le mostró los grandes
***
Bar’rack se arrastró hasta el borde del acantilado, espantando los mosquitos que le
Con las primeras luces del alba, Eskkar despachó a un jinete hacia Orak para llevar
noticias de la victoria. También quería que Trella estuviera al tanto de la muerte de
Mesilim y del efecto que había tenido en Subutai.
Los hombres pasaron la mañana enterrando a los muertos y cuidando a los
heridos. El sol ya estaba alto cuando emprendieron el regreso, pero los largos días de
verano les garantizaban algunas horas más de luz.
A los heridos que podían sostenerse se les habían dado caballos, mientras que un
grupo de hombres se turnaba para transportar a los tres heridos incapaces de montar.
Habían capturado treinta y dos caballos. Eskkar entregó treinta a los Ur-Nammu. El
resto de las cabalgaduras de los Alur Meriki habían muerto en la batalla. Cada
soldado contaba con su ración de carne de caballo; lo que había quedado de la granja
había servido para alimentar el fuego y asar la carne.
Acamparon al oscurecer, y a la mañana siguiente volvieron a emprender la
marcha tan pronto como salió el sol. Al comienzo de la tarde ya habían recorrido casi
las tres cuartas partes del camino de vuelta y esperaban estar en Orak antes del ocaso.
No quería apresurarse, aunque sus hombres caminaban más ligeros al no tener que
cargar con los incómodos y pesados escudos.
Tampoco llevaban víveres. Lo que quedaba lo habían terminado con el desayuno.
Pero no iban a morir de hambre por saltarse una comida.
El sol había comenzado a caer cuando un jinete apareció sobre la colina,
espoleando a un animal agotado hacia la columna de soldados.
Subutai avanzó con Eskkar, aunque sólo diez de sus jinetes lo acompañaban. Los
otros se habían quedado en el valle, custodiando a los caballos y descansando. El
capitán vio acercarse a aquel hombre, con su caballo cubierto de sudor y extenuado.
Detuvo la columna, desmontó, se sentó en el suelo y le indicó al jinete que hiciera lo
mismo. El resto de sus hombres, deseosos de escuchar las últimas noticias, se reunió
alrededor, olvidando por un momento toda disciplina.
***
***
Dos horas más tarde, Eskkar se reunió con sus comandantes en la mesa del patio. Las
sombras de la tarde habían empezado a extenderse, ofreciendo un poco de alivio a los
allí congregados.
—Los pozos y las norias están en funcionamiento para llevar agua al foso —
informó Gatus cuando todos estuvieron sentados—. Hemos arrastrado hacia el
interior del poblado a trece caballos muertos, que se están asando con la madera de
las escalas bárbaras. —Se rió de semejante ironía.
—Esperemos contar con más leña y carne tras el próximo ataque —dijo Eskkar
con una sonrisa—. La próxima vez tendremos que luchar también contra el fuego.
Traerán ramas y hierba empapadas en aceite. Cargarán contra toda la muralla al
mismo tiempo y todos los sectores serán atacados. Habrá muchos guerreros a pie para
cubrir a los que se lancen contra la muralla y la puerta. Y esta vez enviarán a todos
sus guerreros, no a un grupo. —Se dirigió a Corio—. Ha llegado tu momento,
maestro constructor. Amontonarán leña contra la puerta, intentando quemarla o
derribarla, mientras tratan de abatir a nuestros hombres de las murallas y las torres.
Corio se movió incómodo en el banco.
—La puerta aguantará, capitán, y no arderá con facilidad. Si los hombres resisten
en la muralla, la puerta también lo hará.
Todas las miradas se concentraron en Sisuthros y Bantor. Los dos hombres habían
trabajado juntos en los últimos dos meses, construyendo y vigilando la muralla y la
puerta y entrenando a los soldados.
—Capitán, defenderemos la puerta —aseguró Bantor—. Muchos morirán, pero la
protegeremos.
Eskkar consideró aquella cuestión durante algunos instantes.
—Destinaremos la mitad de los hombres del clan del Halcón a las torres y a la
puerta, excepto unos cuantos que se repartirán a lo largo de la muralla. Mantén a los
más experimentados en la reserva para refuerzos. —Después miró a Nicar—.
También necesitaremos a los mejores pobladores. Y agua, piedras, armas, flechas y
hombres que ayuden a rechazar a cualquiera que escale la muralla.
—Para eso nos hemos entrenado, capitán —respondió con calma el comerciante
Transcurrieron cuatro días en los que no tuvieron demasiado tiempo para dormir o
conversar, y toda la atención se centró en el espectáculo que se desarrollaba al otro
lado de las murallas de Orak. El grupo principal de Alur Meriki había llegado durante
la tarde del segundo día después del ataque. Habían pasado el resto de la jornada
estableciendo un campamento semipermanente. Cientos de mujeres y niños llenaron
las colinas, mirando con curiosidad Orak y a su muralla. Los pobladores, igualmente
intrigados, observaban a sus contrincantes, de forma que Eskkar pronto tuvo que
despejar una parte de la muralla para que los curiosos pudieran contemplar el
campamento bárbaro sin molestar a los soldados.
Eskkar, al igual que el resto, se quedó impresionado ante la construcción de aquel
poblado itinerante que crecía día a día. La mayor parte del campamento permanecía
oculto por las pequeñas colinas, a unos tres kilómetros de Orak, pero sabía que una
gran zona despejada lo dividiría en dos. Los guerreros pondrían sus tiendas, forjas,
rediles para los caballos y todo lo necesario para la batalla en el lado más cercano a
Orak, mientras que las familias, sus carros, rebaños y animales se establecerían al
otro lado. A lo lejos, el capitán pudo ver a los pastores atendiendo los rebaños de
ovejas y cabras que les proporcionaban leche, queso, carne y cuero. Los más de dos
mil caballos pastaban cerca del río, en tres grupos separados.
Los escribas de Nicar intentaron calcular la cantidad de Alur Meriki. Les llevó
casi un día completo, después de muchas discusiones y argumentaciones, ponerse de
acuerdo. Al final estimaron que habría más de cinco mil setecientos bárbaros. Nicar
sacudió la cabeza, azorado, ante semejante número mientras Eskkar lanzaba una
maldición.
Al cuarto día Eskkar invitó a Trella a la torre. Estuvieron allí sentados durante
casi toda la jornada, mientras él le explicaba las costumbres de los Alur Meriki y
cómo funcionaba todo en beneficio del clan. El humo de cientos de hogueras se
elevaba al cielo y el olor a excremento de animales quemado, mezclado con la leña,
***
Pasaron diez días. Cada mañana, al amanecer, los hombres de las murallas
escrutaban la llanura, no veían nada y respiraban aliviados. Patrullas de bárbaros
circulaban de vez en cuando, pero poco podía verse, porque la mayor parte de su
campamento estaba detrás de las colinas. Cuanta menos actividad mostraban, más se
preocupaba Eskkar.
Cada noche recibían alguna nueva amenaza. Para los bárbaros, la noche era una
oportunidad de tomar a los pobladores por sorpresa. Bajo el oscuro manto, los
hombres podían acercarse hasta el muro, tirar algunas flechas a los centinelas y
desaparecer. Los vigilantes se cubrían con cuero, pero aun así algunos hombres
murieron y otros resultaron heridos. Cuando los soldados llegaban con antorchas a la
muralla, los atacantes ya habían huido, y rara vez veían a alguien. Además de las
pérdidas humanas, esta estratagema mantenía a todos nerviosos y en vela.
Aquella noche Eskkar tenía poco que contarle a Trella. La había abrazado hasta
que cayó dormida, y luego se dio la vuelta y se quedó boca arriba despierto, pensando
en los sitiadores. Si tuviera suficientes hombres en la retaguardia —cien valdrían—,
podía atacar al enemigo y desbaratar el campamento, quemar los carros y ahuyentar a
los caballos. Pero no estaba en la retaguardia, estaba atrapado en Orak y no podía
salir.
Mientras tanto, los bárbaros continuaban con sus preparativos. Aquella idea lo
inquietaba, así que se levantó, se puso una túnica y salió del dormitorio.
Desplazándose sigilosamente, descendió a la planta baja, hasta llegar al patio. Allí
una antorcha ardía de forma permanente y sus guardaespaldas controlaban la zona,
vigilantes aún después de un largo día.
Saludó con un gesto a los que estaban en la mesa de mando y se encaminó hacia
la parte posterior de la casa. Se sentó en el banco, frente a los árboles donde Natram-
zar había sido torturado. Aquellos días parecían ya muy lejanos, un mero incidente
que ni siquiera valía la pena considerar.
***
***
***
***
***
Eskkar había dormido menos de dos horas cuando el dolor de su espalda lo despertó.
Por la ventana entraba un poco de claridad, que indicaba que el amanecer estaba
próximo. A pesar de la falta de sueño su mente parecía tan despierta como si hubiera
descansado toda la noche. Pero notaba dolorosamente cada músculo de su cuerpo
cada vez que se movía. El vendaje de su brazo se había deslizado un poco. Lo tocó
pero no encontró rastro de sangre fresca.
Se levantó tratando de no despertar a Trella y se vistió rápidamente. Cogió su
espada y se dirigió a la sala de trabajo, abrió la puerta que daba al piso inferior y se
encontró con Annok-sur, que subía para despertar a su ama.
Eskkar se llevó un dedo a los labios.
—Buenos días, Annok-sur —susurró—. Yo la despertaré. ¿Puedes subirnos el
desayuno y enviar a Bantor y a Gatus cuando lleguen?
—Capitán, Gatus me ha enviado a llamarte. Quiere que vayas a la puerta
principal.
La miró fijamente, pero ella no tenía nada que añadir.
—Súbele entonces algo de comer a Trella y asegúrate de que lo tome antes de
salir.
Eskkar regresó al dormitorio y se sentó en la cama. El movimiento hizo que su
esposa se diera la vuelta, aunque siguió durmiendo. Un poco más de luz entraba por
las ventanas y la iluminaba tenuemente. Yacía con una mano sobre la cabeza, con su
oscura cabellera cubriendo la almohada.
Cuando dormía, parecía una niña, demasiado joven para las obligaciones con las
que cargaba. Su vida y su futuro pendían del mismo hilo que el suyo, un hilo que
***
Eskkar fue primero al pozo para saciar su sed y lavarse la cara bajo la temblorosa
antorcha antes de volver a la cocina. El resplandor de una solitaria lámpara le
permitió ver a Bantor, Alexar, Grond y a algunos otros en torno a la mesa. Se unió a
ellos y todos comieron un poco de carne fría y bebieron la cerveza ligera que les
sirvieron las mujeres. Todos guardaban silencio, ensimismados en sus pensamientos,
esperando a que las estrellas comenzaran a palidecer. Cuando terminaron de comer,
guardaron unos trozos de pan en su bolsa antes de marcharse. Quizá no tuviera otra
oportunidad de comer en el largo día que se avecinaba.
En el patio Eskkar se encontró con Sisuthros comprobando que cada uno de los
hombres tuviera claro cuáles eran sus obligaciones y su puesto. Sisuthros no había
dormido en toda la noche. Se había ofrecido para patrullar la muralla y preparar a los
defensores, mientras el resto dormía unas pocas horas. En la luz titilante, Eskkar le
agradeció la larga noche de trabajo y le apretó el brazo como despedida.
Orak había dormido poco esa última noche, ya que se había corrido la voz de que
los bárbaros estaban reuniendo sus fuerzas y que atacarían al amanecer. Los
lugartenientes y los jefes de la aldea inspeccionaron a sus hombres y les ordenaron a
todos que estuvieran en su puesto con las primeras luces. El fuego de las cocinas se
encendió temprano. Los pobladores y los soldados tomaron insulsos alimentos en
silencio y en una oscuridad casi completa, y luego bebieron agua de las jarras,
A la caída del sol, Eskkar hubiera jurado que había hablado con todos los hombres
y mujeres que se encontraban dentro de las murallas de Orak, algo que lo dejó casi
tan agotado como el combate de la mañana. Mientras daba las gracias a los
pobladores, sus hombres trabajaban o cuidaban de los heridos. Más tarde Trella le
sirvió una cena sencilla, pero no quiso organizar una celebración. Habían muerto
demasiados y todavía quedaban guerreros furiosos más allá de las colinas.
Eskkar quería descansar, pero a pesar del día intenso y agotador, se sentía
inquieto. Decidió echar un último vistazo al campamento de Alur Meriki.
Acompañado por Trella y cuatro guardias, caminó por las calles, sin prestar atención
al bullicio reinante.
Cuando llegaron a la torre, la multitud de los alrededores había desaparecido.
Subieron los escalones, donde la sangre derramada empezaba a secarse. Desde la
parte superior pudieron contemplar los campos vacíos que olían a muerte.
Debajo, los hombres de Corio trabajaban en la puerta bajo la escasa luz, aunque
ya habían encendido hogueras, que alimentaron con los escudos de los Alur Meriki.
Los carpinteros martilleaban sin cesar, colocando tanta madera en la puerta que
parecía el doble de ancha que antes. Usaron los leños abandonados por los bárbaros.
El maestro carpintero había buscado en el poblado todo lo que pudiera ser de utilidad
para la reparación.
Sisuthros había despejado el foso de muertos enemigos, aunque a lo lejos todavía
quedaban cadáveres. Aquella tarea les llevó casi toda la tarde. Despojaron a los
cuerpos de todas sus pertenencias de valor, armas y ropas antes de lanzarlos al río. El
foso había sido aplanado, los surcos y agujeros tapados y las piedras retiradas. Habían
recuperado también las flechas. Las armas habían sido revisadas, limpiadas y
preparadas para un próximo ataque. Las piedras estaban de nuevo amontonadas.
Los muertos de Orak yacían en ordenadas filas cerca de la puerta del río. Al día
siguiente sacarían la barcaza de la aldea y la atarían de nuevo a las sogas. La primera
Y así comenzó la era de las ciudades amuralladas. Otras ciudades surgieron por
todo el territorio, cada una fortificada con su gran muralla y rodeada de granjas y
rebaños, convirtiéndose en los núcleos del comercio e industria locales. Esas ciudades
se enfrentaron unas a otras por la supremacía durante muchísimos años, alternándose
entre ellas para detentar el poder. Pero seiscientos años después de la batalla de Orak,
aproximadamente en 2500 a. C., los ejércitos reunidos bajo el mando del soberano de
la ciudad de Akkad conquistaron todas las tierras hacia el Sur, ocupadas por quienes
se llamaban a sí mismos sumerios. Los acadios derrotaron a los sumerios y
gobernaron durante muchos años. Los acadios habían logrado sus victorias, en primer
lugar, gracias a la habilidad y fuerza de su bien organizada infantería, equipada con
arcos poderosos y entrenada en la guerra de asedio. Fue la primera vez en la historia
que un ejército contaba con una infantería adiestrada en el manejo del arco.
La tierra que los acadios dominaron fue conocida por las naciones occidentales
como Mesopotamia, la tierra entre dos ríos. Dirigiendo esta primera conquista estaba
el primer gran rey de la historia escrita. Su nombre era Sargón y fue él quien
estableció el primer imperio, reuniendo con sus victorias no sólo sus propias tierras
sino también las limítrofes con Mesopotamia. Su hijo, también llamado Sargón,
extendería su imperio hasta alcanzar las costas del Mediterráneo al Oeste y la India
hacia el Este. Desde estos territorios, la influencia y el poder de las ciudades
amuralladas se extendió a nuevas tierras, incluida aquélla que sería conocida como
Grecia. Los griegos aprenderían mucho de sus vecinos del Este y edificarían muchas
ciudades amuralladas propias, entre ellas Atenas.
En el Este, la gran ciudad de Akkad perduraría durante muchas generaciones,
incluso antes de que el desplazamiento del Tigris originara el nacimiento de una
ciudad todavía más importante, Babilonia, que levantaría sus murallas más alto que
ninguna otra, Pero ésa es otra historia.
A veces, de forma inexplicable, las cosas salen bien. Este libro, que comencé hace
siete años, es un ejemplo de ello. Gracias a la ayuda y al apoyo de muchas personas,
fue escrito, corregido, criticado, reescrito, revisado, ampliado, reducido, vuelto a
revisar y simplificado de nuevo. Después de todo eso… bueno, ya se pueden hacer
una idea. Agradezco a todos aquellos que han colaborado con su lectura y sus
críticas.
Pero quiero, en primer lugar, dar las gracias a mi agente, Dominick Abel, que
creyó en la historia y me puso en contacto con mi editora en Harper Collins, Sarah
Durand. Sus sugerencias aportaron nuevo material, y en general me sirvieron para
pulir el manuscrito.
Tengo una especial deuda de gratitud con todos los que me ayudaron en los
comienzos. Vijaya Schartz, una excelente autora y ex presidenta de la Asociación de
Autores de Arizona, que marcó con paciencia y tinta roja mis primeros borradores,
junto a otros miembros de su grupo de escritores que criticaron mi trabajo durante
casi un año. También tengo mucho que agradecer a los componentes de mi propio
grupo de lectura, que se pusieron a mi disposición cada vez que los necesité. Sharon
Anderson, Marin Cox, Laura Groch (mi sobrina, editora del periódico), Jim Harper y
Rally Mise; todos han contribuido al resultado final.
Gracias también a Jim, por creer en el trabajo lo suficiente como para contactar
con Dominick Abel por su cuenta y, confiando en una amistad de hacía veinte años,
hacer llegar a las expertas manos de Dominick los primeros capítulos de mi obra.
Y antes de que me olvide, gracias a Gracie y Xena, mis gatas escritoras, cuyas
patas y uñas me ayudaron a superar muchos momentos difíciles ante la temida página
en blanco.
Por último, gracias al padre espiritual de esta historia, uno de mis escritores
favoritos, J. Michael Straczynski, autor y productor de la serie televisiva Babylon 5.
Sus alentadores correos electrónicos me mantuvieron firme cuando estaba a punto de
Sam Barone
Scottsdale, Arizona
Agosto, 2005