Tras El Buho de Minerva
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Tras El Buho de Minerva
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INDICE Prlogo Primera parte. La teora marxista en el capitalismo neoliberal: invalidacin o confirmacin? 1. El manifiesto comunista hoy: permanencias, obsolescencias, ausencias 2. Friedrich Engels y la teora marxista de la poltica 3. Posmarxismo? Crisis, recomposicin o liquidacin del marxismo en la de Ernesto Laclau 4. Los nuevos leviatanes y la polis democrtica
obra
Segunda Parte. Vicisitudes de los `capitalismos democrticosen Amrica Latina 5. Los dilemas de la modernizacin y los sujetos de la democracia 6. Quince aos de la modernizacin y los sujetos de la democracia 7. Problemas estructurales y desafos estratgicos de la izquierda: una desde la Argentina Eplogo Una teora social para el siglo XXI? Anexo Entrevista a Noam Chomsky Bibliografa
mirada
__________ Este libro es producto de una serie de investigaciones en torno de algunos interrogantes fundamentales relativos a la contradiccin entre capitalismo y democracia: las formas que asume este antagonismo, los equilibrios que admite y los lmites estructurales que el primero impone a la segunda. La gnesis de esas cuestiones remite a dos factores principales: por una parte, la lenta maduracin de una serie de preocupaciones ancladas en la tradicin de la teora y la filosofa polticas: por la otra, la ensima ratificacin de la incapacidad del capitalismo para garantizar, despus de dos dcadas de salvajes experimentos neoliberales, condiciones mnimamente decentes de existencia para la abrumadora mayora de las sociedades latinoamericanas. Es una de las metforas ms bellas de la historia de la filosofa, Hegel deca que el bho de Minerva slo despliega sus alas al anochecer. La teora y la filosofa, simbolizadas en el Bho de Minerva, siempre llegan tarde; slo se constituyen como conocimiento una vez que la vida real de las sociedades produjo los acontecimientos y las circunstancias que motivan la reflexin del terico y del filsofo. Este libro asume con humildad y realismo la sabidura de las palabras de Hegel. Pero simultneamente ratifica la centralidad de la tesis onceava sobre Feuerbach en la cual Marx establece que la misin de la filosofa, y por extensin de la teora social y poltica, no puede agotarse en la mera contemplacin del mundo sino que su deber es transformarlo. Parafraseando a Hegel podramos decir que en la oscuridad los contornos de una nueva sociedad de hombres y mujeres libres, emancipados de las cadenas que los ataban a toda forma de
explotacin y opresin. Una sociedad que, al decir de Marx, deja atrs la prehistoria y que al realizar su humanidad comienza a escribir su propia historia. Prlogo Atilio A. Boron Este libro es producto de una serie de investigaciones, empricas unas y de naturaleza terica otras, en las cuales he estado empeado a lo largo de los ltimos aos en torno a algunos interrogantes fundamentales relativos a la contradiccin entre capitalismo y democracia: las formas que asume este antagonismo, los equilibrios que admite y los lmites estructurales que el primero impone a la segunda. La gnesis de estas cuestiones remite a dos factores principales que entrelazan complejos itinerarios intelectuales con decisivas experiencias personales. Por una parte, la lenta maduracin de una serie de preocupaciones ancladas en la tradicin de la teora y la filosofa polticas. Las recientes transformaciones estructurales del capitalismo en realidad, su cruenta involucin como rgimen social una vez concluida la primavera keynesiana y el auge del economicismo impulsado por el predominio del "pensamiento nico" favorecieron dialcticamente la estimulante resignificacin de temas tales como la libertad, la democracia, la igualdad y la emancipacin, lo que permiti abordar viejos problemas con un renovado instrumental terico. El segundo factor tiene una naturaleza histrico-estructural y es de orden mucho ms prctico: remite a la ensima ratificacin de la incapacidad del capitalismo para garantizar, despus de dos dcadas de salvajes experimentos neoliberales, condiciones mnimamente decentes de existencia para la abrumadora mayora de las sociedades latinoamericanas. No slo so: nuestra historia reciente ha comprobado, una vez ms, que las contradicciones entre la democracia y el capitalismo son endmicas e irresolubles, y que entre nosotros asumen una variedad de formas que van desde lo grotesto hasta lo trgico. Como es fcil advertir, el nudo problemtico que se explora en las pginas encuentra su fuente principal de inspiracin en la obra de Marx, si bien tiene inocultables resonancias hobbesianas. En sntesis, la pregunta que recorre como un hilo rojo los sucesivos captulos del libro es la siguiente: qu tipo de "orden social" se ha instaurado en los capitalismos dependientes y qu posibilidades abre para la construccin de una buena sociedad y de un estado democrtico? Esta temtica es abordada desde la perspectiva totalizante propia del materialismo histrico, la que nos permite acceder a una visin superadora del atomismo, la fragmentacin y la ahistoricidad que caracteriza a las diversas corrientes del pensamiento burgus. El abordaje de este haz de problemas se realiza teniendo como indispensable teln de fondo la historia reciente del capitalismo latinoamericano. Lo anterior no significa ignorar las tendencias y los rasgos definitorios que prevalecen en las naciones industrializadas y, mucho menos, los signos distintivos que el capitalismo como sistema global ha adquirido en su fase actual. Sin embargo, la preocupacin central de esta obra es arrojar luz sobre las especificidades que el capitalismo neoliberal ha adquirido en la experiencia latinoamericana. En una de las metforas ms bellas de la historia de la filosofa Hegel deca, en el prrafo conclusivo de su "Prefacio" a la Filosofa del Derecho, que el bho de Minerva despliega sus alas al anochecer. La teora y la filosofa, simbolizadas en el bho de Minerva, siempre llegan tarde; slo se constituyen como conocimiento una vez que la vida real de las sociedades produjo los acontecimientos y las circunstancias que motivan
la reflexin del terico y del filsofo. De ah que Hegel estableciese un contrapunto inspirado en las palabras pronunciadas por Mefistfeles en el Fausto de Goethe: los tonos grises de la reflexin filosfica son siempre un pobre reflejo del verde rbol de la vida. Este libro asume con humildad y realismo la sabidura contenida en las palabras de Hegel acerca del inevitable retraso del pensamiento en relacin al ser, de las ideas en su conexin con la realidad social. Pero simultneamente ratifica la centralidad de la tesis onceava sobre Feuerbach en la cual Marx establece que la misin de la filosofa, y por extensin de la teora social y poltica, no puede agotarse en la mera contemplacin del mundo sino que su deber es transformarlo. La teora tiene, por lo tanto, una funcin prometeica: la liberacin del gnero humano de todas sus cadenas. Como conocimiento est condenada a "llegar tarde" y a reflexionar sobre lo ya existente, pero como creadora de utopas que presionan incesantemente sobre la frontera de lo posible la teora puede anticiparse a los hechos histricos y ser ella misma el precipitante ideal de los mismos. Parafraseando a Hegel podramos decir que en la oscuridad del capitalismo contemporneo el bho de Minerva tambin percibe con claridad los contornos de una nueva sociedad de hombres y mujeres libres, emancipados de las cadenas que los ataban a toda forma de explotacin y opresin. Una sociedad que, al decir de Marx, deja atrs la prehistoria y que al realizar su humanidad comienza a escribir su propia historia. El libro est dividido en dos secciones. La primera es eminentemente terica; la segunda es principalmente prctica y refiere a situaciones y procesos propios del capitalismo latinoamericano. En la primera parte se examinan algunos problemas centrales de la teora marxista con contribuciones que, en algunos casos, como en los dos primeros captulos, fueron precipitadas por las conmemoraciones del sesquicentenario del Manifiesto Comunista y por el centenario de la muerte de Friedrich Engels. En el primer caso se trata de un largo ensayo sobre la actualidad del Manifiesto cuya versin sumamente resumida fue presentada al Coloquio Internacional convocado en Pars en 1998 y que slo se encuentra disponible, en idioma ingls, en el disco compacto editado por los organizadores. Una primera y ms abreviada versin del captulo sobre Engels lo public en Buenos Aires la revista Doxa en 1996 (VII, nm. 16). El tercer captulo es una nueva respuesta a las imposturas del as llamado "postmarxismo", y su primera versin fue publicada en la Revista Mexicana de Sociologa , vol. 57, nm. 1, 1996. La presente ha sido revisada y expandida, y como tal aparece por primera vez en idioma castellano. El captulo cuarto es indito, y explora las renovadas contradicciones que la dinmica desbordante de los mercados capitalistas plantea a los regmenes democrticos. Ya en la segunda parte, el captulo quinto recoge un trabajo elaborado en los inicios de la transicin democrtica argentina y en el cual se plantearon algunas tesis heterodoxas que desafiaron el saber convencional de la ciencia poltica. Fue originariamente publicado en una compilacin realizada por Luis Aznar en 1986 y titulada Alfonsn. Discursos sobre el discurso. El captulo sexto examina los graves problemas de justicia distributiva que caracterizan a los capitalismos democrticos de la regin. Una primera redaccin fue presentada a la Convencin de la Latin American Studies Association reunida en Chicago, en 1998, y tambin al Primer Encuentro Nacional por un Nuevo Pensamiento. El captulo sptimo, indito, trata de arrojar alguna luz acerca de los obstculos con que se enfrenta la izquierda en la Argentina y que sirve de plataforma privilegiada para el examen de un conjunto de problemas de inters general y que trasciende un caso nacional. Finalmente, el Eplogo procura establecer cules deberan ser los rasgos ms importantes de la ciencia social en el siglo que comienza. Una primera versin de este trabajo fue presentado en el panel presidencial de la International Sociological Association (Montreal, 1999). El texto
finaliza con un apndice que nos ha parecido interesante reproducir aqu. Se trata de una entrevista a Noam Chomsky centrada en el tema de la tradicin liberal norteamericana que fue originariamente publicada en la revista Doxa en 1996. Todo libro es una empresa colectiva y ste no poda ser una excepcin. Un cuidadoso rastreo de mi deuda intelectual y personal culminara con un listado impresionante que, pese a ello, no estara a salvo de imperdonables olvidos. Por eso me limitar en esta ocasin a agradecer a Sabrina Gonzlez y a Daniel Kersffeld, quienes asumieron la tarea digna de Ssifo de coherentizar este escrito, revisar meticulosamente cada palabra y darle continuidad al conjunto de los captulos. Dems est decir que los errores que persistan se deben al empecinamiento del autor. Buenos Aires, 8 de octubre de 2000 1. El manifiesto comunista hoy: permanencias, obsolescencias, ausencias Atilio A. Boron Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesa recorre el mundo entero. [...] Mediante la explotacin del mercado mundial la burguesa le dio un carcter cosmopolita a la produccin y al consumo de todos los pases. Las antiguas industrias nacionales [...] son suplantadas [...] por nuevas que ya no emplean materias primas indgenas sino otras venidas de las ms lejanas regiones del mundo y cuyos productos no slo se consumen en el propio pas sino en todo el globo. La burguesa [...] se forja un mundo a su imagen y semejanza. Marx y Engels, 1848, pp. 23-24 Introduccin: por qu volver al Manifiesto?
Las palabras del epgrafe son un buen punto de partida para tratar de responder la pregunta precedente. A poco ms de ciento cincuenta aos de su publicacin, quien se proponga una lectura desprejuiciada del Manifiesto no podr dejar de asombrarse ante la increble actualidad de esas palabras y la pertinencia de ciertos pasajes para describir procesos y realidades que percibimos y padecemos en nuestros das. Claro que quien deseara actuar como "abogado del diablo" podra argir que si bien es cierto que la burguesa se forj un mundo a su imagen y semejanza, reconociendo que en eso Marx y Engels estuvieron en lo cierto, queda pendiente una pregunta distinta y an ms desafiante: tiene este mundo algo que ver con el pronosticado por los autores del Manifiesto?
En un medio intelectual y poltico como el latinoamericano, dominado por los sofismas y los extravos del neoliberalismo y el nihilismo posmoderno, habr muchos que querrn contestar rpidamente esta cuestin por la negativa, para as poder recluirse en el tratamiento de los temas que ms les apasionan: los delicados equilibrios de las cuentas fiscales, los insondables misterios de la "otredad", las caprichosas formas de lo efmero en el imaginario popular o las aparentemente inagotables capacidades de los discursos para generar sujetos sociales, para no citar sino apenas algunos de los problemas ms debatidos por el pensamiento hegemnico en las ciencias sociales. Otros, ms desafiantes, seguramente se preguntarn, con un tono entre fastidiado y
altanero: por qu molestarse en comentar, releer ni hablemos de leer para quienes todava no lo hicieron! o siquiera hablar del Manifiesto Comunista? Qu sentido tiene? Y, creyendo sin duda estar haciendo un planteo novedoso dirn que el marxismo ha muerto, ignorando que, como lo recuerda Michel Lwy, esta sentencia haba sido dictada por Benedetto Croce, el patriarca hegeliano de la cultura italiana. En 1907, Croce err burdamente al decir, apenas diez aos antes de la revolucin rusa que "el marxismo est definitivamente muerto para la humanidad" (1998, p. 161).
Estas posturas obedecen menos a una actitud "anti-marxista" o a un irrefrenable macarthismo que a la visceral repulsa que la "sensibilidad posmoderna" de nuestros das siente por la teora, los grandes relatos y, en general, por todo lo que huela a herencia del Iluminismo (Norris, 1997: pp. 34-39; 144-151; 180-182). Segn el posmodernismo sociolgico todo aquel arcaico mundo de verdades objetivas, estructuras, "leyes de movimientos" y causas se desvaneci como una niebla matinal poniendo al descubierto, en su reemplazo, una vistosa galaxia de fragmentos sociales, azarosas contingencias y fugaces circunstancias cuyas infinitas combinatorias provocaron la bancarrota no slo del marxismo sino de toda la herencia teoreticista del Siglo de las Luces. Tiene razn Terry Eagleton cuando asegura que, para la "sensibilidad posmoderna" las ideas marxistas son menos combatidas que ignoradas: no se trata de que stas sean equivocadas sino que, como aseguran sus crticos, se han vuelto irrelevantes, al igual que la cosmologa de Ptolomeo o la escolstica de Santo Toms de Aquino (1997 [b]: p. 17). El Muro de Berln ya fue demolido; la Unin Sovitica salt por los aires como producto de una gigantesca implosin y hoy es apenas un borroso recuerdo; el capitalismo y la democracia liberal parecen triunfar por doquier, segn lo asegura Francis Fukuyama; la vieja clase obrera fue pulverizada por el toyotismo y el posfordismo; los Estados capitularon ante la irresistible fuerza de los mercados globalizados; el Pacto de Varsovia se disolvi en el bochorno y el otrora llamado "campo socialista" desapareci de la arena internacional. Bajo estas condiciones, qu sentido tiene indagar si las ideas socialistas fueron o no verdaderas? Vale la pena referirse al Manifiesto slo porque este ao se cumple el sesquicentenario de su publicacin?
As (mal) planteadas las cosas el problema se disuelve en las brumas del "sentido comn" mejor, los lugares comunes del neoliberalismo y el posmodernismo y el problema terico queda definitivamente clausurado. Por eso, de lo que se trata es de plantear la pregunta de suerte tal que torne posible iniciar el camino del anlisis. En consecuencia, cmo problematizar la cuestin del Manifiesto?
En primer lugar, recordando que ms all de los avatares sufridos por lo que podra llamarse el "primer ciclo" de las revoluciones socialistas, nada autoriza a pensar que la tentativa de las masas populares de "tomar el cielo por asalto" se encuentre definitivamente cancelada. Dos razones avalan esta presuncin: por un lado, porque las causas profundas que produjeron aquellas irrupciones tal vez prematuras, seguramente fallidas del socialismo siguen siendo hoy ms vigentes que nunca. La vitalidad de los ideales y la utopa socialista se nutre a diario de las promesas incumplidas del capitalismo y de su imposibilidad estructural para asegurar el bienestar de las mayoras. Otra sera la historia si ste hubiera dado pruebas de su aptitud para transformarse en
una direccin congruente con las exigencias de la justicia y la equidad. Pero, si algo ensea la historia de los ltimos veinte aos, la poca de oro de la reestructuracin neoliberal del capitalismo, es precisamente lo contrario: que ste es "irreformable" y que si se produjeron progresos sociales y polticos muy significativos durante la luminosa expansin keynesiana de la posguerra en donde el capitalismo ofreci todo lo que puede ofrecer en trminos de derechos ciudadanos y bienestar colectivo aqullos no nacieron de su presunta vocacin reformista sino de la fortaleza del movimiento obrero, los partidos de izquierda y el campo socialista tras la derrota del fascismo. Una vez que estos factores se debilitaron, o desaparecieron, el supuesto impulso progresista y democratizador del capitalismo se esfum como por arte de magia, y en su lugar aparecieron los partidos neoconservadores con su obstinacin por revertir, hasta donde fuese posible, los avances logrados en los aos de la posguerra. Los resultados de tales polticas han sido deplorables, especialmente en la periferia capitalista y, en menor medida, en los pases del centro que aplicaron con mayor empecinamiento la receta neoliberal, como el Reino Unido y Estados Unidos (Sader y Gentili, 1997). Como veremos ms adelante dicha reestructuracin ha tenido connotaciones sociales tan regresivas que la validez del socialismo como "crtica implacable de todo lo existente" sigue siendo tanto o ms contundente que antes.
Pero detengmonos un minuto y formulemos otra hiptesis: an cuando el socialismo hubiera fracasado irreparablemente en sus diversas tentativas a lo largo del siglo xx, y suponiendo tambin que el capitalismo hubiera logrado erradicar algunos de sus principales problemas, cmo asegurar que nuevas revueltas no habran de producirse en el futuro? La historia de las revoluciones burguesas es muy aleccionadora en este sentido. Entre los primeros ensayos que tuvieron lugar en las ciudades italianas a comienzos del siglo xvi y la revolucin inglesa de 1688 la primera revolucin burguesa triunfante! mediaron casi dos siglos de intentos fallidos y derrotas aplastantes. Si bien el primer ciclo fue coronado por la frustracin, ms tarde habra de iniciarse otro caracterizado por una larga cadena de exitosas revoluciones burguesas. Ante lo cual surge la pregunta: por qu suponer que las revoluciones anti-capitalistas tendran tan slo un ciclo, agotado el cual desapareceran para siempre del escenario de la historia? No existe fundamento alguno para sostener dicha posicin, salvo que se adhiera a la tesis de Francis Fukuyama sobre el "fin de la historia", tesis que, dicho sea de paso, no la sostiene ningn estudioso medianamente serio de estos asuntos. Siendo esto as, por qu no pensar en un reflujo transitorio si bien prolongado, como en el caso de las revoluciones burguesasms que en el ocaso definitivo del socialismo?
En cierto sentido sta es la posicin recientemente defendida por John Roemer en un polmico trabajo cuando afirma que el fracaso de un experimento socialista muy peculiar, el modelo sovitico, "que ocup un perodo muy corto en la historia de la humanidad" para nada significa que los objetivos de largo plazo del socialismo, a saber: la construccin de una sociedad sin clases, se encuentren condenados al limbo de lo imposible. Tal visin es considerada por este autor como "miope y anti-cientfica": (a) porque confunde el fracaso de un experimento histrico con el destino final del proyecto socialista; (b) porque subestima las transformaciones radicales que la sla presencia de la Unin Sovitica produjo en nuestro siglo y que, a travs de complejos recorridos, hicieron posible un cierto avance en la direccin del socialismo. Dice Roemer: Partidos socialistas y comunistas se formaron en cada pas. No puedo evaluar los
efectos globales de esos partidos en la organizacin poltica y sindical de los trabajadores, en la lucha antifascista de los aos treinta y cuarenta, y en la lucha anticolonialista de los aos de posguerra. Pero bien podra ser que el advenimiento del Estado de Bienestar, la socialdemocracia y el fin del colonialismo se deban, en su gnesis, a la revolucin bolchevique (1994, pp. 25-26).
Pero ms all de la visin que nos propone Roemmer hay otras buenas razones para retornar, una vez ms, a la lectura del Manifiesto. Porque, no siendo un texto concebido como una obra de carcter terica como El capital, por ejemplo la influencia que ha ejercido sobre las masas obreras y campesinas de prcticamente todo el mundo no tiene parangn en la historia. Es el documento fundacional del mayor movimiento de masas de la historia universal, por lo menos hasta ahora. Tanto es as que an un acrrimo crtico del marxismo como Ludwig Von Mises ha observado que el socialismo, ampliamente definido, fue un movimiento que, como ningn otro, logr concitar la adhesin de un heterogneo grupo de hombres y mujeres de las ms diversas condiciones sociales, superior inclusive en su universalidad, a la alcanzada por el cristianismo. Segn este autor se trata del "ms potente movimiento de reforma jams conocido en la historia, la primera tendencia ideolgica no limitada a un segmento de la humanidad sino que es apoyada por gentes de todas las razas, naciones, religiones y civilizaciones" (1947, p. 124). An cuando pudiera demostrarse que los tiempos del socialismo se habran irreversiblemente agotado seguiran existiendo poderosos argumentos para, aunque sea tan slo movidos por una sana curiosidad intelectual, asomarse al re-examen del texto fundacional de un movimiento de masas de tal envergadura.
Pero hay adems una justificacin adicional y, quizs, ms contundente. Para desilusin de los crticos del Manifiesto, muchos de los cambios y las transformaciones experimentadas por el capitalismo en los ltimos veinte aos no han hecho otra cosa que revalidar algunas de sus tesis fundamentales. Es por eso que la conmemoracin de su sesquicentenario difcilmente podra haber coincidido con una coyuntura histrica ms apropiada. En efecto, si en los aos cincuenta o sesenta la visin que propona el Manifiesto sufra los duros embates de un capitalismo que, en la posguerra, apareca como dispuesto a recontruirse democrtica e igualitariamente y de ah la proliferacin de los discursos acerca del "fin de la lucha de clases" o la "muerte de las ideologas", el paisaje de los aos noventa nos muestra, por el contrario, el avance incontenible de los rasgos y manifestaciones ms regresivas de este modo de produccin. La consolidacin de los monopolios, el aumento de la polarizacin social (no slo en los capitalismos de la periferia sino tambin en los centros metropolitanos), la universalizacin del fenmeno de la pobreza, la degradacin del trabajo humano y del medio ambiente, el resurgimiento del racismo y la creciente desigualdad internacional que abre un abismo entre los pases industrializados y las naciones que componen el 80% de la poblacin mundial son otras tantas pruebas, irrebatibles y contundentes, que atestiguan la vigencia de los diagnsticos y pronsticos fundamentales formulados por Marx y Engels en los lejanos das de febrero de 1848.
Si durante el apogeo del reformismo keynesiano de la posguerra las ms sombras predicciones del Manifiesto parecan haber sido definitivamente superadas, la
recomposicin neoliberal, al lanzar una brutal ofensiva contra la clase trabajadora, desand el camino y restaur ciertas prcticas y rasgos estructurales que haban sido abandonados desde la dcada del treinta ratificando, de paso, la justeza de las previsiones del Manifiesto. Aquella afirmacin, por ejemplo, que deca que el Estado no es otra cosa que el comit que administra los negocios conjuntos de la burguesa pareca una simplificacin inaceptable a la luz de los compromisos de clase gestados durante los aos de la posguerra y la dinmica del estado keynesiano. Sin embargo, con la restauracin conservadora de los aos ochenta, qu otra cosa sino so es el estado capitalista de nuestros das? No fueron los de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, acaso, gobiernos que actuaron slo orientados por la necesidad de satisfacer exclusivamente los intereses del big business? Y qu decir de las "nuevas democracias" latinoamericanas, que abrazaron con ardor el neoliberalismo condenando a sus pueblos a la exclusin social, a renovadas penurias econmicas e injusticias de todo tipo? En un libro excelente y controversial, Juan Ramn Capella sostiene que la "perennidad" del Manifiesto se nutre del impulso moral que lo inspira y que lo lleva a aborrecer toda injusticia. No estamos de acuerdo con esta frmula, porque antes y despus del Manifiesto hubo textos de diverso tipo que tambin detestan la injusticia y sin embargo no han gozado de la influencia y el reconocimiento del que aqu nos ocupa. A nuestro juicio Capella no subraya con el suficiente nfasis que este talante tico se despliega, a diferencia de anteriores impugnaciones al orden social existente, en un doble movimiento: por un lado en un esfuerzo sistemtico y riguroso dirigido a analizar cientficamente la sociedad capitalista, conocer sus "leyes de movimiento" y, a partir de all, elaborar una propuesta de superacin en consonancia con los enunciados de la onceava tesis sobre Feuerbach. Por otro lado, en el nfasis asignado a aquello que Capella denomina "la referencia principal" del Manifiesto: su preocupacin obsesiva por el tema de la explotacin, cuestin que lejos de haber sido erradicada no hizo sino acentuarse con el paso del tiempo, contribuyendo de esta manera a preservar la frescura original de aquel texto (1993, p. 158). Talante tico ms anlisis cientfico: so es lo que permite comprender que el Manifiesto pueda ser justamente considerado como un documento a la vez histrico y actual, como una cuidadosa radiografa de las injusticias e inequidades del capitalismo de finales del siglo xx. Esto es lo que trataremos de demostrar en las pginas que siguen.
En 1848 Europa estallaba en llamas. El principal incendio se produjo, naturalmente, en Francia y ms exactamente en Pars. La tradicin revolucionaria de 1789 segua encendida, y por debajo de las cenizas aparentemente fras de la restauracin monrquica ardan las brasas que provocaran la hoguera de 1848. A esa cita acudi, post festum y sofocado por la aceleracin de los tiempos de la revolucin, el Manifiesto.
La historia es bien conocida, y no hace falta repetirla aqu. Ya en diversos artculos publicados entre 1846 y 1847 Marx y Engels haban pronosticado el estallido de la revolucin europea. De acuerdo a lo que plantea Fernando Claudn en un notable trabajo de reconstruccin terica, la insurreccin polaca de comienzos de 1846, la victoria de
los cantones democrticos sobre los clericales en la guerra civil suiza de finales de 1847, el triunfo de los liberales en las elecciones belgas de ese mismo ao y la agitacin insurreccional que se apodera de Italia en su lucha contra la ocupacin austraca se suman al rpido deterioro de la coyuntura poltica en Francia y Alemania. Si a sto se le agrega el formidable ascenso del cartismo nada menos que en Inglaterra, el pas que haba sorteado el vendaval revolucionario que sigui a la Revolucin Francesa, se comprende muy fcilmente las optimistas perspectivas avizoradas por Marx y Engels en sus escritos de la poca (Claudn 1975 [b]: p. 11-14; Lwy, 1974). En resumen, las diversas previsiones, sobre todo de Engels, que haba estado haciendo un seguimiento muy pormenorizado de la coyuntura poltica en los principales pases europeos, confirman la proximidad de la revolucin, tesis que mueve a la Liga de los Comunistas a encomendar a Marx y Engels la redaccin de un programa poltico para orientar las fuerzas de la clase obrera en el nuevo perodo de auge revolucionario. En el ms importante de esos escritos, Los movimientos de 1847, Engels celebra los grandes avances de la burguesa como otros tantos pasos necesarios para acelerar el advenimiento de la revolucin socialista. Es por eso que acude a la frmula que su ntimo amigo, el poeta alemn Heinrich Heine, utiliza en El caballero Olaf para advertirle a la burguesa que su verdugo la espera tras la puerta. En un prrafo que constituye una buena sntesis del argumento que luego aparecera en el Manifiesto, Engels afirma que: No podemos por menos que sonreir irnicamente cuando vemos con que terrible celo y que pattico entusiasmo persiguen sus metas los burgueses. Esos seores creen de veras que trabajan para ellos mismos (cuando) lo que hacen es abrirnos en todas partes el camino a nosotros, a los demcratas y comunistas. [...] Por el momento nos sois necesarios [...] tenis la misin de limpiarnos el camino de los residuos de la Edad Media y de la monarqua absoluta, de acabar con el patriarcalismo. [...] En pago de ello dominaris durante un breve tiempo [...], pero no lo podris olvidar: "El verdugo os aguarda a la puerta" (1847, pp. 670-671).
A la luz de estos pronsticos, la prediccin de Marx y Engels era que la revolucin proletaria se producira "a continuacin de un breve perodo de dominacin burguesa, en el caso alemn; de la fugaz victoria de una fraccin burguesa sobre la otra, en el caso francs, y de la batalla directa entre proletariado y burguesa, en el caso ingls, precisamente por ser ste el pas en el cual el antagonismo entre burguesa y proletariado haba alcanzado mayor desarrollo" (Claudn, 1975 [b]: p. 15). El Manifiesto, dice este autor, no slo se encamina a fundamentar tericamente estos diagnsticos sino que va ms all toda vez que plantea una tesis radicalmente avanzada y que a la postre resultara errnea, como Marx y Engels lo reconocieron aos despus: que la dominacin de la burguesa haba llegado a sus lmites histricos en Occidente y que, por eso mismo, la revolucin proletaria ya estaba a la orden del da.
Ante los sntomas evidentes que anunciaban la inminencia de la revolucin en Europa la Liga de los Comunistas, una organizacin obrera internacional que dadas las circunstancias de la poca actuaba en la clandestinidad, encomienda a Marx y Engels, segn stos narran en el "Prlogo" a la edicin alemana de 1872 del Manifiesto, "que redactaran un programa detallado del Partido, a la vez terico y prctico, destinado a la publicacin" (1872, p. 12). Enfrascados en diversas labores de la militancia nuestros autores dejaron pasar el tiempo hasta que lleg el ultimtum de Londres, sede de la
Liga, en donde se conminaba a Marx a producir el citado documento bajo amenaza de que si ste "no llegaba a Londres antes del martes 1 de febrero del corriente ao se tomarn contra l otras sanciones" (Roces, 1949, p. 51). Pese a las amenazas, Marx y Engels slo se pusieron a trabajar en la preparacin del Manifiesto a principios de febrero, y luego de ardua labor el da 23 de ese mismo mes apareca publicado en Londres, en lengua alemana y en coincidencia con el estallido de la revolucin en Pars. Si bien ambos trabajaron en la elaboracin del argumento previamente esbozado en un texto preparado por Engels Principios del Comunismo la redaccin final del mismo, como es notorio, sali ntegramente de la pluma de Marx. No obstante ello ste siempre se preocup por dejar en claro que el citado texto "fue redactado por Engels y por m", como dice en el clebre "Prlogo" a su Crtica de la Economa Poltica.
Tal como lo sealara Antonio Labriola medio siglo ms tarde, el Manifiesto es, pues, la "partida de nacimiento" del moderno proletariado industrial. En l se sintetizan por primera vez, en un lenguaje llano y accesible para los trabajadores, los lineamientos generales de la concepcin materialista de la historia. sta vena siendo independientemente elaborada por los dos amigos: Engels con sus pioneros estudios sobre la condicin de la clase obrera en Inglaterra, Marx con su crtica al misticismo filosfico hegeliano y, posteriormente, en sus primeros estudios sobre el pensamiento econmico realizados durante su estada parisina y a instancias de Engels.
Pero el Manifiesto significa algo ms. Es la certificacin de un encuentro largamente postergado: el que se produce entre el comunismo como teora cientfica, liberada ya del lastre que significaban las arcaicas concepciones romnticas e idealistas cristalizadas en la vieja divisa del movimiento obrero anterior a 1848: "todos los hombres son hermanos", que sera reemplazado por el de "Proletarios de todos los pases, unos!" y las luchas y organizaciones del proletariado. El comunismo deja de ser una doctrina abtrusamente filosfica y se convierte en un programa terico-prctico de gobierno, y la lucha del proletariado pasa a inscribirse en un marco ideolgico que le permite trascender los particularismos y las especificidades locales hasta adquirir una proyeccin universal (Roces, 1949, p. 19).
El fracaso de las revoluciones proletarias en 1848 influy negativamente sobre la inmediata diseminacin del Manifiesto. George D. H. Cole observa que "el Manifiesto era escasamente conocido durante las turbulencias revolucionarias de 1848" (1953, p. 247). Sin embargo, con el transcurso de los aos su divulgacin y la influencia de sus ideas como lo anotaba von Mises habran de adquirir proporciones realmente extraordinarias. A la primera edicin, aparecida como un panfleto annimo de 23 pginas, escrito en alemn y publicado originalmente en Londres habran de sucederle, hasta 1918, 544 ediciones en una diversidad babilnica de lenguas que abarca todo el planeta. Como bien lo observa Bob Beamish, tamaa divulgacin del Manifiesto "super las fantasas ms alocadas de sus ms optimistas adherentes" (1998, p. 233). No obstante, sto no se produjo de la noche a la maana: si el Manifiesto "lleg tarde" a algunas de las barricadas de 1848, en la segunda mitad del siglo xix comenz a ser "ledo por trabajadores socialistas, comunistas y anarquistas, pues suscitaba adhesin en todas las tendencias del movimiento obrero. [...] Se comentaba en trastiendas y en tabernas, en talleres y en barricadas. Los agitadores bakuninistas lo lean de viva voz a
los braceros andaluces" (Capella, 1993, p. 157). La clandestinizacin de las organizaciones de izquierda no fue obstculo a la lenta pero creciente difusin alcanzada por ese documento. En 1872, en el nico prlogo que escriben Marx y Engels a una nueva reedicin del Manifiesto, se consigna que desde 1848 el citado texto se haba reeditado "por lo menos doce veces" en idioma alemn. En la prolongada resistencia que se inicia luego de la derrota de la revolucin el Manifiesto se convierte en el texto fundamental del proletariado europeo y desde all habra luego de proyectarse sobre Asia, frica y Amrica Latina. 1898 El "Bernstein-Debatte"
Sin embargo, pese a su extraordinaria fortuna editorial al cumplirse medio siglo de su aparicin, en 1898, se observa una situacin paradojal: ninguna de las grandes cabezas del marxismo de la Segunda Internacional consider necesario escribir obra alguna dedicada a recordarlo, reexaminarlo o, simplemente, a homenajearlo. Hubo, sin embargo, una excepcin: la del marxista italiano Antonio Labriola, que escribi un pequeo ensayo intitulado En Memoria del Manifiesto Comunista. Ni Lenin, ni Plejnov en Rusia; ni Kautsky, Bernstein o Rosa Luxemburg en Alemania se dedicaron al tema, salvo alguna que otra referencia marginal en algunos de sus textos. Cules fueron las razones de esta sorprendente omisin?
Veamos, en primer lugar, las caractersticas del contexto histrico inmediato. A medio siglo de su publicacin el Manifiesto encuentra al capitalismo en las fases iniciales de una muy vigorosa recuperacin cuyo apogeo sera luego recordado como la belle poque y ms ominosamente, como la antesala de la Primera Guerra Mundial. En efecto, la por entonces denominada "Gran Depresin", que se iniciara poco despus de la guerra franco-prusiana y la Comuna de Pars, comenz a ceder terreno hacia finales de los aos ochenta para alcanzar, ya en la ltima dcada del siglo, las caractersticas de un boom econmico impresionante en el cual pases todava rezagados en lo tocante al surgimiento y consolidacin de una economa capitalista se incorporaron activamente a la ascendente marea del comercio internacional. ste, favorecido por el sostenido aumento de la oferta de productos agropecuarios a bajo costo y la maduracin de los formidables desarrollos del transporte martimo y terrestre, facilit el despertar capitalista en Italia, Rusia y Japn y gran parte de la periferia asitica y latinoamericana, mientras que el desarrollo de las metrpolis europeas cobraba nuevos bros gracias a los avances del colonialismo en frica y Estados Unidos se hacan de sus primeras colonias luego de la guerra con Espaa en 1898. ste es el cuadro que, en trminos generales, tiene ante sus ojos Friedrich Engels cuando escribe su luminosa "Introduccin" a La lucha de clases en Francia de Karl Marx. En dicho texto Engels sienta las bases para una profunda revisin de algunos de los contenidos del Manifiesto y, muy especialmente, de aquellas afirmaciones que vaticinaban el prximo agotamiento de la dominacin burguesa y la inminencia de la revolucin proletaria. Tal como lo veremos en el prximo captulo, el llamado "testamento poltico" de Engels es una precoz anticipacin de la reelaboracin terica que, en una obra de muy largo aliento, ira a desarrollar en los aos treinta Antonio Gramsci en sus reflexiones sobre el "estado ampliado" y la "guerra de posiciones".
Es por esto que lejos de meditar sobre las viejas tesis del 48, el pensamiento socialista de esos aos dirige su atencin hacia las imprevisibles consecuencias que tendra esta inesperada recuperacin del capitalismo finisecular. La obra que de alguna manera atrae la atencin de las mejores cabezas de la Segunda Internacional es, sin duda alguna, la serie de artculos que a partir de 1896, un ao despus de la muerte de Engels, comienza a publicar Edouard Bernstein en Die Neue Zeit, el rgano terico de la socialdemocracia alemana dirigido por Karl Kautsky. Bernstein se haba exiliado desde 1881 por causa de la legislacin antisocialista de Bismarck; estuvo primero en Suiza, donde fue el editor de El Socialdemcrata, el peridico clandestino del partido que ingresaba de contrabando en grandes cantidades a Alemania, y a partir de 1888 se radica en Londres, donde traba gran amistad con Engels. En los citados artculos Bernstein desarrolla algunas tesis que motivan las iras no slo de la izquierda de la socialdemocracia sino tambin de la propia dirigencia del partido. sta era en la prctica fuertemente reformista, pero en el plano doctrinario se mostraba como lo atestiguan los casos de August Bebel y Wilhelm Liebknecht, viejos amigos de Engels y no slo camaradas de partido sumamente intransigente ante cualquier tentativa de "revisar" el marxismo. Lo que sigue es conocido en la historia de la Segunda Internacional como el BernsteinDebatte. El congreso del Partido Socialdemcrata Alemn (SPD), celebrado en Hanover en 1898, condena las tesis de Bernstein, y lo mismo hace el que se rene dos aos despus en Lbeck. Pero, curiosamente, el hereje no es expulsado del seno de la iglesia, y poco despus habra de ser elegido diputado por el SPD al Reichstag. En todo caso, a comienzos de 1899, Bernstein contraataca con la publicacin de lo que habra de pasar a la historia como el "manifiesto revisionista" por excelencia: su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. Las rplicas no se hicieron esperar y en ese mismo ao Kautsky publica La doctrina socialista y Rosa Luxemburg hace lo propio con Reforma o revolucin social? Ms tarde, una voz surgida desde la periferia atrasada de Europa intervendra tambin en ese debate. Se trata de un joven dirigente de la socialdemocracia rusa, V. I. Lenin, que hasta entonces no se haba hecho presente en las controversias que se producan al interior del partido dirigente de la Segunda Internacional. Su obra era desconocida salvo para unos poqusimos intelectuales del SPD. En 1902 Lenin da a conocer un libro, Qu hacer? que, con el correr de los aos se convertira en una de las ms significativas y polmicas aportaciones al debate terico marxista suscitado por las tesis revisionistas de Bernstein.
En pocas palabras, en el fragor de este debate el cincuentenario del Manifiesto pasa prcticamente desapercibido. La excepcin, como decamos ms arriba, la constituye la obra del filsofo e historiador de las ideas italiano Antonio Labriola, profesor de la Universidad de Roma. En realidad, su trabajo es parte de una obra de gran aliento, publicada entre 1895 y 1896 en cuatro volmenes, sobre la historia y la teora marxistas. Despus de desechar la validez de cualquier tentativa de reexaminar al Manifiesto a la luz de la pertinencia del programa de gobierno expuesto en el final del captulo segundo, o de las crticas a la literatura socialista y comunista desplegadas en el tercer captulo, Labriola afirma con razn que "el nervio, la substancia, el carcter decisivo de esta obra residen ntegramente en la nueva concepcin histrica que la anima y que, en parte, el propio Manifiesto analiza y desarrolla" (Labriola, 1949: p. 304). Su trabajo, sin embargo, se sita claramente antes del estallido de la polmica revisionista que, sorprendentemente, no encuentra eco alguno en sus pginas. Su vinculacin personal con Engels (a quien le agradece el envo de una copia de la edicin original del
Manifiesto publicada en Londres en 1848) seguramente le permiti acceder a algunos de los materiales preparatorios de la "Introduccin" que aqul publicara pocos meses antes de morir. Es por eso que el argumento de Engels suena como msica de fondo en ciertos pasajes de Labriola, como cuando ste afirma que ante el perfeccionamiento de la tcnica militar con que hoy cuenta la burguesa "no tiene ya razn de ser la tctica de las sublevaciones", razonamiento que simplifica burdamente lo que Engels plantea de modo mucho ms sutil (1949, p. 333). Ms fidelidad al legado engelsiano revela Labriola cuando asevera que dada la complejidad del estado y la poltica modernas la conquista del poder poltico no pueden ni deben hacerla algunas minoras en representacin del proletariado. Tamaa empresa "no puede ser nunca un golpe de mano" mediante el cual una valiente y avanzada minora se instale "en el edificio de un ayuntamiento tomado por sorpresa" (1949, pp. 333-334). 1948 El Manifiesto en los inicios de "la poca de oro" del capitalismo
La historia se repite: tal como ocurriera en su cincuentenario, al cumplirse un siglo de la publicacin del Manifiesto el capitalismo se encuentra en los umbrales de un perodo de auge econmico de caractersticas extraordinarias. Se trata de un ciclo ascendente muy especial: nada menos que la "poca de oro" en los cinco siglos de historia del modo de produccin capitalista. Si bien en el pasado se conocieron perodos de auge, haban sido ms breves y, adems, beneficiaban a regiones muy especficas del planeta: el boom de algunas economas se daba simultneamente con el estancamiento o inclusive la recesin de otras. La diferencia con el perodo al cual nos estamos refiriendo es que, tal como lo afirma Angus Maddison, "el crecimiento de la renta per cpita se aceler en todas las regiones del mundo y en la prctica totalidad de los pases" (1990, p. 13). poca de oro precisamente por esto: porque nunca tantas economas, de las ms diversas regiones del planeta, crecieron tanto y durante tanto tiempo. Por una de esas ironas de la historia ese proceso, en trminos estrictos, comienza precisamente en el ao 1948. Cuando el Manifiesto cumpla cien aos el desempeo de las economas capitalistas pareca dispuesto a sepultarlo definitivamente.
Claro que este cuadro estara incompleto si se dejara de sealar un dato de fundamentalsima importancia: el auge capitalista en el centro, que en su empuje ascendente arrastraba a casi todas las economas del planeta, se produca al mismo tiempo que el mundo asista a la consolidacin de un bloque de pases autodenominados "socialistas" liderados por la Unin Sovitica. La Unin Sovitica haba logrado salir airosa de una prueba de fuego de inigualable rigor: la invasin del ejrcito alemn, hasta ese momento una imbatible maquinaria de guerra que haba sojuzgado a toda Europa en pocos meses. La Unin Sovitica no slo haba logrado repeler la invasin de las tropas nazis sino que, en su contraofensiva, lleg hasta el corazn mismo de Berln. Como si sto fuera poco, Asia asista a los dolores de parto de una nueva era signada por la fuerza irresistible de dos procesos simultneos, a veces independientes y otras combinados: la descolonizacin y la revolucin social. Los dos gigantes asiticos, la India y la China, se debatan entre ambos, agitando considerablemente las aguas del sistema internacional.
La coyuntura de 1948, entonces, amalgam el auge capitalista con la irrupcin de un conjunto de pases cuyas estructuras econmicas y sociales, cuyas polticas y cuyos objetivos nacionales se inspiraban presuntamente en las enseanzas de Marx y Engels. Paradojalmente, en el momento de su ms febril expansin, el espacio mundial del capitalismo se reduce significativamente; primero con la Unin Sovitica y las "democracias populares" europeas y, ms tarde, en 1949, con las abrumadoras consecuencias del triunfo de la revolucin socialista en China. Sin embargo, si bajo condiciones ideales sto debera haber favorecido una reflexin medular en torno al significado epocal del Manifiesto toda vez que la dinmica subversiva de la propia sociedad burguesa era potenciada por las inesperadas revoluciones producidas en "Oriente" lo cierto es que nada de esto ocurri. Una clave para entender esta frustracin, no la nica pero s la que, a nuestro juicio, tiene mayor importancia se encuentra en la consolidacin del estalinismo como versin fosilizada de un marxismo disecado, embalsamado, que perdi toda su savia vital y el impulso "crtico de todo lo existente" que le haban insuflado sus creadores. Tal como lo observa Robin Blackburn, a partir del perodo 1927-1931, cuando se resuelve definitivamente en favor de Stalin la "crisis de sucesin" abierta por la prematura muerte de Lenin, el rgimen sovitico degener en un poder totalitario "con colectivizacin forzada, un frentico culto de la personalidad, la criminalizacin de toda oposicin, la omnipresente influencia de la polica secreta y la imposicin de un monoltico marxismo-leninismo en todas las reas de la vida" (1991, p. 196). El marxismo se convirti en una "ideologa de estado" y el jefe de ste en el mximo intrprete oficial de aqul. Esto fue impdicamente explicitado cuando, al publicar los Fundamentos del leninismo, Stalin adujo la obligacin que tenan los discpulos entre los cuales se autoasign un lugar descollante de completar la obra terica dejada inconclusa por Marx, Engels y Lenin. A la luz de estas realidades y teniendo en cuenta que 1948 se inscribe precisamente en el apogeo del estalinismo con la victoria militar rodeando con un halo glorioso la figura del "padre de los pueblos" y los partidos comunistas de todo el mundo sometidos a la asfixiante tutela del partido sovitico no debera causar mayor extraeza la indiferencia con que transcurri el centenario del Manifiesto.
Es sintomtico que el mensuario francs Les Temps Modernes, que en esa poca congregaba en torno a la figura de Jean-Paul Sartre por entonces miembro del Partido Comunista Francs (PCF) a los intelectuales de izquierda ms importantes de Francia, no publicara ni un slo artculo en referencia al Manifiesto. El sorprendente silencio de la mencionada publicacin fue absoluto y total, como en general ocurri en todo el resto de Europa. En el Reino Unido slo la revista fabiana Socialist Commentary public una breve nota a cargo de Bernhard Reichenbach en donde la "conmemoracin" del centenario del Manifiesto fue apenas un pretexto para anunciar su liquidacin terica. Segn Reichenbach lo "esencial" de la teora marxista haba sido refutado por la historia: "ni la teora de la plusvala, o la de la pauperizacin de las masas, o la ley de desenvolvimiento de la sociedad o la visin de que las ideas son un simple reflejo de las condiciones econmicas" (sic) fueron capaces de resistir el desfavorable veredicto de la historia. Qu es lo que permanece, pues, del Manifiesto? Su demanda de igualdad econmica y su llamamiento a los trabajadores y los explotados para que se liberen de sus verdugos (1948, p. 111).
En Italia, conviene recordarlo, el propio Partido Comunista Italiano (PCI) se las vea en figurillas en esos aos para publicar los Cuadernos de la crcel de Antonio Gramsci, dado que los desarrollos tericos del marxismo que propona el italiano se situaban en las antpodas de la construccin incurablemente dogmtica del Diamat estalinista. La "solucin" no fue otra que descuartizar el escrito gramsciano y fabricar con sus partes los cinco libros que, para la fecha que estamos analizando, ira a publicar no la propia casa editora del PCI sino una editorial comercial como la Einaudi de Torino. Recin despus de comenzado el "deshielo ideolgico", aos despus de la muerte de Stalin, se atrevera el ms poderoso partido comunista del mundo occidental a publicar las obras completas de su fundador en su propio sello editorial. Qu tienen en comn los silencios de franceses, ingleses e italianos? Sencillamente, que en el apogeo del estalinismo no haba el menor espacio para discutir temas centrales de la teora marxista tal y como los mismos aparecan en el Manifiesto. Si los mandarines del Kremlin no se pronunciaron sobre el tema al cumplirse el primer siglo de su aparicin, y si Stalin no haba escrito nada al respecto, no haba ms nada que conversar.
Las razones de esta verdadera "noche negra" de la teora marxista son mltiples y sera muy largo de explorar aqu. En todo caso tienen que ver con: (a) la perversin de lo que Perry Anderson llamara el "marxismo occidental", ensimismado a partir de la derrota de la revolucin en Occidente en la primera posguerra en abstrusas elaboraciones metafsicas muy alejadas de la inmediatez de la coyuntura y de la lucha poltica; y (b) los legados de la lucha antifascista, que acall a buena parte de los intelectuales marxistas que no queran (y tenan buenas razones para ello) aparecer como "quintacolumnistas" que sembraban la discusin y el disenso en momentos en que la humanidad se enfrentaba a un esperpento tan monstruoso como el nazismo. Esta situacin comenzara a cambiar muy rpidamente a inicios de los cincuenta, pero en los aos inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial su gravitacin era apabullante. Slo as puede entenderse que intelectuales de la talla de un Jean-Paul Sartre hubieran aceptado supeditarse a las directivas polticas de un partido comunista como el de Francia, en los hechos un simple mandadero de las directivas emanadas de Mosc. Pero del otro lado del Atlntico el conspicuo silencio que guardaba la izquierda europea fue roto por la revista marxista norteamericana Science and Society. Ajena por completo a las restricciones y limitaciones que operaban sobre los comunistas y socialistas europeos, Science and Society le dedic al centenario del Manifiesto un nmero especial con colaboraciones del historiador britnico Christopher Hill sobre la guerra civil inglesa, de Herbert Morais acerca de la visin de Marx y Engels sobre Estados Unidos, un estudio de Margaret Schlauch sobre los artculos de Marx publicados en la Nueva Gaceta Renana, un trabajo de Howard Selsam sobre la tica del Manifiesto, otro de Bernhard J. Stern sobre Engels y sus planteamientos tericos acerca de la familia, uno de Paul Sweezy sobre los orgenes del socialismo y otro de Auguste Cornu sobre el socialismo utpico alemn. En sntesis: un volumen erudito y comprometido, un homenaje poltico y acadmico del ms alto nivel a la obra de los dos jvenes alemanes (Science and Society, 1948).
Habra tambin que mencionar un texto de Len Trotsky fechado el 30 de octubre de 1937 escrito como introduccin a la publicacin de una traduccin del Manifiesto en
lengua afrikaaner, en Sudfrica. Si bien no se trata de un trabajo preparado para el centenario del Manifiesto sino para celebrar su nonagsimo aniversario, dado su inters habremos de referirnos al mismo un poco ms adelante (1937).
Tal como era previsible, el centenario del Manifiesto casi no dej huellas de su paso en los mbitos acadmicos estadounidenses. Si se consultan las principales revistas del establishment de las ciencias sociales como la American Political Science Review, la American Sociological Review, y el American Journal of Sociology se comprueba que dicha fecha pas totalmente desapercibida para sus editores. Ni un artculo o comunicacin hizo mencin alguna del hecho. Hubo, sin embargo, una resonante excepcin. En 1948 Joseph Schumpeter, emigrado austraco y profesor de economa de la Universidad de Harvard, fue electo presidente de la Asociacin de Economistas Norteamericanos. Schumpeter siempre haba sido un heterodoxo en la profesin, tanto por su permanente vocacin por dialogar tericamente con la tradicin socialista como por la amplitud de sus preocupaciones sustantivas, que excedan con creces los estrechos confines de la economa neoclsica. Como casi todo austraco que haba huido del nazismo, al igual que su colega en el departamento de Ciencia Poltica de Harvard, Karl W. Deutsch, Schumpeter tena un conocimiento de primera mano de las principales figuras del austromarxismo. La llamativa volubilidad de sus opiniones y la extravagancia de su personalidad, que se nutra en gran medida del escndalo que ocasionaban sus posturas polticas, lo conduca ora a manifestar una cautelosa simpata por el nazismo y, luego de la guerra, por la socialdemocracia europea. Los ttulos de dos de sus libros ms famosos: Capitalismo, socialismo y democracia e Imperialismo y clases sociales hablan bien a las claras del tipo de problemas que ms atraan su atencin. Pese a su heterodoxia su prestigio en la profesin era formidable y contrapesaba las muchas sospechas que sus supuestas inclinaciones "izquierdistas" despertaban entre sus colegas de la academia. Su reputacin estaba avalada no slo por su slida posicin en Harvard sino tambin por los aportes que haba realizado a su disciplina, desde su teorizacin sobre el crecimiento econmico, sus investigaciones sobre la historia de las ideas econmicas y su teora del empresario innovador (Swedberg, 1991, pp. 136-166).
Lo cierto es que, como presidente, Schumpeter decide organizar una mesa redonda en el marco de la lxi Conferencia Anual de la Asociacin, que habra de celebrarse en Cleveland, Ohio, en diciembre de 1948. Su slo ttulo parece especialmente escogido para desafiar los cimientos ideolgicos de la Guerra Fra que en esos aos comenzaba a manifestarse en toda su plenitud: "Mesa Redonda en Conmemoracin del Centenario del Manifiesto comunista: la Sociologa y la Economa del Conflicto de Clases". En dicha mesa participaron Frederick C. Mills como moderador; Talcott Parsons, la mayor figura de la sociologa norteamericana de la posguerra (asimismo colega de Schumpeter y Deutsch en Harvard); David McCord Wright, de la Universidad de Virginia y tres comentaristas ms. En esa misma Conferencia Anual Schumpeter ley su mensaje presidencial titulado "Ciencia e Ideologa", en donde cuestion las posturas tradicionales de los economistas como portadores de "un saber no-ideolgico" y analiz los elementos ideolgicos de lo que denomin "las tres estructuras ms influyentes en el pensamiento econmico de nuestros das: las obras de Adam Smith, Marx y Keynes" (Schumpeter, 1949, p. 352).
La ponencia de Parsons se denomin "Clases sociales y conflicto de clases a la luz de la reciente teora sociolgica" y en ella el autor examin los cambios ocurridos en las estructuras de clase en el siglo transcurrido desde la redaccin del Manifiesto. Luego de reconocer que el nfasis de Marx en el papel desempeado por las fuerzas productivas "es de verdadera y fundamental importancia", Parsons agrega que "muchos refinamientos en la presentacin de los hechos estructurales y sus desarrollos histricos han tenido lugar desde los das de Marx, pero el hecho fundamental sigue siendo sin duda alguna correcto, y la teora del conflicto de clases es una parte integral de este argumento" (1949, p. 16). Despus de analizar el creciente papel de la estructura ocupacional y de interpretarlo en funcin de su propio esquema conceptual, Parsons termina sorpresivamente, dadas las caractersticas de su propia obra terica reconociendo el "carcter endmico" del conflicto de clases en la moderna sociedad industrial. Un siglo despus del Manifiesto, aade Parsons, "ha sido reivindicado el punto de vista de Marx acerca de la importancia de la estructura de clases". Y concluye con unas palabras que, en el virulento clima ideolgico antimarxista de finales del siglo xx, merecen ser destacadas como objeto de una serena reflexin: En la medida en que Marx y Engels fueron autnticos hombres de ciencia [...] celebramos con justeza su centenario en una reunin cientfica. Ellos promulgaron ideas que significaron un notable avance en el estado general del conocimiento de su tiempo. Tambin ofrecieron un gran estmulo y una definicin de problemas que permitieron ulteriores progresos. Marx y Engels forjaron un eslabn indispensable en la cadena del desarrollo de la ciencia social. El hecho de que sta haya evolucionado ms all del punto hasta el cual aqullos la llevaron es un tributo a sus logros (1949, p. 26).
Cincuenta aos ms tarde el clima intelectual dominado por la hegemona ideolgica del neoliberalismo y por el nihilismo posmoderno torna muy improbable un esfuerzo de sobria evaluacin como el que hiciera el antiguo profesor de Harvard. Es ms, son pocos los socialistas que hoy en da se atreveran a desafiar pblicamente las ideas dominantes reivindicando la validez, aunque sea limitada, del marxismo como teora general de la sociedad. El Manifiesto a la luz del capitalismo de finales del siglo xx
El Manifiesto aparece ante nuestros ojos como un texto un tanto enigmtico. Algunos giros lingsticos, el tono de ciertas afirmaciones, las "medidas concretas" que propone y algunas de las situaciones a las cuales alude son irremediablemente decimonnicas. Reflejan exactamente lo que estaba ocurriendo en los pases ms avanzados de Europa al promediar el siglo pasado. Pero sto es tan slo una parte de la historia. Si fuera slo eso el Manifiesto no debera ser recordado sino como un vibrante documento histrico de acotada trascendencia. Por el contrario, su lectura nos depara grandes sorpresas. El captulo inicial ejerce una poderosa fascinacin y transmite una sensacin de actualidad, de noticia reciente, de acontecimiento en curso que resulta admirable en un escrito que carga sobre sus hombros un siglo y medio de existencia. Si bien otros pasajes del texto denuncian claramente su pertenencia a una poca, hay algunos que le otorgan ese toque nico de inmortalidad que slo poseen los clsicos, capaces de articular un discurso que supere las vicisitudes de su tiempo y las limitaciones de su contexto histrico inmediato. Esto hace que los autores del Manifiesto puedan interpelar a nuestros contemporneos
Tal como anticipramos ms arriba, la "actualidad" del Manifiesto no slo tiene que ver con la fuerza de la pasin moral sealada por Capella sino tambin con la justeza de las previsiones tericas que all se formulan acerca del curso futuro del desarrollo capitalista. Esto es preciso decirlo con todas las letras, pese a que en tiempos dominados por el neoliberalismo y el posmodernismo nuestras palabras puedan llegar a parecer sacrlegas: Marx y Engels pronosticaron con un grado notable de exactitud los rasgos fundamentales que habran de caracterizar a las sociedades del capitalismo maduro. En este decisivo terreno del quehacer cientfico, la capacidad de formular predicciones, la ventaja que ambos sacaron sobre Adam Smith y el conjunto de la tradicin liberal es sencillamente inalcanzable.
Al hablar sobre la tradicin liberal, sin embargo, es preciso previamente establecer un distingo crucial que nos permita discriminar entre el neoliberalismo de nuestros das y la construccin terica de los "padres fundadores" del liberalismo, como John Locke y Adam Smith. La relacin que exista entre stos y aqul es similar a la que existe entre Marx y los "tericos" de la Academia de Ciencias de la difunta Unin Sovitica. En los Grundrisse tanto como en El capital Marx permanentemente se preocupaba por distinguir entre la "economa poltica clsica" la obra de William Petty, Adam Smith y David Ricardo, principalmente y la "economa vulgar" de los idelogos y publicistas de la burguesa, que simplemente se limitaban a racionalizar el statu quo de la poca. Para los escpticos bastara con comparar, por ejemplo, las opiniones que de los empresarios tena Adam Smith con la cmplice devocin que por ellos sienten Tony Blair y Gerhard Schreder, los economistas del mainstream y los seguidores de la "tercera va" en todo el mundo. Para Smith, los patronos no cesaban de conspirar para reducir los salarios de los trabajadores y esquilmar a los consumidores. En sus propias palabras aqullos "rara vez se juntan, an para entretenerse o divertirse, sin que la conversacin culmine en una conspiracin contra el pblico o en alguna maquinacin para aumentar los precios de las mercaderas" (Smith, 1981, p. 145). La visin que el economista escocs tena del papel del estado, asimismo, contrasta llamativamente con el fundamentalismo de mercado que hoy sostienen los adictos al neoliberalismo.
Lo que queremos plantear aqu no es apenas que el Manifiesto contiene ms saber cientfico que todos los teoremas de la econometra juntos, en la medida en que stos evitan cuidadosamente formularse las preguntas fundamentales sobre el orden econmico actual, sino que las anticipaciones tericas de aquellos dos jvenes alemanes (recurdese que al momento de redactar el Manifiesto Marx no haba cumplido todava los 30 aos y Engels acababa de cumplir 27!) fueron inclusive mucho ms certeras que las que se desprendan de la "economa poltica clsica".
Las expectativas que tenan los fundadores del liberalismo clsico eran que la divisin internacional del trabajo y la "mano invisible" de los mercados ira lenta pero firmemente a elevar el nivel de bienestar de toda la poblacin. Si bien ni Smith ni
Ricardo jams pensaron que las desigualdades sociales desapareceran, crean, sin embargo, que: (a) stas fluctuaran dentro de lmites razonables, impidiendo la cristalizacin de extremos de riqueza y pobreza; y (b) que el movimiento tendencial de la vida econmica ira a atenuar tales desigualdades. En el esquema terico de Smith, adems, era inconcebible la presencia de gigantescas empresas impersonales, capaces de movilizar cuantiosos recursos financieros, emplear decenas de miles de trabajadores y gozar de una posicin monoplica o dominante en el mercado. Su visin de la firma era profundamente lockeana: una empresa familiar, en donde el empresario trabajaba con sus manos casi a la par que sus trabajadores en un mundo de pequeos propietarios independientes. En su teorizacin Smith sostena errneamente que los monopolios, a los cuales combati con todas sus fuerzas, eran producto de los favoritismos y la corrupcin de la corona y no de la dinmica interna de los mercados. Si el poder poltico se abstena de inmiscuirse en la vida econmica, y dejaba de perturbar el funcionamiento de la "mano invisible", la competencia ira a disolverlos y, en su lugar, florecera una plyade de empresas familiares que competiran libremente en los mercados. El curso del desarrollo capitalista fue inclemente con sus pronsticos. La reestructuracin neoliberal del capitalismo y sus consecuencias
Dos siglos despus de publicada La riqueza de las naciones, la historia se encarg de desmentir rotundamente las expectativas de la teora econmica inspirada en la obra de Adam Smith y, paralelamente, de ratificar la justeza de las anticipaciones contenidas en el Manifiesto. Los datos sobre inmiseracin y polarizacin social ya dejaron de ser atributos exclusivos de los pases de la periferia capitalista y caracterizan el paisaje social de los propios centros metropolitanos, lugares en donde tradicionalmente las tendencias ms regresivas de la distribucin del ingreso eran contrapesadas por las iniciativas gubernamentales. En algunas latitudes los alcances de la "contrarrevolucin neoliberal" barrieron con esas defensas y la involucin social fue tan vertiginosa como profunda. Los Estados Unidos se aproximan al fin de siglo con salarios reales equivalentes a los que perciban sus trabajadores en los aos inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La totalidad del aumento de la productividad de la economa norteamericana y la nueva riqueza acumulada en la actual fase de auge de los negocios qued concentrada en manos del 20% ms rico del pas. Pero si se observan las cifras ms desagregadas se comprueba la escandalosa polarizacin de esos beneficios: mientras que entre 1983 y 1989 el 1% ms rico de Estados Unidos acrecent su patrimonio 62%, el 19% restante lo hizo el 37%, al paso que al 80% inferior le correspondi apenas el 1%, una misrrima migaja del festn reaganiano. Y si lo que se toma en cuenta es el ingreso y no el aumento del patrimonio, las cifras muestran una tendencia semejante: el 1% superior se qued con el 37% del incremento total de los ingresos reales, el 19% siguiente se apoder de otro 39%, mientras que el 80% inferior apenas pudo apropiarse del 24% restante (Wolff, 1995 [a]: pp. 58-64). El torrente de cifras y datos probatorios de esta aguda polarizacin social proceso que ya lleva unos veinte aos, que se ha consolidado y que difcilmente pueda revertirse sin grandes presiones populares es de tal magnitud que la revista conservadora britnica The Economist expres su asombro ante una "tasa de crecimiento sin precedentes en los ndices de concentracin de la riqueza y el ingreso" de Estados Unidos (1996, pp. 3033). Estados Unidos se convirti, gracias al "milagro neoliberal", no slo en el mayor deudor del planeta sino tambin en la sociedad capitalista avanzada con la peor distribucin de ingresos del mundo. Hacia 1996 la desigualdad en la distribucin de la
riqueza haba llegado a niveles desconocidos desde finales de la dcada de 1920, antes de la introduccin del impuesto progresivo a los ingresos y al patrimonio (Ehrenberg, 1998, p. 88). Por si hiciera falta alguna ratificacin oficial fue el propio presidente Bill Clinton quien, en su mensaje de 1992 al Congreso, se lamentara porque "el ao pasado, por primera vez desde 1920, un 1% de los norteamericanos tiene ms riqueza que todas las posedas por el 90% de la poblacin" (Minsburg, 1994, p. 17). A pesar de que la economa norteamericana bati en febrero del 2000 el rcord de 107 meses consecutivos de crecimiento econmico, datos producidos por dos centros independientes de investigacin, el Centro para las Prioridades Presupuestarias y el Instituto de Poltica Econmica, demuestran que en las ltimas dos dcadas la distancia entre ricos y pobres se acrecent considerablemente en 47 de los 50 estados de la Unin y que en 18 estados la renta de las familias ms pobres tambin disminuy en valores absolutos una vez ajustada por el ndice de la inflacin (Sekles, 2000, p. 10).
Tendencias anlogas se observan en lo que hace a la concentracin del poder econmico en un nmero cada vez ms reducido de gigantescas empresas. Cuarenta mil agentes econmicos en todo el planeta, oligopolios de alcance mundial en todas y cada una de las ms especficas ramas de la moderna produccin industrial y los servicios, dan cuenta de ms de la mitad del comercio mundial de manufacturas y de las tres cuartas partes de la provisin de servicios; la tercera parte del comercio internacional consiste simplemente en transacciones intrafirma, y las cifras de ventas de estas empresas equivalen aproximadamente a la tercera parte del producto bruto del planeta. Se calcula, asimismo, que unos 300 grandes monopolios ejercen un "poder de mercado" abrumador en la economa norteamericana y que unos 150 hacen lo propio en el Reino Unido (Leys, 1996, p. 5). Cincuenta de las ms grandes transnacionales perciben ingresos anuales superiores al producto bruto de las dos terceras partes de los pases de todo el mundo (Leys y Panitch, 1998, p. 18). Uno de los gigantes del capital especulativo mundial, Goldman & Sachs, percibe ganancias anuales del orden de los 2.600 millones de dlares, que distribuye entre sus 161 socios principales, una cifra aproximadamente igual al pbi de Tanzania, que debe repartirse entre sus 25 millones de habitantes. Todo esto en un marco en el cual, segn un reciente estudio de la Organizacin Internacional del Trabajo (oit), el "capitalismo triunfante" de fin de siglo deja sin trabajo a 34 millones de personas (y sus respectivas familias) tan slo en el ncleo ms desarrollado de la economa mundial, los pases de la Organizacin para la Cooperacin y el Desarrollo Econmico (ocde), al paso que ese mismo informe estima en cerca de mil millones la cifra de los desocupados y subempleados en todo el mundo en 1996.
Por ltimo, una rpida ojeada a los datos relativos a la distribucin internacional de la riqueza son consistentes con las tendencias recin apuntadas. Entre 1960 y 1990, habiendo mediado la "dcada del desarrollo" y todos los esfuerzos hechos por los gobiernos para acabar con las irritantes desigualdades prevalecientes en la arena internacional, la ratio entre el 20% ms rico de la poblacin mundial y el 20% ms pobre salt de 30 a 59, para llegar en 1995 a una ratio igual a 71 (pnud, 1996). Esto hace que 358 supermillonarios dispongan de ingresos equivalentes a los de los 2.300 millones de personas ms pobres del planeta. La pesadilla que configuran estas cifras hubiese sido simplemente inimaginable para Adam Smith. La ratificacin histrica del Manifiesto
En el nico prlogo que sus autores escribieron conjuntamente, el del 24 de junio de 1872, Marx y Engels encaran directamente el tema del eventual "envejecimiento" del Manifiesto. Lo que dicen merece ser reproducido in extenso: Aunque las condiciones hayan cambiado mucho en los ltimos veinticinco aos, los principios generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en su conjunto, enteramente acertados. Algunos puntos deberan ser retocados. El mismo Manifiesto explica que la aplicacin prctica de estos pricipios depender siempre y en todas partes de las circunstancias histricas existentes, y que, por tanto, no se concede importancia exclusiva a las medidas revolucionarias enumeradas al final del captulo II. Este pasaje tendra que ser redactado hoy de distinta manera, en ms de un aspecto. Dado el desarrollo colosal de la gran industria en los ltimos veinticinco aos, y con ste, el de la organizacin del partido de la clase obrera; dadas las experiencias, primero, de la revolucin de Febrero, y despus en mayor grado an, de la Comuna de Pars, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al Poder poltico, este programa ha envejecido en algunos de sus puntos. La Comuna ha demostrado, sobre todo, que "la clase obrera no puede tomar posesin simplemente de la mquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines" (vase Der Brger-krieg in Frankreich, Adresse des Generalrats der Internationales Arbeiterassoziation [La guerra civil en Francia. Manifiesto del Consejo General de la Asociacin Internacional de los Trabajadores], p. 19 de la edicin alemana, donde esta idea est ms extensamente desarrollada). Adems, evidentemente, la crtica de la literatura socialista es incompleta para estos momentos, pues slo llega a 1847; y al propio tiempo, si las observaciones que se hacen sobre la actitud de los comunistas ante los diferentes partidos de oposicin (captulo IV) son exactas todava en sus trazos generales, han quedado anticuadas en sus detalles, ya que la situacin poltica ha cambiado completamente y el desarrollo histrico ha borrado de la faz de la tierra a la mayora de los partidos que all se enumeran (pp. 12-13).
Vale decir que hasta 1872 las ideas fundamentales del Manifiesto, sus "principios generales", segn sus autores, haban resistido inclumes el paso de un cuarto de siglo. Naturalmente, no haba ocurrido lo mismo no poda haber ocurrido lo mismo con la "aplicacin prctica" de esos principios, dependientes de circunstancias y contingencias particulares, o con su crtica a la literatura socialista de la poca, o con las polticas de los comunistas en relacin a los distintos partidos de la oposicin. Esto es lo que "ya no sirve". Lo que s ha demostrado tener un valor perdurable son los "principios generales", sintetizados por Engels (en su "Prlogo" a la edicin alemana del Manifiesto de 1883, pocos meses despus de la muerte de Marx) de la siguiente manera: (a) que el modo de produccin y la estructura social que de l se deriva en cada poca histrica constituyen los cimientos de la historia intelectual y poltica de su tiempo; (b) que desde la disolucin de la comunidad primitiva, caracterizada por la propiedad comn de la tierra, la historia de la humanidad ha sido la historia de las luchas de clases, entre explotadores y explotados, entre dominantes y dominados; y que (c) estas luchas han alcanzado un estadio donde el proletariado, como clase explotada y oprimida, ya no puede emanciparse de la clase que lo explota y oprime, la burguesa, sin liberar al mismo tiempo a toda la sociedad de la explotacin y la opresin, es decir, poniendo fin a la lucha de clases. Esta brevsima sntesis de Engels es un fiel reflejo del bosquejo trazado por el propio Marx en su famosa "Introduccin" de 1859 a los Grundrisse.
Cabra preguntarse si esos "principios generales" los del materialismo histrico brillantemente resumidos en el Manifiesto siguen siendo "substancialmente exactos" a fines del siglo xx. Los datos presentados ms arriba son bien elocuentes al respecto y apoyan con firmeza los pronsticos esbozados en el texto en cuestin y desarrollados en un plano terico mucho ms profundo y minucioso en El capital. Convendra no perder de vista que el Manifiesto fue un texto de agitacin y propaganda, urgentemente solicitado por la Liga de los Comunistas ante la inminencia de una revolucin que se avecinaba. En una carta de Engels a Marx, de 1845, el primero resea los alcances de la agitacin popular en Colonia y la multiplicacin de grupos revolucionarios por todas partes. Pero, aada Engels, "lo que ahora nos hace falta, sobre todo, son dos o tres obras importantes en que encuentren una base slida los que slo entrevn las cosas, a quienes les gustara saber, pero no pueden desenvolverse por s slos" (1845). Poco despus de enviada esta carta Marx y Engels habran de escribir La ideologa alemana, un texto destinado segn ellos mismos a "la crtica roedora de los ratones" pues fue concebido como un ejercicio encaminado a hacer su propio ajuste de cuentas con las herencias del idealismo trascendental alemn y no como un instrumento para educar a las masas en la coyuntura prerevolucionaria en gestacin.
Esta distincin entre dos tipos de textos, los de "agitacin y propaganda" y los de carcter propiamente terico, es sumamente importante. Una de las crticas que pueden hacerse al dilogo intelectual que Max Weber trat de entablar con Marx fue precisamente esta incapacidad para distinguir entre unos y otros. Los escasos pasajes que en Economa y sociedad le dedica explcitamente al marxismo estn casi invariablemente referidos a ciertas formulaciones que aparecen en el Manifiesto, haciendo caso omiso del carcter y objetivo movilizacionista de esta obra. Por ejemplo, en su afn por refutar la concepcin general del materialismo histrico Weber critica la identificacin entre el molino de viento y el feudalismo, por un lado, y entre la mquina de vapor y el capitalismo, por el otro, confundiendo una metfora pedaggica con un argumento terico (1964, p. 829). Su respuesta: no fueron los molinos de viento los que produjeron el feudalismo como tampoco fue la mquina de vapor la que trajo al mundo al capitalismo. Si Marx y Engels hubieran conocido este razonamiento su rplica habra seguramente sido tan mordazmente irnica como la que le dedicaron, por ejemplo, al reverendo Thomas Malthus o a Bruno Bauer. Sugerir que el materialismo histrico es un determinismo tecnolgico o un reduccionismo economicista constituye una grosera, y por eso mismo inadmisible, tergiversacin del pensamiento marxiano.
Hechas estas consideraciones veamos lo que sostiene, a propsito de estas cuestiones, una de las ms reconocidas intelectuales de nuestros das: Ellen Meiksins Wood. Segn esta autora, "lo que el Manifiesto tiene para decir en relacin a la direccin del desarrollo capitalista es asombrosamente proftico". Y contina afirmando que el capitalismo en mayor o menor medida ha materializado las profecas que all se formularon acerca de su universalizacin, "habiendo derrumbado todas las murallas chinas que se oponan a su expansin mundial y diseminado sus imperativos de acumulacin y competencia en cada rincn del planeta" (Meiksins Wood, 1998[b]). Esta perspectiva encuentra su fundamento en un diagnstico que ha venido formndose en estos ltimos aos y que plantea como uno de sus argumentos centrales que con las transformaciones ocurridas a partir de la restructuracin neoliberal del capitalismo,
desde finales de los aos setenta, y con la desaparicin de la Unin Sovitica y los pases del Este europeo, el capitalismo ha alcanzado un grado de desarrollo, tanto en extensin como en profundidad, sin precedentes en la historia. El mundo es hoy mucho ms capitalista que en cualquier perodo previo de la historia y estamos viviendo bajo el sistema ms universal jams conocido por las mujeres y los hombres de este planeta. Desde el punto de vista poltico, la complicidad entre los estados neoliberales y el capital "globalizado" se ha tornado ms transparente an, con lo cual una de las tesis centrales del Manifiesto acerca del estado: "el comit que administra los asuntos comunes de la clase burguesa", adquiri renovadas credenciales. Esto quiere decir que la "lgica de movimiento" del capitalismo prevalece ahora como nunca antes: espacialmente, porque abarca un mbito geogrfico muy superior al de cualquiera conocido anteriormente; socialmente, porque el capitalismo "mercantiliz" todos los aspectos de la vida social, desde la fuerza de trabajo, por supuesto, hasta la salud mental y el medio ambiente, desde las creencias religiosas hasta la identidad de los sujetos. "Todo lo slido se disuelve en el aire", dice el Manifiesto, y "todo lo sagrado es profanado y al fin el hombre es constreido a enfrentar, con fra sobriedad, su verdadera condicin en la vida y sus relaciones con los dems".
Curiosamente, sin embargo, esta "omnipresencia" del capitalismo, este "estar en todas partes" parece haberlo "invisibilizado" (Meiksins Wood, 1997, pp. 15). De hecho, pocas veces en el lenguaje de la esfera pblica se habla de capitalismo como un modo de produccin especfico. De lo que se habla es de la "economa" o de los "mercados". La ciencia econmica, que como dijimos ms arriba se ha transformado en "economa vulgar", ni se ocupa del tema. El capitalismo se ha "naturalizado" y "eternizado". Esto ha tenido, en el plano terico, dos manifestaciones: por un lado, la de la derecha neoliberal que entona himnos al "fin de la historia", al reino de los mercados y de la democracia liberal, al estilo de Francis Fukuyama y su pltora de seguidores. Por el otro, un posmarxismo vergonzante que postula, violando alegremente todas las reglas de la lgica, tanto la formal como la dialctica, que dado que el capitalismo se universaliz lleg la hora de... abandonar a Marx y declarar muerto la marxismo!
En el texto ya mencionado de Trotsky (recordemos que se trata de un escrito de 1937) se hace un esfuerzo por distinguir las tesis que "retienen pleno vigor en el da de hoy de las que requieren importantes alteraciones o ulteriores desarrollos" (1937, p. 1). Entre las primeras el revolucionario ruso incluye la concepcin materialista de la historia; la permanencia de la lucha de clases (negada, segn, por los revisionistas socialdemcratas y estalinistas); la anatoma de la sociedad capitalista y el papel del trabajo asalariado; la tendencia hacia la pauperizacin de los trabajadores; el carcter cclico de las crisis; la naturaleza clasista del estado; el contenido poltico de la lucha de clases; la imposibilidad para el proletariado de conquistar el poder poltico en el marco de las instituciones burguesas (en contra de los reformistas de todo tipo); la necesidad histrica de la dictadura del proletariado; la ndole internacionalista de la revolucin proletaria; la extincin del estado y, por ltimo, la tesis sobre el carcter aptrida del proletariado. En este texto Trotsky apenas enuncia las tesis sealadas ms arriba, de manera que resulta difcil y posiblemente sera injusto tratar de examinarlas a la luz de los desarrollos ulteriores. En general puede decirse que en buena parte de los casos est en lo cierto, aunque el carcter polmico del texto, encaminado a denunciar tanto el
estalinismo como los reformistas socialdemcratas, a veces conspira para debilitar la rigurosidad de algunos planteamientos.
Una visin similar sostiene el trotskista britnico Alan Woods, con abundante uso de materiales empricos que avalan su tesis sobre la permanente vigencia de las ideas fundamentales del Manifiesto. Woods presta particular atencin a los procesos de concentracin y centralizacin del capital en los ms diversos sectores de la produccin, los servicios y las finanzas; las megafusiones empresarias ocurridas en los ltimos aos y la incontenible expansin del desempleo de masas como expresin del proceso de inmiseracin. Desafortunadamente, no elabora sus ideas acerca de cules aspectos del Manifiesto deberan ser revisados. Especial atencin dedica a examinar, a la luz de la evidencia emprica reciente, la validez de las observaciones de Marx y Engels sobre la intensificacin de la explotacin del trabajo asalariado a medida que avanza el desarrollo capitalista. Woods sostiene que los salarios reales de los trabajadores norteamericanos cayeron el 20% en los ltimos veinte aos, a la vez que se produjo un aumento de aproximadamente el 10% en la duracin de la jornada de trabajo. Una prueba concreta de lo anterior lo ofrece la industria automovilstica, en donde si la jornada semanal se limitara a 40 horas suprimindose las horas extras se crearan 59.000 nuevos trabajos. En conclusin, en Estados Unidos la jornada semanal media se est aproximando a un rcord histrico de 42 horas, incluyendo 4,6 horas semanales de horas extras (Woods, 1998, pp. 7-8).
En resumen, y para concluir con esta seccin, hacemos nuestras las palabras de Marshall Berman cuando dijo del Manifiesto que: Hace ms de 30 aos [...] me ensearon que era obsoleto y que, an cuando pudiera ayudarnos a entender el mundo de 1860, lo cierto es que no tena ninguna relacin con el mundo de 1960: el mundo del Estado de Bienestar y de la Guerra Fra. Es irnico, pero a medida que me hago ms viejo el Manifiesto parece rejuvenecer, y hasta podra resultar que tenga ms relevancia a finales del siglo xx que a mediados del siglo xix (1996, p. 5). Las "asignaturas pendientes" del Manifiesto
Pero mal se interpretaran las atinadas palabras de Berman si decidiramos poner punto final a este examen acerca de la validez del Manifiesto en el mundo de finales de siglo xx sin estudiar asimismo sus vacos, sus puntos ciegos, sus ausencias. Sera deshonrar la memoria de Marx y Engels que, como deca Parsons, aparte de revolucionarios fueron dos grandes hombres de ciencia si hiciramos de su texto un "libro sagrado" ms all de toda lectura crtica, si lo canonizramos hasta convertirlo en un Talmud laico que encierra en sus pginas toda la sabidura de lo que fue, lo que es y lo que ser.
Un anlisis como el que proponemos lo realiza Juan Ramn Capella en el texto ya citado. En l se plantea la necesidad de recuperar para nuestra poca el valor del escrito de Marx y Engels. Claro est que la legitimidad de esta empresa parecera recaer ms sobre la permanente validez del "impulso moral" o la persistente referencia a la realidad de la explotacin que sobre la rectitud del anlisis de la sociedad capitalista que se
propone en el Manifiesto. Nos parece que una de las claves para entender esta actitud radica en la visin errnea que Capella tiene sobre el carcter del Manifiesto y su ubicacin en el proyecto terico-poltico de los dos jvenes alemanes. Por eso es que nuestro autor se equivoca cuando sostiene que: El Manifiesto comunista fue originariamente, sin embargo, un texto ocasional, de circunstancias, redactado en vsperas del pleamar revolucionario de 1848 con la urgencia de dejar atrs ideas viejas. [...] Lo circunstancial del texto muy pronto oblig a sus autores a considerar obsoletas algunas de sus partes y ms tarde incluso rasgos bastante centrales de su concepcin de los procesos histricos (1993, pp. 158-159).
El propio Marx en su "Introduccin" a los Grundrisse contradice la interpretacin de Capella. Como se recordar, en dicho texto Marx asegura que el primer trabajo que emprendi para resolver las dudas que le asaltaban fue una revisin crtica de la filosofa del derecho de Hegel. Parte de ese trabajo, la "Introduccin", ya haba visto la luz en los Anales franco-alemanes en el ao 1844. Esa lnea de investigacin habra de proseguirse en Pars y luego en Bruselas, donde en colaboracin con Engels desarrollara por primera vez el esquema general del materialismo histrico en el primer captulo de La ideologa alemana. Segn palabras de Marx, la "conclusin general" a la que arrib le sirvi de all en ms como hilo conductor a todas sus investigaciones, de manera que es harto improbable que pese a los apremios de la inminente revolucin y especialmente luego de su largo debate con la Liga de los Justos por las errneas concepciones tericas que stos defendan fueran tanto l como Engels a redactar un texto que contradijera una lnea de reflexin desarrollada a lo largo de varios aos. Capella est en lo cierto al anotar que Marx y Engels consideraron que el Manifiesto haba envejecido en algunas de sus partes. Sin embargo, como hemos visto, no fueron precisamente los rasgos "bastante centrales" de su concepcin del proceso histrico los que fueron declarados obsoletos o caducos. Por el contrario, como aqullos lo explicitaran de manera bastante clara en el "Prlogo" de 1872, "los principios generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en su conjunto, enteramente acertados" (1848, p. 12). Capella tiene razn cuando propone una lectura del Manifiesto desde la situacin actual en lugar de otra que simplemente se preocupe por examinar su adecuacin para interpretar la coyuntura de su tiempo. Sin embargo, su propia propuesta sigue un itinerario un tanto sinuoso porque pese a lo dicho anteriormente la caducidad de los rasgos centrales de la concepcin planteada en el Manifiesto el anlisis pormenorizado que efecta en las pginas siguientes demuestra precisamente la validez de esos "principios generales" en la medida en que, naturalmente, se evite caer en interpretaciones dogmticas o lecturas reduccionistas de los mismos. Muy esquemticamente podramos identificar dos grandes grupos de problemas: por una parte, los temas en los cuales el Manifiesto contiene tesis que deben ser revisadas; por la otra, los "temas ausentes" o cuyo tratamiento no pasa, en el mejor de los casos, de un plano meramente enunciativo. Lo que debe ser revisado
En relacin con los primeros quisiramos sealar los siguientes, que no son los nicos pero s los que parecen ser los principales. Es preciso recordar que lo que sigue est referido exclusivamente a la formulacin que el materialismo histrico asume en el
marco del Manifiesto y no al resto de la produccin terica de Marx y Engels. Hecha esta aclaracin veamos cules son los temas que constituyen la agenda de la revisin.
Ante todo, un error de diagnstico consistente en subestimar las potencialidades de supervivencia y desarrollo que, en 1848, el capitalismo an contena en su seno. Segn Trotsky ste fue uno de los problemas ms serios que debilitaron la justeza del anlisis del Manifiesto relativo a la coyuntura del 1848 y el impresionante desarrollo posterior oblig a rectificar este diagnstico (1937, p. 5). De hecho tanto Marx como Engels se encargaron de reconocerlo en ms de una oportunidad, sobre todo en sus diversos escritos sobre el bonapartismo y el bismarckismo respectivamente. Pese a sus advertencias, sin embargo, Trotsky cometi el mismo error porque arriesg un diagnstico catastrofista como resultado del fascismo y la guerra soslayando, tal como lo hicieran Marx y Engels en el Manifiesto, las formidables capacidades del capitalismo para resurgir de las cenizas de su propia crisis. De manera muy acertada Paul Mattick ha observado que la dificultad para apreciar en sus justos trminos los alcances de la crisis capitalista se encuentra en "el carcter poco desarrollado de la teora econmica" presente en el Manifiesto (1998, p. 78). Si bien en sus escritos posteriores Marx avanz considerablemente en la elaboracin de su teora, la tentacin "derrumbista" parece estar muy arraigada entre los autores marxistas, todo lo cual conspira contra la sobriedad y precisin de muchos de los diagnsticos que todava se formulan en nuestros das. Pese a las rectificaciones de Marx y, muy especialmente de Engels en su "Introduccin" de 1895, las visiones apocalpticas siguen gozando de los favores de muchos estudiosos en el campo del marxismo.
Paralelamente a lo anterior se advierte en el Manifiesto una sobreestimacin de la madurez revolucionaria de la clase obrera. Esto es bien comprensible si se tienen en cuenta la poca y las circunstancias particulares bajo las cuales se redact el Manifiesto. Pero, ms all de estos atenuantes, lo cierto es que la precisin del diagnstico se vio menoscabada por sus dificultades para calibrar en toda su magnitud las dimensiones gigantescas implicadas en la empresa revolucionaria y las escassimas posibilidades que tena el proletariado de situarse a la altura de lo que exiga la coyuntura. Marx y Engels cayeron rpidamente en la cuenta de su error y en sucesivos escritos adoptaron una perspectiva mucho ms realista sobre las dificultades existentes primero para que el proletariado se convierta en una "clase para s" y luego para que rubrique ese trnsito organizndose como partido poltico y colocndose a la vanguardia de un vasto bloque de clases y capas populares. Ya en El dieciocho brumario Marx aborda algunas de estas cuestiones y lo mismo ocurrira en diversos escritos que tanto l como Engels produciran despus de los sucesos de la Comuna. Convendra preguntarse hasta qu punto estas ulteriores rectificaciones y precisiones fueron debidamente anotadas por la izquierda en Amrica Latina, siempre demasiado propensa a asumir apriorsticamente la madurez de la clase obrera para la revolucin y a atribuir su demorado estallido a la "traicin" de las omnipotentes dirigencias reformistas que paradojalmente se perpetan en el seno de las organizaciones populares.
Otro tema deficitario en el Manifiesto correctamente identificado y tratado por Trotsky es el de la liquidacin de las clases y capas intermedias que, a juicio de este autor, fue planteado de una manera un tanto unilateral (1937, p. 6). Por una parte es cierto que el
capitalismo triunfante aceler la proletarizacin de amplios sectores del campesinado, los artesanos y en general el universo complejo y arcaico de la pequea burguesa. Pero Trotsky observa con razn que el capitalismo avanz ms rpido en el camino de arruinar a estos sectores que en el de proletarizarlos, creando un conjunto de clases y capas decadentes que con razn identifica como una de las principales bases sociales del fascismo. Por otro lado, hay en el Manifiesto una subestimacin de las tendencias hacia el crecimiento de una "nueva clase media" constituida por empleados, administradores, tcnicos y toda una plyade de "empleados de cuello blanco" que han venido a complejizar el paisaje clasista del capitalismo avanzado. No se trata de proletarios, pero son asalariados; no generan plusvala pero contribuyen indirectamente a su creacin y realizacin, y a la reproduccin de la sociedad burguesa. Este es, huelga acotarlo, uno de los grandes temas puestos sobre la mesa por el Bernstein-Debatte. En relacin con sto slo cabra recordar que, una vez ms, en textos posteriores de Marx, sobre todo en el "Captulo sexto" (indito) de El capital, este tema es tratado extensivamente. Lo mismo en obras anteriores, como El dieciocho brumario, en donde el esquema un tanto rgido de la proletarizacin inexorable del Manifiesto cede su lugar a una visin mucho ms equilibrada.
Algo que ha sido sealado en muchas ocasiones es la inexistencia en el Manifiesto de una reflexin en torno a la transformacin de la libre competencia en monopolio. En la obra citada Trotsky insiste en ese punto con razn. Pero no es menos cierto, y sto conviene recordarlo, que esa tendencia slo exista en forma latente, como una posibilidad ms que como una realidad, en el momento en que dicho texto fue dado a luz. La edad del imperialismo es un fenmeno que comienza a finales de siglo y que apenas era perceptible, como tendencia incipiente, al promediar el siglo xix. La obra posterior del propio Marx es una prueba palpable de la radical reformulacin a la cual someti la visin original. Una vez ms, no es posible desprender el Manifiesto de un proyecto de construccin terica y prctica que se extendi a lo largo de ms de cuarenta aos y en donde aqul representa una primera y muy provisoria sntesis. Los silencios del Manifiesto
Un captulo aparte merecen, por ltimo, los "temas ausentes", los silencios o los vacos tericos que acusa el Manifiesto. Hay tres temas que sobresalen en este asunto: el sexismo, la cuestin ecolgica y el problema del nacionalismo. Aqu se impone desterrar dos actitudes: una, la que podran adoptar los espritus dogmticos o los que conciben el marxismo como un saber talmdico, como un corpus terico ya cerrado y definitivamente concluido. Si bien luego del derrumbe de la Unin Sovitica y la bancarrota del "marxismo oficial" son pocos quienes tienen la osada de postular un planteamiento semejante, no hay que olvidar que estas deformaciones del pensamiento marxista precedieron a la Revolucin de Octubre y con toda seguridad seguirn existiendo despus de la implosin de la Unin Sovitica. Desgraciadamente, sus causas no se agotan en el estalinismo y son mucho ms complejas. La otra actitud que es preciso descartar para un anlisis equilibrado de estos vacos tericos del Manifiesto es el anacronismo, es decir, exigir el tratamiento de un tema que, simplemente, no estaba en el horizonte de visibilidad de la poca. Esto, naturalmente no significa para nada archivar el juicio crtico sino tan slo colocarlo en una adecuada perspectiva que nos permita ver el proceso de creacin terica como un acto histricamente situado y no
como la reflexin de un espritu que flota por encima del espacio y del tiempo. La cuestin del nacionalismo
Primero, una breve reflexin sobre el problema del nacionalismo. Es evidente que aqu nos hallamos ante un "lugar vaco" del Manifiesto y que se complica por el acentuado eurocentrismo que impregna todo el escrito y merced al cual a la burguesa se le atribuye un "papel civilizatorio" sobre las naciones brbaras que fue rotundamente desmentido por los hechos. Esta supuesta "misin" fue claramente el producto de una sorprendente ausencia de problematizacin del lugar y de la perspectiva nacional desde el cual Marx y Engels estaban tratando de construir una interpretacin revolucionaria del mundo. Si bien en escritos posteriores esta miopa ante la cuestin nacional y el problema colonial, tambin alimentada por su excesiva confianza en la capacidad del capitalismo para disolver todas las formas de sociabilidad preexistentes, fue sometida a revisin, lo cierto es que los errores de apreciacin del Manifiesto sobre este tema son sumamente importantes.
En efecto, contrariamente a lo esperado, los trabajadores demostraron hallarse casi inermes ante las interpelaciones del nacionalismo. Hay aqu toda una vertiente, el tema gramsciano de la "direccin intelectual y moral" en la conformacin de una voluntad nacional, que fue claramente subestimado en el texto en cuestin. En la obra posterior de Marx y Engels este asunto fue objeto de una creciente atencin pero, an as, ninguno de los dos podra jams haberse imaginado una situacin como la que ira a plantearse con el estallido de la Primera Guerra Mundial, en donde obreros y campesinos se mataran entre s en defensa de la "nacin" de sus respectivas burguesas. El mismo Trotsky, en el escrito ya mencionado, plantea el tema advirtiendo que la cuestin nacional puede adquirir un matiz progresista en pases coloniales o semicoloniales, al paso que en los pases ms avanzados opera como un freno en el desarrollo de la conciencia internacionalista y revolucionaria del proletariado (1937, p. 8). Por otra parte, como bien observa Capella, "quien de hecho no tiene patria es el capital" y la tarea de animar un genuino espritu internacionalista entre los trabajadores no ser cosa sencilla (1993, p. 202). Pero la ausencia de una adecuada consideracin del nacionalismo y sus patologas como el "chauvinismo", el racismo y particularismos de diverso tipo en el documento fundador del socialismo moderno no deja de ser una asignatura pendiente que es preciso encarar cuanto antes, sobre todo a la vista de los estragos que el renacimiento del nacionalismo ha producido en todo el mundo, desde Rwanda hasta la ex Yugoslavia.
En este sentido, conviene subrayar que de los tres grandes temas ausentes ste fue el que primero concit la atencin de los tericos del socialismo desde finales del siglo pasado. En efecto, la "cuestin nacional" fue un punto de encuentro donde confluyeron las reflexiones de Rosa Luxemburg y Lenin, de Borojov y los austromarxistas, de Trotsky y Gramsci. La desintegracin del imperio austro-hngaro, la lenta pero inexorable descomposicin del yugo zarista sobre las naciones del Este europeo, la tremenda urgencia de la "cuestin nacional" en Alemania, sede del ms poderoso movimiento socialista del mundo, unido a la expansin imperialista y los horrores de la Primera Guerra Mundial precipitaron la puesta en la agenda de una cuestin que los fundadores
del movimiento comunista internacional haban subestimado por completo. Y la gran guerra fue una catstrofe de tales proporciones, anticipada por cierto en los aos de la expansin imperialista que la precedieron, que termin por instalar rpidamente el tema como una de las cuestiones centrales de la teora marxista. El triunfo de la Revolucin China, en 1949, y el proceso de descolonizacin no hicieron sino profundizar esta renovada urgencia por el tratamiento de la cuestin nacional. La problemtica medioambiental
En relacin a la problemtica del medio ambiente las observaciones de Capella sobre la ceguera ecolgica del Manifiesto son correctas, pero requieren de algunos comentarios adicionales. Que el asunto haba sido soslayado, sobre todo en el Manifiesto, lo prueba el pionero trabajo de Manuel Sacristn Luzn y su tentativa de desarrollar desde el marxismo una perspectiva sobre la problemtica medioambiental (1987). Se ha vuelto un lugar comn censurar a Marx y Engels por su "productivismo prometeico", la glorificacin que ambos autores habran hecho, a tono con los prejuicios de su poca, de la "conquista" de la naturaleza. Tal como lo seala John Bellamy Foster el marxismo aparece ante los ojos de algunos de sus crticos "verdes" por cierto que no todos como el paroxismo de la modernidad, en donde una ilimitada exaltacin de la mquina va de la mano con una correspondiente indiferencia ante los costos ecolgicos del progreso econmico (1997, p. 150). Sin embargo, a diferencia tanto del tema del nacionalismo como del de la mujer en donde las "ausencias" del Manifiesto son notables y se mantienen con ligeras variantes en la obra terica posterior la situacin es bien distinta cuando se examina la cuestin del medio ambiente. Tal vez la posicin de Marx y Engels en esta materia podra objetarse por ser ambigua y, por momentos, reflejar una tensin muy fuerte entre los dos rostros de Prometeo: uno, el que representa el dominio de la naturaleza simbolizado en la entrega del fuego a los hombres; otro, "el que resiste la servidumbre y el gobierno desptico tanto como la tirana de Zeus y se burla del servilismo de su mensajero, Hermes" (Meiksins Wood, 1988, p. 144; Bellamy Foster, 1998, p. 151). Pero de ninguna manera puede argumentarse que la problemtica ambientalista hubiese estado por completo soslayada en sus anlisis. Tanto Marx en El capital como Engels en varios de sus escritos demostraron poseer ante la problemtica de la naturaleza un grado de sensibilidad "muy superior a la de cualquiera de sus contemporneos" (Leiss, 1974, p. 198). Baste como un pequeo botn de muestra lo que Marx afirma nada menos que en El capital: ni siquiera todas las naciones, consideradas simultneamente, son las dueas del planeta. Ellas slo lo poseen, son sus usufructuarias, y como boni patres familias deben transmitrselo a las sucesivas generaciones en mejores condiciones que aquellas en que lo recibieron (1867, t. iii, p. 776).
Ya antes, en el primer tomo de El capital, reflexiones coincidentes acerca de la forma en que la produccin capitalista socava y deteriora "las fuentes originales de toda riqueza: el suelo y el trabajador", se encuentran presentes en el captulo sobre "Maquinaria y Gran Industria" (1867, t. i, pp. 637-638). No slo sto: como bien lo seala Bellamy Foster, ambos autores exploraron en su obra numerosos temas relativos a la sustentabilidad ecolgica del desarrollo capitalista, tales como la deforestacin, la contaminacin de los ros y mares, la calidad del aire, los residuos industriales y otros por el estilo (1997, p. 156). Segn este autor, Marx se hizo eco, en repetidas
oportunidades, de la expresin de uno de los fundadores de la economa poltica clsica, William Petty, acerca del papel de la naturaleza en la gnesis de la riqueza: "el trabajo no es la nica fuente de la riqueza material, de los valores de uso producidos por el trabajo humano" deca Marx. "Tal como William Petty lo ha planteado, el trabajo es su padre y la tierra su madre" (Bellamy Foster, 1997, p. 158).
A partir de estas consideraciones pueden comprenderse entonces las razones de la vitalidad del "eco-socialismo", y la notable reelaboracin terica que en las ltimas dcadas fue hecha por autores como el ya mencionado Sacristn Luzn, Elmar Altvater, James OConnor, Kate Soper, William Leiss, John Bellamy Foster y tantos otros. La perspectiva del marxismo sobre la cuestin medio ambiental es de fundamental importancia toda vez que las races profundas de la crisis ecolgica no se encuentran en la naturaleza sino en la sociedad, y ms especficamente, en el modo de produccin. Nada ms contradictorio que la expresin, consagrada en los grandes medios de comunicacin de masas, de "catstrofes naturales". No existe tal cosa: dichas "catstrofes" son producidas, casi invariablemente, por la intervencin de agentes sociales que perturban el delicado equilibrio de la naturaleza dando origen a terribles calamidades. Siendo esto as, una teora de la sociedad y de su desarrollo histrico como el marxismo tiene potencialmente mucho que ofrecer para la comprensin de la problemtica ambiental.
Habida cuenta de los antecedentes proporcionados hasta aqu nos parece que Capella se equivoca cuando en las pocas pginas que dedica a la necesaria "correccin ecolgica" del Manifiesto concluye que: "Hoy sabemos sin embargo que las relaciones de tipo ecolgico entre los grupos sociales y su medio, son ms bsicas o fundamentales que las relaciones sociales de produccin" (1993, p. 166).
Reconocer la gravedad de la amenaza ecolgica y la sordera del Manifiesto ante la misma es discutible pero razonable; plantear que las relaciones "de tipo ecolgico" son ms fundamentales que las relaciones de produccin constituye un serio error de perspectiva. Los grupos sociales, y las mujeres y los hombres que los componen, no se relacionan directamente con la naturaleza. Son las relaciones sociales de produccin las que median entre sociedad y medio ambiente y las que estipulan un determinado patrn de relacin con la naturaleza. Si los campesinos de la Amazonia queman la selva, practican por unos pocos aos la agricultura y luego, cuando se desertifican los terrenos, los abandonan para seguir reproduciendo este ciclo nuevamente no es porque sean ecolgicamente inconscientes sino debido a que el pavoroso problema del latifundio y el despojo campesino en el Brasil los obliga a ello. Los pobladores que contaminan las napas acuferas en la ciudad de Mxico no lo hacen por indolencia sino porque la especulacin de la tierra urbana y la desercin del estado de sus responsabilidades fundamentales no les deja otro camino. Si el Ro de la Plata est contaminado es porque no hubo inversiones pblicas para el tratamiento de las aguas cloacales y porque el empresariado industrial asentado en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores cont con la complicidad del estado burgus para abaratar costos vertiendo durante dcadas sus desechos industriales en el ro. Que cierto "productivismo" presente en el Manifiesto haya dificultado el tratamiento de la problemtica medio-ambiental (cuando la crisis ecolgica no era avizorada casi por nadie!) es indudable, pero tambin lo es que la obra
posterior de Marx y Engels rectific notablemente tales ausencias. Ms all de los modestos logros que puedan haberse alcanzado en esta empresa es evidente que quien concentre exclusivamente su atencin sobre las "relaciones ecolgicas" haciendo caso omiso del carcter explotativo y predatorio del capitalismo difcilmente podr comprender lo que est ocurriendo con la naturaleza y proporcionar "guas tiles para la accin" a quienes quieran poner trmino a tan aberrante situacin. La opresin de la mujer
En relacin al "sexismo" del Manifiesto digamos, para comenzar, que el lamentable silencio acerca de la explotacin de la mujer constituye, desde el punto de vista terico, su flanco ms dbil. Si hubiera que escoger algn rasgo demostrativo de la "vejez" de dicho escrito ste sera sin duda el elegido. En un documento que trascurrido un siglo y medio conserva una sorprendente frescura, el hueco que produce esa reflexin ausente revela por una parte la profundidad de los prejuicios de la poca; por la otra, la incompletitud del llamado a la emancipacin integral de la humanidad formulado en el Manifiesto.
Es indiscutible el hecho de que Marx y Engels ignoraron por completo, al menos en el texto que estamos examinando, el tema de la "doble jornada" de la mujer y muchas otras cuestiones que tienen que ver con la situacin particular de opresin de las mujeres en las estructuras del patriarcado. En este sentido, el notable sentido crtico que ambos evidenciaron en relacin con otros temas no result suficiente para horadar los prejuicios y las convenciones sociales de la poca. Esto plantea una serie de problemas, que apenas si vamos a esbozar en estas pginas. Por un lado, la ceguera ante la condicin de la mujer nos permite una saludable "desmitificacin" de las figuras de Marx y Engels, corrodas durante tanto tiempo por una suerte de "culto a la personalidad" que cultivaban quienes hicieron del marxismo un dogma o un credo religioso que convirti a sus fundadores en pontfices infalibles cuya palabra contena todo lo existente. Esta tendencia, que hoy puede parecer una exageracin, tuvo una pertinaz presencia a lo largo del siglo xx. Primero con el burdo y antimarxista "endiosamiento" de Marx y Engels resultante de la consolidacin del estalinismo en la Unin Sovitica y la transformacin de la teora marxista en ideologa del estado sovitico; luego, en una expresin infinitamente ms sutil y refinada pero igualmente perniciosa, en lo que sin duda fue la vertiente ms influyente del "marxismo occidental": el althusserianismo, con su dogmtica exaltacin de la "ciencia marxista" opuesta no slo a todo lo que quedaba al margen de ella, condenada al limbo sin retorno de la "ideologa", sino asimismo a todo lo que haba quedado "antes" de la misma, el as llamado "humanismo" del propio Marx. Si a esto se le agrega la tendencia crnica y recurrente (sociolgicamente explicable pero no por ello ms inofensiva) de los grupos de izquierda a acentuar su intolerancia y dogmatismo eso que Gramsci llamaba "doctrinarismo pedante" en proporcin inversa a su gravitacin social y poltica, entonces la constatacin evidente e irrebatible de las limitaciones de un texto como el Manifiesto podra llegar a tener efectos bien saludables para el desarrollo de la teora marxista.
que es injusto que se les endilgue a Marx y Engels estas crticas: en esa poca las reivindicaciones de las mujeres carecan de "visibilidad" en la esfera pblica o no estaban en la agenda de las luchas sociales. Pero tal argumento constituye un error maysculo. Varios trabajos recientes demuestran ms all de toda duda la importancia que ya haba adquirido la presencia de la mujer en la vida pblica en la poca del Manifiesto (Bellucci y Norman, 1998; Rowbotham, 1998; Sassoon, 1996, pp. 407-412). En el vrtigo mismo de la Revolucin Francesa, Olympe de Gouges publica, en septiembre de 1792, su "Declaracin de los derechos de la mujer y de la ciudadana" sealando con una prosa por momentos irnica y en otros inflamada las contradicciones de una revolucin que le concedi a las mujeres el "derecho" a subir al patbulo mientras le impeda subir a una tribuna desde la cual dirigirse a la sociedad (Sassoon, 1996, p. 408). Es interesante notar que si los vientos huracanados de la Revolucin Francesa se detuvieron en el Canal de la Mancha no ocurri lo mismo con estas primeras manifestaciones del feminismo. Apenas un ao despus de la aparicin del opsculo de de Gouges vea la luz en Inglaterra La reivindicacin de los derechos de la mujer, escrito por una brillantsima intelectual, Mary Wollstonecraft, y en el cual se argumentaba que la inferiorizacin de la mujer era una construccin social, producto de la dependencia y pasividad que la dominacin patriarcal le haba inculcado durante siglos. El espesor intelectual de la autora se puede apreciar en toda su magnitud con slo recordar que fue ella quien, por obvias razones escudada en el anonimato, escribi en 1790 una obra, La reivindicacin de los derechos del hombre, en el cual demoli los argumentos reaccionarios de Edmund Burke sobre la Revolucin Francesa (Sassoon, 1996, p. 409; Wollstonecraft, 1975).
Si estas manifestaciones no podan pasar desapercibidas para Marx y Engels, menos poda hacerlo el protagonismo de las mujeres en las luchas de 1848. Como lo plantean Bellucci y Norman, "mujeres obreras, mujeres luchadoras, mujeres escritoras, mujeres pensadoras, mujeres sufragistas, mujeres demandando, mujeres aclamando justicia en el espacio de lo pblico" y... mujeres ausentes en el Manifiesto, pese a su presencia en las barricadas parisinas (1998, p. 1). "Usted no nos ha hecho justicia", protesta un personaje imaginario -Annette Devereux, exiliada francesa de las jornadas de 1848 y residente en Canad en una serena pero dursima carta que le dirige al "querido doctor Marx". "No tenemos acaso, tambin nosotras, un mundo que ganar?", se pregunta el personaje creado por Sheila Rowbotham. Y prosigue: "Ni Ud. ni el seor Engels mencionan los medios por los cuales las mujeres podran cambiar las actuales circunstancias. Debemos realmente esperar hasta la abolicin del actual sistema para ello?", lamentndose al pasar que el vendaval revolucionario del 48 se "haya olvidado de romper la cadena del ms oprimido de todos los parias de la humanidad" (1998, pp. 613).
Cmo explicar lo ocurrido? Por cierto, aqu apenas podramos delinear un esbozo de lo que sera una lnea potencialmente fecunda de argumentacin. En la carta arriba mencionada se cita un pasaje de Louise Otto, fundadora de la Gaceta de la Mujer en las jornadas revolucionarias de 1848 en Alemania, que nos parece proporciona una clave sugestiva para pensar terica y prcticamente el problema: "las mujeres sern olvidadas si se olvidan de pensar en s mismas" (Rowbotham, 1998, p. 9). En efecto, nadie lo har por ellas y, lo que es ms importante todava, nadie podra hacerlo por ellas.
Hasta que punto esto es as lo demuestra un episodio sumamente revelador: en 1966 un grupo de intelectuales socialistas britnicos dirigidos nada menos que por Raymond Williams, E. P. Thompson y Stuart Hall constituyeron el Comit del Manifiesto del Primero de Mayo. El propsito de la iniciativa era redactar la declaracin poltica de la nueva izquierda del Reino Unido. Siguiendo las reglas habituales en el ambiente acadmico el grupo promotor escribi un borrador, ste fue hecho circular en un amplio grupo de intelectuales, militantes y lderes de fuerzas y organizaciones de izquierda entre cuyos cuadros y militantes haba no pocas mujeres. Finalmente, pasado este prolongado perodo de discusiones y refinamientos, de reuniones y nuevas reelaboraciones, una versin ms extensa, de unas 190 pginas, fue publicada en 1968 (Williams, 1968). Dicho documento, afirma Sassoon, relevaba prcticamente todos los temas importantes del momento: pobreza, vivienda, educacin, desigualdad, comunicaciones y propaganda, la economa, el capitalismo internacional, el imperialismo norteamericano, la brecha tecnolgica, las empresas multinacionales, el militarismo, la Guerra Fra, el Tercer Mundo, la decadencia de la industria britnica, el papel del estado, los problemas del Partido Laborista, los sindicatos y varios asuntos ms. [...] El libro, producto de las ms despiertas y alertas mentes de la intelligentzia britnica de izquierda, no contena una sola referencia a la posicin de la mujer en la sociedad (1996, p. 407).
Ciento veinte aos despus del Manifiesto reapareca el mismo sntoma! Sntoma de qu? De una dificultad tremenda para "ver" una realidad que, ya en 1968, con el Mayo francs a cuestas y con el ascenso de las luchas feministas en todo el mundo, era insoslayable. Cmo fue que, sin embargo, sta tambin pas desapercibida para las mejores cabezas de la izquierda britnica, entre las cuales se encontraban muchas mujeres?
Nos parece que la clave para descifrar este enigma radica en lo que podra denominarse "la invisibilidad de lo evidente". Lo evidente se diluye ante nuestra mirada, se difumina hasta perderse en el horizonte sin dejar rastros. La mirada lo penetra, lo traspasa y lo pierde en el camino. Lo deja atrs y ya no lo puede ver. La contundencia de este condicionamiento salta a la vista si se repara que estamos hablando de E. P. Thompson, probablemente el ms grande historiador de la clase obrera en el siglo xx, cuyo monumental trabajo sobre la constitucin del proletariado britnico es un portento de sutilezas, detalles minuciosos y reconstrucciones microscpicas del mundo obrero en los siglos xviii y xix; o de Raymond Williams, sin duda uno de los mayores estudiosos del siglo de toda la problemtica cultural. Parecera que con la explotacin femenina ha ocurrido lo mismo que en el pasado ocurra con la explotacin de los trabajadores. El fenmeno era tan "natural" haba sido tan "naturalizado", en realidad que lo que inflamaba de pasin justiciera a Toms Moro en los albores del siglo xvi no despertaba ni siquiera compasin en el po pastor Thomas Malthus, preocupado antes que nada por organizar la eutanasia de los pobres. El triunfo del capitalismo se refleja claramente en esta oclusin de la perspectiva, en donde los fenmenos sociales son resignificados y resemantizados de forma tal que desaparecen de la vista.de sus contemporneos. As, lo que para Moro era una condicin aberrante que clamaba al cielo mientras pugnaba por instalar el comunismo en la tierra, se convierte doscientos cincuenta aos ms tarde en una situacin perfectamente razonable que slo demanda la necesidad de redoblar la
vigilancia sobre las "clases peligrosas". As como durante miles de aos hombres y mujeres se negaron a aceptar que la tierra era redonda pese a la pasmosa evidencia aportada da a da por la sola contemplacin de las imgenes esfricas del Sol, la Luna y las estrellas y se la imaginaron como una mesa sostenida por gigantescos animales marinos, la explotacin de la mujer se torn an ms invisible con el advenimiento del capitalismo, un sistema social que, como ningn otro en la historia, tiene la capacidad de "velar" los mecanismos de la opresin y la explotacin. Marx y Engels, en el 1848, fueron vctimas de esta mistificacin, as como Thompson, Williams y Hall lo fueron en fechas mucho ms recientes y los "intelectuales posmodernos" lo son en nuestros das al creer que el capitalismo simplemente ha desaparecido, perdido en las brumas de la "globalizacin".
Claro est que lo anterior no "re-escribe" el Manifiesto. Y, como se deca ms arriba, no se trata de buscar justificaciones sino de hallar explicaciones. La que hemos aportado es apenas una clave interpretativa a partir de la cual elaborar un argumento que permita entender lo ocurrido. Dicho sto, sin embargo, correspondera plantearse la siguiente pregunta: existe en el materialismo histrico, bosquejado en sus grandes trazos en el Manifiesto, la posibilidad de elaborar una teora que d cuenta de las especificidades de la opresin femenina? O se trata, por el contrario, de una ceguera irreparable?
De ninguna manera. Teniendo en cuenta algunos desarrollos tericos importantes ocurridos a partir de los aos setenta, cuando el feminismo socialista hizo grandes avances, parecera razonable concluir que la "ceguera" del Manifiesto puede ser reparada y que existen algunos elementos tericos en el materialismo histrico que permiten repensar y reinterpretar la peculiar insercin de la mujer en la estructura de la sociedad capitalista y dar cuenta de la singularidad de su doble explotacin (GibsonGraham, 1996; Haug, 1992). Pero, volviendo al Manifiesto, es preciso reconocer que en algunos escritos posteriores, sobre todo de Engels, el tema comenz a ser motivo de serias reflexiones. En El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, un texto de 1884, Engels habla de la esclavizacin abierta o velada de la mujer en la familia, la proletaria que se enfrenta al varn travestido como burgus en el ncleo familiar. Poco antes, en 1879, August Bebel, amigo de Marx y de Engels, haba escrito La mujer y el socialismo, una de las ms populares exposiciones de la doctrina socialdemcrata y en donde el tema de la mujer se aborda desde una perspectiva marxista.
Quisiramos concluir el tratamiento de este tema con la siguiente observacin: muy a menudo cierta literatura feminista, procurando por buenas razones subrayar la importancia de la opresin domstica, parecera perder la perspectiva estructural en relacin a la cuestin de gnero limitando de ese modo tanto su potencialidad explicativa como su eficacia prctica. As, Capella, por ejemplo, hacindose eco de algunas de estas consideraciones plantea en su texto que "[l]a estructura clasista y la estructura de relaciones sexo-gnero (o del patriarcado) [...] son las retculas ordenadoras fundamentales de la desigualdad social en cada poblacin" (1993, p. 184). Una tesis an ms radical es la que sostiene, entre otras, Carole Pateman, al afirmar que el contrato social rousseauniano fue precedido por un "contrato sexual" que excluy a las mujeres y las "invisibiliz" (1995: p. 7). La errnea consecuencia que se extrae de este ltimo planteamiento es la anteposicin de la explotacin del patriarcado a la
explotacin clasista, confundiendo orden de precedencia con causalidad. No cabe la menor duda que la explotacin sexual antecedi por miles de aos a la aparicin de las clases sociales, pero sto no significa que "aqu y ahora", en el capitalismo de finales del siglo xx, la opresin de la mujer pueda ser cabalmente explicada como un producto del sexismo propio de una estructura patriarcal que trasciende impertrrita todos los modos de produccin.
Ms todava: un planteamiento que equipare la importancia del clasismo y el patriarcado no hace sino postular una verdad a medias, y sto por dos razones. Primero, porque tal afirmacin ignora las observables tendencias reveladoras de una creciente "mercantilizacin" del espacio "privado" y, por ende, del mbito primigenio (si bien no el nico) del que se nutre y donde prospera el patriarcado. Esto trajo como consecuencia que lo que previamente era el "trabajo impago" de la mujer cuidado de los nios y ancianos, limpieza, preparacin de comidas, etc. se convirtiera, como observa con justeza Carol A. Stabile, en objeto de nuevas profesiones y actividades econmicas que se transan en el mercado. Si a sto se le agrega el macizo ingreso de las mujeres al mercado de trabajo la "huida en masa" de las mujeres del espacio domstico, como afirma Rossana Rossanda se concluye que la "condicin femenina" se encuentra, a finales del siglo xx, mucho ms marcada por las relaciones sociales de produccin tal cual las concibieran Marx y Engels que por los efectos de un primitivo "contrato sexual" que instituye el predominio de los patriarcas (Stabile, 1997, p. 144).
Por otro lado, existe otra razn ms de fondo para redimensionar el papel de la clase y el gnero en un sentido distinto al que sugieren ciertas variantes del feminismo. En efecto, en la sociedad capitalista no todas las desigualdades tienen la misma gravitacin. Por ms que se argumente en contrario, la evidencia prueba conclusivamente que en este tipo histrico de sociedad existe una "jerarqua de desigualdades" y algunas de ellas son ms fundamentales que otras a la hora de reproducir los rasgos y atributos definitorios del modo de produccin, ms all de que todas puedan ser igualmente opresivas para sus vctimas. En la sociedad capitalista, las desigualdades clasistas tienen un predominio indiscutible sobre cualquier otra, incluyendo las de gnero. Por qu? Porque en el lmite el capitalismo podra llegar a admitir la absoluta igualdad social en materia de raza, lengua, religin o gnero, pero no puede hacer lo propio con las clases sociales. La igualacin de las clases significa el fin de la sociedad de clases. Por consiguiente, la estructura clasista cristaliza un tipo especial de desigualdad cuya abolicin producira el inmediato derrumbe de las fuentes mismas del poder econmico, social y poltico de la clase dominante. Tal como lo anotara Ellen Meiksins Wood, el capitalismo puede admitir y promover el "florecimiento de la sociedad civil" y las ms irrestrictas expresiones de "la otredad" o "lo diferente", como gustan plantear los posmodernos. Pero hay una desigualdad que es un tab intocable, y que no se puede atacar: la desigualdad de clases. Los posmodernos y los neoliberales son verdaderos campeones en la lucha por la igualdad en todas las esferas de la vida social, menos en el espinoso terreno de las clases sociales, ante las cuales guardan un cmplice silencio. No por casualidad una institucin como el Banco Mundial, perro guardin del capital global, promueve con ahinco en sus diversos programas el "desarrollo y fortalecimiento de la sociedad civil". Lo que ocurre es que esta primavera de identidades se circunscribe a sujetos definidos en funcin del gnero, la etnia, la lengua, o la religin pero nunca la clase. Por sto esa retrica del "fortalecimiento de la sociedad civil" no alcanza a
conmover las bases ltimas y fundamentales del poder de la burguesa las que, pese a todos los cambios habidos desde la poca del Manifiesto, siguen asentndose todava sobre la apropiacin de los medios de produccin y la continuada existencia de una masa de trabajadores asalariados a los cuales les extrae la plusvala (Meiksins Wood, 1995). En este punto naufragan todos los discursos igualitarios de posmodernos y neolibeales y la burguesa muestra su rostro ms intolerante.
Significa lo anterior que el feminismo no plantea conflictos serios a la dominacin burguesa? Nada de eso, pues tal como lo observara Ralph Miliband el feminismo ha significado un formidable desafo a un aspecto tan crucial del orden social como el predominio casi incuestionado de los hombres y la discriminacin en contra de la mujer. El patriarcado ha sido una de los ms efectivas instituciones precapitalistas que la burguesa ha logrado refuncionalizar de manera ejemplar a los efectos de asegurar la perpetuacin de su dominacin de clase, esclavizando a la mujer en el mbito de lo domstico y explotndola doblemente por la va del trabajo impago. Sin embargo, no se trata de un dispositivo irremplazable, mientras que la absoluta igualdad no ya de los sexos sino de las clases constituye una pesadilla sin retorno para la burguesa. Eso es la revolucin social. An bajo la hiptesis de una exitosa y completa realizacin de la agenda transformadora del feminismo, recuerda Miliband, las estructuras de poder del capitalismo permaneceran en lo fundamental inalteradas, producindose en el mejor de los casos la "feminizacin de la opresin" ms no su superacin, algo que las vertientes socialistas del feminismo han planteado con mucha lucidez (1994, p. 140). En sntesis: la discusin precedente para nada justifica las omisiones del Manifiesto sino que debe ser interpretada como una tentativa de situar la cuestin de gnero en el marco estructural que le corresponde y a partir del cual es posible pensar, seriamente, en la impostergable agenda de la liberacin femenina. Un Manifiesto para el siglo xxi
Como hemos visto ms arriba, el Manifiesto sigue teniendo muchas cosas valiosas para decir en los umbrales de un nuevo siglo. El secreto de su permanencia radica en su capacidad para construir un relato verdico sobre la naturaleza de la sociedad capitalista, su constitucin histrica, su estructura ms profunda y la pica de su futura superacin. El Manifiesto ha sido juzgado por la mayora de sus crticos como algo distinto a lo que es. Como bien recuerda Meiksins Wood el Manifiesto es simplemente una declaracin pblica de un programa poltico, una urgente y dramtica convocatoria a la accin en un momento, como la crtica coyuntura de 1848, en que las perspectivas de una revolucin mundial lograron perfilarse como nunca antes y como nunca despus. No es una obra que se hubiera propuesto desarrollar un argumento terico sino una sumaria pero elocuente presentacin de los fundamentos esenciales del materialismo histrico y un llamado a los proletarios de todos los pases a unirse para librar la inminente batalla que pondra fin a la prehistoria de la especie humana (Meiksins Wood, 1998[a], p. 89).
La penosa persistencia del capitalismo, arrastrando cada vez ms lacras a cuestas pensemos solamente en el trabajo infantil, el resurgimiento de nuevas formas de esclavitud laboral, el trfico de nios y de rganos, la devastacin del medio ambiente, la prostitucin infantil, la creciente gravitacin del crimen organizado en el
funcionamiento de los mercados, etc. ha contribuido notablemente a dotar de renovado vigor al texto clsico, cuyos legados son hoy, en un verdadero fin de sicle marxista, ms actuales que nunca (Leys y Panitch, 1998, pp. 32-43). Nunca como en nuestros das pudo el capital ejercer "un poder tan completo, absoluto, integral, universal, ilimitado e irrestricto sobre el mundo entero", advierte Michel Lwy. Nunca pudo antes imponer sus reglas, sus polticas, sus dogmas e intereses a todas las naciones del globo. Por ltimo, concluye Lwy, nunca tuvo el capitalismo "una red tan densa de instituciones como el fmi, el Banco Mundial, la omc que le permitiera controlar, gobernar y administrar la vida de la humanidad de acuerdo con las normas capitalistas del libre mercado y la maximizacin de la ganancia"(Lwy, 1998, p. 162). Por esto el Manifiesto no es una obra que pertenezca a la arqueologa de las ideas polticas sino un texto viviente, que como recordaba Marshall Berman ms arriba, parece cada vez ms joven. A qu obedece este proceso? Por una parte, a la justeza de las tesis fundamentales contenidas en ese texto, a pesar de que las mismas hayan requerido importantes revisiones en parte hechas por los propios redactores del Manifiesto y otras por sus continuadores. De ah que sea de fundamental importancia encuadrar a dicha obra en un proyecto terico-prctico que tiene su punto de partida en 1842/1843, que madura filosficamente con La ideologa alemana en 1845, que se va refinando y puliendo a medida que Marx y Engels profundizan sus estudios sobre la economa poltica clsica y que se sintetiza, en un lenguaje llano y dirigido a las masas que estaban levantando barricadas en toda Europa, en este texto memorable por su contenido, por su estilo y por su influencia que es el Manifiesto comunista.
Sobre el contenido hemos hablado bastante como para eximirnos volver aqu sobre dicho tema. Baste simplemente recordar que el capitalismo, sobre todo en Amrica Latina pero no slo en esta parte del mundo, ha adquirido ciertos rasgos tan groseramente "econmico-corporativos", como deca Gramsci, que convierten a algunas de las ms rotundas afirmaciones del Manifiesto en sobrios diagnsticos de la realidad contempornea. Quin puede dudar, acaso, que en la mayora de los pases latinoamericanos el estado se ha convertido en un "comit que administra los negocios comunes de la clase burguesa"? O, como asegura Fred Jameson, no es acaso una flagrante contradiccin celebrar el "triunfo definitivo" del capitalismo y, simultneamente, la "muerte del marxismo", es decir, la muerte de la ciencia que estudia sus contradicciones? El Manifiesto es un boceto genial de tal ciencia (Jameson, 1997, pp. 175-176). He ah la razn profunda de su permanencia despus de siglo y medio. Acerca de su influencia tambin hemos hablado. Unas palabras finales sobre el estilo, para concluir este trabajo, que es tambin una humilde invitacin a leer, o releer, una vez ms el Manifiesto. Y para sto nos limitamos a hacer nuestra una bellsima reflexin que sobre este tema hiciera Umberto Eco. Dice el autor italiano refirindose al Manifiesto: Relanlo, por favor. Empieza con un formidable golpe de timbal, como la Quinta de Beethoven: "Un fantasma recorre Europa" [...] sigue inmediatamente despues una historia a vuelo de pjaro de las luchas sociales, desde la antigua Roma hasta el nacimiento y desarrollo de la burguesa. [...] Se ve (quiero decir exactamente "se ve", en sentido casi cinematogrfico) esta nueva fuerza irrefrenable que, impulsada por la necesidad de nuevas salidas para sus mercancas, cruza todo el orbe terrqueo [...] trastorna y transforma pases lejanos porque los bajos precios de sus productos son una especie de artillera pesada con la que derrumba cualquier muralla china, hace capitular a los brbaros mas endurecidos en el odio contra el extranjero, instaura y desarrolla las
ciudades como signo y fundamento de su propio poder, se multinacionaliza, se globaliza, hasta inventa una literatura ya no nacional sino mundial. [...] Sigue luego la parte ms doctrinaria, el programa del movimiento, la crtica a los varios socialismos, pero en este punto el lector est ya fascinado por las pginas anteriores. Y si la parte doctrinaria resultara demasiado difcil, he aqu el golpe final, dos eslogans que cortan la respiracin, fciles de retener en la memoria, destinados (me parece) a una fortuna fabulosa: "Los proletarios no tienen nada que perder salvo sus propias cadenas" y "Proletarios de todos los pases, unos!" (Eco, 1998).
2. Friedrich Engels y la teora marxista de la poltica Atilio A. Boron * Este captulo fue publicado en 1996 con el ttulo "Federico Engels y la teora marxista de la poltica: las promesas de un legado", en: Doxa. Revista de Ciencias Sociales, Buenos Aires, ao vii, -nm. 16.
La ortodoxia "anti-engelsiana" El centenario de la muerte de Friedrich Engels ofrece una oportunidad inmejorable para re-examinar y reivindicar la figura y los legados tericos de quien fuera el alter ego intelectual y poltico de Karl Marx durante cuarenta aos. Reexamen y reivindicacin que no pueden hacerse en trminos puramente conceptuales, como si se tratara de la obra de un gemetra como Euclides a un siglo de su muerte, sino que deben ser hechos a la luz de lo efectivamente acontecido en el siglo que concluye, es decir, teniendo como teln de fondo el marco ofrecido por el desenvolvimiento histrico de las sociedades capitalistas en sus transformaciones y en sus luchas sociales. Un siglo especial, cuya "densidad" se proyecta en el doloroso trnsito que va desde las iniciales revoluciones mexicana y rusa, la revolucin china al promediar el siglo, la descolonizacin de la India y de Asia y frica, la revolucin cubana, la derrota norteamericana en Vietnam y el ignominioso "cierre" que le pone la contrarrevolucin neoliberal de los aos ochenta y noventa en cualquiera de sus variantes, desde los originales forjados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher hasta la vergonzante copia representada por la "tercera va" de Tony Blair y Gerhardt Schreder y la gaseosa y anodina "centroizquierda" latinoamericana. La ventajosa perspectiva que ofrece la culminacin de un siglo tan "marxista" como el actual, segn viramos en el captulo anterior, crea el mbito propicio para intentar una evaluacin objetiva del legado terico de Friedrich Engels. Claro est que de partida es fundamental establecer algunos deslindes y precisiones sustantivas. Engels fue un intelectual cuya amplitud de conocimientos e intereses abarcaba desde la filosofa y la historia hasta la antropologa y la sociologa, pasando por la poltica y la economa (Mayer, 1978). Va de suyo que en estas pginas ni se nos ocurrira emprender una tarea de semejantes dimensiones, que intentara extraer un balance de las aportaciones de Engels en cada uno de esos campos. El eje de nuestra preocupacin, por eso mismo, se encuentra en el terreno de la teora poltica. Las contribuciones efectuadas por Engels en otros campos, muchas de ellas polmicas, no sern tema de indagacin en nuestro trabajo.
Difcilmente podra exagerarse la importancia que para el desarrollo de la teora marxista de la poltica adquiere la concrecin de la tan largamente demorada "reparacin terica" de Engels. Como sabemos, ste fue menoscabado y escarnecido desde las ms distintas posturas poltico-intelectuales. En el repudio a Engels coinciden arrogantes "marxlogos", rencorosos "ex marxistas", pensadores burgueses de los ms diversos colores y los supremos inquisidores que en una flagrante violacin al espritu y la letra de la obra de Marx y Lenin pergearon el reseco e indigesto "marxismoleninismo" que tanto perjudicara el desarrollo terico del marxismo. "Marxlogos" y renegados concuerdan en sus acusaciones: Engels habra sido apenas un mediocre "divulgador" de la obra terica de Marx, a la que simplific y distorsion al popularizarla en clave positivista y evolucionista debido a su radical ineptitud para comprender la dialctica y para captar las profundidades del pensamiento marxiano. En cierta historiografa de inspiracin liberal, por su parte, Engels aparece como poco ms que un bondadoso mecenas del iracundo filsofo de Trveris, pero insanablemente hurfano de ideas propias. Por ltimo, para los burcratas de las academias de ciencias de los "socialismos" del Este el destino de Engels estuvo sellado desde el vamos: la desaparicin. Su legado terico no poda correr una suerte distinta de la que le cupo a aquella inquietante imagen de Trotsky junto a Lenin, plasmada en una indiscreta fotografa tomada en los fragores de Octubre. Los diligentes cortesanos del poder retocaron oportunamente la fotografa para, con la "desaparicin" de Trotsky, facilitar el ascenso de Stalin al poder absoluto. De este modo, el nombre de Engels se desvaneci en la larga noche del dogmatismo. Como es de sobras conocido, muchas de las ms impiadosas crticas dirigidas en contra del amigo de Marx se originaron en el propio campo del marxismo, y durante la segunda mitad de la dcada del sesenta y parte de los aos setenta aqullas llegaron a adquirir una virulencia inusitada. No por casualidad fueron sos los aos en que el pensamiento socialista se encontraba totalmente dominado por el as llamado "marximo occidental", para usar la expresin de Perry Anderson (1976). Un marxismo sofocado por el estructuralismo y que haba convertido la crtica al capitalismo y la iluminacin de los posibles escenarios poscapitalistas del socialismo en un ejercicio solipsista en donde la economa, la sociedad y la poltica se disolvan en las penumbras de fantasmagricas estructuras y mgicos discursos dotados con el don de la vida: "pronunciad la palabra y nacer el sujeto". No es un detalle anecdtico recordar ahora, casi treinta aos despus, la poco edificante trayectoria de muchos de los ms enfervorizados crticos de Engels: algunos abrazaron con inusitado fervor el "eurocomunismo" en los aos setenta para volverse "posmarxistas" a comienzos de los ochenta, mientras que otros se asomaron a los noventa con los chillones ropajes de los arrepentidos y los conversos al neoliberalismo. Hubo quienes, como el inefable Rgis Debray, transitaron por todas las estaciones del va crucis de la capitulacin ideolgica: del paroxismo ideolgico del "foquismo" que despreciaba al Engels "socialdemcrata" de su vejez oponindole la juvenil vitalidad de la va armada, hasta su descenso a los infiernos de la derecha francesa y su repudio sin concesiones a toda aquello en que Debray haba credo (1999). En la Argentina, la ardiente impaciencia de algunos inquisidores de Engels les impidi percibir contradiccin alguna entre las encendidas diatribas que dirigan contra el amigo de Marx y sus sucesivos desplazamientos hacia la derecha del espectro poltico, que los hizo simpatizar primero con el as llamado "peronismo revolucionario" en los aos setenta, despus con el renacimiento "alfonsinista" en los ochenta para finalmente terminar sus das como consejeros curiales
del neoperonista Frepaso a mediados de los noventa. En Chile algunos de los ms encendidos crticos sesentistas de Engels pasaron, a lo largo de estos aos, de propiciar la lucha armada contra la "traicin reformista" de Salvador Allende a ser los diligentes mentores intelectuales y ejecutores prcticos del neoliberalismo, depositando en la magia del mercado las mismas esperanzas mesinicas que otrora pusieran en la revolucin. En Mxico, Brasil y Per hallamos historias similares. Hay que reconocer, sin embargo, que el serpenteante derrotero seguido por los censores de Engels no necesariamente descalifica o invalida las impugnaciones que en su momento estos hicieran a su pensamiento. Algunas de sus crticas pueden haber sido justas, ms all de que an en esos casos con frecuencia hayan sido exageradas; otras fueron simples cuestionamientos escolsticos; algunas, por ltimo, carecan de profundidad y eran motivadas por estmulos circunstanciales, necesidades polticas o por el influjo deformante de la moda intelectual. Teniendo en cuenta los vaivenes poltico-ideolgicos de sus autores no es descabellado plantearse dudas acerca de la consistencia y persistencia de estas crticas, y de su utilidad en un proyecto de reconstruccin de la teora marxista. Una de la tesis centrales de este libro, y que reaparece bajo distintas formas en sus sucesivos captulos, es que esa labor de reconstruccin terica est apenas en sus inicios, y que la misma constituye una de las muchas "asignaturas pendientes" que tiene el marxismo de cara al siglo xxi. Una de las pocas tentativas de aquilatar los mritos de la obra de Engels se encuentra en un trabajo muy pormenorizado y bien documentado de Jacques Texier acerca de las tres "innovaciones" tericas engelsianas (1995). La de 1885, relativa a la caracterizacin de la Primera Repblica Francesa; la de 1891, acerca de la repblica democrtica como forma especfica de la dictadura del proletariado; y la de 1895, el "testamento poltico" de Engels, en la cual sienta las bases para una nueva estrategia de lucha revolucionaria del proletariado. En las pginas que siguen nos centraremos en el anlisis de la revisin de 1895, de lejos la de mayor aliento terico y de superlativa importancia prctica. Sin desmerecer la importancia de las otras dos es evidente, sin embargo, que las mismas no revisten la misma significacin: la de 1885, porque remite a una caracterizacin relativamente marginal a la teora marxista de la poltica tal como se vena desarrollando en la obra de Marx y Engels. La segunda, la de 1891, es ciertamente ms trascendente pero a su vez mucho ms controvertible. Segn Texier la idea de que la repblica democrtica es la forma especfica de la dictadura del proletariado marca una innovacin terica fundamental de Engels. Nos parece, sin embargo, que en dicho texto Engels no hace otra cosa que reafirmar lo que ya haba sido dicho por Marx si bien en una forma menos explcita en sus anlisis sobre la Comuna de Pars, razn por la cual no creemos que se trate de una genuina innovacin terica. Por otra parte, aceptar el planteamiento de Texier supondra que Marx y Engels habran endosado el primero hasta su muerte y el segundo hasta la conmemoracin del vigsimo aniversario de la Comuna a un concepto como el de "dictadura del proletariado" que entiende Texier habra remitido, en su formulacin original, a una forma de gobierno desptica y opresiva y no, como lo entendemos nosotros, a un tipo de estado en el cual el proletariado es la clase dominante. Dado que la primera postura es inconsistente con el corpus terico de Marx y Engels, esta supuesta "innovacin" engelsiana no encuentra en el trabajo de Texier una satisfactoria fundamentacin. Esto no quita que, tal como prosigue nuestro autor, en su ambigedad esa interpretacin haya sido "totalmente incomprendida o groseramente deformada" por Lenin en El Estado y la Revolucin, grave imputacin que ignora olmpicamente las condiciones sociales y polticas
concretas despotismo zarista, lucha revolucionaria en San Petersburgo, clandestinidad, problemas de acceso a los escritos de Marx y Engels, la "censura" de la Segunda Internacional a ciertos textos, etc. bajo las cuales Lenin produjo su obra (Texier, 1995, pp. 145-151). En todo caso, las divergencias planteadas ms arriba no menoscaban los mritos del trabajo de Jacques Texier sino que confirman de nueva cuenta que el legado de Engels todava no ha sido examinado con la amplitud y exhaustividad que se merece, y es una tarea que, a cien aos de su muerte, no puede seguir esperando. Las breves notas que siguen pretenden ser una modesta contribucin a esta tarea. Marx y Engels, Engels y Marx No es sta la ocasin para resear la biografa de Engels, ese joven brillantsimo, abierto como pocos a los signos de su tiempo, y cuya rebelda lo llev a renunciar a estudiar en la universidad pese a que su condicin econmica le hubiera abierto las puertas de las mejores casas de estudios superiores de Alemania. Pero el escolasticismo, la hoquedad y el infatuamiento de los acadmicos germanos eran demasiado insoportables para un espritu tan inquieto e incisivo como el de Engels. Su talento excepcional, sin embargo, le permiti cobrarse una temprana venganza gracias a una notable hazaa intelectual: a los 24 aos ya haba escrito y publicado un trabajo memorable de investigacin sociolgica sobre la clase obrera en Manchester, corazn del capitalismo industrial (1844). La produccin conjunta de muchos de quienes durante dcadas se entretuvieron en denostarlo es eclipsada con esta sla obra juvenil que, an hoy, es considerada en las grandes ctedras de historia de las universidades europeas y norteamericanas como un "clsico" imprescindible para el estudio de la clase obrera en los primeros tiempos de la revolucin industrial. Por si lo anterior fuera poco, los escritos de Engels sobre diversos temas de la sociologa, la historia, la filosofa, la ciencia poltica y el arte y la tcnica militar continan atrayendo la seria atencin de los mejores especialistas. Cmo ignorar la creatividad puesta en evidencia en sus estudios sobre la insurgencia campesina en Alemania, sobre la articulacin de ideas e intereses en los procesos sociales, sobre la vinculacin entre patriarcado y propiedad privada, o sobre las formas variables del bonapartismo en las sociedades capitalistas? Una cuidadosa y desapasionada evaluacin de su produccin intelectual es una tarea enorme, que una vez concluida pondra de relieve una figura de una estatura intelectual muchsimo mayor de la que hemos sido inducidos a creer. Pero no son sos los nicos mritos de Engels. Hay otros mayores: fue nada menos que el interlocutor privilegiado casi exclusivo de Marx durante cuarenta aos. Fue, por eso mismo, testigo, consejero, crtico y, como ya es sabido, silencioso e invisible coautor de algunas de las ms importantes aportaciones tericas plasmadas en su obra. Desde el momento en que se encontraron por primera vez Marx advirti que ese joven, dos aos menor que l, era un intelectual formidable, cuya palabra nunca desestim y cuyo consejo siempre busc hasta el ltimo da de su vida, apagada en 1883. Un talento a quien Marx confi, en reiteradas oportunidades, la redaccin de trabajos que luego se publicaran con su firma. Varios artculos del New York Daily Tribune donde originalmente se publicara El dieciocho brumario fueron escritos por Engels a pedido de Marx. Por otro lado, ste acept asimismo escribir largas secciones o fragmentos de obras que ms tarde apareceran con la firma de Engels, como el dcimo captulo de la Segunda Parte del Anti-Dhring. En esa declarada admiracin de Marx por su amigo, benefactor, compaero de militancia e interlocutor intelectual juega por cierto un papel
decisivo el hecho de que haya sido este joven burgus de Barmen quien invitara al hasta entonces filsofo de Trveris a adentrarse en el camino de la economa poltica, una disciplina prcticamente esotrica en la atrasada Alemania de la primera mitad del siglo xix y a la cual Engels tuviera acceso favorecido en parte por los intereses comerciales que su familia posea en Gran Bretaa. A Engels debe Marx nada menos que el haber llamado su atencin sobre las potencialidades que encerraba la economa poltica clsica para el anlisis del capitalismo y la sociedad burguesa, y para el desarrollo del pensamiento y la prctica del socialismo. Fue en virtud de esa gratitud y reconocimiento que Marx senta le deba a Engels en el plano intelectual, y que no pocas veces hizo pblico, que le confi la publicacin del segundo y tercer tomo de El capital, incluyendo la correccin de cada pliego y la resolucin de algunos cruciales problemas tericos pendientes en el manuscrito original. Ya en el famoso "Prlogo" a la Contribucin a la crtica de la economa poltica Marx haba reconocido su deuda intelectual con Engels, quien en su Umrisse zu Einer Kritik der Nationalkonomie de 1844 habra planteado "un genial esbozo de una crtica de las categoras econmicas" (Marx, 1979, p. 6). Esta confesada admiracin por el talento y la agudeza intelectual de Engels qued plasmada en dos frases memorables de Marx: "Engels, el hombre ms culto de Europa", dijo en una oportunidad; y en otra, refirindose a su amigo lo describi como "Un verdadero diccionario universal, capaz de trabajar a cada hora del da o de la noche, comido o en ayunas, veloz en escribir y en comprender como el mismo diablo" (Gustafsson, 1975, p. 47). Esta recproca confianza y admiracin en el talento del otro hizo que, tal como Engels lo narrara en una oportunidad, en: la divisin del trabajo que exista entre Marx y yo me ha tocado defender nuestras opiniones en la prensa peridica, lo que, en particular, significaba luchar contra las ideas opuestas, a fin de que Marx tuviera tiempo de acabar su gran obra principal. Esto me condujo a exponer nuestra concepcin en la mayora de los casos en forma polmica, contraponindola a las otras concepciones (1887, p. 538). Pero por cierto que no se trata de comparar a Engels con Marx. Tal como el primero lo dijera en su breve oracin fnebre ante la tumba de Marx, ste fue "el ms grande pensador de nuestros das". Pero es preciso convenir que el parcial eclipse de Engels slo pudo haberlo producido una figura intelectual del relieve monumental de Marx, a cuyo lado permaneci fielmente toda su vida. Una somera comparacin con las principales cabezas en la historia de la teora poltica a lo largo del siglo xix colocara, sin duda alguna, a Engels a la altura de lo ms prominente del pensamiento de su tiempo, cediendo posiciones slo ante George W. F. Hegel y Alexis de Tocqueville, pero disputando terreno palmo a palmo con Edmund Burke y John Stuart Mill, y superando claramente a un conjunto de tericos tan notables como James Mill, Jeremy Bentham, T. H. Green, Benjamin Constant, Joseph de Maistre y tantos otros. El precio que Engels pag por su prolongada asociacin con la vida y la obra de Marx y con su incondicional entrega al movimiento obrero y socialista europeo fue su propio desdibujamiento intelectual. Podra haber sido una de las grandes cabezas de Europa en la segunda mitad del siglo xix, pero concientemente prefiri un lugar menos destacado: ser el colaborador ms estrecho que tuvo Marx en los aos decisivos de su produccin terica, cooperando intelectual y financieramente con la realizacin de una obra cumbre como la que ste estaba haciendo y que le permitira a la humanidad plantearse la posibilidad de tomar el cielo por asalto. En un momento histrico como el actual, signado por la necesidad de reconstruir la teora marxista tomando en cuenta los triunfos
y las tragedias, los xitos y los fracasos, del socialismo a lo largo del siglo xx, la revalorizacin del legado terico de un talento como el de Engels es una tarea imprescindible e impostergable, y que debe ser encarada cuanto antes. Un excursus necesario: "teora poltica marxista" o teora marxista de la poltica? Pero el relevamiento de las contribuciones de Engels al desarrollo de la teora poltica nos confronta, inevitablemente, con algunas cuestiones epistemolgicas que hacen al status y los lmites de una tal teorizacin en el campo del marxismo. Las observaciones que siguen tienen por objeto, pues, proponer una breve reflexin sobre la as llamada "teora poltica marxista", para luego situar en ese terreno la obra de nuestro autor. Si bien sta es una expresin de uso corriente para referirse a la tradicin terico-poltica que arranca con Marx y que contina hasta nuestros das en la obra de Elmar Altvater, Perry Anderson, Etienne Balibar, Alex Calinicos, Umberto Cerroni, Ellen Meiksins Wood, Ralph Miliband, Antonio Negri, Claus Offe, Jean-Marie Vincent y tantos otros lo cierto es que la frase en s misma encierra una peligrosa confusin. En efecto, a la luz de los postulados epistemolgicos del materialismo histrico, es posible hablar de una "teora poltica" marxista?1. Ciertamente que no. Sin embargo, la tremenda popularizacin que ha experimentado en los ltimos veinte aos dicha expresin torna imprescindible realizar un esfuerzo de clarificacin. Como se recordar el nombre fue impuesto, en gran medida, como resultado de un fecundo debate iniciado por una serie de artculos de Norberto Bobbio en los cuales ste se interrogaba, con mucha perspicacia y no sin cierta malicia, si exista o no una teora marxista del estado (1976[a]). En dichos trabajos el filsofo poltico italiano retomaba y reformulaba de modo ms matizado y por eso mismo ms agudo algunas de las tesis ms radicales que Lucio Colletti lanzara a finales de los aos sesenta y en las cuales ste negaba de plano la existencia de una teora de la poltica en Marx. Lo poco que se encontraba en su obra, deca provocativamente Colletti, no era otra cosa que una mera parfrasis de El contrato social de Jean Jacques Rousseau. En sus propias palabras: "Marx y Lenin no agregaron nada a Rousseau, a excepcin del anlisis (por cierto que importante) de las bases econmicas de la extincin del Estado" (1969, p. 251. Traduccin nuestra). Si bien aos ms tarde este autor habra de atenuar un tanto sus crticas al reconocer que a pesar de su "incompletitud" y de sus lagunas exista una teora marxista de la poltica fue la discusin originada por los artculos de Bobbio la que consagr la frase "teora poltica marxista" como una expresin taquigrfica que aluda a las teorizaciones que el marxismo haba sedimentado a lo largo de poco ms de un siglo de reflexin y debate sobre la materia. Pero en sus trabajos Bobbio precis las radicales insuficiencias que, a su entender, debilitaban las pretensiones tericas del marxismo y que se resuman en este argumento: la sla identificacin en una argumentacin muchas veces abstracta y genrica de la naturaleza de la clase dominante y de la "funcionalidad" de las polticas estatales para la acumulacin capitalista mal poda confundirse con una teora que aspirase a comprender y explicar el funcionamiento y las instituciones del estado capitalista y la democracia burguesa. Como si lo anterior fuera poco, Bobbio seal asimismo otra grave falencia: la ausencia de un diseo acabado que dibujase los contornos del estado socialista y las instituciones democrticas que habran de suceder al estado burgus (1976 [a]). Dejando de lado la apreciacin que nos merecen estas crticas, refutadas o al menos seriamente cuestionadas por las intervenciones subsiguientes de numerosos marxistas
europeos lo cierto es que el "debate Bobbio" instal el uso de la equvoca expresin "teora poltica marxista" en el terreno acadmico y poltico (Sol Tura, 1977). Ahora bien, los riesgos que entraa una confusin como sta en el plano de la ciencia social son de sobra conocidos. Tal como siglos atrs lo recordara Francis Bacon, toda ciencia progresa ms a partir del error que de la confusin; y si en alguna disciplina esto es verdad debido al inevitable, y saludable, entremezclamiento de hechos y valores es en la ciencia poltica. De acuerdo con Bacon el desarrollo de la teora se verifica ms a causa de la refutacin de hiptesis errneas pero planteadas de manera "clara y distinta", como reclamaba Descartes que por la proliferacin de verdaderas nebulosas conceptuales, en cuya impenetrable oscuridad todos los gatos de la teora son pardos. Nos parece que so es exactamente lo que ocurre con la frmula "teora poltica marxista". En efecto, esta formulacin trae consigo el riesgo de una peligrosa reificacin: la resultante de creer que lo poltico es un campo autnomo y, por lo tanto: (a) un fragmento ntidamente recortado de la realidad social y, (b) explicable, tal como an hoy se hace en la tradicin del liberalismo, mediante la operacin de un conjunto de "variables polticas". Como sabemos, estas premisas son incompatibles con los planteamientos epistemolgicos fundamentales del materialismo histrico. Por qu? Porque para ste ningn aspecto o dimensin de la realidad social puede entenderse al margen o con independencia de la totalidad en la cual se constituye. No tiene sentido, por ejemplo, hablar de "la economa" en su aislamiento porque sta no existe como un objeto separado de la sociedad, la poltica y la cultura. Tampoco puede hablarse de "la poltica" como si existiera en un limbo que la aleja de las prosaicas realidades de la vida econmica, las determinaciones de la estructura social y las mediaciones de la cultura, el lenguaje y la ideologa. La "sociedad", a su vez, es una engaosa abstraccin sin tener en cuenta el fundamento material sobre la cual se apoya, la forma como se organiza la dominacin social y los elementos simblicos que hacen que los hombres y mujeres tomen conciencia de sus condiciones de existencia. Y, por ltimo, la "cultura" la ideologa, el discurso, el lenguaje, las tradiciones y mentalidades, los valores y el "sentido comn" slo pueden ser descifrados en su articulacin con la sociedad, la economa y la poltica, so pena de caer, como hemos visto en cierta teorizacin reciente, en los extravos de un neoidealismo a la Laclau que convierte el "discurso" en el nuevo Deus ex Machina de la historia2. Estas distinciones, como lo recordaba reiteradamente Antonio Gramsci, son de carcter analtico, distinciones metodolgicas que delimitan un campo de reflexin y anlisis para facilitar su exploracin de un modo sistemtico y riguroso (1966, pp. 29-30). Claro est que los beneficios que tiene esta operacin se cancelan catastrficamente si, llevado por su entusiasmo o sus anteojeras ideolgicas, el analista termina por "reificar" esas distinciones analticas y cree que las mismas son "partes" separadas de la realidad, comprensibles en s mismas con independencia de la totalidad que las integra y en la cual adquieren su significado y funcin. De este modo, la economa, la sociedad, la poltica y la cultura terminan siendo hipostasiadas y convertidas en entidades autnomas e independientes, susceptibles de ser comprendidas y explicadas por una disciplina especializada. ste ha sido el camino seguido por la evolucin de las distintas "ciencias sociales" a lo largo del ltimo siglo y medio, cuando el pensamiento de la burguesa se convierte en un saber parcializado y reduccionista ms preocupado por ocultar que por develar al servicio de los intereses dominantes. Es importante recordar que no eran sos los rasgos que caracterizaban lo que admirativamente Marx denominaba la "economa poltica clsica" que, en la obra de Adam Smith, sin ir ms lejos, combinaba
en un argumento unitario reflexiones y preocupaciones propias de la economa, la sociologa, la ciencia poltica y la filosofa contemporneas. Otro tanto puede decirse de las contribuciones de autores como Thomas Hobbes, David Hume, John Locke, Montesquieu y tantos otros, ninguno de los cuales puede ser encasillado en los lmites estrechos de una disciplina en particular. Como sabemos, la desintegracin de la "ciencia social" que instalaba en un mismo territorio a Adam Smith y Karl Marx en tanto poseedores de una visin integrada y multifactica de lo social dio lugar a numerosas disciplinas especiales, todas las cuales hoy se encuentran sumidas en graves crisis tericas, y no precisamente por obra del azar (Wallerstein, 1998). Frente a una realidad como sta, la contradictoria expresin "teora poltica marxista" no hara otra cosa que ratificar, ahora desde la tradicin del materialismo histrico, el frustrado empeo por construir teoras fragmentadas y saberes disciplinarios que hipostasan, a veces inconscientemente, la "realidad" que pretenden explicar. As como no hay una "teora econmica" del capitalismo en Marx tampoco existe una "teora sociolgica" de la sociedad burguesa. Lo que hay es un corpus terico que unifica diversas perspectivas de anlisis sobre la sociedad contempornea. Si hubiese una "teora poltica marxista" tal como legtimamente puede hablarse de una teora poltica weberiana, o de la teora poltica de la escuela de la "eleccin racional", o una teora poltica neoinstitucionalista, porque todas ellas obedecen a otros presupuestos epistemolgicos esto significara adherir a un reduccionismo por el cual lo poltico se explica mediante la operacin de un conjunto de "variables polticas" tal y como se hace en el mainstream de la ciencia poltica oficial. Obviamente, los analistas ms perceptivos de esta corriente ocasionalmente admiten que existen elementos "extrapolticos" que pueden incidir sobre la poltica. Pero estas "interferencias" son consideradas del mismo modo que las variables "exgenas" en los modelos economtricos de la teora neoclsica: como molestos factores residuales cuya persistencia obliga a tenerlos en cuenta pese a que no se sepa a ciencia cierta dnde situarlos y se dude acerca de cun importantes sean. En realidad, dichas variables "exgenas" son la medida de la ignorancia contenida en las interpretaciones ortodoxas. Ante esto es preciso recordar con Gyorg Lukcs que contrariamente a lo que sostienen tanto los "vulgomarxistas" como sus no menos vulgares crticos de hoy lo que distingue al marxismo de otras corrientes tericas en las ciencias sociales no es la primaca de los factores econmicos un autntico barbarismo, segn Marx y Engels sino el punto de vista de la totalidad, es decir, la capacidad de la teora de reproducir en la abstraccin del pensamiento al conjunto complejo y siempre cambiante de determinaciones que produce la vida social (1971, p. 27). Si alguna originalidad puede reclamar con justos ttulos la tradicin marxista es su pretensin de construir una teora integrada de lo social en donde la poltica sea concebida como la resultante de un conjunto dialctico estructurado, jerarquizado y en permanente transformacin de factores causales, slo algunos de los cuales son de naturaleza poltica mientras que muchos otros son de carcter econmico, social, ideolgico y cultural (Kossik, 1967). Sin desconocer la autonoma, siempre relativa, de la poltica y la especificidad que la distingue en el conjunto de una formacin social, la comprensin de la poltica es imposible en el marxismo al margen del reconocimiento de los fundamentos econmicos y sociales sobre los cuales reposa, y de las formas en que los conflictos y alianzas gestadas en el terreno de la poltica remiten a discursos simblicos, ideologas y productos culturales que les otorgan sentido y los comunican a la sociedad. Es precisamente por esto que la frase "teora poltica marxista" es confusa y
desorientadora. Lo que hay, aunque sea en ciernes, es algo epistemolgicamente muy diferente: una "teora marxista" de la poltica (Boron, 2000 [a]). El legado engelsiano Como un pequeo aporte en esa direccin, en las pginas que siguen nos referiremos a un tema a nuestro juicio central en el desarrollo de la teora marxista de la poltica: la problemtica poltico-estatal en el trnsito del capitalismo al socialismo y la estrategia y tctica de la lucha revolucionaria que, eventualmente, conducira a una forma moral, social y econmicamente superior de organizacin social. Tal como ha sido reiteradamente sealado, stas son cuestiones en las cuales el rezago y las insuficiencias tericas del marxismo son insoslayables. Al menos cuando se las compara con el grado mucho mayor de elaboracin que exhibe el anlisis de la estructura y funcionamiento de la economa burguesa tal como quedara plasmado en las pginas de El capital (Anderson, 1976, p. 4; Cerroni, 1976). Sin embargo, los temas arriba mencionados fueron abordados bajo la forma de una reflexin preliminar formulada desde la enriquecida perspectiva que ofreca el final del siglo xix en lo que con toda justicia se reconoce como el "testamento poltico" de Engels, terminado de escribir a comienzos de marzo de 1895, es decir, cinco meses antes de su muerte. Nos referimos, claro est, a su clebre "Introduccin" a La lucha de clases en Francia de Karl Marx (Engels, 1895). Cabe advertir que no son stas las nicas reas tericas en las cuales las aportaciones de Engels fueron relevantes. Un trabajo de largo aliento, que por cierto excede los propsitos que animan estas notas, no podra dejar de considerar la importante extensin y enriquecimiento que el concepto de "bonapartismo" experiment a lo largo de sus diversos escritos sobre la poltica alemana en la poca de Bismarck. Ms an, es de estricta justicia postular que Engels capt con singular lucidez una tendencia profunda de los estados capitalistas hacia crecientes grados de autonoma estatal, proceso ste que los tempranos anlisis de Marx sobre el bonapartismo francs tendieron a subestimar al considerarlo ms que nada como una manifestacin excepcional resultante de la crisis poltica de la repblica luego de la insurreccin popular de 1848. Fue Engels quien habra de volver repetidas veces sobre este tema y sentar las bases para una nueva comprensin de la problemtica de la "autonoma relativa" del estado en el capitalismo. Segn sus anlisis las amenazas que brotan de la movilizacin popular hicieron que el bonapartismo se convirtiera en "la religin de la burguesa moderna", todo lo cual da lugar a un doble fenmeno: por una parte, se potencian las inclinaciones de los aparatos estatales, las burocracias y la "clase poltica" del capitalismo hacia una creciente independencia en relacin a las clases dominantes; por otro lado, esta renovada divisin de tareas afianza an ms el dominio que las ltimas ejercen sobre la sociedad en su conjunto al permitirle concentrar sus esfuerzos en el proceso de acumulacin delegando las tareas de la dominacin poltica y administrativa en manos de un conjunto de instituciones, aparatos y personal especializados. Este sendero, pioneramente abierto por Engels, ha sido escasamente transitado por la literatura marxista pese a su enorme importancia para la comprensin de los estados capitalistas (Boron, 1997 [a]: pp. 271301). Hecha esta aclaracin retomemos el hilo conductor de nuestro trabajo. La "Introduccin" de Engels es un texto excepcional. Como es bien sabido, ste fue deliberadamente censurado y mutilado y una seleccin arbitraria de algunos pasajes fue publicada por la direccin de la socialdemocracia alemana (spd) en el peridico del partido, el Vorwrts. Esta triquiuela tuvo por objeto avalar, con la inmensa autoridad
moral que gozaba Engels, las posturas reformistas y gradualistas que por entonces se haban enseoreado del spd. Chantajeado por una dirigencia que no cesaba de advertirle de los riesgos que entraaba la publicacin de la versin original de su artculo, Engels protest airadamente pero sin xito aduciendo que los recortes promovidos por la direccin del spd lo hacan aparecer, como veremos ms abajo, como un "adorador pacfico de la legalidad a cualquier precio". De su anlisis, en cambio, se desprenda claramente que seran las clases dominantes quienes habran de romper con esa legalidad y recurrir a la violencia una vez que tal como Marx lo probara en el caso de la burguesa francesa se percataran de que la misma se haba convertido en un estorbo para asegurar la proteccin de sus intereses fundamentales. Como no poda ser de otro modo, la recepcin del texto redactado por Engels y difundido luego de haber sido sometido a la censura del spd origin muchsima polmica. La coyuntura poltica alemana era muy delicada, sin dudas: el spd haba reconquistado la legalidad en 1890, luego de haber padecido los rigores de una legislacin antisocialista que sin proscribir el partido haba prohibido su actividad desde 1878. Este poda presentarse a las elecciones generales del Reichstag que, en palabras de Engels, era un pseudoparlamento o la hoja de parra del absolutismo prusiano; pero el partido no poda convocar a asambleas, publicar revistas y peridicos, organizar festejos, recoger cotizaciones ni alquilar locales. Pese a estas restricciones, las actividades desarrolladas al filo de la legalidad dotaron al spd de un creciente caudal electoral y de un enorme peso en los nacientes sindicatos obreros. En este marco no puede sorprender que la "Introduccin" haya sido recibida con alborozo por el sector ms reformista del partido alemn. Edouard Berstein marcara con claridad este punto en un texto polmico: Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. Su sesgada lectura e interpretacin del texto engelsiano lo llev a afirmar que el mismo era un espaldarazo definitivo al gradualismo y al parlamentarismo y que Engels se haba despedido de la idea de la revolucin y de los resabios "utopistas" que caracterizaban el pensamiento socialista medio siglo atrs, al fragor de las revoluciones de 1848 (Bernstein, 1982, pp 95-99). Aos ms tarde, en El camino al poder segn Lenin, el ltimo texto "marxista" de Karl Kautsky, publicado en 1909 se daran a conocer unas cartas de Engels en las cuales, tal como se planteara anteriormente, ste se quejaba de haber sido presionado por la direccin del partido en Berln para que introdujera algunas modificaciones en el manuscrito original con el objeto de evitar que sirviera de pretexto para desencadenar una nueva oleada represiva contra los socialistas (Gustafsson, 1975, pp. 81-82). En una carta remitida a Kautsky el 1 de abril de 1895 Engels deca que: Con gran sorpresa veo en el Vorwrts de hoy un extracto de mi "Introduccin" impreso sin mi aprobacin y aderezado de tal manera que yo tengo el aire de ser un adorador pacfico de la legalidad a cualquier precio. Estoy ms contento de ver aparecer ahora ntegramente la "Introduccin" en Neue Zeit, a fin de que esa impresin vergonzosa sea borrada (Kautsky, 1968, p. 58). Se trata, en sntesis, de un texto publicado por primera vez bajo la forma de un extracto, realizado sin contar ni con la consulta ni, mucho menos, la aprobacin de Engels. La desnaturalizacin efectuada por la socialdemocracia fue de tal grado que hizo que aqul se sintiese avergonzado. Sin embargo, pese a las deplorables circunstancias bajo las cuales se publica, el texto de Engels revela la maduracin de algunas innovaciones fundamentales para el ulterior desarrollo de la teora marxista de la poltica y cuya
primera concrecin habra de fluir, casi treinta y cinco aos ms tarde, de la pluma de Antonio Gramsci. Dadas las limitaciones de nuestro trabajo nos ceiremos a formular, de modo sucinto, las dos tesis que a nuestro juicio constituyen el meollo argumentativo de la "Introduccin" en su versin original y definitiva. En efecto, y ms all de muchas valiosas reflexiones relativas a diversos asuntos, en dicho trabajo Engels sienta las bases para una teorizacin relativa a dos temas de crucial importancia para la teora marxista de la poltica: (a) el trnsito hacia el socialismo concebido desde una perspectiva de "larga duracin" y no exclusivamente desde el corto plazo; y, (b) la revalorizacin de las potencialidades abiertas al movimiento obrero por el sufragio universal y el nuevo "espesor" del estado en los capitalismos democrticos y sus consecuencias sobre la estrategia de las fuerzas socialistas. A continuacin examinaremos estas dos cuestiones. "Inminente y breve" o "lejana y prolongada"? La subversin del capitalismo desde distintas perspectivas temporales Es razonable asumir que Engels fue el primero en percibir que con el fracaso de la Comuna y la recuperacin capitalista de la gran depresin de las dcadas de 1870 y 1880 el ciclo histrico abierto por la Revolucin Francesa estaba llegando a su fin. En la "Introduccin" Engels observa que el capitalismo, recompuesto luego de la crisis, "transform de arriba abajo las condiciones bajo las cuales tiene que luchar el proletariado. El mtodo de lucha de 1848 est hoy anticuado en todos los aspectos, y es ste un punto que merece ser investigado ahora ms detenidamente" (1895, p. 109). Luego de reconocer la extraordinaria capacidad adaptativa del capitalismo para sortear sus propias crisis, y de tomar nota del avance incontenible en la organizacin poltica y sindical de las fuerzas socialistas, Engels cuestiona la concepcin estratgica dominante en las filas del movimiento obrero: aqulla que pregona la inminencia del "combate decisivo", combate que adems se librara en un estrecho arco temporal y que culminara con la segura victoria del proletariado. Las enseanzas de la historia, opina Engels, exigen una radical revisin de dichos supuestos y de las formas y mtodos de lucha que les son inherentes. El "combate decisivo", en caso de llegarse a esa instancia, ser eventualmente librado al final de un largo ciclo histrico, lo que obliga a repensar el proceso de transicin teniendo en cuenta un horizonte temporal mucho ms prolongado y formas y mtodos de organizacin y de lucha popular adecuados a estas circunstancias. En esta lnea de razonamiento, Engels traza un sugestivo paralelo entre las formas de la lucha militar y la lucha de clases, al observar con sensatez que: "[S]i han cambiado las condiciones de la guerra entre naciones, no menos han cambiado las de la lucha de clases. La poca de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeas minoras conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado" (1895, p. 120). Y el remate de su argumento tiene una clara resonancia gramsciana, anticipando lo que el fundador del Partido Comunista Italiano (pci) planteara en sus reflexiones desde la crcel: "los socialistas van dndose cada vez ms cuenta de que no hay para ellos victoria duradera posible a menos que ganen de antemano a la gran masa del pueblo" (Engels, 1895, p. 120). La conquista de las grandes mayoras nacionales se convierte as en un prerrequisito inexorable de la revolucin. La larga batalla por contrarrestar la
hegemona poltico-cultural que la burguesa ejerce sobre las masas populares se convierte de este modo en un imperativo de primer orden. Engels, a diferencia de Marx, vivi lo suficiente como para comprobar la profundidad y los alcances de la recuperacin capitalista, y fue precisamente sta quien lo convenci de que el relanzamiento de un nuevo ciclo revolucionario debera esperar la lenta maduracin de las condiciones objetivas y subjetivas por ahora ausentes. Los sucesos de Rusia, ocurridos a ms de dos dcadas de su muerte, para nada socavaron la validez de los anlisis engelsianos: el xito inicial de la estrategia de 1848 en suelo ruso mal poda ocultar su radical inadecuacin en el marco de los capitalismos maduros. Tal como lo notara Lenin, Rusia representaba "el eslabn ms dbil" del sistema imperialista. Dicho con las palabras de Gramsci, Rusia era "Oriente" y mal poda servir como un espejo premonitorio que anticipase el curso de los acontecimientos de "Occidente". En uno de sus ltimos escritos Lenin observ con suma agudeza el contraste entre la revolucin en Europa y Rusia, en una reflexin sin duda fuertemente influenciada tanto por las dificultades con que tropezara la construccin del socialismo en la arcaica Rusia de la posguerra como por el testamento poltico de Engels de 1895. Lenin deca, en efecto, que "en Europa es inconmensurablemente ms difcil comenzar la revolucin, mientras que en Rusia es inconmensurablemente ms fcil comenzarla, pero ser ms difcil continuarla". Y, poco ms adelante, remataba su razonamiento afirmando que: "la revolucin socialista en los pases avanzados no puede comenzar tan fcilmente como en Rusia, pas de Nicols y de Rasputn, y en donde [...] comenzar la revolucin era tan fcil como levantar una pluma" (1960, t. ii, pp. 609-614). Estas observaciones demuestran que pese a su inmensa trascendencia histrica la gesta de Octubre no poda ser utilizada como una "refutacin prctica" del testamento poltico de Engels, o como una experiencia de la cual se pudieran extraer lecciones sobre la estrategia socialista a utilizar en el corazn de la civilizacin burguesa, en donde segn la teora marxista la revolucin deba efectivamente verificarse. Tanto Lenin como Trotsky fueron conscientes de esta fragilidad histrico-estructural de la Revolucin Rusa, considerada por esto mismo como el "preludio" a la demorada y finalmente abortada revolucin en Occidente. Por eso, al igual que el resto de la izquierda revolucionaria europea, solan decir que todos los esfuerzos exigidos para sostener el poder sovitico se justificaban ante la conviccin de que con "resistir unas pocas semanas" sera suficiente: la consumacin de la inminente revolucin en la Europa desarrollada hara el resto, y los camaradas occidentales vendran en auxilio de los rusos. Sin embargo, el preludio inaugurado con los caonazos del Aurora no fue seguido por los esperados estallidos revolucionarios de la clase obrera europea, y los soviticos tuvieron que enfrentarse con la dramtica y a la postre imposible empresa de construir el "socialismo en un slo pas" (Claudn, 1975, pp. 75-197). Al cifrar sus esperanzas en que la clase obrera occidental acudira presta y puntualmente a la cita, Lenin, Trotsky y junto a ellos Rosa Luxemburg y el Gramsci anterior a la crcel pagaron tributo a la ya mencionada tradicin en el movimiento socialista internacional que pronosticaba la "inminencia" y la "brevedad" del hecho revolucionario, y contra los cuales haba advertido Engels en su testamento poltico. La concepcin tradicional haba sido desechada por la socialdemocracia alemana, pero lo hizo por malas razones. En efecto, su repudio obedeca menos a una nueva teorizacin sobre el ampliado horizonte temporal del proceso revolucionario ya no ms un suceso puntualmente acotado en el tiempo y mucho ms a la lisa y llana liquidacin del
proyecto marxista de superar al capitalismo. En el ala revolucionaria del movimiento obrero, en cambio, las advertencias de Engels fueron desodas: por un lado, por las sospechas que suscitaba un texto como la "Introduccin", que haba sido censurado y manoseado por la dirigencia responsable del giro oportunista del partido alemn; por el otro, por la persistente influencia que sobre la imaginacin de los revolucionarios segua ejerciendo la experiencia majestuosa, y ejemplar en su dramatismo, de la Gran Revolucin Francesa. Es por eso que en la fase clsica de la teora marxista, es decir, todo el corpus que se desarrolla con anterioridad a los Cuadernos de la crcel de Antonio Gramsci, la nica teorizacin existente sobre el trnsito del capitalismo al socialismo remite a un suceso a la vez "inminente y breve" que se materializa en el "hecho revolucionario": un corte abrupto y violento que, de un tajo, separara la prehistoria de la historia de la humanidad. Este era un legado que, como sabiamente adverta Engels, se desprenda de la interminable "fascinacin" que sobre la memoria colectiva de las clases populares y sobre el imaginario revolucionario ejercan los acontecimientos de 1789, lo que entorpeca la tarea de identificar los nuevos senderos por los cuales habra de transcurrir la subversin del capitalismo. La chispa que incendi la pradera rusa y las diversas tentativas revolucionarias que se produjeron en la inmediata posguerra en Europa dieron nuevos bros a la vieja concepcin que, a estas alturas, se haba convertido en un mito soreliano. La profunda derrota que poco despus ira a sufrir el proletariado europeo a manos del fascismo y la reaccin y, por otra parte, las significativas transformaciones experimentadas por el capitalismo maduro a comienzos del siglo xx y, sobre todo, despus de la Gran Depresin, exigan perentoriamente una nueva revisin tericopoltica, que habra de brotar del enorme talento de Antonio Gramsci. Tras las rejas del fascismo ste tratara de dar cuenta de los desafos que planteaba la disolucin de la frmula revolucionaria clsica "inminente y breve" para el movimiento socialista internacional en los ms diversos planos: tcticos, estratgicos, organizativos y doctrinarios. En todo caso, es legtimo reconocer en el testamento poltico de Engels un clarividente anticipo de las tesis centrales que luego, con el beneficio del saber histrico, planteara Gramsci en toda su extensin. La obra gramsciana habra de arrojar una nueva luz sobre el problema arduo y complejo de la gestacin del conjunto de condiciones requeridas para que, en un punto alejado de la inmediatez del presente, el desenlace revolucionario sea posible. Siguiendo los pasos de Engels y por contraposicin a lo acontecido con la socialdemocracia alemana la revisin y actualizacin del terico italiano no reniega de la necesidad histrica de la revolucin sino que constata las insanables insuficiencias de la concepcin tradicional que la encerraba en los lmites estrechos de un "combate decisivo". Gramsci, por el contrario, se percata que la misma en lugar de ser "inminente y breve" ser "lejana y prolongada", la culminacin de un extenso ciclo histrico signado por la insurgencia de las masas oprimidas. De este modo, lo que en el imaginario tradicional de la izquierda era concebido como una jornada crucial, repeticin demorada de los eventos de 1789, habra de ser reconceptualizado como un proceso cuyo desenvolvimiento estaba llamado a extenderse a lo largo de toda una poca histrica. Sufragio universal, nueva fisonoma estatal en los capitalismos democrticos y la estrategia de la "guerra de posiciones" Engels toma nota asimismo de dos importantes transformaciones ocurridas en los
estados burgueses: por un lado, las posibilidades abiertas por el sufragio universal (en realidad, el sufragio masculino universal); por el otro la creciente complejidad y el acrecentado "espesor" de los estados capitalistas concebidos ahora como un conjunto de aparatos e instituciones y ya no ms como aqul simple comit ejecutivo que tal como se enunciaba en el Manifiesto cuarenta aos atrs tena a su cargo el manejo de los asuntos comunes de la clase burguesa. Referido al tema del sufragio Engels elabora los alcances de una observacin que Marx hiciera acerca del programa del Partido Obrero francs, aprobado en Le Havre en 1880. Los obreros, deca el autor de El capital, "han transformado el sufragio universal de medio de engao que haba sido hasta aqu en instrumento de emancipacin". Si el sufragio universal haba servido, en su forma alienada, para que las masas campesinas y la soldadesca de la Sociedad del 10 de diciembre entronizaran a Louis Bonaparte en el poder, en su forma consciente apareca dotado de inditas potencialidades para inclinar en favor de las clases populares la balanza de la historia. Es precisamente por esto que el sufragio universal es caracterizado en los escritos del viejo Engels como "un arma nueva, una de las ms afiladas" que los obreros de todo el mundo deben utilizar para combatir a la burguesa (1895, p. 115). Esta radical revalorizacin de las potencialidades transformadoras del sufragio ha sido objeto de una inacabable polmica en las filas del movimiento socialista internacional desde finales del siglo pasado hasta nuestros das (Przeworski, 1985, pp. 17-60). El debate conserva la aspereza y la urgencia de sus momentos fundacionales, y cien aos de historia no lograron saldarlo, especialmente en los capitalismos democrticos de la periferia. En su ncleo esencial el dilema que se le planteaba al movimiento socialista europeo, y que se refleja en las ltimas teorizaciones de Engels, hunda sus races en las contradicciones propias de la democracia capitalista que Marx detect premonitoriamente en sus anlisis sobre la experiencia francesa. Fue precisamente all donde Marx pudo percibir, en la prctica, el divorcio existente entre la lgica del capital y la de la democracia burguesa. La causa profunda de esta contradiccin entre una y otra radica en el hecho de que la democracia, "mediante el sufragio universal, otorga la posesin del poder poltico a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeos burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesa, la priva de las garantas polticas de este poder. Encierra su dominacin poltica en el marco de unas condiciones democrticas que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipacin poltica a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauracin social a la poltica" (1850, t. i., p. 158). Este luminoso pasaje expone, con singular nitidez, lo que sin temor a exagerar podramos considerar como la contradiccin profunda del capitalismo democrtico, tema cuya discusin se aborda en el captulo siete de este libro. El sufragio universal despoja a las clases dominantes de las garantas polticas que necesita su poder social, mientras que quienes son esclavizados por las modernas condiciones de la produccin capitalista tienen en sus manos un arma que, potencialmente al menos, podra poner fin a su situacin. De ah el delicadsimo e inestable equilibrio que caracteriza a la democracia en el capitalismo: debe exigir a los de abajo que no avancen, que se abstengan de intentar transformar su emancipacin poltica en emancipacin social, y debe persuadir a los de arriba que dejen de lado toda tentativa de restaurar su amenazado predominio social cancelando los mecanismos de la democracia electoral.
Estas contradicciones, como decamos ms arriba, no pudieron sino suscitar un espinoso dilema en el seno de las organizaciones populares: si los trabajadores deban conquistar el poder poltico con el propsito de establecer la sociedad socialista, era posible hacerlo aprovechndose de las instituciones polticas existentes? Como bien anota Przeworski, "la democracia poltica, especficamente el sufragio, era un arma de doble filo para la clase trabajadora. Se deba rechazar esta arma o por el contrario se la deba usar para pasar de la emancipacin poltica a la social?" (1985, p. 18). La respuesta de los anarquistas fue intransigentemente negativa: la aceptacin del sufragio universal significara la irremisible integracin de las clases subordinadas y sus organizaciones representativas al estado burgus. La de los socialistas, en cambio, fue ambivalente, pero con una creciente tendencia de las fracciones hegemnicas en su interior, claramente reformistas, a contestar por la afirmativa. Esta actitud disgustaba al ala ms radicalizada de los socialistas, la que an as crea que vala la pena enfrentar los riesgos de una eventual capitulacin ideolgica a cambio de la razonable probabilidad de conquistar el poder poltico mediante el sufragio universal. Tal como sealramos ms arriba, en la concepcin de Marx y Engels la valoracin del significado del sufragio universal fue tornndose ms positiva con el paso del tiempo y el desenvolvimiento de las luchas sociales. No obstante, ninguno de ellos lleg a los extremos a que llegaran los miembros del ala reformista del SPD: un verdadero "cretinismo parlamentario" que se intentaba apenas disimular apelando a vagas exhortaciones a construir el socialismo y que manifestaba una ciega (e ingenua?) confianza en la idoneidad del sufragio universal y los mecanismos de la democracia burguesa para concretar el proyecto revolucionario. En la coyuntura europea de 1848 Marx lo consideraba en una poca de auge revolucionario, claro est como un mero desencadenante de la lucha de clases, cuya efmera existencia era doblemente sentenciada tanto por el triunfo de la revolucin como por su eventual derrota y el subsecuente auge de la reaccin (1850, p. 219). Pero en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, un texto de Engels de 1884, sostiene que: "[E] sufragio universal es [...] el ndice de la madurez de la clase obrera" pues permite saber si los obreros se constituyen como un partido independiente y votan por sus genuinos representantes. Y concluye que: "(N)o puede llegar ni llegar nunca a ms en el estado actual, pero esto es bastante" (1884, p. 322). Once aos ms tarde y ya en vsperas de su muerte, Engels habra de revalorizar vigorosamente el significado del sufragio universal. En su famosa "Introduccin" nuestro autor seala la importancia de no subestimar sus efectos movilizadores y su funcionalidad en trminos de un proyecto socialista. En efecto, cmo ignorar las posibilidades abiertas por la propaganda poltica para elevar el grado de conciencia de las masas?; o cmo subestimar la importancia de proceder a un peridico recuento de las propias fuerzas y la de los partidos adversarios para calibrar la efectividad de la accin socialista?; o cmo despreciar el papel agitador y movilizador de la tribuna parlamentaria y el intenso contacto con los sectores populares logrado durante las campaas electorales?; las elecciones y la vida parlamentaria no suponen, acaso, un importante aprendizaje poltico tanto para las masas como para la dirigencia de los partidos de izquierda? El sufragio universal, concluye Engels, hace posible bajo ciertas circunstancias una significativa acumulacin de fuerzas en manos de los partidos de la clase obrera. Es obligacin de estos partidos conservar intactas dichas fuerzas hasta que llegue el momento de "la lucha decisiva". Y para prevenir cualquier tipo de tergiversacin de su pensamiento, que lo convirtira en un ingenuo apstol del
"oportunismo electoralista", Engels deslinda claramente las aguas reivindicando el papel de la revolucin. Nadie puede suponer, nos recuerda, que el sufragio universal implique renunciar al "derecho a la revolucin", el nico derecho "realmente histrico [...] en que descansan todos los estados modernos sin excepcin" (1895, p. 321). Conviene insistir en esta ltima enunciacin puesto que es olvidada con harta frecuencia en nuestros das: ni Marx ni el viejo Engels jams creyeron que la democracia electoral cancelaba la inevitabilidad de la fractura revolucionaria a la hora de superar el capitalismo. Contrariamente a lo afirmado por Bernstein quien auguraba que el trnsito del capitalismo al socialismo sera tan imperceptible como el que experimenta un navo al cruzar la lnea ecuatorial la revalorizacin del sufragio universal jams condujo a Marx y Engels a concebir las elecciones como un sucedneo de la revolucin, como ocurriera con la dirigencia de la Segunda Internacional. Y esto pese a que fue el propio Marx quien planteara que la conquista del socialismo por la va electoral "podra tal vez ocurrir" en pases como el Reino Unido y Holanda, con estados pequeos (al menos por comparacin a la gigantesca burocracia estatal existente en Francia o Alemania), un aparato represivo y militar muy acotado y slidas instituciones representativas. Pero, claramente, estos eran casos excepcionales que slo confirmaban la validez de las previsiones generales, mucho ms cautelosas acerca del papel del sufragio universal en la emancipacin del proletariado. En un texto sorprendentemente poco estudiado, el "Prefacio" de 1886 a la primera edicin de El capital, Engels sostiene que las investigaciones de Marx lo llevaron a concluir que: al menos en Europa, Inglaterra es el nico pas en el cual la inevitable revolucin social podra producirse, ntegramente, por medios pacficos y legales. Pero Marx ciertamente nunca olvid agregar que difcilmente esperaba que las clases dominantes inglesas se sometieran a esta revolucin pacfica y legal sin una "rebelin pro-esclavista" (1886, p. 113)3. La revalorizacin del sufragio universal vino pues de la mano de una renovada comprensin de las complejidades y contradicciones de los estados burgueses, consecuencia de las propias necesidades del proceso de acumulacin capitalista, el avance de las luchas sociales, la creciente capacidad reivindicativa de las masas y la cristalizacin jurdica e institucional de la paulatina modificacin de la correlacin de fuerzas en favor de las clases populares. De ah que Engels constatara esperanzadamente el hecho de que "las instituciones estatales en las que se organiza la dominacin de la burguesa ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones" (p. 116). Y prosigue sosteniendo que estas luchas en cada legislatura provincial, en los tribunales industriales y en diversos organismos municipales hicieron que "la burguesa y el gobierno llegasen a temer mucho ms la actuacin legal que la actuacin ilegal del partido obrero, ms los xitos electorales que los xitos insurreccionales" (p. 116). Temas estos, por cierto, de enorme significacin y que reflejan la sensibilidad de Engels ante los cambios acontecidos en las formas estatales de la dominacin burguesa y que, una vez ms, prefiguran la reelaboracin gramsciana del estado en un sentido amplio, abarcativo no slo de las instituciones de la sociedad poltica sino tambin de aquellas propias de la sociedad civil. An cuando la experiencia histrica posterior demuestre que Engels sobrestim las posibilidades ofrecidas por estos nuevos complejos institucionales y representativos del estado capitalista y la legalidad burguesa, lo cierto es que sus precoces observaciones sirvieron para repensar desde nuevas bases toda la problemtica estatal del capitalismo.
Pese a ello, sera un error creer que los desarrollos tericos de Engels se agotan en estas observaciones. De hecho, aqullos contienen una sugestiva anticipacin de la mudanza en el paradigma estratgico del movimiento obrero que, muchos aos despus, sera teorizada por Gramsci al comprobar el trnsito desde la "guerra de movimientos" a la "guerra de posiciones". La reflexin engelsiana se fundamenta en una minuciosa identificacin de las transformaciones ocurridas en la economa capitalista, en las condiciones de la lucha de clases, en las estructuras urbanas de los pases avanzados y, por ltimo, en las decisivas modificaciones experimentadas por la tcnica y el arte militares. Todo esto lo condujo a concluir que: [S]i incluso este potente ejrcito del proletariado no ha podido alcanzar todava su objetivo; si, lejos de poder conquistar la victoria en un gran ataque decisivo, tiene que avanzar lentamente, de posicin en posicin, en una lucha dura y tenaz, esto demuestra de un modo concluyente cun imposible era, en 1848, conquistar la transformacin social simplemente por sorpresa (p. 111, nfasis en el original). Ms adelante Engels rematara su razonamiento diciendo que, ante estas condiciones, los socialistas deberan prepararse para una labor "larga y perseverante", encaminada a conquistar la conciencia de los sectores populares y de las capas intermedias de la sociedad, a afianzar la gravitacin de las fuerzas de izquierda en el complejo entramado de instituciones del estado burgus sistema partidario, movimiento obrero, gobiernos locales, etc. hasta que se conviertan en "la potencia decisiva del pas, ante la que tendrn que inclinarse, quieran o no, todas las dems potencias" (pp. 120-121). Engels trasciende de este modo las limitaciones propias del escenario histrico de su poca: el capitalismo de fines del siglo xix, al preanunciar con sorprendente exactitud la reformulacin terica que, a finales de las dcadas del veinte y del treinta, habra de ser desarrollada por Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la crcel. Es decir, en un momento en el cual las profundas mutaciones del estado burgus en su fase imperialista y muy especialmente aquellas ocasionadas por la Primera Guerra Mundial y el auge del fordismo estaban apenas en sus comienzos, manifestndose de un modo embrionario, la penetrante mirada de Engels supo percibir los sntomas primeros de esta gran transformacin. Pudo, de este modo, entrever la necesidad de adoptar una estrategia popular que le permitiera a las clases subalternas librar exitosamente el combate por la hegemona en el seno de la sociedad civil, para convertirse, como dira Gramsci tiempo despus, en "clase dirigente" antes de siquiera pretender ser "clase dominante". Un Engels revisionista? En una poca como la actual, saturada por el auge del "liquidacionismo terico" antimarxista que posa con los ropajes del posmodernismo, podra hablarse de una cierta "ambigedad" en el legado engelsiano? Durante el apogeo del "eurocomunismo" era corriente encontrarse con trabajos que exaltaban la "socialdemocratizacin" del ltimo Engels o que, siguiendo el mismo sendero, remataban en la invencin de un Gramsci "socialdemcrata" o "eurocomunista". Segn esta errnea interpretacin Engels habra revalorizado hasta tal grado las posibilidades abiertas por el sufragio universal que fue obligado a desprenderse, an cuando no de modo abierto y frontal, de su tradicional adhesin a la revolucin. En este sentido no fueron pocos los que se apresuraron a "celebrar" el postrero triunfo de Bernstein sobre el ala revolucionaria de la socialdemocracia, representada por Lenin y Rosa Luxemburg.
Ante esta nada inocente deformacin del pensamiento de Engels es preciso puntualizar lo siguiente: (a) Como ya lo hemos sealado, Engels jams consider al sufragio universal como un sustituto de la revolucin. Tampoco crey que las instituciones de los capitalismos democrticos pudieran ser "neutras" en la lucha de clases, o que, al sentirse amenazada, la burguesa ira a resignar hidalgamente el poder poltico y sus medios de produccin abstenindose de apelar a la violencia contrarrevolucionaria. No slo era un marxista coherente sino que adems era un hombre demasiado culto, y moralmente ntegro, como para incurrir en las inauditas conjeturas como las que hoy cultivan con esmero los "posmarxistas", que de la noche a la maana descubrieron inslitos valores y potencialidades emancipadoras en el capitalismo. A lo largo de sus diversos escritos, y sobre todo en su testamento poltico, queda inequvocamente establecido que el sufragio y la revolucin no son realidades excluyentes sino procesos convergentes. La expansin del podero electoral de los socialistas reflejo cierto de su capacidad de construir un nuevo bloque histrico en la sociedad civil es una de las condiciones de la revolucin y una vez que sta haya triunfado el sufragio universal sera uno de los pilares del nuevo estado. Los formidables cambios en las condiciones bajo las cuales tiene lugar la lucha de clases y las no menos significativas transformaciones del estado capitalista exigen de las fuerzas socialistas la elaboracin de una estrategia de acumulacin que considere simultneamente ambos aspectos. En los capitalismos democrticos en donde lo de "democrtico" es un adjetivo que slo alude a la modificacin de la forma en que se ejerce la dominacin burguesa y no a la desaparicin del carcter de clase del estado la conquista de la voluntad de las masas pasa por el afianzamiento de una slida mayora electoral. Si el repudio a la revolucin es una muestra de imperdonable ingenuidad o de un craso oportunismo, como lo prueba la frustrada experiencia del "eurocomunismo", el desprecio por la democracia electoral que tradicionalmente han manifestado amplios segmentos de la izquierda (especialmente en pases como la Argentina) es una mayscula irresponsabilidad, que adems va en detrimento de las mismas posibilidades de un ulterior xito revolucionario. La conquista de la hegemona en la sociedad civil es condicin indispensable para la toma del poder, dira Gramsci varias dcadas ms tarde. Para ser dominante una clase tiene primero que ser capaz de demostrar que puede ejercer efectivamente la "direccin intelectual y moral". Una adecuada lectura de Engels ensea que el sufragio universal y la revolucin deben, en consecuencia, integrarse como aspectos complementarios de un diseo estratgico unitario de las clases subalternas. La negacin de cualquiera de estos dos polos slo puede acarrear nuevos tropiezos en la marcha de las fuerzas socialistas. El abandono de la "utopa" y la revolucin termina consagrando la intangibilidad de las estructuras sociales capitalistas y la renuncia vergonzante al socialismo; la desvalorizacin del sufragio no slo coloca a las fuerzas socialistas de espaldas a las masas sino que, bajo ciertas circunstancias, puede desembocar en un socialismo desptico y autoritario, inaceptable desde todo punto de vista y cualesquiera sean sus pretendidas justificaciones. Pero es preciso recordar que la democracia no puede realizarse en su integridad si se preservan las estructuras econmicas y sociales del capitalismo. Aunque parezca paradojal y ofenda los ojos de algunas "buenas almas democrticas" afectas a la falaz antinomia "democracia o revolucin" la condicin de la democracia es la creacin de un nuevo tipo histrico de sociedad, en donde prevalezca la igualdad sustantiva de los ciudadanos y hayan desaparecido las estructuras de explotacin y opresin caractersticas de la sociedad burguesa. Todo esto, huelga aclararlo, implica un trnsito hacia una sociedad poscapitalista, lo que replantea la necesidad de la revolucin social.
(b) A diferencia de algunos revisionistas posteriores, o de ciertos "posmarxistas" de nuestros das, para Engels jams estuvo en discusin el carcter histrico y transitorio del capitalismo como un modo de produccin clasista destinado a ser reemplazado por formas superiores de organizacin econmica y social. Sus reelaboraciones acerca de la poltica y la estructura social en los capitalismos avanzados nunca nublaron su visin como para hacerle perder de vista las injusticias que son inherentes a este sistema y el carcter irresoluble de sus contradicciones en el largo plazo. Ni Marx ni Engels afirmaron jams la tesis del triunfo fatal e inexorable del socialismo: la barbarie bien poda ser el horror resultante del fracaso de la revolucin. Sin embargo, tanto las injusticias como las contradicciones que le son inherentes claman por la constitucin de una sociedad de nuevo tipo, poscapitalista, sobre la base del diseo que en su juventud Marx y Engels esbozaran en La ideologa alemana. La revisin estratgica propuesta por Engels, en consecuencia, de ninguna manera significa otorgar un certificado de eternidad para el capitalismo. Tampoco puede decirse que Engels haya jams concebido al estado como una institucin neutra, como un mero "escenario" o prescindente marco institucional de la lucha de clases. Todo esto, que instala a Engels en un universo terico distante a aos luz de los "posmarxistas" de este fin de siglo, hace tambin de l un verdadero clsico del marxismo, cuyas aperturas, intuiciones e innovaciones tericas son decisivas para encarar con audacia y certeza la urgente tarea de desarrollar la teora marxista de la poltica y para orientar la praxis transformadora de nuestras sociedades. 3. Posmarxismo? Crisis, recomposicin o liquidacin del marxismo en la obra de Ernesto Laclau* Atilio A. Boron * Este captulo fue publicado en 1996 con el ttulo "Posmarxismo? Crisis, recomposicin o liquidacin del marxismo en la obra de Ernesto Laclau", en: Revista Mxicana de Sociologa, Mxico. vol. 58, nm. 1, enero-marzo.
Introduccin La crisis terica en la sociologa y la ciencia poltica, expresin del colapso de los paradigmas que organizaron las actividades de esas disciplinas desde los aos de la posguerra, ha abierto un vaco que se ha convertido en el campo de batalla de un conjunto de nuevas teorizaciones y enfoques epistemolgicos. Pero el trono que dejaran vacante la fugaz supremaca del "estructural funcionalismo" en la sociologa y el rpido agotamiento de la as llamada "revolucin conductista" en la ciencia poltica se encuentra an a la espera de su sucesor. Los pretendientes que pugnan por la sucesin han sido hasta ahora incapaces de conquistar el reino, an cuando algunos de ellos, como la escuela de la "eleccin racional" han expandido notablemente su esfera de influencia y penetrado con fuerza en las ciudadelas tericas de sus adversarios. No obstante, las insanables debilidades tericas y epistemolgicas de este enfoque permiten pronosticar que su futuro en una disciplina tan antigua como la filosofa poltica no habr de ser brillante y con toda seguridad ser breve. Uno de los candidatos que aspira a ocupar el trono vacante, no el ms fuerte pero an as de cierto peso, es el "posmarxismo". Las significativas transformaciones experimentadas por las sociedades capitalistas desde los aos setenta unidas a la desintegracin de la Unin Sovitica y las "democracias populares" de Europa Oriental proyectaron al primer plano, por ensima vez, el tema de la crisis del marxismo y la
urgencia de su radical e irreversible superacin. Una de las expresiones ms ambiciosas en este sentido es precisamente el "posmarxismo", concebido como un gran esfuerzo de sntesis entre ciertos aspectos del legado de la obra de Karl Marx, interpretados con total liberalidad, y algunas contribuciones tericas producidas al amparo de tradiciones intelectuales irreconciliables con el socialismo marxista. Tal como pretendemos demostrar en este captulo, el resultado final de tal empresa es una frmula tericamente eclctica y polticamente conservadora. La obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe constituye una de las ms importantes contribuciones al desarrollo del pensamiento "posmarxista". Segn la opinin vertida por ambos autores en el "Prefacio" a la edicin espaola de Hegemona y estrategia socialista. Hacia una radicalizacion de la democracia, las tesis desarrolladas en ese libro originalmente publicado en Londres en 1985 han "estado desde entonces en el centro de un conjunto de debates, a la vez tericos y polticos, que tienen lugar actualmente en el mundo anglosajn" (1987 [b]: p. vii [en adelante, HES]). Sin desmerecer la importancia de las reflexiones all contenidas nos parece que esta afirmacin es un tanto exagerada, producto tal vez de eso que Gramsci acertadamente llamara "la visin del campanario" y que slo permite percibir los lmites pequeos de la aldea ignorando lo que ocurre fuera de sus murallas. Ms cercano a la verdad sera afirmar que dichas tesis causaron una cierta agitacin que todava palpita, si bien dbilmente, en algunos crculos acadmicos latinoamericanos especialmente en Argentina, Chile y Mxico y en menor medida en el Reino Unido. Sin embargo, en el corazn del mundo anglosajn al cual se refieren Laclau y Mouffe, Estados Unidos para no hablar de Europa continental y buena parte del resto de Amrica Latina, frica y Asia tales tesis han pasado prcticamente desapercibidas. En el terreno de los partidos y movimientos sociales es imposible dejar de advertir que en relacin a los debates polticos y prcticos del Foro de So Paulo o el Congreso Nacional Africano, el partido liderado por Nelson Mandela en Sudfrica para usar algunos de los ejemplos mencionados en la obra de Laclau y Mouffe la incidencia prctica de las propuestas del "posmarxismo" no ha sido ms gravitante que las que les pudo haber cabido a las teorizaciones de Wittgenstein, Derrida o Lacan. En este sentido, tampoco sera razonable suponer que la reciente y deplorable "actualizacin" doctrinaria producida por el Partido Laborista de Gran Bretaa, o la creacin en Italia del Partido Democrtico de Izquierda por parte de los "emigrados" del antiguo pci, guarden demasiado parentesco, pese a su evidente afinidad ideolgica, con la minuciosa "deconstruccin" del marxismo llevada a cabo en HES y en los textos posteriores de Laclau y Mouffe (Laclau, 1993). Pese a ello es indiscutible que la obra de Laclau y Mouffe ha adquirido una indudable gravitacin en las ciencias sociales latinoamericanas y entre los intelectuales tributarios de las diversas corrientes en las que hoy se expresa el talante posmoderno. En su tiempo Gino Germani observ que uno de los rasgos aberrantes del medio acadmico latinoamericano era que la extraordinaria divulgacin adquirida por las crticas formuladas a un cierto autor o corriente intelectual en su caso, Talcott Parsons y la "sociologa cientfica" estadounidense no estaban acompaadas (y mucho menos precedidas) por idntico empeo puesto en conocer seriamente la naturaleza, alcances e implicaciones del pensamiento criticado. Su comentario reflejaba el asombro que le haba producido la fulminante popularizacin de los cuestionamientos sin duda acertados, conviene aclarar de C. Wright Mills al modelo parsoniano, en circunstancias en que ste apenas era conocido por los lectores de habla hispana1. Si traemos este recuerdo a colacin es porque treinta aos ms tarde el absurdo todava persiste, slo
que en forma invertida: si en el fragor rebelde de los aos sesenta era el pensamiento del establishment el que deba pugnar por instalarse legtimamente en el debate ideolgico, en los conservadores aos noventa es la crtica marxista la que es desterrada a los mrgenes de la controversia terica. Como ocurre con harta frecuencia en nuestros pases, el "debate" fue sustituido por un aburrido monlogo de escaso inters intelectual y de menor trascendencia prctica. Cabe sealar, no obstante, que nuestros profundos e insalvables desacuerdos con la perspectiva "posmarxista" que desarrollan Laclau y Mouffe no implican subestimar los mritos formales de su reflexin ni, menos todava, insinuar temerarias hiptesis sobre los propsitos que la habran animado. Por el contrario, se trata de divergencias terico-polticas, y la amplitud y minuciosidad de su trabajo exigen un cuestionamiento serio y fundado. Esto es lo que trataremos de hacer en las pginas que siguen. En estas notas nos limitaremos a examinar las tesis sociolgicas y polticas que nos parecen centrales en el discurso de nuestros autores. Dejamos a los especialistas en lingustica, semitica, psicoanlisis y filosofa la tarea de vrselas con las aplicaciones que Laclau hizo de las contribuciones de Wittgenstein, Lacan y Derrida a la teora poltica, tema sobre el cual aqullos no han demostrado, al menos hasta ahora, demasiado inters en discutir. Hechas estas salvedades, corresponde ahora adentrarse en los complejos laberintos discursivos de la obra de nuestros autores y evaluar el resultado de su labor. El programa "posmarxista" En reiteradas ocasiones, Laclau y Mouffe se preocuparon por sealar la naturaleza y el contenido terico y prctico de su programa de fundacin del "posmarxismo". Previsiblemente, el punto de partida no poda ser otro que la crisis del marxismo. Pero, contrariamente a lo que sostienen muchos de los ms enconados crticos de esta tradicin que establecen la fecha de su presunta muerte en algun indefinido momento de la dcada del setenta, para nuestros autores "esta crisis, lejos de ser un fenmeno reciente, se enraiza en una serie de problemas con los que el marxismo se vea enfrentado desde la poca de la Segunda Internacional" (1987 [b]: p. viii). El problema, en consecuencia, viene de muy lejos, y al explorar los textos de Laclau y Mouffe se llega a una asombrosa conclusin: en realidad, el marxismo estuvo siempre en crisis. Como veremos ms abajo, la crisis se constituye en el momento mismo en que el joven prusiano y su acaudalado y culto amigo, Friedrich Engels, ajustaban cuentas con la filosofia clsica alemana en la apacible Bruselas de 1845 y estalla en mil pedazos cuando se forma la Segunda Internacional. Si bien una tesis tan extrema como sta se hallaba inscripta en "estado prctico" en algunos de los artculos que Laclau y Mouffe escribieran ya en la dcada del setenta, es en las Nuevas Reflexiones de Laclau cuando este diagnstico se plantea en su total radicalidad. Por eso es que a estas alturas las resonancias del pensamiento de la derecha conservadora Popper, Hayek, y otros por el estilo son atronadoras, especialmente cuando Laclau sostiene, en consonancia con la premisa fundamental que inspira el diagnstico de aqullos, que la fatal ambigedad del marxismo "no es una desviacin a partir de una fuente impoluta, sino que domina la totalidad de la obra del propio Marx" (1993, p. 246)2. De qu ambigedad se trata? De la que yuxtapone una historia concebida como "racional y objetiva" resultante de las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de produccin a una historia dominada, segn Laclau, por la negatividad y la contingencia, es decir, la lucha de clases. En su respuesta a la entrevista
que le hiciera la revista Strategies, Laclau sostiene que "esta dualidad domina el conjunto de la obra de Marx, y porque lo que hoy tratamos de hacer es eliminar aqulla afirmando el carcter primario y constitutivo del antagonismo, sto implica adoptar una posicin posmarxista y no pasar a ser ms marxistas, como t dices" (1993, p. 192). Erradicar esta supuesta ambigedad es pues un objetivo esencial y para ello Laclau est dispuesto a arrojar al nio junto con el agua sucia. Lo anterior supone postular algo que en la peculiarsima lectura que nuestro autor hace de los textos de Marx se encuentra ausente o, en el mejor de los casos, pobremente formulado: el "carcter primario y constitutivo del antagonismo" (Laclau, 1993, p. 192). Por eso su propuesta es tan sencilla como intransigente: ante una falencia tan inadmisible como sta, que escamotea nada menos que el antagonismo constitutivo de lo social, se hace necesario... subvertir las categoras del marxismo clsico! El hilo de Ariadna para coronar exitosamente esta subversin dicen Laclau y Mouffe se encuentra en la generalizacin de los fenmenos de "desarrollo desigual y combinado" en el tardocapitalismo y en el surgimiento de la "hegemona" como una nueva lgica que hace posible pensar la constitucin de los fragmentos sociales dislocados y dispersos a consecuencia del carcter desigual del desarrollo. Esta operacin, no obstante, estara condenada al fracaso si previamente no se arrojaran por la borda los vicios del esencialismo filosfico y el inefable "reduccionismo clasista" que le acompaa; se desconociera el decisivo papel desempeado por el lenguaje en la estructuracin de las relaciones sociales; o si se decidiera avanzar en esta empresa sin antes "deconstruir" la categora del sujeto (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: pp. vii-viii). Se comprenden as las razones por las cuales el concepto de hegemona queda instalado en un sitial privilegiado del discurso de Laclau y Mouffe. En efecto, el mismo provee el instrumental terico mediante el cual suturar, ficticiamente en el caso de nuestros autores, la catica e infinita intertextualidad de discursos que constituyen lo social. La nocin de hegemona, ad usum Laclau y Mouffe, permite reconstituir, voluntarsticamente y desde el discurso, la unidad de la sociedad capitalista que se presenta, en sus mltiples reificaciones y fetichizaciones, como un kaleidoscopio en donde sus fragmentos, partes, estructuras, instituciones, organizaciones, agentes e individuos se entremezclan slo obedeciendo el azar de la contingencia. Es por eso que la palabra "hegemona" remite, en la teorizacin de Laclau y Mouffe, a un concepto no slo distinto sino radicalmente antagnico del que fuera desarrollado por Antonio Gramsci a finales de la dcada del veinte. En su medular ensayo sobre el fundador del PCI, Perry Anderson reconstruy la historia del concepto de hegemona, desde sus oscuros orgenes en los debates de la socialdemocracia rusa hasta su florecimiento en los Cuadernos de la Crcel del terico italiano (1976-1977). La insercin de dicho concepto en la teora social y poltica de Marx vino de alguna manera a complementar, en la esfera de las superestructuras complejas la poltica y el estado, la cultura y las ideologas, los anlisis que haban quedado inconclusos en el captulo 52 del tercer tomo de El Capital. Pero para nuestros autores, en cambio, la centralidad del concepto de "hegemona" certificara el carcter insalvable del hiato existente entre el marxismo clsico y el "posmarxismo", puesto que segn Laclau y Mouffe dicho concepto supuestamente remitira a "una lgica de lo social que es incompatible" con las categoras del primero (1987[b]: p. 3 [subrayado en el original]). As, (mal) entendida, la "hegemona" es la construccin conceptual que habilita el trnsito del marxismo al "posmarxismo". En sus propias palabras: En este punto es necesario decirlo sin ambages: hoy nos encontramos ubicados en un
terreno claramente posmarxista. Ni la concepcin de la subjetividad y de las clases que el marxismo elaborara, ni su visin del curso histrico del desarrollo capitalista, ni, desde luego, la concepcin del comunismo como sociedad transparente de la que habran desaparecido los antagonismos, pueden seguirse manteniendo hoy (1987 [b]: p. 4). No es un dato menor constatar que esta formulacin surgida de la pluma de quienes se pretenden continuadores y reelaboradores del marxismo es ms lapidaria que la que postula uno de los ms conocidos exponentes del neoconservadurismo estadounidense, Irving Kristol. Para ste, la muerte del socialismo "tiene contornos trgicos" por cuanto conlleva la desaparicin de un "consenso civilizado", fundado en argumentos serios aunque inaceptables desde el punto de vista de la burguesa, en relacin al funcionamiento del capitalismo liberal (1986, p. 137). Curiosamente, la condena de Laclau y Mouffe a los "errores" supuestamente incurables del marxismo es an ms terminante que la que encontramos nada menos que en la encclica Centesimus Annus de Juan Pablo II, en donde ste reconoce cosa que muy bien se cuidan de hacer nuestros autores! las "semillas de verdad" contenidas en dicha teora. En cambio, stos se hallan ms prximos a un coterrneo del papa Wojtila: nos referimos a Leszek Kolakowski, quien desde las posturas de una derecha reaccionaria que no pierde el tiempo con sutilezas argumentales ha fulminado al marxismo como "la mayor fantasa de nuestro siglo", o una teora que "en un sentido estricto fue un nonsense, y en un sentido lato un lugar comn" (1981, vol. iii, pp. 523-524). La simple comparacin de estos diagnsticos tiene un propsito eminentemente pedaggico: ubicar con precisin el terreno ideolgico sobre el cual se construye el gris edificio del "posmarxismo", situado sin duda alguna a la derecha de Su Santidad y en compaa de la tarda reaccin de la pequea aristocracia polaca. Nace un interrogante: es verosmil pensar que a partir de estas arcaicas bases ideolgicas pueda gestarse una genuina "superacin" del marxismo, suponiendo que la misma pudiese dirimirse en el terreno de las ideas y la retrica? Otro: hay algunos "residuos" salvables, recuperables, del marxismo clsico? En caso afirmativo, qu hacer con ellos y cul es su destino? La respuesta de nuestros autores parece mucho menos inspirada en la tradicin de la filosofa poltica occidental que en las metforas del misticismo oriental. Tras las huellas de Buda, quien habra sentenciado que as como los cuatro ros que desembocan en el Ganges pierden sus nombres en cuanto mezclan sus aguas con las del ro sagrado, el futuro del arroyuelo marxista no puede ser otro que diluirse en el gran ro sagrado de la "democracia radicalizada" [...] "legando parte de sus conceptos, transformando o abandonando otros, y diluyndose en la intertextualidad infinita de los discursos emancipatorios en la que la pluralidad de lo social se realiza" (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 5). Los argumentos del posmarxismo Llegados a este punto, parece conveniente examinar, con un poco ms de detenimiento, los argumentos especficos que abonan este programa de liquidacin del marxismo clsico piadosamente denominado "deconstruccin" por Laclau y Mouffe y su sustitucin por una teora de la "democracia radicalizada". En esta seccin analizaremos, en consecuencia, algunas de las principales justificaciones que segn ellos fundamentan la necesidad de "subvertir" las categoras centrales del marxismo clsico.
Contradiccin social y lucha de clases en Marx El punto de partida de la crtica posmarxista se encuentra en la insalvable contradiccin y ambigedad que supuestamente desgarra la obra terica de Karl Marx: por una parte, la visin brillantemente sintetizada en el "Prlogo" a la Contribucin a la crtica de la economa poltica, y en la cual se establece que el movimiento histrico se produce como resultado de las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de produccin; por la otra, la afirmacin que hizo clebre al Manifiesto del Partido Comunista y que establece que la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros das es la historia de la lucha de clases. La tesis de Laclau y Mouffe, tan audaz como nebulosa, es que "la contradiccin fuerzas productivas/relaciones de produccin es una contradiccin sin antagonismo", mientras que "la lucha de clases es, por su parte, un antagonismo sin contradiccin" (Laclau, 1993, p. 23). Cmo comprender este verdadero acertijo, que se encuentra en la base de digmoslo de una buena vez la radical incomprensin que nuestros autores manifiestan en relacin al marxismo clsico? A pesar de la pasin "deconstructivista" que los devora, a la hora de definir los conceptos centrales de su armazn terica Laclau y Mouffe no aportan muchas ideas "claras y distintas", como quera el bueno de Descartes. En todo caso, una mirada al conjunto de la obra de Laclau nos permite concluir que en su modelo terico la contradiccin no reposa en la naturaleza de las relaciones sociales que, para evitar polmicas superfluas, digamos desde el inicio que siempre se manifiestan por medio de un lenguaje sino que aqulla es una construccin meramente mental, una pura creacin del discurso. Es por eso que al intentar reproducir como un concreto pensado el carcter contradictorio y la negatividad de lo real, la dialctica se convierte ante los ojos de los posmarxistas en una rotunda superchera. En efecto, aceptar que en la vida social lo real se presenta, como lo sealara Marx, como una "sntesis de mltiples determinaciones" o como la "unidad de los contrarios" es algo que sobrepasa irremediablemente los lmites sumamente acotados y estriles de una tradicin intelectual como la positivista, habituada a moverse en los confines estrechos y estriles de la lgica formal: existen el blanco y el negro, el da y la noche; no hay tonos grises y el crepsculo y el alba son supersticiones propias de ignorantes (Kossik, 1967). Precisamente: esta obstinacin por desconocer el carcter dialctico de la realidad social que caracteriza al "posmarxismo" explica al menos en parte las razones por las que, al examinar el fenmeno del populismo, Laclau puede arribar a conclusiones tan espectaculares como la siguiente: "Se ve, as, por qu es posible calificar de populistas a la vez a Hitler, Mao o a Pern" (1978, p. 203). No hace falta ser un erudito en historia poltica comparada para apreciar el gigantesco desatino de cualquier conceptualizacin que coloque a Hitler, Mao y Pern en un mismo casillero terico. Pero el pensamiento lineal y mecnico es muy mal consejero y es incapaz de dar cuenta de la historia real que, como es bien sabido, no se desenvuelve de acuerdo a sus cnones metodolgicos. Encerrado en sus propias premisas epistemolgicas, la nica escapatoria que le queda a Laclau para dar cuenta del carcter contradictorio de lo real que estalla ante sus propios ojos es postular que las contradicciones de la sociedad son meramente discursivas y que no estn ancladas en la naturaleza objetiva (algo que no debe confundirse con el "objetivismo") de las cosas. Conclusin interesante, si bien un tanto conservadora: las contradicciones del capitalismo se convierten, mediante la prestidigitacin "posmarxista", en simples problemas semnticos. Los fundamentos
estructurales del conflicto social se volatilizan en la envolvente meloda del discurso, y de paso, en estos desdichados tiempos neoliberales, el capitalismo se legitima ante sus vctimas pues sus contradicciones slo seran tales en la medida en que existan discursos que lacanianamente las hablen. La lucha de clases se convierte en un deplorable malentendu. No hay razones valederas que la justifiquen: todo se reduce a un simple problema de comunicacin! An as, aceptemos provisoriamente el razonamiento de nuestro autor y preguntmosnos: por qu no hay antagonismo en la contradiccin entre fuerzas productivas y relaciones de produccin? Respuesta: porque segn Laclau el antagonismo supone un mbito externo, factual y contingente, que nada tiene que ver con aquello que en la tradicin marxista constituyen las "leyes de movimiento" de la sociedad. Veamos la forma en que Laclau plantea el caso: Mostrar que las relaciones capitalistas de produccin son intrnsecamente antagnicas implicara, por lo tanto, demostrar que el antagonismo surge lgicamente de la relacin entre el comprador y el vendedor de la fuerza de trabajo. Pero esto es exactamente lo que no puede demostrarse [...] slo si el obrero resiste esa extraccin (de plusvala) la relacin pasa a ser antagnica; y no hay nada en la categora de "vendedor de la fuerza de trabajo" que sugiera que esa resistencia es una conclusin lgica (1993, p. 25). De donde Laclau concluye que: En la medida en que se da un antagonismo entre el obrero y el capitalista, dicho antagonismo no es inherente a la relacin de produccin en cuanto tal sino que se da entre la relacin de produccin y algo que el agente es fuera de ella por ejemplo, una baja de salarios niega la identidad del obrero en tanto que consumidor. Hay por lo tanto una "objetividad social" la lgica de la ganancia que niega otra objetividad la identidad del consumidor. Pero si una identidad es negada, esto significa que su plena constitucin como objetividad es imposible (1993, p. 33). Tan preocupado est nuestro autor por combatir al "reduccionismo clasista" y los mltiples esencialismos del vulgo-marxismo que termina cayendo en la trampa del reduccionismo discursivo. En esta renovada versin, ahora sociolgica, del idealismo trascendental ciertamente pre-marxista, y no posmarxista, al menos cronolgicamente hablando el discurso se erige en la esencia ltima de lo real. El mundo exterior y objetivo se constituye a partir de su transformacin en objeto de un discurso lgico que le infunde su soplo vital y que, de paso, devora y disuelve la conflictividad de lo real. La explotacin capitalista ya no es resultado de la ley del valor y de la extraccin de la plusvala, sino que slo se configura si el obrero la puede representar discursivamente o si, como deca Kautsky, alguien viene "desde afuera" y le inyecta en sus venas la conciencia de clase. La apropiacin capitalista de la plusvala, como proceso objetivo, no sera as suficiente para hablar de antagonismo o lucha de clases mientras los obreros no sean conscientes de ello, se rebelen y resistan esa exaccin. Conviene agregar que nuestro autor pasa completamente por alto el examen de la diversidad de formas que puede asumir la rebelin y la resistencia de los explotados, algo difcil de entender dada la centralidad que estas categoras tienen en su argumento y la rica variedad de experiencias histricas disponibles para su anlisis. Por otra parte, y tal como lo vemos en la segunda cita, lo que est en juego no es la produccin de la riqueza social y la distribucin de sus frutos, sino una nebulosa identidad obrera como consumidor a la Ralph Nader que se vera frustrada por el accionar de un empresario rapaz y prepotente. No es ocioso recordar que estos temas haban sido ya abordados en los escritos del
joven Marx sobre Proudhon y, por lo tanto, difcilmente puedan ser considerados como novedosas problemticas originadas al calor de una significativa renovacin en el terreno de la teora. En efecto, para Marx el antagonismo era el rasgo decisivo de la contradiccin entre el trabajo asalariado y el capital. Pero sto de ningn modo significaba, en su interpretacin, la conformacin automtica de la clase obrera como un "sujeto" preconstituido, o como una esencia eterna y prescindente de todo discurso predestinada por un capricho de la historia a redimir a la humanidad. No consideramos necesario, a esta altura de la historia, abrumar al lector con una secuencia interminables de citas en donde Marx problematiza precisamente el dificultoso trnsito de la "clase en s" a la "clase para s". Por eso nos parece necesario evitar toda confusin entre Jean Calvin, y su teora de la predestinacin, y la construccin terica de Marx. Precisamente, por no ser una suerte de "calvinista laico" Marx deca que: La dominacin del capital ha creado a esta masa una situacin, intereses comunes. As, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero an no es una clase para s. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha poltica (1970, p. 158; vase tambin Przeworski, 1985). Pocos aos ms tarde, en El dieciocho brumario, Marx completara esta idea diciendo que las condiciones objetivas de la "clase en s" son slo el punto de partida de un largo y complejo proceso de formacin de la clase (que nada asegura vaya a culminar exitosamente) y para lo cual se requieren adems, y como mnimo, una clara conciencia de sus intereses, una organizacin a nivel nacional que supere la fragmentacin y dispersin de las luchas locales y un instrumento poltico capaz de guiar esa lucha (Marx y Engels, 1966, t. i, p. 318). Estas ideas, que se reiteran a lo largo de medio siglo en innumerables textos de Marx y Engels, socavan los fundamentos de toda crtica al supuesto "determinismo" de la teora marxista segn el cual la constitucin del proletariado asume un carcter automtico e inevitable. Cabe entonces preguntarse: quin es el verdadero adversario contra el cual estn debatiendo Laclau y Mouffe? Es acaso la mejor tradicin marxista o tal vez la han emprendido contra alguna versin canonizada de la obra de Marx perpetrada por alguna sedicente Academia de Ciencias de algn pas de Europa oriental? Lucha que, en todo caso, nada tiene de malo a condicin de que no se confunda el esperpento del as llamado "marxismo-leninismo" con el pensamiento de Marx. Nadie puede seriamente discutir la teora neoliberal de Friedrich von Hayek polemizando con los artculos del Selecciones del Readers Digest, o refutando a los publicistas televisivos de Menem o Salinas de Gortari. Volveremos sobre sto ms adelante, pero nos parece que uno de los graves problemas que daa irreparablemente toda la argumentacin de Laclau y Mouffe es precisamente el de construir una caricatura del marxismo inspirada en las imgenes aberrantes del "marxismo-leninismo" pergeadas por los funcionarios del estalinismo y luego, asumiendo que Pokrovski, Vishinkski o Konstantinov son lo mismo que Marx, para lo cual es menester, sin duda, dejar de lado toda sutileza analtica y entregarse desarmado a las llamas de la pasin, proceder alegremente a su "demolicindeconstruccin". Subordinacin, opresin, dominacin En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentacin, nos parece que la clave para descifrar el atolladero conceptual en que caen Laclau y Mouffe se halla en el ltimo captulo de Hegemona y estrategia socialista, pues es precisamente all donde se produce un deslizamiento de decisiva importancia terica al aparecer como expresin de
la conflictualidad de lo social el concepto de "subordinacin". Es ms, cuando nuestros autores examinan las condiciones bajo las cuales la subordinacin se convierte en "una relacin de opresin y se torna, por tanto, la sede de un antagonismo" comienzan a advertirse con claridad algunos de los problemas tericos que socavan el ambicioso pero gris edificio construido por Laclau y Mouffe (1987 [b]: p. 172). Llegados a este punto, los autores afirman la necesidad de distinguir entre relaciones de "subordinacin", de "opresin" y de "dominacin". Veamos esto en ms detalle. Existira "subordinacin" cuando "un agente est sometido a las decisiones de otro un empleado respecto a un empleador, por ejemplo, en ciertas formas de organizacion familiar, la mujer respecto al hombre, etc.". Las relaciones de "opresin", a su vez, son un subtipo dentro de las primeras y su especificidad radica en el hecho que "se han transformado en sedes de antagonismos". Finalmente, las relaciones de "dominacin" son el conjunto de relaciones de subordinacin consideradas ilegtimas desde la perspectiva de un agente social exterior a las mismas y que pueden "por tanto, coincidir o no con las relaciones de opresin actualmente existentes en una formacin social determinada" (1987 [b]: p. 172). El problema central, a juicio de Laclau y Mouffe, es determinar de qu modo las relaciones de subordinacin pueden dar lugar a relaciones de opresin. Dado el carcter crucial de este pasaje conviene reproducirlo en toda su extensin: Est claro por qu las relaciones de subordinacin, consideradas en s mismas, no pueden ser relaciones antagnicas: porque una relacin de subordinacin establece, simplemente, un conjunto de posiciones diferenciadas entre agentes sociales, y ya sabemos que un sistema de diferencias que construye a toda identidad social como positividad no slo no puede ser antagnico, sino que habra reunido las condiciones ideales para la eliminacin de todo antagonismo estaramos enfrentados con un espacio social suturado del que toda equivalencia quedara excluida. Es slo en la medida en que es subvertido el carcter diferencial positivo de una posicin subordinada de sujeto, que el antagonismo podr emerger. "Siervo", "esclavo", etc. no designan en s mismos posiciones antagnicas; es slo en trminos de una formacin discursiva distinta, tal como, por ejemplo, "derechos inherentes a todo ser humano" que la positividad diferencial de esas categoras puede ser subvertida y la subordinacin construida como opresin (1987 [b]: pp. 172-173). Este planteamiento suscita mltiples interrogantes. En primer lugar, llama poderosamente la atencin el vigoroso idealismo que impregna un discurso en el cual el antagonismo y la opresin de siervos y esclavos depende de la existencia una ideologa que los racionalice y que lacanianamente los "ponga en palabras". Si esto es as, los esclavos del mundo antiguo y los siervos de la gleba medieval aparentemente deben de haber ignorado que su "subordinacin" a amos y seores encubra una relacin de antagonismo, hasta el afortunado momento en que un aparato discursivo (el cristianismo, la Ilustracin?) les revel que sus condiciones de existencia eran miserables y opresivas y que se hallaban inmersos en una situacin de enfrentamiento objetivo con sus explotadores. Sin embargo, la historia no registra demasiados casos de esclavos y siervos beatficamente satisfechos con el orden social imperante: de un modo u otro, ellos tenan algn grado de conciencia acerca de su situacin y siempre hubo alguna forma de discurso que se hizo cargo de justificar su conformismo y sumisin, o bien, por el contrario, de atizar las llamas de la rebelin. La consecuencia del planteamiento de Laclau y Mouffe es que slo hay explotacin cuando existe un
discurso explcito que la desnuda ante los ojos de las vctimas. Engels notaba con agudeza que las luchas campesinas en la Alemania de la poca de Lutero "aparecan" como un conflicto religioso en torno a la Reforma y la sujecin a Roma, desligadas por completo de la opresin terrenal que los prncipes y la aristocracia terrateniente ejercan sobre sus sbditos. Sin embargo, contina Engels, aqullas eran el sntoma en donde se manifestaban precisamente esos antagonismos clasistas que la descomposicin del orden feudal no haca sino exacerbar, y si los campesinos abrazaban la causa de la rebelin lo hacan menos en virtud de las 95 tesis clavadas por el monje agustino en la puerta de la Catedral de Wittenberg que por la explotacin a que eran sometidos por la nobleza alemana (1926, cap. 2). En todo caso, si admitimos como vlida la formulacin de Laclau y Mouffe debemos tambin aceptar que antes de ese momento primigenio y enigmtico signado por la aparicin del discurso lo que parecera imperar en las sociedades clasistas era la serena gramtica de la subordinacin. Cmo comprender, entonces, la milenaria historia de rebeliones, revueltas e insurrecciones protagonizadas por siervos y esclavos muchsimo antes de la aparicin de sofisticados argumentos en favor de la igualdad fundamentalmente en el Siglo de las Luces o convocando a la subversin del orden social? Parece necesario volver a distinguir, tal como lo hiciera el joven Marx, entre las condiciones de existencia de una clase "en s" y los discursos ideolgicos que, con distintos grados de adecuacin, exponen ante sus ojos el carcter objetivo de su explotacin y le permiten convertirse en una clase "para s". An el lector menos informado sabe que la historia de las rebeliones populares es muchsimo ms larga que la de los discursos y doctrinas socialistas y/o igualitaristas. El generalizado sentimiento difuso y, muchas veces, apenas oscuramente presentido de la injusticia ha acompaado la historia de la sociedad humana desde tiempos inmemoriales. Tal vez Laclau y Mouffe hubieran podido plantear mejor el problema que los ocupa si hubieran tenido en cuenta aquellas sabias palabras de Barrington Moore un autor cuya afinidad con el pensamiento marxista es innegable cuando dice que: Durante las turbulencias sociales de los sesentas y comienzos de los setentas se public en Estados Unidos un cierto nmero de libros con variaciones en torno al ttulo de Por qu los hombres se rebelan? El nfasis de este captulo ser exactamente el opuesto: hablaremos de por qu los hombres y mujeres no se lanzan por el camino de la revuelta social. Dicho en trminos groseros, la pregunta central ser la siguiente: qu debe ocurrirle a los seres humanos para que se sometan a la opresin y la degradacin? (1978, p. 49). Dicho de otra forma, la distincin entre subordinacin y opresin/antagonismo tiene un sesgo formal que, en gran medida, obnubila y extrava el anlisis concreto del funcionamiento de las relaciones de subordinacin en las sociedades "realmente existentes" y no en aquellas que slo existen en la rebuscada imaginacin de los "posmarxistas". Porque, como bien lo recuerda Moore, no existe la subordinacin sin su contracara, la rebelin, aunque sta se exprese de modo primitivo y mediatizado, desplazada hacia esferas celestiales aparentemente disociadas de la srdida materialidad de la sociedad civil. Es precisamente el pertinaz desconocimiento de esta elemental realidad lo que lleva a nuestros autores a sostener que "Nuestra tesis es que slo a partir del momento en que el discurso democrtico est disponible para articular las diversas formas de resistencia a la subordinacin, existirn las condiciones que harn posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad" (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 173). Dado que dicho discurso fue elaborado apenas a partir del siglo xviii, cmo
comprender el desarrollo histrico de las luchas sociales desde la Antigedad Clsica hasta el Siglo de las Luces? O ser tal vez que no hubo lucha alguna contra "los diferentes tipos de desigualdad" hasta el momento en que Jean-Jacques Rousseau publicara su clebre Discours sur lorigine et les fondements de linegalit parmi les hommes en 1755? Las crnicas historiogrficas pareceran indicar que no fue se precisamente el caso, y que desde la ms remota antigedad hay evidencias incontrovertibles de luchas y rebeliones populares en contra de la as llamada "subordinacin". Por otra parte, nos parece que conviene subrayar el indudable "aire de familia" que el argumento de Laclau y Mouffe guarda en relacin a algunas de las expresiones ms claras del funcionalismo norteamericano, en especial con la obra de Kingsley Davis y Wilbert E. Moore sobre la estratificacin social y las concepciones de Talcott Parsons sobre el "sistema social". Para los primeros, la estratificacin social es un mero imperativo tcnico, mediante el cual "la sociedad, como mecanismo funcionante, debe distribuir de algn modo a sus miembros en posiciones sociales e inducirlos a realizar las tareas inherentes a esas posiciones" (1974, p. 97). No hay lugar como tampoco lo hay en el esquema terico de Laclau y Mouffe para pensar en la posibilidad de que esa aparentemente inocente "distribucin de tareas" pueda depender de la existencia de un sistema de relaciones sociales que establece (y no ciertamente por criterios y procedimientos democrticos, o por la eficacia persuasiva del discurso dominante sino mediante recursos opresivos y explotativos) quin produce qu, cmo y cundo, y qu parte le corresponde del producto social3. Las semejanzas entre la concepcin de Laclau y Mouffe y la de Talcott Parsons, cuyos sesgos conservadores y apologticos de la sociedad capitalista son suficientemente conocidos, son ms pronunciadas todava. La porfiada insistencia de nuestros autores en el sentido de que las relaciones de subordinacin, en su positividad, no pueden ser antagnicas, es coincidente con la concepcin parsoniana que concibe el orden social a partir de la preeminencia de un slido consenso de valores. En la peculiar visin del socilogo de Harvard el disenso y las contradicciones slo pueden ser descifradas como "patologas sociales" producto de fallas en el proceso de socializacin o de rupturas en las cadenas semnticas que impiden que la gente se comprenda y se lance a la arena del conflicto social. En efecto, a la clsica pregunta hobbesiana acerca de cmo es posible el orden social, Parsons responde apuntando al sistema simblico: el orden es posible porque existe un acuerdo sobre valores fundamentales. El conflicto, an siendo "endmico" como deca Parsons en una reveladora metfora mdica es siempre marginal y para nada compromete la estructura bsica del sistema. Como es bien sabido, este enfoque ha sido criticado no slo por autores marxistas que sealaron las insanables limitaciones de una teora que no slo "evapora" las clases sociales, el conflicto social y los fundamentos estructurales de la vida social sino que, asimismo, postula una inadmisible fragmentacin de la totalidad social en una multiplicidad de compartimientos estancos los famosos "sub-sistemas" parsonianos: la economa, la poltica, la cultura, la familia, etc. funcionando con total independencia unos de otros. La "gran teora" de Parsons, como la denominara C. W. Mills, tambin fue severamente cuestionada por autores de inspiracin liberal como Ralf Dahrendorf, quien desde finales de los aos cincuenta identific con notable precisin las insuperables limitaciones y el incurable irrealismo de un esquema que en sus rasgos fundamentales, si bien expresado con un lenguaje distinto reaparece ahora en la obra de Laclau y Mouffe4.
En sntesis, segn Parsons, la sociedad (capitalista y desarrollada, se sobreentiende, pues se y no otro es el paradigma que orienta todas sus reflexiones) se halla perfectamente integrada y slo la presencia de un agente externo el "villano" al cual se refiere Dahrendorf, introductor del virus de la discordia en la utpica sociedad parsoniana, o quizs el nebuloso "exterior discursivo" de Laclau y Mouffe puede hacer que la natural y consensuada subordinacin de las mayoras al dominio de la clase dirigente sea sustituida por un antagonismo. La misma crtica que a finales de los aos cincuenta Dahrendorf formulara a Parsons una sociedad fantasiosamente "sobreintegrada", en la cual el conflicto est ausente y cuando ocasionalmente aparece es por obra de un factor externo es pertinente para el modelo terico desarrollado por Laclau y Mouffe. Slo que ahora el papel del "villano", reservado en la teorizacin parsoniana a ciertos grupos imperfectamente socializados como los "extremistas" de diverso signo y los enemigos de la propiedad privada y el American Way of Life, lo pasa a desempear en la propuesta de nuestros autores el "exterior discursivo". Se ratifica de este modo el carcter externo y "contingente" del antagonismo y el conflicto en una formacin social dominada, como afirman Laclau y Mouffe, por la lgica de la positividad (1987 [b]: pp. 172-173). A lo anterior habra que agregar tambin la insistencia, de filiacin claramente weberiana, en concebir la "accin social" o las relaciones sociales en un aislamiento tan esplndido como ilusorio, independizadas de sus marcos estructurales y determinaciones fundamentales. El corolario de esta verdadera "toma de partido" es que la sociedad se convierte en un mero constructo metodolgico, un artefacto resultante de reintegrar arbitrariamente, por el capricho del pensamiento, un complejo entramado de categoras analticas potencialmente combinables en una variedad infinita de formas. El "hilo de Ariadna", al cual aluden Laclau y Mouffe, culmina previsiblemente arrojando un piadoso manto de olvido sobre el fenmeno de la explotacin en las sociedades de clase capitalistas o precapitalistas por igual, que as desaparece como por arte de magia del paisaje social, cediendo su lugar a una asptica "subordinacin" que a todos iguala en su encubridora abstraccin. La slida naturaleza explotativa de las relaciones sociales en las sociedades clasistas se disuelve rpidamente en el aire difano del nuevo reduccionismo discursivo, con lo cual y como si fuera un detalle intrascendente! la crtica al capitalismo se convierte en un asunto adjetivo y ocasional y la lucha por el socialismo, cuya estrategia supuestamente deba esbozarse en la obra de nuestros autores, se volatiliza hasta atomizarse por completo en los estriles meandros de un discurso inspido sobre una insabora democracia radical. Se regresa, de este modo, a los planteamientos clsicos de Weber que, a pesar de no haber sido citado en Hegemona y estrategia socialista (al igual que Parsons) proyecta todo el formidable peso de su teorizacin sobre las supuestamente novedosas reconstrucciones tericas del "posmarxismo". En realidad, el ocultamiento de la opresin clasista detrs de una concepcin extraordinariamente abstracta de la "accin social" es una operacin que el autor de Economa y sociedad haba ya concluido mucho antes que Laclau y Mouffe hubieran nacido. Es el mismo vino viejo pero volcado en los nuevos odres del "posmarxismo": si hay explotacin, sta seguramente obedecer a contingencias puntuales, muy probablemente transitorias que, tal como dijera Weber, nada tienen que ver con la estructuracin compleja e indeterminada del capitalismo moderno. La especificidad de ste tambin se diluye mientras, por la va contraria, se avala la idea de que en realidad este tardocapitalismo de finales del siglo xx es, como dice Fukuyama, la sociedad del "fin de la historia". O, como postulaba Parsons tras las huellas de Durkheim, el punto
final en el doloroso y milenario trnsito desde la horda primitiva hacia la sociedad moderna. Del marxismo, concebido como el anlisis concreto de las totalidades concretas, se pasa a una pseudototalidad indiferenciada, meramente expresiva e invertebrada, en donde la estructuracin de lo social es resultado de una enigmtica operacion discursiva... hecha por la potencia creadora del Lenguaje o descubierta, como en Weber, por la perspicacia de los elaboradores de heursticos "tipos ideales". En realidad, el "posmarxismo" de Laclau y Mouffe se parece demasiado a una tarda reelaboracin de la sociologa parsoniana de los aos cincuenta, slo que con una envoltura diferente. Ser sta la tan mentada "superacin" del marxismo de la cual hablan nuestros autores? La cuestin de la hegemona A partir de los planteamientos anteriores se comprende la centralidad que asume la cuestin de la hegemona en el modelo terico de Laclau y Mouffe: se trata nada menos que del instrumento que les permite reconstruir a su antojo la fragmentacin ilusoria de lo social, de suerte tal que un discurso sobre la sociedad sea inteligible. Tal como era de esperar habida cuenta del itinerario de sus razonamientos, la concepcin de la hegemona a la que arriban Laclau y Mouffe se instala muy lejos de las fronteras que definen y caracterizan al marxismo como una teora claramente diferenciable y delimitable en el campo de las ciencias sociales. Esto, en s mismo, nada tiene de malo o de censurable: otros autores han utilizado la palabra "hegemona" en un sentido que poco o nada tiene que ver con el marxismo, dando pie a una interesante discusin terica y a un esclarecedor cotejo de potencialidades explicativas (Keohane, 1987; Nye, 1990)5. Lo que introduce un elemento inaceptable de confusin y recordemos con Bacon que toda ciencia progresa a partir del error y no de la confusin es el hecho de que Laclau y Mouffe pretendan referir los frutos de su idiosincrtica teorizacin sobre la hegemona a un aoso tronco, el marxismo, que a estas alturas les es completamente ajeno. Vayamos al grano. En efecto, para nuestros autores la hegemona es una vaporosa "superficie discursiva" cuya relacin con la teora marxista se plantea en estos trminos: Nuestra conclusin bsica al respecto es la siguiente: detrs del concepto de "hegemona" se esconde algo ms que un tipo de relacin poltica complementario de las categoras bsicas de la teora marxista; con l se introduce, en efecto, una lgica de lo social que es incompatible con stas ltimas (1987 [b]: p. 3 [subrayado en el original]). La conclusin implcita de este razonamiento en realidad una mera ocurrencia es que Gramsci no entendi nada, que no tuvo la menor idea de la verdadera naturaleza de la relacin entre las categoras que estaba forjando que l equivocadamente crea que pertenecan a la tradicin marxista y las que haban creado Marx y Engels, y que el conjunto de su teorizacin, que giraba en torno al concepto crucial de hegemona, en realidad aluda a una lgica de lo social que era incompatible con la que postulaban Marx y Engels. No hace falta ser un "marxlogo" o "gramscilogo" diplomado para caer en la cuenta de lo descabellado de esta interpretacin. Es precisamente por eso que no se comprenden las razones por las cuales Laclau y Mouffe refieren permanentemente sus elaboraciones a un aparato terico y conceptual como el marxismo, que postula una lgica de lo social irreconciliable con la que brota de sus peculiares reelaboraciones argumentativas. Si esto es as, el status epistemolgico del famoso "posmarxismo" se
reduce a un dato banal: los lmites entre el marxismo y el "posmarxismo" estaran trazados por consideraciones burdamente cronolgicas. Tal vez en el campo minado de las ciencias sociales sto no suene demasiado absurdo, pero sin duda que en la fsica a nadie se le ocurrira aplicar a un modelo terico el calificativo de "posteinsteiniano" por el slo hecho de haber sido desarrollado con posterioridad a Einstein, y muy especialmente si estas contribuciones abjuran con entusiasmo de las premisas centrales de la teora de la relatividad y postulan un modelo interpretativo antagnico al de aqul. En este caso el prefijo "pos" remitira a un dato pueril: la mera sucesin temporal. De este modo el "pos" oculta que se trata en realidad de una ruptura y un abandono, en vez de ser la continuidad renovada, crtica, creativa de un proyecto terico. Esto qued claramente expresado en la entrevista que la revista Strategies le hiciera a Ernesto Laclau en marzo de 1988, ocasin en la cual ste reafirm que la categora de "hegemona" equivale a un "punto de partida de un discurso posmarxista en el seno del marxismo", y que permite pensar a lo social como resultado de "la articulacin contingente de elementos en torno de ciertas configuraciones sociales bloques histricos que no pueden ser predeterminadas por ninguna filosofa de la historia y que est esencialmente ligada a las luchas concretas de los agentes sociales" (1993, p. 194). Estamos pues en presencia de un discurso neoestructuralista que recupera la crtica de Althusser a propsito de la "eficacia especfica" de la superestructura, pero lo hace asumiendo el ncleo fundamental (y no slo su revalorizacin de los elementos superestructurales) de la propuesta althusseriana sobre la ideologa. sta es, en la interpretacin del autor de La revolucion terica de Marx, una "prctica productora de sujetos", con lo cual se sientan las bases para una relectura en clave idealista del marxismo que se presenta, sin embargo, con los ropajes de una supuesta renovacin "antirreduccionista" o, en los ltimos trabajos de Laclau, como el manifiesto liminar del "posmarxismo". En su formulacin positiva, esta posicin se expresa en la "reivindicacin" de la temtica gramsciana de la hegemona entendida, claro est, desde la concepcin althusseriana de la ideologa que obliga a imaginar un Gramsci que, en realidad, slo existe en las cabezas de Laclau y Mouffe. En efecto, de qu Gramsci se trata? De un Gramsci que, como correctamente anota Laclau, considera a la ideologa no como un sistema de ideas o la falsa conciencia de los actores sino como un "todo orgnico y relacional, encarnado en aparatos e instituciones que suelda en torno a ciertos principios articulatorios bsicos la unidad de un bloque histrico", con lo cual se cierra la posibilidad de una visin "superestructuralista" de la cultura y la ideologa. Donde Laclau y Mouffe se equivocan, sin embargo, es en su apreciacin de que en Gramsci los sujetos polticos se difuminan en enigmticas voluntades colectivas y en su negacin del hecho de que los "elementos ideolgicos articulados por la clase hegemnica" tengan una pertenencia de clase necesaria (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 78). Es precisamente por sto que, un par de pginas despus, ambos autores muestran su desazn ante la persistencia del marxismo de Gramsci, para quien todo discurso hegemnico siempre remite aunque sea a travs de una larga cadena de mediaciones a una clase fundamental. Este "ncleo duro" del pensamiento del fundador del PCI constituye un obstculo insalvable para las pretensiones del posmarxismo, por cuanto el axioma idealista de la indeterminacin de lo social o mejor, de su azarosa y contingente determinacin por el discurso se estrella contra lo que con llamativa soberbia denominan una concepcin "incoherente" de Antonio Gramsci, puesto que:
vemos que hay dos principios del orden social la unicidad del principio unificante y su carcter necesario de clase que no son el resultado contingente de la lucha hegemnica, sino el marco estructural necesario dentro del cual toda lucha hegemnica tiene lugar. Es decir, que la hegemona de la clase no es enteramente prctica y resultante de la lucha, sino que tiene en su ltima instancia un fundamento ontolgico. [...] La lucha poltica sigue siendo, finalmente, un juego suma-cero entre las clases (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 80). Sera largo tratar de dibujar el abismo insalvable que separa la concepcin marxista de la hegemona con la que caracteriza a la obra de Laclau y Mouffe6. Recordemos que para el italiano la hegemona tena un fundamento clasista y se arraigaba fuertemente en el suelo de la vida material. No es la religin quien hace a los hombres, ni son los discursos hegemnicos quienes crean los sujetos de la historia. Por cierto que, para Gramsci, la aparicin de la hegemona no es automtica ni se deriva mecnicamente del desarrollo de las fuerzas productivas. Es bien conocido el hecho de que la constitucin del proletariado en fuerza social autnoma y consciente es un proceso, largo, complicado y dialctico. Es la prctica histrica de la lucha de clases la que permite transitar ese ancho espacio que divide la clase "en s" de la clase "para s", y en esta transicin no hay nada mecnico ni predestinado; y antes de la constitucin autnoma del proletariado como fuerza social es impensable cualquier intento de fundar un proyecto contra-hegemnico al de la burguesa. Contrariamente a lo que se plantea en las formulaciones "posmarxistas", Gramsci nunca dej de sealar el firme anclaje de la hegemona en el reino de la produccin. Con una sensibilidad que lo aleja del riesgo de cualquier reduccionismo sostena que "si la hegemona es tico-poltica no puede no ser tambin econmica, no puede no tener su fundamento en la funcin decisiva que ejerce el grupo dirigente en el ncleo decisivo de la actividad econmica" (1966, p. 31 [la traduccin es nuestra]). La hegemona, dira tambin Gramsci en otro de sus escritos, es liderazgo poltico y "direccin intelectual y moral", pero esta supremaca no es aleatoria sino que, en sus propias palabras "nace de la fbrica". Surge en el terreno originario de la produccin y es all donde se encuentra su raz, aun cuando para su pleno desarrollo debe necesariamente trascender las fronteras de su espacio primigenio. Y en el mundo de la produccin hasta Weber coincide con Marx en afirmar que nos encontramos con las clases sociales. Es por eso que la hegemona de una clase, y el bloque histrico que sobre sta se pretenda fundar, se enfrenta en su materializacin con lmites impuestos por las condiciones econmicas, sin que esto signifique, por cierto, concebir esta restriccin en un sentido determinista, absoluto y exclusivo, es decir, "reduccionista". Como vemos, la concepcin gramsciana nada tiene que ver con el economicismo ni, menos an, con el idealismo de aquellas concepciones segn las cuales el discurso inventa sus propios "soportes terrenales". No negamos que el problema de la hegemona pueda an equivocadamente plantearse en esos trminos. Creemos, sin embargo, (a) que ste no es un modo adecuado de encarar el asunto, toda vez que peca de una inadmisible unilateralidad; (b) que un abordaje de este tipo se sita ms all de los lmites del materialismo histrico y que, por consiguiente, resulta una operacin imposible de fundamentar acudiendo al rico y fecundo legado gramsciano. Esta "deconstruccin posmarxista" de la hegemona cierra su crculo con una mistificacin absoluta del concepto, y en cuanto tal sufre de los mismos defectos que el
joven Marx advirtiera en el idealismo hegeliano. Por eso es que nos parece pertinente recordar sus palabras: Hegel adjudica una existencia independiente a los predicados, a los objetos. [...] El sujeto real aparece despus, como resultado, en tanto que hay que partir del sujeto real y considerar su objetivacin. La sustancia mstica llega a ser, pues, sujeto real, y el sujeto real aparece como distinto, como un momento de la sustancia mstica. Precisamente porque Hegel parte de los predicados de la determinacin general en lugar de partir del ser real [sujeto], y como necesita, sin embargo, un soporte para esas determinaciones, la idea mstica viene a ser el soporte (Marx, 1968: p. 33). Para resumir, la "renovacin posmarxista" de la teora de la hegemona tiene mucho ms en comn con el idealismo hegeliano que con la teora marxista. En cuanto tal, se limita a recortar caprichosamente ciertos aspectos parciales y descontextualizados de la temtica gramsciana, los cuales son reinterpretados en clave idealista para as fundamentar una concepcin de lo social que se halla en las antpodas del marxismo y que, lejos de ser su superacin, implica un gigantesco salto hacia atrs, a las concepciones hegelianas sobre el Estado y la poltica. Laclau y Mouffe estn en lo cierto al propiciar, al igual que numerosos tericos marxistas, una radical revalorizacion del crucial papel que le caben a la ideologa y a la cultura, asuntos por los cuales el marxismo vulgar ha demostrado un injustificable desprecio. Sin embargo, su tentativa naufraga en los arrecifes de un "nuevo reduccionismo" cuando su crtica al esencialismo clasista y al economicismo del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacionales remata en la exaltacin de lo discursivo como un nuevo y hegeliano deus ex machina de la historia. Para su desgracia, no hay un reduccionismo "bueno" y otro "malo"; no existe el reduccionismo virtuoso no esencialista, no economicista capaz de conjurar los males ocasionados por su gemelo vicioso. Renovacin o liquidacin del marxismo? A lo largo de toda su obra, Laclau se ha reconocido "dentro" del marxismo. A esta altura de su trayectoria intelectual, y teniendo a la vista las extravagantes conclusiones a las que llega su pensamiento, es legtimo preguntarse acerca del "lugar terico" donde efectivamente se encuentra parado. En este sentido, la crtica que formulara Agustn Cueva a los "posmarxistas" latinoamericanos conserva en el caso de Laclau toda su pertinencia. Deca aqul que con la expresin "posmarxista" se quera transmitir la equvoca impresin de un corpus terico que era a la vez continuador y superador del legado de Marx, cuando en realidad este calificativo resume la produccin de un conjunto de autores que alguna vez haban sido marxistas pero que ya no lo eran ms. En este sentido, conclua Cueva, el "posmarxismo" debera en rigor denominarse "ex marxismo" (1988, p. 85). Crnica de una muerte anunciada Sin embargo, es obvio que Laclau no cede posiciones muy fcilmente. Pese a que sus contradicciones con el pensamiento de Marx son flagrantes y sus diferencias insalvables, persiste empecinadamente en referenciar sus construcciones conceptuales en la obra del autor de El capital. En un acto de aberrante necrofilia intelectual extiende un nuevo "certificado de defuncin" del marxismo para luego afirmar, sin falsos escrpulos ni remordimientos, que se ha quedado con los mejores despojos del difunto. Segn sus propias palabras "yo no he rechazado al marxismo. Lo que ha ocurrido es muy diferente, y es que el marxismo se ha desintegrado y creo que me estoy quedando con sus mejores fragmentos" (Laclau, 1993, p. 211).
Ante lo temerario de esta afirmacin cabe formular dos observaciones. Primero, sobre la "desintegracin" del marxismo, asimilada por Laclau a la implosin de la URSS y al colapso del bloque de las as llamadas "democracias populares" del Este europeo. Cualquier historiador de las ideas podra rebatir su aseveracin apuntando, por un lado, a la "autonoma relativa" de los sistemas de pensamiento en relacin con sus fundamentos estructurales. No deja de ser paradojal que un autor como Laclau, obsesionado por la miseria del reduccionismo, caiga en un razonamiento tan groseramente reduccionista como los que ha combatido con fiereza en sus adversarios. La grandeza de la filosofa griega no se derrumb con la decadencia de Atenas; el cristianismo sobrevivi primero a la cada del Imperio Romano, que lo haba proclamado su "religin oficial", y ms tarde a la descomposicin del orden feudal que haba colaborado en sacralizar; y el liberalismo no sucumbi pese a las dramticas transformaciones experimentadas por la sociedad burguesa desde la segunda mitad del siglo xvii. Por qu el marxismo habra de ser la excepcin? Por el colapso de la Unin Sovitica? No parece un argumento serio, digno de ser esgrimido por quien se autoproclama como el heredero de los mejores fragmentos de la obra de Marx. Podramos reconocer, sin duda alguna, que el derrumbe del sistema de relaciones sociales sobre los cuales reposan los distintos productos culturales, desde el arte hasta la filosofa, modifican en parte su carcter y su funcin social. Pero de ah a pregonar su "desintegracin" o su desaparicin hay un largo trecho. Previamente habra que demostrar, claro, que el marxismo como ciencia y como filosofa era una criatura engendrada por la revolucin de Octubre y que slo sobrevivira como un parsito cultural del rgimen sovitico. Por supuesto que estas elementalsimas consideraciones no fueron ni siquiera contempladas por nuestro autor. En segunda instancia, Laclau parecera ignorar que el marxismo como corpus terico ya ha dado muestras de su capacidad para sobreponerse a las atrocidades y bancarrota de los regmenes polticos y partidos que se fundaron en su nombre. Es ms, en el plano de la teora social se ha producido un saludable despertar del inters por las ideas de la tradicin marxista, cosa que ya se ha hecho evidente especialmente en el mundo anglosajn, en partes de Europa occidental y, en menor medida, en Amrica Latina. Esto se refleja, entre otras cosas, en el nmero creciente de ctedras, estudios, revistas y publicaciones dedicadas al tema, algo embarazoso para quienes, como Laclau, se empearon en anunciar la muerte del marxismo. En la conferencia inaugural que Eric Hobsbawm pronunciara en el encuentro internacional reunido en mayo de 1998 en Pars, para conmemorar el sesquicentenario de la publicacin del El Manifiesto Comunista, el historiador britnico sostuvo que la inusitada repercusin mundial de dicha celebracin reflejada en publicaciones masivas tan poco propensas a exaltar los mritos o la validez del marxismo como la revista New Yorker o los peridicos The New York Times o Los Angeles Times hubiera sido simplemente impensable hace menos de diez aos atrs, cuando los fragores del derrumbe del Muro de Berln hicieron que muchos creyeran que bajo sus escombros yaca no slo el "socialismo realmente existente" sino tambin el marxismo como teora social. Laclau y Mouffe se cuentan ciertamente entre aquellos que confundieron al marxismo con el estalinismo. En todo caso, las ambigedades y las incertidumbres generadas por tan temeraria identificacin retornan por la puerta trasera del "posmarxismo" cuando Laclau no cesa de referirse obsesivamente a un objeto que, segn sus propias palabras, se ha desintegrado y ya no existe. Pues, si as fuera: cmo entender tamaa obstinacin para pelearse con un muerto? En el Leviatn Thomas Hobbes recordaba con su habitual sarcasmo que "los
hombres contienden con los vivos, no con los muertos" y que quienes incurren en tales prcticas slo certifican con su empecinamiento la vitalidad del presunto difunto (1980, p. 80). Por otra parte, la desafortunada frase "quedarse con los mejores fragmentos" revela elocuentemente la extraordinaria penetracin del pensamiento positivista en las huestes del "posmarxismo", y sera difcil convencer a un observador imparcial que la adhesin a una tradicin epistemolgica tan desacreditada en nuestros das como el positivismo pudiera ser interpretada como un signo de audaz innovacin intelectual. En relacin a sto remitimos al lector a las observaciones realizadas en el captulo anterior y en particular a los anlisis de Gyorg Lukcs sobre el tema (1971, p. 27). El pensamiento fragmentador, rasgo distintivo del positivismo, es incapaz de aprehender la realidad en su totalidad, descompone sus partes y las reifica como si fueran entidades autnomas e independientes: ergo, la economa, la sociologa, la antropologa, la ciencia poltica, la geografa y la historia se constituyen como "ciencias sociales" autnomas y separadas, cada una de las cuales ofrecen sus intiles "explicaciones" especializadas referidas a fragmentos ilusorios de lo social la economa, la sociedad, la cultura, la poltica, etc. carentes en su aislamiento de toda sustancialidad. Un juego nada inocente: construir, deconstruir y reconstruir teoras Seguramente, Laclau est convencido de haberse apropiado de los "mejores fragmentos" del marxismo. Pero no deja de llamar la atencin el hecho de que ya sean unos cuantos los estudiosos que se declaran incapaces de descubrir cules son dichos fragmentos y todava muchos ms quienes confiesan su imposibilidad de establecer una correspondencia entre la construccin terica emprendida con ellos y la tradicin intelectual fundada por el filsofo de Trveris7. Por otra parte, esta pretensin de conservar los insondables "mejores fragmentos" del marxismo es contradictoria con la asercin de Laclau de que "lo importante fue la deconstruccin del marxismo, no su mero abandono". En ese mismo tramo de su entrevista con Strategies, Laclau sostiene (esta vez con razn) que "la relacin con la tradicin no debe ser de sumisin y repeticin sino de transformacin y crtica" (1993, p. 189). En todo caso, dos cuestiones podran ser planteadas en relacin con estas afirmaciones. En primer lugar, hasta qu punto es posible "deconstruir" teoras sociales y proceder a "reaconstruirlas" creando de este modo nuevas figuras, formas e imgenes conceptuales? Los "posmarxistas" pareceran no estar conscientes de que una operacin intelectual como sta reposa sobre una insostenible premisa positivista y mecanicista: la idea de que las teoras son simples colecciones de "partes y fragmentos" que, como las vigas, columnas, tuercas y tornillos de plstico de los juegos infantiles de construccin, pueden ser recombinados ad infinitum. Es razonable pensar que de la "deconstruccin" de Hobbes resultar un Locke? Podremos "deconstruir" a Rousseau para as inventar a Tocqueville? Ira un Marx "deconstruido" a resucitar como un hbrido de Lacan, Derrida, Hegel, Weber y Parsons? En trminos de un anlisis filosfico riguroso una tal "deconstruccin" no es ms que un juego de palabras, un autntico non sense expresado, eso s, con la jerga y la aparente profundidad del cnon esttico y terico del posmodernismo que tantos estragos ha causado en el pensamiento crtico. Quedara por indagar la funcin que cumple semejante disparate. Una primera hiptesis subrayara la importancia que tienen las "deconstrucciones" del posmodernismo para desarmar ideolgicamente por medio de engaos, confusiones premeditadas y trucos de diverso tipo a los adversarios del capitalismo, generando de ese modo actitudes resignadas,
escapistas o conformistas que refuerzan la estabilidad del sistema. Pero preferimos, por ahora, no adentrarnos en este tipo de conjeturas. En segundo trmino, lo que no est claro en ninguna parte de la obra de Laclau y Mouffe es la demostracin de que la tradicin marxista se haya convertido en un obstculo a la creatividad y a la inscripcin de nuevos problemas, lo que deja a todo su esfuerzo por fundar el "posmarxismo" en una posicin un tanto desairada. Porque, tal como anotbamos ms arriba: con quines estn polemizando estos autores? La impresin que se lleva quien se proponga examinar objetiva y desapasionadamente su obra, y que a su vez reconozca la inteligencia y sistematicidad de su reflexin, no puede sino llegar a la conclusin de que nuestros autores estn enzarzados en una estril y anacrnica polmica contra las peores deformaciones del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacionales, y muy especialmente contra las diversas manifestaciones de la vulgata estalinista. Por eso, cuando Laclau piensa en el marxismo lo imagina en los mismos trminos que utilizara la tristemente clebre Academia de Ciencias de la URSS, al definirlo como: una teora que se basa en la gradual simplificacin de la estructura de clases bajo el capitalismo y en la creciente centralidad de la clase obrera (o que propone) considerar al mundo como fundamentalmente dividido entre capitalismo y socialismo, y que el marxismo es la ideologa de este ltimo (Laclau, 1993, pp. 213-214). La pregunta ms elemental que deberamos formular es la siguiente: qu marxista se reconoce en una caricatura como sta en contra de la cual Laclau y Mouffe levantan todo su alambicado edificio terico? Quin, salvo un burcrata de la difunta Academia de Ciencias de la URSS, podra salir a defender tamaas simplezas? Laclau y Mouffe ofenden la inteligencia de sus lectores, cuando en su afn por criticar el marxismo se convierten en el negativo de quienes con sus tristemente clebres "manuales" asolaron los pases del Este en nombre del socialismo. stos caricaturizaron toda la historia del pensamiento poltico diciendo, por ejemplo, que Jean-Jacques Rousseau fue apenas un "idelogo de la pequea burguesa", y que como desconoca "la existencia de la lucha de clases" debi recurrir al concepto "abstracto de pueblo" para hablar de la soberana poltica. Estos distinguidos "acadmicos" muchos de los cuales se convirtieron, al igual que el antiguo Secretario de Accin Ideolgica del Partido Comunista de la Unin Sovitica (pcus), Boris Yeltsin, en vociferantes propagandistas del neoliberalismo caracterizaron burdamente a Maquiavelo como "uno de los primeros idelogos de la burguesa", y terminaron acusndolo de sostener que la "base de la naturaleza humana (es) la ambicin y la codicia, y que los hombres son malos por naturaleza" (Pokrovski et al., 1966, pp. 215-222 y 144-145, respectivamente). Laclau y Mouffe proceden de la misma manera con el marxismo: construyen una caricatura una teora reduccionista, esencialista, economicista, objetivista, etc. y luego proceden alegremente a destruirla. Tenemos derecho a preguntar: por qu y para qu? Ignoro las razones por las cuales Laclau se concentra con tanta fruicin en las ramas marchitas del rbol, dejando de lado aquellas que han reverdecido o las que se encuentran florecidas. La asimilacin entre marxismo y marxismo vulgar que refleja la otra ecuacin, ms ominosa, entre marxismo y "socialismo real" se torna sospechosa cuando a lo largo de toda su obra se presta escassima o ninguna atencin a los desarrollos tericos experimentados por el marxismo en los ltimos veinte o treinta aos. Cmo es posible que la obra de intelectuales de la talla de Elmar Altvater, Samir Amin, Perry Anderson, Giovanni Arrighi, Etienne Balibar, Rudolf Bahro, Robin
Blackburn, Samuel Bowles, Robert Brenner, Alex Calinicos, Gerald Cohen, Agustn Cueva, Maurice Dobb, Florestn Fernandes, Jon Elster, Norman Geras, Herbert Gintis, Pablo Gonzlez Casanova, Eric Hobsbawm, John Holloway, Frederic Jameson, Oskar Lange, Michel Lwy, Ernest Mandel, C. B. MacPherson, Ellen Meiksins Wood, Michel Kalecky, Ralph Miliband, Nicos Mouzelis, Antonio Negri, Alex Nove, Claus Offe, Adam Przeworski, John E. Roemer, Manuel Sacristn, Pierre Salama, Adolfo Snchez Vzquez, Gran Therborn, E. P. Thompson, Jean-Marie Vincent, Immanuel Wallerstein, Raymond Williams y tantos ms haya pasado completamente inadvertida para Laclau y Mouffe, ignorando una labor terica muchas veces polmica pero siempre innovadora y creativa dentro del campo del marxismo? Para ninguno de estos autores la tradicin marxista parece haber sido un obstculo para la "inscripcin" de las novedades de su tiempo en el corpus de la teora y para hallar en ella los estmulos a la creatividad que caracterizan a una tradicin intelectual palpitante y fecunda. Sin embargo, ambos autores parecen no haberse enterado de estas posibilidades. Liquidar la caricatura Por el contrario, tanto Laclau como Mouffe consideran necesario fundar el "posmarxismo", para abandonar una vieja tradicin cuyos propios manantiales habran estado envenenados desde sus orgenes. Sin embargo, a lo largo de su extensa obra no se encuentran argumentos valederos y convincentes que respalden esta pretensin. Ms all de su rebuscada retrica lo que queda, en el fondo, es un lugar comn: una crtica en bloque al marxismo tal como se reitera desde el mainstream de las ciencias sociales norteamericanas, salpicada aisladamente con alguna que otra interesante observacin la que, sin embargo, no alcanza a corregir las distorsiones interpretativas que vician el conjunto de sus planteamientos. Una muestra pequea pero harto significativa de la ligereza con que se encara la crtica de la tradicin marxista la provee, por ejemplo, la extensa cita del famoso "Prlogo" de Marx a la Contribucin a la crtica de la economa poltica que Laclau reproduce en Nuevas Reflexiones (1993, p. 22). Este pasaje fue tomado de una traduccin al espaol de un texto originalmente escrito en alemn y a partir del cual se "certificara" cientifcamente el carcter determinista del marxismo con las pruebas que ofrece una palabra bedingen torpemente traducida, por razones varias y acerca de las cuales es preferible no abundar, como equivalente a "determinar", bestimmen en alemn. Sin embargo, de acuerdo al Diccionario Langenscheidts Alemn-Espaol los verbos bedingen y bestimmen tienen significados muy diferentes. Mientras que traduce al primero como "condicionar" (admitiendo tambin otras acepciones como "requerir", "presuponer", "implicar", etc.), el verbo bestimmen es traducido como "determinar", "decidir", o "disponer". En el famoso pasaje del "Prlogo" Marx utiliz el primer vocablo, bedingen, y no el segundo, pese a lo cual la crtica tradicional del pensamiento liberal burgus del cual el "posmarxismo" es claramente tributario ha insistido en subrayar la afinidad del pensamiento terico de Marx con una palabra que ste prefiri omitir utilizando otra en su lugar. Habida cuenta de la maestra con que Marx se expresaba y escriba en su lengua materna y del cuidado que pona en el manejo de sus trminos, la sustitucin de un vocablo por el otro difcilmente podra ser considerada como una inocente travesura del traductor o como un desinteresado desliz de los crticos de su teora. Que Laclau no haya reparado en un "detalle" como ste, en el contexto de acusaciones tericas tan categricas como las que formula, habla de una ligereza de juicio excesivamente riesgosa.
Esta sesgada interpretacin de la voz en cuestin reaparece nuevamente, tambin en Nuevas reflexiones, en el contexto de una polmica con Norman Geras y que lleva a Laclau a cometer un nuevo error al afirmar que "el modelo base/superestructura afirma que la base no slo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo que los movimientos de una mano determinan los de su sombra en una pared" (1993, p. 128 [subrayado en el original]). Este pasaje da pie a dos breves observaciones: primero, tal como lo vimos ms arriba, Marx emple la palabra "condicionar" y no "determinar". Por lo tanto, no estamos aqu en presencia de una discusin hermenutica acerca de la "interpretacin" correcta de lo que Marx realmente dijo sino de algo mucho ms elemental: del pertinaz empecinamiento de sus crticos a aceptar que l dijo lo que quera decir y que al elegir el trmino bedingen en lugar de bestimmen Marx explcitamente rechaz el uso de una palabra que le habra impreso un giro fuertemente determinista a todo su argumento terico. Sea por ignorancia o por un arraigado prejuicio lo cierto es que la flagrante tergiversacin de lo que Marx dej prolijamente escrito en buen alemn ha potenciado los gruesos errores interpretativos de Laclau en relacin con la teora marxista. Segundo, y esto puede ser apenas una curiosidad: qu marxista digno de ese nombre utiliza en estos das un modelo determinista como el de "la mano y su sombra" que tanto inquieta el sueo de Laclau y Mouffe? Una estrategia socialista... para consolidar el capitalismo! A todo lo anterior podra agregarse una afirmacin del propio Laclau, cuando dice que hay una buena razn poltica para hablar de "posmarxismo", y es la conveniencia de hacer con el marxismo lo mismo que se ha hecho con otras ideologas (como el liberalismo o el conservadurismo, por ejemplo): convertirlo en un "vago trmino de referencia poltica, cuyo contenido, lmites y alcance debe ser definido en cada coyuntura". El marxismo, pulcramente diluido, se convertira en un "significante flotante" tan misterioso como inocuo que abrira la posibilidad de construir ingeniosos "juegos de lenguaje", a condicin, advierte Laclau con severidad, de que mediante los mismos "no se pretenda descubrir el real significado de la obra de Marx" pues so carece de relevancia (1993, p. 213). El prposito de esta operacin es de una claridad meridiana: se trata de liquidar el marxismo y, por extensin, el socialismo como utopa liberadora y como proyecto de transformacin social, diluyndolo en el magma neoconservador del "fin de las ideologas". En este sentido, las implicaciones "reaccionarias" de la obra de Laclau y Mouffe son evidentes y quedan claramente expuestas desde las pginas iniciales de su Hegemona y estrategia socialista, cuando en el mismo "Prefacio a la edicin espaola" se sostiene que en dicho libro se plantea una: redefinicin del proyecto socialista en trminos de una radicalizacin de la democracia; es decir, como articulador de las luchas contra las diferentes formas de subordinacin de clase, de sexo, de raza, as como de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecolgicos, antinucleares y antiinstitucionales. Esta democracia radicalizada y plural, que proponemos como objetivo de una nueva izquierda, se inscribe en la tradicin del proyecto poltico "moderno" formulado a partir del Iluminismo (1987, p. ix). Ningn socialista podra disentir de tan bellos propsitos, siempre y cuando el logro de estas metas no implique sacrificar el objetivo de superar histricamente el capitalismo, algo que ni siquiera Edouard Bernstein "revisionista" pero socialista al fin estuvo dispuesto a admitir. Sin embargo, sto es precisamente lo que encontramos al final del laberntico discurso de Laclau y Mouffe: el socialismo se ha volatilizado por completo
toda vez que el objetivo supremo de la nueva izquierda es una democracia "radicalizada y plural". De este modo se pone fin al trayecto terico-poltico recorrido por nuestros autores: tras comenzar con una crtica epistemolgica y abstracta a los marxismos de la Segunda y la Tercera Internacionales se concluye con una sigilosa capitulacin en donde el objetivo esencial del socialismo, la sustitucin de la sociedad capitalista por otra ms justa, humana y liberadora, queda definitivamente silenciado en aras de una tan etrea como inverosmil profundizacin de la democracia. Sin decirlo, los autores comparten las tesis de Francis Fukuyama y toda la derecha moderna que consagra el capitalismo como el estadio final de la historia humana. As, la supuesta renovacin del marxismo se efectu tan meticulosamente y con tanto ahnco que en su fervor innovador los "renovadores" terminaron pasndose al bando contrario: en su rpido desplazamiento arrojaron por la borda la crtica al capitalismo y la necesidad de superarlo, convirtindose objetivamente en sus sibilinos apologistas. Lo anterior salta a la vista cuando se examina ms detenidamente el significado de la "democracia radicalizada" de Laclau y Mouffe y la obra posterior de ambos autores, en donde su lisa y llana adhesin al liberalismo se manifiesta sin ninguna clase de cortapisas. El debate ya no es con "los restos del marxismo" sino en cmo situarse entre Rawls y Rorty8. En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentacin, nos parece cuestionable tanto desde el punto de vista de la rigurosidad intelectual como desde la coherencia poltica, tratar un tema como el de la radicalizacin de la democracia sin por lo menos proceder a reexaminar lo que Rosa Luxemburg, desde el corazn mismo de la tradicin marxista, escribiera al respecto9. Una reflexin como la que hacen Laclau y Mouffe, cual si fueran Adn y Eva el primer da de la creacin del mundo, poco ayuda a su autodeclarado propsito de renovar crticamente el pensamiento marxista. En segundo trmino, el planteamiento de nuestros autores es por lo menos vago, y por momentos peligrosamente confuso. En efecto, no se puede afirmar alegremente que "la tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideologa liberal-democrtica sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la direccin de una democracia radicalizada y plural" (1987 [b]: p. 199). Laclau y Mouffe son profesores de teora poltica y no pueden ignorar que la posibilidad de "profundizar y expandir" la ideologa liberal-democrtica no es algo que pueda hacerse mediante un ejercicio retrico o una invocacin a la buena voluntad de hombres y mujeres, al margen de los condicionantes que dicha ideologa tiene en funcion de su articulacin nada contingente, por cierto con una estructura de dominio y explotacin clasista, en cuyo seno dicha ideologa se desarroll y a cuyos intereses fundamentales sirvi diligentemente durante tres siglos. Aqu el "instrumentalismo" de Laclau y Mouffe es tan burdo que recuerda a esa verdadera caricatura del leninismo que los autores construyeron en su obra con el nimo de despacharlo sin ningn tipo de reparos. Slo que el nuevo "instrumentalismo" de Laclau y Mouffe pertenece, aparentemente, a una variedad benigna que no despierta la menor preocupacin en nuestros autores. Creen stos que es tan sencillo "hacer romper al liberalismo su articulacin con el individualismo posesivo" (1987 [b]: p. 199)? Si as fuera, la historia de la democracia habra sido muchsimo ms pacfica y apacible: hubiera bastado con ir de a poco debilitando los vnculos entre liberalismo y explotacin clasista para que, una radiante maana, los burgueses liberales hubiesen amanecido como demcratas radicales ad usum Laclau y Mouffe. Por qu si el liberalismo tiene una historia tres veces centenaria la democracia es una frgil y reciente adquisicin de algunas pocas sociedades capitalistas? Ser porque a nadie se le ocurri pensar en producir esa
ruptura entre liberalismo y dominacin burguesa? O ser tal vez porque esa tarea de profundizar y expandir la democracia liberal en una direccin "radicalizada y plural" tropieza con lmites estructurales y de clase que hacen que dicha empresa requiera para su materializacin lo que con mucha elegancia Barrington Moore denominaba "una ruptura violenta con el pasado", es decir, una revolucin (1966)? Por qu ser que Laclau y Mouffe no pueden citar ni un slo ejemplo de una democracia "radicalizada y plural" en el capitalismo contemporneo? Respuesta: porque no existe. Nuestros autores pueden formular estas temerarias propuestas acerca de la ilimitada elasticidad ideolgica del liberalismo porque su visin "posmarxista" del mundo les impide percibir lo social como una totalidad y el "efecto embudo" de su perspectiva terica les inhibe apreciar las conexiones existentes entre discursos, ideologas, modos de produccin y estructuras de dominacin. La radical e insuperable fragmentacin de la realidad social tal cual sta aparece en los meandros de su argumentacin hace que todo sea posible, hasta una conversin del liberalismo y su transformacin en una ideologa democrtica en donde por imperio de los "juegos de lenguaje" y los "significados flotantes" se disuelven todos los condicionamientos clasistas, sexistas, racistas, lingsticos, religiosos y culturales que caracterizaron al liberalismo desde sus orgenes. Ni siquiera un conservador ilustrado como Tocqueville crea que sto fuera posible, para no hablar de Max Weber, pero sto no arredra la audacia de nuestros autores10. Capitalismo, socialismo, democracia Debemos, por lo tanto, rechazar la propuesta de "profundizar y extender la democracia", tan cara a los "posmarxistas" latinoamericanos? De ninguna manera. Pero un programa de este tipo exige un planteamiento radicalmente distinto del que sugieren Laclau y Mouffe, lo que supone antes que nada una apreciacin realista del significado de la democracia burguesa y una labor de implacable desmitificacin, pues de lo contrario toda su bella propuesta reposara sobre una ilusin. En este sentido las reflexiones de Rosa Luxemburg ya en la crcel y siguiendo con atencin los primeros pasos de la revolucion rusa son de extraordinaria importancia porque, contrariamente a lo que proponen nuestros autores, recuperan el valor de la democracia sin legitimar el capitalismo y sin arrojar por la borda la utopa y el proyecto socialistas. Deca la revolucionaria polaca: Lo que esto significa es lo siguiente: siempre hemos distinguido el ncleo social de la forma poltica de la democracia burguesa. Siempre hemos revelado el ncleo duro de desigualdad social y falta de libertades que se oculta bajo la dulce envoltura de la igualdad y las libertades formales. Pero no para rechazar estas ltimas sino para impulsar a la clase trabajadora a no conformarse con la envoltura sino a conquistar el poder poltico; a crear una democracia socialista para reemplazar a la democracia burguesa, no a eliminar a la democracia (1970, p. 393). El planteamiento de Rosa Luxemburg, por lo tanto, supera creativamente tanto las trampas del vulgomarxismo que al rechazar la democracia capitalista terminaba repudiando in toto la sola idea de la democracia y justificando el despotismo poltico como las del "posmarxismo", que reniega del proyecto de Marx para disolverse y refundirse ideolgicamente en el liberalismo. En consecuencia: ni desprecio ni entrega. Lo que se requiere es una autntica aufhebung, es decir, una simultnea negacin, recuperacin y superacin de la democracia capitalista, en donde el socialismo sea
concebido como capaz de dar a luz a una forma cuantitativa y cualitativamente superior de democracia y no, como en la propuesta de Laclau y Mouffe, como la simple "dimensin social" de una democracia radicalizada incapaz de descartar las sospechas de que se trata simplemente de ms de lo mismo (1987 [b]: p. 201). En este caso, el socialismo se vera reducido al rango de una mera "forma superior" de democracia que, pese a todas las evidencias, nuestros autores suean que se puede construir dejando intactos los fundamentos de la explotacin capitalista. Que la nuestra no es una lectura viciada por un prejuicio izquierdista lo prueba el hecho de que nada menos que el "ironista liberal" Richard Rorty, cuyo trnsito del trotskismo de su juventud al filoreaganismo de su madurez sigue concitando el asombro de muchos, tambin se declara incapaz de distinguir, "como [Ernesto Laclau y Chantal Mouffe] querran [] la democracia radical respecto de la mera democracia liberal [] No est claro que la democracia radical pueda significar otra cosa que el tipo de sociedad que Ryan describe" (Rorty, 1998: pp. 51-52). El tipo de sociedad aludida por Alan Ryan, conviene aclararlo, es el "capitalismo de bienestar con rostro humano". As las cosas, no podemos hacer menos que rechazar toda tentativa de liquidar los ideales socialistas. Como ya lo hemos expuesto en otro lugar, no se trata de negar la gravedad de la crisis del marxismo (Boron, 1996, cap. 9). Pero sera insensato dejar de preguntarse si no ser sto un reflujo transitorio en lugar del ocaso definitivo del socialismo, como surge del argumento desarrollado por Laclau y Mouffe. Tal vez sea demasiado pronto para saber, aunque nos resistimos a creer que el fracaso en las primeras tentativas de construccin de la sociedad socialista pueda significar la definitiva erradicacin de una de las ms bellas y nobles utopas jams gestada por la especie humana. Tal como lo examinramos ms arriba a propsito de los anlisis de John E. Roemer, el fracaso del experimento sovitico no significa que el proyecto socialista de construir una nueva sociedad igualitaria, libre, emancipada, autogobernada haya sido archivado en el limbo de la historia que pudo ser y que no fue (1994, pp. 25-26). Hay sobradas razones para creer que la euforia de la burguesa, que hoy parece inundarlo todo, habr de ser breve, teniendo en cuenta los mltiples signos que por doquier hablan de la precariedad del "triunfo" capitalista. Cmo olvidar que en los ltimos noventa aos los idelogos de la burguesa anunciaron en tres oportunidades la belle poque de comienzos de siglo, los roaring twenties y los aos cincuenta la victoria final del capitalismo? Y ya sabemos lo que ocurri despus. Por qu habramos ahora de creer que hemos llegado al "fin de la historia"? En todo caso, una pregunta crucial queda planteada con total legitimidad: podr el marxismo hacer frente al formidable desafo de nuestro tiempo, o deberemos en cambio buscar refugio en la vaguedad y esterilidad del "posmarxismo" para hallar los valores, categoras tericas y herramientas conceptuales que nos permitiran navegar en las aguas tormentosas del fin de siglo? Creemos que la teora marxista contiene los elementos necesarios para resurgir con nuevos bros de la presente crisis, a condicin de que los marxistas rehusen atrincherarse en las viejas y tradicionales certidumbres y que llevados por el dogmatismo o la indolencia intelectual cierren los ojos ante las mltiples lecciones dejadas por el primer ciclo de las revoluciones socialistas y se empecinen en ignorar los nuevos e inditos desafos que plantea la agresiva restructuracin neoliberal del capitalismo a finales del siglo xx. Por ello, para enfrentar la crisis terica con ciertas posibilidades de xito ser necesario someter todo a discusin, reexaminar la totalidad
del corpus terico gestado a lo largo de ms de un siglo y medio haciendo honor a aquella divisa marxista que identificaba la dialctica como una crtica despiadada de todo lo existente, incluyendo la propia teora. Algunas de las cabezas ms lcidas del pensamiento marxista ya han puesto manos a la obra. Lo que asoma en el horizonte es un marxismo renovado, gil, dinmico, abierto al mundo y plural, ya avizorado por las miradas penetrantes de Raymond Williams y Ralph Miliband en algunos de sus ltimos escritos; un marxismo, en sntesis, con su rostro vuelto hacia el siglo xxi y abierto a todos los grandes temas de nuestra poca (Williams, 1991-1992, pp. 19-34; Miliband, 1997). Coincidimos, en este sentido, con la potica anticipacin que aos atrs hiciera Marcelo Cohen, con palabras que hacemos nuestras y que aluden a la persistente presencia creadora, difusa y profunda del marxismo en el mundo contemporneo. Nos habl de sus legados, sus promesas y sus inmensas posibilidades, y lo dijo de esta manera: Soy la voz insepulta del marxismo [...] slo algunos de mis avatares yacen bajo los escombros del Muro de Berln. Otros retroceden ante las imgenes polacas de la Virgen. Pero espiritualmente, por as decir, ando an por todas partes. Mi respiracin empapa la vida del mundo, no slo occidental. [...] Me han usado, como a casi todo, para perpetrar pesadillas sociales y bodrios de la imaginacin. Me han invocado para torturar. [...] He dado palabras para nombrar lo que hoy sigue hiriendo, he nutrido el nervio, la rabia orgullosa, la agudeza crtica. [...] Y he proporcionado aperturas, fantsticos relatos interpretativos, anchas alucinaciones tericas que alimentaron la fantasa rebelde y el placer inteligente. Para los amantes del ftbol: soy un fino centrocampista que crea juego inagotable. Y nada ms. Conmigo se seguir discutiendo. No ser cemento de construcciones perversas, sino movilidad y sugerencias; presiento nuevas metamorfosis. El que quiera puede recibirme. Y el que no, que se embrome (1990, p. 24). Excursus final: las trampas de la coyuntura y el descenso a los infiernos del "posmarxismo" Las urgencias de la coyuntura y la necesidad de dar respuestas concretas a los desafos que propone han tenido la virtud de contribuir a despejar el enigma que rodeaba algunos argumentos cruciales de los tericos del "posmarxismo". En efecto, los alcance efectivos de la frmula de la "democracia radicalizada y plural" o la exhortacin a "redefinir" el proyecto socialista en trminos de la radicalizacin de la democracia, por ejemplo, permanecan en las brumas de un discurso hermtico y solipsista que si bien suscitaba muchas dudas algunas de las cuales fueron expuestas ms arriba tampoco ofreca flancos demasiado descubiertos para la crtica. Afortunadamente, un reportaje realizado a finales de 1997 en Buenos Aires permite poner punto final a esta situacin (Gonzlez, 1997, p. 20). La propuesta "posmarxista" de articular las luchas en contra de todas las formas de subordinacin sonaba, en principio, como muy atractiva y no poda sino suscitar las simpatas de los socialistas y del campo progresista en general. Sin embargo, haba algo enigmtico e inquietante en el planteamiento de nuestros autores: cmo era posible teorizar sobre tantas formas de opresin de clase, de gnero, de raza, religiosas, lingsticas, amn de las luchas en defensa del medio ambiente, por la paz y el estado de derecho haciendo total abstraccin de la estructura y la dinmica del capitalismo contemporneo y sus tendencias hacia la concentracin monoplica de la riqueza y el poder, la superexplotacin de las masas populares, la postergacin de las regiones perifricas y la destruccin del medio ambiente? Contribua an ms a la perplejidad de estudiosos y crticos, discpulos y colegas por igual, la llamativa ausencia de ejemplos concretos que
perfilasen los rasgos distintivos de la "democracia radicalizada y plural" de Laclau y Mouffe que tantas esperanzas abra supuestamente para las vctimas de todo tipo de opresin. Ahora, gracias a la incursin de Laclau sobre la actual coyuntura argentina, el enigma se ha develado: por una de esas crueles ironas de la historia aquel paraso democrtico y radicalizado tan pletrico de promesas que nos pintaban nuestros autores no result ser otro que... el capitalismo neoliberal. S, el mismo que en la Argentina surgiera de un plan que, segn Laclau, fue "aplicado por el menemismo con un criterio estrictamente burocrtico y con la pasividad del resto de la poblacin". De este modo, las insanables injusticias constitutivas del modelo ms reaccionario en la historia del capitalismo aparecen como productos de accidentales desviaciones burocrticas o "errores de ejecucin" del menemismo y, por qu no?, de la resignada aquiescencia del conjunto de la poblacin que segn el filsofo "posmarxista" impertrrito ante el espejismo de los paros nacionales, cortes de rutas, puebladas, carpas docentes e innumerables marchas de protesta habra aceptado con ovejuna mansedumbre la medicina estabilizadora de los tecncratas. Por eso Laclau se congratula de que "Chacho lvarez haya dicho que los lineamientos generales del plan de estabilizacin no van a ser modificados por la Alianza". Y poniendo en sintona su discurso supuestamente "superador" del marxismo con el pensamiento nico dominante concluye: "Creo que est muy bien que diga eso porque no hay una poltica alternativa". Los memoriosos no dejarn de recordar que fue precisamente se TINA, "There Is No Alternative" el slogan publicitario de Margaret Thatcher en sus das de gloria, consigna repetida entre nosotros ad nauseam por Bernardo Neustadt, Daniel Hadad y Mauro Viale, para no citar sino algunos de los ms distinguidos "filsofos" vernculos del neoliberalismo, inconscientes precursores del "posmarxismo" en estas dolientes regiones de la periferia. Debido a esta capitulacin ideolgica Laclau no tiene dudas acerca de lo que debera hacer la Alianza para diferenciarse del gobierno menemista: "ampliar el consenso democrtico alrededor del plan". S!, ley bien: reforzar la legitimidad de un modelo econmico que genera niveles inditos de desempleo y pobreza mientras enriquece a un puado de privilegiados y provoca un fenomenal endeudamiento externo, amn de muchas otras desgracias. Claro, Laclau tambin aade que un futuro gobierno de la Alianza debera promover la defensa de "los derechos de los ciudadanos en una pluralidad de esferas", pese a que en aquel momento tanto el gobierno menemista como la Alianza se colocaron al lado de Su Santidad y a la derecha de Hillary Clinton en una materia tan esencial a la condicin ciudadana de la mujer como el derecho a disponer libremente de su propio cuerpo. Cmo reconciliar la antinomia entre derechos ciudadanos, abstractamente defendidos por Laclau y los "posmarxistas", y la lgica de mercado en los "capitalismos realmente existentes" ante la cual se inclinan con trmula veneracin los "superadores" del marxismo? Laclau nada nos dice al respecto. Ms de una vez Marx y Engels sealaron en diversos escritos que la hueca grandiosidad de la filosofa poltica hegeliana apenas si encubra la miserabilidad del estado prusiano. No muy distinta es la misin histrica de la "democracia radicalizada y plural" de Laclau y Mouffe: edulcorar al neoliberalismo, proclamar sibilinamente "el fin de la historia" eternizando el capitalismo y escamoteando su naturaleza explotadora y opresiva y, finalmente, endiosar a la democracia liberal. Lo que en la prctica termina haciendo el "posmarxismo", tal como lo prueba la entrevista a Laclau, es legitimar la rendicin incondicional de una cierta izquierda y la liquidacin de la herencia terica socialista. Arrojado al infierno de la coyuntura argentina, el "posmarxismo" queda
despojado de toda su hueca palabrera y desnuda el carcter reaccionario de su propuesta: promover la resignacin ante el capitalismo, "naturalizado" como un hecho incuestionable, y alentar el gatopardismo de una oposicin como la Alianza que prefiere ser segura alternancia del menemismo a incierta alternativa popular, y que afirma querer "domesticar" al neoliberalismo para tornarlo "transparente y socialmente sensible". La verdad siempre es concreta: el proyecto refundacional del "posmarxismo" revela, en su concrecin, su verdadera naturaleza: una nueva y sofisticada estratagema al servicio del capital, concebido para desarmar ideolgicamente el campo popular. Notas 1 Estas reflexiones fueron volcadas en el "Prlogo" a la edicin en lengua espaola del libro de C. Wright Mills (1961, p. 19). No es este el lugar para entrar en un debate profundo sobre las polmicas ideas de Germani sobre esta materia y su posterior evolucin en sus aos de "exilio acadmico" en Harvard. Quiero, no obstante, sealar dos cosas: muchos de sus comentarios deben ser comprendidos en el fragor de una batalla ideolgica sin cuartel librada contra los sectores ms reaccionarios de la derecha argentina, que se oponan a la llamada "sociologa cientfica" por "subversiva, atea, materialista y comunizante". Segundo: conviene tomar nota de la direccin en que se movieron sus ideas. En un mundo en donde tantos "marxistas" se convirtieron en fervorosos y a veces vergonzantes neoliberales su trayectoria intelectual es un brillante ejemplo de un autor que, a medida que pasaba el tiempo, se acerc ms y ms a las fuentes originarias de la tradicin socialista. 2 Vase, por ejemplo Popper (1962, vol ii, pp.193-198). Del mismo tenor son las crticas de otro prominente intelectual del neoliberalismo, Friedrich Hayek (1944, pp. 28-29). 3 Vase el brillante anlisis de Ellen Meiksins Wood (1995, pp. 19-48; 76-107; 204263). 4 El locus clsico de esta crtica es Ralf Dahrendorf (1958). La crtica "de izquierda" a Parsons se encuentra fundamentalmente en la obra, ya citada, de C. Wright Mills (1961). 5 Una crtica a estas interpretaciones se encuentra en Immanuel Wallerstein (1985), y en Atilio A. Boron (1994, pp. 211-221). 6 Hemos abordado esa temtica en Atilio A. Boron y Oscar Cullar (1983). 7 Vase, por ejemplo, la opinin de los siguientes autores sobre la relacin entre la obra de Laclau y el marxismo: Nicos Mouzelis (1978, 1988), Norman Geras (1987, 1988) y Ellen Meiksins Wood (1986). La defensa de las posiciones de Laclau y Mouffe fue fundamentalmente hecha en Laclau y Mouffe (1987 [a]). 8 Cf. Mouffe (1992, 1993, 1998, 2000), Laclau (1996) y Butler, Laclau y Zizek (2000). 9 Algo de lo cual hemos recogido en nuestro Estado, capitalismo y democracia en Amrica Latina (Boron, 1997, cap. 7). 10 Un penetrante y esclarecedor estudio sobre los lmites sociales del liberalismo se encuentra en Uday S. Metha (1993-1994, pp. 119-145). Sobre los alcances bastante estrechos de la concepcin de la democracia en Weber vase Gyorg Lukcs (1967, pp. 491-494).
4. Los nuevos leviatanes y la polis democrtica Atilio A. Boron En este captulo nos dedicaremos a examinar un aspecto bastante especfico de los
avatares del estado y la democracia en la historia reciente de Amrica Latina: las difciles relaciones entre la reestructuracin neoliberal en curso en los ms diversos pases de la regin y el funcionamiento de las rpidamente obsoletas instituciones polticas tpicas de los capitalismos democrticos. Esta "asincronicidad" en el cambio hizo que las transformaciones econmicas hayan precipitado el vaciamiento y la crisis de las instituciones polticas supuestamente encargadas de representar a la ciudadana y proveer una frmula efectiva de gobierno que encarne la soberana popular. Como es sabido, la amplitud y profundidad de los cambios experimentados en la segunda mitad del siglo xx y muy especialmente desde el desencadenamiento de la llamada Tercera Revolucin Industrial en los aos setenta ubican a nuestra convulsionada poca como una de las ms dinmicas y potencialmente revolucionarias de la historia universal, slo comparable por su gravitacin y trascendencia al fascinante perodo del Renacimiento. El hilo conductor de este trabajo es una reflexin acerca de una de las consecuencias ms significativas de estas transformaciones: la emergencia de un pequeo conglomerado de gigantescas empresas transnacionales, los "nuevos leviatanes", cuya escala planetaria y extraordinaria gravitacin econmica, social e ideolgica los constituye en actores polticos de primersimo orden y causantes de un ominoso desequilibrio en el mbito de las dbiles instituciones y prcticas democrticas de las sociedades capitalistas. Paradojalmente, mientras algunos idelogos celebran el "triunfo final" del capitalismo, habiendo supuestamente llegado al "fin de la historia" y asegurado la victoria de la democracia lo que con mayor propiedad debera denominarse el laborioso advenimiento de los "capitalismos democrticos", las amenazas que se ciernen sobre esta forma estatal han adquirido una gravedad sin precedentes en su historia. Antes, en la coyuntura crtica de la entreguerra, aqullas provenan de "afuera": los fascismos y las dictaduras de diverso tipo que asediaban a los escasos y relativamente frgiles islotes democrticos que sobresalan en un ocano de despotismo. Ahora, las amenazas anidan en el interior mismo de los capitalismos democrticos. No son externas sino internas y, lo que es peor, tienen un rostro "democrtico". Mercados y democracia: cuatro contradicciones Pareciera oportuno, en consecuencia, comenzar por referirse a la relacin entre mercados y democracia, un tema que anuda la exclusin econmica, social y poltica estructuralmente generada por la recomposicin neoliberal del capitalismo con la decadencia de las instituciones de la democracia representativa. No hace falta abundar en demasiados detalles para comprender las razones por las que este tema, la relacin entre mercados y democracia, se encuentra en el centro del debate actual de la teora y la filosofa polticas. Y esto por qu? Porque la radical reestructuracin econmica y social precipitada por la crisis del keynesianismo, desde mediados de la dcada del setenta y efectuada bajo el imperio de las ideas neoliberales, tuvo como resultado una expansin de los mercados sin precedentes en la historia mundial del capitalismo. Pero no se trata solamente de la creciente globalizacin de los mercados, fenmeno que salvo en el caso de las transacciones financieras se encuentra fuertemente sobredimensionado en la literatura. Tambin se ha producido una indita mercantilizacin de la vida social, por la cual casi la totalidad de sta ha sido redefinida en trminos mercantiles, lo cual dio origen a un notable desequilibrio en la relacin entre mercado, estado y sociedad, en donde el crecimiento desorbitado del primero se hizo a expensas y en detrimento de los otros dos (Therborn, 1997, pp. 32-35). Producto de lo anterior es el ostensible achicamiento de los espacios pblicos en las sociedades latinoamericanas,
progresivamente asfixiadas por el sbito corrimiento de las fronteras entre lo pblico y lo privado en beneficio de este ltimo y por un tan acelerado cuanto reaccionario proceso de "reconversin", en funcin de una lgica puramente mercantil, de antiguos derechos ciudadanos tales como la educacin, la salud, la justicia, la seguridad ciudadana, la previsin social, la recreacin y la preservacin del medio ambiente en remozados "bienes" o "servicios", para utilizar la nada inocente terminologa prevaleciente en el lxico del Banco Mundial y sus adlteres. La reconversin de derechos en mercancas significa, lisa y llanamente, no slo una redefinicin excluyente y restrictiva de los mismos sino que su disfrute pasa a estar mediado por la capacidad que tengan quienes aspiran a ellos de adquirirlos en el mercado. Y, por otro lado, que un grupo de grandes oligopolios asume ahora la redituable tarea de "vender" los viejos derechos que la alquimia neoliberal transform en mercancas bajo la forma de seguros de salud, escuelas privadas, jubilaciones por capitalizacin individual, etc. a precios que le garanticen, como ocurre en nuestra regin, fabulosas ganancias que, como si lo anterior fuera poco, prcticamente no pagan impuestos. Esta apabullante presencia de los mercados y su hegemona en crecientes sectores de la vida pblica contempornea, impensable hace apenas treinta o cuarenta aos atrs, puso en cuestin un tema que antes ni siquiera se discuta: cmo reconciliar este auge de los mercados con la preservacin de la democracia? Porque, como sabemos, es evidente que la relacin entre ambos slo por excepcin ha sido armoniosa, y esto debido bsicamente a cuatro contradicciones que ponen de relieve la incompatibilidad entre ambas instituciones. Lgica ascendente o descendente? En primer lugar hay que sealar que la lgica de funcionamiento de la democracia, an en una forma tan imperfecta como la que se conoce en el mbito del capitalismo, es incompatible con la que prima en los mercados. Ms all de sus mltiples variantes, una democracia por elemental que sea remite a un modelo ascendente de organizacin del poder social (Bobbio, 1976[a]: pp. 28-29). ste se construye, de abajo hacia arriba, sobre la base del reconocimiento de la absoluta igualdad jurdica y la plena autonoma de los sujetos constitutivos del "demos". Las frmulas concretas e histricamente situadas de esta construccin as como los criterios de inclusin y exclusin del "demos" son mltiples, desde la restrictiva democracia esclavista de Atenas en tiempos de Pericles hasta las inclusivas democracias "keynesianas" de los pases escandinavos, pasando por las formas intermedias que conocemos en Amrica Latina. En todas ellas, sin embargo, hay un proceso de participacin pblica que parte de la base y que sea mediante la intervencin directa de los ciudadanos o a travs de variados sistemas de representacin y delegacin, ms o menos "fieles" al mandato popular culmina en la constitucin de la autoridad poltica. Como decamos ms arriba, un supuesto esencial de este arreglo es la igualdad de los ciudadanos. En las democracias plenamente desarrolladas esto se traduce en la total inclusividad del "demos" en el proceso democrtico, expresada en el sufragio universal e igual que supuestamente pondra fin a las seculares exclusiones de gnero, clase, educacin y etnia. El mercado, por el contrario, obedece a una lgica descendente: son los grupos beneficiados por su funcionamiento principalmente los oligopolios quienes tienen capacidad de "construirlo", organizarlo y modificarlo a su imagen y semejanza, y lo hacen de arriba hacia abajo con criterios diametralmente opuestos a los que presiden la constitucin de un orden democrtico. Si en la democracia lo que cuenta es la base
sobre la cual reposa, en los mercados los actores cruciales son los que se concentran en la cspide. En la primera la decisin la toma supuestamente el pueblo, la ciudadana; y an cuando aqulla es casi invariablemente concebida y ejecutada por los grupos dominantes tiene de todos modos que baarse en las aguas del Jordn de la legitimacin popular. Aqu se abre todo un denso y ms bien tenebroso captulo de tcnicas manipulatorias y propagandsticas, de manejo de la opinin pblica, de engaos y represiones, pero que en todo caso testifica la necesidad, de cualquier tipo de democracia, de apelar en ltima instancia a la voz del pueblo, algo que ni siquiera remotamente existe en el mercado. En ste la decisin se origina y, ms importante an, se legitima arriba: las pretensiones de igualdad e inclusividad propias del orden democrtico son por completo ajenas a la prctica y a la retrica discursiva vigentes en el mercado. ste requiere de compradores y vendedores, los que en ningn caso son iguales. Salvo situaciones absolutamente excepcionales, slo verificados en los capitalismos democrticos altamente desarrollados, ni los trabajadores, ni los consumidores ni los pequeos o medianos empresarios tienen voz alguna en los movimientos del mercado, y mucho menos los electores de la democracia. Tngase en cuenta adems que hay una operacin de compraventa esencial, que le imprime su huella gentica al funcionamiento de todos los mercados y que tiene como resultado la introduccin de una divisin estructural tanto entre los agentes econmicos como entre los ciudadanos: la divisin entre los vendedores de la fuerza de trabajo y los que disponen del dinero para adquirirla. Esta operacin primigenia introduce una distorsin radicalmente incompatible con la democracia, en la medida en que los vendedores de la fuerza de trabajo, los trabajadores, carecen de la autonoma necesaria para obrar y elegir racionalmente en funcin de sus preferencias debido a que, en alguna medida, son rehenes de los patrones. Estos pueden decisivamente condicionar su voto mediante diversas formas de extorsin, desde la "huelga de inversiones", las amenazas de despidos o las relocalizaciones de plantas. En una palabra, prometiendo el "caos econmico" si los electores no se comportan tal como ellos lo esperan. No obstante, esta situacin de radical heteronoma de gran parte del "demos" es ignorada por las elaboraciones tericas subsidiarias de la tradicin del liberalismo democrtico y por completo hegemnicas en la ciencia poltica, lo que otorga a sus argumentos un indisimulable aire de irrealidad; y tambin es ignorada por la economa neoclsica, que construye su discurso de la "libertad mercantil" de los agentes econmicos a partir del "da despus" de producida la violenta y nada democrtica separacin de los productores directos de la propiedad de los medios de produccin, convirtiendo a los trabajadores en una mercanca ms, la fuerza de trabajo, y desentendindose olmpicamente de sus consecuencias (Boron, 1997[a], pp. 69-144). Participacin o exclusin? Liberada de las restricciones que erige una estructura capitalista, la democracia est animada por una lgica incluyente, abarcativa y participativa, tendencialmente orientada hacia la creacin de un orden poltico fundado en la soberana popular. Una democracia cabalmente merecedora de ese nombre supone la completa identificacin entre el pueblo y el "demos" de la polis. Sin embargo, en las distintas fases de la evolucin del capitalismo democrtico esta identidad estuvo muy lejos de satisfacerse. Exclusiones de diversa naturaleza impidieron, hasta fechas bastante recientes, la participacin de las mujeres, los trabajadores, los analfabetos, los inmigrantes internos, ciertas etnias estigmatizadas (no necesariamente "minoras tnicas", si se recuerda el caso del apartheid en Sudfrica, en donde los excluidos conformaban la abrumadora mayora de la poblacin) y varias otras categoras sociales de distinto tipo. Si la democracia es
gobierno "del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", segn reza la frmula de Abraham Lincoln, la participacin del pueblo no puede sino ser tan irrestricta como inapelable su plena inclusividad. Si bien en los ltimos tiempos el capitalismo democrtico toler a regaadientes las iniciativas populares y democrticas tendientes a hacer coincidir al pueblo con el "demos", o al pueblo con la ciudadana poniendo fin a viejas exclusiones y proscripciones, lo cierto es que el proceso dista mucho de haber sido completado. Por una parte porque la remocin de los antiguos vetos y criterios de exclusin poco dice acerca de la efectividad del sufragio como instrumento para expresar y canalizar la voluntad popular. Si la "oferta electoral" est viciada, porque en realidad no presenta alternativas reales sino una mera alternancia de nombres y partidos que responden a los mismos intereses fundamentales, entonces el silencio del pueblo se consuma dialcticamente en la vocinglera del comicio. Un resultado similar se obtiene mediante la induccin de la apata poltica, la persistente desvalorizacin de la poltica o de la esfera pblica, que tiene como efecto el retraimiento de los ciudadanos y la abstencin electoral. El neoliberalismo ha sido un maestro consumado en el arte de desacreditar la poltica y el espacio pblico: la primera es satanizada como el reino de los charlatanes, los holgazanes, irresponsables, mentirosos y corruptos; lo pblico como una esfera dominada por la ineficiencia, la irracionalidad, la corrupcin y, en el mejor de los casos, por un ingenuo romanticismo que se desentiende del egosmo fundamental que modela la vida de los hombres y mujeres de carne y hueso. Por otra parte, hay todava mucho por discutir en torno a la edad como criterio de admisin a la ciudadana poltica: muchos adolescentes son sujetos de derecho civil a los 14 o 16 aos, o son incorporados al servicio militar obligatorio a los 18, pese a lo cual recin se los habilita a votar a los 18 o a veces a los 21 aos de edad. No vamos a entrar ahora en el tratamiento de estos temas. Lo que queramos plantear era que cualquier orden democrtico, por imperfecto que sea, tiene una tendencia irrefrenable a la inclusividad total, a la transformacin del pueblo en ciudadana. En el mercado prevalece una lgica completamente distinta. No existe en l una dinmica inclusionista ni, menos an, un afn de potenciar la participacin de todos. Por el contrario, la competencia, la segmentacin y la selectividad son sus rasgos definitorios. En una palabra, si tendencialmente la democracia se orienta hacia la integracin de todos, confiriendo a los miembros de la sociedad el status de ciudadano, el mercado opera sobre la base de la competencia y la "supervivencia de los ms aptos", y no est en sus planes promover el acceso universal de la poblacin a todos los bienes que se transan en su mbito. Como reza el neoliberalismo, el mercado es un espacio privado y para ingresar en l es preciso adquirir un billete de entrada, es decir, tener el dinero para ir a comprar los bienes que se pretende disfrutar; en el caso del que concurre a vender su fuerza de trabajo, debe esperar a ser invitado a ingresar que le "den" trabajo pero teniendo que correr por su cuenta los gastos que demande el acceso al mercado laboral. El mercado es, en realidad, un mbito de enfrentamientos despiadados la esfera del egosmo universal, como bien observaba Hegel en el cual hay ganadores que son fuertemente recompensados y perdedores que son correspondientemente castigados. La participacin en el consumo, a diferencia de la participacin en la vida democrtica, lejos de ser un derecho es en realidad un privilegio que se adquiere de la misma manera que cualquier otro bien en el mercado. Si en la democracia la participacin de uno exige
y potencia la participacin de los dems, en el mercado el consumo de uno significa el no consumo del otro. La lgica de la democracia es la de un juego de sumas positivas. La del mercado es la de un juego de suma cero: la ganancia del capitalista es la insuficiencia del salario. Ergo, en el mercado para que alguien gane otro tiene que perder. Justicia o ganancia? En tercer lugar, la democracia est animada por un afn de justicia. No por casualidad Platn inicia el primer captulo de La Repblica punto de partida de dos mil quinientos aos de reflexin terico-poltica a nivel universal con una discusin sobre lo que constituye la virtud suprema de la polis. La respuesta que se ofrece al final de ese luminoso primer captulo es que dicha virtud no puede ser otra que la justicia. En fechas recientes esta postura ha sido ratificada no slo por las distintas variantes del pensamiento socialista sino tambin por el neocontractualismo liberal-igualitarista. John Rawls abre su libro con la siguiente afirmacin: "La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales" (1979, p.19). Por extensin es posible afirmar, en consecuencia, que la justicia tambin debe ser el objetivo final de la democracia, dado que en cuanto forma poltica especfica de organizacin de la ciudad sera incongruente que la primera pudiera tener como valor supremo el logro de fines incompatibles con los de sta. Siendo esto as es oportuno entonces subrayar que la justicia supone el desarrollo de un argumento irreductible al clculo de costo/beneficio que preside toda transaccin mercantil. La democracia, por otro lado, es una ficcin si no se apoya sobre una plataforma mnima de justicia. Si la justicia absoluta es imposible de alcanzar, un cierto mnimo de justicia histricamente variable, por cierto es absolutamente imprescindible para que, en palabras de Fernando H. Cardoso, se pueda "suprimir el olor a farsa de la poltica democrtica" (1985, p. 17). En conclusin: es muy improbable y ms que problemtica la sobrevivencia de la democracia en una sociedad desgarrada por la injusticia, con sus desestabilizadores extremos de pobreza y riqueza y con su extraordinaria vulnerabilidad a la prdica destructiva de los demagogos1. Ahora bien, si la justicia es el valor orientador de una democracia, el mercado es por su estructura tanto como por la lgica de su funcionamiento completamente indiferente ante ella. Lo que lo moviliza y lo pone en tensin es la bsqueda del lucro el nimus lucrandi de los romanos y la pasin por la riqueza. Lo que reina en su territorio es la ganancia y no la justicia, el rdito y no la equidad. La justicia es una molesta distorsin "extra econmica" que interfiere en el clculo de costos y beneficios y que slo puede tener un efecto paralizante en la dinmica impiadosa de los mercados. Constituye una externalidad intrusiva, por completo ajena e irrazonable, a las expectativas de los agentes econmicos enzarzados en una lucha sin cuartel por sobrevivir en un medio cada vez ms hostil. Si a algo se parece el mercado es al lgubre escenario hobbesiano de la guerra de todos contra todos, en la cual, como reconoca el autor del Leviatn, no hay justicia, ni ley ni moralidad. Obviamente, en esas condiciones difcilmente podra postularse una afinidad de funcionamiento entre los mercados y un orden democrtico dado que los agentes que actan en los primeros se ven compelidos a hacerlo bajo circunstancias en las cuales lo nico sensato que se puede hacer es tratar de maximizar la tasa de ganancia a cualquier precioso pena de descender al infierno de la condicin proletaria. Este rasgo fue certeramente captado por Karl Marx cuando, en el "Prlogo" a la primera edicin de El capital escriba lo siguiente: No pinto de color de rosa, por cierto, las figuras del capitalista y el terrateniente. Pero
aqu slo se trata de personas en la medida en que son la personificacin de categoras econmicas, portadores de determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, con arreglo al cual concibo como proceso de historia natural el desarrollo de la formacin econmico-social, menos que ningn otro podra responsabilizar al individuo por relaciones de las cuales l sigue siendo socialmente una creatura por ms que subjetivamente pueda elevarse sobre las mismas (1975, t. i, p. 8 [itlicas en el original]). De la polis a los mercados o de los mercados a la polis? Por ltimo, la democracia posee una lgica expansiva que parte de la igualdad establecida en la esfera de la poltica institucionalizada en el sufragio universal y en la igualdad ante la ley y que impulsa al "demos" a tratar de "transportar" su dinnica igualitaria hacia los ms diversos terrenos de la sociedad y la economa (Bowles y Gintis, 1982; 1986). sta ha sido la historia de los capitalismos democrticos en nuestro siglo: en virtud de la fuerza y la capacidad movilizadora de los sindicatos, los partidos de izquierda y las organizaciones representativas de las clases y capas populares se produjo una progresiva conquista de derechos sociales y econmicos que, al menos en parte, se tradujeron en beneficios tangibles y concretos para los trabajadores. El resultado de tales xitos fue un creciente proceso de "socializacin de demandas" por el cual una amplia gama de exigencias y necesidades consideradas "privadas" en el capitalismo decimonnico como la salud, la educacin, la seguridad social, la recreacin, etc. se convirtieron en bienes colectivos cuya efectiva provisin pas a depender de una radical redefinicin del papel tradicionalmente jugado por los estados nacionales. Como es bien sabido, el keynesianismo fue la frmula poltica que asumi esta mutacin en el rgimen de acumulacin y en el modelo de hegemona burguesa (Buci-Glucksmann y Therborn, 1981; Negri, 1991; Offe, 1984). Mediante el mismo se produjo un formidable avance en el proceso de ciudadanizacin y en la integracin de las masas al estado, todo lo cual cristaliz en una indita democratizacin de la sociedad y del estado en el capitalismo desarrollado. En la periferia el fenmeno adquiri menor intensidad, en gran medida al amparo de regmenes populistas y socialistas, pero sus efectos sociales, econmicos y polticos tuvieron de todas maneras una honda repercusin. Claro est que esta expansividad propia de un modelo democrtico se contrapone a un movimiento en sentido contrario que se origina en los mercados. Si en las coyunturas de ascenso de la lucha de clases y de ofensiva de los sectores populares la democratizacin de los capitalismos se tradujo en la mencionada "socializacin de demandas", en la fase que se constituye a partir de la contraofensiva burguesa lanzada desde finales de los aos setenta lo que se verifica es un proceso diametralmente opuesto de "privatizacin" o "mercantilizacin" de los viejos derechos ciudadanos. El correlato de todo esto es la consagracin de un "estado desertor" que se desentiende de sus "responsabilidades sociales" al paso que redobla y perfecciona su intervencin en favor de los intereses ms elementales de la burgesa. Visto desde otro ngulo este proceso asume la forma de una acentuada y, segn los pases, acelerada "desciudadanizacin" de grandes sectores sociales vctimas del arrollador predominio de criterios econmicos o contables en esferas antao estructuradas en funcin de categoras ticas, normativas o, al menos, extra mercantiles. Derechos, demandas y necesidades previamente consideradas como asuntos pblicos se transformaron, de la noche a la maana, en cuestiones individuales ante las cuales los gobiernos de inspiracin neoliberal consideran que nada tienen que hacer salvo, eso s, crear las condiciones ms favorables para que sea el mercado quien se encargue de darles una respuesta. El "transporte" de criterios de "costo-beneficio",
"eficiencia" y "racionalidad econmica" desde la economa al mbito de la ciudadana y el estado remata en la recreacin de un nuevo orden poltico signado por la desigualdad y exclusin propias de los mercados en la arena hasta entonces dominada por el igualitarismo de la poltica. Si antes la salud, la educacin o el ms elemental acceso al agua potable eran derechos consustanciales a la definicin de la ciudadana, la colonizacin de la poltica por la economa los convirti en otras tantas mercancas a ser adquiridas en el mercado por aquellos que puedan pagarlas. Una reconciliacin provisoria y sus requerimientos A la luz de estas cuatro contradicciones es evidente que el tema de la compatibilidad entre mercado y democracia es, a largo plazo, imposible y en el corto y mediano plazos bastante problemtica. Sin embargo, para el liberalismo en cualquiera de sus variantes la convivencia resulta absolutamente natural y necesaria: la democracia es percibida como el rostro poltico de los mercados y stos como la faz econmica de la primera2. Esta creencia pareci haber sido efectivamente confirmada durante el perodo comprendido entre la restructuracin keynesiana puesta en marcha desde la Gran Depresin y con ms fuerza desde finales de la Segunda Guerra Mundial y mediados de la dcada del setenta. La sbita celebridad adquirida por la ideologa del "fin de las ideologas" o del "fin de la lucha de clases" es testimonio elocuente del triunfalista clima de opinin que se haba apoderado de la burguesa (Bell, 1960; Lipset, 1963). Sin embargo, agotado ese perodo por cierto, el ms esplendoroso en toda la historia del capitalismo las viejas rencillas y las conocidas incompatibilidades saltaron una vez ms al primer plano. La extraordinaria difusin que, en esos aos, adquirieron diversos pronsticos marcados por un profundo pesimismo (recordemos, simplemente, las predicciones catastrofistas del Club de Roma o los sucesivos informes de la Comisin Trilateral, especialmente el relativo a la ingobernabilidad de las democracias) demuestran los alcances del cambio experimentado por el clima ideolgico-poltico de Occidente (Meadows, 1972; Crozier et al,1975). Es que las posibilidades de armonizar mercados y democracia se asentaban sobre una realidad que los tericos del liberalismo se empean todava hoy en negar: que en esa poca de oro que transcurriera entre 1948 y 1973 los mercados se hallaban sujetos a un estricto control poltico mediante una densa red de regulaciones e intervenciones de todo tipo. Fue precisamente este control el que abri espacio a un profundo proceso de democratizacin, habida cuenta de la debilidad relativa de las fuerzas del mercado. A partir de la recomposicin neoliberal y la consiguiente redefinicin del papel del estado la situacin cambia radicalmente, y lo que observamos, en el centro tanto como en la periferia, es un proceso de progresivo vaciamiento o debilitamiento de las instituciones democrticas. En todo caso, para los tericos liberales la supuesta armona entre mercados y democracias descansa sobre dos premisas que la historia se ha encargado de desmentir: una, relativa a las caractersticas progresivamente ms igualitarias que habra de asumir la estructura social del capitalismo; otra, referida a la eficacia misma de las instituciones democrticas y su capacidad para corregir las tendencias ms desquiciantes o desequilibrantes de los mercados. Veamos estas dos premisas con mayor detalle. El paraso perdido: los fallidos pronsticos sobre la evolucin de la desigualdad en las sociedades capitalistas Tal como decamos en el captulo primero de este libro, las previsiones tericas del liberalismo acerca del futuro de la desigualdad podan sintetizarse en dos enunciados principales: por una parte, que las desigualdades econmicas y sociales inherentes a los
mercados libres y competitivos fluctuaran dentro de lmites razonables; por otro lado, que con el paso del tiempo dichas desigualdades tenderan a disminuir, evitando la polarizacin social que los padres del liberalismo econmico clsico consideraban como lacras tpicas de los modos de produccin precapitalistas. Esto era as porque, entre otras razones, se supona que en la sociedad capitalista el acceso a la propiedad privada no estaba cerrado. Desaparecidos los odiosos estamentos cerrados de la sociedad feudal los agentes econmicos no estaban fatalmente condenados a permanecer en una misma situacin social por el resto de su vida. En el pensamiento de John Locke bien conocido por Adam Smith, por cierto la amenaza del hambre y la pobreza se atemperaba ante la posibilidad, siempre existente, de que el hambriento pudiera "votar con sus pies" y emigrar hacia las interminables llanuras de Amrica del Norte en pos de su prosperidad. Por otra parte, el liberalismo clsico tambin postulaba que, precisamente por obra de los mercados, la tendencia predominante en el terreno de la desigualdad social sera hacia la baja, acortando las distancias que separaban a ricos y pobres. Estas eran, por ejemplo, las expectativas que tena Adam Smith, el padre fundador de la filosofa econmica del liberalismo. Smith, que antes de ser economista fue un gran filsofo moral, estaba convencido de que el libre juego de la mano invisible de los mercados ira a producir una sociedad en donde segn sus propias palabras, la riqueza estuviera "armoniosamente distribuida". Sin embargo, las previsiones tericas del liberalismo clsico fueron desmentidas por los hechos: las desigualdades en los sucesivos pases incorporados a la rbita del capitalismo se hicieron cada vez mayores y el paso del tiempo slo habra de agigantarlas. Por otro lado, el filsofo escocs tambin supona que el protagonista exclusivo de los mercados sera la mirada de pequeos propietarios independientes. Jams se le ocurri pensar que, un par de siglos despus, los actores decisivos de la vida mercantil llegaran a ser grandes firmas de propietarios annimos, y mucho menos empresas transnacionales actuando a escala planetaria. Su visin del paisaje social del capitalismo era otra, que obedeca a una doble inspiracin. Doctrinariamente, abrevaba en la doctrina lockeana que entenda a la propiedad privada como una extensin de la personalidad del propietario: ste mezclaba su trabajo con los dones naturales de la tierra y a partir de esa fusin se legitimaba la propiedad, que por fuerza siempre ira a quedar acotada a reducidas dimensiones. Histricamente, la perspectiva de Smith estuvo fuertemente influida por la experiencia de la implantacin del capitalismo en las colonias de Nueva Inglaterra, en donde la figura heroica de ese proyecto no era otro que el pequeo propietario rural, el farmer. Es por esto que la idea de un capitalismo de annimas empresas transnacionales o de gigantescas megafusiones era por completo ajena a su imaginacin y careca de lugar en su esquema terico: constitua una verdadera aberracin, una resurreccin de los odiados monopolios surgidos segn su entender a la sombra de los favores del absolutismo. Los monopolios eran los enemigos mortales de aquello que Smith denominaba el "sistema de la libertad natural". Por lo tanto, al hablar del mercado Smith estaba en realidad invocando a una mirada de productores independientes, gente que trabajaba en su pequea empresa o en sus emprendimientos familiares y que, en la mejor tradicin lockeana, fundan su trabajo personal con los bienes terrenales legitimando de ese modo la propiedad privada como institucin. Hoy sabemos que todos estos rasgos son apenas nostlgicos recuerdos de un pasado, el de las colonias americanas, que la concentracin y centralizacin del capital hizo trizas de manera inmisericorde. Pese a todo, las expectativas optimistas relativas a la marcha de la igualdad social
parecieron satisfacerse por un cierto tiempo durante el apogeo del estado keynesiano a costa de una creciente intervencin estatal en los mercados. Pero, a partir de mediados de la dcada del setenta, y sobre todo con la reestructuracin neoliberal del sistema capitalista con su sostenido ataque en contra del estado y las polticas sociales, fulminadas como "populistas" o "irracionales" lo que ha ocurrido es un alarmante aumento de la desigualdad econmica y social no slo en los pases de la periferia del sistema capitalista sino entre stos y los pases centrales e inclusive en el propio corazn del sistema, en los pases industrializados. Esto lo han observado autores e instituciones muy diversos. Una comparacin internacional efectuada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) comprob que en 1960 el 20% ms rico de la poblacin mundial perciba un ingreso 30 veces superior al 20% ms pobre. Pese al escndalo producido por la revelacin de estas cifras, cuando se dieron a conocer las correspondientes al ao 1990 pudo establecerse que a pesar de todos los programas de ayuda las disparidades de ingresos se duplicaron, llegando a ser 59 veces mayores que el ingreso del 20% ms pobre. En 1997 este ratio era de 74 a 1 (PNUD, 1999, p. 3). Estas tendencias se reprodujeron en los ms diversos pases. En Amrica Latina al fenmeno es bien conocido y perceptible inclusive por el observador ms desprevenido. En los pases del capitalismo avanzado estas deprimentes tendencias tambin se hicieron sentir con mucha intensidad. Informes procedentes de la Unin Europea hablan de la existencia de 50 millones de pobres en el Viejo Mundo, y de la humillante aparicin de la "sociedad de los dos tercios" que condena al tercio restante a la exclusin mientras reserva los beneficios del progreso y el desarrollo para los dos tercios integrados. El caso de Estados Unidos en donde cerca de 35 millones de personas viven por debajo de la lnea de pobreza es bien ilustrativo: en 1977 el 5% ms rico obtena el 16,8% del ingreso nacional. Para 1989 esta proporcin haba ascendido al 18,9%, y en las postrimeras del primer mandato de Bill Clinton ya superaba el 21%, lo que llev a la revista conservadora britnica The Economist a asombrarse ante esta "tasa de crecimiento sin precedentes" en los ndices de concentracin del ingreso, particularmente perverso si se recuerda que esto tiene lugar en un contexto de recuperacin econmica y no de depresin! (1996, pp. 30-33). Sin embargo, las tendencias a la concentracin de la riqueza son ms pronunciadas an que las de los ingresos: si en 1983 el 5% ms rico de la sociedad americana posea el 56% de toda la riqueza de Estados Unidos, hacia 1989 esta proporcin se haba incrementado al 62% y el movimiento parece no tener lmites especialmente si se tiene en cuenta el fracaso de la Administracin Clinton en poner coto a la ofensiva conservadora en el Congreso (Wolff, 1995, p. 29). Es seguramente en virtud de todo este cmulo de evidencias que el economista Richard Freeman ha sugerido que Estados Unidos estn avanzando en direccin a una "apartheid economy", en la cual "los ricos viven aislados en sus suburbios exclusivos y en sus opulentos departamentos, sin conexin alguna con los pobres que habitan en los slums" (1996). Ahora bien, ante un proceso de reconcentracin de rentas e ingresos tan acentuado como el que caracteriza la reestructuracin neoliberal es muy difcil sostener el funcionamiento de un rgimen democrtico. Por qu? Porque uno de los requisitos ms importantes de la democracia es la existencia de un grado bastante avanzado de igualdad social. Ningn terico de la democracia fue tan iluso como para sostener que sta slo poda funcionar una vez abolidas todas las diferencias de clase. Pero todos sin excepcin cualquiera que fuese su orientacin y las simpatas que le despertase este rgimen poltico, desde Platn hasta Marx, pasando por Maquiavelo, Hegel y de
Tocqueville coincidieron en un pronstico: la democracia no puede sustentarse sobre sociedades signadas por la desigualdad y la exclusin social. Para que el rgimen democrtico funcione se requiere de sociedades que superen un cierto umbral de igualdad social, y sta, como lo recordaba el propio Adam Smith, deba ser de condiciones y no tan slo de oportunidades. Por lo tanto, hay razones muy poderosas para preocuparse cuando, como en nuestros pases se adoptan polticas de exclusin social y empobrecimiento masivo en aras de un supuesto productivismo y eficientismo econmicos erigidos al rango de valores supremos del estado. En el fondo, lo que se est haciendo es sacrificando la democracia en el altar del mercado y la justicia a cambio de la ganancia. El caso de la Rusia poscomunista constituye un ejemplo extremo de estas tendencias: a causa de la violenta reintroduccin del capitalismo la esperanza de vida al nacer de los varones se redujo, entre 1989 y 1994, en poco ms de 6 aos, pese a lo cual el coro de economistas del establishment no cesa de cantar loas a la sensatez y racionalidad del nuevo estado de cosas. Cmo vanagloriarse por estos supuestos "xitos" econmicos cuando para lograrlos fue necesario construir sociedades cada vez ms injustas y desiguales y con pobres que pagan con sus vidas los costos de tamaos experimentos? (unicef, 1995, p. 27). La otra "dualidad de poderes" sufragio universal versus voto del mercado En los ltimos aos ha surgido una literatura crtica de los enfoques tradicionales sobre las "transiciones" y las "consolidaciones" democrticas que puntualiza las muchas deficiencias, extravos e insuficiencias de las "democratizaciones realmente existentes" y, de paso, de las teorizaciones que en su momento hicieran los "transitlogos" (Boron, 1997[a]: pp. 7-48; O Donnell, 1992; 1996). Se trata, en el caso latinoamericano, de democracias carcomidas por la pobreza y la polarizacin social, la crisis y/o disolucin institucional, la corrupcin poltica, la indiferencia gubernamental ante las necesidades de la sociedad civil y el consecuente desencanto de la ciudadana. Ahora bien, cabe preguntarse lo siguiente: cules son las implicaciones que una situacin como sta tiene sobre la vida y la calidad de esa vida de una democracia? Para responder a esta pregunta es conveniente tomar nota de los comentarios formulados por George Soros en un reportaje publicado por el diario italiano La Reppublica. Como se recordar, Soros es el multimillonario norteamericano de origen hngaro que conmoviera a los mercados mundiales con sus temerarias intervenciones en la plaza de Londres y que produjera, entre otras cosas, el derrumbe de la libra esterlina. En la mencionada entrevista el magnate aseguraba que "los mercados votan todos los das". En la Argentina esta opinin haba sido expresada por el diario de negocios mbito Financiero cuando en medio de una feroz corrida bancaria producida a comienzos de 1989 celebr con alborozo el advenimiento de la era de los "golpes de mercado" en reemplazo de los ya anacrnicos cuartelazos militares. Pero Soros elabor bastante ms su argumento: "No caben dudas", contina diciendo, "que los mercados fuerzan a los gobiernos a adoptar medidas impopulares que, sin embargo, son indispensables. Decididamente, el verdadero sentido del estado reposa hoy en los mercados"(1995). En su entrevista, y en posteriores escritos, Soros vino a ratificar lo que los crticos del capitalismo haban sostenido desde siempre. Como se recordar, tanto Marx como Engels se refirieron reiteradamente a este asunto. El chantaje de los capitalistas mediante los emprstitos a los gobiernos, las especulaciones burstiles, el "riesgo pas"
y la huelga de inversiones son manifestaciones muy claras al respecto. Siendo esto as, si los mercados votan todos los das, en qu posicin queda el humilde y annimo miembro del "demos" sostn ltimo de un rgimen poltico que dice gobernar en su nombre y para su bien que en pases como los nuestros vota cuando lo dejan? Si tiene la oportunidad de votar regularmente el ciudadano de Amrica Latina lo puede hacer cada dos aos, y en elecciones muchas veces caracterizadas por: (a) su irrelevancia en funcin de su impotencia para reorientar las polticas gubernamentales, salvo casos excepcionalsimos; (b) la poca transparencia en lo relativo al financiamiento de las campaas electorales, lo que coloca a los partidos del establishment en una situacin de radical superioridad en relacin a los dems; (c) el desigual acceso a los estratgicos medios de comunicacin de masas, que refuerza el voto conformista y conservador; (d) el dudoso recuento de los votos, que en algunos casos se traduce en fraudes escandalosos, como por ejemplo el que le costara la presidencia a Cuauhtmoc Crdenas en Mxico en 1988 o las elecciones del 2000 en el Per; y (e) los amaados sistemas de representacin que traducen los votos populares en escaos parlamentarios, sobrerrepresentando sistemticamente el peso de los partidos de la derecha. En trminos generales, el cuadro pintado por Soros plantea una serie de graves interrogantes que los tericos del liberalismo democrtico se han esmerado en ignorar. Cmo comprender, a la luz de los valores y las normas democrticas, que haya quienes votan todos los das (y logran que sus preferencias se traduzcan en polticas gubernamentales) mientras que la abrumadora mayora de la sociedad lo hace una vez cada dos o tres aos y con escassimas posibilidades de que la orientacin de su voto modifique la conducta del gobierno? Hasta qu punto puede ser considerado como democrtico un estado que consiente tamaa desigualdad en el ejercicio de los derechos polticos? Podemos llamar "democrtico" a un rgimen poltico de ese tipo, apenas un taparrabos para disimular la vigencia de una dominacin plutocrtica recubierta por una fachada plebiscitaria que nada tiene que ver con su efectiva estructura y funcionamiento? Esa democracia, en suma, no es acaso una forma benigna de "dictadura burguesa"? En vsperas de la revolucin rusa, Lenin y Trotsky acuaron la expresin "dualidad de poderes" para dar cuenta del hecho de que junto al gobierno de la burguesa se haba ido constituyendo otro, dbil y embrionario, pero ya existente: el gobierno de los soviets. Esta situacin, empero, slo poda ser transitoria, y tarde o temprano se resolvera en favor de uno de los dos polos de acumulacin de poder. Si en en el marco de la revolucin rusa esta "dualidad de poderes" asuma un signo democrtico, la que se ha configurado en el capitalismo, de fin de siglo y que contrapone a un gobierno supuestamente democrtico, surgido del sufragio universal, el poder de los monopolios concentrados en el mercado, tiene evidentes connotaciones reaccionarias. En efecto, el "voto en el mercado" instituye un mbito privilegiado al cual acceden slo unos pocos. De esta forma el capitalismo democrtico exhibe una dualidad destinada a producir consecuencias tan duraderas como deplorables. Por un lado, el comicio tradicional en el cual se expresa la voluntad del "demos". Es se el lugar en el que se teatraliza el simulacro democrtico al permitir que todos voten. Claro est que bajo las condiciones arriba sealadas esta convocatoria se convierte en un gesto ritual, cargado de efectos ideolgicos reforzadores de la ilusin fetichista de la igualdad ciudadana pero carentes de resultados concretos a nivel de las polticas estatales. En el terreno del comicio clsico descendiente remoto y casi irreconocible del gora ateniense y de la asamblea popular imaginada por Rousseau todos votan pero su participacin rara vez llega a ser
decisiva y nunca es decisoria. Los "nervios del gobierno", para usar la feliz expresin de Karl Deutsch, exigen algo ms que un estmulo que fugazmente reaparece cada dos aos. Este puede, en ocasiones, ser importante, porque a veces permite elegir (y no tan slo optar) quin habr de ser el primer ministro, presidente o miembro del parlamento; pero este "mandato" del "demos" poco tiene que ver con lo que los magistrados electos efectivamente habrn de hacer. De eso se encarga "el otro poder", el mercado, cuyos pocos y selectos participantes hacen oir su voz todos los das en la bolsa de valores, en la cotizacin del dlar, en los pasillos y los "anillos burocrticos" del poder y cuyas decisiones y preferencias son muy tenidas en cuenta por los gobiernos porque estos saben que difcilmente podran resistir ms de unos pocos das a la extorsin, o al soborno, de los capitalistas. Una huelga de inversiones, una fuga de capitales, o la simple desconfianza de las clases propietarias ante un anuncio gubernamental o un recambio de ministros puede arruinar una obra de gobierno, o forzar el abandono de proyectos reformistas, en un par de semanas. La experiencia de Salvador Allende en Chile y de Franois Mitterrand en Francia es suficientemente ilustrativa al respecto. A raz de esta perversa "dualidad de poderes", el mercado instituye un segundo y muy privilegiado mecanismo decisorio: un sistema de voto calificado, esencialmente antidemocrtico, y aislado por completo de los influjos y demandas que pudieran proceder del ciudadano comn y corriente. En un rgimen como ste son muy pocos, apenas un puado, los actores que pueden votar todos los das: en ese escenario privilegiado donde se dirimen las grandes decisiones estatales y la orientacin de las polticas pblicas, las que cuentan son las grandes firmas (la mayora de ellas de origen transnacional e indiferentes ante la suerte que puedan correr los pases en los cuales operan) y ciertos megaconglomerados econmicos que desde remotos centros de poder econmico y financiero internacionales elaboran una estrategia de intervencin en los mercados de la periferia. Los dems no cuentan: no slo los trabajadores, sino que tampoco lo hacen las capas medias, la pequea burguesa y otros grupos y fracciones del empresariado. En estos santuarios del neoliberalismo que son los mercados votan tan slo los segmentos ms concentrados del capital. El resto queda excluido. Algunos podran argir que del lado del pueblo queda todava la famosa soberana del consumidor, tan ensalzada por la retrica neoliberal. Sin embargo, en Amrica Latina, el continente con las mayores desigualdades de riqueza e ingresos del mundo, dicha soberana brilla por su ausencia y, an cuando existiera, su impacto concreto sobre los gobiernos sera apenas discernible. En sntesis, tenemos en nuestros pases una democracia escindida y que reposa sobre la dinmica de mercados altamente oligopolizados cuyas preferencias en materia de poltica econmica son rpidamente reconocidas y atendidas por los gobiernos. Al mismo tiempo, la democracia se presenta tambin como un peridico simulacro de la escena electoral, pero donde el "mandato" de los electores tiene bajsimas chances de ser escuchado salvo, eso s, en lo tocante a la determinacin de quienes habrn de ser los gobernantes o los legisladores, pero no de qu forma habrn de gobernar o legislar. Ni ciudadanos ni consumidores. Estamos, por consiguiente, en el peor de los dos mundos: democracias sin soberana popular y mercados sin soberana del consumidor. Los "nuevos Leviatanes" y el rezago de las instituciones democrticas En la teora poltica la palabra "leviatn" evoca de inmediato la imagen abrumadora del estado absolutista conjurado por Thomas Hobbes para poner fin al terror del estado de naturaleza y la lucha de "todos contra todos". En el contexto de las guerras civiles de la Inglaterra del siglo xvii, la propuesta hobbesiana remataba en un estado capaz de
concentrar en sus aparatos una masa fenomenal de recursos de todo tipo principalmente coactivos y jurdicos de suerte tal que le permitiera disciplinar inapelablemente a los actores sociales enzarzados en una lucha mortal. La garanta ltima del nuevo orden emanado del contrato se fundaba en la supremaca que el estado ejerca sobre las clases y asociaciones constitutivas de la sociedad civil. Sin esta desproporcin en favor de la autoridad pblica la capacidad arbitral del estado se debilitara irreparablemente y la sociedad se precipitara, una vez ms, al caos de la guerra de todos contra todos. Hobbes lo afirm con su habitual causticidad cuando, en una pgina memorable del Leviatn, recordara que "Los pactos que no descansan en la espada no son ms que palabras" (1980, p. 137). En las postrimeras del siglo xx puede construirse un argumento que revierta radicalmente los trminos del planteamiento hobbesiano. En qu sentido? En el sentido de que los leviatanes son ahora muchos, y no slo uno como quera el filsofo poltico. Y, ms importante todava, esos leviatanes son privados: son las grandes empresas que en las ltimas dcadas han afianzado su predominio en los mercados mundiales hasta lmites inimaginables hace apenas unas pocas dcadas atrs. Como sabemos, el podero que hoy caracteriza a los megaconglomerados de la economa mundial gigantescas burocracias privadas que no rinden cuenta ante nadie ni ante nada no tiene precedentes en la historia. De all que sea posible interpretar el impresionante retroceso social experimentado por las sociedades capitalistas contemporneas mayor polarizacin social, pobreza extrema, marginacin, desempleo de masas, etc. como resultado de dos rdenes de factores. Por una parte, la formidable ofensiva lanzada por los sectores ms recalcitrantes de la burguesa una vez agotado el ciclo expansivo y reformista de la segunda posguerra, avance que, ciertamente, fue posible ante la derrota experimentada por la izquierda y el movimiento obrero en los ms variados frentes de combate. En segundo lugar, porque esta regresin sin precedentes podra haber sido al menos atenuada si es que las instituciones y prcticas de la democracia representativa hubieran sido ms consistentes y eficaces. Pero sabemos que esto no ha sido as, especialmente en las regiones perifricas del capitalismo neoliberal. Si la fortaleza de los estados democrticos en los pases de la ocde impidi el restablecimiento irrestricto del salvajismo de los mercados, la debilidad que caracterizaba a sus contrapartes latinoamericanas hizo que la reaccin burguesa avanzara en su proyecto de recomposicin hasta niveles inconcebibles a mediados de los aos ochenta. En todo caso, lo cierto es que las instituciones democrticas se encuentran en crisis no slo en la periferia sino tambin, aunque en menor medida, en los capitalismos centrales. A qu obedece esta circunstancia? Nos parece que a algo bastante simple de comprender: si la naturaleza de los mercados, las clases y las instituciones econmicas del capitalismo cambi extraordinariamente a lo largo del ltimo medio siglo, las instituciones polticas de los capitalismos democrticos apenas si experimentaron alguna modificacin, habiendo sido por consiguiente completamente sobrepasadas por la dinmica de los acontecimientos histricos. Veamos esto ms detenidamente. Los mercados se han vuelto crecientemente oligoplicos, su competencia despiadada, y la gravitacin de sus firmas dominantes es inmensa. Adems, se proyectan en una dimensin planetaria. El flujo de transacciones especulativas y financieras que se procesa en un slo da en la ciudad de Nueva York equivale a siete veces el PBI de la Argentina, o a casi cinco veces el PBI del Brasil. Esas mismas transacciones movilizan, en un slo da, una cifra de un orden de magnitud muy superior al que registra el
comercio mundial en todo un ao. "Cada quincena, el volumen de especulacin electrnica que circula por Manhattan iguala al producto total del mundo" (Scavo, 1994, pp. 152-153). James Tobin, Premio Nbel de Economa, ha observado que si se gravase apenas con el 0,5% el flujo financiero internacional se obtendra en un ao una cifra mnima cercana a los 30.000 millones de dlares, que podran aplicarse al financiamiento de programas de lucha contra la pobreza o a la liquidacin de la deuda externa que agobia a las economas del Tercer Mundo. Obviamente que, teniendo en cuenta que las transacciones de tipo especulativo constituyen un 95% del total, si se impusiera una tasa ms elevada digamos el 5% su impacto bienechor sobre la economa mundial sera mucho ms significativo sin afectar para nada el funcionamiento de la economa real. La fenomenal aceleracin experimentada por la velocidad de rotacin del capital gracias al desarrollo de la microelectrnica, las telecomunicaciones y la computacin ha sido prdiga en consecuencias de todo tipo. Por una parte, porque estas modificaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas tuvieron una influencia considerable en combinacin con otros factores, naturalmente a la hora de definir la pugna hegemnica en favor del capital financiero y en desmedro de los sectores de la burguesa ms ligados a la produccin de bienes y servicios, revirtiendo de ese modo el resultado que haba cristalizado en la fase de la inmediata posguerra. En segundo lugar, porque el ascenso del capital especulativo profundiza las tendencias recesivas de la economa mundial, agudiza el problema del desempleo en las economas industrializadas y acenta an ms el peso de la deuda externa en los pases de la periferia. Tercero, porque dichas transformaciones precipitaron la mundializacin de los procesos econmicos y financieros otrora relativamente contenidos en los marcos de los estados nacionales. En relacin a la tan meneada globalizacin es preciso afirmar que, como acertadamente lo observara Aldo Ferrer, la misma est bien lejos de ser un fenmeno novedoso (1995). Lo nuevo es la escala que ha asumido en los ltimos tiempos, no la tendencia del capitalismo a convertirse en un sistema mundial que, como se recordar, ya haba sido sealada por Marx y Engels en La ideologa alemana y en el Manifiesto comunista. Recordemos sus palabras en el ltimo de los textos mencionados, cuya actualidad no deja de sorprender: "Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesa recorre el mundo entero. [...] Mediante la explotacin del mercado mundial, la burguesa dio un carcter cosmopolita a la produccin y al consumo de todos los pases." Y culminan advirtiendo que "La burguesa [...] obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgus de produccin, las constrie a introducir la llamada civilizacin, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza" (Marx y Engels, 1848, pp. 23-24). En sntesis, el proceso viene de muy lejos y comienza con el amanecer del capitalismo. Adems, y contrariamente a lo que pregonan los epgonos del neoliberalismo, la globalizacin tampoco es un proceso armnico y equilibrado que se limita a diseminar por toda la vastedad del planeta los logros del desarrollo capitalista. En realidad si algo ha ocurrido con ella ha sido la acentuacin de las desigualdades sociales y regionales del sistema, producto del hecho de que, por primera vez en la historia, el capital es el presupuesto y el resultado del proceso productivo en todos los rincones del planeta. La afirmacin de estas tendencias en los ltimos aos se correspondi, por otra parte, con un marcado proceso de concentracin y centralizacin del capital cuyo resultado ha
sido la emergencia de una plyade de megaempresas, verdaderos "nuevos leviatanes" de dimensiones colosales que constituyen una amenaza gravsima para las democracias. Unas pocas cifras bastan para mostrar con elocuencia lo que venimos diciendo: los ingresos combinados de los 500 gigantes de la economa mundial alcanzaron en 1994 la suma de 10.245,3 billones de dlares, es decir una magnitud que equivale a una vez y media el PBI de Estados Unidos; diez veces mayor que el PBI de toda Amrica Latina y el Caribe en 1990; 25 veces mayor que el PBI de la ms grande economa de Amrica Latina (el Brasil) y unas 40 veces mayor que el PBI de la Argentina (Dieterich, 1995, p. 50). Pero no es slo el tamao descomunal de estas empresas lo que nos interesa. Nos importa ante todo sealar la magnitud del desequilibrio existente entre el dinamismo de la vida econmica que ha potenciado la gravitacin de las grandes firmas y empresas monoplicas en las estructuras decisorias nacionales y la fragilidad o escaso desarrollo de las instituciones democrticas eventualmente encargadas de neutralizar y corregir los crecientes desequilibrios entre el poder econmico y la soberana popular en los capitalismos democrticos. En otras palabras: las recientes transformaciones econmicas y tecnolgicas del capitalismo han agigantado el peso y la eficacia de la intervencin prctica de la burguesa hasta niveles inimaginables hace apenas una generacin y ante el cual la influencia de los annimos y atomizados ciudadanos de la democracia se convierte en un dato apenas microscpico de la vida poltica. Por si lo anterior fuera poco, la vertiginosa rapidez con la cual los grandes conglomerados empresariales pueden movilizar y transferir enormes sumas de dinero y, por consiguiente, multiplicar su gravitacin poltica contrasta llamativamente con la escasez de recursos, lentitud, e ineficacia de las tradicionales instituciones de la democracia representativa. En efecto, la soberana popular todava se expresa, salvo momentneas y puntuales excepciones, mediante instituciones, procedimientos y formatos organizacionales que corresponden al siglo xviii o tal vez antes el modelo de Westminster, con sus comisiones parlamentarias y el estilo de trabajo instituidos luego de la llamada Revolucin Gloriosa de 1688 y sobre los cuales se han superpuesto ciertas innovaciones propias de la primera mitad del siglo xx. Mientras la revolucin tecnolgica y cientfico-tcnica de nuestro tiempo ha trastocado por completo tanto las estructuras como las estrategias de funcionamiento de los grandes agentes econmicos, no parece haber ocurrido lo mismo en el terreno de la democracia poltica. Contrariamente a lo sucedido en la vida econmica, las inmensas posibilidades que la microelectrnica y la informtica han abierto para el perfeccionamiento de las prcticas democrticas desde la potenciacin de la capacidad estatal de regulacin de los mercados hasta la realizacin de peridicos "referenda virtuales" sobre temas controversiales, pasando por el acrecentamiento de la capacidad ciudadana de controlar a sus propios representantes y el mejoramiento de los procedimientos electorales se encuentran todava en el terreno de lo conjetural. Un slo ejemplo sirve para ilustrar lo que venimos diciendo: comprense las 30.000 operaciones simultneas de inversin o desinversin que puede regularmente procesar a escala mundial la supercomputadora de la firma Morgan Stanley, de Wall Street, con la lentitud de los recuentos electorales, los trmites parlamentarios o las actuaciones judiciales en algunas democracias latinoamericanas. Dadas estas condiciones, hasta qu punto es posible controlar o regular a un "blanco mvil" tan extraordinariamente dinmico como las megacorporaciones transnacionales o los movimientos internacionales de capitales que
ellas promueven con los exiguos recursos y obsoletas tecnologas de que disponen nuestros empobrecidos y diezmados estados nacionales? En virtud de estas transformaciones, los monopolios y las grandes empresas que "votan todos los das en el mercado" han adquirido una importancia decisiva (y sin tener que vrselas con contrapesos democrticos de ninguna ndole) en la arena donde se adoptan las decisiones fundamentales de la vida econmica y social: el Ejecutivo principalmente los ministerios de Economa y Hacienda-, los autonomizados bancos centrales y las "alturas" del estado. La universal decadencia de los parlamentos facilit enormemente las cosas para los nuevos amos de la economa mundial. Esta situacin plantea un problema crucial para la teora democrtica: cmo contrabalancear la desorbitada gravitacin de estos actores, que corroe hasta su raz la legitimidad del proceso democrtico? Cules son las instituciones, normas o instrumentos idneos para ejercer un control democrtico sobre estas gigantescas burocracias privadas, como las de las megaempresas transnacionales, o pblicas, como el Banco Mundial (bm) y el Fondo Monetario Internacional (fmi)? El peso que en los despachos oficiales tienen personajes como George Soros; o Bill Gates, el dueo de Microsoft; o Ted Turner, el dueo de la CNN; o el que tienen los tres gerentes de los fondos de inversin ms importantes de Estados Unidos que manejan conjuntamente una masa de dinero lquido del orden de los quinientos mil millones de dlares, es decir, casi dos veces el producto bruto de la Argentina es incomparablemente superior al de cualquier ciudadano, partido poltico o movimiento social de una democracia "realmente existente". La masa de recursos (monetarios, tecnolgicos, o de cualquier otro tipo) con que cuentan estos grandes conglomerados empresariales es de tal magnitud que, en mercados tan altamente vulnerables, voltiles y dependientes como los de Amrica Latina, hace que sus gestos y sus menores insinuaciones (para no hablar de estrategias tales como relocalizacin de inversiones, "salida" de las bolsas locales, "corridas" contra la moneda local, etc.) sean prontamente percibidos por los gobiernos como mortales amenazas a la estabilidad macroeconmica y poltica, y que sus reclamos sean prestamente satisfechos anteponindose a los que puedan formular los trabajadores y cualquier otro grupo local. Las reivindicaciones de los obreros, los empleados pblicos, los maestros, los campesinos, los desocupados, los jubilados, las diversas minoras y los ciudadanos en general se redefinen y priorizan en funcin de los intereses de la coalicin capitalista que controla los mercados internacionales. Los trabajadores podrn organizar huelgas, invadir tierras, ocupar fbricas y sitios urbanos, y casi invariablemente la respuesta oficial oscilar entre la represin y la indiferencia, pero pocas veces ser el temor. No ocurre lo mismo cuando la "amenaza" proviene de los capitalistas. El gobierno de Ral Alfonsn, en la Argentina, resisti sin mayores daos las 13 huelgas generales que en contra de sus polticas econmicas propiciara la Confederacin General del Trabajo. Sin embargo, bast con un slo "golpe de mercado" propinado en febrero de 1989 para sellar el destino de su gobierno y poner fin, en trminos prcticos, a su mandato como presidente. En suma, las empresas transnacionales y las gigantescas firmas que dominan los mercados se han convertido en protagonistas privilegiados de nuestras dbiles democracias. En trminos de accountability y responsiveness dos palabras que no por casualidad carecen de traduccin en espaol y portugus puesto que no reflejan ninguna prctica histrica de nuestros gobernantes los gobiernos de la regin responden primero y antes que nada a la coalicin capitalista que, bajo la hegemona del capital financiero, domina el espacio econmico mundial y dispone de poderosos instrumentos
de sancin y control ideolgico para disciplinar a los desobedientes. Estos incluyen desde la huelga de inversiones y las calificaciones de riesgo realizadas por los mismos acreedores de la deuda externa latinoamericana, pasando por la mala prensa en los rganos de la comunidad empresaria internacional, hasta el control disciplinario de las finanzas pblicas que realizan el FMI y el BM, amn de sus funciones como apstoles del nuevo orden. Luego de atender a estos poderossimos intereses y de desvivirse por satisfacer sus menores requerimientos los gobiernos de la regin reciben en segundo lugar a los socios y representantes locales de la gran burguesa planetaria. Ms tarde es el turno del capital local, en sus mltiples fracciones y las pequeas y medianas empresas. Finalmente llega el momento de los trabajadores, los asalariados, los desocupados y toda la corte de los condenados de la tierra, cuyas demandas apenas si son escuchadas y para quienes la respuesta oscila entre una benvola indiferencia hasta una abierta hostilidad y represin. El predominio de los nuevos leviatanes en esta "segunda y decisiva arena" de la poltica democrtica, que es la que verdaderamente cuenta a la hora de tomar las decisiones fundamentales, confiere a aqullos una gravitacin excepcional en la esfera pblica y en los mecanismos decisorios del estado, con prescindencia de las preferencias en contrario que, en materia de polticas pblicas, ocasionalmente pueda expresar el pueblo en las urnas. En los alfombrados despachos de sus gerentes generales reposa el xito o el fracaso de la poltica econmica, "madre" de todos los xitos que pueda cosechar un gobierno y/o comadrona de (casi) todos sus fracasos. Los grandes capitalistas disponen del dinero, la tecnologa, los recursos y, para colmo, son estos los encargados de "certificar" que un gobierno es creble, y de emitir seales tranquilizadoras y atractivas a los hipersensibilizados, turbulentos e histricos mercados mundiales para que estimulen el flujo de inversiones hacia las enigmticas regiones del sur. Es preciso recordar que los intereses de la coalicin capitalista dominante a escala mundial son adecuadamente protegidos por una serie de actores estratgicos de alcance planetario. En primer lugar, por una densa red de organismos financieros internacionales entre los cuales sobresalen el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y los grandes bancos comerciales, con su squito de think tanks, comunicadores sociales, publicistas y acadmicos entregados ardorosamente a la propagandizacin de las ideas neoliberales. En segundo lugar, por los gobiernos de los pases centrales y sus autoridades monetarias y financieras, incluyendo naturalmente a los presidentes de los bancos centrales, que por un lado elaboran refinados discursos convocando a combatir la pobreza pero por el otro promueven la adopcin de polticas que la generan y la reproducen casi sin lmites. Tercero, por los economistas, esos sustitutos modernos de los telogos medievales y que salvo honrosas y puntuales excepciones han depuesto todo vestigio de pensamiento crtico plegndose sin reparos al paradigma dominante en su profesin. Cuarto, por la vocinglera y el activismo de organizaciones empresariales, partidos "reconvertidos" al neoliberalismo y movimientos sociales de diverso tipo que respaldan la "sensatez" de los "talibanes" de mercado. La defensa de estas prerrogativas del gran capital intrnsecamente antidemocrticas suele utilizar como pretexto el carcter supuestamente "privado" de sus decisiones y polticas empresariales. Sus voceros ideolgicos no escatiman esfuerzos denunciando preventivamente el atropello que significara cualquier interferencia en los negocios de dichas empresas y el dao irreparable que tal accin infligira a la delicada sensibilidad de los mercados. El castigo que sufrira un pas que cometiera semejante osada sera una suerte de ostracismo econmico internacional, como el ocasionado por las
atrocidades del Khmer Rouge en Camboya o el autoimpuesto aislamiento del rgimen albans en los aos sesenta. Sin embargo, el ms elemental de los razonamientos es suficiente para comprobar que lo nico que tienen de privado esas megaempresas globales es la propiedad de los medios de produccin y sus ganancias, lo que ciertamente no es poca cosa. Pero su desproporcionada gravitacin en los mercados y la decisiva influencia que ejercen sobre las diferentes economas nacionales las convierte en actores pblicos no menos importantes que los propios estados nacionales, y a menudo inclusive ms. Considerar a agentes econmicos de esta envergadura como meros actores privados sujetos a las mismas normas de derecho que se aplican en los contratos de compraventas de automviles, departamentos y refrigeradores no puede ser otra cosa que un alarde de formalismo juridicista totalmente alejado de la realidad y cuya funcin conservadora no es demasiado difcil advertir (Pasukanis, 1975; Tigar y Levy, 1978; Heller, 1942; Adler, 1979). Buena parte de la riqueza del anlisis gramsciano del estado capitalista radica precisamente en su capacidad para desmontar el velo mistificador que el derecho burgus utiliza para postular una rgida separacin entre lo pblico y lo privado, y entre "sociedad civil" y estado (Gramsci, 1977). En efecto, Gramsci plante con razn que el formalismo de esa distincin no puede ocultar el hecho de que ciertas asociaciones que el derecho burgus considera como "privadas" son en realidad parte del estado, concebido ste en un sentido "ampliado" (sociedad civil +sociedad poltica) y no como la mera estructura administrativa, representativa y represiva del gobierno y el sistema de partidos. Lo que define sustantivamente por oposicin a un encuadramiento meramente juridicista del problema el carcter pblico o privado de una institucin es, segn Gramsci, la funcin especfica que ella desempea en la creacin o reproduccin de un conjunto de relaciones sociales, ideas y valores que permiten "adecuar" a los hombres y mujeres de una determinada poca histrica a los imperativos del modo de produccin dominante. Esta tarea puede ser realizada por la Iglesia (como en la Italia del Risorgimento), la escuela pblica (como en la fase oligrquica de algunos estados latinoamericanos) o, en nuestra poca, por un medio masivo de comunicacin como la televisin, que pese a ser predominantemente de propiedad privada desempea una funcin esencialmente poltica en pases como la Argentina, Brasil y Mxico y, en el mundo desarrollado, en Estados Unidos para no citar sino los ejemplos ms claros en esta materia. En consecuencia, dejar que estos "nuevos leviatanes" acten en los espacios nacionales cual si fueran ignotos e inofensivos individuos equivale a crear las condiciones propicias para un cataclismo social de incalculables proporciones. Ms all de retorcidos razonamientos doctrinarios, la democracia puede sintetizarse en la feliz frmula ideada por Abraham Lincoln cuando la definiera como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En suma, la democracia es en ultima ratio soberana popular, algo incompatible con el predominio sin contrapesos de los intereses de la gran burguesa tal como actualmente lo estamos viendo en Amrica Latina. Pero en esta tragicmica involucin del capitalismo neoliberal de fin de siglo algunos estados de la regin se han aproximado, como nunca antes, a la lapidaria caracterizacin que del estado burgus hicieran Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto Comunista, al decir que aqul es un "mero comit que administra los asuntos comunes de la clase burguesa". El resto cuenta bien poco: los sectores populares, las capas medias e inclusive algunos segmentos muy importantes del capital medio estn condenados al ostracismo poltico y social y sus intereses y demandas son desodas. En trminos ms tersos y acadmicos, pero que remiten a un argumento esencialmente anlogo, Adam Przeworski replante recientemente esta cuestin argumentando que "[T]oda la sociedad depende estructuralmente de los actos de los capitalistas" (1985, p. 162).
Siendo esto as, es posible en una sociedad de este tipo avanzar en la extensin y profundizacin de la democracia preservando la intangibilidad del capitalismo? Mercados o naciones? La soberana popular que se expresa en un rgimen democrtico debe necesariamente encarnarse en un estado nacional. Es posible que en el futuro esto no sea as y que el sistema interestatal ceda su lugar a una nueva configuracin poltica internacional. Pero, mientras tanto, la sede de la democracia continuar siendo el estado-nacin. Ahora bien: cul es el drama de nuestra poca? Que los estados, especialmente en la periferia capitalista, han sido concientemente debilitados, cuando no salvajemente desangrados, por las polticas neoliberales a los efectos de favorecer el predominio sin contrapesos de los intereses de las grandes empresas. Como consecuencia de lo anterior los estados latinoamericanos se convirtieron en verdaderos "tigres de papel" incapaces de disciplinar a los grandes actores econmicos y, mucho menos, de velar por la provisin de los bienes pblicos que constituyen el ncleo de una concepcin de la ciudadana adecuada a las exigencias de fin de siglo (Boron, 1996). Por el contrario, en los capitalismos avanzados el estado no ha dejado de fortalecerse, pese a la proliferacin de discursos que postulan precisamente lo contrario. Poco tiempo atrs la revista britnica The Economist public un informe especial sobre el gasto pblico con el sugestivo ttulo de "La mano visible". El dossier finaliza con una conclusin melanclica: big government is still in charge. A pesar de la vocinglera ideolgica neoliberal, las "reformas" que tuvieron lugar entre 1980 (poca en que se lanzaron los programas de ajuste y los planes de austeridad fiscal) y 1996 no impidieron que el gasto pblico de las 14 naciones ms avanzadas de la OECD subiera del 43,3% del PBI al 47,1% (Crook, 1997, p. 8). Las palabras del artculo ahorran mayores comentarios y merecen por eso mismo ser reproducidas in extenso: El crecimiento de los gobiernos de las economas avanzadas en los ltimos cuarenta aos ha sido persistente, universal y contraproductivo. [...] En Occidente, el progreso hacia un gobierno ms pequeo ha sido ms aparente que real. Si se examina cuidadosamente el asunto, an los reformistas ms convencidos Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido no lograron gran cosa. En el resto de Occidente el estado sigui creciendo, salvo por los efectos ocasionales de alguna crisis fiscal (1997, p. 48). Una somera indicacin de los alcances del extravo latinoamericano en materia de gasto pblico y reforma del estado se torna evidente a partir de una sencilla operacin. Si comparamos las cifras de ventas de algunas de las grandes empresas transnacionales con las correspondientes al producto bruto de los pases latinoamericanos en el ao 1992 y compilamos una lista unificada de estados y empresas hallaramos a la cabeza de la misma al Brasil, con un producto bruto de 360 mil millones de dlares. Luego vendra Mxico con 329 mil millones y a continuacin la Argentina, con 228 mil millones. Luego comienzan a aparecer una serie de "pases" muy extraos: General Motors, con 132 mil millones; Exxon, con 115 mil millones, Ford, con 100 mil millones, Shell, con 96 mil millones; Toyota, IBM, y despus aparece Venezuela, con 61 mil millones, y al final Bolivia con apenas 5.300 millones de dlares de producto bruto (UNRISD, 1995, p. 154). Qu lecciones se desprenden de un listado tan heterogneo como ste? Que la capacidad de negociacin de nuestros pases con estos gigantes de la economa mundial
se ha visto menoscabada a lo largo de las ltimas dcadas. Mientras los estados de la periferia se achicaban y debilitaban al ritmo impuesto por los ajustes neoliberales de los aos ochenta y los noventa, los estados de los pases centrales se fortalecan y el rango y volumen de operaciones de las megacorporaciones se acrecentaban extraordinariamente. Como bien lo recuerda el citado informe del UNRISD, entre 1980 y 1992 las ventas de las megacorporaciones crecieron a ms del doble, mientras que los estados sufrieron las sangras ocasionadas por la ortodoxia neoliberal auspiciada por esas mismas empresas (1995, p. 53). El movimiento de tijeras hizo que los segundos quedasen en una posicin cada vez ms desventajosa en relacin con las primeras. Aquellos estados tienen escasas posibilidades de lidiar con estos nuevos "leviatanes" de la economa mundial. No se encuentran totalmente inermes, pero las probabilidades de ejercer un control efectivo sobre las grandes empresas son muy limitadas. Esto es particularmente cierto en el caso de pases con economas pequeas: cules son los instrumentos con que cuenta un gobierno democrtico de Bolivia para negociar con una corporacin como la General Motors, cuya cifra de ventas anuales es veintisis veces superior a la de su producto bruto? Cmo podran hacerlo la totalidad de los pases del Africa Subsahariana, cuyo producto bruto combinado es levemente superior a las ventas anuales de la General Motors y la Exxon? (UNRISD, 1995, pp. 153154). La realidad es que nuestros estados son hoy mucho ms dependientes que antes, agobiados como estn por una deuda externa que no cesa de crecer y por una "comunidad financiera internacional" que en la prctica los despoja de su soberana al dictar las polticas econmicas dcilmente implementadas por los gobiernos de la regin. Sin embargo, por una de esas paradojas de la historia, en estas condiciones de intensificacin sin precedentes de la heteronoma nacional las teorizaciones sobre la dependencia o el imperialismo son desestimadas como meros anacronismos cuando, en realidad, ellas han adquirido una vigencia mayor an de las que alcanzaron a tener en la dcada del sesenta. Sin entrar en comparaciones odiosas no creo posible refutar la tesis de que pases como la Argentina, Brasil y Mxico son hoy muchsimo ms dependientes de lo que lo eran en los aos sesenta. A esto hay que aadir que las perspectivas de la autodeterminacin nacional un corolario necesario de la soberana popular se cierran an ms bajo la gida del neoliberalismo al prevalecer una ideologa autoincriminatoria que so pretexto de la "reforma del estado" lo conduce a su radical debilitamiento y su casi completa destruccin. En consecuencia, la fenomenal desproporcin entre estados y megacorporaciones constituye una amenaza formidable al futuro de la democracia en nuestros pases. Para enfrentarla es preciso, (a) construir nuevas alianzas sociales que permitan una drstica reorientacin de las polticas gubernamentales y, por otro lado, (b) disear y poner en marcha esquemas de cooperacin e integracin supranacional que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios pblicos democrticamente constituidos al podero gigantesco de las empresas transnacionales. Un vicio imperdonable de muchos economistas, producto de la crisis terica y la asombrosa estrechez de miras que caracteriza a la disciplina en estos das, ha sido el de considerar a los pases como mercados y a los estados como empresas y, por lo tanto, espacios neutros que deben adecuar su comportamiento al patrn adoptado por firmas y empresas. Sin embargo, pese al economicismo dominante, nuestros pases son antes que nada naciones y, tan slo luego, sedes de mercados. En los aos del auge petrolero mexicano Carlos Fuentes escribi un memorable artculo en el New York Times con el siguiente ttulo: "Mxico no es un pozo de petrleo!". La ideologa dominante no por casualidad resignifica a los pases convirtindolos en grises mercados, todos
uniformizados por la dinmica incesante de la oferta y la demanda. Es que el debilitamiento de los estados nacionales facilitado, por un lado, por la extincin prctica de la idea de nacin supuestamente subsumida bajo la corriente "civilizatoria" de la globalizacin y, por el otro, por el imperio de las polticas "orientadas hacia el mercado" culmina en la degradacin de la nacin al rango de un mercado. Adems, lo anterior significa aceptar tal como lo hace el discurso dominante de la economa que los hombres y las mujeres de la democracia son despojados de su dignidad ciudadana y se convierten en instrumentos, en simples medios, al servicio de los negocios de las empresas. No hay ciudadana en los mercados. Reducir los significados, el destino y el propsito por el cual vivimos en sociedad a la mera obtencin de una tasa de ganancia nos parece, a la luz de la tica y la teora poltica, de una sordidez incalificable, aparte de ser una operacin que sella ominosamente el destino de las democracias tan laboriosamente conquistadas en Amrica Latina. Tres conclusiones An a riesgo de simplificar excesivamente nuestros argumentos, permtasenos ahora bosquejar tres conclusiones finales: Sobre estados y mercados A la luz de los razonamientos anteriores es imprescindible repensar la relacin estadomercados, algo particularmente importante en una poca como sta en donde se ha convertido en un artculo de fe decir que tenemos un estado muy grande y que hay que achicarlo. Se trata, sin dudas, de una creencia completamente equivocada y maligna, que debe ser criticada revelando la funcin ideolgica que ella cumple al servicio del capital. En efecto, la realidad demuestra que el tamao de los estados latinoamericanos es pequeo comparado con el de los del Primer Mundo. El estado argentino, por ejemplo, aparte de ser raqutico, deforme, ineficiente y corrupto tambin es chico. Lo mismo ocurre en el resto de Amrica Latina. Pese a ellos, los neoliberales quieren hacer de este enano raqutico y deforme algo todava ms grotescamente pequeo. Se trata de un verdadero dislate, comprensible por las grandes ventajas que ofrece a los monopolios y las megacorporaciones la prctica liquidacin del estado y de cualquier sistema capaz de regular los mercados. Pero comprensible tambin por la ofuscacin y el dogmatismo que caracterizan a los apstoles del neoliberalismo y que los lleva a sacralizar los mercados y satanizar al estado. El tamao medio del estado latinoamericano equivale aproximadamente a la mitad del que hallamos en el promedio de los pases del Primer Mundo. Reducir an ms nuestros estados es una locura en un continente donde la mitad de la poblacin vive por debajo de la lnea de pobreza, carece de agua potable y servicios cloacales y no dispone de cobertura mdica alguna. No menos insensata es otra propuesta, ntimamente relacionada con la anterior, que impulsan algunos "desinteresados" expertos: nada menos que abolir el impuesto a las ganancias o reducir la "elevada" presin tributaria que padecen los pases latinoamericanos. En relacin a lo primero basta con recordar que en Amrica Latina los impuestos a las ganancias como proporcin del PBI equivalen aproximadamente a la quinta o sexta parte de lo que representan en los pases del primer mundo. Es razonable tratar de reducirlos an ms? La presin tributaria en Amrica Latina, por otra parte, es aproximadamente la mitad de la que existe en los pases de la OCDE. En consecuencia: el problema de nuestra regin no es se sino el hecho de que nuestros sistemas tributarios son increblemente regresivos, recaudan poco y mal principalmente entre los asalariados y los pobres y propician la evasin y la elusin tributaria de las grandes empresas y de las grandes
fortunas, que estn considerablemente menos gravadas que en el mundo desarrollado (Boron, 1996). En relacin al mito del "estado grande" latinoamericano un reciente estudio del Banco Mundial revela que el gasto pblico en los pases de "bajos ingresos" oscila en torno al 23%, mientras que en las "economas industriales de mercado" tal vez por su incontenible adhesin al "populismo econmico"? aqul se sita en alrededor del 40%. En Amrica Latina el gasto pblico de Guatemala es del 11,8%; en Gabn esta cifra se derrumba hasta un abismal 3,2%. En Suecia, en cambio, llega al 55% (UNRISD, 1995, p. 154; Banco Mundial, 1991, p. 139). Pese a que algunos aseguran que el neoliberalismo, con su prdica anti-estatista, es el seguro camino que nos conduce al desarrollo, y teniendo estos datos a la vista: no estaremos en realidad dirigindonos a Guatemala, o a Gabn, en lugar de ir a Suecia? Y si seguimos marchando en direccin a Gabn, no corremos acaso el riesgo de poner en cuestin la mera supervivencia de la sociedad civil en las complejas sociedades latinoamericanas? Si nuestros pases deciden marchar hacia el Primer Mundo lo primero que hay que hacer es abandonar y revertir las polticas que pusieron en prctica los gobiernos neoliberales de la regin. Entre otras cosas, esto significa que en algn momento habr que encarar seriamente el tema de la reconstruccin del estado, destruido por el celo ideolgico del neoliberalismo. No se trata de proponer un estado "grande" sino un estado fuerte en un sentido financiero y organizacional, honesto y dotado de persuasivas capacidades de intervencin y regulacin en la vida econmica y social. La Argentina tuvo, en el pasado, un estado grande por el nmero de sus agentes pero penosamente dbil en trminos operativos: su capacidad para disciplinar a los agentes econmicos ms poderosos fue casi siempre nula. Luego de la "reforma del Estado" encarada por el gobierno de Menem hay un estado que es ms chico y ms dbil que antes y que no sirve para nada. Habr que reconstruirlo desde sus cimientos. Lo mismo cabe decir de la mayora de los pases de Amrica Latina. Lo que en nuestra regin se ha dado en llamar la "reforma del estado" ha sido, en realidad, "el nombre pomposo [...] de una reforma que nunca lleg ms all de una reforma de la estabilidad del empleo pblico" (de Oliveira, 1996, p. 95). Despidos masivos y descentralizacin irresponsable en la medida en que no fue acompaada por una nueva legislacin tributaria que garantizara los recursos necesarios para las provincias, departamentos y municipios fueron las marcas de las reformas neoliberales del estado, cuyo objetivo fundamental ha sido asegurar el supervit fiscal necesario para el pago de la deuda externa y no la racionalizacin del sector pblico. Tal como lo expresara Moiss Naim, un ex ministro de Industrias de Venezuela, al final de los aos noventa "Washington podra encontrarse con algunas sorpresas en el sur. Amrica Latina, que ha pasado los ltimos diez aos demoliendo el estado, tendr que invertir los prximos diez en reconstruirlo" (1993, p. 133). Sobre el neoliberalismo y la buena sociedad La segunda cuestin: debemos interrogarnos muy seriamente acerca de la valoracin que merece un modelo econmico y social como el neoliberal que cuando "funciona bien" genera desocupacin a los inditos niveles que tenemos hoy en la Argentina y niveles crecientes de pobreza, desigualdad y polarizacin social y empobrecimiento. O que cuando logra reducir en una fraccin del 1% la tasa de desempleo, como en Estados Unidos, genera un cuasipnico burstil y la cada de la bolsa de valores de Nueva York. Es imprescindible rechazar enrgicamente los argumentos de los economistas ortodoxos, que reducen la evaluacin de la marcha de una sociedad al desempeo de un
conjunto estandarizado de variables cuantitativas (Bresser Pereira et al., 1993, pp. 199219). La pregunta esencial para evaluar las "reformas orientadas al mercado" eufemismo de la restructuracin neoliberal del capitalismo debe ser, en cambio, la siguiente: estn dichas reformas creando una buena sociedad, o una sociedad mejor que la que tenamos antes? Son estas reformas conducentes al logro de una sociedad ms justa, humana, democrtica, prspera, liberadora y ecolgicamente sustentable? La observacin ms superficial de la realidad latinoamericana basta para probar que no nos estamos moviendo en esa direccin. De nada vale un presupuesto fiscal equilibrado, o una inflacin "cero", o un supervit de la balanza comercial si nuestras sociedades se derrumban, si la miseria prolifera en las ciudades y campos, si cada da hay ms nios que crecen en las calles, si los desocupados son una legin cada vez ms numerosa, si el empleo se precariza y los salarios no alcanzan, si la criminalidad nos abruma y si la sociedad se escinde en un polo que se desvive por ostentar su opulencia y otro que no puede ya ms ocultar su indigencia. Lleg la hora de hacer callar a la economa y volver a escuchar a la teora poltica y la filosofa moral. Por otra parte, el hecho de que an en sus fases "exitosas" un modelo como el neoliberal produzca tales rezagos sociales plantea al menos dos serias cuestiones. Una, cunta pobreza y exclusin social puede resistir un rgimen democrtico? Segunda, por cunto tiempo puede la democracia soportar las tensiones creadas por las agravadas inequidades estructurales del nuevo ordenamiento econmico? No existen muchas experiencias histricas que demuestren que un rgimen democrtico puede sostenerse indefinidamente en condiciones de hundimiento de los sectores populares, de creciente pauperizacin de los sectores medios y de niveles de desocupacin y de exclusin social desciudadanizacin? como los que hoy prevalecen en la Argentina y varios otros pases de Amrica Latina. En el mejor de los casos pueden subsistir las formalidades y los rituales externos de la vida democrtica una suerte de simulacro baudrilliardiano pero privadas de todo significado y sustancia. Conviene entonces preguntarse, si nos importa tanto la democracia: no es una insensatez adoptar un modelo econmico cuya incompatibilidad con la democracia salta a la vista, sacrificando valores esenciales como la dignidad de la persona humana y deteriorando sensiblemente la calidad de la vida social? Consultado a propsito de los "logros" de las reformas neolibrales en el Chile de Pinochet Friedrich Hayek admiti en una entrevista publicada por el diario El Mercurio estar preparado para sacrificar, por un tiempo indefinido, la democracia a la libertad de los mercados. Su actitud se justificaba en la ingenua? creencia de que pese al aberrante parntesis impuesto a la democracia la fuente libertaria de los mercados hara que ms pronto que tarde las libertades polticas se regenerasen como por obra de milagro. Ningn demcrata, y mucho menos un socialista, podra convalidar semejante locura. Pero, como todos sabemos, los criterios que establecen la lnea que demarca la locura de la cordura son productos sociales y la sociedad capitalista ha sido sumamente eficaz en identificar la crtica social con la locura y la delincuencia, mientras que los sofismas de los defensores del sistema son tenidos por sesudas reflexiones de analistas rigurosos y responsables. Es por esto que en estos tristes tiempos de hegemona neoliberal la sensatez es confundida con la sinrazn y el delirio aparece vestido con los ropajes de la razn. Sobre la izquierda y las utopas Es preciso recordar y evitar ser abrumados por la ideologa dominante: nada en la historia autoriza a pensar que el neoliberalismo como frmula econmico-poltica de gobierno ha alcanzado una hegemona total y definitiva. Sumergidos bajo su influencia,
e impresionados por la sbita "conversin" de numerosos intelectuales otrora crticos vehementes del capitalismo a su credo, grandes segmentos de nuestras sociedades parecen resignados a pensar que el mundo ser, de aqu en ms, neoliberal hasta el fin de los tiempos. Aunque tardamente, los mercados se habran "cobrado su revancha" por tantas dcadas de desprecio u hostilidad a manos de socialistas autoritarios (al estilo sovitico), o de gobiernos cuya vacilante adhesin a las leyes del mercado termin por arrojarlos a los brazos del keynesianismo, con su funesta secuela de intervencionismo estatal y hostigamiento a los mercados. Sin embargo, los tiempos del neoliberalismo sern mucho ms cortos de lo que se supone. Su "gran promesa" ha quedado penosamente desvirtuada por los hechos. Los datos presentados a lo largo de este libro, suficientemente elocuentes y demuestran que tanto en los capitalismos desarrollados como en la periferia la restructuracin neoliberal se hizo a expensas de los pobres y de las clases explotadas. La propiedad de los medios de produccin no se "democratiz", las desigualdades econmicas y sociales no se atenuaron y la prosperidad no alcanz a derramarse hacia abajo, como aseguraba reconfortantemente la trickle down theory. La realidad es que las sociedades que el neoliberalismo construy a lo largo de estos aos son peores que las que las precedieron: ms divididas y ms injustas, y los hombres y mujeres viven bajo renovadas amenazas econmicas, laborales, sociales y ecolgicas. Claro est que entre el fracaso de un modelo y su reemplazo efectivo por otro hay un paso, a veces muy grande y demorado. Es ms, entre ambos media un estado de toma de conciencia que an no se ha verificado en la mayora de las sociedades capitalistas, todava deslumbradas con las ilusiones alimentadas por los medios de comunicacin de masas controlados por los capitalistas. Esa toma de conciencia, por otro lado, requiere para su concrecin de la existencia de una propuesta poltica que sea socialmente percibida como una alternativa al statu quo. El grave problema que caracteriza a nuestra poca es que mientras el neoliberalismo exhibe evidentes sntomas de agotamiento, el modelo de reemplazo todava no aparece en el horizonte de las sociedades contemporneas. En su momento Antonio Gramsci se refiri a situaciones anlogas, y a los peligros que ellas encierran, cuando llam la atencin sobre "lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba de nacer". En este lgubre interludio, adverta Gramsci, pueden ocurrir toda clase de fenmenos aberrantes y las patologas sociales y polticas pueden alcanzar dimensiones insospechadas. Un simple repaso de los temas de nuestro tiempo confirma la validez de este pronstico: explosin de fundamentalismos, vigoroso resurgimiento del racismo (incluyendo la tenebrosa "limpieza tnica"), extensin de la "narcopoltica" y la corrupcin, diseminacin incontrolada de armas y componentes nucleares, "golpes de mercado" y auge de la especulacin financiera a escala planetaria, etc. Por cunto tiempo habr de prolongarse esta agona? No lo sabemos. Lo que s sabemos, y nos revitaliza en nuestras luchas, es que "[H]istricamente, el momento de viraje de una ola es siempre una sorpresa", y que el neoliberalismo puede sucumbir mucho antes de lo esperado (Anderson, 1997 [b]: p. 27). Haciendo gala de su talento de historiador, Perry Anderson plante que las fuerzas progresistas deban extraer tres lecciones de las vicisitudes histricas del neoliberalismo (1997 [a]: pp. 147-151). La primera aconsejaba no tener ningn temor a estar absolutamente a contracorriente del consenso poltico de nuestra poca. Hayek y sus cofrades tuvieron el mrito de mantener sus creencias cuando el saber convencional los trataba como excntricos o locos, y no se arredraron ante la "impopularidad" de sus posturas. Debemos hacer lo mismo, pero evitando un peligro que muchas expresiones
de la izquierda no supieron sortear: el autoenclaustramiento sectario, que impide al discurso crtico trascender los lmites de la capilla y salir a disputar la hegemona burguesa en la sociedad civil. La ms radical oposicin al neoliberalismo ser inoperante si no se revisan antiguas y muy arraigadas concepciones de la izquierda en materia de lenguaje, estrategia comunicacional, insercin en las luchas sociales y en el debate ideolgico-poltico dominante, actualizacin de los proyectos polticos y formas organizacionales, etc. En sntesis: estar a contracorriente no necesariamente significa "darle la espalda" a la sociedad o aislarse de ella. Volveremos sobre sto ms adelante, en el captulo siete. Segundo, el neoliberalismo fue ideolgicamente intransigente, y no acept ninguna dilucin de sus principios. Fueron su "dureza" y su radicalidad los que hicieron posible su sobrevivencia en un clima ideolgico-poltico sumamente hostil a sus propuestas. El compromiso y la moderacin slo hubieran servido para desdibujar por completo los perfiles distintivos de su proyecto, condenndolo a la inoperancia. La izquierda debe tomar nota de esta leccin, siendo consciente de que la reafirmacin de los principios socialistas no nos exime de la obligacin de elaborar una agenda concreta y realista de polticas e iniciativas susceptibles de ser asumidas por gobiernos posneoliberales. Hayek y los suyos tuvieron estas recetas disponibles cuando el keynesianismo daba muestras de agotamiento. Nosotros todava no las tenemos, pero nada autoriza a pensar que los obstculos que existen sean insuperables. En los aos treinta fueron muchos los que dijeron que la burguesa haba hallado en John M. Keynes "el Marx burgus". Parafraseando esos dichos podra decirse que las fuerzas populares y todo el arco social condenado por los experimentos neoliberales estn a la espera de la aparicin del "Keynes marxista", capaz de sintetizar la crtica al capitalismo de Karl Marx con un programa concreto de poltica econmica capaz de sacar a nuestras sociedades del marasmo en que se encuentran. La sola exposicin de las lacras y la miseria producidas por el capitalismo no bastar para hallar una salida "por izquierda" a la crisis actual. Tercera leccin, no aceptar ninguna institucin establecida como inmutable. La prctica histrica demostr que lo que pareca una "locura" en los aos cincuenta crear 40 millones de desocupados en la ocde, reconcentrar ingresos, desmantelar programas sociales, privatizar el acero y el petrleo, el agua y la electricidad, las escuelas, los hospitales y hasta las crceles pudo ser posible y a un bajsimo costo poltico para los gobiernos que se empearon en dicha empresa. La "locura" de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control social de los principales procesos productivos, profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es ms irreal y "utpica" que la que, en su momento, encarn la propuesta neoliberal de Hayek y Friedman. Su triunfo demuestra la "insoportable levedad" de las instituciones aparentemente ms consolidadas y de las correlaciones de fuerza supuestamente ms estables y arraigadas. O es que habremos de creer que, con el triunfo de la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado, la historia ha efectivamente llegado a su fin? Debemos, en consecuencia, ser conscientes de que un proyecto socialista, pensado de cara al siglo xxi, tambin es posible y que no es ms utpico que el que prohijaron los neoliberales en los aos de la posguerra. Ellos perseveraron y triunfaron. Si la izquierda persevera y tiene la audacia de someter a revisin sus premisas y sus teoras, su agenda y su proyecto poltico tal cual lo hicieran Marx y Engels desde 1845 en adelante tambin ella podr saborear las mieles del triunfo y el ms noble sueo de la humanidad podr comenzar a cumplirse antes de lo sospechado. Una curiosa coincidencia nos permite rematar este argumento acerca del "realismo" de las utopas. Curiosa, porque se
produce entre dos intelectuales que difcilmente podran estar ms enfrentados entre s: Max Weber y Rosa Luxemburg. Recordemos que el primero, con su habitual mezcla de desprecio e irritacin por los socialistas, lleg al extremo de afirmar, segn lo atestigua uno de sus ms importantes estudiosos, que "Liebknecht deba estar en un manicomio y Rosa Luxemburg en un zoolgico" (Giddens, 1976, p. 39). En 1919, y en dura lucha contra el pesimismo y la desilusin que cundan en una Alemania derrotada y desmoralizada, Max Weber tuvo ocasin de reflexionar, probablemente sin advertirlo, sobre el papel de las utopas. Como sabemos, si haba un tema muy ajeno a sus premisas epistemolgicas fundadas sobre una rgida separacin entre el universo del ser y el de los valores era precisamente la cuestin de las utopas. Sin embargo, en La poltica como vocacin escribi unas lneas notables en donde reconoca que "en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez", y exhortaba al mismo tiempo a soportar con audacia y lucidez la destruccin de todas las esperanzas y, diramos nosotros, de todas las utopas porque, de lo contrario, "seremos incapaces de realizar incluso aquello que hoy es posible" (Weber, 1982, pp. 363-364). Una reflexin no menos aguda haba formulado pocos meses antes, y en el mismo pas Rosa Luxemburg. En vsperas de su detencin y posterior asesinato, y avizorando con su penetrante mirada el ominoso futuro que se cerna sobre Alemania y la joven repblica sovitica, la revolucionaria polaca deca que "cuanto ms negra es la noche, ms brillan las estrellas". Lejos de extinguirse, la necesidad del socialismo se acenta ante la densa oscuridad que el predominio del capitalismo salvaje arroja sobre nuestras sociedades. Palabras hermanadas aqullas, de dos brillantsimos intelectuales que en grados diversos coincidieron, sin embargo, en no renunciar a sus esperanzas y en negarse a capitular Weber ante "la jaula de hierro" de la racionalidad formal del mundo moderno, Rosa ante el capitalismo y todas sus secuelas. Sus palabras sugieren una actitud fundamental que no deberan abandonar quienes no se resignan ante un orden social intrnseca e insanablemente injusto como el capitalismo y que, pese a todo, siguen creyendo que todava es posible construir una sociedad mejor. Notas 1 Sobre el tema de la justicia, vase nuestro tratamiento en el captulo 6 de este libro. 2 Hemos explorado este asunto en nuestro Estado, capitalismo y democracia en Amrica Latina, op. cit., caps. 2 y 3. 5. Los dilemas de la modernizacin y los sujetos de la democracia Atilio A. Boron Introduccin El anlisis que se har a continuacin del discurso de Parque Norte requiere de entrada la explicitacin de nuestra coincidencia bsica con los grandes objetivos que all se proponen: modernizacin social, justicia distributiva, tica de la solidaridad, democracia participativa. Estas son algunas de las metas globales que hoy da se plantea la gran mayora de las fuerzas progresistas de Amrica Latina. Si bien podran agregarse algunas otras, lo cierto es que ellas resumen buena parte de las reivindicaciones que los partidos populares de la regin han venido exigiendo en las ltimas dcadas. Estamos persuadidos, por consiguiente, de que las propuestas formuladas por el presidente Ral Alfonsn se inscriben en una matriz de pensamiento reformista y transformadora. Las diferencias de criterio y las discrepancias puntuales en relacin a los contenidos concretos de esas enunciaciones generales, que como veremos son significativas, no empaan el hecho categrico, y harto infrecuente en la poltica argentina, de un
llamamiento presidencial destinado a discutir y a poner en marcha un ambicioso programa de transformaciones sociales. Por otro lado, muchas de las cosas que all se dicen reflejan con inteligencia los resultados de largos aos de controversias en el seno de las fuerzas democrticas argentinas. Por eso nadie podra negar que el mensaje instala el debate poltico de nuestro pas en un nivel cualitativamente superior y distinto a todo lo que hemos conocido en largos aos. Para los crticos desmemoriados de hoy sera oportuno recordar los verdaderos adefesios ideolgicos y conceptuales que brotaban de las cabezas de algunos de nuestros presidentes. Una rpida lectura a los discursos de Juan Carlos Ongana, Isabel Martnez de Pern, Jorge Rafael Videla y Leopoldo Fortunato Galtieri, para no mencionar sino los casos extremos, reactualizara esa vieja distincin entre ocurrencias e ideas, que algunos atribuyen a Hegel, y contribuira enormemente a resignificar y a revalorar los contenidos, polmicos pero estimulantes, del mensaje de Parque Norte. Por ltimo, tambin es preciso decir que la trascendencia del mensaje se apoya en los cambios concretos e innegables que el rgimen democrtico produjo en la vida poltica nacional. No se trata, por lo tanto, de la retrica hueca de un gobernante anodino, sino de una invitacin a un dilogo formulado por el jefe de un gobierno que ha garantizado el ejercicio irrestricto de todas las libertades en un grado sin precedentes en nuestra historia. Tan slo eso sera suficiente para tomar este discurso muy en serio, y tambin para criticarlo a conciencia, leal y rigurosamente. Pero, adems, est el juicio a las juntas militares, el funcionamiento regular y autnomo de las ramas del estado y las provincias, una poltica internacional sensata y progresista, en donde se destacan el apoyo a Contadora y la resolucin del diferendo limtrofe con Chile; la normalizacin de nuestra vida universitaria; la permanente propuesta de revisar viejos temas esclerotizados en nuestra conciencia pblica, como el divorcio, o las reformas educativa y militar; o la cuestin de la reforma constitucional. Es obvio que, como en todo gobierno, el inventario sea variado y se combinen logros y fracasos. Pero, desde el punto de vista de la consolidacin democrtica, y a pesar de las dificultades econmicas, que son muy graves, se ha avanzado. Por eso es necesario discutir la propuesta del presidente. El desafo actual Se ha vuelto ya un lugar comn, para nuestra desgracia, decir que la Argentina se enfrenta, a fines de 1986, ante una de las coyunturas ms crticas de toda su historia. La gravedad de la crisis econmica, resultante de un prolongado estancamiento en el desarrollo de sus fuerzas productivas y de las nuevas y ms desfavorables condiciones de la economa mundial; la herencia desquiciante de una fenomenal deuda externa, tan ilegtima como impagable; y, por ltimo, las abiertas amenazas que se ciernen sobre nuestra incipiente transicin democrtica configuran una formidable constelacin de problemas cuya seriedad difcilmente podra ser exagerada. La desusada magnitud de los retos que hoy acechan a la sociedad argentina impone al gobierno tanto como a la oposicin la responsabilidad de ofrecer respuestas coherentes, concretas y viables para salir de la crisis actual. El discurso de Parque Norte recupera el carcter productivo de la crisis, momento de anlisis y discriminacin pero tambin de sntesis y de eleccin. De esto precisamente se trata: dado que la crisis no puede ser enfrentada in toto es necesario establecer una escala de prioridades que permita organizar racionalmente los recursos disponibles siempre insuficientes para atender a su resolucin. El interrogante que surge de este razonamiento es evidente: cul es la estrategia para enfrentar la crisis que se seala en el discurso de Parque
Norte? Es obvio que esta pregunta podra dar lugar a una larga discusin sobre aspectos puntuales y especficos que no viene al caso tratar en estas breves notas. Concentrndonos en lo ms grueso podramos interrogarnos, eso s, sobre las grandes opciones que ha manejado el gobierno del presidente Alfonsn. El examen de los antecedentes concretos revela la presencia de una situacin paradojal: por un lado, y el discurso de Parque Norte es paradigmtico, se adhiere a una concepcin ideolgica y doctrinaria que instala a la democracia en el pinculo de su escala de valores. Como recordaba Jos Mara Medina Echavarra, la democracia "se basta a s misma", se fundamenta en su propia excelencia, y esta afirmacin es ratificada plenamente en el plano de lo discursivo (1977). La escassima relevancia de los razonamientos acerca de la economa y el sustento material de la modernizacin en la mencionada alocucin presidencial son harto elocuentes al respecto. No obstante, en el plano de la gestin gubernativa la cosmovisin estructurada desde la democracia es reemplazada por otra que privilegia las duras realidades de la vida econmica y los compromisos financieros internacionales. As, las polticas de contencin de la inflacin y el dficit fiscal y el cumplimiento, no tan ortodoxo pero oneroso al fin y al cabo, de las obligaciones ilegtimas que, en gran parte, los gobiernos militares legaron a la Argentina democrtica, colocan al gobierno ante una difcil disyuntiva. O se opta por la consolidacin democrtica, lo que significa la puesta en marcha de una amplia poltica de alianzas sociales con el conjunto de las clases y capas populares; o se elige el camino de la disciplina econmica y el cumplimiento de las obligaciones externas, en cuyo caso la transicin democrtica se ver casi irremediablemente condenada al fracaso. Las opciones suponen la subordinacin jerrquica de las alternativas: priorizar la fundacin de un orden democrtico significa asumir un compromiso consciente que incluye tanto al gobierno como a la oposicin poltica y a todo el conjunto de la sociedad civil de redefinir las polticas gubernamentales a partir de su eventual impacto sobre el proceso de consolidacin de la democracia. Si, por el contrario, lo que se escoge es la supremaca de la economa, haciendo lugar a las mltiples y poderosas presiones domsticas e internacionales que empujan en esa direccin, entonces el resultado, no deseado pero real, ser el sacrificio de la democracia. Estamos as ante un dilema que el paso del tiempo agudizar cada vez ms, poniendo en tensin los dos principios antinmicos y excluyentes, en el largo plazo, sobre los cuales se asienta la democracia capitalista: los requerimientos de la acumulacin de capital, que definen el carcter burgus de este tipo de estado, y las exigencias emanadas de la representacin poltica y la satisfaccin de las demandas del pueblo soberano, que expresaran el carcter democrtico del estado. Este dilema constituye en la poca actual un rasgo caracterstico y universal de todas las democracias capitalistas, de ah la enorme vigencia de la discusin sobre "la crisis de las democracias" tanto en los pases ms avanzados como en la periferia. Su presencia se explica por la generalizada desintegracin de los mecanismos que, por largo tiempo, permitieron la efectiva compatibilizacin de los procesos de acumulacin con los de la representacin popular1. Agotado un corto ciclo histrico, en el cual democracia y capitalismo convivieron con un grado aceptable de armona, sobre todo en los pases centrales, es necesario ahora reanudar la marcha expandiendo la democracia, fortificndola de forma tal que la soberana popular, esa bandera irrenunciable que la identifica desde Rousseau a nuestros das, adquiera una eficacia transformadora acorde con la magnitud de los problemas que debe resolver. El discurso de Parque Norte parecera sobrevolar por encima de esta contradiccin entre acumulacin y soberana que hoy se ha instalado en el centro del debate terico poltico
internacional. El profesor C. B. Macpherson lo ha sintetizado con su acostumbrada lucidez al decir que la preocupacin actual en nuestras democracias occidentales no es acerca de la democracia per se sino acerca de la democracia capitalista: los analistas neoconservadores y neomarxistas han coincidido en afirmar que hay una crisis de la democracia liberal y que la crisis se origina en un creciente desajuste entre [...] una creciente demanda poltica por los bienes del estado de bienestar y la decreciente capacidad de la economa capitalista para ofrecerlos (1985, p. 122). Sin embargo, a pesar de esta ausencia, importante por el peso decisivo que la marcha de la economa tiene en la viabilizacin de nuestro proyecto democrtico, el mensaje concluye con una provocativa convocatoria que slo puede ser descifrada en el mbito de esa creciente incompatibilidad entre capitalismo y democracia: "Si la democracia no es capaz de amparar procesos transformadores procesos que en la Argentina de hoy se resumen en el imperativo de modernizar el pas sin abdicar de una tica de la solidaridad fracasara tambin, inevitablemente, como procedimiento, como rgimen poltico" (Alfonsn, 1985, p. 35). Imgenes de la transicin Se trata, por consiguiente, de una democracia participativa y dotada de eficacia transformadora para modernizar a la Argentina. Conviene entonces que nos acerquemos a la visin que se propone de este proceso, haciendo hincapi en el anlisis de su carcter y de los sujetos sociales llamados a protagonizarlo. Lo que aqu se est proponiendo es, nada menos, que la construccin de una "sociedad diferente" (Alfonsn, 1985, p. 14). Si tentativas anteriores de cambio de la estructura social y econmica fueron concebidas e implementadas al margen de la participacin ciudadana, el proyecto modernizador tiene que apoyarse en la iniciativa del conjunto de la sociedad. Dejando de lado los aspectos ms polmicos, que son accesorios, acerca del grado de elitismo y de autoconciencia de anteriores proyectos modernizadores como el roquismo, el yrigoyenismo y el peronismo, parece claro que la propuesta del presidente Alfonsn apunta hacia la elaboracin de una sociedad de nuevo tipo. Dado que la nuestra se inscribe de modo inequvoco en los angostos marcos del capitalismo dependiente, quedaramos autorizados a concluir que lo que se estara proponiendo, por cierto que en forma bastante elptica, sera alguna variante de sociedad poscapitalista resultante de una verdadera y cabal recuperacin del protagonismo popular mediante el ejercicio de los derechos formales y reales que garantiza la democracia (Alfonsn, 1985, p. 14). No habremos de ser nosotros quienes reprobemos una iniciativa de tanta trascendencia. Est muy lejos de nuestro nimo el pretender embellecer las amargas realidades del capitalismo dependiente en la Argentina. Sus llagas son demasiado evidentes como para refugiarse en la indiferencia o en la vanidosa autosuficiencia de los argumentos tcnicos. Sin embargo, y ms all de la relativa imprecisin de los objetivos que propone la convocatoria presidencial, no podemos sino manifestar nuestro estupor ante la creencia de que "los nuevos valores de la comunidad argentina la tolerancia, la racionalidad, el respeto y la bsqueda de soluciones pacficas a los conflictos hacen posible un trnsito sin traumas de la sociedad autoritaria a la sociedad democrtica" (Alfonsn, 1985, p. 14). El mensaje de Parque Norte supone que un trnsito histrico, de un tipo de sociedad a otra, podr hacerse en una sociedad como sta, una Argentina desgarrada por la violencia y envenenada por una prolongada socializacin autoritaria que arranca desde 1930, sin traumas ni convulsiones. Ms especficamente, el discurso se asienta sobre las
siguientes premisas: I) que ya se ha producido en la Argentina una radical mutacin de valores, una verdadera revolucin en nuestra cultura poltica cuyos resultados se expresan en la primaca del pluralismo, la tolerancia y la racionalidad; II) que, dado lo anterior, una gran mayora podr alinearse consensualmente en pos de un objetivo nacional que unifique, por encima de intereses y valores contrapuestos, las aspiraciones de una amplia alianza de clases y sectores sociales; III) que los actores sociales que no se suman a esta empresa patritica no opondrn resistencia al proyecto de transformacin, concediendo una suerte de tcita aprobacin para que ste se desenvuelva sin traumas ni sobresaltos. Creemos que las tres premisas sobre las que se asienta el discurso de la transicin, inspiradas en la literatura corriente sobre este tema, son inconsistentes tericamente e incorrectas empricamente. Veamos por partes. En primer lugar, como lo prueba sobradamente toda una vastsima literatura sobre la modernizacin, una transicin del tipo de la aludida en el discurso de Parque Norte requiere del concurso de una serie de circunstancias que exceden con creces las que ah se contemplan. El cambio y la reconstitucin del universo de significados y valores, la sustitucin de la vieja cultura poltica impregnada por el autoritarismo y la intolerancia, por otra congruente con las necesidades de una sociedad democrtica es ciertamente una condicin necesaria, mas no por ello suficiente para la construccin de una sociedad de nuevo tipo. Para esto se requieren otras cosas, principalmente una slida alianza de diversos sujetos sociales cuya argamasa la constituye un ncleo muy concreto de intereses en torno al que gira una serie de valores, ideologas y creencias de diverso tipo. Ningn cambio histrico de la magnitud que aqu se demanda puede atribuirse a los efectos derivados de las transformaciones en el sistema cultural. A Max Weber se lo considera, con razn, como uno de los ms grandes socilogos de todos los tiempos y como alguien que ha subrayado convincentemente la eficacia de las constelaciones ideolgico-culturales en la produccin del cambio histrico. No obstante, en su clebre estudio sobre el papel de la tica protestante en el advenimiento del capitalismo, previene contra las tesis que pretenden sustituir "una interpretacin causal de la cultura y la historia, unilateralmente materialista, por otra igualmente unilateral pero espiritualista", advertencia que, dicho sea al pasar, no por reiterada a lo largo de su obra fue por ello ms tenida en cuenta por sus seguidores2. Resumiendo, el movimiento de la sociedad obedece a una lgica muy intrincada que es incompatible con cualquier tipo de argumento reduccionista. Si el economicismo empobrece la visin de la realidad al no reproducir en el pensamiento la complejidad dialctica de lo real, el reduccionismo culturalista es pasible de la misma crtica y debe por consiguiente ser igualmente descartado como modelo explicativo. Por otro lado, y pasando al examen de la adecuacin emprica existente entre la proposicin que estamos examinando y la realidad de la actual coyuntura, parecera meridianamente claro que la premisa en cuestin peca por un excesivo optimismo en la ponderacin de los alcances de los cambios culturales y psicosociales registrados en la sociedad argentina. Es evidente que nuestra vieja cultura poltica, forjada por la alianza clerical-militar que sign desde 1930 la historia de este pas, inici un acelerado proceso de descomposicin con el descalabro de la ltima dictadura militar. En efecto, los actores sociales concretos que la sostenan sufrieron una serie de rotundas derrotas ante la renovada conciencia tica de una parte de la sociedad civil, ante la opinin pblica internacional y, last but not least, ante la task-force enviada por Gran Bretaa a recuperar las Islas Malvinas. La degradacin moral, econmica y poltica de la dictadura, unida a su fenomenal ineptitud militar evidenciada en las playas de las
Malvinas son de sobra conocidas por todos y, tal como lo apuntamos oportunamente, se encuentran en la base del triunfo electoral de Ral Alfonsn el 30 de octubre de 1983 (Boron, 1983, p. 7 y 1986[b]). Pero de aqu a creer que la Argentina ya ha culminado exitosamente el proceso de transformacin de su cultura poltica, que ya imperan los valores fundantes del pluralismo, la tolerancia y la racionalidad, que la perversa reduccin de la poltica a la guerra ya es cosa del pasado y que los viejos sujetos autoritarios han desaparecido para nunca ms volver, hay un largo trecho. Pensamos que un supuesto de este tipo es peligrosamente ingenuo, porque minimiza la potencia de la coalicin reaccionaria que no por haber pasado a la defensiva est definitivamente derrocada. Y exagera, simtricamente, la profundidad e irreversibilidad de los innegables cambios que se produjeron, en una direccin democrtica de la sociedad, el estado y la cultura poltica argentinos. Constituye, por lo tanto, una premisa insostenible empricamente, vlida tan slo para reflejar el despertar de la conciencia democrtica de un sector de la poblacin y nada ms. Con el agravante de que las frustraciones producidas por la marcha de la economa han contribuido a desilusionar a una parte importante de la ciudadana, que, cansada de la prepotencia militar, deposit en la naciente democratizacin esperanzas mesinicas que no tardaron en verse malogradas. La segunda premisa del discurso de Parque Norte supone la construccin de un consenso amplio para el logro de objetivos nacionales. Los nuevos valores democrticos de la sociedad argentina crearan las condiciones suficientes para la obtencin de esas metas. Sin embargo, nada permite afirmar desde la teora social y poltica y menos an desde la prctica histrica concreta que sociedades de clases, poseedoras de una cultura poltica pluralista, tolerante y racional sean necesariamente capaces de gestar un consenso muy amplio acerca de un proceso de cambio en el cual, naturalmente, habr siempre ganadores y perdedores. Es ms, la actual discusin suscitada en los capitalismos metropolitanos acerca de la cuestin de la crisis de la democracia y su ingobernabilidad se refiere precisamente a las dificultades con que tropiezan sociedades pluralistas y tolerantes en hacer los reajustes congruentes con las necesidades y restricciones impuestas por la nueva onda larga estancacionista que hoy caracteriza al capitalismo. En otras palabras, la cultura poltica de la democracia no necesariamente garantiza el consenso en pocas de cambio, sobre todo cuando la redistribucin de las ganancias y prdidas afecta decisivamente a todas las clases y sectores sociales del pas3. El pluralismo y la cultura moderna tienen sus lmites, los que, una vez franqueados, pueden desencadenar amenazantes procesos de involucin autoritaria. Algunos autores, desde Herbert Marcuse hasta Barrington Moore y, ms cercano a nuestra experiencia histrica, Gino Germani, se han referido in extenso a estas perspectivas y no viene al caso reiterar sus argumentos en esta ocasin (Germani, 1985, I, pp. 21-57). Baste sealar que la cultura de la democracia tambin tiene sus limitaciones y que, si bien puede absorber un nivel de conflictividad social muy superior al que admite el universo ideolgico del autoritarismo, en ciertas ocasiones, como por ejemplo durante un rpido proceso de cambio, sus marcos pueden verse desbordados y, en su derrumbe, arrastrar a la sociedad a la cinaga de la dictadura. Por otro lado, la evolucin de la historia reciente de la Argentina no autoriza a abrigar demasiado optimismo en lo que toca a nuestra capacidad para elaborar un proyecto consensual. Esto por razones que muy acertadamente se indican en el discurso los arcasmos autoritarios de nuestra mentalidad colectiva, la violencia de la cultura poltica y por otra razn que brilla por su ausencia en el mensaje presidencial, pero que no por ello es menos significativa: la incapacidad de nuestras clases dominantes para proponer e implementar un proyecto de desarrollo capitalista. La crnica fragilidad de la hegemona burguesa en la Argentina, que tanto contrasta con la que esta clase exhibe en
pases como Brasil y Mxico, y la tradicional sujecin de nuestras clases y capas subordinadas a la visin del mundo de una burguesa que quiso ser nacional y progresista, pero que no lo fue, se dan la mano para, en su impotencia, consolidar el estancamiento. As, la burguesa no puede (lo quiere realmente?) desarrollar el capitalismo, en tanto que el movimiento obrero organizado, cuya influencia social ha venido declinando llamativamente, sataniza al socialismo y limita su protagonismo histrico a una lnea reivindicativa carente de horizontes y que slo logra dificultar la marcha de la economa. En suma, ni desarrollo capitalista ni avance hacia el socialismo. En el medio, una sociedad desesperanzada que necesita que la democracia sea eficaz instrumento de reforma social. Por ltimo, la tercera premisa plantea problemas similares a los anteriores. Toda la literatura sobre los procesos de cambio y modernizacin remite permanentemente al tema de los antagonismos sociales exacerbados en el curso de su desenvolvimiento. No hay ninguna razn para suponer que los sujetos autoritarios no se sumen a los democrticos desplazados por el proceso de cambio y reconstituyan una coalicin reaccionaria que intente bloquear el camino de las transformaciones. En pases de larga tradicin de tolerancia y pluralismo Inglaterra, Holanda, Estados Unidos, Francia la revolucin democrtica fue el resultado de intensos conflictos sociales en donde los grupos recalcitrantes fueron derrotados por una alianza de actores interesados en el establecimiento de la democracia. En pases mucho ms saturados ideolgicamente por el espritu del autoritarismo, como Alemania, Italia y Japn, la supeditacin de las clases y sectores sociales nostlgicos del viejo orden requiri de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Contrariamente a lo que pregona el saber convencional, la historia de la democratizacin, tanto en los capitalismos metropolitanos como en los perifricos, registra como una constante la tenaz oposicin que suscit en distintas clases y grupos de la sociedad. Ensea asimismo que jams ha sido un proceso lineal sino que siempre estuvo signado por avances y retrocesos, por victorias y derrotas de sujetos histricos concretos. Estos son los protagonistas reales de la odisea democrtica: los discursos y los proyectos son letra muerta si no se encarnan en actores sociales que los hagan suyos y estn dispuestos a luchar por su predominio4. Desde esta perspectiva, la situacin argentina no parece demasiado sonriente. Las resistencias a los avances democrticos en este pas fueron y siguen sindolo hoy enormes. Ya desde los inicios del estado nacional plenamente consolidado, hace poco ms de un siglo, la impermeabilidad a las reivindicaciones populares fue proverbial en los grupos dirigentes del rgimen oligrquico. Liberales en lo econmico y modernos en lo cultural, los hombres del rgimen fueron tozudamente conservadores en materia poltica, y algunos de ellos cayeron en la ms abierta reaccin. El radicalismo se cre levantando la bandera del sufragio y sobrellev un cuarto de siglo de luchas para hacer realidad los comicios libres. Algo semejante ocurri con la otra gran experiencia de integracin poltica de las masas: el peronismo. Resistido obstinadamente primero, tolerado a regaadientes despus, ms tarde fue desplazado ilegal e ilegtimamente del poder, proscripto y escarnecido. El mismo ciclo sufrido por el partido de Alem e Yrigoyen ira a repetirse pocas dcadas ms tarde con el peronismo, dejando en ambos casos una herida profunda y todava hoy abierta en nuestra sociedad. Qu razones habra hoy para pensar que esta porfiada resistencia de las clases dominantes y sus grupos y corporaciones aliadas la Iglesia y las Fuerzas Armadas, principalmente han depuesto sus tradicionales actitudes y resuelto velar por sus intereses en el marco de la democracia y la juridicidad? Ninguna. Estos sectores ni estn arrepentidos por su pasado autoritario ni, como lo exige la teologa catlica de todos los pecadores, han expresado su "propsito de enmienda". Todo lo contrario. Salvo honrosas excepciones,
la alianza autoritaria ha expresado reiteradamente desde el 30 de octubre de 1983 su orgullo por lo actuado y su determinacin de reincidir en nuevas oportunidades. Si hasta hoy no lo han hecho es debido a la presencia de una correlacin de fuerzas que les impide reaparecer en la escena poltica, no por su asimilacin al credo democrtico5. En sntesis, las premisas sobre las que reposa la imagen de la transicin democrtica son inconsistentes con los enunciados tericos ms fundamentales de las ciencias sociales y no se corresponden con las realidades histricas y presentes de este pas. Esas premisas se refieren a un tipo histrico de sociedad que podra existir pero que actualmente es apenas un proyecto. Dejando de lado la discusin sobre el grado de utopismo del mismo, que depende de muchas condiciones que no podemos examinar aqu, parece evidente que en el discurso de Parque Norte hay una confusin entre condiciones y resultados. Lo que se postula como condicin para la construccin de una sociedad de nuevo tipo es, en realidad, la meta a la cual se pretende llegar. El presidente Alfonsn desea una Argentina pluralista, tolerante y racional; una Argentina que, en virtud de la tica de la solidaridad, satisfaga los criterios ms estrictos de la justicia distributiva. Pero sa es la Argentina posible, no la Argentina inevitable: hay algunas condiciones que hoy favorecen el logro de una sociedad mejor, pero el proceso histrico est abierto y los enemigos son muy poderosos. El desconocimiento de estos obstculos reales y la representacin idlica de la naturaleza del proceso de transicin sin traumas, sin contradicciones, sin perdedores dispuestos a echar mano a cualquier recurso con tal de conservar sus privilegios son errores que pueden poner en peligro el destino final de la experiencia de la redemocratizacin. La democracia y sus protagonistas La imagen de la nueva sociedad que surge del mensaje de Parque Norte adolece, como lo hemos dicho, de ciertas imprecisiones. Pero como no se trata, por suerte, de un ejercicio meramente acadmico sino de un discurso poltico es posible hacer a un lado estas oscilaciones tericas y trabajar sobre los materiales sustantivos que abundan en esta alocucin. As las cosas, creemos que sera conveniente abordar con mayor detenimiento el tema de la modernizacin y sus propuestas concretas. Desde ya que el debate apenas ha comenzado, lo cual revela incidentalmente el retraso de la sociedad civil en relacin con las iniciativas gubernamentales. El tema es importante y la discusin es necesaria, pero los argentinos hace tiempo que nos hemos desacostumbrado al debate pblico. El oficio de ciudadano requiere una prctica participativa que era simplemente suicida durante muchos aos y nos hemos habituado al papel menoscabado del sbdito, condicionado para obedecer y resignado a ser un testigo pasivo y sufriente de la marcha de la historia. Esta exasperante "lentitud de reflejos" de la sociedad civil es un sntoma grave que denuncia las secuelas de largo plazo del autoritarismo y un obstculo para la democratizacin, que es necesario combatir enrgicamente. Nos parece que en la propuesta del presidente Alfonsn hay un gran ausente: los sujetos histricos concretos que habrn de posibilitar la construccin del nuevo orden democrtico. Todo esto es tanto ms incomprensible por cuanto el discurso plantea correctamente, desde sus inicios, que "no hay sociedad democrtica sin disenso; no la hay tampoco sin reglas de juego compartidas; ni la hay sin participacin. Pero no hay adems ni disenso, ni reglas de juego, ni participacin democrticas sin sujetos democrticos" (Alfonsn, 1985, p. 13). Adems, en el mensaje se subraya el carcter problemtico de la constitucin de sujetos democrticos, cosa con la cual difcilmente podramos estar ms de acuerdo. Pero si esto es as, el diagnstico presidencial acerca de las favorables condiciones que ahora facilitaran la modernizacin debera
modificarse en funcin de ese sealamiento. La conclusin no tendra por qu ser fatalmente pesimista, pero debera introducir un sano realismo en la identificacin de los aliados y los enemigos de esta empresa. Al concebir la modernizacin como un proceso de cambio que reconcilia los imperativos de la eficiencia y la racionalidad con los de la justicia, la tica de la solidaridad y la participacin democrtica, el Presidente est convocando a la constitucin de una gran coalicin reformista. Hay pocos argumentos que razonablemente se puedan oponer a una invitacin de esta naturaleza. Quin puede seriamente dudar de la necesidad de incrementar la eficiencia y racionalidad de nuestra economa, de las empresas pblicas tanto como de las privadas? Mxime si la convocatoria presidencial establece que "se hace necesario aceptar el desafo de la modernizacin y a la vez despojarlo de sus peligros autoritarios y de su amoralidad tecnocrtica" (Alfonsn, 1985, p. 28). Nadie puede levantar la bandera de nuestro atraso con la esperanza de constituir un polo alternativo de agregacin social y poltica. Pero si esto es as, al discurso de Parque Norte le falta todava hilar ms fino, es decir, identificar ms precisamente los actores sociales sobre los cuales sera concebible apoyar un proceso de transformacin social. Un ejemplo de las dificultades a que conduce esta indefinicin se encuentra en el captulo dedicado a la "mentalidad colectiva". All se ofrece un diagnstico muy completo de los males que han aquejado a la cultura poltica de los argentinos: El autoritarismo, la intolerancia, la violencia, el maniquesmo, la compartimentacin de la sociedad, la concepcin del orden como imposicin y del conflicto como perturbacin antinatural del orden, la indisponibilidad para el dilogo, la negociacin y el acuerdo o compromiso, son maneras de ser y de pensar que han echado races a lo largo de las generaciones a partir de una histrica incapacidad nacional para la integracin (Alfonsn, 1985, p. 19). Estas caractersticas, se seala, han tenido una influencia nefasta sobre nuestro desarrollo democrtico. Dems est decir que todas estas propensiones y actitudes componen cabalmente el cuadro de una mentalidad colectiva poco receptiva para la democracia. De ah tambin que la debilidad de la democracia en la Argentina, la precariedad y la fugacidad de los esfuerzos desplegados hasta ahora por consolidarla, radiquen menos en sus instituciones que en nuestro modo subjetivo de asumirlas. Se trata de un problema cultural, ms que institucional (Alfonsn, 1985, p. 21). Sin embargo, tanto el diagnstico como su corolario requieren una posterior rectificacin toda vez que, en su generalidad, impiden el reconocimiento de las notas particulares que han distinguido y enfrentado a clases, grupos e instituciones a lo largo de la historia argentina. Es que la verdad es siempre concreta, y sta nos ensea que no todos los actores polticos fueron autoritarios o maniqueos y que adems la fragilidad de las sucesivas tentativas democratizadoras residi no slo en nuestro modo perverso de asumir las instituciones lo cual es cierto sino tambin, y sobre todo, en las fallas estructurales del capitalismo argentino, que hicieron hasta ahora imposible la consolidacin de la democracia. Se requiere una visin sumamente genrica, casi diramos metafsica, para poder obviar lo que todos los argentinos sabemos: que desde 1930 hasta hoy los adversarios de la democracia se han reclutado en las corporaciones eclesistica y castrense, y que fueron hombres procedentes de ellas los que legitimaron y pusieron en marcha, con el concurso de los grupos dominantes, las diversas tentativas autoritarias ensayadas en el ltimo medio siglo. Desconocer esta evidencia no ayuda a la consolidacin democrtica. Es bien sabido que ella fue siempre el resultado de un largo y complejo proceso en el cual los sujetos del
autoritarismo fueron subordinados al imperio de la constitucin y las leyes, sostenidos por una coalicin de clases, sectores y grupos sociales que asumieron los riesgos del conflicto con el propsito de establecer un orden democrtico. Sugerir que todos los actores adolecen de los vicios del autoritarismo es una frmula poltica de dudosa eficacia, aparte de ser incorrecta como descripcin historiogrfica. Esta negativa a reconocer la realidad, obnubila la visin de la poltica nacional, y la consecuencia final sera la de que los argentinos como nacin no nos hemos ganado el derecho a vivir en democracia. En breve, que no la merecemos porque todos hemos contrado la peste del autoritarismo. Nos parece que este corolario demuestra palmariamente, en funcin del absurdo lgico que encierra, la insanable falsedad de la proposicin que lo origina. Obviamente que con esto no quisiramos caer en simplificaciones ni maniquesmos. Esta gran coalicin autoritaria que nuclea en torno a varias fracciones de nuestra burguesa a las corporaciones eclesistica y militar ha contado, en algunas coyunturas, con un respaldo popular tan sorprendente como suicida. El precio que las clases y capas subalternas pagaron por haber cedido ante el canto de sirena de los prepotentes fue demasiado caro como para ser olvidado: superexplotacin, inmiseracin, atropello a los derechos individuales, opresin poltica. Por cunto tiempo conservaremos fresca, en la memoria, la penuria de esos aos? No lo sabemos. Lo que si est claro es que la viabilidad de la democracia depende, en buena parte, de esa memoria. La misma que permiti a los italianos hacer frente a las Brigadas Rojas sin pisotear el estado de derecho. Ellos desestimaron el pedido de aquellos que queran aplicar los mtodos del fascismo para enfrentar los desafos que aquejaban al orden democrtico. Por otra parte, en la Argentina hubo muchos actores que manifestaron una conmovedora lealtad al rgimen y al credo democrticos. No toda nuestra sociedad estuvo, ni mucho menos lo est ahora, atacada por el cncer del autoritarismo. Vastos sectores de la sociedad civil tuvieron que medirse ante la desproporcionada correlacin de fuerzas que, circunstancialmente, exhiban los violentos y los fanticos. Pero esas luchas y su resistencia, a veces sorda, otra veces violenta, no fueron en vano. Cinco tentativas de recomposicin autoritaria del orden poltico, con claras tendencias fascistizantes, fueron derrotadas: en 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976 el pacto autoritario ensay, con diversas formas y ropajes, sus recetas ultramontanas y represivas. A un costo enorme y creciente, esa coalicin siempre termin mordiendo el polvo de la derrota. El pas, esta sociedad que todava conserva actores democrticos en su seno, la derrot cinco veces en medio siglo. Sus figurones de turno terminaron sepultados en el desprecio y el olvido. Son como esas pesadillas que de vez en cuando se recuerdan todava con espanto y ahora, adems, los protagonistas de la ltima aventura estn en la crcel, en un gesto que nos enorgullece como nacin y nos redime como pueblo. Este breve racconto, que merecera un tratamiento mucho ms detallado, habla a las claras de la vitalidad y perdurabilidad del impulso democrtico en la Argentina. En ese sentido creemos que el discurso de Parque Norte, al sealar con realismo las debilidades de nuestra democracia eclipsa este otro registro que tambin forma parte de nuestra historia. Es cierto que en ella han medrado los actores autoritarios: una oligarqua liberal en lo econmico y reaccionaria en lo poltico; una burguesa dbil y apocada, siempre dispuesta a asociarse a los pretorianismos de turno; el capital imperialista, slo interesado en la prosperidad de sus negocios; las Fuerzas Armadas, volcadas a un triste papel de cancerberas de un bloque histrico que consagraba nuestro atraso y dependencia; la Iglesia, tomando partido descaradamente por la riqueza y el privilegio. Hubo, naturalmente, honrosas excepciones individuales entre estas clases y corporaciones. Pero aqu se est hablando de sujetos sociales y no de comportamientos individuales, y desde ese punto de vista aquellos actores han sido, colectivamente, los
principales baluartes del autoritarismo. Pero tambin es cierto que hubo de lo otro: una clase obrera que desde principios de siglo luch inclaudicablemente por la justicia y la democracia; el movimiento estudiantil que impuls la reforma y la democratizacin de nuestras instituciones educativas; los intelectuales, artistas, cientficos y tcnicos que pusieron su talento al servicio de los mejores proyectos de transformacin social y que hicieron de la ciencia y la cultura argentinas un mbito fecundo y creativo; los millones de annimos ciudadanos, desprovistos de protecciones corporativas, que sin estridencias acudieron a las urnas para ejercer el sufragio con racionalidad y prudencia. Por ltimo, en los aos ms recientes, las Madres de Plaza de Mayo y los organismos defensores de los derechos humanos, que mantuvieron encendido el fuego de la libertad en los momentos ms negros de nuestra historia. Al revalorizar el papel de la cultura poltica y su receptividad para las interpelaciones autoritarias, el discurso de Parque Norte seala un problema real que los argentinos habamos soslayado por mucho tiempo. Exagera, como hemos dicho, la homogeneidad de todo un sistema de valores, creencias y prcticas sociales, en suma, de un "sentido comn", que tambin se encuentra clasistamente fragmentado y dividido. Tal vez sera ms acertado hablar de dos culturas polticas: una intolerante, fantica, corporativa; otra pluralista, tolerante y democrtica. Nuestra historia a partir de la primera presidencia de Hiplito Yrigoyen vio perfilarse, con creciente nitidez, el hiato que separaba esos dos universos simblicos y culturales. Hoy la cultura del autoritarismo est en retirada y la consolidacin de la democracia slo estar asegurada cuando la cultura del miedo y la prepotencia sea reducida a una expresin aislada y marginal. El mensaje de Parque Norte nos invita a esta tarea y tambin a luchar contra las "fuerzas antidemocrticas objetivas" (Alfonsn, 1985, p. 22), cuya ominosa presencia, pese a que no fueron nombradas, no pas inadvertida para nadie. La empresa que debemos acometer es formidable y los enemigos, muy poderosos: el capital financiero internacional y sus aliados locales estrangulan lenta pero crecientemente nuestra economa; la gran burguesa prosigue su silenciosa pero fatdica "huelga de inversiones" que profundiza nuestra decadencia econmica; la Iglesia "descubre repentinamente" las penurias de los trabajadores y los sacrificios de los pobres, a la vez que hunde sus lanzas en la poltica secularizadora y laica de la democracia, y los militares prueban el terreno con algunas calculadas provocaciones, como los carteles contra los partidos o las cruces esvsticas pintadas en las paredes, para calibrar la energa de la respuesta gubernamental y los reflejos de la sociedad civil. Si stos estn vivos y si el gobierno y la oposicin democrtica se unen para enfrentar estas amenazas, entonces estos restos de autoritarismo irn menguando hasta desaparecer casi por completo. El caso de Espaa luego del putsch de Tejero es sumamente alentador y es de esperar que en nuestro pas tomemos nota de esa leccin. Una reflexin final ya para terminar. Abrimos estas notas con una discusin sobre capitalismo y democracia. Decamos tambin que era necesario establecer prioridades y que optbamos por la democracia. Ante los que quieren el capitalismo, aunque para ello deban sacrificar la democracia, el discurso de Parque Norte hace de sta la palanca fundamental para lanzar un proceso de reforma social. En otra parte nos hemos referido in extenso al vnculo esencial que une la estabilidad democrtica con la capacidad de producir reformas sociales (Boron, 1986[a]). El rgimen democrtico se enfrenta hoy, en la Argentina, a un dilema ya conocido en la larga marcha de las democracias occidentales: reforma o restauracin reaccionaria. No caben las medias tintas. El inmovilismo y el quietismo gubernamental, junto a la apata y la desmovilizacin de la sociedad civil, slo servirn para atizar las hogueras de los autoritarios. Est visto que, a tres aos de democracia, la burguesa ni invierte en el pas
ni desarrolla el capitalismo. De este modo, las polticas de reforma social se transforman automticamente en inflacionarias y por ende en desestabilizadoras. El debate privatismo versus estatismo, tan caro a la derecha argentina, es puramente sofstico porque no hay iniciativas burguesas para desarrollar este capitalismo. No slo iniciativas: tampoco hay un proyecto de hegemona burguesa para la Argentina. Es razonable condicionar el futuro democrtico de la Argentina al clculo comparativo de la tasa de ganancia de un centenar de empresas oligoplicas? La respuesta es evidente. La necesidad de una democracia profundamente reformista tambin. Notas 1 Sobre este particular, vase Adam Przeworski y Michael Wallerstein (1986 y 1982, pp. 215-236), Offe (1982), y Offe y Ronge (1978, pp. 34-51) 2 Weber (1958, p. 183). Vase asimismo comentarios semejantes en pp. 91 y 217. 3 Vase, entre otros, M. Crozier, S. Huntington y J. Watanuki (1975), Offe (1981) y Boron (1981). Sobre el tema de la distribucin de ganancias y prdidas en pocas de cambio, vase Thurow (1980). 6. Quince aos de la modernizacin y los sujetos de la democracia Atilio A. Boron Sobre miradas, perspectivas y la cuestin de la justicia en las nuevas democracias latinoamericanas Poco ms de quince aos han transcurrido desde el momento en que varios estados latinoamericanos comenzaron a avanzar resueltamente por el sendero de la democratizacin. Un tanto ms, veinte para ser ms precisos, si se opta por fijar el inicio de la nueva ola democrtica, o las as llamadas "transiciones" latinoamericanas, con el llamado a elecciones constituyentes en el Per efectuado por el rgimen de Morales Bermdez en 1978. Tiempo ms que suficiente para intentar una evaluacin de los logros y de las "promesas incumplidas" de estas noveles democracias, de sus realizaciones tanto como de las frustraciones que an permanecen en el "debe" de nuestras clases dirigentes. No se trata, como puede apreciarse, de ponderar la obra de un perodo gubernamental sino de calibrar los avances producidos luego de un lapso considerable. De examinar, en una palabra, eso que Norberto Bobbio denominara "las promesas incumplidas de la democracia". En varios pases de Amrica Latina ya existe una generacin que comienza a ejercer sus derechos polticos y que o bien ha nacido en democracia, como en el caso del Per, o lo hizo cuando el rgimen autoritario predecesor se encontraba ya agonizando, como en la Argentina de inicios de los aos ochenta. En contra de las expectativas generadas, la despolitizacin, apata y desencanto de esta generacin y de su antecesora, revelan que en nuestros pases la democracia no ha sido capaz de producir los bienes pblicos que la sociedad esperaba. Una reciente encuesta de opinin en el Brasil comprueba que para la mayora de la muestra entrevistada le resulta indiferente la naturaleza del rgimen poltico. Democracia o dictadura representan, para el grueso de la poblacin brasilea, dos alternativas igualmente poco atractivas. Los pocos y fragmentarios datos que hay para el resto de Amrica Latina muestran tendencias igualmente preocupantes. Queremos, por lo tanto, proponer una nueva mirada en torno a los procesos de democratizacin y redemocratizacin que han tenido lugar en Amrica Latina con la esperanza de poder desentraar las races de tamao desencanto. El ingenuo y
desmesurado optimismo de los "transitlogos", especialistas que hicieron del estudio de la mecnica de la transicin democrtica el objeto excluyente de sus anlisis, fue barrido por el vendaval de la historia. Basta echar una somera ojeada a la geografa poltica latinoamericana. Mxico estara a punto de concluir una laboriossima y violenta transicin iniciada a finales de los aos setenta eligiendo un gobierno de gerentes transnacionales y tecncratas, encabezado por Vicente Fox, y del cual sera ilusorio esperar algo bueno en trminos de desempeo democrtico. Guatemala y El Salvador se encuentran amenazados una vez ms por la crnica violencia de los paramilitares y los escuadrones de la muerte, mientras la situacin social se deteriora a pasos agigantados. En Venezuela, cuyo Pacto de Punto Fijo y prolija alternancia adeco-copeyana hizo que muchos la confundieran con el orden democrtico emanado del pacto de La Moncloa, se produjo un fenomenal derrumbe poltico que puso en evidencia la fabulosa corrupcin y el engao sobre el cual se haba construido aquel espejismo de democracia. El meterico ascenso de Hugo Chvez y su impresionante legitimidad popular es un sntoma de la profundidad de esa crisis. En la vecina Colombia, por su parte, la democracia oligrquica termin con la destruccin del estado nacional y hoy, si nos atenemos a la clsica definicin weberiana, tenemos tres estados en esa desdichada repblica: uno, controlado por la guerrilla y que se aduea de la mayora del territorio; otro, bajo dominio de los narcos y un tercero en donde medran los paramilitares y la dbil presencia de los restos del antiguo estado. En Ecuador las intermitentes rebeliones indgenas destronaron tres presidentes en los ltimos tres aos, mientras que ms al sur la experiencia fujimorista popularmente "plebiscitada" por elecciones increblemente fraudulentas no puede disimular el carcter dictatorial del rgimen que hoy oprime al Per. Bolivia, a su vez, ha elegido "democrticamente" a su antiguo verdugo Hugo Banzer, en un juego de alianzas polticas en donde, para asombro de todos, torturados y torturadores se dan la mano para construir una mayora parlamentaria sin otro nimo que el de preservar el acceso de unos y otros a cargos y prebendas varias. Paraguay se debate con el fantasma del golpe y la resurreccin del neostrossnismo oviedista. Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, con sus democracias que empobrecen y excluyen, que aumentan la inequidad social y el desempleo, resplandecen cual si fueran modelos exitosos ante el desalentador panorama que brinda Amrica Latina en su conjunto1. Retomemos el hilo de nuestro razonamiento. Una mirada, bien, pero: desde dnde? Pregunta relevante que supone descartar desde el vamos la existencia de miradas neutras, desde "la ciencia" o desde un puro sujeto epistemolgico, capaz de autoconcebirse como un espritu trascendente y hermticamente aislado de los condicionantes sociales situacin de clase, clima de poca, peculiaridades nacionales, insercin internacional, valores e ideologas, etc. que inexorablemente configuran su visin del mundo. Ante las pretensiones del viejo credo positivista de "hacer que los hechos hablen por s mismos" o de la increble exhortacin weberiana a constituir una ciencia social "libre de valores" que el mismo Weber desoy una y otra vez es preciso reafirmar con toda fuerza el carcter ideolgico del argumento que postula la existencia de miradas neutras o carentes de perspectiva en el terreno de la ciencia social. Dicho argumento procura ocultar lo inocultable, a saber: que quien mira siempre lo hace desde un lugar determinado, por ms refinamientos y recaudos metodolgicos que adopte para minimizar las distorsiones que inevitablemente le ocasione su punto de vista. No existe el panptico epistemolgico ubicado por encima de la historia y de la sociedad. La futilidad de tal empeo qued demostrada en la agnica y fracasada tentativa weberiana, sin duda, el proyecto ms lcido para fundar una ciencia social basada en una mirada "libre de valores" y exenta de las inevitables distorsiones propias de toda perspectiva social.
Por eso, quienes presumen de poseer una mirada neutra y lamentablemente todava hay muchos en las ciencias sociales que alimentan esa ilusin no hacen otra cosa que asumir la perspectiva valrica dominante en su propia sociedad pero con la sofisticacin propia de las ciencias sociales. De esta manera, la cultura y el "sentido comn" construidos por la hegemona de las clases dominantes: las creencias y valores fundamentales de una sociedad, su definicin de lo verdadero y lo falso, lo real y lo ilusorio, lo permanente y lo transitorio, lo moral y lo inmoral, lo posible y lo imposible, se introducen subrepticiamente en la mirada del analista dando lugar a una visin supuestamente "natural y objetiva" del mundo y de las cosas. En la coyuntura actual y bajo la fenomenal hegemona poltico-ideolgica del neoliberalismo, el mercado se convierte en "la verdad de la economa" y en su nico criterio de realidad; la democracia liberal, con las limitaciones que le conocemos no slo en la experiencia latinoamericana sino tambin en los pases avanzados, se transforma en la modesta verdad de la poltica, y su imperativo deja de ser la justicia y pasa a ser la "gobernabilidad"; el capitalismo ahora aparece como el sinceramiento de la economa con la esencia "naturalmente" egosta y adquisitiva del hombre; y, por supuesto, todo planteamiento terico o prctico que intente cuestionar creencias tan slidamente arraigadas como stas aparece como una irrefutable demostracin de insana mental, como un delirio utpico o, al decir de Hayek, como una muestra de deshonestidad intelectual. El alcance de estos cambios es formidable, hasta el punto en que ellos constituyen una verdadera "contra-reforma", tal como lo pone de manifiesto la aberrante mutacin semntica sufrida por algunas palabras cruciales en el lenguaje poltico. "Reformas estructurales" se aplica ahora para aludir a un conjunto de polticas que en los aos sesenta hubiera sido inequvocamente calificado como reaccionario; los antiguos "pases" han devenido en inspidos "mercados emergentes"; la amenazante categora de "pueblo" ha sido desterrada del pulcro lenguaje de las nuevas democracias y sustituida por la ms asptica y sociolgicamente confusa de "gente", mientras que los devaluados ciudadanos han devenido en pauperizados consumidores. El mismo liberalismo decimonnico aparece rejuvenecido gracias al oportuno uso del prefijo "neo", que le insufla un aire de frescura y juventud que no se compadece con lo aoso de sus postulados fundamentales. En suma, lo que en Francia se ha dado en llamar la pense unique, lo que Margaret Thatcher denominara TINA (por "there is no alternative") ha adquirido en Amrica Latina una fortaleza extraordinaria (Le Monde Diplomatique, 1998). El reverso de la medalla de este proceso lo constituye la resignacin y el desencanto polticos. La perspectiva de la justicia Descartada la hiptesis de la mirada neutra, no slo por imposible sino tambin por indeseable, digamos que la perspectiva desde la cual analizaremos los resultados de las transiciones democrticas es la que se construye desde el punto de vista de la justicia, entendida desde Platn a nuestros das como la suprema virtud de todo orden poltico. Hay, por supuesto, otras miradas posibles, en general todas "desde arriba". En homenaje a la brevedad citemos simplemente las dos ms populares en las ciencias sociales: primero, el "acuerdo entre las elites", que privilegia el consenso entre los grupos dominantes en su doble carcter de garante de la "gobernabilidad" y patrn de evaluacin de los logros de la democracia; segundo, el "xito econmico" medido por los parmetros de la macroeconoma neoclsica que ofrece otra plataforma desde la cual observar y calibrar el desempeo de las jvenes democracias latinoamericanas. Tales perspectivas ofuscan la visin de la totalidad, la cual, por el contrario, se ilumina cuando se adopta el punto de vista de la justicia, que no mira el estado y al proceso poltico desde arriba, desde abajo o desde el costado sino que lo hace desde una
perspectiva totalizante y dialctica. Si la justicia es un imperativo de toda polis, como lo recuerda Platn en las pginas iniciales de La Repblica, lo es todava mucho ms cuando se trata de una polis democrtica. Sera incongruente que la democracia, en cuanto forma poltica especfica de organizacin de la ciudad, pudiera constituirse y desarrollarse alentando el logro de fines incompatibles con la suprema virtud de sta. Sin embargo, es bien sabido que los grupos polticos y fuerzas sociales que dirigieron los procesos de transformacin democrtica en Amrica Latina y el Caribe lejos de haber colocado el imperativo de la justicia en el tope de la agenda de las prioridades gubernamentales parecieran haberse esmerado por desentenderse por completo de ella. La perspectiva de la justicia remite a un argumento irreductible al clculo de costo/beneficio propio de la barbarie economicista. Para nuestra desgracia, sin embargo, los regmenes democrticos de Amrica Latina adoptaron, bajo el influjo del neoliberalismo y sus supremos sacerdotes: los economistas neoclsicos (esa plaga de fin de siglo que azota a las sociedades latinoamericanas), el clculo de costo/beneficio como el criterio fundamental en la elaboracin de las polticas pblicas. La pregunta que se formulan los gobiernos no es la que debieran: "qu es lo que un estado democrtico debe hacer?", sino esta otra, mezquina y digna de Shylock: "cunto cuesta esta poltica y cmo repercutir sobre el equilibrio de las cuentas fiscales?". La respuesta, por supuesto, estar sometida a los dictmenes de las auditoras externas de rigor que no slo calcularn el costo de las polticas sino que, al mismo tiempo, se encargarn de recordarle al gobernante de turno, en caso de que fuera necesario, cules son las "verdaderas" prioridades nacionales, eufemismo bajo el cual se ocultan los intereses de los grandes conglomerados capitalistas que dominan la economa mundial. Este abandono de los criterios de justicia se revela claramente en la "mercantilizacin" de los procesos polticos de las democracias latinoamericanas. El viejo lenguaje de los "derechos ciudadanos" a la salud, la educacin, la vivienda y la seguridad social, para no hablar sino de los casos ms conocidos, ha sido reemplazado por la prolija jerga de la economa neoclsica y convertidos en "bienes" que, como todo otro bien de la economa, se transa en el mercado, se compra y se vende, y nadie puede invocar un derecho especial a adquirir un bien determinado. Los programas "focalizados" de combate a la pobreza patrocinados por el Banco Mundial, y aplicados por los dciles gobiernos de la regin, no remiten a un conjunto de derechos sino a la conveniencia y oportunidad de implementar un programa que puede abandonarse tan pronto los gobiernos involucrados as lo deseen. As como sera insensato que un ciudadano pretextara que le asiste un derecho para vestirse con un traje de Armani, o para manejar una Ferrari, o para vacacionar en las Islas Seichelles, no menos alocadas seran, desde la ptica neoliberal, las demandas formuladas al Estado exigiendo educacin o salud gratuitas, o un rgimen de seguridad social fundado en criterios no mercantiles. El lento pero progresivo desplazamiento del lenguaje de los "derechos", planteado y resuelto en el terreno de las instituciones pblicas, al lenguaje de los "bienes", conjugado y resuelto en el mbito del mercado, es un sutil indicador de la decadencia poltica de las democracias latinoamericanas2. El neoliberalismo y la dilucin del problema de la justicia social El surgimiento del neoliberalismo en los aos de la segunda posguerra y su posterior consolidacin a partir de la dcada de los ochenta trajo consigo un formidable ataque en contra del igualitarismo y el "solidarismo colectivista" en cualquiera de sus formas: desde la aparentemente ms benigna, el "estado de bienestar" de las socialdemocracias europeas, hasta la ms virulenta (a juicio de los idelogos neoliberales) corporizada en el "modelo sovitico" vigente en la Unin Sovitica y los pases del Este europeo.
Ambas variantes, en palabras de Hayek, se movilizaban en pos de un mismo objetivo: la construccin de una sociedad de iguales. Eran, por eso mismo, rutas alternativas que desembocaban en un mismo desastre civilizatorio: la servidumbre moderna. El igualitarismo sin precedentes del perodo de posguerra, que por cierto los adictos al neoliberalismo exageraban considerablemente, estaba llamado a socavar los fundamentos mismos de la libertad y a debilitar la vitalidad de la competencia y la emulacin econmicas de las cuales dependa la prosperidad general. Segn esta concepcin, si los hombres haban logrado salir de las cavernas se deba a los efectos benficos que la emulacin, el ansia de ser igual que el ms afortunado, haba ejercido sobre las sociedades humanas. Tal como lo observara Perry Anderson, la pequea secta neoliberal que desde finales de la Segunda Guerra Mundial se congregaba anualmente en Mount Plerin, Suiza, desafiaba el consenso prevaleciente en su poca al sostener que "la desigualdad era un valor positivo en realidad, imprescindible en s mismo que mucho precisaban las sociedades occidentales" (1997 [b]: p. 16). Medio siglo ms tarde, las ideas neoliberales seguiran ventilndose en otra pequea estacin invernal de los Alpes suizos, Davos, pero con dos importantes diferencias. En primer lugar, que la reunin casi clandestina y en todo caso intrascendente de un reducido grupo de idelogos y publicistas se convirti nada menos que en el Foro Econmico Mundial donde, segn Le Monde, acuden ao a ao los "amos del mundo" (ms sus representantes polticos y quienes aspiran fervorosamente a serlo) para debatir no ya cuestiones meramente doctrinarias sino las polticas prcticas necesarias para coordinar el funcionamiento de un capitalismo cada vez ms globalizado y excluyente. Segundo: que aquellas ideas que antes circulaban a contracorriente del consenso keynesiano prevaleciente en el perodo del boom capitalista de la posguerra se convirtieron ellas mismas en las ideas dominantes de nuestra poca, a punto tal que lograron plasmar un nuevo "sentido comn" profundamente conservador que convirti en fatales accidentes de la naturaleza a cuestiones tales como la pobreza, el desempleo de masas o la destruccin del medio ambiente resultantes de la voluntad de los actores sociales. Teniendo en cuenta esta singular trayectoria del neoliberalismo no sorprende el constatar que de la pluma de uno de los ms refinados participantes en los cnclaves de Mount Plerin, Friedrich Hayek, hubiera surgido el ms vigoroso ataque en contra de la nocin crucial de "justicia social". Es precisamente sa la razn por la cual el segundo tomo de su Law, Legislation and Liberty lleva el sugestivo ttulo de "The Mirage of Social Justice", el espejismo de la justicia social. En sus pginas nuestro autor pierde la flema y el tono parsimonioso de su retrica tradicional para adoptar, en cambio, un lenguaje de barricada que no ahorra eptetos para calificar a quienes levanten tan ignominiosa bandera. As, la justicia social no slo se considera como vaca de todo contenido y como carente por completo de significado sino tambin como una "insinuacin deshonesta", un trmino "intelectualmente desprestigiado", "la marca de la demagogia o de un periodismo barato que pensadores responsables deberan avergonzarse de utilizar". En la ofuscada visin de Hayek, la expresin de marras ha ejercido un influjo corrosivo sobre la sensibilidad moral de Occidente y su continuo uso slo puede entenderse como producto de la deshonestidad intelectual de quienes se benefician de la confusin poltica generada por ella (1976, pp. 96-100). En pginas anteriores Hayek ya haba afirmado, si bien de un modo no tan virulento, que la nocin misma de "justicia social" reflejaba la supervivencia de formas primitivas de pensar: el "animismo" o "antropomorfismo" con el que las sociedades "atrasadas" tienden a concebir lo social como resultado de las acciones u omisiones de demiurgos omnipotentes o demonios malvolos (1976, pp. 62-64). Por supuesto que Hayek y sus numerosos seguidores se autoexcluyen de tal crtica cuando, en una apoteosis de
"antropomorfismo" hablan de que los mercados reaccionan de tal o cual manera, o de que deciden apostar aqu y retirarse all, y as sucesivamente, cuando en realidad lo que hacen "los mercados" es lo que hacen los grandes monopolios que los controlan a su antojo. En todo caso, y dejando esto de lado, el argumento hayekiano es un silogismo brillante por su lgica interna, slo que insanablemente errneo en lo que hace a su "verdad material": carente por completo de referencias histricas, en su texto brillan por su ausencia cualquier clase de ejemplos concretos sobre la estructura y el funcionamiento de los capitalismos "realmente existentes". Cuando las hay, sus alusiones remiten ms bien a nocturnales y fantasmagricas imgenes cuya inverosmil correspondencia con el mundo de los capitalismos reales no puede pasar inadvertida an para el lector ms distrado: la libertad y la competencia reinan por doquier; los monopolios parecen haberse desmantelado; las megaempresas globales no existen; la desocupacin y la pobreza son transitorios accidentes y el deterioro ecolgico una ficcin. Si las cosas andan bien es porque los mercados han sido librados de todo control, expulsando a "la poltica" de la economa; si las cosas marchan mal, en cambio, es porque el estado se inmiscuye en los delicados equilibrios del mercado. Escrito en las vsperas del auge neoliberal de los aos ochenta, la propuesta de Hayek es un hermtico discurso metafsico que versa sobre ideas: sobre las peculiares ideas que la doctrina neoliberal tiene sobre los mercados y la sociedad capitalista, y que poco o nada tienen que ver con los capitalismos realmente existentes. Lo que en Milton Friedman era un vicio descalificador de los captulos tericos medulares de Capitalismo y Libertad, en Hayek se transforma en el sello distintivo de la totalidad de su elaboracin. Tal como lo hemos visto en otra parte, en Friedman existan junto a sus captulos ms metafsicos otros que, si bien equivocados, aludan concretamente a ciertos aspectos del capitalismo norteamericano tales como el sistema educativo, el mercado de trabajo, el rgimen de seguridad social, los monopolios, etctera (Boron, 1997[a]: caps. 2 y 3). Nada de eso se halla presente en la obra de Hayek, que construye una verdadera teologa econmica y social, un "sistema" cerrado de categoras y premisas que, una vez aceptadas, conducen ineluctablemente al agresivo remate aludido ms arriba. Cul es su punto de partida? Un supuesto fundamental: que "slo la conducta humana puede ser llamada justa o injusta". En otras palabras, slo los individuos o sujetos colectivos como las organizaciones pueden ser justos o injustos. Si se pretendiera extender esa calificacin de "justa" o "injusta" a un "estado de cosas", o a una estructura econmicosocial, esto slo tendra sentido a condicin de que se pudiera identificar a alguien como responsable de lo ocurrido y de la asimtrica distribucin de recompensas y perjuicios. "Un hecho desnudo, o un estado de cosas que nadie puede cambiar, puede ser bueno o malo pero no justo o injusto" (Hayek, 1976, p. 31). Por consiguiente, la justicia es un atributo que corresponde a los sujetos o a las reglas que gobiernan las relaciones entre los mismos. Fuera de este campo, la apelacin a la "justicia social" pierde todo significado: es un verdadero nonsense, no ms razonable que aludir a "la moralidad o inmoralidad" de la piedra, de un terremoto o de una inundacin (Hayek, 1976, p. 78). En la base de este planteamiento se encuentra una distincin que Hayek introduce en las pginas iniciales de su libro: la que divide a los nucleamientos sociales en "organizaciones", taxis en griego, y "rdenes espontneos", kosmos (1976, p. 15). La sociedad de mercado es, a los ojos de Hayek, un clsico ejemplo de kosmos, es decir, un entramado social que evolucion espontneamente sin que nadie fuese responsable de su creacin. La inaudita violencia del premeditado proceso de acumulacin originaria retratado por Toms Moro en los albores del siglo xvi como en el clebre captulo xxiv de El capital de Marx y, en fechas ms reciente, en la obra de Karl Polanyi se esfuma por completo en los densos vahos metafsicos de Hayek, a resultas de lo cual el
capitalismo aparece como el "remate natural" de la evolucin del espritu humano y de su talante irremisiblemente adquisitivo y egosta. De este modo, el economista austraco incurre nuevamente en el vicio tradicional de la "economa vulgar", el mismo que fuera agudamente sealado por Marx: concebir todas las instituciones sociales y econmicas previas al capitalismo como "artificiales", mientras que las de ste son "naturales" y corresponden a las tendencias ms profundas de la naturaleza humana. Hayek es un fiel heredero de esta prfida tradicin. En un kosmos sublimado a la categora de catallaxia (intercambios de mercado + sentimientos de comunidad + conversin del enemigo en amigo) como la sociedad de mercado, la posicin relativa que tiene un individuo o un grupo social es la resultante de las acciones e iniciativas tomadas por una mirada de agentes slo que, adems, "nadie tiene la responsabilidad ni el poder para asegurar que estas acciones aisladas de muchos producirn un resultado particular para una cierta persona" (1976, p. 33). Por supuesto, el gobierno es una organizacin y, en cuanto tal sus iniciativas pueden afectar a la sociedad. Pero en la medida en que sta es un orden espontneo cuyos resultados son contingentes y desconocidos de antemano las acciones gubernamentales inspiradas en las utopas constructivistas slo servirn para destruir los delicados mecanismos del kosmos y empeorar el estado de cosas existente. Por consiguiente, al no haber sido creado por ningn agente, el orden social es inmune a toda crtica desde el punto de vista de la justicia social. Tal como Hayek lo reitera a lo largo de su libro, tan absurdo es impugnar un orden social por sus desigualdades como lamentarse de la "injusticia" de un terremoto o una catstrofe natural. Es ms, en la medida en que una organizacin como el gobierno pretenda inmiscuirse con sus acciones e iniciativas en el orden natural del mercado el resultado ser, tal como nuestro autor lo haba advertido en El camino a la servidumbre, una catstrofe totalitaria. De este modo, el tema de la justicia social queda completamente desdibujado y la sociedad capitalista exenta de culpa y cargo. Sin embargo, y para concluir con esta parte, conviene reproducir aqu las conclusiones de un trabajo de Steven Lukes sobre el tema cuando afirma que: Slo podemos concluir que el clebre y aparentemente influyente argumento de Hayek fracasa en su intento de probar que la idea de la justicia social carezca de sentido, sea religiosa, contradictoria e ideolgica; o que la conquista de cualquier grado de justicia social sea imposible; o que cualquier intento de lograr la justicia social deba necesariamente destruir a la libertad. Hasta ahora no se ha podido demostrar que la justicia social sea un espejismo (1997, pp. 78-79). Esta tentativa tan terminante como infundada de exculpar al capitalismo no debiera sorprendernos: en el irrespirable clima de fin de siglo los planteamientos de Hayek o, peor an, de un Friedman que producen escozor en la conciencia social de las mentes ms avanzadas de nuestra poca son "corridos por derecha" en las versiones ms ululantes del "libertarianismo" como, por ejemplo, el de la obra de Murray N. Rothbard, Ronald Hamowy y otros. Rothbard lleva el individualismo a extremos desenfrenados e inconcebibles para cualquier heredero de la Ilustracin ni digamos, la tradicin socialista e igualmente incompatibles con una democracia digna de ese nombre. El extremismo de este autor queda suficientemente puesto en evidencia cuando se advierte el tono acre y vitrilico de las crticas que dirige a Hayek por... sus supuestas concesiones tericas al socialismo!, reflejadas segn Rothbard en el intolerable "estatismo" de sus planteamientos y en el explcito aval que otorga a "una larga lista de acciones gubernamentales claramente invasoras de los derechos y libertades de los ciudadanos individuales" (1988, p. 229). Los inalienables derechos de la madre a decidir si amamanta o no a su hijo recin nacido, si lo retiene o lo vende, o si debe o no procurarle su sustento hasta la edad adulta; o el del nico mdico de una comunidad que
puede, si as lo desea, rehusar a atender a las vctimas de una mortal epidemia, para usar algunos de los ejemplos utilizados por Rothbard, no pueden ser coartados por regulaciones o legislacin alguna sin poner en riesgo el valor ms sagrado de la vida humana: la libertad individual. Pese a la repugnancia que provocan estas "ocurrencias" me niego a asignarles el rango de argumentos tericos esta verdadera caricatura del liberalismo tiene dos virtudes: (a) ilustra los extremos a los que se puede llegar a partir de la entronizacin del individualismo y el "darwinismo social de mercado" prohijados por el neoliberalismo; (b) "dice" abiertamente y con escndalo lo que en el pulcro y estilizado lenguaje de los economistas ortodoxos se calla, enmudecido como un desdibujado trasfondo y unos impresentables supuestos. La persistente validez del criterio de la justicia Ahora bien, ms all de la importancia que sin duda tienen los procedimientos y las rutinas institucionalizadas, si la democracia poltica no reposa sobre una plataforma mnima de justicia social se convierte en una ficcin, o en una mentira piadosa. Y si bien la justicia social en trminos absolutos es imposible de alcanzar, un cierto mnimo de la misma histricamente variable, por cierto es absolutamente imprescindible para que un determinado orden poltico pueda proclamarse democrtico y consolidarse a lo largo del tiempo. Tal como lo mencionramos en el captulo anterior, acerca de los primeros tramos de las transiciones latinoamericanas desde el autoritarismo Fernando H. Cardoso agudamente observ que: "sin reformas efectivas del sistema productivo y de las formas de distribucin y de apropiacin de riquezas no habr constitucin ni estado de derecho capaces de suprimir el olor a farsa de la poltica democrtica" (1985, p. 17). En conclusin, es muy improbable y ms que problemtica la sobrevivencia de la democracia en una sociedad desgarrada por la injusticia, con sus desestabilizadores extremos de pobreza y riqueza y con su extraordinaria vulnerabilidad a la prdica destructiva de los demagogos. Un orden poltico asentado sobre un sistema productivo y formas de distribucin y apropiacin de la riqueza sumamente inequitativas y asimtricas puede perdurar, pero su eventual persistencia nada tiene que ver con lo que en la literatura se conoce como "consolidacin democrtica". Advertido acerca del tipo de sociedad requerido para sostener un rgimen democrtico Rousseau preguntaba: Queris dar al estado consistencia? Acercad los grados extremos cuanto sea posible: no permitis ni gentes opulentas ni pordioseros. Estos dos estados, inseparables por naturaleza, son igualmente funestos para el bien comn: del uno salen los autores de la tirana, y del otro los tiranos; siempre es entre ellos entre quienes se hace el trfico de la libertad pblica, el uno la compra y el otro la vende (1980, pp. 291-292). En suma, para evaluar el desempeo de las nuevas democracias latinoamericanas es necesario poner sobre la mesa el tema tantas veces negado por "ideolgico", "utpico", normativo o improcedente de la "buena sociedad" y, muy principalmente, el de la justicia distributiva. Dicho de otro modo, preguntarnos hasta qu punto ese "olor a farsa" sagazmente detectado por Cardoso sobrevive o no luego que la pompa y las circunstancias de la democracia poltica hicieron su entrada. En este sentido, quisiramos manifestar nuestro desacuerdo con el "reduccionismo economicista" que, por ejemplo, al evaluar los resultados de las "reformas orientadas al mercado" se entretienen en sealamientos acerca de tasas e ndices macroeconmicos de todo tipo mientras que se omite la pregunta fundamental: esta sociedad, cruentamente reconstruida siguiendo las recomendaciones del Consenso de Washington, tiene algo que ver con el ideal de la "buena sociedad" que existe en el imaginario colectivo? O, dicho de otro modo, el capitalismo neoliberal y globalizado, tal como lo conocemos concretamente en nuestra experiencia cotidiana, es mejor que la vieja sociedad
"estadocntrica", de economa "cerrada" y surcada por las tendencias populistas y socializantes anatemizadas por el pensamiento nico? Tomando en cuenta un conjunto de indicadores, y no tan slo algunos ndices macroeconmicos, nuestras democracias cumplieron con las expectativas de crear una sociedad mejor? La respuesta de los europeos despus de la segunda posguerra hubiera sido sin duda alguna positiva; la de los latinoamericanos es claramente negativa. La democracia no vino acompaada por el bienestar social sino por un agobiante aumento del malestar colectivo. Por supuesto, el "constructivismo" latente en esta pregunta puede horrorizar a los discpulos de Hayek. No importa: la historia demuestra una y otra vez que las sociedades humanas no son productos "naturales" ni un kosmos generador de un orden espontneo sino las cristalizaciones de largo plazo de la pugna entre distintas alianzas de clases y grupos sociales empeados en construir tipos de sociedad ms congruentes con sus intereses y valores fundamentales. La historia tambin ensea que la democracia poltica, en la experiencia inaugurada a partir de la cada de los fascismos, tuvo un papel de extraordinaria importancia en la reconstruccin igualitaria de las sociedades europeas, cosa que no aconteci en los pases de Amrica Latina. En todo caso, ante el avance imperialista del mtodo de la economa neoclsica en las ciencias sociales, y muy especialmente en la ciencia poltica, es muy probable que las preguntas planteadas ms arriba sean machaconamente respondidas enarbolando los consabidos ndices con los cuales la comunidad financiera internacional evala la estabilidad y solidez de los mercados. Sin embargo, este consenso "conversacional" a la Rorty consenso disciplinar que cuidadosamente excluye del atildado coro neoliberal toda voz disonante que pretenda participar en la imaginaria conversacin sosteniendo otros valores que los mercantiles no alcanza para ocultar que en la rica tradicin de la teora y la filosofa polticas se disponen de otros instrumentos para calibrar la conducta de los gobiernos y los logros, o frustraciones, de las democracias. En consecuencia, cualesquiera que sean los criterios especficos utilizados para juzgar el desempeo de las democracias y las tecnicalidades aplicables a dicho examen existe un elemento de fondo, inamovible, y que no puede ser soslayado: que tal como lo recordara Aristteles en La Poltica un gobierno democrtico debe necesariamente beneficiar a los pobres, por la simple razn de que en todas las sociedades conocidas hasta ahora estos constituyen la mayora, y la democracia es, segn el filsofo, el gobierno de las mayoras en favor de los que nada tienen. La frmula lincolniana gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo ratifica con ms contundencia todava esta premisa aristotlica. Democracias o capitalismos democrticos? La perniciosa herencia de la concepcin schumpeteriana Antes de proseguir nuestra marcha conviene hacer un alto en el camino para efectuar una clarificacin necesaria. Hasta ahora hemos venido utilizando la expresin "democracia" (o "gobierno democrtico", o "estado democrtico") con la laxitud con que el trmino se emplea en las corrientes dominantes de la ciencia poltica contempornea. La visin cannica adhiere, con mayores o menores recaudos, al minimalismo de la concepcin schumpeteriana que, como es bien sabido, reduce el proyecto democrtico a sus contenidos formales y procedimentales. Dado que hemos examinado extensamente este tema en otra parte no lo reiteraremos aqu (Boron, 1997[a]). En todo caso, conviene sealar que la matriz schumpeteriana (de la cual se derivan las diversas propuestas del mainstream) culmina exaltando los estrechos lmites y mbitos de las democracias capitalistas cual si estos constituyeran en realidad la coronacin de toda aspiracin democrtica. Es sta una de las conclusiones centrales
que se desprende de la obra de Francis Fukuyama, que constituye la hiprbole del saber convencional de la ciencia poltica (1992). Es importante subrayar que el pensamiento de Joseph Schumpeter contiene dos errores que atentan fatalmente contra toda su argumentacin: por una parte, ignora el contenido tico y normativo de la democracia, haciendo caso omiso del hecho de que ella es un componente crucial e imprescindible de cualquier propuesta acerca de la organizacin de una "buena sociedad" y no tan slo un dispositivo administrativo o decisional que, segn sus palabras, puede ser utilizado para decidir "democrticamente", por ejemplo, si habr de perseguirse a los cristianos, enviar las brujas a la hoguera o exterminar a los judos3. En el hueco formalismo schumpeteriano la democracia es un simple mtodo y, como cualquier otro, "no puede ser un fin en s mismo" ni un valor que se sustente por s slo (1942, p. 242). An el lector menos avisado no puede dejar de notar las deplorables consecuencias que emanan de este planteamiento: al convertir a la democracia en un simple medio para el logro de ciertos fines ante los cuales es por completo indiferente, la primera termina perdiendo todo su contenido. La desvalorizacin de la democracia producida en este enfoque es ms que evidente: in extremis, se convierte en un instrumento que se autonomiza de fines y valores para convertirse en un puro modelo decisional al estilo de los que propone Peter Drucker en sus recomendaciones sobre el gerenciamiento de las empresas capitalistas exitosas. Sin embargo, la democracia es mucho ms que eso. En segundo lugar, el paradigma schumpeteriano ignora asimismo los procesos histricos concretos que desembocaron en la constitucin de las "democracias realmente existentes". Al proponer el abandono de lo que Schumpeter denominaba la "teora clsica" de la democracia, y en la cual abrevaban autores tan diversos como Platn, Aristteles, Maquiavelo, Rousseau, Tocqueville y Marx, el economista austraco proyect una imagen paradisaca y completamente irreal de las secuencias histricas que, en un puado de estados nacionales, culminaron con la constitucin de la democracia. La naturaleza pica del proceso de construccin de un orden democrtico, fue retratado con palabras conmovedoras por Alexis de Tocqueville: Todo este libro ha sido escrito bajo una especie de terror religioso, sentimiento surgido en el nimo del autor a la vista de esta revolucin irresistible que desde hace tantos siglos marcha sobre todos los obstculos, y que an hoy vemos avanzar entre las ruinas a que da lugar (1985, tomo i, pp. 12-13). Sera sumamente sencillo encontrar en la tradicin clsica pasajes como el de Tocqueville que sealaran el carcter tumultuoso y traumtico que adquiri an en los pases ms desarrollados, pluralistas y tolerantes la instauracin de un orden democrtico. Y sin ir ms lejos fue Barrington Moore quien insistiera persuasivamente sobre este punto en su clsico Social Origins of Dictatorship and Democracy, al hablar de la ruptura violenta con el pasado como el rasgo fundamental marcatorio de la puesta en marcha de la reconstruccin democrtica del estado en pases como Inglaterra, Francia y Estados Unidos (1966). Todo esto se volatiliza, por supuesto, en el hueco formalismo de la tradicin schumpeteriana. Es por eso que, fieles a ese legado, en el texto cannico de la "transitologa", Guillermo O Donnell y Phillippe Schmitter advierten que: Una de las premisas de esta manera de concebir a la transicin es que es posible y conveniente que la democracia poltica se alcance sin una movilizacin violenta y sin una discontinuidad espectacular. Virtualmente siempre est presente la amenaza de violencia, y hay frecuentes protestas, huelgas y manifestaciones; pero una vez que se adopta la va revolucionaria o que la violencia se difunde y se vuelve recurrente, las perspectivas favorables a la democracia poltica se reducen de manera drstica (1988, p.
26). Premisa sta tan contundente como equivocada. Porque, en qu pas la conquista de la democracia se produjo en consonancia con las estipulaciones planteadas ms arriba? Tal como lo recuerda Barrington Moore, sin la "Revolucin Gloriosa" en Inglaterra, la Revolucin Francesa y la Guerra Civil norteamericana sera difcil concebir la existencia misma de la democracia en esos pases. Y hablando de la "violencia de abajo", qu decir de la "violencia de arriba" opuesta a la democratizacin, como la de los paramilitares, los escuadrones de la muerte, el golpismo militar y la violencia estructural de sociedades radicalmente injustas? Quines han sido los agentes principales de la violencia en Amrica Latina? Los huelguistas y los manifestantes, o las fuerzas empeadas en conservar sus privilegios y riquezas a cualquier precio? Adems, con esta visin "schumpeteriana" que adoptan nuestros autores no solamente se desnaturaliza por completo el concepto mismo de la democracia sino que se abre otra pregunta, igualmente inquietante: si sta es algo tan sencillo como un simple mtodo de organizacin de la decisin colectiva, por qu razones la abrumadora mayora de la humanidad vivi la mayor parte del tiempo bajo regmenes no-democrticos? Siendo algo tan elemental y razonable, por qu ha sido tan difcil su adopcin y efectiva implementacin? Por qu ciertos formatos organizativos la empresa capitalista y la sociedad por acciones, por ejemplo fueron adoptados sin mayores resistencias una vez impuesto el modo de produccin capitalista mientras que la "forma democrtica" gener guerras, luchas civiles, revoluciones y contrarrevoluciones e interminables baos de sangre? Estas dos crticas: el vaciamiento tico de la democracia y su inconsistencia en relacin al proceso de construccin de las democracias "realmente existentes" son suficientes para hacer del rpido abandono de las posiciones schumpeterianas una cuestin prioritaria a la hora de repensar creativamente la problemtica de la democracia y la democratizacin. Democracia capitalista o capitalismo democrtico? Un paso en esta direccin exige, sin embargo, una previa y necesaria clarificacin conceptual. En efecto, si el uso de la voz "democracia" a secas es distorsionante, o por lo menos ambiguo democracia "de" quines, "por" quines, "para" quines? no lo es menos la expresin "democracia capitalista" (o "democracia burguesa"). Es por eso que nos parece que la manera ms rigurosa y precisa de referirse al universo de las democracias "realmente existentes" es denominarlas (an cuando de este modo se pueda ocasionalmente lesionar la elegancia del lenguaje) "capitalismos democrticos". Veamos por qu. Al hablar de "democracia" a secas se evaporan las enormes y muy significativas diferencias existentes entre: (a) la versin de la democracia tal como la que hizo su aparicin en la Grecia clsica y que quedara inmortalizada en la Oracin Fnebre de Pericles; (b) aquella que incipientemente se asomara en algunas ciudades italianas en los albores del Renacimiento, para luego ser aplastadas por la reaccin aristocrticoclerical; y, por ltimo, (c) los distintos modelos de democracia conocidos en el siglo xx en algunas sociedades capitalistas. Tal como lo hemos argumentado en trabajos anteriores, la democracia como forma de organizacin del poder social en el espacio pblico es inseparable de la estructura econmico-social sobre la cual dicho poder se sustenta. Sus distintas modalidades de organizacin tanto dictatoriales o democrticas, o las seis formas clsicas del poder poltico plasmadas en La Poltica de Aristteles se arraigan sobre el suelo de un modo de produccin y un tipo de estructura social que le es propio, todo lo cual torna sumamente impreciso y confuso un discurso que hable
sobre la "democracia" sin otras calificaciones. En efecto, de qu democracia se habla? De una democracia basada en la esclavitud, como en la Grecia clsica? O de aquella que prosperaba en los islotes urbanos rodeados por el ocano de la servidumbre feudal, y en la cual el popolo minuto pugnaba por ser algo ms que una masa de maniobra del patriciado oligrquico de Florencia y Venecia? O de las democracias sin sufragio universal y sin voto femenino de la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial? O de las "democracias keynesianas" de la segunda posguerra? Como reaccin ante esta desconcertante ambigedad, que tambin pone en cuestin la supuesta univocidad de la expresin "democracia burguesa", un autor con evidentes inclinaciones neoliberales como Enrique Krauze hizo un encendido alegato en favor de una "democracia sin adjetivos" (1986, pp. 44-75). Su exhortacin, sin embargo, cay en el vaco: un reciente anlisis de la literatura hecho por David Collier y Steve Levitsky pusieron al descubierto la enorme proliferacin de "adjetivos" (alrededor de quinientos) que en la ciencia poltica son empleados para calificar al funcionamiento de los regmenes democrticos, al extremo que existen ms casilleros taxonmicos que regmenes democrticos (1996). No obstante ello, la adjetivacin de la democracia an cuando para tal efecto se empleen trminos "fuertes", o muy cargados de significacin, como "capitalismo" o "socialismo" no termina de resolver el problema sino que apenas sirve para colocar un elemental taparrabos que no impide constatar que el rey est desnudo. Y esto es as porque an cuando la estrategia terica consistente en la colocacin de un conveniente adjetivo a la palabra democracia permita temporariamente salir de apuros, la verdad es que el problema de fondo permanece irresuelto. Tomemos por ejemplo la expresin "democracia capitalista". Qu significa precisamente? Algunos podrn alegar que por medio de este expediente se califica la "democraticidad" de la democracia en cuestin, lo que remite al problema ms amplio de las relaciones entre capitalismo y democracia y, ms especficamente, al tema de los lmites que aqul erige a la expansividad de la democracia. No obstante, este planteamiento, hecho de buena fe por muchos (aunque con una nada inocente ambigedad por otros!) que se sienten incmodos ante las flagrantes injusticias del capitalismo y las limitaciones de sus expresiones democrticas, es esencialmente incorrecto: descansa sobre el supuesto, a todas luces falso, de que en este tipo de rgimen poltico el componente "capitalista" es un mero adjetivo que apenas si califica el funcionamiento de la democracia, an en los casos en donde sta haya alcanzado su mayor desarrollo. No es necesario ser sumamente perspicaz para percibir los alcances de esta autntica "inversin hegeliana" de la relacin economa/sociedad civil/poltica contenida en esta expresin y sus claras connotaciones apologticas de la sociedad capitalista. A partir de la formulacin que estamos analizando la democracia se convierte en la sustancia de la sociedad actual, adjetivizada por un dato accidental o "contingente": nada menos que el capitalismo!, que pasa as a ocupar un discreto lugar detrs de la escena poltica, "invisibilizado" como fundamento estructural de la sociedad contempornea y, por lo tanto, publicitado acreedor de sus logros pero tambin responsable ineludible de sus injusticias y mltiples depredaciones. Pero hay ms. Como bien lo observara el filsofo mexicano Carlos Pereyra la expresin "democracia burguesa" es "un concepto monstruoso" debido a que "esconde una circunstancia decisiva de la historia contempornea: la democracia ha sido obtenida y preservada, en mayor o menor medida en distintas latitudes, contra la burguesa" (1990, p. 33). Doble dificultad, por lo tanto, de la adjetivacin de marras: en primer lugar, la que surge de atribuirle gratuitamente a la burguesa una conquista histrica como la democracia, que fue obra de seculares luchas populares precisamente en contra de la aristocracia y la monarqua primero y
luego en contra de la dominacin del capital, que para impedir o retardar el triunfo democrtico apel a todos los recursos imaginables, desde la mentira y la manipulacin hasta el terror como sistema, epitomizado en el estado nazi; en segundo lugar, porque si se acepta la expresin "democracia burguesa" lo propiamente "burgus" se convierte en un dato accidental y contingente, una especificacin de tipo accesorio sobre una esencia fetichizada, la democracia, cuyo valor permanecera inmutable ms all de los avatares concretos de su existencia. Qu hacer entonces? No se trata de adjetivar o dejar de adjetivar sino de abandonar el callejn sin salida del neohegelianismo. Por eso una expresin como "capitalismo democrtico" recupera con ms fidelidad que la frase "democracia burguesa" el verdadero significado de la democracia al subrayar que sus rasgos y notas definitorias elecciones libres y peridicas, derechos y libertades individuales, etc. son, pese a su innegable importancia, formas polticas cuyo funcionamiento y eficacia especfica no bastan para eclipsar, neutralizar ni mucho menos disolver la estructura intrnsecamente antidemocrtica de la sociedad capitalista (Boron, 1997 [a]: pp. 45-87; Meiksins Wood, 1995, pp. 204-237). Esta estructura define lmites insalvables para la democracia, que reposa sobre un sistema de relaciones sociales que gira en torno a la incesante reproduccin de una fuerza de trabajo que debe venderse en el mercado como una mercanca para garantizar su mera supervivencia. De ah que se hable de la "esclavitud" del trabajo asalariado, que debe volcarse al mercado a "buscar" trabajo, a tratar que le "den" trabajo para de esa forma poder vivir y asegurar la sobrevivencia de su familia. Mientras que el esclavo era "obligado" a trabajar, y para tales efectos su amo le garantizaba una alimentacin y cuidados mnimos, el moderno trabajador (an los de cuello blanco) se encuentra en una situacin mucho ms precaria y en muchos casos, como ocurre en Latinoamrica, ni siquiera encuentra un comprador de su fuerza de trabajo a cambio de un plato de comida. Todo lo anterior demuestra cmo los trabajadores en la sociedad capitalista se encuentran en una situacin de inferioridad estructural puesto que necesariamente deben vender su propia fuerza de trabajo y tener la buena fortuna de hallar a alguien que quiera comprarla, para poder subsistir. El reverso de la moneda est dado por el hecho de que quienes tienen condiciones de adquirir tal mercanca, los capitalistas, se instalan en una posicin de indisputado predominio en la cspide de este sistema. El resultado es una dictadura de facto de los capitalistas sobre los asalariados, cualesquiera que sean las formas sociales y polticas como la democracia de las cuales aqulla se revista y bajo las cuales se oculte. De ah la tendencial incompatibilidad existente entre el capitalismo como formacin social y la democracia concebida, como en la tradicin clsica de la teora poltica, en un sentido ms amplio e integral y no tan slo en sus aspectos formales y procedurales. Es precisamente por esto que le asiste la razn a Ellen Meiksins Wood cuando se pregunta, en un magnfico ensayo rico en sugerencias tericas: podr el capitalismo, es decir, una estructura inherentemente opresiva y desptica, sobrevivir a una plena extensin de la democracia concebida en su sustantividad y no en su procesualidad? (1995, pp. 204-237). La respuesta, claramente, es negativa. Criterios fundamentales de una concepcin integral y sustantiva de la democracia. Una concepcin integral y sustantiva de la democracia coloca de inmediato sobre el tapete la cuestin de la relacin entre socialismo y democracia. Sera temerario de nuestra parte intentar abordar esta discusin aqu y ahora. Bstenos de momento con recordar las penetrantes reflexiones de Rosa Luxemburg sobre este tema y a las cuales
aludiramos en un captulo anterior. En ellas nuestra autora recupera el valor de la democracia pero sin legitimar al capitalismo ni, mucho menos, arrojar por la borda el proyecto socialista. El planteamiento de Luxemburg, por lo tanto, sortea con justeza tanto las trampas del vulgomarxismo que al rechazar al capitalismo democrtico termina repudiando in toto la sola idea de la democracia y justificando el despotismo poltico como las del "posmarxismo" y las distintas corrientes de inspiracin neoliberal que mistifican los capitalismos democrticos hasta convertirlos en paradigmas nicos y excluyentes de la "democracia" a secas. Teniendo en cuenta este razonamiento nos parece que una teorizacin superadora de los vicios del formalismo y "procedimentalismo" schumpeterianos debera considerar a la democracia como una sntesis de tres dimensiones inseparables y amalgamadas en una nica frmula: (a) la democracia como condicin de la sociedad civil. Esto supone una formacin social caracterizada por un nivel relativamente elevado, aunque histricamente variable, de bienestar material y de igualdad econmica, social y jurdica, lo que permite el pleno desarrollo de las capacidades e inclinaciones individuales as como de la infinita pluralidad de expresiones de la vida social; (b) la democracia tambin supone el efectivo disfrute de la libertad por parte de la ciudadana. La libertad no puede ser tan slo un "derecho formal" brillantemente sancionado en decenas de constituciones latinoamericanas o en la legislacin de los distintos pases que, en la vida prctica, no cuenta con las menores posibilidades de ser ejercitada. Una democracia que no garantiza el pleno goce de los derechos que dice consagrar en el plano jurdico se convierte, como deca Fernando H. Cardoso, en una farsa. En todo caso, an cuando las dos "condiciones sociales" precedentes son necesarias, ellas no son suficientes para por s solas garantizar la existencia de un estado democrtico. Puede haber otros resultados tambin, alejados del ideario de la democracia. Para que ello no ocurra hace falta una tercera condicin, que es la siguiente: (c) la existencia de un conjunto complejo de instituciones y reglas de juego claras e inequvocas, que permita garantizar dentro de ciertos lmites, por supuesto el carcter "relativamente incierto" de los resultados del proceso poltico tanto en el plano decisional como en el puramente electoral. Tal incertidumbre, segn Adam Przeworski, es una de las marcas centrales que caracteriza a los estados democrticos (1985, pp. 138-145). Habra que advertir, sin embargo, sobre los riesgos de sobreestimar los grados reales de la "incertidumbre democrtica". En realidad, sta tiene un alcance ms bien acotado dado que en los capitalismos democrticos, an en los ms desarrollados, las partidas ms cruciales y estratgicas de la vida poltica se juegan con "cartas marcadas". Repetimos: no todas las partidas, pero s las ms importantes se juegan con suficientes garantas como para que el ganador sea perfectamente previsible y aceptable para las clases dominantes; o en caso de no serlo, que el resultado del juego sea irrelevante en trminos de su capacidad para afectar los intereses fundamentales de las mismas, tal como ocurre, por ejemplo, con el bipartidismo norteamericano. No se conoce un solo pas capitalista donde el estado hubiera convocado a un plebiscito popular para decidir si la economa debe organizarse sobre la base de la propiedad privada o de empresas estatales; o, por ejemplo, en Amrica Latina, para decidir qu hacer con la deuda externa, la apertura comercial, la desregulacin o las privatizaciones. Cuando la burguesa apost a su propia hegemona y convoc un plebiscito para decidir sobre la poltica de privatizaciones en el Uruguay lo perdi. La leccin ya fue aprendida y el
ballotage instituido en este pas fue la estrategia institucional adoptada para evitar nuevas "sorpresas" electorales, tales como un eventual triunfo del Frente Amplio en las prximas elecciones presidenciales. En otras palabras, incertidumbre s, pero relativa. Elecciones s, pero apelando a toda clase de recursos, legales y legtimos, y sobre todo de los otros, para manipular el voto y evitar que el pueblo "se equivoque". Adems, no slo se trata de que los juegos se juegan con "cartas marcadas"; otros ni siquiera se juegan, y terminan ganando siempre los mismos. Para resumir: la existencia de reglas de juego claras e inequvocas sera pues la condicin "poltico-institucional" de la democracia; una vez ms, condicin necesaria pero no suficiente porque una democracia sustantiva o integral no puede sostenerse ni sobrevivir por demasiado tiempo, an como rgimen poltico, si sus races se hunden sobre un tipo de sociedad caracterizada por estructuras, instituciones e ideologas antagnicas u hostiles a su espritu. En conclusin, desde una perspectiva que define la democracia con criterios sustantivos podra decirse que sta slo puede existir una vez que se satisfagan las tres condiciones enunciadas ms arriba. "Discutir sobre la democracia sin considerar la economa en la cual esta democracia debe funcionar deca Adam Przeworski es una operacin digna de un avestruz" (1990, p. 102). En trminos reales y concretos los capitalismos democrticos, an los ms desarrollados, apenas si llenan algunos de esos requisitos: sus dficits institucionales son bien conocidos, sus tendencias hacia una creciente desigualdad y exclusin social son evidentes y el disfrute efectivo de los derechos y libertades se distribuye de manera sumamente desigual entre los diferentes sectores de la poblacin (O Donnell, 1994). Rosa Luxemburg tena razn: no hay democracia sin socialismo4. Una ojeada a la experiencia reciente de Amrica Latina El marco histrico-estructural del capitalismo poskeynesiano Si hubiese podido contemplar la escena latinoamericana de estos aos Nicols Maquiavelo habra sin duda comentado, con la fina irona que lo distingua, que a nuestros pases no los acompa la fortuna y que, para colmo, nuestros prncipes no se caracterizaron demasiado por hacer gala de la virt exigida en circunstancias tan crticas como las actuales. Dejemos de lado lo segundo y concentrmonos, por un momento, en el tema de la fortuna. El comentario del florentino seguramente se habra apoyado en la siguiente constatacin: Amrica Latina tuvo la desgracia de iniciar el camino de la recuperacin de su democracia precisamente en el momento en que en el capitalismo metropolitano comenzaba el auge neoconservador encabezado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. No slo esto: los ochenta son tambin los aos en los que se resuelve doctrinariamente y a nivel de polticas pblicas el impasse dejado por la crisis del keynesianismo y se produce el deplorable "regreso de los muertos vivos" materializado en la inaudita actualidad e influencia adquiridas por las polticas econmicas neoliberales liberalizacin de los mercados, desmantelamiento del estado, apertura indiscriminada, desregulacin, especulacin financiera, etc. que, por inservibles, haban sido arrojadas al desvn de los trastos viejos tras la Gran Depresin de 1929. Si a esto le agregamos la crisis de la deuda, que estallara precisamente en esta parte del mundo en agosto de 1982, configuraramos un cuadro por cierto nada favorable al establecimiento de un capitalismo democrtico en la periferia. En otro lugar hemos ensayado una comparacin entre los procesos de reconstruccin democrtica en Europa Occidental y en Amrica Latina (Boron, 1997 [a]: pp. 175-206). Es suficiente por ahora con recordar algunos de los principales contrastes y la desventaja que estos representaron para Amrica Latina. Los europeos acometen aquella
empresa en un marco econmico extraordinariamente expansivo, en realidad, el "cuarto de siglo de oro" en quinientos aos de historia capitalista: nunca tantas economas crecieron a tasas tan elevadas durante tanto tiempo. Ese perodo se agot a mediados de los aos setenta y nadie, ni el ms alucinado optimista, predice que algo similar pueda aguardarnos en el futuro previsible. Los pases latinoamericanos, por el contrario, retoman el rumbo hacia la democratizacin de sus capitalismos en un cuadro en el cual se combina la tenacidad de las tendencias recesivas de la economa mundial con tmidos y efmeros brotes de crecimiento que tienen lugar en algunos pases industrializados, en una situacin que ya se extiende por dos dcadas y que no tiene miras de mejorar al menos en el corto plazo. Por otra parte, durante el apogeo del keynesianismo la prioridad de los estados era el combate contra el desempleo. Las memorias de la infausta dcada del treinta en donde el desempleo de masas vino acompaado por la depresin y los horrores del fascismo y la guerra y la presencia amenazante de la Unin Sovitica y los grandes partidos de la izquierda europea, socialistas y comunistas, reforz an ms la necesidad de aplicar polticas econmicas y sociales que no slo fuesen efectivas para combatir la desocupacin sino tambin para dinamizar la demanda y asegurar la paz social. El keynesianismo fue la expresin tericamente sublimada de esta nueva situacin al dotar de poderosos justificativos la continua expansin del estado, el manejo del dficit pblico como un instrumento de poltica econmica, la necesidad de regular el funcionamiento de los mercados, combatir la especulacin financiera practicando, en palabras de Keynes, "la eutanasia del rentista" y al avalar las polticas de redistribucin de ingresos. A nadie se le escapa que en un clima poltico como se las "afinidades de sentido" entre la conducta del estado inspirada en los postulados del keynesianismo y las expectativas ciudadanas frente a la reconstruida democracia poltica no podan ser ms coincidentes. Bien distintas han sido las condiciones bajo las cuales Amrica Latina debi encarar la formidable tarea de democratizar, hasta donde fuera posible, las estructuras del capitalismo perifrico. El "clima ideolgico" difcilmente podra haber sido ms adverso, producto de la formidable hegemona que el "pensamiento nico" ejerce sobre la dirigencia poltica gobiernos y oposiciones por igual, con algunas honrosas excepciones y el que merced a la mediacin de muchos de los intelectuales de la regin tambin se hace sentir sobre la opinin pblica en general. Las dificultades econmicas objetivas, en buena parte derivadas del descalabro producido por la deuda externa y las complicaciones que emanan del rumbo catico seguido por la economa mundial en los ltimos aos reforzaron considerablemente la vigencia de la ortodoxia neoliberal y nuestros gobiernos parecen trgicamente empeados en tratar de apagar el incendio arrojando gasolina a las llamas. Ante este panorama, traducido entre otras cosas en un demencial achicamiento del estado (en una regin del planeta donde casi la mitad de la poblacin carece de acceso a agua potable y drenajes y una proporcin semejante depende por completo del hospital pblico!) las polticas neoliberales no han hecho sino agravar la situacin. En todo caso, es preciso convenir que el nuevo credo dominante enarbola una agenda de prioridades en donde temas tales como el "pleno empleo" y la paz social, la estimulacin de la demanda y la intervencin estatal se convirtieron en verdaderos tabes acerca de los cuales no se puede siquiera hablar. Las prioridades gubernamentales, que subordinan todas las dems polticas, son la estabilidad monetaria y el pago de la deuda externa, para lo cual es preciso brindar todo tipo de facilidades, ventajas y prerrogativas a los capitalistas locales y forneos a los efectos de "seducirlos" para que inviertan en el pas. En la Argentina esto ha adquirido un estatuto legal, toda vez que la ley del presupuesto contiene una clusula que
establece explcitamente que cualquier partida puede reducirse, salvo una nica que es intocable: la que asigna los recursos destinados al pago de la deuda externa. Creemos, en conclusin, que no es exagerado afirmar que el keynesianismo fue un perodo excepcional en el cual el capitalismo produjo lo mejor que poda ofrecer en trminos de derechos sociales y econmicos y en lo concerniente a la calidad de la ciudadana a la que poda aspirarse. Es altamente improbable que en el futuro previsible pueda volver a ofrecer resultados tan importantes como los que obtuviera en su poca de oro entre 1948 y 1973. Agotada esa fase y abandonado el oportunismo reformista que con su sola presencia impona el as llamado "campo socialista", hemos retornado a lo que ha sido la "normalidad capitalista" a lo largo de los siglos: la superexplotacin, la desigualdad, la desciudadanizacin. En una palabra: el capitalismo poskeynesiano ha abierto una nueva era de desigualdades en un modo de produccin que involucion hacia sus formas ms reaccionarias y salvajes. Obviamente, en este nuevo marco histrico-estructural y con la clase de polticas que se estn implementando es muy difcil hacer que la democracia pierda "ese olor a farsa" que sealaba premonitoriamente Cardoso a mediados de los aos ochenta. 0 Paisaje despus de la tragedia El escepticismo acerca del futuro de las democracias latinoamericanas luego de los cruentos experimentos llevados a cabo por los gobiernos neoliberales de la regin se fundamenta en el verdadero holocausto social que estos ocasionaron con sus polticas. Por supuesto, este es un tema del cual no se habla, que es considerado de "mal gusto" o como una vergonzosa e intolerable regurgitacin de un romanticismo populista o socialista que no condice con la parsimonia y la flema que el neoliberalismo y la cultura posmoderna han instalado como modelos de conducta, sobre todo y con mucho xito, entre los beneficiarios de la restructuracin capitalista en curso. No es un dato anecdtico recordar que entre estos se cuentan muchos que en un pasado no demasiado lejano canalizaban su fervoroso dogmatismo en otras direcciones, menos redituables que la que hoy con generosidad recompensa el neoliberalismo. Es por eso que ante cada nueva vuelta de tuerca de la crisis lo nico que se escuchan son otras tantas exhortaciones a "profundizar" el modelo, como si los ingentes costos sociales que ste ha insumido no fueran suficientes. Si la medicina neoliberal no dio resultados lo que hay que hacer es redoblar la medicacin! Esto nos confronta, de manera inescapable, ante un problema sumamente preocupante: los nocivos efectos que el monopolio o, en el mejor de los casos, el oligopolio de los medios de comunicacin tienen sobre la conciencia pblica y sobre la construccin de la agenda del debate poltico en los pases de la regin. Dado que el proceso de concentracin monoplica favorecido por las polticas neoliberales se manifest con singular intensidad en el terreno de los medios no sorprende demasiado comprobar que la actitud de estos ante los problemas y cimbronazos del ajuste sea la de explorar con cautela los paliativos posibles y tolerables dentro de los marcos generales del nuevo orden, cuidndose muy bien de socavar con sus informaciones y mucho menos con sus anlisis los fundamentos ideolgicos sobre los cuales reposa el consenso neoliberal. Es cierto que dependiendo de los pases hay algunas excepciones y matices de importancia, pero en general la lnea es sta. La pregunta es la siguiente: hasta qu punto un orden democrtico es compatible con una estructura de medios de comunicacin de masas tan altamente oligopolizada como la que hoy existe en Amrica Latina? El caso de las telecomunicaciones es altamente ilustrativo: en la Argentina los dos principales grupos multimedia del pas controlan el 60% de la televisin por cable, proporcin que llega al 80% si se suman otros dos grupos menores. Aparte de ello, estos grupos manejan casi
sin contrapeso la televisin abierta, tienen una presencia decisiva en los medios grficos y en la radiotelefona. En el Brasil la preponderancia de los dos gigantes multimedios, el Grupo O Globo y el Grupo Abril, es comparable a la de sus pares de la Argentina, mientras que la experiencia de Chile y Uruguay se inscribe, si bien de manera un tanto ms atenuada, en la misma tendencia (Seoane, 1998, pp. 8-11). El caso mexicano presenta algunos matices dado que si bien la abrumadora preponderancia del Grupo Televisa en el mbito televisivo parecera ser superior a la de sus pares sudamericanos, a diferencia de estos no ha logrado una implantacin semejante en los medios grficos y la radiotelefona. De lo anterior se desprende una segunda fuente de preocupaciones, cul es la responsabilidad que le cabe a los cientficos sociales y ms genricamente, a los intelectuales ante la gravsima situacin social imperante en Amrica Latina? Cmo explicar la resignacin y la apata, cuando no la abierta indiferencia, que pareceran reinar en la academia? Es cierto que sera absurdo esperar de estos grupos que desempeen un papel mesinico. Pero, es menos absurda acaso la bajsima presencia pblica que, otra vez con algunas excepciones, hacen de las ciencias sociales latinoamericanas un testigo ciego, sordo y mudo ante realidades cuyo dramatismo y nefastas consecuencias sobre la calidad de nuestra vida social no pueden pasar inadvertidas para los especialistas en estas materias? No es este el momento de examinar las razones de esta ausencia de las ciencias sociales en el debate pblico latinoamericano. Hay diferencias nacionales, es cierto, pero en general el panorama no vara sustancialmente de pas a pas. Esto constituye un problema para nuestras sociedades, pero tambin es un sntoma, y muy grave, sobre lo que est ocurriendo en la academia y sobre lo que nos est ocurriendo a los cientficos sociales. "Amrica Latina es la regin con la peor distribucin de ingresos del mundo". Frases como stas se encontraban en el pasado slo en boca de lderes de izquierda. Fidel Castro, Ernesto "Ch" Guevara y Salvador Allende fueron algunos de los que las pronunciaron. Hoy, por uno de esos retrucanos de la historia, la izquierda permanece cabizbaja y en silencio, avergonzada por la cada del Muro de Berln y la putrefaccin del modelo sovitico, sin palabras ante la cada del "otro muro", el que impidi por un cuarto de siglo que el capitalismo hiciera aflorar sus tendencias ms retrgradas y reaccionarias. Por eso la frase de marras la pronuncian ahora Enrique Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo; o James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial; o Horst Khler, director gerente del Fondo Monetario Internacional. La razn es bien simple: la realidad es tan agobiante que es imposible resistir a la necesidad de por lo menos decirla, como si de ese modo se conjurasen todas las fuerzas necesarias para acabar con una situacin intolerable. En Amrica Latina la distribucin del ingreso ha sido tradicionalmente regresiva, pero en pocas recientes hubo dos factores que contribuyeron a acentuarla. Por un lado, la debacle econmica que sobrevino al estallido de la crisis de la deuda y al agotamiento del viejo modelo de acumulacin basado en la sustitucin de importaciones; por el otro, las medidas de "ajuste y estabilizacin" puestas en prctica para enfrentar a la crisis. De ah que la Comisin Econmica para Amrica Latina (cepal) haya reconocido explcitamente esta situacin, que cancel gran parte del progreso logrado en el combate contra la pobreza durante los aos sesenta y setenta. Luego de casi dos dcadas de polticas neoliberales, en donde demaggicamente se exhortaba a la poblacin a tener paciencia y a confiar en el inexorable "derrame" de la riqueza hacia abajo, hoy podemos comprobar que tal resultado no slo no se ha producido sino que la situacin ha empeorado. Una vez ms la teora del derrame ha sido desmentida por la historia. Hay ms pobres que antes y el hiato que separa a ricos de pobres se ha acrecentado. "En los
pases con la distribucin del ingreso ms concentrada", observa la cepal, "el 10% ms rico de los hogares percibe el 40% del total de la riqueza" (cepal, 1994, p. 1). No se trata, por lo tanto, de una cada momentnea o circunstancial sino de la refundacin de un nuevo tipo de capitalismo perifrico signado por profundos clivajes sociales y por una exclusin social de carcter estructural. Por si todo esto fuera poco, habra que llamar la atencin al hecho de que la distribucin del ingreso adquiri rasgos ms regresivos incluso entre aquellos pases en los cuales, segn la "comunidad financiera internacional" el programa de ajuste estructural "funcion bien", como Chile, Mxico y la Argentina. Tngase presente, adems, que en estos pases se considera como "no pobre" o por encima de la "lnea de la pobreza" a las personas que ganen ms de 2 dlares por da. Es decir, quienes perciben tres o cuatro dlares diarios una cifra a todas luces insuficiente para proveer a los insumos mnimos necesarios para una sobrevivencia civilizada quedan por encima de la lnea de la pobreza. A los efectos comparativos conviene recordar que los ingresos mnimos abonados a los desocupados por la Seguridad Social francesa ascienden a unos 600 dlares mensuales, es decir diez veces ms de lo que en estas latitudes se considera el umbral mgico de dos dlares diarios que separa a los pobres de los "no pobres". Esta es otra de las diferencias que atestiguan la distancia que separa al capitalismo metropolitano de la periferia. La pobreza como sntoma, pero de qu? Una ltima reflexin con relacin a este asunto: dada la gravedad de la crisis social en la regin el "problema de la pobreza" se ha convertido en un tema de preocupacin universal, agitado inclusive por impensados personeros del establishment o por "reformadores sociales" de tan dudosos pergaminos como Horst Khler, John Wolfensonn y la legin de economistas que estos comandan en el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Resulta paradojal, e irritante, que quienes promueven con sus polticas el empobrecimiento masivo de las sociedades se esmeren, por otro lado y tal vez para lavar sus culpas, en elaborar nuevas estrategias para enfrentar "el problema de la pobreza" que ellos mismos generan. Es indudable que un planteo riguroso del tema obligara a una reformulacin radical. En primer lugar, reconociendo la pluralidad de enfoques que hace que, por ejemplo, mientras que en Inglaterra escenario de la ms brutal ofensiva anti obrera en el mundo desarrollado se hable, con justa razn, de la "pobreza", en Francia el acento sea puesto en la "exclusin social" y en Escandinavia sobre el problema de la "desigualdad social". Lo que esto indica es que la pobreza tiene una multidimensionalidad que no es adecuadamente reconocida en los enfoques econmicos tradicionales. La pobreza europea convive con bajos niveles de desigualdad social y la exclusin es atemperada, pese a su crisis, por obra de las polticas sociales del estado de bienestar. En Amrica Latina, por el contrario, la pobreza carece de "redes de seguridad" y no tiene atenuantes de ningn tipo, mientras que la desigualdad econmica y la concentracin de la riqueza registran los niveles ms elevados del planeta. Observando cuidadosamente la escena latinoamericana puede concluirse que hablar del "problema de la pobreza" constituye un serio equvoco. Nuestro verdadero "problema" no es la pobreza sino la riqueza, el primero siendo apenas un sntoma aberrante del segundo. Si existe como "problema" es porque hay una cuestin previa, de la cual brota la anterior, la fabulosa concentracin de la propiedad, la riqueza y los ingresos en Amrica Latina. Eliminar la pobreza, o reducirla drsticamente, es posible y relativamente sencillo de hacer siempre y cuando exista la voluntad poltica para acometer tal empresa. Un destacado experto en la materia, Vctor Tokman, observ con razn que: La estimacin efectuada por el Banco Mundial (en el World Development Report del
Banco Mundial, de 1990) seala que para erradicar la pobreza en la regin se requerira transferir el 0,7% del producto, lo que sera equivalente a un impuesto del 2% sobre las rentas del 20% ms rico de la poblacin (1991, p. 84). Tokman advierte que el informe del Banco Mundial se refiere, en realidad, a la erradicacin de la indigencia generada en la dcada del ochenta, es decir, a la "deuda social" contrada en esos aos y no a la totalidad de la pobreza que abruma a la regin. A ello deberamos hoy agregar la pobreza acumulada durante la dcada del noventa que en algunos pases, como la Argentina, adquiri considerables dimensiones. De todos modos, y ms all de estas precisiones, las estimaciones de la CEPAL coinciden en sus trazos ms gruesos con las del Banco Mundial: bastara con transferir el 1% del producto para resolver el problema de la pobreza extrema en Amrica Latina, pero se requerira un 4,8% para hacer lo propio con la pobreza en general. Ms all de las controversias acerca de la magnitud del esfuerzo que esto demande relativamente pequeo en algunos casos, ms grande en otros, y de la naturaleza y estrategia de las fuerzas polticas dispuestas a implementarlo, queda claro que si el problema persiste no es debido a una imposibilidad prctica de solucionarlo sino a la inexistencia de una voluntad poltica decidida a enfrentarlo resueltamente. La pobreza en Amrica Latina no es un "castigo de los dioses" ante los cuales debamos resignarnos fatalsticamente. Sabemos que el capitalismo genera simultneamente riqueza y pobreza; tambin sabemos que, en Amrica Latina, la exasperacin de la polarizacin social es el resultado de un patrn de acumulacin concentrador y excluyente, y que si no es enrgicamente controlado por un estado fuerte no hipertrofiado, sino fuerte, dotado de efectivas capacidades de regulacin e intervencin, habr de provocar una verdadera catstrofe social y ecolgica en toda la regin. Es indudable que la factibilidad de un proyecto de este tipo as como la intensidad del esfuerzo demandado para la erradicacin de la pobreza extrema acumulada desde 1980 varan en cada circunstancia: a comienzos de los aos noventa, en el caso de la Argentina y el Uruguay, hubiera sido necesario transferir apenas el 0,8% del PBI para erradicar la indigencia, pero en Mxico el porcentaje hubiera ascendido al 4,2% y al 6,1% en Brasil; en cambio, en Guatemala dicho programa hubiera tenido que disponer del 29% del PBI. Visto desde el punto de vista de los ingresos tributarios, en el caso de la Argentina estos recursos habran significado una cifra cercana al 50% de lo recaudado por concepto de impuestos directos a los ingresos, las utilidades y las ganancias, pero hubieran equivalido a la casi totalidad de tales recaudaciones en los casos de Mxico, Panam y Brasil, y a una cifra que flucta entre 8 y 18 veces a las contribuciones impositivas de pases como Per y Guatemala (Tokman, 1991, pp. 8586). En sntesis: segn refiere Tokman, para neutralizar slo el aumento de la "deuda social" registrado en la dcada del ochenta sera necesario transferir alrededor del 5% del producto: el 3% para la generacin de empleos estables y bien remunerados, el 1,5% destinado a gastos sociales y el 0,5% para financiar programas de redistribucin de ingresos. A nadie puede escaprsele que una proporcin muy similar del PBI es la que muchos pases estn destinando al pago de la deuda externa (Tokman, 1991, pp. 87-95). Cmo hacer entonces para evitar que la dcada perdida se transforme en la "generacin perdida"?. En consecuencia, las polticas a implementar para combatir la pobreza y no para practicar la "eutanasia de los pobres", como ocurre actualmente! son bien conocidas y, habiendo voluntad poltica, no presentan grandes inconvenientes. Pero atacar el problema ms grave, el de la riqueza, ofrece enormes dificultades en el actual contexto sociopoltico de la regin y en el marco internacional de finales del siglo xx. Prueba de
ello es que, como se demuestra ms adelante, la concentracin de la riqueza ha marchado a ritmo acelerado en los ltimos 15 o 20 aos. Y que las clases dominantes de la regin han sostenido, exitosamente, su capacidad para imponer un "veto contributivo" que prcticamente las exime del pago de impuestos. Si en los aos sesenta la revolucin pareca necesaria para expropiar a los capitalistas hoy parecera que la misma es no menos indispensable para lograr algo que en los capitalismos metropolitanos se ha obtenido desde hace mucho tiempo y por la va parlamentaria: que los ricos paguen impuestos y que ese dinero se aplique a financiar programas de eliminacin de la pobreza. En Amrica Latina los ricos casi no pagan impuestos el impuesto a las ganancias como proporcin del PBI es del 2,5% en la regin, contra el 15% en los pases de la OCDE y el dinero recaudado principalmente entre los pobres, va impuestos indirectos, se destina principalmente a subsidiar a los ricos. En resumen: la pobreza es un sntoma de la desorbitada concentracin de la riqueza existente en Amrica Latina y de la desercin de las elites polticas de la democracia de sus compromisos con la ciudadana. Si se quiere resolver eficazmente el problema ser preciso actuar no slo sobre los sntomas sino sobre las causas profundas del mismo. Una ojeada a algunos casos nacionales Veamos brevemente las enseanzas que arroja la experiencia reciente de tres pases latinoamericanos en los cuales las polticas de ajuste y estabilizacin recomendadas por el Consenso de Washington habran sido implementadas ms radicalmente y obtenido sus mejores frutos: Chile, Argentina y Mxico. Chile Cabe recordar en este sentido que durante un tiempo tanto el Banco Mundial como el Fondo Monetario Internacional se haban empeado en sealar que Mxico y Chile eran los pases "modelo", cuyas polticas deban ser imitadas por quienes aspirasen a recoger los mismos xitos que aquellos. La irrupcin de la guerrilla en Chiapas y la crisis del Tequila hicieron que las imgenes sonrientes y confiadas del presidente Salinas de Gortari y su secretario de hacienda Pedro Azpe desaparecieran abruptamente de las tapas de los principales diarios y revistas de la "comunidad financiera internacional". Con mayor discrecin, las publicaciones del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional (fmi) sacaron furtivamente de la vitrina el caso mexicano, convertido de la noche a la maana en una experiencia impresentable al paso que redoblaban sus alabanzas al ejemplo chileno. ste, liberado ya de la incmoda presencia del dictador Pinochet, fue explcitamente consagrado como el "modelo" a imitar en un documento elaborado hace unos aos por Sebastin Edwards, vstago de uno de los grupos econmicos ms favorecidos por el rgimen militar y a la sazn economista-jefe del Banco Mundial (1993). Conviene analizar dicho documento porque en l se advierten con meridiana claridad la inescrupulosidad con que los voceros del Consenso de Washington manipulan la informacin con fines propagandsticos. En la seccin titulada "Chile como un modelo" su redactor omite tres "nimiedades", con lo cual se desfigura groseramente lo ocurrido en Chile: (a) se soslaya por completo que, contrariamente a lo estipulado por la ortodoxia neoliberal, en Chile no se privatiz lo esencial: la empresa estatal del cobre. Creada por el gobierno socialista de Salvador Allende para explotar los yacimientos de ese mineral y que, como deca el extinto presidente, significaba "el sueldo de Chile" la CODELCO ha seguido en manos del estado hasta el da de hoy, lo que canaliza hacia las arcas del fisco casi la mitad de los ingresos totales producidos por las exportaciones
chilenas. En consecuencia, si pases como Argentina o Brasil siguieran las enseanzas del modelo chileno el gobierno de Menem debera expropiar la totalidad de la propiedad agropecuaria de la pampa hmeda al paso que Cardoso debera hacer lo propio con la industria paulista. Se comprende entonces el cauteloso silencio del informe en esta materia; (b) tambin se pasa por alto el hecho de que, a diferencia del resto de Amrica Latina, en Chile el tamao del estado medido como la proporcin del gasto pblico de todos los niveles del gobierno sobre el PBI ha venido creciendo de manera sistemtica en los ltimos 15 aos. A tal punto esto es as que, en la actualidad, el estado chileno se ha convertido, en trminos relativos, en el segundo ms grande de Amrica Latina, slo superado por Cuba y dejando atrs a otros pases como Brasil y Mxico, otrora mucho ms "estatizados" que Chile. En lugar de "achicar" al estado en Chile se hizo exactamente lo contrario, lo que constituye una flagrante violacin de otro de los preceptos centrales del Consenso de Washington. (c) por ltimo, en lo concerniente a la desregulacin financiera se observa una situacin anloga: si en la mayora de Amrica Latina el flujo financiero se ha desregulado casi por completo, en Chile los movimientos internacionales de capitales se encuentran sujetos a importantes restricciones. Una parte considerable del capital que ingresa al mercado chileno, el 30%, queda inmovilizado en manos del Banco Central sin producir ningn tipo de remuneracin, y slo el resto puede invertirse en operaciones burstiles. Adems, y tal vez lo ms importante, dichas inversiones deben permanecer en el pas por lo menos un ao (Cufr, 1997, p. 14). Por lo tanto, no debe sorprendernos el hecho de que, a diferencia de los regmenes altamente liberalizados y desregulados de Argentina y Brasil, el llamado "efecto tequila" haya pasado desapercibido en Chile. Pese a todo, estas peculiaridades del "modelo chileno" en materia de privatizacin, gasto pblico y desregulacin financiera parecen no haber llamado la atencin de los siempre atentos economistas del Banco Mundial. Tampoco se ha reparado en un hecho bien significativo: gran parte del dinamismo exportador chileno reposa sobre un proceso de modernizacin agrcola que dio origen a una nueva capa de agresivos empresarios rurales, surgidos de la reforma agraria iniciada por Eduardo Frei y completada, pese al hostigamiento de la derecha chilena, por el presidente Salvador Allende. En el documento ya aludido el economista jefe del Banco Mundial (bm) prefiri ignorar todas estas minucias y ni siquiera les asigna un lugar en una modesta nota a pie de pgina, todo lo cual plantea serias cuestiones relativas a la competencia profesional y/o a la integridad moral de algunos miembros del staff del Banco Mundial (Edwards, 1993, pp. 34-35). Retomemos el hilo de nuestra argumentacin: en el caso particular de Chile las tendencias hacia una concentracin regresiva del ingreso son sumamente acentuadas, poniendo de relieve los enormes costos sociales incurridos por la aplicacin de las polticas "orientadas hacia el mercado". En 1988, es decir, 15 aos despus de haber iniciado la reestructuracin econmica, el ingreso per cpita y los salarios reales eran apenas levemente superiores a los de 1973, a pesar de los altos niveles de desocupacin padecidos por los trabajadores el 15% como promedio entre 1975 y 1985, con un pico del 30% en 1983 supuestamente como el necesario trago amargo para el posterior disfrute de los beneficios del progreso econmico. Al comienzo del reciente boom de la economa chilena, en el bienio 1985-1986, la participacin de los asalariados en el ingreso nacional era del 34,8%. Cuando el auge madur, en 1992-1993, dicha participacin cay al 33,4% (Bermdez, 1996, p. 2). Entre 1970 y 1987 la proporcin de hogares con ingresos por debajo de la lnea de pobreza creci del 17% al 38%, y en 1990 el consumo per cpita de los chilenos era todava inferior al que haban accedido
en 1980 (Meller, 1992). Informes oficiales indican que en el primer turno del gobierno democrtico la pobreza descendi al 27%, cifra que an as es casi el doble de la que exista en los comienzos del gobierno de Salvador Allende en 1970. Una investigacin independiente de la anterior, comentada en el excelente libro de Toms Moulin, demuestra que dentro de una muestra de 62 pases ordenados por un indicador de equidad a comienzos de los aos noventa, el Chile del "milagro" ocupa el lugar 54, slo superando en dicha muestra a Sudfrica, Lesotho, Honduras, Tanzania, Guinea Ecuatorial, Panam, Guatemala y Brasil. Moulin tambin observa que pese al aumento del gasto social efectuado por los gobiernos de la Concertacin la tendencia de la distribucin de ingresos per cpita continu su marcha polarizante, llegando a una diferencia de casi 40 veces entre el primer y el ltimo decil (1997, pp. 93-96). Un estudio del propio Banco Mundial demuestra que en la dcada del ochenta, cuando se afianza el "milagro chileno", la desigualdad econmica medida a partir del coeficiente de Gini se increment en Chile desde un valor del 0,52 al 0,57, slo superado por Brasil (que registr un ndice igual al 0,63) y Guatemala y Honduras, cuyos ndices fueron del 0,59, mientras que los restantes 14 pases latinoamericanos incluidos en el estudio exhibieron ndices de desigualdad econmica menores que los de Chile (1993, pp. 16 y 23). Seguramente habr sido a causa de este penoso desempeo en materia social que pocos aos atrs un documento de la CEPAL haya expresado su beneplcito ante las "importantes mejoras" experimentadas por los salarios mnimos urbanos en Chile entre 1990 y 1992, al haber recuperado en este ltimo ao el poder de compra que haban alcanzado... en 1980! (1994, p. 10). En pocas palabras, despus de ms de un cuarto de siglo de polticas neoliberales, la experiencia chilena comprueba la impotencia de stas para resolver el problema de la pobreza y para lograr algn avance, por mnimo que sea, en el terreno de la equidad. Haciendo un anlisis de esta evolucin en el largo plazo, entre 1969 y 1999, el economista Ricardo Ffrench Davis concluye, en consonancia con lo que decamos ms arriba, que: [E]n todo caso, cualquier informe incluso el ms favorable dice que estamos peor que entre el 69 y el 70. Treinta aos despus no estamos mejor, y lo normal en un mundo que se moderniza es que la equidad aumente, que la distribucin sea ms igualitaria (1999, p. 20). Recapitulando: puede ser que, como lo pregonan los partidarios del ajuste neoliberal, en el Chile actual los pobres sean menos pobres que antes. Pero ante esto pueden formularse tres objeciones fundamentales. Primero, que siendo la pobreza un fenmeno relativo a su necesaria contraparte dialctica, la riqueza, el hecho de que las clases populares tengan acceso a bienes que antes les estaban vedados no necesariamente significa que sean "menos pobres" que antes. Marx deca que slo una vez que el seor feudal edificaba su chateau junto a la modesta vivienda del campesino sta se converta, ante los ojos de sus moradores, en una choza miserable. Los pobres del neoliberalismo chileno son tales no por relacin a un parmetro absoluto y suprahistrico ni por comparacin con los indigentes de Calcuta sino por su relacin con la ostentosa riqueza de la nueva oligarqua chilena. Segundo, que an cuando los pobres pudieran ser "menos pobres" que antes lo cierto es que su proporcin en relacin al conjunto de la poblacin es ms del doble de la que se registraba a finales de 1971, al cabo de un ao de gobierno de Salvador Allende, situacin sta tanto ms inadmisible en cuanto se verifica dentro de un acentuado proceso de crecimiento econmico. Por ltimo, la tercera objecin se refiere al hecho de que la inequidad distributiva, esto es, la desigualdad entre ricos y pobres, se agigant hasta niveles sin precedentes en la historia chilena.
En un pas cuyas clases dominantes y sus perros guardianes no le otorgaron a Salvador Allende ni siquiera un ao para superar la pesada herencia que dejaba, en palabras de Anbal Pinto, "un caso de desarrollo frustrado" como el de Chile, los veintitantos aos de polticas neoliberales parecen ser un perodo ms que suficiente para revertir una situacin de pobreza y desigualdad unnimemente percibida como escandalosa en un contexto de rpida creacin de riqueza como el que caracteriz el "milagro econmico" chileno desde mediados de los aos ochenta. Sin embargo, nada de esto ha ocurrido. Peor an: lo que la experiencia ensea una y otra vez es que las polticas neoliberales no slo son incapaces de combatir la pobreza sino que, antes bien, son uno de los factores ms dinmicos en su creacin y en el aumento de la inequidad. Lo anterior, no slo en la periferia del capitalismo sino que tambin, como lo ha demostrado contundentemente Paul Krugman, en el corazn mismo del sistema, en Estados Unidos y el Reino Unido (1994). Argentina En el caso argentino las cosas distan de ser ms edificantes o promisorias que del otro lado de la cordillera. Las gravsimas limitaciones del Plan de Convertibilidad de Menem/Cavallo se han vuelto evidentes. Es cierto: no hay inflacin en la Argentina, pero ello no obedece a factores genuinos sino a, parafraseando a Alan Greenspan, la "exuberancia de los mercados financieros" que durante todos estos aos continuaron ingresando a la Argentina atrados por las posibilidades de realizar fenomenales ganancias en operaciones especulativas y de muy corto plazo. El resultado ha sido la total enajenacin del patrimonio pblico y el alucinante aumento de la deuda externa, pese a que cuando el pas firm el ingreso al Plan Brady tanto el ministro Domingo Cavallo como el presidente Carlos S. Menem aseguraron urbi et orbi que el problema ya estaba controlado. En esos momentos la Argentina deba a sus acreedores externos 62.000 millones de dlares. Luego de haber cumplido puntualmente con todos los compromisos acordados, el monto de la deuda asciende a unos 140.000 millones de dlares. Por otra parte, la significativa recesin de grandes segmentos del mercado interno coadyud a mantener la paridad cambiaria y a abatir la inflacin hasta niveles desconocidos en la Argentina. Pese a que los ndices macroeconmicos demuestran que en los aos noventa se ha recuperado el sendero de un vigoroso crecimiento, los frutos del mismo se concentran cada vez con mayor intensidad en el bloque dominante hegemonizado por el capital financiero internacional y sus socios locales. Mientras tanto, hay indicios inequvocos que hablan del dramtico empeoramiento de la situacin econmica y social: la desocupacin, cuyas tasas actuales, cercanas al 15%, quintuplican el promedio histrico de la Argentina!; el incontenible aumento de la pobreza y la exclusin social; y la pauperizacin de las clases medias, evidentes no slo entre los desocupados sino an entre quienes tienen empleo pero cuyos salarios son insuficientes para sobrevivir en la carsima economa argentina. Los datos dados a conocer por la Encuesta Permanente de Hogares revelan que el 50% de los hogares argentinos (en donde se suma el ingreso de todos los que trabajan en el grupo familiar) percibe menos de 900 pesos mensuales, mientras que el costo de la canasta familiar para la familia tipo (padre, madre y dos hijos) est calculado en 1.096 pesos mensuales y el salario promedio de los trabajadores alcanza los 450 pesos (Godio, 1998, p. 13). Un anlisis centrado en las transformaciones de mediano plazo ocurridas en este mbito demuestra que, en el Gran Buenos Aires, entre 1975 y 1998, "la participacin del 10% ms pobre de la poblacin sobre el total de los ingresos de la regin cay el 51%, pasando del 3,1% al 1,5%", mientras que aquellos ubicados en el extremo superior vieron acrecentar su participacin al 49%, pasando del 24,6% que
tenan al inicio del perodo al 36,7% en el ao 1998 (Lpez, 1998, p. 12). Segn informa Artemio Lpez, la llamada "lnea de pobreza" que peridicamente calcula el propio Ministerio de Economa fue fijada para mayo de 1998 en 490 pesos mensuales. Sin embargo, una estimacin independiente y mucho ms "realista" que la efectuada por el Ministerio de Economa determina que la canasta bsica tiene un valor que es ms del doble de lo estipulado por la "lnea de pobreza". Si se toman en cuenta las cifras relativas a la distribucin del ingreso por tramos resulta, segn Lpez, que "el 20% de la poblacin argentina, 7.224.987 ciudadanos, debe afrontar sus gastos mensuales disponiendo en promedio de 2 pesos por da", una cifra claramente insuficiente para un pas cuyo nivel de precios equivale al de Estados Unidos o Europa Occidental (1998, p. 12). Por otra parte, la evolucin del coeficiente de Gini en la dcada del ochenta muestra un notable empeoramiento, con valores que ascienden desde el 0,41 en 1980 al 0,48 en 1989 (Banco Mundial, 1993, p. 23). Las tendencias de los aos noventa lejos de atenuar esta involucin no hicieron otra cosa que acentuarla, como se prueba ms arriba. Una perspectiva tambin de ms largo aliento permite apreciar la radicalidad de las transformaciones regresivas operadas en la sociedad argentina como ominoso teln de fondo de nuestra recuperacin democrtica. Pese a lo que diga en contrario la retrica neoliberal, los sectores populares no perciben beneficios, intereses o rentas sino salarios y la evolucin de estos o, mejor dicho, su involucin en la Argentina difcilmente pueda alentar expectativas demasiado optimistas. Lo mismo cabe decir en relacin con la distribucin del ingreso, el desempleo y la extensin y calidad de las prestaciones sociales efectuadas por el estado. Pese a la estabilizacin monetaria los salarios reales no se han recuperado y permanecen, segn las ms variadas estadsticas y fuentes informativas, en un nivel muy deprimido, todava un tercio por debajo de los existentes hace casi diez aos. Tal como lo prueban los datos arriba mencionados, la distribucin del ingreso se ha vuelto ms regresiva, y hay muchas razones para suponer que sta es una involucin de carcter estructural y no tan slo una fluctuacin que obedezca a transitorios ciclos de corto plazo y, por lo tanto, fcilmente reversible. La evolucin del desempleo y el subempleo en los grandes aglomerados urbanos es decir, excluyendo las pequeas ciudades y las zonas rurales, en donde tradicionalmente la desocupacin es mayor demuestra que cerca de un tercio de la poblacin econmicamente activa se encuentra en esas condiciones, es decir, unos tres millones de trabajadores. Las cifras del desempleo abierto en estos ltimos aos sin contar, naturalmente, a los subempleados sita el "logro" del gobierno de Menem en esta materia entre cinco y seis veces por encima del promedio de la tasa de desempleo registrada en la Argentina entre 1900 y 1980, y esto difcilmente pueda ser considerado como un buen indicio en lo que toca a la pobreza. Por ltimo, el inusitado rigor del ajuste fiscal ha provocado el desplome de los sueldos y salarios del sector pblico y, muy especialmente, la vertiginosa cada de los haberes jubilatorios: los salarios promedio del personal de la administracin central del estado se ubicaban por debajo de la mitad del nivel general de salarios de la economa argentina, mientras que los jubilados apenas si alcanzaban a un tercio. Si a lo anterior le aadimos el impacto devastador que la crisis fiscal ha tenido sobre la extensin y calidad de los servicios del estado en materia de educacin, salud pblica, asistencia social, vivienda y todo un amplio conjunto de "bienes pblicos" desde ferrocarriles y subterrneos hasta recreacin y turismo social es difcil comprender cules podran ser las bases del optimismo neoliberal en su "combate" contra la pobreza. El resultado de esta trgica aberracin que es el neoliberalismo queda sintetizado en un comentario hecho al pasar en un reciente informe oficial del Ministerio de Economa: se estima que unos 15.000 nios mueren cada ao a consecuencia de enfermedades
curables que no pueden ser efectivamente controladas debido a los recortes presupuestarios del sector salud. Una buena medida del carcter letal del neoliberalismo lo da la siguiente comparacin: slo en dos aos dichas polticas "desaparecen", en la poblacin infantil, al mismo nmero de vctimas que el "terrorismo de estado" extermin en siete! (Secretara de Programacin Econmica, 1994, p. 18). Mxico Quin se atrevera hoy da a cantar loas al "proyecto modernizador" de Salinas de Gortari en Mxico? Luego de Chiapas, el asesinato de Colosio, las escandalosas revelaciones sobre los alcances de la corrupcin en el gobierno, el desplome del peso mexicano y la crisis del "tequila", los famosos "xitos" de la reestructuracin ortodoxa en Mxico se desvanecieron como por arte de magia (Moffet y Friedland, 1996, p. 18). La involucin econmica y social experimentada luego de ms una dcada y media de ajustes ortodoxos es inocultable. La distinguida economista mexicana y actual diputada federal del Partido de la Revolucin Democrtica (prd), Ifigenia Martnez Hernndez, abre un documento relativo a la coyuntura econmica con estas palabras: "(A)l iniciarse 1996 el producto por habitante en Mxico tena un valor real equivalente al de 1976 y un rezago del 15% con respecto al mximo histrico logrado en 1981" (1996, p.5). Pese a la profusa retrica reformista utilizada por distintos gobiernos del PRI para "vender" su conversin al neoliberalismo, los datos oficiales son incapaces de abonar conclusiones diferentes: mediciones alternativas muestran que entre 1980 y 1990 el ingreso per capita de los mexicanos declin el 12,4% (Altimir, 1992). En esos aos la pobreza aument significativamente mientras que los salarios reales cayeron el 40%. Al igual que en el caso argentino dicha cada estuvo bien lejos de ser un traspi pasajero sino que, en realidad, se trat de una modificacin estructural en la distribucin del ingreso cuyas consecuencias perduran, agravadas por el "efecto tequila", hasta nuestros das. Ya en 1990 el consumo per capita se ubicaba el 7% por debajo de 1980 (Bresser Pereira, 1993). Segn anota Jorge Castaeda, cuando en 1992 el gobierno mexicano se decidi a publicar los primeros registros estadsticos sobre la distribucin del ingreso en los ltimos quince aos, las datos fueron espeluznantes: "en 1984 [...] el 40% ms pobre de la poblacin reciba el 14,4% del ingreso total. Para 1989, el mismo 40% slo reciba el 12,8%. Pero el 10% de los ms ricos disfrutaron de un salto en su participacin del 32,4% al 37,9%" (1993, pp. 283-284). Sin embargo, el optimismo oficial no fue perturbado por tales hallazgos. Fue necesaria la insurreccin de Chiapas y el colapso del peso mexicano, en diciembre de 1994, para que las elites locales, su corte de asesores, expertos y "tcnicos" y sus mentores internacionales el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial y varias agencias del gobierno de Estados Unidos despertaran ante la amarga constatacin de que la situacin estaba fuera de control. Si el terremoto de 1985 haba puesto al desnudo la corrupcin generalizada del estado prista y su imperdonable desercin de sus responsabilidades esenciales, la crisis del 1994 fue la gota que rebals el vaso. Los sucesivos programas de ajuste lanzados por el gobierno de Ernesto Zedillo no hicieron sino confirmar las ms sombras predicciones acerca del curso de los acontecimientos. Ya desde sus primeras tentativas algunos funcionarios del rea econmica del nuevo gobierno hicieron saber a la poblacin que sera necesario adoptar "duras medidas" de austeridad y restriccin del consumo cmo si lo ocurrido hasta entonces hubiese sido una orga consumista en donde los sectores populares daban rienda suelta a sus ambiciones ms extravagantes! que seguramente reduciran an ms el poder adquisitivo de los salarios, ocasionando renovados padecimientos a la gran mayora de las clases y capas populares de Mxico (DePalma, 1995, A 1/ p. 10). Un dato, producido por una reciente investigacin sintetiza la miseria del neoliberalismo
en su versin prista: un estudio mdico-social a nivel nacional efectuado sobre los adolescentes mexicanos comprueba que la estatura promedio de los mismos disminuy 1,7 centmetros entre 1982, ao de comienzo del "ajuste neoliberal", y 1997. Tal como lo observa Asa Cristina Laurell, para que una involucin de este tipo sea posible en apenas 15 aos se requiere someter a la poblacin a penurias econmicas y privaciones nutricionales extraordinarias y persistentes, demostrativas del verdadero significado de las polticas "amistosas hacia el mercado" (1998, p. 7). En Espaa, Japn y Corea, para no mencionar sino slo algunos casos, la altura promedio de los adolescentes no ha dejado de aumentar. El reverso de este fenomenal castigo a los pobres ha sido, como bien lo ha notado Carlos Fuentes, la creacin de un puado de multimillonarios mexicanos que compiten con alemanes, japoneses y norteamericanos en la lista de las ms grandes fortunas del planeta. Esta irritante inequidad es tambin demostrada por Julio Boltvinik, desde otra perspectiva, cuando concluye que "la proporcin de mortalidad rural promedio es [...] ms del triple que la de la clase alta urbana. [...] Estos datos significan que dos terceras partes de las muertes rurales muertes de pobres, bsicamente son evitables" (1999, p. 23). Conviene recordar que, segn surge de los datos recogidos por el Censo de 1990, en los municipios rurales con predominio de poblacin indgena, el 43% de la poblacin percibe ingresos inferiores a un salario mnimo (es decir, unos 4 dlares por da), la tasa de analfabetismo asciende al 43%, ms de la mitad de los hogares carecen de agua y electricidad y el 82% tampoco tiene drenajes cloacales (Ramrez Magaa, 1999, p. 17). El contraste entre los sucesivos "paquetes" que el gobierno del presidente Ernesto Zedillo instrument para asegurar el salvataje de los bancos insolventes y el presupuesto de su principal programa de "combate a la pobreza", el Progresa, es escandaloso: mientras que los primeros contemplaban una asignacin inicial de 65.000 millones de dlares, el segundo apenas ascenda, en 1997, a los 187 millones de la misma moneda. Segn estima Laurell, los recursos canalizados a travs del Progresa equivalan a unos 3 dlares por persona pobre o 7 dlares por cada uno viviendo en condicin de indigencia, una cifra ridcula por s sla e indignante si se la compara con el esfuerzo realizado para preservar la rentabilidad del capital financiero (1998, p. 12). La cifra destinada al salvataje de los bancos equivale, conviene anotarlo, al presupuesto de la Universidad Nacional Autnoma de Mxico (unam) durante 70 aos, precisamente en el momento en que el gobierno de Zedillo est tratando de introducir el arancelamiento universitario. Las rebuscadas ficciones hayekianas kosmos, "orden espontneo" de la sociedad, constructivismo, etc. se disuelven sin dejar rastros en medio de la barbarie capitalista en Amrica Latina. Una democracia sin ciudadanos? Luego de un perodo de casi dos dcadas los logros de los capitalismos democrticos latinoamericanos no lucen como demasiado excitantes ni atractivos. La sociedad actual, forjada con los golpes de las polticas de ajuste y estabilizacin y bajo la gua espiritual del neoliberalismo, es ms desigual e injusta que la que le precediera: viejos derechos se convirtieron en inalcanzables mercancas; las precarias redes de solidaridad social fueron demolidas al comps de la fragmentacin social ocasionada por las polticas econmicas ortodoxas y por el individualismo promovido por los nuevos valores dominantes; los actores y las fuerzas sociales que en el pasado canalizaron las aspiraciones y las demandas de las clases y capas populares los sindicatos, los partidos populistas y de izquierda, las asociaciones populares, etc. se debilitaron o simplemente fueron barridos de la escena. De este modo los ciudadanos de nuestras democracias se vieron atrapados por una situacin paradojal: mientras que en el "cielo" ideolgico del
nuevo capitalismo democrtico se los exaltaba como soberanos y depositarios ltimos de un amplio repertorio de derechos y habilitaciones, en la prosaica "tierra" del mercado y la sociedad civil eran despojados prolijamente de esos derechos por medio de crueles y acelerados procesos de "desciudadanizacin" que los marginaban y excluan de los beneficios del progreso econmico y de la democracia. Esta tendencia fue evidente desde los primeros momentos de las transiciones latinoamericanas, y fue oportunamente sealada en medio de indignadas acusaciones de infundado "pesimismo" por algunos autores (Boron, 1997[a]; Grner, 1991). No debera sorprendernos, en consecuencia, encontrar que los resultados de las encuestas de opinin pblica en Amrica Latina demuestran altos niveles de insatisfaccin con el desempeo de nuestros regmenes democrticos. En general, estos fluctan entre el 40% en Per y Bolivia y el 59% en Brasil y el 62% en Colombia (Haggard y Kaufman, 1995, pp. 330-334). En el caso de Chile los datos sobre el ausentismo electoral son contundentes: 3 millones de jvenes rehusaron inscribirse en los registros electorales que los facultaban para votar en las elecciones parlamentarias de 1997, mientras que el 41% de los ciudadanos no acudi a las urnas (Relea, 1998, p. 23). Si estas son las cifras en el pas considerado el "modelo exitoso" de las reformas neoliberales cabra preguntarse qu queda para los otros. No es necesario ser un crtico empecinado de los capitalismos democrticos latinoamericanos para que, luego de una somera revisin como la que hemos practicado, comprobar que los mismos lejos de haber impulsado la construccin de un orden social ms congruente con los requerimientos necesarios para el florecimiento de la vida democrtica lo que hicieron fue precisamente lo contrario. Su misin parece ms bien haber sido la de potenciar las exorbitantes ganancias de las minoras adineradas de Amrica Latina que facilitar el imprescindible trnsito de una ciudadana formal a otra de carcter sustantivo y real, que es lo que constituye el sello distintivo de todo orden genuinamente democrtico. La naturaleza de estas polticas, en donde ante la debilidad del estado y la precariedad del ordenamiento democrtico el salvajismo intrnseco del capitalismo se expresa con toda intensidad, ha favorecido y estimulado la cristalizacin de monstruosidades distributivas de todo tipo. La aberrante polarizacin social de Amrica Latina se grafica ntidamente cuando se observa que el ingreso medio de los ejecutivos de las grandes empresas, despus del pago de impuestos, es en Brasil 93 veces superior al ingreso per cpita de su pas, 49 veces en Venezuela, 45 veces en Mxico y 39 veces en la Argentina. Por contraposicin, en Canad, Francia, Alemania y Holanda es de 7 veces, en Blgica y Japn 5 y en Suecia 4 (Vilas, 1998, p. 124). Una medicin complementaria de la anterior, como la relacin entre el ingreso de los gerentes generales y el salario medio del trabajador del sector industrial, confirma los rasgos extravagantes del capitalisno latinoamericano: en Venezuela los chief executives officers obtienen ingresos 84 veces superiores a los de sus empleados, en Brasil 48, en Mxico 43 y 30 en la Argentina, mientras que en Canad es de 13 veces, 11 en Alemania y Suecia, 10 en Japn y 8 en Corea del Sur (Jackson, 1998, p. 7). Jackson extrae dos conclusiones principales de estos datos, primero, que la tendencia en los ltimos 10-15 aos ha sido hacia una profundizacin de la grieta que separa los ingresos de los ejecutivos de los de sus empleados. En el caso de la British Petroleum, por ejemplo, esta relacin salt de 16 veces en 1985 a 53 en 1990 y a 60 en 1997, pese a la crisis de la industria del petrleo, la cada en la rentabilidad media del sector y el desplome del precio del crudo en los mercados internacionales. Es cierto que se trata de una empresa perteneciente al Reino Unido, un pas que gracias a las polticas neoliberales de Margaret Thatcher y John Major se ha "latinoamericanizado" notablemente, a punto tal que hoy ostenta el triste
ttulo de contar con la estructura de distribucin de ingresos ms inequitativa y desigual de la Unin Europea. Pero lo ocurrido en British Petroleum se ha reiterado en las empresas norteamericanas y, de modo mucho ms acentuado, en los pases latinoamericanos. La segunda conclusin es que las exorbitantes diferencias de remuneraciones que se observan en Amrica Latina se corresponden ntimamente con los extraordinarios niveles de pobreza y exclusin social que prevalecen en esta regin, mientras que la relativa igualdad existente en el otro extremo de la escala "se asocia con la riqueza pero tambin con un alto nivel de involucramiento del estado en la economa", una observacin que adquiere renovado relieve al ser publicada por un medio tan ideolgicamente comprometido con el neoliberalismo como el Financial Times (Jackson, 1998, p. 7). Otros indicadores se mueven en la misma direccin. Una medida sumamente refinada, que se concentra en los extremos de la distribucin de ingresos de la regin, muestra conclusivamente el sostenido avance de la polarizacin social en Amrica Latina y la enorme magnitud del hiato que separa a los ms pobres de los ms ricos en esta parte del mundo. Polarizacin del ingreso en Amrica Latina, 1985-1995 (en dlares) 1980 A) 1% ms pobre B) 1% ms rico Ratio B/A 184 43.685 237 1985 193 54.929 285 1990 180 64.948 36 1995 159 66.363 417
Fuente: Londoo, Juan Luis y Szekely, Miguel, "Sorpresas distributivas despus de una dcada de reformas", en: Pensamiento Iberoamericano. Revista de Economa Poltica, Nmero Especial.
Fuente: Londoo, Juan Luis y Szekely, Miguel, "Sorpresas distributivas despus de una dcada de reformas", en: Pensamiento Iberoamericano. Revista de Economa Poltica, Nmero Especial. En conclusin: en el marco de las "reformas amistosas del mercado", el 1% ms pobre de las sociedades latinoamericanas perdi casi el 14% de sus miserables ingresos mientras que los superricos acrecentaron los suyos el 52%, aumentando extraordinariamente la distancia que los separa de los primeros. El famoso "efecto derrame" (trickle down) tan propagandizado por los idelogos y publicistas del neoliberalismo demostr ser apenas un dispositivo retrico que la experiencia histrica refuta impiadosamente y destinado a alimentar la resignacin y el conformismo de las vctimas del capitalismo. La inmoralidad de las cifras precedentes se torna an ms escandalosa si se recuerda que los aos ochenta han sido considerados como la "dcada perdida" y que la siguiente no parece haber corrido mucha mejor suerte. Es decir, que el desorbitado crecimiento de la riqueza del segmento ms rico de nuestros pases se produjo en un contexto tipo "suma cero" en donde, tal cual demuestran las cifras, el enriquecimiento de uno significa la pauperizacin de muchos. La torta se ha achicado pero la plutocracia se las ingeni para acrecentar en ms de la mitad el tamao de su racin, contando para ello con el apoyo del coro de economistas ortodoxos que apelan a toda clase de sofismas y pseudo-demostraciones estadsticas para justificar el saqueo de
los pobres. Esta fractura entre ricos y pobres reaparece, va de suyo, en otros ndices y los datos recientemente producidos por la Organizacin Panamericana de la Salud no son ms reconfortantes que los ya examinados: la esperanza de vida del 10% ms rico de la sociedad venezolana es de 72 aos, mientras que la que le aguarda a quienes tienen el infortunio de nacer en el 40% ms pobre es de apenas 58 aos. Y en Chile, pas considerado el paradigma de una exitosa reforma econmica, la tasa de mortalidad infantil en las comunas ms pobres triplica a la que se observa en las comunas ms ricas: 26,9 por mil contra 7,5 por mil nacidos vivos. Nacer en una comuna pobre es una operacin tres veces ms riesgosa que hacerlo en Providencia o Las Condes (Vilas, 1998, p. 124). En suma, difcilmente podra sostenerse que un "paraso neoliberal" de estas caractersticas sea demasiado propenso al sostenimiento de la democracia poltica. Ms bien parecera ser el escenario propicio para el resurgimiento de nuevas formas de despotismo poltico. En consecuencia, las "farsescas" democracias de Amrica Latina estn sufriendo los embates no ya de las "reformas orientadas al mercado", como eufemsticamente se las llama, sino de una autntica contrarreforma social dispuesta a llegar a cualquier extremo con tal de preservar y reproducir las estructuras de la desigualdad social y econmica en nuestra regin. Y no cabe la menor duda de que, tal como lo ha observado Gosta Esping-Andersen en repetidas ocasiones, un buen indicador de la mayor o menor justicia social existente en un pas est dado por el grado de "desmercantilizacin" de la oferta de bienes y servicios bsicos requeridos para satisfacer las necesidades de los hombres y mujeres concretos que constituyen una comunidad. La "desmercantilizacin" significa que una persona puede sobrevivir sin depender de los caprichosos movimientos del mercado. "Fortalece al trabajador y debilita la autoridad absoluta de los empleadores. Esta es, exactamente, la razn por la cual los empleadores siempre se opusieron a ella" (Esping-Andersen, 1990, p. 22). All donde la provisin de la educacin, la salud, la vivienda, la recreacin y la seguridad social para citar las instancias ms corrientes se encuentre liberada de los sesgos clasistas y excluyentes introducidos por el mercado ser posible contemplar los contornos de una sociedad ms justa. Por el contrario, donde sus beneficios dependan del desigual acceso de sus habitantes a bienes y servicios "mercantilizados" es decir, ya no ms concebidos como derechos ciudadanos de universal adjudicacin tropezaremos con la injusticia y todo el repertorio de sus aberrantes manifestaciones: indigencia y pobreza, desintegracin social y anomia, ignorancia, enfermedad, las mltiples formas de la opresin y sus deplorables secuelas. Los pases escandinavos y Amrica Latina muestran los contrastantes alcances de esta dicotoma: por una parte, una ciudadana poltica efectiva que se asienta sobre la universalidad del acceso a bienes y servicios bsicos concebidos como una suerte de innegociable "salario del ciudadano" ya incorporado al "contrato social" de los pases nrdicos y, de manera un tanto ms diluida, al de las formaciones sociales europeas en general (Bowles y Gintis, 1982, pp. 70-78). Por la otra, las "nuevas democracias latinoamericanas", con su mezcla farsesca de inconsecuentes procesos de ciudadanizacin poltica cabalgando sobre una creciente "desciudadanizacin econmica y social", todo lo cual culmina en una ciudadana formal y fetichizada, vaciada de contenido sustantivo y segura fuente de futuros despotismos. De ah que, al cabo de tantos aos de transiciones democrticas tengamos democracias sin ciudadanos, o democracias de libre mercado, cuyo objetivo supremo es la ganancia de las clases dominantes y no el bienestar de la ciudadana. Democracias impotentes e indiferentes ante la injusticia, ciudadanas empobrecidas, estados jibarizados, mercados descontrolados: qu tipo de civilizacin puede construirse sobre estos despojos? En el
pasado la burguesa poda ufanarse de haber creado una civilizacin a su imagen y semejanza. De qu puede enorgullecerse hoy? De los "xitos" de la transicin hacia el capitalismo de libre mercado en Amrica Latina, Rusia, el Este europeo? Del auge mundial de la mafia, el narcotrfico, del desenfreno del "capitalismo de casino", de la imparable progresin del negocio de la venta de armas, del trfico de nios y rganos humanos? De ltima: qu tiene para ofrecer a los millones de hombres y mujeres de este mundo que slo aspiran a una vida digna, en justicia y libertad, y que les permita disfrutar de un mdico grado de bienestar material? No parece haber respuestas demasiado alentadoras a estos interrogantes. Dialcticamente, son las irresueltas y agravadas contradicciones intrnsecas del capitalismo las que da a da insuflan nueva vida a proyectos, como el socialista, que aspiran a superarlo histricamente. Notas 1 Vase nuestra temprana reaccin ante las expectativas de los "transitlogos" en el captulo 5 de este libro. Una crtica que se inscribe en la misma lnea formul por ese entonces Fernando H. Cardoso, cuestionando el carcter conservador de los "pactos democratizantes" y reivindicando el papel de la intransigencia poltica, las luchas sociales y los conflictos de clase como verdaderos motores de la democratizacin, todo lo cual repugnaba al canon ortodoxo de los "transitlogos" (Cardoso, 1985). 2 Ver el captulo 4 de este libro. 3 Los ejemplos no son casuales. Schumpeter combinaba una extraordinaria formacin en las distintas ciencias sociales con ciertos rasgos idiosincrticos que, por momentos, lo llevaron a expresar una cautelosa simpata con un compatriota suyo, Adolf Hitler. Si bien no se lo puede acusar de haber apoyado resueltamente al nazismo como lo hicieran Carl Schmitt y Martin Heidegger, por ejemplo el odio que le profesaba a Franklin D. Roosevelt le jug ms de una vez una mala pasada. Una excelente biografa intelectual y poltica de tan extravagante personaje se encuentra en Swedberg (1991). 4 La frmula completa acuada por Luxemburg era la siguiente: "no hay socialismo sin democracia; no hay democracia sin socialismo". Huelga aclarar que nuestro acuerdo se extiende a la totalidad de su planteamiento y no slo a la segunda parte del mismo.
7. Problemas estructurales y desafos estratgicos de la izquierda: una mirada desde la Argentina Atilio A. Boron Introduccin Al igual que Hamlet, la izquierda argentina se pasea incansablemente por los ms remotos confines de la oposicin preguntndose las razones por las cuales no logra constituirse como una efectiva alternativa de gobierno. Pero esta imagen es, en realidad, engaosa, porque no hay un errante prncipe Hamlet sino dos. El primero que decididamente representa a una minora dentro de la izquierda se interroga angustiosamente acerca del significado e impacto de los cambios experimentados en fechas recientes por el capitalismo argentino y la irritante paradoja que significa que, precisamente en el momento en que la explotacin del trabajador asalariado se torna ms intensa y descarada que nunca, cuando la virulencia letal del neoliberalismo cobra cada ao ms vctimas que la totalidad de los desaparecidos durante el terrorismo de estado, la izquierda no sea percibida por la gran mayora de las capas y los sectores populares como una alternativa creble de gobierno. El otro, representativo de la opinin lamentablemente mayoritaria en el seno de la izquierda, gusta vestirse con los atuendos
del Dr. Pangloss y pensar, como el personaje incurablemente optimista de Voltaire, que tarde o temprano la "verdad de la revolucin" madurar en el seno del proletariado y que no hay nada que cambiar. La propia irrelevancia poltica y su falta de gravitacin electoral y social son exclusivamente culpa de los dems. Para los sectarios, la tragedia de una izquierda ausente nada tiene que ver con las debilidades de sus propuestas, sus formas autoritarias de organizacin, lo arcaico e insensato de sus discursos hacia la sociedad o su desconexin con las urgencias sociales de nuestro tiempo. "Autocrtica" es una palabra que no existe en el diccionario de los fundamentalistas de izquierda; "rectificar" es otro verbo desconocido en su lenguaje. En su versin ms tosca esta actitud se ha plasmado en una frmula de inocultable ancestro futbolstico repetida hasta el cansancio en incontables manifestaciones: si la revolucin no se consum fue porque a la dirigencia "le falt huevos" y prefiri traicionar al mandato popular. As, de este modo, se despacha el diagnstico y la discusin de uno de los temas ms cruciales de todo el siglo XX para el movimiento obrero mundial: la ausencia de la revolucin en Occidente. Esta realidad dio lugar a tres interpretaciones: una, defendida por quienes seguimos creyendo en la transitoriedad del capitalismo y la necesidad del socialismo como exigencia integral y civilizatoria, reconoce la "demora" del proceso revolucionario y advierte sobre los inditos tempos, secuencias e itinerarios no previstos en las formulaciones marxistas clsicas; la segunda, favorita para la legin de conversos y renegados que se adaptaron con rapidez a los nuevos tiempos, postula la irreversible extincin del impulso revolucionario y su irrecuperable extravo en un mundo en donde, finalmente, el capitalismo habra derrotado a todos sus oponentes y bebiendo de la fuente de Juvencia logrado su eternizacin; la tercera y ltima corresponde al "infantilismo izquierdista" tantas veces denostado por Lenin y que se contenta con proclamar la inverosmil "inminencia" de la revolucin, preanunciada por signos tan inequvocos como la huelga de los obreros del carbn en Siberia, la de los trabajadores de la UPS en Estados Unidos, la "huelga social" del invierno francs de 1995, o la "carpa blanca" de los docentes en huelga de hambre de la Argentina menemista. No por casualidad los medios de comunicacin de masas en este pas dan amplia acogida a las dos ltimas interpretaciones; una porque certificara "cientficamente" que la revolucin fue tan slo una pasajera pesadilla, y la otra porque al proclamar contra toda evidencia su inexorable proximidad, termina llevando agua al molino de los idelogos del capital. El resultado, en ambos casos, es que la izquierda tout court queda desacreditada ante los ojos de una sociedad que reclama respuestas y propuestas concretas para salir del infierno neoliberal. Si algn futuro tiene la izquierda en la Argentina y creemos que, definitivamente, s lo tiene y, probablemente, ms pronto de lo que muchos piensan, las perspectivas de xito o de fracaso en las tareas que le toque en suerte cumplir van a estar fuertemente condicionadas por la imagen del prncipe que finalmente haya prevalecido en la construccin de la alternativa poltica. Si fuese la izquierda "panglossiana", entonces no tendremos futuro alguno. Si, por el contrario, triunfase una izquierda reflexiva y rigurosa, seria terica y doctrinariamente "racional" como deca Miliband y de cara al siglo xxi en lugar de vivir anclada en el siglo xix, entonces podramos esperar los desafos del futuro con cauteloso optimismo. Lo que quisiramos plantear en las pginas que siguen son unas pocas reflexiones acerca de la forma como los legados histricos que se condensan en el capitalismo argentino de fines de siglo xx, los problemas estructurales que hoy lo caracterizan y las concepciones estratgicas predominantes en el seno de la izquierda se conjugan para bloquear el avance de las propuestas y polticas socialistas. Nuestra expectativa es aportar algunas ideas y observaciones para un debate que es a la vez urgente y
necesario. No se trata de proponer certidumbres inconmovibles sino de acercar algunas interpretaciones que faciliten la renovacin de una discusin que se encuentra demorada desde hace ya varias dcadas. El caso argentino es particularmente apropiado para este propsito toda vez que es uno de los pases en los cuales la dispersin y debilidad de la izquierda ha llegado a niveles extremos. En varios pases de Amrica Latina: Brasil, Uruguay, Chile, Mxico, El Salvador y varios otros ms la izquierda tiene una presencia y una gravitacin que la convierten en un actor insoslayable del proceso poltico. La Argentina y ms recientemente Per, aunque aqu el fenmeno tiene manifestaciones distintas y obedece a diferentes causas constituye una notable excepcin a esta tendencia. El anlisis de la "excepcionalidad argentina" se justificara as tericamente por dos razones: por una parte, porque permite observar con inigualable nitidez ciertos problemas que, si bien en menor medida, tambin pueden detectarse en la izquierda de los dems pases del rea; segundo, porque la experiencia internacional sobre todo la europea demuestra que fueron muy pocos los casos en los cuales pudo construirse una democracia exitosa y estable en ausencia de una izquierda fuerte. De manera que el anlisis de la experiencia argentina no slo puede arrojar cierta luz sobre los problemas de la izquierda latinoamericana sino tambin, en alguna medida, sobre las dificultades que parecen abrumar a los procesos de democratizacin en Amrica Latina. Legados histricos: la "excepcionalidad" argentina Ya desde los aos de la dcada de 1860 Marx haba manifestado su perplejidad ante el retraso que la formacin de un vigoroso movimiento socialista evidenciaba en los Estados Unidos. Este "desvo" norteamericano pona en cuestin la teora segn la cual el desarrollo del capitalismo y sus contradicciones favoreceran la aparicin de un partido socialista o comunista. Los altos salarios pagados en los Estados Unidos, consecuencia de la notable escasez de mano de obra, y la existencia de una forma "cuasi-democrtica" de gobierno fueron considerados por Marx como dos factores fundamentales para explicar esta llamativa demora. Sobre estas lneas tanto Lenin como Engels habran de elaborar, tiempo despus, su teora del "aburguesamiento de la clase obrera". Un punto de partida semejante adopta Werner Sombart en un trabajo clsico sobre el tema (Sombart, 1976). Este autor, sin embargo, agrega otros elementos: la actividad favorable del trabajador hacia un capitalismo despojado de los rasgos parasitarios que exhiba en Europa; el papel cumplido por la temprana universalizacin del sufragio masculino en la integracin poltica de la clase obrera; el impacto del bi-partidismo norteamericano al co-optar dirigentes y banderas de lucha de las clases subalternas; el papel de la frontera en la desmovilizacin de la militancia y las consecuencias polticas de las altas tasas de movilidad ascendente (Sombart, 1976: pp. xix-xxiii). Sobre la base de este teln de fondo es posible sostener que la debilidad de la izquierda en la Argentina se encuentra fuertemente condicionada por un conjunto de legados histricos que tuvieron como resultado su progresivo aislamiento de la gran masa de la poblacin. Aqu nos referimos a procesos o a cristalizaciones de ciertas coyunturas que quedaron coaguladas en el imaginario popular, constituyendo poderosas barreras a la difusin de las ideas socialistas y a la penetracin de las organizaciones de izquierda, todo lo cual termin por bloquear las posibilidades de su crecimiento poltico, organizacional y electoral. Ms especficamente nos concentraremos en el examen de tres conjuntos de factores: las discontinuidades en la conformacin de la clase obrera, las consecuencias de la obra gubernativa del peronismo, y los "hechos de masas" de octubre de 1945.
Discontinuidades en la formacin de la clase obrera En su proceso de conformacin histrica la clase obrera argentina sufri una radical discontinuidad en la dcada de los treinta, precisamente cuando adems se precipitaba sobre ella una feroz represin. Hasta la "Gran Depresin" que estalla en octubre de 1929 el grueso de la clase obrera tena origen extranjero. Las cifras de los censos de 1895 y 1914 son harto elocuentes al respecto: en el primero, el 60% del total de los trabajadores, manuales y no manuales, de la industria en todo el pas haban nacido en el extranjero, cifra que an se mantena en un extraordinariamente elevado 50% en 1914. En la ciudad de Buenos Aires, foco principalsimo de la constitucin del proletariado industrial, estas cifras eran notablemente ms elevadas: como una indicacin baste con recordar, como lo hace Gino Germani que, entre los aos mencionados ms arriba, los varones extranjeros y mayores de 20 aos de edad llegaban a formar las tres cuartas partes de todos los varones adultos (1962, pp. 251-260). La prensa obrera, rebosante de artculos y notas de clara orientacin socialista, anarquista y comunista, se publicaba como no poda ser de otra manera mayoritariamente en lenguas extranjeras. En un capitalismo sumamente dinmico como era el argentino durante las tres primeras dcadas de este siglo y caracterizado asimismo por elevadas tasas de movilidad social ascendente documentadas hace ms de treinta aos en los pioneros estudios de Gino Germani una parte muy significativa de los sectores obreros ascenda socialmente a las capas medias en el ciclo vital de una misma generacin, fenmeno ste que tambin observara Sombart en los Estados Unidos (Sombart, 1976: pp 115-116). El inmigrante llegaba a nuestras playas como trabajador, muchas veces de origen rural, pero a lo largo de los aos buena parte de ellos culminaba su recorrido en las filas de la pequea burguesa, bien sea como comerciante minorista, pequeo industrial, o dueo de una empresa de servicios y, en ciertos casos, como empleado de "cuello blanco". Sus hijos, casi invariablemente, heredaban la empresa familiar o lograban ocuparse como empleados, pblicos o privados, y no pocos de ellos accedan al grado universitario, sobre todo a partir del ascenso del radicalismo al poder en 1916. El modelo de Mhijo el dotor para usar el ttulo de una obra de teatro costumbrista de aquellos aos, surgida de la pluma del escritor uruguayo Florencio Snchez supo capturar con singular intensidad las aspiraciones de ascenso social fuertemente arraigadas en el imaginario popular (Boron, 1976, pp. 110-220). No obstante, entre 1890 y 1930 la clase obrera se renovaba continuamente a partir de la enorme vitalidad del flujo migratorio. Pese a la incesante circulacin ascendente de una parte de la misma haba una continuidad sobre todo cultural en sus propias filas, y los nuevos contingentes de inmigrantes que se sumaban al proletariado absorban rpidamente los rasgos fundamentales de una cultura poltica profundamente saturada con los valores y las aspiraciones de la izquierda. Sin embargo, el trauma de los aos treinta asest un golpe mortal a este proceso. Por un lado, se produjo la parlisis de las migraciones internacionales, que cayeron verticalmente luego del crash de la bolsa de valores neoyorquina; por el otro, la represin poltica desencadenada a partir del golpe de estado fascistizante del 6 de setiembre de 1930 llev a cabo un sistemtico ataque a las organizaciones de los trabajadores y a los partidos de izquierda, arrestando y/o deportando dirigentes, destruyendo locales, archivos e imprentas e ilegalizando a estas asociaciones; por ltimo, los aos treinta son tambin los aos en que se acelera notablemente el proceso de industrializacin que, al no contar con una oferta de fuerza de trabajo suficiente para satisfacer las necesidades de una estrategia industrializadora intensiva en mano de obra, puso en movimiento un masivo proceso de migraciones internas hasta entonces indito en nuestra historia. El resultado de este triple proceso fue, por ejemplo a diferencia de lo ocurrido con el proletariado chileno durante el
mismo perodo, una marcada discontinuidad entre la "vieja" y la "nueva clase obrera" (Boron, 1972). La primera de origen inmigratorio, la segunda de origen nativo; aqulla encuadrada por organizaciones de izquierda, sta relativamente dispersa y carente de canales orgnicos de expresin ante la debilidad de un movimiento obrero perseguido con saa por los gobiernos de la llamada Dcada Infame. Las contrastantes caractersticas sociolgicas del nuevo proletariado argentino hicieron difcil el establecimiento de vnculos slidos y duraderos entre las viejas organizaciones y las nuevas bases sociales. Con todo, en algunos casos eso fue posible pensemos, por ejemplo, en las experiencias en los gremios de la construccin, la industria de la carne, etc. pero slo sirvi para atraer an ms la furia represiva del rgimen. Este "vaco organizacional" habra de ser llenado por el peronismo, con las consecuencias por todos conocidas: reemplazo de las antiguas identidades y lealtades ideolgicas de la izquierda socialistas, comunistas y anarquistas por el pragmatismo populista de Pern. De su mano vendran tanto una vertiginosa sucesin de decretos y "leyes sociales" que haban dormido el sueo de los justos en los laberintos del Congreso Nacional como una masiva operacin propagandstica destinada a fomentar la ilusin de la armona de las clases sociales, a exaltar el nacionalismo y, con ello, la fraternidad que deba unir a todos los argentinos ms all de sus condiciones de patronos u obreros; a consagrar el paternalismo como la estrategia adecuada para obtener las reivindicaciones sociales por las cuales lucharon durante dcadas los sindicatos independientes, etc. En el fondo, una operacin ideolgica realizada de manera integral, arrinconando los restos del discurso de izquierda en las mrgenes mismas de la sociedad civil y el estado y utilizando, para tales efectos, un arsenal de indoctrinamiento que alcanzaba a nios y adultos por igual y para los cuales se destinaba desde La razn de mi vida el texto autobiogrfico de Eva Pern en el que se exaltaban los logros del "justicialismo" y que fuera consagrado como libro de estudio obligatorio en la escuela primaria hasta la "red oficial" de radiodifusin y el frreo control sobre la prensa consumida por los adultos. La efectividad de esta operacin puede comprobarse todava hoy, a ms de medio siglo de haber sido lanzada, en la perdurable "inmunizacin" contra los discursos y las propuestas de izquierda que todava predomina en el imaginario de las clases populares y, sobre todo, en los sindicatos obreros. No es ste el lugar para explorar en detalle las razones de este desenlace. Lo cierto es que independientemente de cules hayan sido sus causas la realidad nos muestra, a finales de este siglo, la existencia de un campo popular profundamente inficionado por la ideologa burguesa. Discursos, propuestas y prejuicios de todo tipo proliferan en su seno con una intensidad que no tiene paralelo en ninguno de los principales pases de Amrica Latina. A qu atribuir la "desinvencin" de esta tradicin poltica, para parafrasear la formulacin que Eric Hobsbawm le ha dado a procesos similares? Cmo explicar el progresivo languidecer de una tradicin poltica de izquierda tan fuerte como la que exista en la Argentina de comienzos de siglo? Creemos que hay una clave fundamental que suministra algunos elementos esenciales de una explicacin: la capitulacin ideolgica de las clases y capas subalternas, su abandono de los ideales de la tradicin socialista, fue el resultado de una derrota, de una gran derrota que las fuerzas populares y las organizaciones de izquierda sufren sobre todo a partir de la dcada del treinta y que se completa con la experiencia del peronismo en el poder entre 1945 y 1955. En consecuencia, es preciso descartar cualquier hiptesis que sostenga que nos hallamos en presencia de una sociedad cuyas clases populares hayan estado permanentemente sometidas a los dictados ideolgicos de las clases dominantes. Si bien la hegemona oligrquica fue prolongada y cal profundamente en
la sensibilidad popular, no es menos cierto que la capacidad contrahegemnica demostrada por el movimiento obrero y las fuerzas de izquierda entre 1890 y 1930 difcilmente podra ser sobrestimada. Es ms, podramos plantear la hiptesis de que la excepcional radicalidad manifestada por el populismo peronista (a diferencia de sus ms tibios congneres latinoamericanos) fue en buena medida producto de la existencia de una fuerte tradicin contestataria que, pese a todos sus contratiempos, segua manteniendo una existencia subterrnea, como la brasa que contina ardiendo por debajo de cenizas aparentemente apagadas. La presencia del peronismo a partir de 1945 es un dato fundamental para comprender la singularsima identidad y la heterodoxa trayectoria de las clases populares en la Argentina. Si en Chile, Uruguay y Brasil, para no mencionar sino los pases ms cercanos, la identidad obrera ha sido al menos en una parte muy significativa forjada al calor de las ideas y las prcticas de las organizaciones de izquierda, en la Argentina nos encontramos ante un proceso completamente diferente. Entindase bien: esto no significa que la totalidad de la clase obrera o el asalariado de los pases vecinos sea marxista, o vote por los partidos socialistas o comunistas. En Chile, y en menor medida en Brasil, hay sectores populares muy fuertemente vinculados a la democracia cristiana o, sobre todo en el segundo caso, a organizaciones cristianas de base sumamente radicalizadas. En Uruguay la vigorosa tradicin laicista hizo que esta presencia fuera mucho ms tenue, reafirmando por el contrario la gravitacin de las fuerzas tradicionales de la izquierda. Mientras el 1 de Mayo se celebra en aquellos pases con banderas rojas y consignas socialistas y comunistas, para las grandes masas populares argentinas dicha fecha es apenas un feriado ms en el calendario y su recordacin es patrimonio casi exclusivo de los pequeos grupos y partidos de la izquierda. Cuando, en el pasado, el justicialismo lo celebraba durante las presidencias de su lder, Juan D. Pern, no ya en la dcada menemista los colores que predominaban entre las grandes multitudes que colmaban las plazas de la repblica eran los de la bandera nacional y no el rojo del internacionalismo proletario, al paso que las abstractas y elevadas estrofas de La Internacional fueron reemplazadas por los versos ms prosaicos y personalistas de La marcha peronista. Resumiendo: en ningn otro pas de Amrica Latina el legado antisocialista del populismo lleg a ser tan profundo y duradero. Cmo explicar este lamentable resultado, que tan negativas consecuencias ha tenido para el desarrollo de la izquierda? Sera absurdo atribuir el peso de esta herencia exclusivamente a la meticulosidad con que fue realizada la operacin de "resocializacin poltica" y a la omnipresencia del aparato propagandstico del peronismo. Qu otros factores contribuyeron a lograr tan perdurables resultados? El gobierno de Pern y sus sucesores La eficacia resocializadora del peronismo slo puede ser descifrada en su integralidad por referencia a las bases materiales sobre las cuales Pern apoy su prdica ideolgica. En efecto, las posibilidades de xito en esta empresa estaban fuertemente condicionadas por la capacidad del gobierno peronista para refrendar con hechos lo que se enunciaba estentreamente en sus discursos. Una ideologa slo puede arraigarse con la fuerza impresionante que ha adquirido el peronismo en la Argentina capaz de sobrevivir a dieciocho aos de proscripciones, el exilio de su lder y fundador, el sangriento desastre del gobierno de Isabel Pern, los horrores del terrorismo de estado y la ferocidad antiobrera del neoliberalismo menemista, amn de innumerables traiciones y defecciones de todo tipo slo si tal ideologa es percibida socialmente como la expresin de una realidad econmica y social palpable y concreta. Y esta realidad
ciertamente se hizo presente en los aos del gobierno peronista, de una forma inimaginable para las capas y estratos populares de pases tales como Brasil, Chile y Uruguay. Las razones son relativamente sencillas: ni Vargas en Brasil, ni Gonzlez Videla e Ibez del Campo en Chile, ni los distintos gobiernos de los "colorados" en Uruguay fueron capaces de producir un repertorio de polticas sociales y econmicas que tuvieran la audacia, relativa profundidad y persistencia de las ensayadas por el peronismo en la primera fase de su gestin gubernativa, entre 1946 y 1949. Este punto suele ser soslayado en muchos anlisis efectuados en el campo de la izquierda, con lo cual se cae fcilmente en serios equvocos interpretativos y, en algunos casos, en posturas francamente reaccionarias. En relacin con los primeros, por ejemplo, la continuidad hegemnica del peronismo en el seno de los sectores obreros sera atribuible a una incurable "falsa conciencia" que luego de ms de cincuenta aos sigue embotando la cabeza de los trabajadores cual una maldicin bblica; en relacin con las segundas, recurdese que luego de la reeleccin de Menem en 1995 hubo quienes propusieron pblicamente reinstaurar el voto calificado para evitar que los peronistas siguieran eligiendo malos gobernantes. El comn denominador de ambas "explicaciones" del fenmeno peronista es, curiosamente, su idealismo, su empecinamiento en ignorar las bases materiales sobre las cuales se constituy la hegemona del peronismo sobre los sectores obreros. Y si, por el contrario, se procediera de otra manera se comprobara que la eficacia persuasiva del peronismo como ideologa se relaciona indudablemente al hecho de que la proporcin del ingreso nacional destinada a los trabajadores se increment, segn diversas fuentes, de cerca de un 25% en los inicios de la dcada del 40 a alrededor del 50% en 1950 (Banco Central de la Repblica Argentina, 1954). Sin caer en reduccionismos economicistas, parecera que este dato es lo suficientemente "duro" como para ser tenido en cuenta a la hora de considerar la persistente influencia del peronismo sobre las capas y clases populares. La experiencia redistributivista del peronismo no tiene, por su rapidez y profundidad, paralelos en la historia latinoamericana, y se halla mucho ms cerca, pese a su transitoriedad, de lo acontecido con la revolucin cubana que de lo ocurrido durante el gobierno de Salvador Allende en Chile. Es por eso que incluso un autor tan poco afn al peronismo como el propio Gino Germani nunca dej de mencionar este "componente material" al intentar dar cuenta de la lealtad de las masas populares hacia Pern (1962, pp. 334-335). Este no fue, por cierto, el nico "elemento material" sobre el cual repos la eficacia ideolgica del peronismo. Si algo ste concret fue el demorado trnsito desde una "ciudadana poltica abstracta" que se haba garantizado para los varones mayores de dieciocho aos a partir de 1912 a una "ciudadana econmica y social" al estilo de la postulada por T. H. Marshall, saturada de contenidos sustantivos y accesibles a hombres y mujeres por igual (Marshal, 1964, pp. 71-134). Aqu no slo se trata del sufragio femenino sino de una avanzada legislacin social que de alguna manera reprodujo, aunque no sin importantes lagunas, algunos de los rasgos ms distintivos de la reestructuracin keynesiana del capitalismo europeo. Todo un amplio conjunto de nuevos derechos fueron incorporados a la condicin ciudadana y, lo que es ms importante, las polticas pblicas ensayadas sobre todo en la "fase ascendente" del peronismo, entre 1946 y 1949/50, se encargaron de avalar, al menos parcialmente, la retrica del oficialismo y, de paso, eclipsar algunas de las ms groseras violaciones de la institucionalidad democrtico-burguesa en los aos del primer peronismo. En todo caso, y ms all de sus intenciones desmovilizadoras, la expansiva poltica social introdujo un verdadero parteaguas en la historia argentina cuyas cristalizaciones prcticas fueron escuelas, hospitales y viviendas por un lado y una muy avanzada (para el patrn
latinoamericano) legislacin laboral y social. Todo este proceso tuvo muy significativas repercusiones en el plano de la conciencia popular, confirindole a las clases y capas subordinadas un sentido de pertenencia y una cierta dignidad ciudadana hasta entonces desconocidas para ellas. Vastos sectores de las clases y capas populares experimentaron, por vez primera, la sensacin de ser parte integrante de una nacin, y la palabra "pueblo", otrora sinnimo de populacho o chusma inculta y degradada, dej de ser un insulto para convertirse en el ms excelso de los atributos. Que en todo esto hubo una evidente manipulacin poltica encaminada a estabilizar una relacin de fuerzas entre la alianza populista y sus rivales no cabe la menor duda. Tampoco puede haberla en el sentido de que los ltimos no representaban la menor esperanza para los trabajadores. Tal vez se podra sintetizar esta situacin diciendo que el peronismo una coalicin de fuerzas marginales al establishment de la sociedad argentina: la burguesa industrial, el ejrcito y la Iglesia, apoyadas sobre la impetuosa movilizacin popular desencadenada en las jornadas de octubre de 1945 jams tuvo entre sus planes llevar adelante una revolucin social pero que, precisamente para evitar este desenlace, se adentr por un camino de cautelosas y parciales reformas concebidas, tal como lo recordaba el propio Juan D. Pern en su clebre discurso en la Cmara de Comercio, como un efectivo sucedneo de la primera. Sin embargo, ms all de sus intenciones, lo cierto fue que con esa estrategia preventiva el peronismo legitim demandas y reivindicaciones populares que haban sido sistemticamente desodas o violentamente reprimidas, como lo hiciera el propio Yrigoyen contra los obreros de la metalrgica Vasena o los peones rurales de la Patagonia por los gobiernos que le haban precedido. Es preciso recordar que en los orgenes del peronismo se encuentra la crisis orgnica del estado burgus en la Argentina, y que en esa situacin de "empate social" tantas veces referido en la literatura marxista las clases populares pueden encontrarse ante algunas coyunturas que posibilitan el fortalecimiento de algunos de sus intereses ms importantes. Aqu cabra retomar la clsica distincin gramsciana entre cesarismos "progresivos" y "regresivos" y preguntarse acerca de la categorizacin que sera ms adecuada para dar cuenta de las distintas fases en la evolucin del peronismo. No cabe duda que la del 1946-1950 es bien distinta de la fase que se inicia a partir de esta ltima fecha, cuando el rgimen se alinea incondicionalmente con las polticas del FMI y, poco despus, recibe a Milton Eisenhower, representante personal del presidente de Estados Unidos y le confiere las ms altas condecoraciones del estado y del partido. Esta diferencia entre los dos perodos del peronismo, 1946-1949 y 1950-1955, dicho sea al pasar, no slo se verifica en lo que ocurre en las "alturas del estado", las polticas que promueve y las alianzas que redefine, sino tambin en lo que acontece a nivel de las clases populares, su desencanto, posterior desmovilizacin y total prdida de protagonismo. Unas palabras apenas para referirnos a los gobiernos que dirigieron los destinos de este pas despus de la cada del peronismo en 1955. Desde el punto de vista que aqu nos interesa, a saber: la formacin de una arraigada identidad peronista en la clase trabajadora, es evidente que ninguno de los gobiernos que le sucedi ninguno en un perodo de ms de cuarenta aos! demostr poseer el menor inters en producir una poltica destinada a mejorar las condiciones materiales y morales de las masas trabajadoras. O, si lo tuvo, evidenci una incompetencia impresionante para traducir en resultados esas buenas intenciones. Si la Argentina hubiera tenido gobiernos mnimamente progresistas y eficaces, el peronismo habra sido olvidado. No se trata de un fenmeno metafsico sino de un producto social, transitorio como todos, y que slo sobrevive como testimonio de la maldad o incompetencia de quienes le sucedieron en el gobierno.
La encrucijada del 45 Si los dos conjuntos de factores sealados ms arriba: las discontinuidades en la conformacin de la clase obrera y la obra gubernativa del peronismo, fueron importantes a la hora de plasmar lo que hemos denominado "la excepcionalidad argentina", no menos significativos desde el punto de vista de la izquierda fueron los traumticos "hechos de masas" de la coyuntura de 1945 y la forma como aqulla qued posicionada luego de la misma. En efecto, no hubo pas en toda Latinoamrica en donde la coyuntura del final de la Segunda Guerra Mundial tuviese un impacto tan fuerte sobre la poltica local como en la Argentina. No slo eso: ni siquiera en los pequeos pases de Centroamrica y el Caribe, en donde la presencia norteamericana fue desde siempre desembozada, tuvo la Embajada de Estados Unidos un papel tan decisivo como el que desempeara en la Argentina en el ao 1945. A qu se deba esta circunstancia? En principio, a un hecho que todava hoy pesa como una sospecha interminable sobre el peronismo: la vinculacin entre la dirigencia de este movimiento y los regmenes fascistas europeos, en especial el de la Alemania nazi. Entindase bien, para evitar una discusin absurda: no estamos postulando sibilinamente que el peronismo fue un "fascismo criollo". Esa hiptesis no la sostiene ya ningn estudioso serio de los procesos polticos argentinos. Pero es igualmente indiscutible que el peronismo, como todo movimiento de masas complejo y multifactico, tena (y tiene an hoy!) una extrema heterogeneidad que haca posible encontrar en su seno a decididos partidarios del Eje tanto como a otros que lo eran de la Unin Sovitica. Si Jos Ber Gelbard era la figura ms significativa de los segundos, haba muchos que soaban con la Tercera Guerra Mundial y la revancha de Hitler. Recurdese que mientras Getulio Vargas envi tropas brasileas a pelear en Europa junto a los Aliados, la Argentina slo abandon su sospechosa "neutralidad" y declar la guerra a Alemania cuando las tropas soviticas estaban entrando a Berln. An hoy, a ms de medio siglo de la derrota del fascismo en Europa, el tema de la conexin entre los jerarcas nazis y el gobierno peronista sigue estando a la orden del da. Medio siglo atrs, esta vinculacin era una verdadera obsesin para los funcionarios del Departamento de Estado. Dado este contexto, y las indisimuladas simpatas que muchos sectores del Ejrcito y la Iglesia sentan por el nazismo alemn, era muy altamente probable que se reprodujera en la poltica argentina la coalicin de los Aliados que haba derrotado a los fascistas en Europa. Si bien gracias a la perspectiva y la serenidad que otorga el transcurrir de medio siglo es posible concluir que la apuesta de la izquierda, prcticamente sin excepciones, fue desastrosa, es preciso reconocer que dentro de aquella coyuntura tan particular las cosas distaban mucho de verse tan claras como las vemos hoy. Es ms: alianzas polticas de ese tipo proliferaron en toda Amrica Latina entre los aos 1945 y los comienzos de la Guerra Fra en 1947. Sin ir ms lejos, en Chile los partidos de izquierda, incluyendo al Partido Comunista, se unieron en 1946 en una alianza con radicales, los liberales democrticos y los socialistas para elevar la candidatura triunfante de Gabriel Gonzlez Videla, el mismo que en 1948 promovera la ilegalizacin de los comunistas y su confinamiento en las regiones ms remotas del pas. Gonzlez Videla, merecedor de un letal poema titulado "Gabriel, el traidor" escrito por un distinguido ex integrante de esa alianza, Pablo Neruda, obedeca de ese modo al giro derechista del gobierno norteamericano ante el inicio de la Guerra Fra. Versiones ms atenuadas de este endurecimiento se experimentaron tambin en Europa. El traslado mecnico de las alianzas internacionales gestadas durante la Segunda Guerra Mundial al campo de la poltica domstica fue desastroso para la izquierda argentina.
Fuertemente atacada durante los aos de la Dcada Infame, su propia debilidad la inhabilitaba para ofrecer una alternativa propia y distinta a la de la Unin Democrtica. Por la historia reciente, le resultaba prcticamente impensable apearse de una alianza que en tierras europeas haba derrotado la reaccin, garantizado la supervivencia del joven estado sovitico, y potenciado la participacin de las fuerzas populares y de izquierda en todo el continente. Adems, frente a s tena el enigma amenazante de un movimiento como el peronista que, si bien por su base social era genuinamente proletario, despertaba una serie interminable de interrogantes cuando se examinaba ms de cerca la composicin de su ncleo dirigente, que se aproximaba en buen grado a aquella caracterizacin de "elite de forajidos" que Harold Lasky haba utilizado para tipificar a los partidos fascistas europeos. Si a esto le sumamos el lastre que significaba, la completa subordinacin del Partido Comunista a los dictados de la Unin Sovitica, el peso de una visin dogmtica acerca del desarrollo del capitalismo argentino; la falta de flexibilidad para captar nuevas realidades que "no estaban en los libros"; o la tendencia de los espritus indolentes a pensar que todas las historias son simples repeticiones de una historia cannica y canonizada (de ah que muchos en la izquierda del 45 equipararan burdamente el 17 de Octubre con la Marcha sobre Roma de Mussolini en 1922!), se comprender las dificultades que se interponan ante la elaboracin de una correcta estrategia de la izquierda de cara a la coyuntura de la posguerra. En todo caso, a los ojos de un analista no deja de ser sintomtica la reiteracin de este "desencuentro" de las fuerzas de izquierda con las masas populares. Un anticipo de lo que ocurrira en 1945 se pudo apreciar durante los sucesos que culminaron en el golpe de estado del 6 de Septiembre de 1930, cuando numerosos sectores de la izquierda, principalmente los socialistas, participaron entusiastamente en la creacin de un "clima de opinin" tendiente a lograr la rpida destitucin de Hiplito Yrigoyen, pese a que los golpistas eran dirigidos por un general que haba proclamado abiertamente su admiracin por el rgimen de Benito Mussolini. Igualmente llamativas fueron las manifestaciones callejeras de apoyo al golpe de estado de 1930 organizadas por los estudiantes universitarios, precursoras de aquella otra tremenda hendidura social y poltica que se producira en los aciagos das del 45: "libros s, alpargatas no!". Lejos, ms lejos en la historia, se encuentra tal vez el desencuentro primigenio sintetizado en la dicotoma "civilizacin o barbarie" a que tan afecto fuera Sarmiento. El desencuentro de la izquierda con el yrigoyenismo como movimiento popular y cuya base plebeya era despectivamente calificada como "la chusma" por los perros guardianes de la oligarqua descansaba sobre una apreciacin equivocada tanto de la figura de su lder, permanentemente homologado a Juan Manuel de Rosas, como del significado histrico del yrigoyenismo como emergente de las prolongadas luchas populares en contra del rgimen oligrquico. Claro est que las contradicciones del yrigoyenismo facilitaron considerablemente esta caracterizacin, habida cuenta de la salvaje represin ordenada en enero de 1919 contra los trabajadores de Buenos Aires durante la llamada Semana Trgica y pocos aos despus contra los trabajadores rurales de la Patagonia, en 1922, polticas stas tanto ms censurables e incomprensibles en la medida en que se originaron en un gobierno que haba ascendido al poder como resultado de una formidable movilizacin popular. Quince aos ms tarde el mismo error se volvera a cometer, esta vez de modo mucho ms burdo y con consecuencias muchsimo ms graves que las que tuviera en la ocasin anterior. Los resultados, a largo plazo, habran de ser una prolongada escisin entre izquierda y movimiento popular. O, empleando una metfora mdica, ste fue "vacunado" contra toda futura influencia de la primera, y ms de medio siglo despus la inmunizacin sigue siendo efectiva. Ntese, al
examinar esta cuestin, que la izquierda en su totalidad como fuerza poltica, lo que no excluye algunas notables y muy aisladas excepciones individuales se equivoc frente a los dos ms grandes movimientos populares que tuvo la Argentina a lo largo de todo el siglo XX. Estos surgieron de grandes jornadas de movilizacin y lucha, en donde los antagonismos sociales se tensaron casi hasta los extremos de una situacin revolucionaria: la "revolucin de 1890", que dio origen al radicalismo, y los acontecimientos de Octubre de 1945, ese "momento de vida intensamente colectiva", como dira Gramsci, que alumbrara al peronismo. Sin embargo, en ambos casos la izquierda argentina tropez con obstculos que le impidieron adoptar una poltica apropiada para las circunstancias y que no la excluyera del escenario popular en las dcadas venideras. La reestructuracin neoliberal del capitalismo argentino y los desafos que plantea a la izquierda El cuadro anteriormente descripto se complica an ms si tenemos en cuenta los alcances del profundo proceso de reestructuracin que, bajo la hegemona del neoliberalismo, ha tenido lugar en la economa argentina desde mediados de la dcada de los setenta. Es preciso tomar en cuenta lo que esto significa: ms de veinte aos de polticas encaminadas a desvalorizar la fuerza de trabajo, desactivar su potencial de resistencia, desmantelar sus estructuras organizativas y, en el paroxismo de este proceso, bajo el gobierno de Menem, pulverizar sus formas ms elementales de organizacin e integracin social. El deterioro social de las clases y capas populares ha llegado a tales extremos que una de las iglesias ms conservadoras del continente, como la Argentina, ha ido paulatinamente radicalizando su postura crtica frente a las polticas neoliberales como consecuencia de la perversa "eutanasia de los pobres" que stas ponen en prctica y que golpean ferozmente las capas ms humildes de su feligresa. Es importante tomar en cuenta que en un pas tan afectado por las discontinuidades y la inestabilidad de sus polticas pblicas, el neoliberalismo ha permanecido como su inconmovible principio rector desde las postrimeras del gobierno de Isabel Pern, en 1975, hasta la fecha. Es cierto: hubo pequeos intervalos en los cuales su hegemona se vio amenazada, pero nunca se lleg por completo a revertir la inercia que traan sus polticas. El interregno de Bernardo Grinspun al frente del Ministerio de Economa, en el primer tramo del gobierno de Ral Alfonsn, es uno de tales perodos. El otro fue el que le sucedi: la primera fase del plan Austral, un plan "heterodoxo" para los idelogos del neoliberalismo pero de ninguna manera antittico con ste. Pero ya a partir de 1987, con el agotamiento del Austral, la reafirmacin de los principios neoliberales en la formulacin de la poltica econmica argentina sera irresistible. Esta notable continuidad de las polticas econmicas ha sido notada con beneplcito por el "superministro" de Economa del rgimen militar, Jos Alfredo Martnez de Hoz, en un libro pletrico de revelaciones. En su obra, el ex ministro de la dictadura hace un doble e importante reconocimiento: (a) que la reestructuracin neoliberal que diseara y anunciara a la sociedad argentina en su clebre mensaje del 2 de abril de 1976 no pudo ser concluida durante su gestin ministerial, pese a los "avances" registrados en el terreno de la liberalizacin financiera y la apertura comercial; (b) no obstante la transitoria interrupcin de su experimento, su propuesta refundacional del capitalismo argentino fue llevada hasta sus ultimas consecuencias por el gobierno de Carlos S. Menem y su ministro de Economa Domingo F. Cavallo (Martnez de Hoz, 1991, pp. 89). Ahora bien, desde el punto de vista de las clases y sectores populares y teniendo a la vista las perspectivas de la izquierda: cules fueron las consecuencias de estos veinte aos de polticas neoliberales?
Desindustrializacin e intensificacin de la tasa de explotacin de los trabajadores Una de las consecuencias ms importantes de la hegemona neoliberal en la poltica argentina ha sido la acelerada desindustrializacin de la Argentina. La industria manufacturera, que en los albores del peronismo, en 1947, ocupaba al 23,9% de la poblacin econmicamente activa y que en 1960 alcanz su apogeo, absorbiendo al 26,1% de la fuerza laboral del pas, cae hasta el 19,9% en 1980 y se precipita an ms, hasta el 15,5% en 1990, es decir, antes de que las polticas neoliberales fuesen aplicadas en su integralidad y "sin anestesia" (INDEC, Censos Nacionales, varios aos). Si se recuerda todo lo que ocurri despus, principalmente: (a) la violenta e indiscriminada apertura externa de la economa, seguida por la bancarrota de numerosas empresas vinculadas a la industria manufacturera; y (b), la privatizacin de casi todas las empresas pblicas, con sus secuelas de "redimensionamientos" y "reestructuraciones" cuyo comn denominador fueron los despidos masivos, entonces no sera demasiado aventurado estimar que la proporcin de la fuerza de trabajo de este sector flucte, ya en las postrimeras de la dcada de los noventa, en torno al 10%, una cifra que este pas haba superado desde la poca de la Primera Guerra Mundial! El vertiginoso ascenso de las cifras del desempleo habla con irrebatible elocuencia de los efectos disgregadores de las polticas neoliberales sobre la estructura social. La Argentina, que se enorgulleca de su centenaria tradicin de pleno empleo y, a consecuencia de esto, de ser un pas receptor de mano de obra extranjera (de Europa y, en menor medida, de Medio Oriente hasta la Gran Depresin; de los pases limtrofes a partir de la finalizacin de la Segunda Guerra Mundial) se convierte en la dcada de los ochenta en un pas en donde el problema del desempleo adquiere una virulencia inusitada. Una comparacin, que ahorra mayores comentarios ser ms que suficiente: la tasa de desempleo urbano de los aos 1995 y 1996 gir en torno al 18% de la poblacin econmicamente activa, esto es, casi seis veces por encima del promedio histrico del perodo 1900-1980! Y, en los capitalismos perifricos, el que no trabaja no come. As de sencillo. No existen en la Argentina, al igual que en el resto de la Amrica Latina, las redes de seguridad social que se encuentran en Europa, en donde los intentos del neoliberalismo tropezaron con una enconada resistencia popular. Los resultados: un desocupado en un pas como Francia, por ejemplo, cobra mensualmente por concepto de seguro de desempleo una cifra equivalente a unos seiscientos dlares mensuales, superior a los ingresos que percibe el 80% de la poblacin econmicamente activa de Amrica Latina. Las cifras relativas a los cambios en la composicin ocupacional del "universo asalariado" y los niveles de desempleo hablan de una sociedad sometida a inditas tensiones y conflictos, y en la cual viejos modos de organizacin social as como arraigadas expectativas y aspiraciones fueron sometidas a la as llamada "destruccin creativa" de las fuerzas del mercado. Claro que, tal como siempre lo recordaba Agustn Cueva, si el capitalismo latinoamericano fue prdigo en instancias y ejemplos de destruccin desde la expropiacin y aniquilacin de setenta millones de aborgenes en tierras americanas hasta las bancarrotas de las pequeas y medianas empresas, en los ltimos aos sus virtudes creativas han sido mucho ms misteriosas, para decirlo con inmerecida benevolencia. Las implicaciones sociolgicas de esta destructiva tarea llevada a cabo por los "talibanes del neoliberalismo" han sido bien claras: dramtica reduccin del empleo industrial y su parcial sustitucin por actividades en la llamada "economa informal", invariablemente mal remuneradas, sin estabilidad y ninguna de las coberturas que la legislacin laboral aseguraba a los trabajadores en el pasado. En trminos de la teora
econmica marxista a escala planetaria se verific una brutal intensificacin de la tasa general de explotacin de los trabajadores por la doble va del aumento en el proceso de extraccin de plusvala relativa (entre quienes conservaron su empleo en la industria y fueron sometidos a nuevos procesos productivos) y absoluta (intensificando la jornada de trabajo de quienes cayeron al pantano de la economa informal). Para apreciar la magnitud de este truculento retorno a la plusvala absoluta como estrategia de acumulacin de vastos sectores del capital basta traer a cuento lo siguiente: una de las mayores autoridades mundiales en el estudio de las sociedades esclavistas, Robin Blackburn, ha planteado recientemente que hoy existen en el mundo ms nios trabajando en el sector informal de la economa y sometidos por eso mismo a condiciones propias de un rgimen primitivo de superexplotacin que esclavos durante el apogeo de la esclavitud en el siglo xviii (El Nuevo Da, 1998: p. 67). Las estimaciones que manejan la oit, la unicef, la unesco y algunas organizaciones no gubernamentales que monitorean este proceso ubican las dimensiones cuantitativas de este fenmeno en el orden de los 250 a 300 millones de nios, un dato que por s slo condena irremediablemente al rgimen social que lo produce. En la Argentina, como sabemos, el fenmeno de los "chicos de la calle" y el trabajo infantil ha adquirido proporciones alarmantes. La precarizacin y la destruccin del empleo empeoraron las condiciones de vida de los sectores populares, acrecentaron sus ya de por s exiguos mrgenes de seguridad y bienestar, erosionaron dramticamente la estabilidad y la calidad de la vida familiar y de su entorno urbano inmediato y, por ltimo, debilitaron extraordinariamente en los casos en que lograron sobrevivir sus organizaciones sociales y sindicales. En el caso argentino este proceso ha sido notable, en buena medida porque este pas se caracterizaba, ya desde las primeras dcadas del siglo, por la vitalidad de su "asociacionismo", sobre todo entre las clases y capas populares. Estas tendencias se vieron reforzadas con la gran expansin del sindicalismo en los aos del primer peronismo y luego por el ascenso de las luchas sociales en los aos sesenta y la primera mitad de los setenta. Sin embargo, gran parte de esas organizaciones son hoy apenas una sombra de lo que fueran una vez. La prctica desaparicin del sindicalismo tradicional vctima antes que nada de la escandalosa corrupcin de sus grupos dirigentes y de la inoperancia de sus estrategias "defensivas" introduce un dato nuevo de enorme significacin en el paisaje social y poltico de la Argentina que viene a sumarse a la obra socialmente regresiva de la reestructuracin capitalista actualmente en curso. En todo caso, es necesario tener la precaucin de evitar caer en una visin apocalptica que al concentrarse en la desaparicin de las viejas formas de organizacin sindical cuya utilidad para un proyecto emancipador de los trabajadores era nula culmine en la desmoralizacin y la desesperanza. Al igual que en otras partes de Amrica Latina existen en la Argentina serios indicios de que comienzan a surgir, al menos en algunos sectores y en ciertas regiones del pas, estructuras de reemplazo que vienen a ocupar parcialmente el vaco dejado por la quiebra del sindicalismo tradicional. Desde la emergencia de la contestataria Central de Trabajadores Argentinos hasta la Corriente Combativa Clasista, pasando por los "fogoneros" y "piqueteros" de distintas partes del pas, hay evidencias de este proceso lento e incierto, pero existente de reconstruccin organizativa desde abajo. Claro que, a diferencia del Brasil, un pas que pese al reflujo de los ltimos aos experiment un acelerado proceso de industrializacin desde los aos sesenta (precisamente cuando la Argentina comenzaba a dar las primeras seales del agotamiento de su impulso industrial) las nuevas formas emergentes en la Argentina tienen ms que ver con la sustitucin de estructuras obsoletas sindicales que con la
creacin de otras nuevas para atender a un expansivo proletariado fabril. Pero, en todo caso, la productividad de aquellas formaciones no debera ser subestimada. Claro que, esto implica plantearse una mirada al mediano plazo. Para el corto plazo la probabilidad de que estas estructuras emergentes puedan asegurar un cierto nivel de bienestar para los sectores populares es sumamente baja. Especialmente, si se las compara con la eficacia que tena el sindicalismo tradicional en vas de extincin (como, por ejemplo, la clebre Unin Obrera Metalrgica) para garantizar un cierto nivel de remuneraciones y prestaciones sociales para sus afiliados. Esta debilidad explica, aparte de otros factores que sera largo analizar aqu, el activismo de la Iglesia Catlica en defensa de ciertas reivindicaciones de los trabajadores. Es que, sencillamente, sus organizaciones tradicionales desaparecieron de la escena del conflicto social dejando tras de s una estela de escndalos y una poblacin trabajadora completamente desamparada. Pobreza y desestructuracin social Otra consecuencia de la aplicacin de las polticas neoliberales en la Argentina ha sido el vertiginoso aumento de la pobreza. En nuestro pas este tema poco tiene que ver con la profundizacin y extensin de la pobreza tradicional, a veces mal denominada "estructural", como si la nueva pobreza que aflige a un pas como la Argentina careciera de anclajes estructurales. En todo caso, aqulla nunca tuvo excesiva gravitacin en la Argentina porque nuestro desarrollo capitalista no se asent a diferencia de lo acontecido en pases como Brasil o Mxico sobre la presencia de una enorme masa campesina e indgena que con el advenimiento de las relaciones burguesas de produccin habran de originar los bolsones de pobreza que secularmente han caracterizado a aquellos pases. La singularidad del itinerario histrico del capitalismo argentino, a saber: una extensa y altamente productiva base agraria carente de campesinos salvo en las regiones ms marginales y an as en pequeas proporciones hizo que el proceso de empobrecimiento desencadenado desde mediados de los aos setenta tuviera como uno de sus rasgos ms sobresalientes el surgimiento de un fenmeno novedoso, los "nuevos pobres", procedentes de la descomposicin y/o pauperizacin de las viejas capas medias o, en ciertos casos, de los estratos decadentes del antiguo proletariado urbano. Como asegura un experto: "no se trata de una pobreza heredada, sino adquirida o mejor dicho a la que se han visto empujados por el proceso de crisis, estabilizacin y ajuste" (Minujin, 1991, p. 1). Tal como lo hemos sealado en otros trabajos, la Argentina constituye un caso bastante especial dentro del marco latinoamericano tanto por la rapidez con que se produjo la inmiseracin de grandes sectores de nuestra sociedad como por la profundidad del impacto que dicho proceso tuvo sobre la estructura social en su conjunto (Boron, 1995 [a]). Veamos algunas cifras generales. A principios de la dcada del ochenta el 27,7% de la poblacin total se hallaba por debajo de la lnea de pobreza, lo que equivala a poco ms de siete millones y medio de personas. Pocos aos despus, pero antes de los estallidos hiperinflacionarios de 1989 y 1990, esta cifra haba ascendido a unos 9 millones de personas y comprendiendo a cerca de un tercio de los hogares. Algunas estimaciones efectuadas en 1990 sealaban que, en ese ao y en las postrimeras del segundo episodio hiperinflacionario haba casi 15 millones de personas viviendo bajo la lnea de la pobreza en la Argentina, o el 47,2% del total de la poblacin del pas. Si bien estas cifras pueden ser motivo de debate a la hora de evaluar con total precisin los alcances estrictos del fenmeno de la pobreza (vgr., debido a los efectos devastadores pero transitorios de la hiperinflacin), las tendencias generales del fenmeno se encuentran fidedignamente retratadas. Basta con recordar que, en 1974, slo un 3% de los hogares se encontraba por debajo de la lnea de pobreza; en 1988, a menos de quince
aos, estos hogares haban trepado a una proporcin que oscilaba entre el 22% y el 29%! A mediados de 1999 diversos indicadores sealaban que el nivel de la pobreza era semejante al que exista al comienzo de la Convertibilidad abril de 1991 rgimen que segn su autor intelectual, el ministro Domingo F. Cavallo, y su ejecutor poltico, el presidente Carlos S. Menem, permitira resolver el problema de la pobreza en la Argentina (Beccaria, 1991, p. 334; Beccaria y Minujin, 1991; Douhat, 1991, pp. 106111; Grana, 1990, p. 13). Como vimos ms arriba, los dos episodios hiperinflacionarios (mayo-julio de 1989 y febrero-abril de 1990) dispararon la proporcin de personas que se hallaban por debajo de la lnea de pobreza a las cercanas del 50%. Si bien una cifra que llegara a niveles tan exorbitantes no se poda mantener por mucho tiempo, puesto que reflejaba ms que nada el fenomenal abismo abierto entre los precios y los salarios en el momento de la hiperinflacin, lo cierto es que al desaparecer sta sus secuelas se hicieron sentir por mucho tiempo y el regreso a los niveles prehiperinflacionarios de pobreza demostr ser imposible. Los inflexibles y cruentos programas ortodoxos de ajuste y estabilizacin ensayados a continuacin detuvieron la espiral inflacionaria pero acentuaron an ms las tendencias excluyentes y pauperizadoras del modelo neoliberal. La evidencia era tan abrumadora que en Septiembre de 1992, el ministro de Accin Social de la Nacin Julio Csar Aroz admiti en unas declaraciones ante la prensa que aproximadamente un tercio de la poblacin argentina era pobre (Clarn, 1992: p. 5). Ante la inexistencia de polticas compensatorias dirigidas a combatir a la pobreza en lugar de declarar la guerra a los pobres, como observara Noam Chomsky! la aceleracin en el ritmo de quiebras y cierres de firmas de todo tipo, el aumento de la desocupacin y el congelamiento salarial en el sector pblico y los rezagos de las remuneraciones en el mbito privado es evidente que no hay demasiadas razones para esperar que las tendencias observadas en la evolucin de la pobreza puedan experimentar una mejora significativa. Como veremos a continuacin, los ltimos datos disponibles ratifican esta sospecha. Tratemos ahora de sintetizar estas diversas observaciones. Por una parte se comprueba que las transformaciones experimentadas por la estructura de clases del capitalismo argentino denuncian la presencia de un acelerado proceso de concentracin y enriquecimiento absoluto en su cpula burguesa. Entre el lanzamiento del Plan de Convertibilidad (1991) y el ao 2000, a poco de asumir el gobierno de la Alianza, la ratio entre los ingresos del decil ms rico y el ms pobre de la Argentina se catapult de 15 a 25 veces, poniendo de manifiesto la fenomenal radicalidad del impacto regresivo de las polticas neoliberales que an hoy siguen en vigencia. Es decir que no estamos ante un fenmeno de mera acentuacin de tendencias sino ante una mutacin bastante radical en el perfil mismo de la estructura de clases: en poco ms de tres lustros la desigualdad social existente en la Argentina se duplic y esto no es una mera cuestin transitoria ni referida exclusivamente a la estructura de distribucin del ingreso. A sto se refieren muchos analistas y comentaristas cuando hablan de la "latinoamericanizacin" de la estructura de clases de la Argentina: se afirma la presencia de una elite burguesa, ms reducida que nunca, que detenta un volumen de riqueza fenomenal, y por debajo una poblacin cada vez ms pauperizadas En segundo lugar observamos que en los sectores medios se produce un impetuoso proceso de immiseracin relativa merced al cual un vasto contingente social ha visto deteriorarse significativamente tanto sus ingresos como sus condiciones materiales de existencia, resignando consumos a los cuales estaban tradicionalmente habituados y redefiniendo "hacia abajo" las expectativas y aspiraciones que les haban sido inculcadas en el pasado. No se trata, como se escucha con harta frecuencia, de que "la
clase media ha desaparecido". La situacin es mucho ms compleja que eso: una fraccin, decididamente minoritaria, logr sobrevivir a la reorganizacin salvaje del capitalismo insertndose en la dinmica excluyente del modelo como apndice tcnico, gerencial o profesional adscripto a o dependiente de los negocios del sector ms concentrado de la economa. Pero la gran masa de los sectores medios careci de oportunidades y se pauperiz. En una sociedad que ha perdido casi un 40% de sus ingresos en la dcada de los ochenta, "los empleados pblicos perdieron un 41%, los cuentapropistas un 45% y los trabajadores de la construccin un 49%" (Minujin y Kessler, 1995: pp. 21-22). Por ltimo, y ya en el fondo de la pirmide social, nos encontramos con un abigarrado conglomerado de clases y capas populares de precaria o ninguna insercin en el mercado laboral que, en palabras de una estudiosa del tema, puede caracterizarse como "una clase obrera numricamente decreciente en curso de pauperizacin absoluta" (Torrado, 1994, pp. 452-453). Si ya a principios de la dcada de 1980 la estructura de clases mostraba fuertes signos de segmentacin e inequidad social y regional, lo ocurrido a partir de esa fecha no hizo sino profundizar estas tendencias. Las consecuencias: pobreza extrema, desempleo de masas, salarios insuficientes para los que s tienen una ocupacin, desproteccin social, deterioro del hbitat, represin policial, criminalidad y el flagelo del trfico de drogas pareceran ser sus rasgos ms definitorios en una coyuntura como la actual. El neoliberalismo ha puesto en marcha una verdadera "eutanasia de los pobres" y la est ejecutando con impresionante meticulosidad. Lo que Pierre Bourdieu plante para el caso francs tiene an ms vigencia en el argentino: un trnsito acelerado "del Estado social al Estado penal". Empeado en esta tarea, el proyecto de reestructuracin capitalista no slo ha empobrecido a la abrumadora mayora de nuestras sociedades sino que, no conforme con eso, sus polticas debilitaron radicalmente los delicados mecanismos de integracin social. En un proceso aluvional, las viejas identidades sociales entraron en crisis en efecto, qu significa hoy, en la Argentina, ser "obrero", o "clase media"? al igual que los tejidos y las redes de solidaridad social de carcter local u ocupacional, destruidas por la atomizacin y pulverizacin inducidas por el nuevo paradigma productivo, el deterioro salarial, el desempleo crnico y la crisis de las organizaciones que antao defendan los intereses de las clases y capas populares. El "individualismo salvaje" tan exaltado por los ideolgos del neoliberalismo es, en las alturas de la sociedad, la coartada que reclama la burguesa para dar rienda suelta a lo que en la jerga empresarial se denomina como sus killing instincts, es decir, su bsqueda implacable de lucro al margen de toda consideracin tica. Pero, hacia abajo, en el universo popular, ese mismo individualismo es la respuesta desesperada de quien se encuentra acorralado, privado de una representacin colectiva, carente de apoyos solidarios, traicionado por sus dirigentes y abandonado a sus propias fuerzas y que contempla con rabia y desilusin el paisaje del derrumbe que lo rodea. Ante este panorama las vctimas del neoliberalismo tropiezan con una izquierda que slo atina a prometerles las certezas reconfortantes de una revolucin que, segn sus voceros, estara a la vuelta de la esquina. Para los hombres y mujeres concretos, en trminos prcticos la sociedad ha cesado de existir: las estructuras a las que se hallaban integrados colapsaron. Fue de la cual formaban parte se han desintegrado. Fue tan slo una amarga ilusin, dice el discurso oficial, disipada por el "realismo" del neoliberalismo que hizo que se acabara la fiesta mediante la premeditada desorganizacin y atomizacin del campo popular. Aquello, lo del pasado, fue un festival populista ineluctablemente destinado a naufragar, y ahora se est pagando el precio de tan imperdonable extravagancia. La realidad, la "nica realidad" es el mercado, con su frrea disciplina y con su infalible mecanismo
darwiniano de seleccin de los ms aptos. Por eso, ahora en su lugar impera el "slvese quien pueda". Margaret Thatcher lo dijo con total franqueza, cuando los periodistas le preguntaron si ella estaba consciente de las consecuencias de sus polticas sobre la sociedad inglesa, a lo cual la "Dama de Hierro" respondi: "la sociedad no existe! Existen los individuos discretos y puntuales, nada ms. La sociedad es slo una abstraccin". Las esperanzas de un capitalismo "con rostro humano" demostraron ser apenas una piadosa mentira alumbrada durante los aos de la posguerra por el espejismo terico del keynesianismo, el Estado de Bienestar, la inusitada fortaleza de la izquierda y la inesperada constitucin de un grupo de pases autoproclamados socialistas. Precisamente por ser una mentira, el reformismo que se insinu en algunos momentos del siglo XX pudo, al menos en Amrica Latina, ser barrido de la escena y anatemizado como el gran culpable de todos nuestros males. El capitalismo demostr, una vez ms, que es incorregible: que slo se reforma cuando la presin popular es insostenible, o cuando existe una correlacin internacional de fuerzas como la existente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la cada del Muro de Berln que torna inevitable la puesta en prctica de polticas progresistas y democrticas que bajo condiciones normales son consideradas como un estorbo insoportable a la acumulacin del capital. Por eso, cuando tales condiciones desaparecieron sea por el debilitamiento de las organizaciones sindicales, la crisis de los partidos de izquierda, el hundimiento de la Unin Sovitica, o todas en su conjunto el capitalismo retorn a su "normalidad", demostrando en los hechos que es incorregible, que es irreformable y que si hay una utopa perversa en nuestra poca es precisamente sa, la que anuncia la inminente llegada de un capitalismo "con rostro humano". La izquierda argentina ante el desafo estratgico A partir de esta radical involucin de la estructura social de la Argentina, cmo podra la izquierda plantear una estrategia racional, viable, creble y potencialmente exitosa de transformacin social? Volviendo a nuestra inicial metfora hamletiana, el primer paso es reconocer las novedades que presenta el capitalismo finisecular. Es preciso enterrar definitivamente la "tentacin panglossiana" tan fuerte en el campo de la izquierda todo est bien, no hay que revisar nada, no abusemos de la autocrtica y tener la humildad para reexaminar nuestras convicciones y propuestas a la luz de las muchas enseanzas que arroja el siglo xx. Si no existe esa disposicin inicial todo ser en vano. Estaremos hablndole a una sociedad que slo existe en nuestra imaginacin, y el precio a pagar por tamao disparate ser la cmplice inoperancia de nuestras iniciativas. No otra fue la actitud de V. I. Lenin cuando, contrariando los hegemnicos diagnsticos de los narodniki de su tiempo que aseguraban que la singularidad de la formacin social rusa tornaba imposible su desarrollo capitalista! se dio a la tarea de estudiar las transformaciones experimentadas por Rusia en la segunda mitad del siglo xix a los efectos de dejar de lado los viejos diagnsticos de los populistas, envejecidos por la marcha real de la historia, y a partir de ah elaborar una estrategia realista de transformacin socialista. Claro que, en el caso argentino, los narodniki criollos agregan un trmino ms a la ecuacin de sus congneres rusos: no slo se contentan con decir, a coro con stos, que "el desarrollo capitalista es imposible" sino que a continuacin agregan que "la revolucin socialista es inevitable", con lo cual se obtiene una frmula an ms equivocada y paralizante que la de sus predecesores. El difcil trnsito de la economa a la poltica
Los cambios habidos en la sociedad argentina son de tal magnitud que tornan sospechosa y suicida! toda resistencia a una rigurosa actualizacin de nuestros diagnsticos. Un ejemplo ser suficiente para justificar este saludable "revisionismo". Las elecciones presidenciales de 1995 demostraron, entre otras cosas, que la tradicional relacin sesentista entre polticas ortodoxas de ajuste, inmiseracin de las masas y protesta poltica ya no funciona como lo hiciera en la Amrica Latina de los aos cincuenta, sesenta y parte de los setenta. En el pasado era razonable y realista esperar que las vctimas de aquellas polticas respaldasen electoralmente a los partidos o candidatos que levantaban proyectos alternativos, o al menos vagamente reformistas. Sin embargo, en la actualidad esto ya no parece ser as. Al contrario, la profundizacin de la pobreza parecera operar ahora de un modo impensadamente perverso al favorecer a las fuerzas o coaliciones polticas de inspiracin neoliberal. Esto ha venido ocurriendo en distintos pases de la regin a partir de la segunda mitad de los aos ochenta, y muy especialmente en Bolivia, Chile y Ecuador. En fechas ms recientes Per y la Argentina pasaron a engrosar dicha lista. En 1995 Menem obtuvo el 49,9% de los votos, luego de seis aos de neoliberalismo salvaje y de haber arrasado una tras otra prcticamente todas las conquistas populares del medio siglo anterior. Pese a ello, en el conurbano bonaerense, donde se encuentra el mayor bolsn de pobreza del pas, el PJ aplast a sus rivales: en La Matanza, Lomas de Zamora, Lans, Almirante Brown, Esteban Echeverra, Florencio Varela y Merlo casi todos ellos pertenecientes al depauperado segundo cordn del Gran Buenos Aires el oficialismo obtuvo ms del 60% de los votos, unos 30 puntos en promedio por encima del Frepaso, mientras el radicalismo se sumerga por debajo del 10% y el riquismo prcticamente se esfumaba. El gobierno tambin triunf con holgura en los nuevos distritos creados por la legislatura bonaerense en 1994: Jos C. Paz, Malvinas Argentinas, Ezeiza, Ituzaing y Hurlingham. En su conjunto, el Gran Buenos Aires aport casi el 30% de los sufragios emitidos en favor de Menem (Clarn, 1995: pp. 14-15). Los datos a nivel nacional, si bien no son tan rotundos como los de la provincia de Buenos Aires, muestran un comportamiento bastante parecido que plantea algunas inquietantes preguntas. Por ejemplo, cmo interpretar la sorprendente disyuncin entre la lucha social y orientacin del voto en provincias que, poco tiempo antes de las elecciones haban sido escenarios de grandes movilizaciones sociales y, en algunos casos, de cruentas represiones gubernamentales? Menem triunf en la convulsionada La Rioja con el 79% de los votos; en Santiago del Estero, donde una pueblada incendi la sede de los tres poderes del estado provincial y la residencia del gobernador, con el 63%; en Tierra del Fuego, donde las fuerzas represivas asesinaron a uno de los militantes obreros que manifestaban en contra del gobierno, con el 61%, y en la Jujuy del "Perro Santilln", protagonista de interminables conflictos y movilizaciones populares, con el 47%. Cmo explicarnos, adecuadamente, conductas tan dismiles en el plano de la protesta social y en el terreno de las urnas? Por qu esa discontinuidad tan abrupta entre la lucha social y la lucha electoral? Por qu ese hiato entre la calle y el comicio? Todo lo cual lleva a otra pregunta, an ms preocupante: habr descubierto el neoliberalismo la alquimia poltica que le permita asegurar un duradero sustento de masas para sus reaccionarias polticas de recomposicin capitalista? Afortunadamente no es as, como en parte y slo en parte lo demuestran las elecciones legislativas de Octubre de 1997, en donde el oficialismo fue derrotado sin atenuantes en la propia provincia de Buenos Aires. Las reservas se explican por el hecho de que el discurso y las propuestas de la triunfante coalicin opositora la Alianza, formada por la Unin Cvica Radical del ex presidente Ral Alfonsn y el emergente FREPASO, un agrupamiento de sectores disidentes del peronismo y otras
corrientes menores en poco se distinguen de los del menemismo, salvo en lo tocante a la corrupcin y a una nebulosa "transparencia administrativa". La sociedad hizo or su protesta, pero ms all del recambio de personal, en lo esencial las ideas votadas fueron las mismas. Puede no ocurrir lo mismo en los aos venideros. Para las fuerzas de izquierda es fundamental tratar de entender cules han sido los factores que pusieron en crisis la "ecuacin sesentista" que desencadenaba la protesta social y la radicalizacin poltica como respuesta ante las polticas libremercadistas. Sin nimo de ser exhaustivos creemos que entre ellos hay que considerar, en primer lugar, al impacto "disciplinador" del terrorismo de estado y su asociacin, en el difuso "imaginario social", con las polticas populistas y heterodoxas brevemente ensayadas durante los meses iniciales del segundo gobierno de Juan D. Pern. Huelga sealar que esta respuesta est mediatizada por complejos procesos psicolgicos cognitivos y volitivos, y sobre cuya dinmica no es ajena la abrumadora hegemona del discurso neoliberal en la sociedad argentina. De alguna manera, ste ha logrado crear un nuevo "sentido comn" de poca, y tal como lo recordaba Antonio Gramsci, cuando esto ocurre las ideologas y las mentalidades adquieren la gravitacin de las fuerzas materiales. Los cambios operados en la conciencia de las clases populares a partir de sucesivas derrotas polticas y de la consolidacin de la hegemona neoliberal tuvieron tambin otras consecuencias: la despolitizacin y el forzoso repliegue sobre el individualismo y la esfera de lo privado. A lo anterior es preciso aadir otro impacto "disciplinante": el terrorismo econmico suscitado por las memorias traumticas de la hiperinflacin. Sobre esto se monta el fetichismo de la "estabilidad", cuyos efectos desmovilizadores y conservadores son bien conocidos. Ms all de estos factores existen otros que tambin contribuyen a la desmovilizacin de las clases y capas populares. El slido consenso neoliberal que se ha formado en el sistema partidario, en donde tanto el peronismo como la Alianza se disputan la fidelidad al modelo, refuerza la subordinacin ideolgica de las clases populares, incapaces de percibir algn resquicio que les permita expresarse polticamente. Lo que alcanzan a ver es una "alternancia sin alternativas", cuando precisamente lo que se requiere es la construccin de una alternativa. Alternancia sin alternativas que ya se ha comprobado en el caso chileno y que ahora corre el riesgo de verificarse tambin en Mxico. En la Argentina una "centroizquierda" adocenada y entregada ideolgicamente al pragmatismo neoliberal no aspira a ser ms que "la otra mano" que colabore con "la mano invisible" del mercado a continuar con su infausta tarea. En esta misma direccin opera la presin conservadora ejercida por los grandes medios de comunicacin de masas, que exaltan continuamente las virtudes del nuevo "sentido comn" neoliberal ms all de sus denuncias sobre las fallas puntuales que el modelo muestra en su concrecin a manos del menemismo. Por ltimo, tampoco se puede olvidar el papel que la inmiseracin de la clase trabajadora juega al perpetuar su supeditacin al bloque dominante. La casi total indefensin de la misma la convierte en presa fcil de las polticas clientelsticas puestas en prctica por los gobiernos provinciales y el propio gobierno nacional. Cuando la pobreza llega a ciertos extremos el recurso implcito de la venta del voto se convierte en una estrategia ms de supervivencia, mediante la cual quienes se estn "cayendo fuera de la sociedad", para utilizar la aguda expresin del recordado Darcy Ribeiro, no tienen ms remedio que apoyar a los gobiernos de turno si no quieren ver interrumpido el incierto y precario pero esencial flujo asistencialista que aquellos le suministran. Por qu no pensar que las polticas neoliberales no slo persiguen como objetivo concentrar riqueza y rentas en manos de la burguesa sino tambin fomentar la dependencia y
subordinacin poltica de clases populares pauperizadas, a los efectos de tornar inofensivas las consecuencias de su ciudadana poltica? La urgencia y necesidad de una discusin estratgica En la coyuntura actual la izquierda se enfrenta a un serio dilema estratgico: el neoliberalismo ha tensionado hasta sus extremos la intensidad de la explotacin capitalista, y la revolucin es ms necesaria que nunca. Sin embargo, es en esta coyuntura cuando las masas parecen menos dispuestas que nunca a acompaar una propuesta de transformacin revolucionaria de la sociedad burguesa. Si antes apoyaban con su voto y su militancia a los partidos que se proponan superar el actual estado de cosas, hoy, despus de la derrota de los aos setenta y los aos ochenta (la prfida combinacin de "thatcherismo" con la "tercera va" de Tony Blair), los trabajadores "parecen" resignados a su suerte y allanados a sustituir la revolucin por la democracia capitalista. Se trata de una apariencia un tanto engaosa, de ah el entrecomillado; pero revela una disposicin de nimo que si bien es transitoria puede tener una duracin excesiva al considerrsela en el estrecho horizonte de nuestras biografas o de las historias de determinadas fuerzas polticas. En todo caso, la experiencia argentina demuestra que si las masas no se internaron por el camino de la revolucin no fue precisamente por la ausencia de propuestas orientadas en esa direccin. Una ojeada superficial al archipilago electoral de la izquierda revela la exuberancia de la "oferta revolucionaria" de estos ltimos aos, y ante la cual la respuesta de las clases trabajadoras fue de una benigna indiferencia. Numerosos grupos polticos, cuyas identidades se fundaban ms en el "narcisismo de las pequeas diferencias" agudamente observado por Freud que en propuestas doctrinarias u organizativas concretas, se ofrecan al electorado popular. Entindase bien: esto no quiere decir que no hubiera habido reaccin alguna pero, si la hubo, no se tradujo en el plano electoral o poltico. Desde el 30 de octubre de 1983 hasta nuestros das se observa una llamativa disparidad entre la riqueza y variedad de propuestas radicalizadas y la aptica respuesta del electorado popular. Esto ha significado un rotundo desmentido a los grupos que, desoyendo el sabio consejo de Friedrich Engels, "hicieron de la impaciencia su argumento terico". Entre nosotros esa postura aparece legitimada a partir de la absurda acusacin, intercambiada con frecuencia entre grupos del campo de la izquierda: si la revolucin todava no se ha producido esto se debe a la "traicin" de la dirigencia. Va de suyo que esto constituye un argumento antimarxista por excelencia, ya que asume que las revoluciones se producen al margen de las condiciones objetivas que, en determinados momentos de la historia, las tornan inevitables. En resumen, los efectos perniciosos de una mala sociologa que supone apriorsticamente que hay masas disponibles e impacientes por el pronto estallido de la revolucin y que se ven sistemticamente defraudadas por la infame capitulacin de su liderazgo. Si existieron propuestas radicales de izquierda, y si stas no fueron apropiadas por las clases populares, qu fue lo que ocurri? Precisamente, eso fue lo que tratamos de examinar en las pginas precedentes: tanto los legados histricos como las transformaciones estructurales del capitalismo argentino actuaron en una direccin que para nada favoreci la maduracin de las condiciones objetivas requeridas por un proceso revolucionario. Contrariamente a lo que suele pensarse, ste suele irrumpir en la historia con una fuerza y rapidez tan grandes que toma por sorpresa a los mismos profetas de la revolucin. Sin embargo, lo anterior no significa que las revoluciones surjan de la noche a la maana o como producto de fortuitas combinaciones de circunstancias. Por el contrario, ellas se incuban en la lucha cotidiana, en la resistencia permanente contra todas las formas de opresin y explotacin. En una palabra, en luchas que muy a menudo la izquierda revolucionaria argentina y latinoamericana
fulmina con la etiqueta de "reformistas". Uno de los principales lderes del Movimento Sem Terra, Joo Pedro Stedile, reiteradamente se ha referido al nexo dialctico existente entre la reforma y la revolucin. Segn Stedile es imposible siquiera soar con la segunda si no se logra avanzar en el camino de las reformas. Es ms: segn su anlisis, una de las condiciones que hizo posible el triunfo de la revolucin en Rusia, en octubre de 1917, fue la exactitud con que la consigna bolchevique de "Pan, Tierra y Paz" interpret las necesidades concretas, inmediatas e impostergables, de aqu y ahora, de las grandes masas obreras y campesinas de ese pas. stas no fueron movilizadas en pos de nebulosos planteamientos acerca del socialismo como forma superior de organizacin econmica y social sino tras el logro de objetivos muy concretos. Y si se mira la historia de la revoluciones china, cubana y vietnamita se llega tambin a una idntica conclusin: en esos pases las masas populares fueron movilizadas por la lucha contra el invasor japons y el gobierno ttere de las potencias occidentales en el caso chino, contra la feroz dictadura de Fulgencio Batista y sus amos norteamericanos en Cuba, y contra el colonialismo francs y norteamericano en la experiencia vietnamita. Por otra parte, este nexo dialctico entre reforma y revolucin es lo que se encuentra en la base de los planteamientos gramscianos cuando afirman que para que una clase subordinada pueda llegar a ser dominante tiene primero que demostrar que puede ser dirigente, es decir, que posee la capacidad de establecer su hegemona sobre el conjunto de las clases y capas subalternas, y que esto se traduce en la capacidad para elaborar programas concretos de reformas y reivindicaciones populares. Lamentablemente, este nexo dialctico entre reforma y revolucin fue ignorado tanto por la ortodoxia estalinista como por las concepciones trotskistas. El resultado fue que la lucha por las reformas fue abandonada porque, segn estas visiones dogmticas, ellas pecaban de complicidad con el statu quo burgus al prolongar la estabilidad de un rgimen de produccin destinado a desaparecer. "Reformista" se convirti en uno de los insultos ms imperdonables dentro del debate poltico de las izquierdas. Ahora bien: si la excluyente concentracin en el terreno de las reformas, perdiendo de vista el objetivo final, puede rematar en un craso reformismo que en ese caso s termine sus das como un mero apndice del capitalismo, la focalizacin excluyente en el logro de las grandes metas y los objetivos finales de la revolucin hace que los partidos interesados en la construccin de una sociedad socialista terminen convertidos en pequeas sectas fundamentalistas totalmente carentes de gravitacin entre las masas. La medalla histrica de la izquierda tiene as dos caras: el anverso exhibe el rostro resignado y vencido del "reformismo"; pero el reverso no presenta la imagen gloriosa de la revolucin triunfante sino las facciones desencajadas del "milenarismo mesinico". El problema entonces es muy complejo y requiere de un supremo equilibrio para evitar cadas en una u otra direccin, cosa que por supuesto es relativamente sencilla de hacer en el papel pero mucho ms difcil en la vida poltica prctica. En el caso argentino tal equilibrio ha brillado por su ausencia. No obstante, a menos que la izquierda sea capaz de disear un programa de reformas concretas y crebles dotado de una contundencia anloga al que demostrara la consigna de "Pan, Tierra y Paz" para remediar "aqu y ahora" los estragos del neoliberalismo, sus posibilidades de acompaar, mucho menos an de conducir, un proceso revolucionario sern nulas. El pas, y en especial las clases y capas subalternas, exigen un cambio. No saben muy bien con que sustituir la pesadilla menemista, pero tienen conciencia de que las polticas neoliberales las estn aniquilando lenta pero seguramente, y esto no es una metfora. Las estadsticas sanitarias hablan con elocuencia. El problema es que no perciben una propuesta de reemplazo, y la hegemona ideolgica del neoliberalismo dificultar enormemente ese proceso. En las ltimas elecciones legislativas la protesta popular
contra el modelo fue contundente, pero su principal instrumento fue el voto por la Alianza. Sin embargo, los seiscientos y tantos mil votos recogidos por el archipilago de la izquierda a escala nacional as como los votos en blanco y la abstencin electoral son sntomas de que hay una disconformidad de fondo de la sociedad con lo que podramos llamar los "partidos del orden", en la medida en que tanto el pj como la Alianza compiten para atraer el apoyo de las clases dominantes y por aplicar con la mayor prolijidad posible las recomendaciones del "Consenso de Washington". Estos signos representan el reclamo de algo nuevo, el rechazo al modelo paralizante de la "alternancia sin alternativas" propuesto por el oficialismo y la principal oposicin. Superados los temores ante el chantaje del "retorno de la hiperinflacin" y despejado el fetichismo de la estabilidad, sectores cada vez ms amplios de los trabajadores y las capas medias se han sumado a la protesta social. Ante ello, la respuesta del gobierno ha sido la represin, y por momentos parecera que el pueblo estuviera dispuesto a recuperar el protagonismo que otrora supo tener. Sin embargo, es preciso reconocer que, lamentablemente, estas heroicas muestras de combatividad popular no logran an articularse en una fuerza poltica nacional, dando vida a una expresin unitaria y coherente. Son luchas puntuales, sectoriales, locales, que agotan sus energas en proyectos que no alcanzan a trascender el marco valioso pero insuficiente de lo inmediato. La "izquierda poltica" todava no ha acudido a la cita con una "izquierda social" cada vez ms movilizada. El atraso ideolgico y terico de la "izquierda poltica" y su exasperaste fragmentacin en un archipilago de rivalidades irreconciliables la priva de toda eficacia, comprometiendo asimismo la efectividad de la creciente protesta popular que no encuentra un continente adecuado en el que canalizar sus esperanzas y sus luchas. Bajo estas condiciones las numerosas fuerzas de izquierda deberan comenzar desde ya un proceso de construccin poltica muy amplio, canalizando en su seno las demandas "reformistas" de los millones de excluidos por la recomposicin capitalista de los ltimos aos; de quienes no tienen techo ni trabajo; de los que carecen de educacin y atencin mdica; y de aquellos cuyos derechos son atropellados y cuya dignidad como mujeres y hombres de este pas es ultrajada a diario y que no pueden esperar hasta el advenimiento de la revolucin para intentar poner fin a sus pesares. Una condicin importantsima para el xito de esta tarea es que las izquierdas sean capaces de presentar una propuesta unitaria, sin sectarismos ni mesianismos, poniendo fin a la estril competencia por la radicalizacin de las propuestas que nos ha llevado a una situacin como la actual en la cual nuestra presencia apenas si se advierte en el panorama nacional. Las izquierdas deberan tratar de converger en una voluntad poltica unitaria pero plural, que reafirme los valores fundantes de una propuesta socialista y que decida democrticamente cules habrn de ser los contenidos polticos concretos de la misma y las metodologas de construccin del nuevo espacio poltico. Slo de este modo se podr potenciar la vitalidad transformadora del campo popular y construir, en la Argentina, una alternativa de izquierda.
Eplogo Una teora social para el siglo XXI?* Atilio A. Boron * Ponencia presentada al xiv Congreso Mundial Asociacin Internacional de Sociologa (Montreal, Canad, 1998).
Introduccin: un fin de sicle antiterico y su impacto sobre la teora social No slo hay un malestar en la cultura, actualizando a fines del siglo xx con rasgos an ms marcados el diagnstico que Sigmund Freud esbozara en los albores de la dcada del treinta. En el campo de las ciencias sociales tambin hay un "malestar en la teora y con la teora", especialmente con aqullas que, siguiendo las huellas de la tradicin clsica, persisten en su empeo por tratar de explicar el movimiento de la sociedad en su conjunto. En el clima ideolgico actual, dominado por la embriagante combinacin del nihilismo posmoderno con el tecnocratismo neoliberal, las teoras de la sociedad suscitan el fastidio y, a veces, hasta el desprecio de muchos cientficos sociales. Las teoras cualesquiera que sean han cado en desgracia y cualquier principiante o dilettante se atreve a fulminarlas bajo la acusacin irredimible de no ser otra cosa que obsoletos "grandes relatos" novecentistas, merecedores de la calma acogedora de los museos. Este descrdito sin precedentes de la labor terica est relacionado con un conjunto de factores: (a) la crisis de lo que podramos llamar, de un modo un tanto heterodoxo, "la forma universidad" como marco institucional en el cual se llevan a cabo las tareas de enseanza, aprendizaje e investigacin en las ciencias sociales; (b) el creciente papel que, al menos en los capitalismos perifricos, asumen instituciones noacadmicas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, los gobiernos y ciertas fundaciones privadas en la elaboracin de la "agenda" de investigaciones de las ciencias sociales y en el cada vez ms laborioso financiamiento de las mismas; (c) el lastre antiterico del saber convencional, potenciado por las exigencias del mercado de trabajo de los cientficos sociales que premia el conformismo y las actitudes "pragmticas y realistas" y castiga con el desempleo el espritu crtico y la inclinacin terica; (d) la deplorable gravitacin que ha adquirido el artificioso "practicismo" exigido por las ms importantes fuentes de financiamiento, lo que desnaturaliza por completo la labor de los cientficos sociales, devenidos en incompetentes social workers a cuyo cargo supuestamente deberan encontrarse los sectores ms vulnerables y explotados de nuestras sociedades; y (e), por ltimo, las lamentables consecuencias que se desprenden del ciclo "gi-go" (garbage in, garbage out ["entra basura, sale basura"]) resultante de las condiciones adversas bajo las cuales se realiza la investigacin y la docencia en el campo de las ciencias sociales: presupuestos insuficientes, bajos salarios, urgencia en obtener los resultados, etc., todo lo cual condiciona negativamente la calidad de nuestra produccin intelectual. El talante antiterico de nuestra poca salta a la vista cuando se lo compara con el esplendor que exhiba el clima intelectual europeo hace un siglo atrs, y del cual la obra de Henry S. Hughes nos brindara un fresco inolvidable (1961). En los albores de nuestro siglo los nombres de Weber, Durkheim y Marx a los que podra agregarse una larga lista de distinguidos tericos como Simmel, Toennies, Pareto, Freud, etc. eran punto de referencia obligada en el quehacer de la sociologa, y su influencia ha logrado proyectarse, pese a su declinante gravitacin, hasta nuestros das. Por el contrario, en fechas ms recientes se comprueba la desaparicin sin dejar rastros de lo que C. Wright Mills denominara "la gran teora". No slo la sntesis parsoniana cay en el olvido: las teoras alternativas que competan con ella no corrieron mejor suerte. No hablemos de la obra de Pitirim Sorokin, cuya farragosidad y estril enciclopedismo la condenaron a una muerte prematura; lo mismo ocurri con la teorizacin de George Homans y Robert K. Merton. En la ciencia poltica, una disciplina que en los 30 treinta aos ha estado crecientemente expuesta a la insalubre influencia de la economa neoclsica, la crisis terica adquiri la forma de una irresponsable liquidacin de la tradicin de la filosofa
poltica y de una desenfrenada "huida hacia adelante" en pos de una nueva piedra filosofal: los microfundamentos de la accin social. Estos revelaran, en su primigenia amalgama de egosmo y racionalidad, las claves profundas de la conducta humana con abstraccin de las circunstancias histricas, factores estructurales o tradiciones culturales que pudieran condicionarla. En uno y otro caso, tanto en la sociologa como en la ciencia poltica los resultados fueron decepcionantes. Las consecuencias de esta infortunada situacin se reflejan en la progresiva marginacin que la enseanza de la teora social est sufriendo tanto en las grandes universidades del mundo desarrollado como en los pases de la periferia. En la economa, por ejemplo, este proceso de disolucin terica se encuentra muy avanzado, a grado tal que muchos de los mejores programas doctorales de las principales universidades norteamericanas ya abandonaron la enseanza de la historia de las doctrinas econmicas, supuestamente por inservibles. El tragicmico resultado de todo esto es que los jvenes doctorandos cuya edad promedio ha descendido notablemente en los ltimos 20 aos adquieren una pobrsima y sesgada formacin terica que difcilmente trasciende los lmites de los papers y libros publicados a partir de la dcada del ochenta. La mayora desconoce la obra de Smith, Ricardo y Marx; y slo excepcionalmente han trabajado algunos textos de figuras tales como Marshall, Jevons, Walras, Pigou y Robinson. Hasta el mismsimo Keynes para no hablar de Sraffa es vagamente imaginado como un monstruo antediluviano que poblaba el confuso y oscuro universo previo a la aparicin de la econometra. Para estos futuros econmetras muchos de los cuales habrn de tener una decisiva importancia prctica como funcionarios de gobiernos, expertos de consultoras y grandes bancos transnacionales, o tcnicos de organismos tales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional lo que se denomina "teora" no es otra cosa que el conjunto de ideas convencionales desarrolladas en los papers publicados por sus profesores si bien empaquetadas en teoremas hiper-matematizados y que guardan una remota relacin con los problemas reales de la economa. Las quejas recurrentes de empresarios y funcionarios gubernamentales acerca de la inutilidad de la teora econmica para predecir acontecimientos tan espectaculares como la "crisis del tequila" a fines de 1994 y la del Sudeste Asitico de mediados de 1997 tan slo para referirnos a dos de los ejemplos ms recientes hablan bien a las claras de las insalvables limitaciones de modelos tericos que, en el horno incandescente de la historia, persisten en su equvoco de creer que la elegancia matemtica de su formulacin garantiza la riqueza sustantiva y la profundidad de sus proposiciones. Claro est que una situacin como la descripta ms arriba no es slo privativa de la economa. Tambin se observa en la sociologa y la ciencia poltica. En la primera el derrumbe del "estructural-funcionalismo" y el imponente edificio terico elaborado por Talcott Parsons desde mediados de los aos treinta dej tras de s un inmenso vaco que an no ha sido cubierto. La "gran teora", construida a imagen y semejanza del triunfante capitalismo norteamericano de posguerra, exaltaba el "consenso sobre los valores fundamentales" que segn Parsons predominaba en Estados Unidos de los aos cincuenta, minimizaba sus tensiones y fracturas estructurales y postulaba, en una mezcla de ingenuidad y conformismo, un futuro concebido como la eterna prolongacin de tan idlico presente norteamericano de la posguerra. La propia historia de Estados Unidos en la segunda mitad de este siglo se encarg de arrojar por la borda tales ilusiones. Y en Amrica Latina, las expectativas optimistas que la sociologa y la ciencia econmica de esos aos anticipaban para nuestros pueblos: desarrollo econmico, expansin de las clases medias, democracia poltica en suma, una maravillosa "norteamericanizacin" de Amrica Latina fueron barridas impiadosamente por el vendaval de la historia. Lamentablemente, la crisis de la teora hegemnica signific, lisa y llanamente, el
abandono de toda pretensin de teorizar a la sociedad en su conjunto. Ante tal situacin, la sociologa busc refugio en una autodestructiva "ultraespecializacin" que le permiti estudiar el rbol ignorando la presencia del bosque (Wallerstein, 1998, pp. 50-51). En la ciencia poltica la situacin no ha sido ms reconfortante. Basta recordar el auge y la estrepitosa cada de la llamada behavioral revolution y de los absurdos intentos comandados por un terico de la talla de David Easton, nada menos de "expulsar" los conceptos de poder y estado del dominio de la ciencia poltica debido a su supuestamente incurable ineptitud para aprehender y mensurar con precisin los fenmenos de la vida poltica contempornea. La famosa systems theory que, tras las huellas de Parsons, Easton construyera en los aos cincuenta no corri mejor suerte que la de su inspirador. En aos ms recientes Adam Przeworski certificaba la crisis y el desconcierto tericos de la ciencia poltica con su sorprendente incapacidad para anticipar acontecimientos tales como la cada de las "democracias populares" de Europa del Este. A juicio de Przeworski esto constituy un "asombroso fracaso de la ciencia poltica", anlogo en su magnitud e implicaciones con la ineptitud de la teora econmica dominante para predecir algunos de los eventos ms significativos de los ltimos aos (1991, p. 1). Pese a ello en la ciencia poltica se ha persistido en una tendencia que nos parece suicida: por una parte, la acelerada asimilacin del arsenal metodolgico de la economa neoclsica, reflejada en el auge abrumador de las teoras de la "eleccin racional"; por la otra, el insensato abandono de una tradicin de reflexin filosfico-poltica que tiene 2500 aos y que, a diferencia de las corrientes de moda en estos das, se ha caracterizado por su persistente focalizacin en torno a lo relevante y a lo significativo. En sntesis: la construccin terica aparece cada vez con mayor frecuencia como una empresa ftil y superflua. Gnesis de la presente crisis Uno de los esfuerzos ms rigurosos y fecundos para diagnosticar la naturaleza de la crisis de las ciencias sociales a fines del siglo xx se encuentra en el llamado Informe Gulbenkian. Este trabajo fue la obra de un distinguido grupo de cientficos entre los cuales seis pertenecan al campo de las ciencias sociales; otros dos procedan de lo que con una terminologa un tanto obsoleta, segn lo prueba el propio Informe, podran denominarse como "ciencias duras", mientras que los dos restantes provenan de las humanidades. La direccin intelectual del proyecto recay sobre Immanuel Wallerstein, y a lo largo de sus pginas se pasa revista a algunos de los hitos ms importantes en el desarrollo de las ciencias sociales desde el siglo xviii hasta la actualidad. Dado que el Informe se refiere a algunos temas centrales para nuestro argumento y que el mismo ha sido ampliamente difundido lo utilizaremos como un punto de referencia bsico de nuestra discusin. Es preciso decir, antes que nada, que en lneas generales coincidimos con el diagnstico y si bien con algunas reservas que sern expuestas ms adelante con los aspectos propositivos del Informe. Quisiramos, en todo caso, sugerir la necesidad de contemplar algunos matices que a nuestro juicio nos parece que no cobran suficiente relieve en su redaccin y que podran eventualmente representar direcciones prometedoras para el avance de la teora social en el siglo venidero. Simplificando un argumento que en el Informe se explicita muy cuidadosamente, podra decirse que la gnesis del presente desasosiego de las ciencias sociales se remonta a la crisis de un modelo de ciencia: aqul que se vino gestando desde el siglo xvi y que cabra denominar como el paradigma "newtoniano/cartesiano". El componente "newtoniano" aportaba una idea fundamental para la labor cientfica: el supuesto, por largo tiempo evidente e indiscutido, de que entre el pasado y el futuro exista una absoluta simetra. De este modo se podan establecer certezas imprescindibles para las
nacientes ciencias de la naturaleza puesto que todo el universo de la creacin pareca suspendido en un eterno e imperturbable presente, a la espera del cientfico que llegase a develar sus secretos. La visin "cartesiana", por su parte, complementaba y reforzaba lo anterior al postular un dualismo insalvable entre el hombre y la naturaleza, entre la materia y el espritu, entre el mundo fsico y el espiritual. Dentro del permetro definido por estas dos coordenadas habran de constituirse, siglos ms tarde, las ciencias sociales (Wallerstein, 1996, p. 2). Este modelo de ciencia, sobre el cual se sustent el desarrollo de las ciencias sociales desde el siglo xviii, ha entrado en crisis. En efecto, el paradigma tradicional comenz a ser fuertemente cuestionado ya desde los aos sesenta, si bien los orgenes ms remotos de esta impugnacin se proyectan hasta finales del siglo pasado. Dos innnovaciones producidas en las ciencias fsicas y las matemticas son identificado por el Informe Gulbenkian como de especial importancia por su impacto sobre las ciencias sociales: por una parte, la crisis de la epistemologa nomottica en el propio campo de las "ciencias duras"; en segundo lugar, los nuevos desarrollos tericos que en estas disciplinas "han subrayado la no-linealidad sobre la linealidad, la complejidad sobre la simplificacin y la imposibilidad de remover al observador del proceso de medicin y [...] la superioridad de las interpretaciones cualitativas sobre la precisin de los anlisis cuantitativos" (1996, p. 61). En suma, termina diciendo el Informe que "las ciencias naturales han comenzado a parecerse mucho ms a lo que por mucho tiempo haba sido despreciado como ciencias blandas que a aquello que fuera considerado como ciencias sociales duras" (1996, p. 61). Esta situacin no slo puso en crisis los supuestos medulares de la teora social del mainstream y sus premisas epistemolgicas positivistas sino que tambin contribuy a erosionar ciertos principios fundantes de la organizacin de las ciencias sociales, principalmente su fragmentacin en "disciplinas" independientes y compartimentalizadas y los criterios de su "profesionalizacin". Los perfiles principales de esta crisis fueron sintetizados con total precisin en la conferencia que Immanuel Wallerstein pronunciara en la sesin inaugural de este congreso. Para Wallerstein la "cultura de la sociologa" es decir, el conjunto de axiomas, premisas y supuestos de distinto tipo que estructuran a la sociologa como un saber especializado se enfrenta hoy a seis desafos que si bien no constituyen necesariamente verdades irrefutables "plantean demandas crebles y verosmiles para que los acadmicos reexaminen sus premisas" (1998, p. 18). El precio que podra tener que pagarse por ignorar estos desafos es demasiado elevado como para incurrir en actitudes autocomplacientes. Brevemente, los desafos en cuestin se refieren a la incorporacin de la herencia freudiana en las ciencias sociales, la cuestin del eurocentrismo, la construccin social del tiempo (Braudel), la cuestin de la complejidad (Prigogine), el feminismo y, por ltimo, la modernidad. Es oportuno subrayar, llegado a este punto, que la exhortacin que Wallerstein formula a los socilogos y la recomendacin que propone, en el sentido de reconstruir una ciencia social que ponga fin a la artificial fragmentacin prevaleciente, debe tambin ser oda con mucha atencin por economistas y politlogos. Sera una muestra de arrogancia irracional pretender que el ejercicio de autocrtica a que invita Wallerstein carece de sentido en estas disciplinas. Slo un espritu increblemente obcecado y dogmtico podra negar la profundidad de la crisis que afecta a la economa neoclsica, que marcha alegremente hacia su eventual dilucin en una especie de tcnica contable carente de vuelo y perspectivas. Y no se trata tan slo de comprobar el abismo insondable que separa la visin amplia sociolgica, histrica y filosfica, adems de econmica de un Adam Smith, por ejemplo, con la de algunos de los premios Nbel de
nuestros das, merecedores de tal distincin por haber pergeado artificiosas frmulas matemticas para disear instrumentos con los que los operadores financieros pueden estimar los precios de los junk bonds, los derivativos y las acciones en lo que algunos economistas respetuosos de la tradicin clsica denominan como casino capitalism. No hace falta ir tan lejos: la decadencia de la teora econmica se comprueba simplemente contrastando los artculos publicados en la American Economic Review hace unos 50 aos, cuando los economistas todava se ocupaban como Joseph A. Scumpeter, para poner un brillante ejemplo de los problemas del mundo real, con las banalidades matematizadas que se publican cual si fueran productos cientficos en nuestros das. Por ejemplo, complejos razonamientos altamente formalizados y modelizados para tratar de entender por qu la tasa de ahorro es tan baja en los pases subdesarrollados, en donde el prolijo manejo de tres o cuatro variables cuantitativas soslaya el hecho elemental de que aproximadamente la mitad de la poblacin mundial sobrevive con ingresos equivalentes a un dlar norteamericano por da, con lo cual pese a los esforzados consejos de los economistas neoclsicos las esplendorosas posibilidades de decidir cmo y en qu ahorrar y dnde invertir se esfuman en un abrir y cerrar de ojos. O disparates como los que dijera Gary Becker, premio Nbel de Economa en una reciente visita a la Argentina, cuando afirm que la desocupacin que en ese momento afectaba al 18 % de la poblacin econmicamente activa era un falso problema que slo reflejaba la obstinacin de los trabajadores alentada por sus corruptas dirigencias gremiales en negarse a trabajar por un salario de 100 dlares mensuales. Cuando alguno de los presentes le record que debido a la sobrevaluacin de la moneda local el costo de vida en la Argentina era similar al de Estados Unidos y que ninguna persona poda vivir con 100 dlares mensuales, la respuesta del "sabio" fue terminante: "la economa como ciencia nada tiene que decir acerca de cunto dinero necesita un trabajador para vivir". No es necesario acumular ms ejemplos para persuadirnos de la necesidad que la economa tiene de tomar en cuenta las sugerencias de Wallerstein. El panorama no es menos deprimente si se observa el caso de la ciencia poltica, donde los alcances de la crisis terica han llegado a proporciones agobiantes. Esto es particularmente cierto habida cuenta de dos razones principales que deben ser distinguidas pero que se encuentran altamente interrelacionadas. Primero, por tratarse de una disciplina que tiene el privilegio de contar con una venerable y fecunda tradicin de discurso de 2500 de antigedad pero que en estos momentos se encuentra arrinconada en los mrgenes de la profesin. Las causas de esta involucin son muchas y de diverso tipo, y no es ste el lugar para examinarlas detalladamente. El auge del behavioralismo fue, sin duda, uno de los factores. El extravo de la filosofa poltica contribuy asimismo a su propia decadencia, al expurgar de su seno todo vestigio de pensamiento crtico y resignarse a ser una tediosa y superflua legitimacin de las instituciones polticas de la sociedad capitalista, algo que los pioneros del behavioralismo hacan con mayor conviccin y con un lenguaje ms adecuado a las exigencias de la poca. Segundo, porque la ciencia poltica constituye en el universo de las ciencias sociales el caso ms exitoso de "colonizacin" de una disciplina a manos de la metodologa propia de la economa neoclsica. Ni en la sociologa ni en la antropologa, la historia o la geografa, el paradigma de la "eleccin racional" y el "individualismo metodolgico" ha alcanzado el grado formidable de hegemona que detenta en la ciencia poltica, en sus ms variadas especialidades, con las consecuencias por todos conocidas: prdida de relevancia de la reflexin terica, creciente distanciamiento de la realidad poltica, esterilidad propositiva. Una ciencia poltica que muy poco tiene que decir sobre los problemas que realmente importan y que, para colmo, es incapaz de alumbrar el camino en la bsqueda de la buena sociedad.
La crisis terica, en consecuencia, es muy grave. De lo que se trata, entonces, es de ver cules podran ser los caminos que nos permitan superar esta situacin. Pero antes ser preciso examinar otra cuestin. La "sensibilidad posmoderna" y la rebelin antiterica La crisis terica de las ciencias sociales obedece tambin a otro conjunto de factores. En efecto, el debilitamiento del paradigma "newtoniano-cartesiano" no necesariamente tena que conducir a una situacin como la actual si dicho proceso no hubiese confluido con otro, analticamente distinto pero fuertemente relacionado: el auge del posmodernismo como una forma de sensibilidad, o como un "sentido comn" en la acepcin gramsciana del trmino. En un trabajo pionero sobre la materia, Jameson ha definido al posmodernismo como la "lgica cultural del capitalismo tardo", sealando de este modo la estrecha vinculacin existente entre el posmodernismo como estilo de reflexin, cnon esttico y forma de sensibilidad y la envolvente y vertiginosa dinmica del capitalismo globalizado (1991). Las teoras de inspiracin posmoderna mltiples y, en ocasiones, contradictorias entre s comparten, pese a ello, una serie de supuestos bsicos. Debemos subrayar, antes que nada, su visceral rechazo al universalismo propio de la Ilustracin y que se expresa en su repudio a cualquier concepcin de trminos tales como "verdad", "razn" y "ciencia" (Morrow y Torres, 1995, p. 413). Tal como lo planteara David Ford, en un sugerente trabajo: Los conceptos actuales de racionalidad y conocimiento enfatizan la variabilidad histrica y cultural, la falibilidad, la imposibilidad de ir ms all del lenguaje y alcanzar la "realidad", la naturaleza fragmentaria y particular de toda comprensin, la penetrante corrupcin del conocimiento por el poder y la dominacin, la futilidad de toda bsqueda de fundamentos seguros y la necesidad de un enfoque pragmtico para enfrentar estas cuestiones (1989, p. 291). A lo anterior habra que agregar, siguiendo a Ford, que el as llamado "giro lingstico" que en buena medida ha "colonizado" las ciencias sociales remata en una concepcin gracias a la cual los hombres y mujeres de carne y hueso, histricamente situados, se volatilizan en espectrales figuras que habitan en "textos" de diferentes tipos y que constituyen su gaseosa identidad como producto del interjuego entre una mirada de signos y smbolos heterclitos. Dado que estos textos contienen paradojas y contradicciones de todo tipo nos enfrentamos ante el hecho de que su "verdad" es indecidible, alimentando de este modo el ultrarelativismo del pensamiento posmoderno. Es innecesario insistir en demasa sobre el hecho de que este ataque radical a la nocin misma de verdad comporta una crtica devastadora a toda concepcin de la filosofa como un saber comprometido con su bsqueda, el sentido, la realidad o cualesquiera clase de propsito tico como la buena vida, la felicidad o la libertad. Es por esto que Christopher Norris seal con toda agudeza que, en su apoteosis, el posmodernismo termina instaurando "una indiferencia terminal con respecto a los asuntos de verdad y falsedad" (1997, p. 29) en la medida en que lo real es concebido como un gigantesco y caleidoscpico "simulacro" que torna ftil y estpido cualquier intento de pretender establecer aquello que Nicols Maquiavelo llamaba la verit effetuale delle cose, es decir, la verdad efectiva de las cosas. Las fronteras que delimitaban la realidad de la fantasa as como las que separaban la ficcin de lo efectivamente existente se desvanecieron por completo con la marea posmodernista. Para la sensibilidad posmoderna, en cambio, la realidad no es otra cosa que una infinita combinatoria de juegos de lenguaje, una descontrolada proliferacin de signos sin referentes y un cmulo de inquebrantables ilusiones, resistentes a cualquier tentativa de la razn
encaminada a develar sus contenidos mistificadores y fetichizantes. Como bien observa Norris, la obra de Jean Baudrillard llev hasta sus ltimas consecuencias el irracionalismo posmoderno: "no nos es posible saber" si realmente la Guerra del Golfo tuvo lugar o no, deca Baudrillard, mientras las bombas caan sobre Bagdad (Norris, 1997, p. 29). Siendo la realidad, en consecuencia, un "fenmeno puramente discursivo, un producto de los variados cdigos, convenciones, juegos de lenguaje o sistemas significantes que proporcionan los nicos medios de interpretar la experiencia desde una perspectiva socio-cultural dada" (Norris, 1997, p. 21). Recapitulando: si la crisis paradigmtica del pensamiento cientfico puso en duda la validez de las premisas newtonianas-cartesianas, el ataque del nihilismo e irracionalismo posmoderno agrav considerablemente las cosas toda vez que, ante la incertidumbre de la primera, la nica escapatoria que propone el segundo es el liso y llano renunciamiento a toda pretensin de desarrollar una teora cientfica de lo social. Quienes adhieren a esta perspectiva, cuyas connotaciones autocomplacientes y conservadoras no pueden pasar inadvertidas para nadie, se refugian en un solipsismo metafsico que se desentiende por completo de la misin de interpretar rigurosamente el mundo y, con ms nfasis todava, de cambiarlo. La famosa "Tesis Undcima" de Marx qued as, para estos autores, definitivamente archivada. Qu tipo de ciencias sociales? El diagnstico precedente exige pensar radicalmente es decir, desde su propia raz las razones del actual malestar en el campo de las ciencias sociales. Llegados a este punto, nos parece pertinente desafiar un supuesto que usualmente es soslayado en buena parte de los anlisis dedicados a este tema. En realidad, las ciencias sociales no slo deben ser enunciadas en plural debido a la multiplicidad de "disciplinas" que las componen sino tambin debido a que las mismas no se constituyen de la misma manera desde distintos planteamientos terico-metodolgicos. Hay unas ciencias sociales construidas a partir de las premisas del empirismo positivista y que culminan en la constitucin de la sociologa, la ciencia poltica, la economa, la antropologa y la historia como saberes separados y compartimentalizados; pero hay otra visin de las ciencias sociales, la del materialismo histrico, que propone lo que siguiendo una expresin de Albert Hirschman un brillante economista de nuestro tiempo, ajeno a los desvaros de su profesin denominaba "el arte de traspasar fronteras". De eso se trata, precisamente: de traspasar las artificiales fronteras erigidas entre las distintas disciplinas. Porque, hagamos memoria: Qu era Weber? Wallerstein nos recuerda, en el trabajo ya citado, que el autor de La tica protestante y el espritu del capitalismo era sumamente renuente a llamarse a s mismo socilogo, y que durante la mayor parte de su vida acadmica prefiri autoidentificarse como "economista poltico" (1998, p. 6). Pero, quin osara negarle a Weber ttulos como socilogo, o politlogo? Y su Historia econmica general, en qu "disciplina" debemos encasilllarla? Y qu haramos con el sesgo fuertemente antropolgico de su clsico estudio sobre las religiones antiguas: el judasmo, el hinduismo y el budismo? Por ltimo: alguien se atrevera a expulsar a Weber del debate poltico-econmico alemn a la vuelta del siglo? Y qu podramos decir de Marx? Sin duda, su obra se cuenta entre la de los padres fundadores de la economa. Ms all de las irrefutables pruebas que se derivan del anlisis de sus principales escritos, centrados precisamente en la crtica de la economa poltica, existe un cmulo de detalles tal vez pequeos, anecdticos o circunstanciales que as lo atestiguan. Por ejemplo, de las paredes de la amplia y circunspecta antesala del chairman del Departamento de Economa del Instituto Tecnolgico de Massachusetts (mit) cuelgan, simtricamente ordenados, una serie de cuadros con
fotografas u leos de las principales figuras de la profesin. All encontramos, flanqueado por Adam Smith, David Ricardo y el pastor Thomas Malthus, la clsica imagen de Marx de finales de la dcada de 1850, con su flamgera mirada desafiando la ortodoxia de un mbito no demasiado afecto que digamos a sus teoras. Pero, no hay tambin una teora social de las clases y su conflicto, de la estructura social, de la ideologa tambin en Das Kapital? Y a qu disciplina corresponde El Dieciocho Brumario? A la historia? Por cierto. A la sociologa? Sin la menor duda. A la ciencia poltica? Claro que s. Tomemos otro caso: Antonio Gramsci, junto con Max Weber, tal vez una de las ms grandes cabezas de la teora social en el siglo xx. Cmo clasificar su anlisis de la "cuestin meridional" italiana? Ese pequeo ensayo, una verdadera obra de arte por su concisin y profundidad, es a la vez una obra de economa, al examinar el papel de los aranceles proteccionistas y las estrategias de acumulacin capitalista del bloque "industrial-agrario" que tuvo a su cargo la construccin del estado nacional en Italia. Pero tambin es una aguda radiografa de la estructura social del mezzogiorno, definido como una "inmensa disgregacin social" sostenida reticularmente por la pequea burguesa intelectual. Su anlisis del campesinado italiano combina el enfoque macro de una sociologa de orientacin estructural con la sutileza de la observacin antropolgica sobre la conciencia de los actores sociales. Y sus anlisis sobre la hegemona y la dominacin en el estado moderno, dnde deben ser ubicados? Tales anlisis han constituido, sin duda alguna, uno de los aportes fundamentales para la renovacin terica en la ciencia poltica en la segunda mitad del siglo xx. No sera difcil continuar con esta lista. Qu podra decirse de Wilfredo Pareto, autor del famoso Tratado de sociologa y de Los sistemas socialistas? Es economista? Qu duda cabe! Pareto ha sido uno de los grandes economistas de este siglo, y su teora del equilibrio de los sistemas le ha permitido asociar su nombre a algunos conceptos fundamentales de la economa. Pero tambin fue un agudo socilogo y politlogo: su teora del cambio social y su concepcin de la estructura social lo califican plenamente como lo primero, al paso que sus teorizaciones sobre la poltica, la naturaleza del poder y el significado del rgimen democrtico constituyen duraderas, aunque incmodas, aportaciones al estudio de estos temas y lo sitan en un plano destacado entre los politlogos de este siglo. Y Joseph A. Schumpeter? Hizo aportes sustanciales a la teora econmica, pero su concepcin de la democracia se encuentra en la base del consenso "minimalista" y "procedimentalista" que hoy predomina entre los politlogos de nuestros das. Podramos seguir agregando muchos ejemplos con caractersticas similares: era Tucdides slo un historiador? Y qu decir de Alexis de Tocqueville, Montesquieu y Adam Smith? Qu significa todo esto? Que las figuras ms importantes de las ciencias sociales, incluyendo por cierto a aquellos que no adhieren a la perspectiva epistemolgica del materialismo histrico, han fundado sus contribuciones en su capacidad para "traspasar fronteras" disciplinarias que imponan absurdas restricciones a sus esfuerzos de anlisis e interpretacin de la realidad social. El empirismo positivista, con sus artificiales e increbles lneas divisorias entre estado, sociedad y economa; y entre pasado y presente, y con su arbitraria fragmentacin del objeto de estudio, ha entrado en una crisis terminal. En el terreno de la filosofa esta crtica comenz a penetrar en los debates epistemolgicos de las ciencias sociales latinoamericanas a partir de finales de los aos sesenta, gracias a la obra del filsofo checo Karel Kosik y del espaol radicado en Mxico, Adolfo Snchez Vzquez (Kosik, 1967; Snchez Vzquez, 1971). Desde la tradicin marxista la idea de una pluralidad de "ciencias sociales" siempre fue vista como un tributo a la concepcin fragmentadora propia de la visin del mundo de la
burguesa y no como el producto de una operacin cientfica. El canon positivista fue correctamente interpretado como una postura metodolgica que, en el terreno de la ciencia y el conocimiento, expresaba los intereses y la cosmovisin eminentemente conservadora de una clase que, habiendo transformado y recreado el mundo a su imagen y semejanza, slo aspiraba a perpetuar su dominacin sobre l. Las "afinidades electivas" entre las premisas bsicas del positivismo y la visin conservadora de una burguesa que siguiendo a Hegel, se conceba a s misma como el ltimo y ms elevado peldao en la evolucin de la humanidad fueron sagazmente identificadas por Michel Lwy. Tal como lo plantea este autor, las palabras de Auguste Comte son de una claridad tal que ahorran todo esfuerzo interpretativo: "el positivismo tiende poderosamente, por su ndole, a consolidar el orden pblico con el desarrollo de una sabia resignacin" (1908, T. IV, p. 100). Esta claudicante actitud del fundador de la sociologa hacia los poderes establecidos ayuda a comprender las razones por las que el positivismo habra de transformarse nada menos que en el siglo de la irrupcin de las masas! en uno de los ms preciados aliados ideolgicos de los regmenes oligrquicos en Amrica Latina, desde el "porfiriato" mexicano hasta el "roquismo" en la Argentina, pasando naturalmente por el Imperio y la Repblica Velha en el Brasil, en cuya bandera se inscribi el lema poltico fundamental del positivismo: "Orden y progreso". El positivismo cumpla la funcin ideolgica de "naturalizar" la desigualdad social y la explotacin del hombre por el hombre. Esto requera, por supuesto, de una "sabia resignacin" que a juicio de Comte no poda ser producto de la tradicin o la costumbre, bases inestables para la creacin del nuevo orden, sino del "profundo convencimiento de las leyes invariables que rigen todos los diversos gneros de fenmenos naturales" (1908, tomo iv, p. 100). Tal como sugiere Lwy, el positivismo comteano se funda sobre dos premisas esenciales y estrechamente ligadas entre s (1975, p. 182). a) Por una parte, y desde un punto de vista epistemolgico, la sociedad debe ser asimilada a la naturaleza. De hecho, no es por casualidad que Comte denomina a la nueva disciplina con el nombre de "fsica social", queriendo con esto subrayar la identidad profunda entre los supuestos automatismos de la vida social y los que rigen el funcionamiento de los cuerpos fsicos. Mediante esta operacin, lo social con sus asimetras, desigualdades y estructuras opresivas se "naturaliza" y la "armona natural" que existe en el reino de la naturaleza se proyecta luminosamente y sin tropiezos sobre la vida social. La armona espontnea que Adam Smith haba descubierto en la vida econmica, regida por la sabidura de la "mano invisible", se expande ahora hasta abarcar la totalidad de la vida social, prefigurando de este modo las nociones de kosmos (como el "orden espontneo de lo social") y catallaxia (como una sntesis que unifica los intercambios de mercado, los sentimientos de comunidad y la conversin del enemigo en amigo) que en el ltimo cuarto de nuestro siglo desarrollara Friedrich Hayek en la ms audaz tentativa contempornea de legitimar la sociedad capitalista (1976, pp. 1533). b) La segunda premisa del positivismo comteano supera lo estrictamente epistemolgico al postular la fundamental identidad entre sociedad y naturaleza: as como sta se encuentra regida por leyes naturales lo mismo ocurre con la primera. La sociedad obedece en sus movimientos a una legalidad "natural", invariable e inmutable, independiente de la voluntad y la accin humanas. Frente a esta realidad se estrellan los impulsos y las utopas revolucionarias de quienes se empecinan en ignorar esta realidad o, en el lenguaye hayekiano, quienes interfieren irresponsablemente en la serena evolucin del "orden natural" de lo social. La Revolucin Francesa ha llegado al final de su camino, y su tarea destructiva y violenta debera ser reemplazada por el
impecable saber tcnico de una benevolente tecnocracia (Wallerstein: 1996, pp. 11-12). Al condenar la futilidad del "negativismo social" la sociologa comteana preanuncia un argumento que al promediar el siglo xx iran a desarrollar Friedrich Hayek y otros autores adscriptos al neoliberalismo en su crtica a los mortales peligros del "racionalismo constructivista". Elementos para una reconstruccin terica unitaria de las ciencias sociales En consecuencia, la crisis de las ciencias sociales debe ser replanteada ms que nada como la crisis del paradigma positivista de las ciencias sociales. Para esta matriz de pensamiento, de la cual ni siquiera Max Weber logr escapar, la sociedad es concebida como la yuxtaposicin de una serie de "partes" diferentes rdenes institucionales o factores, segn el lxico empleado por diversos autores que en su existencia histrica concreta pueden combinarse de mltiples formas. Si para el positivismo la dinmica social de las distintas "partes" puede reducirse a una legalidad universal la que permite el trnsito desde la primitiva "solidaridad mecnica" a la "solidaridad orgnica" del capitalismo industrial, como asegura Emile Durkheim en el caso de Weber las cosas son bien distintas. En efecto, la infinita combinatoria kantiana de variables, circunstancias histricas e individuos hace que el caos de lo social sea irreductible a ningn principio organizativo: de all el radical rechazo que Weber sintiera tanto por el positivismo comteano como por el reduccionismo economicista del marxismo de la Segunda Internacional que l lamentablemente confundiera con la teora de Marx y su insistencia en afirmar que las clases son fenmenos econmicos, los grupos de status creaciones que pertenecen al mbito de lo "social" y los partidos entidades que se agotan en la escena poltica. Estos tres rdenes de factores compuestos adems por miles de aspectos particulares son los que se conjugan para dar lugar a la historia real, empricamente observable, y que invalida cualquier tentativa de construir una teora abstracta y abarcativa de carcter general. Frente a esto slo queda el recurso de comprender la historia mediante la construccin de ingeniosos "tipos ideales", y ante los cuales aqulla se convierte en una mera sucesin de "desvos" en relacin con un paradigma basado en la completa racionalidad "medios-fines" de los agentes sociales. Paradojalmente, un intelectual de la erudicin histrica de Weber concluye su empresa elaborando una teora social y un sistema conceptual explcitamente divorciados de la historicidad de lo social (1973). Contrariamente a lo que sostienen tanto el positivismo como la sociologa comprensiva, las sociedades no son colecciones de partes o fragmentos aislados caprichosamente organizados por las misteriosas "leyes naturales" del positivismo o por la arbitrariedad de los tipos ideales weberianos. No es ste el lugar para abrir una discusin epistemolgica acerca del impacto del fetichismo sobre el pensamiento social a que da origen el advenimiento de la burguesa como clase (Kossik, 1967; Cohen, 1978, pp. 115-133 y 326-344). Sin embargo, conviene recordar la crtica demoledora que Gyorg Lukcs formulara a esta tendencia hacia la fragmentacin y reificacin de las relaciones sociales en su clebre Historia y conciencia de clase. Esta cosificacin, anota el filsofo hngaro, tuvo como resultado la conformacin de la economa, la poltica, la cultura y la sociedad como otras tantas esferas separadas y distintas de la vida social, cada una reclamando un saber propio y especfico e independiente de los dems. En contra de esta operacin, sostiene Lukcs, "la dialctica afirma la unidad concreta del todo", lo cual no significa, sin embargo, hacer tabula rasa con sus componentes o reducir "sus varios elementos a una uniformidad indiferenciada, a la identidad" (1971, pp. 6-12). Esta idea, naturalmente, es una de las premisas centrales de la metodologa marxista, y
fue claramente planteada por Marx en su famosa Introduccin de 1857 a los Grundrisse: "lo concreto es lo concreto porque es la sntesis de mltiples determinaciones, por lo tanto unidad de lo diverso" (1973, p. 101). No se trata, en consecuencia, de suprimir o negar la existencia de "lo diverso" para utilizar un vocablo muy actual, "la otredad" sino de hallar los trminos exactos de su relacionamiento con la totalidad. Los determinantes sociales y los elementos en operacin en cualquier formacin social concreta son muchos, pero segn Lukcs el mtodo dialctico sostiene que: La aparente independencia y autonoma que ellos poseen en el sistema capitalista de produccin es una ilusin, puesto que estn implicados en relaciones dinmicas y dialcticas consigo mismos. Por consiguiente, slo pueden ser adecuadamente pensados como los aspectos dinmicos y dialcticos de un todo igualmente dinmico y dialctico (1971, pp. 12-13). De ah que sea necesario adoptar una metodologa que habilite al observador a producir una reconstruccin terica de la totalidad sociohistrica. Esta perspectiva totalizadora tropieza con la profesionalizacin y especializacin que, tal como queda retratado en el primer captulo del Informe Gulbenkian, terminan a lo largo del siglo xix por fragmentar el campo de las ciencias sociales y las humanidades en un conjunto de "disciplinas" completamente compartamentalizadas. Estas remiten, supuestamente, a otros tantos "campos" recortados de la realidad que en virtud del nuevo paradigma cientfico adquiriran vida propia convirtindose gracias a la ilusin del positivismo en esferas separadas e independientes de la realidad social. Bien ilustrativo es lo ocurrido con la Economa Poltica, nombre slidamente establecido en la academia hacia la segunda mitad del siglo xviii. A medida que avanza el siglo y, sobre todo, despus de iniciado el siguiente, las teoras liberales prevalecientes en la nueva disciplina van poco a poco velando el carcter "poltico" de la economa hasta el punto que hacia la segunda mitad del siglo xix la disciplina pasa a denominarse "Economa" a secas. Como bien observan los autores del Informe, la eliminacin del adjetivo "poltica" hizo posible que los nuevos practicantes pudieran sostener que el comportamiento econmico era la expresin de invariantes rasgos de una psicologa individualista y universal ms que un producto de instituciones socialmente construidas e histricamente limitadas. Este argumento, como es fcil de percibir, "pudo de este modo ser utilizado para reafirmar el carcter natural de los principios del laissez-faire" (Wallerstein, 1996: p. 17). Como se comprender, de lo anterior se desprende una conclusin contundente: si la ciencia social tiene algn futuro en el prximo siglo, si podr sobrevivir a la barbarie del reduccionismo economicista caracterstico del neoliberalismo o al nihilismo conservador del posmodernismo disfrazado de "progresismo" en algunas de sus variantes ser a condicin de que se reconstituya como una empresa unitaria, como una ciencia social capaz de capturar la totalidad. Una totalidad, claro est, distinta a la que imaginan los tericos posmodernos ante los cuales aqulla es un kaleidoscopio que desafa toda posibilidad de representacin intelectual y que se volatiliza bajo la forma de un "sistema" tan omnipresente y todopoderoso que se torna invisible ante los ojos de los humanos. No slo eso: como bien anota Terry Eagleton, "[H]ay una dbil frontera entre plantear que la totalidad es excelsamente irrepresentable y asegurar que no existe", trnsito que los tericos posmodernos hicieron sin mayores escrpulos (1997, p. 23). En consecuencia, el concepto de totalidad que requiere la reconstruccin de la ciencia social nada tiene en comn con aquellas formulaciones que la interpretan desde perspectivas "holistas" u organicistas "que hipostasan el todo sobre las partes y efectan la mitologizacin del todo". Parecera oportuno recordar las conclusiones de Karol Kossik sobre este tema: "la totalidad sin contradicciones es vaca e inerte, y las
contradicciones fuera de la totalidad son formales y arbitrarias". A lo que agrega que la totalidad es abstracta si no considera simultneamente a "la base y la superestructura" en sus recprocas relaciones, en su movimiento y desarrollo; y, finalmente si no se tiene en cuenta que son los hombres y mujeres concretos, "como sujetos histricos reales" quienes crean en el proceso de produccin y reproduccin social tanto la base como la superestructura, construyen la realidad social, las instituciones y las ideas de su tiempo, y que en esta creacin de la realidad social los sujetos se crean y recrean a s mismos como seres histricos y sociales (Kossik, 1967, p. 74). Crisis del determinismo, incertidumbre y caos en la teora social: comentarios finales Habida cuenta de los anteriores planteamientos convendra ahora formular algunas observaciones. En primer lugar para registrar nuestro beneplcito con las orientaciones del pensamiento cientfico ms avanzado de nuestro tiempo. Estas no hacen sino confirmar la validez de algunas premisas metodolgicas centrales del materialismo histrico, que haban sido tradicionalmente negadas por el mainstream de las ciencias sociales y que ahora, gracias a los desarrollos epistemolgicos acontecidos en el campo de las "ciencias duras", son revalorizadas y recuperan una inesperada actualidad. En efecto, la crtica a la linealidad de la lgica positivista; a la simplificacin de los anlisis tradicionales que reducan la enorme complejidad de las formaciones sociales a unas pocas variables cuantitativamente definidas; a la pretensin empirista compartida por la misma sociologa comprensiva de Max Weber, de la "neutralidad valorativa" de un observador completamente aislado del objeto de estudio; y la insistencia clsica del marxismo en el sentido de procurar una interpretacin cualitativa de la complejidad superadora de las visiones meramente cuantitativistas han sido algunos de los rasgos distintivos de la crtica que el marxismo ha venido efectuando a la tradicin positivista desde sus orgenes. Conviene tomar nota de esta tarda pero merecida reivindicacin. El segundo tema lo quisiramos formular como una reflexin y un interrogante: hasta qu punto la teora del caos constituye una direccin prometedora para superar las actuales dificultades a las que se enfrenta la teora social? El argumento que se esboza en el Informe Gulbenkian parte de la constatacin de la crisis de los modelos determinsticos en las ciencias naturales ocasionadas por la conviccin de que "el mundo es mucho ms inestable y complejo, y en el cual las perturbaciones juegan un papel sumamente importante" (Wallerstein,1996, p. 62). Lo anterior no implica negar la validez de la fsica newtoniana; pero afirma que los sistemas estables reversibles temporalmente de la ciencia newtoniana representan tan slo un caso especial, un segmento limitado de la realidad. Sirve para comprender el equilibrio de los sistemas, o las situaciones cercanas a l, "pero no para los sistemas alejados del equilibrio, y estas condiciones son cuando menos tan frecuentes, si no ms, que la de los sistemas en equilibrio" (1996, p. 62). Si bien estas aseveraciones significan una radical y prometedora apertura epistemolgica en relacin con el modelo de ciencia tradicional, sera conveniente que las ciencias sociales evitasen reiterar errores del pasado como ocurriera con el auge del positivismo admitiendo acrticamente planteamientos y formulaciones desarrollados en contextos cientficos que remiten a objetos de estudio y tipos de abordaje metodolgico carentes de relevancia en el terreno de lo social. No por casualidad hasta el momento no se dispone de ninguna aplicacin sistemtica de las orientaciones heursticas emanadas de la teora del caos para la explicacin de algn proceso social concreto. No se trata aqu de negar el papel que los elementos "caticos" podran haber jugado en los inicios remotos de la sociedad humana. ste es un asunto que est fuera de nuestro alcance
examinar y que, casi con seguridad, jams podr ser seriamente estudiado. Pero lo que s parece suficientemente confirmado es que, una vez constituidas, las sociedades humanas han demostrado una serie de regularidades tanto en sus estructuras como en los itinerarios de su evolucin histrica que las sita mucho ms cerca de una condicin de equilibrio no en el sentido parsoniano del trmino ni en su versin neoclsica, por supuesto que del extremo del caos. Se torna sumamente difcil comprender la dinmica de los modos de produccin feudal o capitalista en virtud de la productividad del caos. Antes bien, el cuidadoso examen de muy diversas sociedades indica que en su evolucin ellas siguieron trayectorias y comportamientos que, en lneas generales, se ajustaron bastante cercanamente a las estipulaciones de ciertos modelos tericos. Una teora inspirada en los modelos del caos difcilmente podra dar cuenta de las previsibles y sistemticas tendencias que la sociedad capitalista exhibe, bajo todo tipo de condiciones, en materia de concentracin de riqueza, rentas e ingresos, por ejemplo; o explicar, valga la redundancia, el "caos urbano" de frica y Amrica Latina como resultante del influjo de impredecibles y desconocidas perturbaciones. En suma: la utilidad de la teora del caos parecera bastante limitada en los estudios sociales. Quizs pudiera ser de una cierta importancia en el anlisis de situaciones extremas y de muy corta duracin, como por ejemplo cierto tipo de catstrofes naturales como los terremotos o los aludes. Sin embargo, la literatura que ha surgido en torno al terremoto de la Ciudad de Mxico de 1985 muestra que lo que se "caotiz" fue el decrpito y corrupto estado prista y que, superado el shock inicial, la sociedad se puso en movimiento, reconstituy sus tejidos asociativos y se dio a la tarea de auxiliar a las vctimas y prestar ayuda a los sobrevivientes de una manera que para nada obedeca a las estipulaciones de un modelo de caos. Por otra parte, es cierto que la insistencia de Ilya Prigogine en el carcter abierto y no predeterminado de la historia es un til recordatorio para los dogmticos de distinto signo, tanto los supuestamente marxistas que creen en la inexorabilidad de la revolucin y el advenimiento del socialismo, como los neoliberales que con el mismo empecinamiento celebran "el fin de la historia" y el triunfo de los mercados y la democracia liberal. La historia presenta coyunturas en donde se abren oportunidades a la vez que se clausuran otras. En los aos finales de su vida, conmovido por la cada del Imperio alemn y el triunfo de la revolucin en Rusia, Weber acu una frmula que conviene recordar en una poca como la nuestra, tan saturada por el triunfalismo neoliberal: "slo la historia decide". Pero sera un acto de flagrante injusticia olvidar que fue el propio fundador del materialismo histrico quien una y otra vez puntualiz el carcter abierto del proceso histrico, ms all de las distorsiones que su pensamiento habra de sufrir a manos de sus simpatizantes y codificadores. Para Marx lo concreto era lo concreto precisamente por ser la sntesis de mltiples determinaciones y no el escenario privilegiado en el cual se desplegaba la potencia creadora de los factores econmicos. Fue por eso que Marx un autor sin cuya recuperacin intelectual ser imposible reconstruir la ciencia social que necesitamos sintetiz su visin no determinstica del proceso histrico cuando pronostic que en algn momento de su devenir las sociedades capitalistas deberan enfrentarse a un dilema de hierro: "socialismo o barbarie". No haba lugar en su esquema terico para "fatalidades histricas" o "necesidades ineluctables" portadoras del socialismo con independencia de la voluntad de los hombres y mujeres que constituyen una sociedad. Las observaciones de Prigogine deben ser bienvenidas porque no hacen sino ratificar, desde una perspectiva completamente distinta y desde una reflexin originada en las "ciencias duras", las importantes anticipaciones tericas de Marx.
Entrevista a Noam Chomsky Atilio A. Boron * Como parte de las celebraciones organizadas con motivo de cumplirse el 175 aniversario de la fundacin de la Universidad de Buenos Aires, Noam Chomsky fue invitado a dictar en el marco de la ctedra "Futuros Posibles" un seminario sobre problemas de lingustica y dos conferencias pblicas sobre temas de economa y poltica. En ese marco se realiz la entrevista que se transcribe a continuacin.
AAB: En su conferencia dictada en el Teatro General San Martn usted abord varios temas de crucial relevancia para el anlisis de los capitalismos democrticos. Uno de ellos, pocas veces explorado, remite a la concepcin imperante sobre el pueblo que subyace a diseos institucionales aparentemente respetuosos de la soberana popular en estados caracterizados por una larga tradicin democrtica. Este es un tema negado por las versiones dominantes de la "transitologa", que parecen ignoran la existencia de esas visiones elitistas y definitivamente "antipopulares" y que postulan, en cambio, una inverosmil armona de intereses y de cosmovisiones entre los desiguales signatarios del pacto de la transicin democrtica. Podra elaborar un poco ms su argumento? NC: S, naturalmente. Creo que el sesgo conservador del mainstream de la ciencia poltica norteamericana se ha vuelto cada vez ms acusado y esta inclinacin no poda estar ausente de los debates actuales sobre los procesos de democratizacin. Como usted seguramente sabe, las ideas radical-democrticas que comenzaron a florecer hace cerca de 250 aos en Europa perturbaron grandemente a "los hombres de calidad superior", como ellos gustaban llamarse a s mismos. Por eso, si bien estaban dispuestos a concederle derechos al pueblo esto slo era concebible dentro de ciertos lmites y, por supuesto, bajo el nombre de "pueblo" no incluan a la chusma confusa e ignorante. Claro est que esta postura no era demasiado compatible con la doctrina del "gobierno por consenso" plasmada en la obra de John Locke. Para paliar esta contradiccin uno de los ms distinguidos filsofos morales del siglo xviii, Francis Hutcheson, sostuvo que el "consenso de los gobernados" no se viola cuando los dirigentes imponen planes que son rechazados por el pblico si es que, posteriormente, las masas "estpidas y prejuiciosas" consienten de todo corazn lo que se hizo en su nombre1. Tiempo despus, los problemas causados por la chusma en Inglaterra se extendieron a las rebeldes colonias de Norteamrica. Las Padres Fundadores emularon los sentimientos de los "hombres de calidad superior" de Gran Bretaa y lo transmitieron casi con las mismas palabras. Uno de ellos aclar que al hablar del pblico en realidad se refera tan slo a la parte racional del mismo; esto exclua a los ignorantes y al vulgo, incapaces tanto de juzgar los diversos modos de gobierno como de empuar responsablemente sus riendas. Pero fue Alexander Hamilton quien plante el tema con toda su crudeza: el pueblo es "la gran bestia" que debe ser domada. Por eso aconsejaba ensear a los farmers independientes y dscolos de las rebeldes colonias americanas an recurriendo a la fuerza en caso de necesidad que los ideales contenidos en los panfletos revolucionarios no deban ser tomados al pie de la letra. En suma: la gente comn no deba ser representada por otros de su misma clase sino por la aristocracia, los comerciantes, los abogados y otros de probada responsabilidad y patriotismo en el manejo de los asuntos del estado.
AAB: Sin embargo, como usted sabe Estados Unidos aparecen en la literatura de la ciencia poltica inclusive en la de inspiracin socialista: recordemos las observaciones de Antonio Gramsci en "Americanismo y Fordismo" como la experiencia ms exitosa de democratizacin capitalista: la carencia de un pasado feudal y la temprana constitucin de un estado burgus basado en el sufragio universal explican tanto la solidez y perdurabilidad de sus instituciones democrticas como, siguiendo a Werner Sombart, la ausencia de un partido socialista de masas capaz de cuestionar la legitimidad del orden capitalista y, por ende, la hegemona burguesa. Pero por lo que Usted acaba de decir el diseo institucional de la repblica norteamericana no parece haber sido demasiado democrtico que digamos. NC: Claro que no, pese a que el discurso dominante y los textos escolares digan lo contrario. El caso de Estados Unidos es de la mayor importancia si es que queremos comprender el funcionamiento efectivo de la democracia en el mundo de hoy y, probablemente, el de maana. Esto, por varias razones: primero, por la enorme gravitacin de Estados Unidos en el concierto internacional; segundo, por la estabilidad de sus instituciones democrticas; tercero, porque este pas fue lo ms prximo a una tabula rasa que uno puede encontrar en el sistema internacional. Las sociedades indgenas fueron en gran medida eliminadas y, en un grado pocas veces visto en la historia, su orden sociopoltico fue conscientemente diseado y puesto en prctica. Al estudiar la historia uno no puede construir experimentos, pero Estados Unidos son lo ms parecido a un "caso ideal" de estado capitalista democrtico que podra encontrarse en el mundo. El principal diseador de este orden sociopoltico fue un astuto pensador poltico: James Madison. En los debates de la Constitucin Madison sostuvo que si en Inglaterra las elecciones fuesen abiertas es decir, sin restricciones en el derecho al sufragio la propiedad de los grandes terratenientes se vera amenazada. Una legislacin agraria seguramente sera votada, transfiriendo la tierra a quienes no la poseen. El sistema constitucional, segn Madison, deba precisamente velar para evitar que se cometiese una injusticia como sa y, de paso, "asegurar los intereses permanentes del pas que no son otros que los derechos de propiedad." Por consiguiente, la responsabilidad principal del gobierno era la de "proteger a la minora opulenta contra la mayora". ste ha sido el principio fundamental de la democracia estadounidense desde sus orgenes hasta nuestros das. AAB: Usted dibuja una imagen de Madison poco conocida entre nosotros. En general su nombre est ms bien asociado al Federalista N 10 y su preocupacin obsesiva por controlar los efectos perniciosos de las facciones que a argumentos de tipo aristocrticos o abiertamente reaccionarios como los que acaba de exponer. NC: Ocurre lo mismo en Estados Unidos. Repare usted en lo siguiente: conocemos bien las opiniones que para el gran pblico expresara Madison en los Federalist Papers . Sin embargo, sus intervenciones en el debate constitucional son mucho menos conocidas. La ltima publicacin de las mismas tuvo lugar en ... 1838! No pueden ser conocidas sino por quienes estn dispuestos a hacer una bsqueda bibliogrfica muy exhaustiva en algunas de las grandes bibliotecas norteamericanas. En las discusiones pblicas Madison hablaba de los derechos de las minoras en general; pero era ms que evidente que la que deba ser protegida de la "tirana de la mayora" era la minora de los opulentos. Previ ms que ningn otro que la amenaza de la democracia ira a ser cada
vez ms grave a medida que aumentara el nmero de quienes se hallaban sometidos a duras penurias econmicas y que secretamente ansiaban una distribucin ms igualitaria de los bienes terrenales. Por eso Madison estaba preocupado ante el vigor de ese "espritu igualitario" que l adverta en Estados Unidos y los peligros que encerraba el sufragio universal al depositar el poder sobre la propiedad en las manos de quienes no posean propiedad alguna. Su "solucin" consisti en mantener el poder poltico en el seno de quienes "provienen y representan la riqueza de la nacin", manteniendo al resto de la sociedad fragmentada y desorganizada. Con todo, debo aclarar que al presentar la raz madisoniana de nuestra actual democracia estoy cometiendo una cierta injusticia, al menos en un aspecto: al igual que Adam Smith y otros fundadores del liberalismo clsico Madison era, por su talante y su mentalidad, precapitalista y hasta anticapitalista. Esperaba que los gobernantes fuesen "estadistas ilustrados" y "filsofos benevolentes", cuya sabidura les permitira un mejor discernimiento de los verdaderos intereses de la nacin. Ellos ciertamente deberan refinar y ampliar las visiones pblicas, protegiendo los intereses del pas ante las tentaciones de las mayoras democrticas, pero siempre guiados por las luces claras de la razn y la benevolencia. Madison pronto aprendera que la "minora opulenta" no se comportaba con la altura de miras que de ella se esperaba. Ms bien, actuaba siguiendo aquello que Adam Smith haba descripto poco tiempo antes como la "mxima vil" de los seores: "todo para nosotros y nada para los dems". Ya en 1792 Madison adverta que los deberes pblicos haban sido reemplazados por el inters privado, llevando a una "verdadera dominacin de los pocos bajo la aparente libertad de los muchos". AAB: Este Madison resulta todava menos familiar que el anterior! NC: Tampoco es conocido por los norteamericanos. Es cierto que muchas cosas han cambiado en los ltimos 200 aos, pero si algo ocurri con las advertencias de Madison fue que ellas se tornaron cada vez ms pertinentes, asumiendo nuevos significados con el establecimiento de grandes tiranas privadas que a lo largo de este siglo adquirieron poderes extraordinarios. A la luz de esta realidad se desarrollaron nuevas doctrinas para imponer novedosas formas de "democracia poltica". Uno de los ms influyentes manuales de relaciones pblicas (el de Edward Bernays) asevera que la manipulacin consciente y deliberada de las masas es un elemento importante de la sociedad democrtica, para lo cual se requiere de un persistente esfuerzo propagandstico. En la misma lnea se encuentra la obra de Harold Laswell, uno de los fundadores de la ciencia poltica norteamericana, quien en la Enciclopedia de las Ciencias Sociales, en su artculo sobre "opinin pblica" sostiene que las minoras inteligentes deben reconocer la "estupidez e ignorancia de las masas" y no sucumbir ante ningn tipo de dogmatismo democrtico. Las masas deben ser controladas, por su propio bien, y en las sociedades democrticas, donde la aplicacin de la fuerza es ms improbable, los gerentes deben recurrir "a una nueva tcnica de control, especialmente mediante la propaganda". AAB: De todos modos, pese a la sofistificacin y eficacia prctica de las tcnicas propagandsticas, los avances democrticos conquistados a lo largo de este siglo han sido, vistos desde una perspectiva histrica, impresionantes. Qu fue lo que, afortunadamente, "no funcion bien"? NC: Lo que ocurre es que la "gran bestia" es difcil de domar. Reiteradamente dijo que el problema haba sido resuelto, y que "el fin de la historia" haba sido alcanzado, dando cumplimiento a una suerte de "utopa de los seores". Un momento clsico de esta
celebracin lo encontramos en los orgenes de la doctrina "neoliberal" a comienzos del siglo xix cuando David Ricardo, Thomas Malthus y otras grandes figuras de la economa poltica clsica anunciaron al mundo que la nueva ciencia haba comprobado, con la certeza de las leyes de Newton, que lo nico que hacemos al tratar de ayudar a los pobres es perjudicarlos, y que el mejor presente que podemos hacer a las masas sufrientes es liberarlas de la ilusin de creer que tienen un derecho a vivir. La nueva ciencia demostr que la gente no tiene ms derechos que aquellos que pueden obtenerse en un mercado de trabajo desregulado. Hacia 1830 estas nuevas doctrinas haban triunfado en Inglaterra, y las clases populares fueron forzadas a internarse por el sendero de un experimento utpico que tal como lo observara Karl Polanyi en una obra clsica habra de convertirse en un cruento acto de reforma e "ingeniera social" que cobrara miles y miles de vidas humanas. Sin embargo, un problema inesperado vino a enturbiar las previsiones de la nueva ciencia: las "masas estpidas" llegaron a la conclusin de que si ellas no tenan derecho a vivir, la clase dominante no tena derecho a gobernar. El ejrcito britnico tuvo que ser convocado de urgencia para reprimir toda clase de desrdenes y rebeliones, y poco despus una amenaza ms grave an se hizo presente cuando los obreros comenzaron a organizarse, exigiendo leyes fabriles y una legislacin social que los protegiera de la brutalidad del experimento neoliberal y, ms tarde, reclamando por nuevos derechos. La ciencia, que afortunadamente parece ser muy flexible, adopt nuevas formas en la medida en que la opinin de la elite cambi ante el carcter incontrolable de la protesta popular, descubriendo que el "derecho a vivir" deba ser preservado bajo un nuevo tipo de contrato social. AAB: Pese a lo cual la ideologa del "fin de las ideologas", o del "fin de la historia" renace desde sus cenizas ... NC: S. En Estados Unidos tambin la dcada de 1890 fue testigo de similares actitudes. Despus, en los "rugientes aos veinte", muchos confiaban que el movimiento obrero haba sido definitivamente aplastado y que la utopa de los seores se haba concretado sobre las ruinas de la protesta obrera. Sin embargo, los festejos fueron prematuros, y pocos aos despus la gran bestia se escap otra vez de la jaula e inclusive Estados Unidos la sociedad gobernada por los capitalistas par excellence fueron forzados por las luchas populares a garantizar derechos que haca tiempo haban sido conquistados en sociedades mucho ms autocrticas. Despus de la Segunda Guerra Mundial los empresarios lanzaron una gigantesca ofensiva propagandstica dedicada a recuperar el terreno perdido. Hacia finales de los aos cincuenta prevaleca la sensacin de que este objetivo haba sido logrado y Daniel Bell aseguraba que habamos llegado al "fin de las ideologas". Pocos aos antes, y en su carcter de editor de la revista de negocios Fortune, Bell haba manifestado su admiracin ante la indita intensidad de las campaas propagandsticas lanzadas por los empresarios con el propsito de erradicar las actitudes socialdemcratas que persistan durante los aos de la posguerra. Pero, una vez ms, la celebracin fue prematura. Los acontecimientos de los aos sesenta demostraron que la gran bestia se revolva en su jaula, despertando otra vez el temor a la democracia entre los "hombres responsables". Fue por ello que la Comisin Trilateral, fundada por David Rockefeller en 1973, dedic su primer gran estudio al examen de la crisis de la democracia en Occidente precisamente en los momentos en que grandes sectores de nuestras sociedades pujaban por entrar en la arena pblica. Los ingenuos podran haber pensado que sto era un paso en direccin de la democracia, pero la Comisin entendi que el mismo era en realidad un "exceso democrtico" y confiaba que fuese posible restaurar los das en que Truman
era capaz de gobernar Estados Unidos con la cooperacin de un pequeo nmero de abogados de Wall Street y banqueros. Esto era una muestra apropiada de lo que la Trilateral entenda por "moderacin democrtica". Vale la pena recordar que el "fin de la historia" y la "perfeccin ltima de las instituciones" en este caso del capitalismo de libre mercado y la democracia liberal fueron proclamadas en numerosas oportunidades, y en todos los casos la historia se encarg de desmentir tales "verdades". Sin negar la existencia de srdidas continuidades, creo que un espritu moderadamente optimista puede todava descubrir un lento progreso a lo largo de estos dos siglos y medio. En las sociedades industriales avanzadas, y a menudo no slo en ellas, las luchas populares pueden ahora comenzar desde un nivel superior y a menudo con mayores expectativas que aquellas que existan en los "alegres aos de la dcada de 1890", los "rugientes aos veinte" e, inclusive, en los aos cincuenta y sesenta. Y la solidaridad internacional puede asumir nuevas y ms constructivas formas en la medida en que la gran mayora de la poblacin del planeta llega a la conviccin de que sus intereses son esencialmente los mismos y que pueden defenderse y consolidarse de mejor manera si es que se trabaja cooperativamente. Hoy no existen ms razones que las que jams hubo en el pasado para creer que somos vctimas inermes de leyes sociales misteriosas e insondables, en lugar de estar gobernados por las decisiones que grupos muy poderosos toman dentro de instituciones que deberan estar controladas por la voluntad de los hombres y mujeres de nuestra poca. Instituciones humanas que deben enfrentar el test de la legitimidad y que si no lo aprueban pueden y deben ser reemplazadas por otras mas libres y justas, tal como ha ocurrido en el pasado. Notas 1. Francis Hutcheson (1694-1746), nacido en Ulster, Irlanda del Norte. Hijo y nieto de pastores presbiterianos, Hutcheson se gradu en la Universidad de Glasgow en 1717. Luego de una estancia de trece aos en Dublin, regres a dicha casa de estudios como profesor de filosofa moral en 1730, permaneciendo all hasta su muerte. Contemporneo y amigo de David Hume, su obra principal es Inquiry into the Original of Our Ideas of Beauty and Virtue (Londres, 1725).
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