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PEDRO RODRIGUEZ
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nes, dice con una audacia grande que Dios ha escogido al hombre como
ayudante: «horno, quasi adjutor Dei». El plan de la Creación aparece de
tal forma que se diría que el Señor lo que hizo fue poner todas las cosas
a existir y darles a ellas, y al hombre mismo, una capacidad de desarrollo
que el hombre tiene que realizar. Precisamente en ese desarrollo, en ese
despliegue de las virtualidades que están en la potencia del hombre y en
la potencia del resto de las cosas, consiste el trabajo, que es, en este sen-
tido, el encaminamiento de toda la realidad hacia Dios.
Con lo cual estoy diciendo a la vez que, originariamente -desde la
misma Palabra creadora de Dios-, el trabajo aparece como un fundamen-
tal ingrediente de la vocación humana del hombre. Decir vocación humana
es aludir al hombre concreto, y a su vida según su naturaleza creada, en
cuanto llamado por Dios a una tarea y a un fin que le perfecciona, pero
que deben ser asumidos como respuesta personal a Dios. Pues bien, lo que
llamamos «vocación humana» --este 'Ser y verse el hombre portador de un
destino y de una tarea a desarrollar- y lo que llamamos «trabajo humano»
son formas, bien fundadas en el texto del Génesis, de designar la misma
realidad del hombre. Con lo cual pueden Vds. notar qué distancia tan
enorme encontramos en la Revelación Divina, desde los primeros momen-
tos, con esas otras concepciones en las cuales el trabajo es entendido como
castigo, como algo que de algún modo humilla al hombre, que debería li-
berarse del trabajo para encontrarse propiamente a sí mismo. Aquí la visión
es completamente distinta. La Biblia, en efecto, nos presenta el tra-
bajo como formando parte de la originaria vocación del hombre ' y, por
tanto, en una radical afirmación de su contenido humano.
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II
EL TRABAJO HUMANO EN EL ORDEN DE LA REDENCIÓN
El traba;o de Cristo
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trabajo puede comprenderse como una realidad que consta como de dos
elementos. Por una parte, el trabajo mismo, con su estructura y sentido
en el orden de la Creación, es decir, realizado con perfección de acuerdo
con la naturaleza del hombre y de las cosas; por otra, ese mismo trabajo,
en cuanto situado en la esfera de la Redención, es decir, realizado como
respuesta personal a Dios y elevado al orden de la gracia. Ambos elemen-
tos se comportan entre sí a modo de «coprincipios» material y formal de
esa nueva realidad que es la santidad del cristiano. La materialidad del
trabajo necesita ser informada por la gracia divina, por las virtualidades
que proceden de la Cruz de Cristo. Cuando, efectivamente, ese elemento
material, rectamente realizado, recibe el soplo interior que aventa desde
la gracia redentora, surge esa realidad santa, que nos santifica y santifica
a los demás. Ni que decir tiene que la detenida consideración de esos
dos momentos internos pondría de manifiesto graves implicaciones y fuer-
tes compromisos personales que, por ello mismo, quedan para la perso-
nal reflexión ...
Pero voy a conectar aquellos tres aspectos de la santificación del tra-
bajo con algo que hemos escuchado hace un rato en la conferencia an-
terior. Hacía notar Millán en su análisis del fenómeno «trabajo», que
éste necesariamente comporta un sujeto que trabaja y unas realidades
trabajadas: el trabajo es interacción entre hombres y cosas y, por ese
trabajo, algo queda en el hombre y algo queda en las cosas. Hablando
de la santificación del trabajo, ese análisis es igualmente válido. El pri-
mer aspecto, santificarse en el trabajo alude a 10 que la faena cristiana
de trabajar deja en el hombre que realiza su tarea desde la gracia de
Dios: el hombre se perfecciona, también en el terreno sobrenatural, tra-
bajando. Porque el hombre, cuando trabaja, no sólo transforma las cosas
sino que, a la vez y ante todo, realiza su propio ser y, si es cristiano, al
trabajar, realiza, despliega además su ser de cristiano. Y ese realizar nues-
tro ser de cristianos es 10 que se llama «santificarse». Cualquier otra
cosa, si no lleva a la santidad, no es realización personal. De ahí que la
santidad personal a la que el cristiano es llamado por Cristo implica que
yo realice mi trabajo de forma que el poso de ese trabajo en mi ser
sea un poso de santidad. Esto es, en el plano sobrenatural, 10 que Millán
ha llamado, al nivel de la antropología filosófica, autorealización como
efecto del trabajo. Pero hay más, y por ello paso al segundo aspecto.
nos abre a esos otros dos aspectos de la fórmula ternaria de nuestro pri-
mer Gran Canciller: santificar el trabajo y santificar con el trabajo.
En efecto, lo que antes he dicho acerca de santificarse en el trabajo,
si no fuera puesto en indisoluble relación con estas otras dos dimensiones
de la misma y única realidad, podría querer hacerse compatible con una
concepción individualista del trabajo y de la santidad, que se desinteresa
de la obra humana y del mundo en sí mismos considerados, es decir, de
la trascendencia objetiva de la actividad del hombre, para quedarse sólo
con la repercusión de esos actos en la propia interioridad. Y esto es falso,
tanto desde la antropología filosófica como desde la antropología de la
Redención que estamos estudiando.
Antes he dicho, en algún momento, que con el trabajo el hombre
humaniza la tierra, las realidades terrenas. Ahora puedo decir que en
el plan divino redentor entra que el cristiano, con su trabajo, santifique
esas realidades de la tierra. Es a lo que apunta la expresión «santificar
el trabajo». El hombre, al proyectarse sobre la Naturaleza por medio del
trabajo, la transforma humanizándola, es decir, poniendo en ella algo
de su espíritu. Y ese poso del trabajo humano sobre las cosas, humani-
zándolas, eso es la cultura en su dimensión objetiva. La cultura, en efecto,
no es otra cosa que Naturaleza humanizada. Pues bien, la santificación
del trabajo exige de los cristianos que la cultura, el arte, los modos de
convivencia humana, las estructuras sociales, es decir, los «productos»
del trabajo exteriores al sujeto sean objetivamente santos.
No olvidemos la misión de «cuidar» de la tierra, que hemos encon-
trado en el Génesis, asignada por Dios al hombre. Ese cuidado «contem-
plativo» de la creación incluye aquella humanización y, después del pe-
cado, el esfuerzo por «liberar» a la criatura material y por «iluminar y
ordenar todas las realidades temporales ( ... ) de tal modo que, sin cesar,
se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para gloria del Creador
y Redentor» (Lumen Gentium, 31).
Este deber de santificar el trabajo, al asumir aquél bíblico «cuidado»
de la tierra, tiene un horizonte inmenso, que va desde la exigencia del
«cuidado de las cosas pequeñas» -que se hacen grandes por el Amor
(cfr. Camino, n. 813)- pasando por el respeto y el afecto a las personas
que trabajan con nosotros, hasta llegar incluso a la ecología, a la que,
de esta manera, se otorga su fundamento y su estatuto «teológico» (basa-
do no en una admiración deísta de la naturaleza, sino en la responsabilidad
de cuidar de la «casa del hombre»). Este deber es, a su vez, el lugar con-
creto desde el cual la teología del trabajo fundamenta la necesidad de esa
valoración crítica constante que los cristianos han de hacer de la «cultura»
que les circunda y en la que participan, para fomentar cuanto de recto y
limpio se encuentra en ella, y para reconocer lo que en ella hay contra-
rio al designio del Dios Creador y Redentor y poner los medios oportu-
nos -políticos, económicos, culturales en definitiva- para restituir las
cosas a su recto orden.
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