Importancia Del Tratado Acerca de La Bienaventuranza Humana

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La bienaventuranza o felicidad del hombre.

Importancia del tratado acerca de la Bienaventuranza humana.

Haremos referencia a la importancia de este tratado en las disciplinas filosóficas 1. Hemos visto que la filosofía es
por excelencia la sabiduría humana en la medida en que las diversas partes de la misma consideran el orden de las cosas, y
la consideración del orden es lo propio del sabio. El orden principal a considerar por la sabiduría, según hemos visto, es el
de todas las cosas en relación al fin último del universo. Esta consideración no corresponde a la filosofía moral sino a la
metafísica que considera al ente en cuanto ente. A la filosofía moral corresponde tratar del fin de toda la actividad humana
en cuanto tal, es decir, en cuanto procedente de la razón y de la voluntad. La razón de esto es que el fin último del hombre
es lo que da razón de toda la actividad humana.
De aquí que Luis de Granada O.P afirmaba que “los filósofos que en otro tiempo se consideraban maestros de la
vida humana, en ninguna cosa se dedicaron con mayor estudio que en entender en qué consiste la felicidad y el ultimo fin,
esto es, el sumo bien del hombre. En efecto, entendían que ignorado el fin, nada se puede constituir rectamente en la vida.
Conocido el fin, fácil es para el hombre dirigir todas sus acciones al fin.”
Realmente, la bienaventuranza es el alma de toda la filosofía y el techo de toda especulación racional y supremo
principio de todo el orden moral natural.
Además hay que decir que la bienaventuranza es el motivo supremo del filosofar, porque la bienaventuranza
consiste en la posesión de la verdad universal, cuyo conocimiento es el fin de toda la filosofía. De aquí que San Agustín
dijera que “el mismo nombre de filosofía, si se considera, significa apetecer con todo el alma algo grande” es decir, la
misma sabiduría, “que para mí es, no sólo la ciencia, sino la diligente inquisición de las cosas humanas y divinas que
pertenecen a la vida beata”. Por eso la bienaventuranza es punto puerto al que se dirige la filosofía, porque “no tuvo el
hombre otro motivo para el filosofar que ser feliz” “Communiter omnes philosophi studendo, quaerendo, disputando,
vivendo appetiverunt apprehendere vitam beatam: haec una fuit causa philosophandi.” (Sermo 150, c. 3)
Se debe agregar que la bienaventuranza es el culmen de toda la especulación y acción de la filosofía. Y es que el
“estudio de la sabiduría trata sobre la acción y la contemplación, de donde una de sus partes se puede decir que es activa
y la otra, contemplativa. La activa se ordena a la vida, esto es, a instituir buenas costumbres; la contemplativa a conocer
las causas de la naturaleza y la verdad” (S. Agustín. De Civ. Dei lib. VIII, cap. 4), y en cada parte la cuestión de la
bienaventuranza es principal, ya en la activa, porque la consideración del fin último ordenará todos los actos humanos, ya
en la contemplativa porque la consideración de Dios como la primera causa dará razón de todo lo que existe.

Dificultad del tratado de la bienaventuranza humana.

La dificultad de este tratado consiste en que la determinación de la verdadera bienaventuranza natural del hombre
supone el previo, cierto y demostrado conocimiento de la existencia de un Dios personal, distinto del hombre y del mundo
(trascendente) y providente sobre todas las acciones del hombre, así como la espiritualidad e inmortalidad del alma y su
origen divino por creación. Sólo entonces podremos saber que nuestra bienaventuranza natural consiste sólo en conocer y
amar a este Dios después de esta vida mortal.
A todo esto, la historia de la filosofía testifica que ninguno de los filósofos conoció a la perfección la
bienaventuranza a pesar de dedicar a ello todo su esfuerzo. Y esto porque, las muchas cosas que se requieren conocer
antes, no son fáciles, y en cierta manera son imposibles, según aquello que dice Santo Tomás: “La felicidad de la otra
vida excede a toda investigación de la razón” (In Ethic. Lect. 9, n. 113) La razón de ello, sigue diciendo el santo, “se
muestra desde los mismos filósofos, que por el camino de la razón, buscando el fin de la vida humana y el modo de llegar
1
Lo que está en cursiva corresponde a extractos tomados de la obra: Jacobus M. Ramírez O.P: “De hominis beatitudine”, Tomus III.
Ed. C.S.I.C, Madrid, 1972.
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a él, no han llegado a la misma, incurriendo en muchos y torpes errores, a tal punto disidentes entre ellos que con
esfuerzo de dos o tres sería difícil encontrar una sentencia común” (in Boeth. De Trin. Q. 3, a. 1, ad. 3). En C.G III habla
de la angustia que padecieron hombres de tanto ingenio para resolver esta cuestión. De esta angustia se hubieran visto
liberados si hubieran conocido que el hombre puede llegar a la verdadera felicidad después de esta vida, suponiendo la
inmortalidad del alma.
De aquí que podemos afirmar en algún sentido la necesidad moral de la revelación para adquirir certeza
de estas verdades naturales. De modo que fray Tomás afirmara en su Exposición sobre el Credo que “ningún filósofo
antes del advenimiento de Cristo con todo su esfuerzo pudo saber de Dios y de la necesidad de la vida eterna lo que
después del advenimiento de Cristo sabe una viejita (vetula) por la fe” (cap. 1).
Téngase en cuenta que en todo caso se trata de una necesidad moral, no física. La razón natural tiene capacidad
natural para conocer estas verdades naturales con certeza, pero de hecho, dadas las circunstancias históricas y las heridas
del pecado, la razón humana parece haber estado imposibilitada, antes de la revelación, de conocer con certeza la
bienaventuranza humana y lo relacionada con ella. Después de la revelación, la razón está más capacitada para ello dado
la inspiración que la razón natural recibe de la fe. Aun así, sigue tratándose de un conocimiento filosófico.

Algunos puntos acerca de la felicidad tomados de la “Ética a Nicómaco” (Aristóteles) comentada por Santo Tomás.

*En las cosas humanas hay algún fin que es a la vez óptimo, cuyo conocimiento es necesario y le pertenece a la
filosofía moral: El fin último, es tal que es querido por sí mismo y no por otra cosa, y por eso, no sólo es bueno sino que
también es óptimo. Y esto es manifiesto porque siempre el fin en razón del cual se buscan otros fines es el principal. Y en
los asuntos humanos es necesario que exista algún fin semejante, es decir, a la vez bueno y a la vez óptimo. De otro modo
se procedería al infinito, en el sentido que un bien se querría por otro, así sucesivamente. Pero esto es imposible. Si se
fuera al infinito en el deseo de los fines, como siempre un fin sería deseado en razón de otro fin hasta el infinito, nunca se
llegaría el hombre a conseguir los fines deseados. Pero inútil y vano sería desear lo que no se puede alcanzar. Y así, el
deseo de los fines sería inútil y vano. Pero, tener deseos es algo natural, dado que el bien es lo que naturalmente desean
todas las cosas. De este modo el deseo natural sería vano. Pero esto es imposible, dado que el deseo natural no es más que
la inclinación inherente a las cosas (en razón de su forma) por la ordenación del primer motor, que no puede frustrarse.
El conocimiento de este fin óptimo del hombre tiene una gran importancia y ayuda para la vida, y es que el
hombre no puede conseguir directamente que una cosa sea dirigida a otra si no sabe hacia dónde debe dirigirla. Es preciso
que toda la vida humana esté ordenada hacía su óptimo y último fin. Cuál es ese último fin y qué ciencia pertenece su
consideración es el tema que luego determinará. En cuanto a la definición del fin último, dice que debe tomarse
figurativamente, o sea, según cierta verosimilitud, pues tal es el modo de saber acerca de los asuntos humanos.
La “Ética a Nicómaco” se divide en tres grandes partes. La primera, considera qué es la felicidad, y concluye
sosteniendo en general, que la operación de la virtud es lo que nos conduce a ella. Por eso, en la segunda parte, trata de la
virtud. En la tercera explica de modo más específico cuál operación de la virtud es la felicidad y cómo es. En cuanto a la
felicidad, presenta primero las opiniones de otros filósofos.

Respecto a la felicidad, todos están de acuerdo en:


1- Llamamos felicidad al sumo bien de los hombres.
2- vivir bien y actuar bien es lo mismo que ser feliz.
Acerca de qué es la felicidad en particular, los hombres difieren. Hay una triple diferencia. La primera, proviene
del hecho de que la gente común no siente al respecto de la misma manera que los sabios. Pues esa gente se hace la idea
de que la felicidad es algo notorio y ostensible, como lo son las cosas que se consideran en lo sensible, que son más
notorias a la mayoría, y de tal manera son manifiestas que no les hace falta ninguna explicación esclarecedora, como los
placeres, las riquezas, y otras semejantes. La segunda, es la que presenta entre la gente común. Pues algunos estiman que
la felicidad está en unos bienes sensibles y otros no, como el avaro en las riquezas, el intemperante en los placeres, el
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ambicioso en los honores. La tercera diferencia, es la de cada uno para consigo mismo. Pues la condición del fin último es
ser lo máximamente deseado. De allí que la gente común estima que lo que más se desea es la felicidad. Porque la
carencia de algún bien aumenta el deseo. Por eso, el enfermo a quien le falta la salud juzga que ésta es el sumo bien, y por
la misma razón el mendigo juzga que son las riquezas.
La felicidad debe considerarse como uno de los bienes de la vida humana, dado que es el fin de las actividades de
la vida humana. Mejor aún, es el fin de todas las actividades de la vida. Es importante tener en cuenta esta afirmación.
Aristóteles no hace mención de la felicidad en la otra vida, pues excede este tratado.
Ahora bien, entre los bienes de esta vida, encontramos los bienes placenteros, de modo que algunos eligen poner
en ellos su felicidad. Otros, en la vida política y otros en la vida contemplativa. Esto es razonable, pues cada cual
considera que su vida es aquello a lo cual es más afecto, como para el filósofo, su vida es filosofar; para el cazador, cazar,
y así en otros casos semejantes. Dado que estos distintos tipos de de vida, se distinguen de acuerdo a las actividades, y
como se sabe, las actividades son por un fin, y más aún, por un fin último, es necesario que las vidas se diversifiquen de
acuerdo a la diversidad del último fin. Ahora bien, el fin tiene razón de bien, dado que es el fin de un apetito, y se apetece
lo que es bueno. Aristóteles distingue tres clases de bienes: útil, honesto y deleitable. El bien honesto y deleitable, tienen
razón de fin, y por eso, son apetecidos por sí mismos, mientras que el útil, sólo es un medio “para”. El bien honesto, es el
bien de acuerdo a la razón, dado que se apetece en razón de la bondad que la inteligencia encuentra en él, mientras que el
bien deleitable, es de acuerdo al sentido, pues se apetece en razón del placer que provoca. Por tanto, se llama vida
placentera a la que hace del placer sensible el fin. Se llama vida política a la que coloca el fin en el bien de la razón
práctica, a saber, en el ejercicio de las obras virtuosas. Vida contemplativa, la que coloca el fin en el bien de la razón
especulativa, o en la contemplación de la verdad.
Reprueba que la felicidad sea el fin de la vida placentera. La vida placentera pone el fin en los placeres del
sentido. Por eso, debe consistir en los mayores placeres del sentido, los cuales son aquellos que siguen a las operaciones
naturales, o sea, aquellas por las cuales se conserva la naturaleza, en el individuo por el alimento y la bebida, y en la
especie por la unión sexual. Pero estos deleites son comunes a los animales y a los hombres. De aquí que todos los
hombres que ponen el fin en estos placeres parecen enteramente animales, como que eligen la vida en la que toman parte
las bestias lo mismo que nosotros. Pero si la felicidad es un bien propio de los hombres, no puede consistir en esta vida,
dado que también se dirá “felices” a los animales.
La vida política, en cambio, busca el bien honesto, y como consecuencia de ello, el honor. Por este motivo,
parecería que muchos hombres virtuosos de la vida política, ponen su felicidad en el honor. No obstante, esta opinión es
errónea. La felicidad es algo óptimo que no se busca por otra cosa. Pero hay algo mejor que el honor, a saber, aquello por
lo cual éste es buscado. Pues los hombres parecen también buscar el honor para obtener una sólida opinión de sí mismos:
la de que son buenos, y que esto crean a partir de la opinión de los demás. Por eso, la virtud (por la cual uno es honrado)
es mejor que el mismo honor. El honor es algo extrínseco y superficial (en la medida en que depende de otros). Y por eso
no puede ser el bien que buscamos como objeto de la felicidad.
No obstante, la felicidad tampoco está en la virtud, como se pudiera creer. Y es que la felicidad es un bien
perfectísimo, y la virtud no es tal, dado que a veces, se encuentra sin la operación que es su perfección, como se ve en los
que duermen y que sin embargo tienen el hábito de la virtud, o como en aquellos que tiene el hábito de la virtud pero en
toda su vida no se les presenta la oportunidad de obrar de acuerdo a ella. Por eso, la virtud no es lo mismo que la felicidad.
El examen de la vida contemplativa lo dejará para más adelante.
Luego examina la opinión de aquellos que ponen la felicidad en algún bien útil, como pueden ser las riquezas.
Pero esto repugna a la razón del último fin, dado que se dice de algo que es útil porque está ordenado a un fin. Sin
embargo, porque el dinero tiene una utilidad universal con respecto a todos los bienes temporales, esta opinión parece
tener cierta verosimilitud. Pero esto es falso. Porque el dinero forzosamente se adquiere y forzosamente de gasta, y esto no
conviene a la felicidad que es el fin de las operaciones voluntarias. Además, buscamos la felicidad como un bien que no es
buscado en razón de otro bien, mientras que el dinero es buscado para otra cosa.

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De todo esto concluye que el placer, el honor y la virtud pueden ser valoradas como fines últimos, pues se pueden
buscar por sí mismas, no obstante en ninguna de ellas está el fin último.

*Consideradas las diversas opiniones acerca de la felicidad, Aristóteles comienza a exponer la suya: En razón del bien
que se busca se hacen todas las cosas. Pero este bien al que se tiende en cada operación o en cada elección se llama fin.
Porque un fin no es otra cosa que aquello en razón del cual se hace lo demás. Por consiguiente, si saliera al encuentro
firmemente algún fin al cual se ordenen todas las cosas que hacen todas las artes y operaciones humanas, tal fin será
alcanzado como un bien en sentido absoluto, es decir, que se procura conseguir desde todas las actividades humanas. Pero
si a esto se presentan varios bienes a los cuales se ordenen los diversos fines de las diversas artes, será preciso que la
búsqueda de nuestra razón trascienda esta pluralidad hasta llegar a esto mismo, o sea, al algo uno. Pues es necesario que
sea uno el fin último del hombre en cuanto hombre en razón de la unidad de la naturaleza humana, como uno es el fin del
médico en cuanto médico por la unidad del arte de la medicina. Y a este fin último del hombre se lo llama bien humano y
es la felicidad.
Este fin tendrá dos condiciones: debe ser perfecto y suficiente. Pues el fin último es el término último del
movimiento natural del deseo. Pero para que algo sea último término del movimiento natural se requiere, en primer lugar,
que sea perfecto, y no algo imperfecto que tenga que perfeccionarse. Además, se requiere que sea íntegro, que no le falte
nada, y en este sentido, que sea suficiente por sí. Hay un fin que es apetecido no por alguna bondad formal que hay en él,
sino porque es útil para algo, como ocurre, por ejemplo, en un medicamento feo, y de este modo, el fin mueve al agente,
en razón de otra cosa que se quiere. Hay otro bien que es apetecible en razón de una bondad que hay en él, y sin embargo,
es también apetecido para otra cosa, como puede ocurrir con un medicamente sabroso. Este bien es más perfecto que el
anterior. Por último, existe un bien que es apetecido no por otra cosa, sino por la bondad que se encuentra en sí mismo.
Esto mismo debe decirse de los fines. Es claro, por tanto, que los dos primeros son imperfectos, porque se quieren más por
otra cosa que por el bien que hay en ellos mismos. No ocurre así con el bien perfecto. Y es preciso que el fin último del
hombre sea un bien perfecto, de lo contrario no sería último. Pero dado que hay muchos bienes perfectos que se quieren
por sí mismos, es necesario que haya uno que sea perfectísimo, óptimo, y que por tanto, siempre sea elegido por sí mismo,
y no por otra cosa. Esto parece ser la felicidad, la cual nunca elegimos por otra cosa, sino por ella misma. También al
honor, a los placeres, a la inteligencia y a la virtud las elegimos por sí mismos aún si no obtuviéramos otra cosa por ellos.
Y sin embargo, los elegimos en vistas de la felicidad, en cuanto creemos que por ellos seremos felices. No ocurre así con
la felicidad, dado que no la elegimos por otra cosa., y por eso, es claro que se trata del bien más perfecto.
Además el bien perfecto perece ser suficiente por sí. Pues si en cuanto a algo no es suficiente, ya no parece
aquietar perfectamente el deseo y así no será un bien perfecto. La felicidad es un bien suficiente por sí, no porque sea
suficiente para un solo hombre que vive una vida solitaria, sino porque lo es también para los padres, los hijos, la mujer,
los amigos y los conciudadanos, es decir, que basta para proveerlos; en lo temporal: proporcionándoles la asistencia
necesaria, y en lo espiritual, enseñando y aconsejando. Esto es así porque el hombre es naturalmente un animal político.
Por eso no basta a su deseo que el bien suficiente por sí lo provea sólo a él, sino también debe proveer a los demás,
aunque esto hay que entenderlo hasta cierto límite. Si alguno quisiera extenderlo a todos, debería ser infinito, y de este
modo no podría darse a ninguno, y entonces nadie sería feliz. Pero Aristóteles habla de la felicidad tal como se puede
tener en esta vida. Porque la felicidad de la otra vida excede a toda indagación de la razón. El bien que es la felicidad se
dice, entonces, suficiente, porque no necesita de otra cosa.
Ahora bien, el hecho de que sea suficiente, se puede entender de dos maneras: 1- se dice suficiente al bien
perfecto en el sentido de que no puede recibir por añadidura ningún bien, es decir, ningún aumento. Y esta es la condición
de aquel que es el bien infinito, Dios. 2- de otro modo, se dice de aquel bien en sí posee todo lo necesaria para satisfacer
las necesidades del hombre.
De este modo, la felicidad de la que ahora hablamos tiene suficiencia de suyo porque en sí contiene todo aquello
que es en sí necesario, pero no todo aquello que le puede sobrevenir al hombre. De allí que pueda llegar a ser mejor por
alguna cosa añadida. Sin embargo, el deseo del hombre no permanece quieto, pues el deseo regulado por la razón –cual
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debe ser el deseo del hombre feliz- no tiene inquietud en cuanto a las cosas que no son necesarios por más que sean
posibles de lograr.
De este modo, podemos resumir la posición del Filósofo diciendo que la felicidad, como es el fin último de todas
las actividades humanas, es un bien perfecto y suficiente por sí.

*Busca la definición de la felicidad: Ante todo afirma que la felicidad es una operación del hombre. Afirma que si se
toma el operar del hombre podrá hacerse manifiesto qué es la felicidad. Pues ella (la felicidad) es el bien propio de
cualquier cosa que tiene una operación propia. Como el bien del flautista consiste en su operación (tocar bien la flauta), y
los mismo de un escultor. La razón de esto está en que el bien final de una cosa es la perfección última de esa cosa. Pero
la forma es una perfección primera y la operación una perfección segunda. Pero si alguna cosa exterior es puesta como
fin, no será sino por medio de una operación mediante la cual el hombre la obtenga. Y así se desprende que el bien final
de una cosa debe buscarse en su operación. Por consiguiente, si hay una operación propia del hombre, es necesario que en
esa operación propia consista su bien final que es la felicidad. De este modo, la felicidad es la operación propia del
hombre.
Luego Aristóteles muestra que hay una operación propia del hombre. Pues ocurre que el hombre puede ser tejedor
o curtidor o gramático o músico o cualquier otra cosa similar. Pero ninguna de estas cosas hay que no tenga una operación
propia. Si no fuera así, no tendría sentido que a alguien se le llame curtidos, tejedor, etc. Pero que lo que es según la
naturaleza, que está ordenado por la razón divina, sea ocioso e inútil, es mucho más inconveniente que el que lo sea lo que
está ordenado por la razón humana. Por tanto, como el hombre es algo que existe según la naturaleza, es imposible que
pueda ser naturalmente ocioso, como si no tuviese una operación propia. Por eso, es necesario que haya una operación
propia del hombre en cuanto hombre. Y la razón de ello, es que cada cosa lo es por su forma, y la forma es principio de
alguna operación. Por consiguiente, como cada cosa tiene un ser propio por su forma, así también tiene una operación
propia.
A continuación se busca encontrar cuál es la operación propia del hombre en cuanto hombre. Es manifiesto que la
operación misma de alguna cosa es la que le compete según su forma. Pero la forma del hombre es el alma, cuyo acto se
dice vivir; no en el sentido de que el vivir es el ser del viviente, sino en el sentido de alguna actividad de la vida, como
entender, sentir, etc. Por tanto, es claro que la felicidad del hombre consiste en alguna actividad vital. Sin embargo, no
puede decirse que el hombre por cualquier vivir (operación vital) alcanzará la perfección. Porque vivir es común a las
plantas. Pero la felicidad se busca como un cierto bien que es propio del hombre, pues se dice que es un bien humano. Por
una razón similar la especie de vida que se llama nutritiva o de crecimiento ha de ser separada de la felicidad, porque
también ésta nos es común con las plantas. Por esto puede decirse que la felicidad no consiste ni en la salud del cuerpo ni
en su belleza ni en la fuerza ni en ser alto de altura. Pues todas estas cosas se obtienen mediante las operaciones de la vida
vegetativa.
Pero después de la vida nutritiva y aumentativa viene la sensitiva, que tampoco es propia del hombre sino que
también conviene con los animales. Por tanto, tampoco la felicidad consiste en esta vida. Por eso puede decirse que la
felicidad humana no consiste en algún conocimiento o deleite sensible.
Después nos queda la vida según la razón, que es la vida propia del hombre, pues el hombre toma su especie por
esto que es racional. Pero lo racional es doble. Una parte, no es racional por esencia, sino que participa de la racionalidad,
en cuanto que puede ser regulada por la razón. Otra parte, es esencialmente racional, es decir, tiene de sí mismo el
principio de razonar y entender. Por tanto, porque la felicidad es principalmente el bien del hombre, en consecuencia,
consiste más en lo que es esencialmente racional que en lo que es racional por participación. Por tanto, puede decirse que
la felicidad consiste principalmente más en la vida contemplativa que en la activa, y consiste más en un acto de la razón o
del intelecto, que en el acto de los apetitos regulados por la razón.
Si la vida del hombre consiste en cierta operación, la buena vida del hombre consiste en hacer bien esa misma
operación que le es propia. Así, obrar bien de acuerdo a la razón es propio del hombre bueno, y hacer esto del mejor modo
será lo propio del óptimo, es decir, del hombre feliz. Y esto es lo que corresponde a la definición de la virtud, es decir, que
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quien la posee obre bien de acuerdo a ella. Luego, si la operación del hombre bueno o feliz es obrar bien y óptimamente
según la razón, de esto se sigue que el bien humano, es decir, la felicidad, es la operación de acuerdo a la virtud. De tal
manera que si es tan sólo una la virtud del hombre, la felicidad será la operación conforme a la esa virtud. Pero si son
varias las virtudes del hombre, la felicidad será la operación conforme a la mejor de ellas, porque la felicidad no es sólo el
bien del hombre sino el mejor.
Para la felicidad se requiere la continuidad y la perpetuidad, en la medida de lo posible. Dado que el apetito
propiamente humano (la voluntad) sigue al objeto aprehendido por la inteligencia, se sigue que la felicidad debe ser
continua y perpetua. La razón de esto, es que la inteligencia aprehende no sólo el bien, aquí y ahora, sino en bien en
general, y de este modo la voluntad desea el bien siempre y no sólo ahora. Y por eso a la razón de felicidad perfecta
pertenece la continuidad y la perpetuidad, lo cual, sin embargo, no sucede en la vida presente. Pero corresponde a la
felicidad, en la medida de lo posible en la presente vida, que sea para toda la vida.
Una vez establecida la definición de la felicidad, Aristóteles corrobora su definición con lo que otros filósofos han
dicho al respecto. Los bienes se dividen en tres clases, algunos, son exteriores, como las riquezas, los honores, los amigos
y otros semejantes. Otros son interiores, y éstos a su vez pueden dividirse en dos clases: aquellos que pertenecen al
cuerpo, como la robustez, la belleza y la salud, y los que pertenecen al alma, como la ciencia, la virtud, etc. Los
principales entre los bienes interiores son los que pertenecen al alma. Y es que las cosas exteriores son para el cuerpo,
pero el cuerpo es para el alma, como la materia es por la forma. Y sostener que los bienes del alma son los principales es
algo común a todos los filósofos. De esta manera, la felicidad, dado que es el bien máximo, debe encontrarse entre los
bienes del alma, y por eso es claro que sostener que la felicidad consiste en una operación del alma racional es
conveniente con la opinión común de los filósofos.
Es de saber que hay dos tipos de operación en el alma, a saber, algunas que se transmiten o se convierten en
materia exterior, como el tejer o edificar. En este caso, la operación no es un fin en sí mismo, sino lo obrado por la
operación, como lo es el paño tejido, o la casa edificada. Otras operaciones del alma, en cambio, permanecen en el agente
que opera, como entender y sentir. Y en este caso, las operaciones en sí mismas son un fin. Por eso es correcto decir que
la felicidad consiste en la operación del alma, y no es algo obrado, pues de este modo se coloca la felicidad en los bienes
del alma y no en alguno de los bienes exteriores. Pues la operación que pertenece en el agente es ella misma una
perfección y un bien del agente, pero en las obras que se presentan exteriormente la perfección y el bien se encuentran en
los efectos exteriores. La felicidad es una operación conforme a la virtud, y no la misma virtud, dado que ella puede
poseerse sin ejercitarse actualmente, y de ese modo está en potencia u ordenada a la operación, y así, no sería el último
fin. Por otro lado, es necesario que sea operación de la virtud, dado que la continuidad y permanencia de la felicidad
(como características de la misma) se asegura mediante la virtud, que es una disposición firme y estable.
Además sostiene que debe añadirse el deleite a la felicidad, dado que la vida de los que obran según la virtud es en
sí misma deleitable. Expone sus razones. Deleitarse es propio del ser que tiene vida, y sobre todo, de aquel que tiene
conocimiento. El deleite se relaciona con las operaciones del alma, en las cuales se coloca la felicidad. En estas
operaciones del alma, a cada uno le resulta deleitable aquello de lo cual dice ser amigo. Es decir, a cada cual le resulta
deleitable aquello que ama. El hombre virtuoso ama la operación de la propia virtud, en cuanto que es conveniente para sí.
Por tanto, al justo, en cuanto ama la justicia, le resulta deleitable hacer lo que es justo. Y este deleite, es decir, el que el
virtuoso tiene en las operaciones de la virtud es mejor que los demás deleites.
Los deleites de los hombres son muy contradictorios. Así, por ejemplo, el generoso se deleita en dar, mientras que
el avaro en retener innecesariamente. Y esto ocurre porque los deleites no son según la naturaleza humana, que es común
a todos: pues no son según la razón, sino según la corrupción de un apetito carente de la recta razón. Pero a aquellos que
aman el bien de la virtud les resultan deleitables las cosas que lo son según la naturaleza, es decir, las que convienen al
hombre según la razón, que es la perfección de su naturaleza misma. Por lo tanto, todos los virtuosos se deleitan en las
mismas cosas, o sea, en las operaciones de acuerdo a la virtud, es decir, naturalmente deleitables al hombre porque son
según la recta razón. Por eso no sólo son deleitables para los hombres mismos sino que también son deleitables en sí
mismas. En cambio, las operaciones viciosas son deleitables para los hombres mismos, a quienes convienen según los
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hábitos corruptos que tienen. Luego, como lo que es por sí y naturalmente tal es mejor, el deleite según la operación de la
virtud será más deleitable que los otros.
Además hay que agregar que el deleite es parte necesaria de la virtud y pertenece a la razón de la misma. Pues no
hay hombre virtuoso que no goce al obrar bien. Por eso, las acciones virtuosas en sí mismas son deleitables, y no
necesitan de un deleite extrínseco.
Junto con el deleite, Aristóteles dice que la felicidad debe consistir también en la posesión de algunos bienes
exteriores. Y es que algunos de los bienes exteriores se requieren para la felicidad, como instrumentos que nos hacen falta
para ejercer las operaciones virtuosas, en las cuales consiste la felicidad. La felicidad consiste esencialmente en la
operación de la virtud. Pero los bienes exteriores, que subyacen a la fortuna, conciernen a la felicidad como instrumentos.
Por eso dice que al juzgar que alguien es desdichado o feliz no debemos seguir los caminos de la fortuna, porque el bien
el mal del hombre, que se alcanza por la razón, no consiste en aquellos bienes principalmente. No obstante, la vida
humana tiene instrumentalmente indigencias de esos bienes. Pero las operaciones de la virtud son las principales y tienen
el dominio en el hecho de ser feliz, de tal manera que porque alguien obra según la virtud se dice principalmente que es
feliz.
Ninguna de las cosas humanas es tan constantemente permanente como las operaciones según la virtud. Pues es
claro que los bienes exteriores, como también los interiores que pertenecen al cuerpo por ser materiales y corporales, están
por sí sujetos al cambio. De otro modo, los bienes que pertenecen al alma lo están sólo por accidente. Por tanto están
menos sujetos al cambio. Pero de los bienes que pertenecen al alma humana, unos pertenecen al intelecto, como las
ciencias, otros, a las operaciones de la vida, como las virtudes. Estos bienes son por cierto más permanentes que las
mismas disciplinas, o sea, que las ciencias demostrativas. Pues el continuo ejercicio de la especulación no nos apremia, tal
como lo hace el continuo ejercicio de las operaciones según la virtud. Pues continuamente se nos presentan aquellas cosas
en las que es preciso que actuemos según la virtud y contra ella, como el uso de los alimentos, las relaciones con las
mujeres, las conversaciones con los hombres entre sí y otras actuaciones semejantes que continuamente se hallan en la
vida humana. Por tanto, es preciso que el hábito de la virtud sea por su continuo uso más firme en el hombre que el hábito
de la ciencia.
Y entre las virtudes mismas aquellos que son tenidas en mayor prestigio parecen ser más permanentes; sea porque
son más procuradas, sea porque con más continuidad obran los hombres para vivir de acuerdo a ellas. Y tales son las
operaciones de las virtudes, en las que consiste la felicidad, porque son perfectísimas. Y esa es naturalmente la causa de
que el hombre no olvide ser virtuoso, porque continuamente está ejercitando la virtud. Y hay todavía otra causa: porque la
virtud consiste principalmente en una inclinación del apetito que no desaparece por el olvido.
El que es feliz, tiene la virtud perfecta. Luego, siempre o lo máximo posible, podrá obrar lo que es según la virtud
en la vida activa, y podrá meditar en la contemplación.
En cuanto a la pregunta por la vida del alma después de la muerte, y si los muertos se enteran de las cosas de la
vida humana, etc. no son tratadas por Aristóteles en esta obra dado que trata sobre la felicidad de la vida presente.

Tratado de la bienaventuranza en la Summa Theologiae de Santo Tomás.

I-II. Cuestión 1: El último fin del hombre

La temática del último fin del hombre se encuentra al inicio de la I-II de la Summa Theologiae. La I Pars Santo
Tomás la dedicó a Dios. De modo muy general podemos dividirla en tres temas principales: Dios Uno, Dios Trino, y las
operaciones ad extra de Dios Uno-Trino, entre las que primeramente encontramos la creación. Todo lo que es sale de Dios
(exitus) y todo debe volver a Dios (reditus), y es que una cosa alcanza su perfección cuando vuelve a unirse a su principio.
La II Pars de la Summa se ocupa de la vuelta de todas las criaturas a su principio. Santo Tomás no se ocupa de
todas las criaturas sino sólo de la vuelta de la criatura racional: el hombre. El prólogo de la II pars es claro: “ Porque, como
dijo el Damasceno, el hombre fue hecho a imagen de Dios; por imagen se significa su intelectualidad, libre arbitrio y
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potestivo por sí. Después de haber tratado del ejemplar, esto es de Dios, y de aquellos que proceden de su divina potestad
según su voluntad, queda pues considerar acerca de su imagen, esto es, del hombre, según que él mismo es principio de
sus operaciones, teniendo libre arbitrio y potestad sobre sus obras.”
Toda la II pars se puede reducir a dos partes: la consideración del fin último y los medios para alcanzarlo: “Lo
primero que debemos estudiar es el fin último de la vida humana; después, lo que le permite al hombre llegar a este fin o
apartarse de él (q.6), pues se deben tomar del fin las razones de cuanto a él se ordena. Y porque admitimos que la
bienaventuranza es el fin último de la vida humana, debemos estudiar primero el fin último en general y, después, la
bienaventuranza.” (I-II q. 1. Prólogo)
Del último Fin en común.
Art. 1: Si conviene al hombre actuar por un fin: Distingue dos tipos de actos en el hombre: los actos del hombre y los
actos humanos. Los actos del hombre son aquellos que no tienen por principio la inteligencia ni la voluntad. El hombre
difiere de los demás animales por su racionalidad de tal modo que los actos específicamente humanos son aquellos que
tienen su principio en lo específicamente humano, esto es, la naturaleza racional. Estos actos son llamados por Santo
Tomás actos humanos. Por proceder de los principios racionales el hombre tiene dominio de estos actos, es decir, son
actos deliberados. Ahora bien, el principio motor de los actos humanos es la voluntad que tiene por objeto propio el bien.
El bien es el fin de la voluntad dado que lo bueno se dice fin en la medida en que atrae hacia sí, al agente. Por eso es
necesario que los actos humanos sean por algún fin.
Art. 2: Si actuar por un fin es propio de la criatura racional: El hombre actúa siguiendo fines. Pero esto no es exclusivo
del hombre sino de todo agente, incluso de aquellos que no poseen una naturaleza racional. Santo Tomás afirma el
principio de finalidad que rige a todas los seres naturales. La razón podemos resumirla en lo siguiente: Un ser es agente en
acto en la medida en que actúa. Actuar implica un movimiento del agente hacia otro. Y es que causa (agente) se dice de
aquello que influye en otro. Esto nos lleva a hablar de una inclinación o tendencia o apetito de agente en cuanto tal hacia
otro. Ahora bien, el objeto del apetito es el bien, pues el bien es el motivo del apetito. El bien tiene razón de fin en la
medida que es aquello hacia lo que el apetito tiende. El acto de un agente es siempre algo determinado, por eso, si los
agentes no racionales no actuarán por un fin no se seguiría un fin determinado en sus acciones y por tanto no habría
acción. Todo movimiento es inconcebible sin un término ad quem. Si no aparece un fin en el horizonte del obrar, el agente
permanece indeterminado, y mientras hay indeterminación, el agente no actúa. “Para que produzca un efecto determinado,
es preciso que se determine a algo cierto, que tiene razón de fin”.
La determinación la da el fin; por eso el fin pone en movimiento el resto de las causas concatenadas o
“subordinadas”. (Por ej. el arquitecto decide construir un templo y no una casa, los albañiles, los materiales están
subordinados a este fin).
En este actuar por un fin, los seres obran diversamente según puedan o no proponerse a sí mismos el fin y tender a
él. Sólo la criatura racional puede proponerse un fin y dirigirse hacia él “moviéndose”. El resto de los seres tienden al fin
como “movidos” por natural inclinación.
Art. 3: Si los actos humanos reciben su especie del fin. Los actos humanos en cuanto preceden de la voluntad deliberada
tienen por objeto el bien que es el fin. El fin es el término de los actos humanos, es lo que la voluntad intenta. El fin
determina el acto en cuanto que mueve al agente a actuar (como principio del acto), pero también lo determina como lo
intentado, es decir, como el término del mismo. En ambos casos el fin está como acto que determina la potencia. En los
seres compuestos de acto-potencia la determinación de la especie tiene lugar por el lado del acto.
Art. 4: Si hay un último fin de la vida humana: En el orden de la causa final es imposible proceder al infinito. En aquellos
que per se están ordenados unos con otros es necesario que removido lo primero sean removido aquello que se sigue per
se de ello. Por eso en la seria de las causas eficientes es imposible preceder al infinito negando una primera causa, dado
que, negada la primera causa, se niegan todas las causas subordinadas a ella. En lo que hace a la causa final, encontramos
un doble orden. Uno es el orden de la intención y otro el de la ejecución. En ambos órdenes es necesario que haya algo
primero. Aquello que es primero en el orden de la intención es principio del apetito, de donde removido esto primero, el
apetito a nada tendería. En el orden de la ejecución, lo primero es aquello desde donde comienza la operación, de modo
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que removido esto, la operación no tendrá comienzo. El principio en el orden de la intención es el último fin y el principio
en el orden de la ejecución es el primer medio para ejecutarla. En ninguno de ambos casos puede procederse hasta el
infinito. Y es que si no hay un último fin nada se apetecería y entonces ninguna acción tendría determinación a un fin, ni
el apetito sería alguna vez satisfecho. En cuanto al orden de la ejecución, si no hubiera un comienzo en lo que hace a los
medios para ejecutar la operación, nunca se empezaría a actuar, ni tendría fin el consejo, sino que precedería hasta el
infinito.
Art 5: Si un hombre puede tener muchos fines últimos. Es imposible que simultáneamente la voluntad tienda a varios fines
últimos. Cada ser apetece su perfección. La perfección de un ser es su último fin. De esta manera es necesario que el
último fin llene de tal modo el apetito que nada de el quede incompleto. Esto no ocurriría si quedara algún bien apetecible
que no está contenido en el último fin. De esta manera es imposible que la voluntad tienda a dos fines últimos.
Art.6: Si todo lo que el hombre quiere lo quiere en razón del último fin. Todo lo que el hombre apetece lo apetece en
razón del último fin. Y es que cualquier cosa que el hombre apetece lo apetece bajo la razón de bien. De este modo, si no
lo apetece como el bien perfecto, al menos lo apetece como un bien conducente al bien perfecto. En efecto, aquello que no
se apetece en cuanto bien perfecto se apetece en cuanto que participa del bien perfecto. Además, el fin último mueve al
apetito como en los demás movimientos se haya el primer motor. La causa segunda no mueve sino es movida por la causa
primera. De donde los apetecidos secundariamente no mueven al apetito sino en cuanto que se ordenan al primer
apetecible que es el último fin.
Art. 7: Si es uno el fin último para todo hombre. Acerca del último fin podemos distinguir: aquello que corresponde a la
razón de fin último y aquello en lo que se encuentra el último fin. En lo que hace a la razón o significado del último fin,
todos los hombres coinciden porque todos desean alcanzar su perfección. Pero no coinciden entre sí al momento de
considerar donde se encuentra la perfección del ser humano. Por eso hay quienes consideran que la perfección humana
(último fin) consiste en las riquezas, otros en el placer.
Art. 8: Si en lo que hace al último fin el hombre coincide con las demás criaturas. Distingue dos aspectos en el fin: el
objeto que constituye el fin (finis cuius) y el uso o consecución del mismo (finis quo). De este modo se puede decir que el
fin del avaro es o el dinero como cosa (finis cuius) o la posesión y uso de la misma (finis quo). De este modo, si nos
referimos al objeto que constituye el fin último de todos los seres, este es Dios y por tanto es el mismo para todos. Pero si
nos referimos al modo de poseer y alcanzar este fin, se distingue el fin de las criaturas irracionales del de las racionales.
Las criaturas racionales alcanzan a Dios a través del conocimiento y del amor. En cambio, los seres irracionales alcanzan
a Dios en la medida en que participan de alguna manera de la similitud de Dios, en la medida en que son, viven y
conocen.

I-II cuestión 2. Acerca de aquello en que consiste la beatitud humana.

Art. 1: Si la beatitud humana consiste en las riquezas: “Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en las
riquezas. Hay dos clases de riquezas, las naturales y las artificiales. Las riquezas naturales sirven para subsanar las
debilidades de la naturaleza; así el alimento, la bebida, el vestido, los vehículos, el alojamiento, etc. Por su parte, las
riquezas artificiales, como el dinero, por sí mismas, no satisfacen a la naturaleza, sino que las inventó el hombre para
facilitar el intercambio, para que sean de algún modo la medida de las cosas vendibles. Es claro que la bienaventuranza
del hombre no puede estar en las riquezas naturales, pues se las busca en orden a otra cosa; para sustentar la naturaleza del
hombre y, por eso, no pueden ser el fin último del hombre, sino que se ordenan a él como a su fin. Por eso, en el orden de
la naturaleza, todas las cosas están subordinadas al hombre y han sido hechas para el hombre, como dice el salmo 8,8:
Todo lo sometiste bajo sus pies. Las riquezas artificiales, a su vez, sólo se buscan en función de las naturales. No se
apetecerían si con ellas no se compraran cosas necesarias para disfrutar de la vida. Por eso tienen mucha menos razón de
último fin. Es imposible, por tanto, que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre esté en las riquezas.

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Art. 2: Si la beatitud consiste en el honor. Es imposible que la bienaventuranza consista en el honor, pues se le tributa
(honor) a alguien por motivo de la excelencia que éste posee, y así el honor es como signo o testimonio de la excelencia
que hay en el honrado. Pero la excelencia del hombre se aprecia sobre todo en la bienaventuranza, que es el bien perfecto
del hombre, y en sus partes, es decir, en aquellos bienes por los que se participa de la bienaventuranza. Por tanto, el honor
puede acompañar a la bienaventuranza, pero ésta no puede consistir propiamente en el honor.

Art. 3: Si la beatitud consiste en la fama o la gloria. Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en la fama
o gloria humana. La gloria se define como conocimiento cierto con loa (clara notitia cum laude), como dice Ambrosio.
Ahora bien, la cosa conocida se relaciona de distinta manera con el conocimiento humano y con el conocimiento divino,
pues el conocimiento humano es producido por las cosas conocidas, mientras que el conocimiento divino las produce. Por
eso, la perfección del bien humano, que llamamos beatitud, no puede producirla el conocimiento humano, sino que éste
(es decir, el conocimiento de la beatitud) procede de alguien otro y es como causado por el, sea incoada o perfecta. Por
tanto, la beatitud del hombre no puede consistir en la fama o en la gloria. Pero el bien del hombre depende, como de su
causa, del conocimiento de Dios. Y, por eso, la bienaventuranza del hombre tiene su causa en la gloria que hay en Dios.
Hay que considerar también que el conocimiento humano se equivoca con frecuencia, sobre todo al juzgar los singulares
contingentes, como son los actos humanos; y, por eso, la gloria humana es frecuentemente engañosa. En cambio, la gloria
de Dios, como El no puede equivocarse, es siempre verdadera.

Art. 4. Si la beatitud consiste en el poder. Es imposible que la bienaventuranza consista en el poder, por dos razones. La
primera, porque el poder tiene razón de principio (es decir, se tiene poder para), mientras que la bienaventuranza la tiene
de fin último. La segunda, porque el poder vale indistintamente para el bien y para el mal; en cambio, la bienaventuranza
es el bien propio y perfecto del hombre. En consecuencia, puede haber algo de bienaventuranza en el ejercicio del poder,
más propiamente que en el poder mismo, si se desempeña virtuosamente.
Pueden aducirse, con todo, cuatro razones generales para probar que la bienaventuranza no puede consistir en
ninguno de los bienes externos de los que venimos hablando. La primera es que, por ser la bienaventuranza el bien sumo
del hombre, no es compatible con algún mal; y todos esos bienes los encontramos tanto en los buenos como en los malos.
La segunda es que, por ser propio de la bienaventuranza el ser suficiente por sí misma, como se dice en I Ethic. 19, es de
rigor que, una vez alcanzada, no le falte al hombre ningún bien necesario. Pero, después de lograr cada uno de esos
bienes, pueden faltarle al hombre otros muchos necesarios, como la sabiduría, la salud del cuerpo, etc. La tercera es que la
bienaventuranza no puede ocasionar a nadie ningún mal, porque es un bien perfecto; pero esto no sucede con los bienes
citados, pues se dice en Ecle 5,12 que las riquezas se guardan para el mal de su dueño, y lo mismo ocurre con los otros
tres. La cuarta es que el hombre se ordena a la bienaventuranza por principios internos, pues se ordena a ella por
naturaleza; pero esos cuatro proceden de causas externas y, con frecuencia, de la fortuna, de ahí que se les llame también
bienes de fortuna. Por tanto, de ningún modo puede consistir la bienaventuranza en ellos.

Art. 5: Si la beatitud consiste en algún bien del cuerpo. Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en los
bienes del cuerpo, por dos razones. La primera, porque es imposible que el último fin de una cosa, que tiene otra como fin,
sea su propia conservación en el ser. Así, el comandante de una nave no busca como último fin la conservación de la nave
que tiene encomendada, porque el fin de la nave es otra cosa, navegar. Ahora bien, el hombre ha sido entregado a su
voluntad y razón para que lo gobiernen, lo mismo que se entrega una nave a su comandante, como dice Eclo 15,14: Dios
hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su criterio. Pero es claro que el hombre tiene un fin distinto de él
mismo, pues el hombre no es el bien supremo. Por tanto, es imposible que el último fin de la razón y de la voluntad
humana sea la conservación del ser humano. La segunda, porque no se puede decir que el fin del hombre sea algún bien
del cuerpo, aunque se conceda que el fin de la razón y de la voluntad humana es la conservación del ser humano. Porque
el ser del hombre consta de alma y de cuerpo y, aunque el ser del cuerpo depende del alma, el ser del alma no depende del
cuerpo, como se ha demostrado antes (1 q.75 a.2; q.76 a.1 ad 5,6; q.90 a.2 ad 2); además, el cuerpo existe por el alma,
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como la materia por la forma y los instrumentos por el motor, para que con ellos realice sus acciones. Por tanto, todos los
bienes del cuerpo se ordenan a los del alma como a su fin. En consecuencia, es imposible que la bienaventuranza, que es
el fin último del hombre, consista en los bienes del cuerpo.

Art. 6: Si la beatitud del hombre consiste en la voluptuosidad. : Las delectaciones corporales, por ser las que conoce más
gente, acaparan el nombre de placeres, como se dice en VII Ethic., aunque hay delectaciones mejores. Pero tampoco en
éstas consiste propiamente la bienaventuranza, porque en todas las cosas hay que distinguir lo que pertenece a su esencia
y lo que es su accidente propio; así, en el hombre, es distinto ser animal racional que ser risible. Según esto, hay que
considerar que toda delectación es un accidente propio que acompaña a la bienaventuranza o a alguna parte de ella,
porque se siente delectación cuando se tiene un bien que es conveniente, sea este bien real, esperado o al menos
recordado. Pero un bien conveniente, si es además perfecto, se identifica con la bienaventuranza del hombre; si, en
cambio, es imperfecto, se identifica con una parte próxima, remota o al menos aparente, de la bienaventuranza. Por lo
tanto, es claro que ni siquiera la delectación que acompaña al bien perfecto es la esencia misma de la bienaventuranza,
sino algo que la acompaña como accidente.
Con todo, el placer corporal no puede acompañar, ni siquiera así, al bien perfecto, porque es consecuencia del
bien que perciben los sentidos, que son facultades del alma que se sirve de un cuerpo; pero el bien que pertenece al cuerpo
y es percibido por los sentidos no puede ser un bien perfecto del hombre. La razón de esto es que, por superar el alma
racional los límites de la materia corporal, la parte de ella que permanece desligada de órganos corpóreos tiene cierta
infinitud respecto al cuerpo y a sus partes vinculadas al cuerpo; lo mismo que los seres inmateriales son de algún modo
infinitos respecto a los seres materiales, porque en éstos la forma queda contraída y limitada de algún modo por la materia
y, por eso, la forma desligada de la materia es en cierto modo ilimitada. Y así, los sentidos, que son fuerzas corporales,
conocen lo singular, que está determinado por la materia; mientras que el entendimiento, que es una fuerza desligada de la
materia, conoce lo universal, lo que está abstraído de la materia y se extiende sobre infinitos singulares. Por consiguiente,
es claro que el bien conveniente al cuerpo, que causa una delectación corporal al ser percibido por los sentidos, no es el
bien perfecto del hombre, sino un bien mínimo comparado con el del alma. Por eso se dice en Sab 7,9: Todo el oro, en
comparación con la sabiduría, no es más que arena. Así, pues, el placer corporal ni se identifica con la bienaventuranza
ni es propiamente un accidente de ella.

Art. 7. Si la beatitud del hombre puede consistir en algún bien del alma. Como se dijo más arriba (q.1 a.8), se llama fin a
dos cosas: a la cosa misma que deseamos alcanzar, y a su uso, consecución o posesión. Por tanto, si hablamos del fin
último del hombre refiriéndonos a la cosa misma que deseamos como fin último, entonces es imposible que el fin último
del hombre sea su misma alma o algo de ella; porque el alma, considerada en sí misma, es como existente en potencia,
pues de ser sabia en potencia pasa a ser sabia en acto, y de ser virtuosa en potencia a serlo en acto. Pero es imposible que
lo que en sí mismo es existente en potencia tenga razón de último fin, porque la potencia existe por el acto, como por su
complemento. Por eso es imposible que el alma sea el último fin de sí misma.
De igual modo, tampoco puede serlo algo del alma, sea potencia, hábito o acto, porque el bien que es último fin es
un bien perfecto que sacia el apetito. Pero el apetito humano, que es la voluntad, tiene como objeto el bien universal, y
cualquier bien inherente al alma es un bien participado y, por consiguiente, particularizado. Por tanto, es imposible que
alguno de ellos sea el fin último del hombre. Pero, si hablamos del fin último del hombre en el sentido de la consecución,
posesión o uso de la cosa misma que se apetece como fin, entonces algo del hombre, por parte del alma, pertenece al
último fin, porque el hombre consigue la bienaventuranza mediante el alma. Por tanto, la cosa misma que se desea como
fin es aquello en lo que consiste la bienaventuranza y lo que hace al hombre bienaventurado. Pero se llama
bienaventuranza a la consecución de esta cosa. Luego hay que decir que la bienaventuranza es algo del alma; pero aquello
en lo que consiste la bienaventuranza es algo exterior al alma.

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Art. 8. Si la bienaventuranza humana consiste en algún bien creado. Es imposible que la bienaventuranza del hombre
esté en algún bien creado. Porque la bienaventuranza es el bien perfecto que calma totalmente el apetito, de lo contrario
no sería fin último si aún quedara algo apetecible. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien
universal. Por eso está claro que sólo el bien universal puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se
encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios puede
llenar la voluntad del hombre. Luego, la bienaventuranza hombre consiste en Dios solo.

I-II. Q. 3. Qué es la felicidad o bienaventuranza.


Una vez establecido qué no es la felicidad, en la cuestión 3ra. Santo Tomás indaga qué es la felicidad.
a.1: Si es algo increado: Como se ha señalado (q.1 a.8; q.2 a.7), se habla de fin de dos modos: uno, de la cosa misma que
deseamos alcanzar; así el avaro tiene como fin el dinero. El otro, de la consecución misma o posesión, uso o disfrute, de lo
que se desea, como si se dijera que el fin del avaro es la posesión del dinero y el del intemperante el disfrutar de algo
voluptuoso. En la primera acepción, por tanto, el fin último del hombre es el bien increado, es decir, Dios, el único que
con su bondad infinita puede llenar perfectamente la voluntad del hombre. En la segunda acepción, el fin último del
hombre es algo creado existente en él, y no es otra cosa que la consecución o disfrute del fin último. Pero el fin último del
hombre se llama bienaventuranza. Por tanto, si se considera la bienaventuranza del hombre en cuanto causa u objeto,
entonces es algo increado; pero si se la considera en cuanto a la esencia misma de la bienaventuranza, entonces es algo
creado.

a. 2: Es una operación: Es necesario afirmar que la bienaventuranza del hombre es una operación, en la medida que es
algo creado existente en él. Porque la bienaventuranza es la perfección última del hombre. Pero algo es perfecto en tanto
está en acto, pues la potencia sin acto es imperfecta. Es preciso, por eso, que la bienaventuranza consista en el acto último
del hombre. Pero es claro que una operación es el acto último del que obra, por eso el Filósofo, en el II De anima, la llama
también acto segundo; pues lo que tiene forma puede ser operante en potencia, como el sabio es pensante en potencia. De
ahí que también en las demás cosas se afirma que cada una es por su operación, como se dice en II De caelo. Por
consiguiente, es necesario que la bienaventuranza del hombre sea una operación.
Es necesario tener en cuenta que se entiende aquí a las potencias del alma actualizadas. En el caso del hombre,
principalmente nos referimos a las potencias racionales, justamente porque nos preguntamos por la felicidad
específicamente humana.
Además, es de notar que debe consistir en una actividad inmanente, no transeúnte. A este respecto, explica Santo
Tomás: “la acción es doble. Una, la que procede del que obra y llega a la materia exterior, como quemar o cortar. Y una
operación así no puede ser la bienaventuranza, porque esta operación no es acción y perfección del agente, sino más bien
del paciente, como allí mismo se advierte. La otra es la acción que permanece en el agente, como sentir, entender y
querer; y una acción así es perfección y acto del agente. Y esta operación puede ser la bienaventuranza.” (ad. 3)
Es interesante tener en cuenta la 4ta objeción y su respuesta, en la que Santo Tomás, una vez más, muestra la
imperfección de la felicidad de esta vida: “la bienaventuranza permanece en el bienaventurado. Pero la operación no
permanece, sino que pasa. Luego la bienaventuranza no es una operación. Respuesta: Es necesario hablar de la
bienaventuranza de modos distintos, pues la bienaventuranza indica una perfección última, según la cual cosas diversas
capaces de bienaventuranza pueden alcanzar grados diversos de perfección. Porque en Dios la bienaventuranza es por
esencia, porque su mismo ser es su operación, con la que sólo disfruta de sí mismo. En los ángeles bienaventurados, en
cambio, la última perfección es una operación, con la que se unen al bien increado; y esta operación es única y sempiterna
en ellos. Pero en los hombres, según el estado de la vida presente, la última perfección es según la operación con la que se
unen con Dios; pero esta operación no puede ser continua ni, por lo tanto, única, porque la operación se multiplica con la
interrupción. Y por eso, en el estado de la vida presente el hombre no puede tener una bienaventuranza perfecta. Por eso el
Filósofo, en I Ethic., por poner la bienaventuranza del hombre en esta vida, afirma que es imperfecta, al concluir después

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de muchos, argumentos: decimos bienaventurados, como pueden serlo los hombres. Pero Dios nos promete una
bienaventuranza perfecta, cuando lleguemos a ser como los ángeles en el cielo, como se dice en Mt 22,30.
Por tanto, cesa la objeción por lo que se refiere a la bienaventuranza perfecta, porque el alma del hombre se unirá
con Dios en ese estado de bienaventuranza mediante una operación única, continua y sempiterna. Pero, en la vida
presente, carecemos de la perfección de la bienaventuranza, en la misma medida en que carecemos de la unidad y
continuidad de una operación así. Sin embargo, hay una participación de la bienaventuranza; y tanto mayor cuanto la
operación pueda ser más continua y única. Por eso, en la vida activa, que se ocupa de muchas cosas, hay menos razón de
bienaventuranza que en la vida contemplativa, que sólo se aplica a una cosa, a la contemplación de la verdad. Y si alguna
vez el hombre no realiza de hecho esa operación, no obstante, porque tiene en la mente realizarla siempre y porque ordena
a ella la interrupción misma, por ejemplo, la del sueño o la de alguna ocupación natural, parece que es una operación casi
continua.

a. 3: Si es una operación de la parte sensitiva o intelectiva: Una cosa puede pertenecer a la bienaventuranza de tres
formas: una, esencialmente; otra, antecedentemente; la tercera, consiguientemente. La operación de los sentidos no puede
pertenecer esencialmente a la bienaventuranza, porque la bienaventuranza del hombre consiste esencialmente en su unión
con el bien increado, como arriba se señaló (a.1), y el hombre no puede unirse con él mediante la operación de los
sentidos. Del mismo modo también porque, como se señaló (q.2 a.5), la bienaventuranza del hombre no consiste en los
bienes corporales, que son los únicos que podemos alcanzar mediante la operación de los sentidos.
Sin embargo, las operaciones de los sentidos pueden pertenecer a la bienaventuranza antecedente y
consiguientemente. Antecedentemente, según la bienaventuranza imperfecta que puede tenerse en la vida presente, porque
la operación del entendimiento exige previamente la operación de los sentidos. Y consiguientemente, en la
bienaventuranza perfecta que se espera en el cielo, porque después de la resurrección, por la misma bienaventuranza del
alma, como dice Agustín en la Epístola ad Dioscorum, habrá ciertos influjos en el cuerpo y en los sentidos, de modo que
se perfeccionen en sus operaciones; como se verá más claramente cuando se trate de la resurrección (Suppl. q.82). Pero,
entonces, la operación por la que el alma se une con Dios no dependerá de los sentidos.
“En esta bienaventuranza imperfecta, se requiere la suma de los bienes suficientes para la más perfecta operación de esta
vida. En la bienaventuranza perfecta se perfecciona todo el hombre, pero en la parte inferior por redundancia de la
superior. Sin embargo, en la bienaventuranza imperfecta de la vida presente, ocurre lo contrario, se llega a la perfección
de la parte superior a partir de la perfección de la inferior.

a. 4: Siendo de la parte intelectiva, si consiste en la operación de la inteligencia o de la voluntad: Como ya se señaló


(q.2 a.6), para la bienaventuranza se requieren dos cosas: una, lo que es la esencia de la bienaventuranza, y la otra, lo que
la acompaña como accidente propio, es decir, la delectación consiguiente. Digo, por tanto, que es imposible que la
bienaventuranza consista en un acto de la voluntad, en cuanto a lo que es esencialmente la bienaventuranza, pues se
desprende claramente de lo antes dicho (a.1 y 2; q.2 a.1), que la bienaventuranza es la consecución del fin último. Pero la
consecución del fin no consiste en el acto mismo de la voluntad, porque la voluntad se mueve a un fin cuando lo desea si
está ausente, y cuando se deleita descansando en él si está presente. Pero es claro que el deseo mismo del fin no es su
consecución, sino un movimiento hacia el fin. Ahora bien, la delectación le llega a la voluntad precisamente porque el fin
está presente y no al contrario, que algo se haga presente porque la voluntad se deleita en ello. Por tanto, es necesario que
haya algo distinto del acto de la voluntad por lo que el fin se haga presente a quien lo desea.
Y esto se observa claramente a propósito de los fines sensibles. Pues, si el conseguir dinero fuera un acto de la
voluntad, inmediatamente el deseoso lo habría conseguido desde el principio, cuando quiere tenerlo; pero le falta desde el
principio, y lo consigue precisamente cuando lo toma con la mano o de alguna otra forma; y es entonces cuando goza de
tener el dinero. Y lo mismo ocurre con el fin inteligible, porque desde el principio queremos conseguirlo, pero lo
conseguimos precisamente por un acto del entendimiento, y es entonces cuando la voluntad gozosa descansa en el fin ya
conseguido.
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Así, pues, la esencia de la bienaventuranza consiste en un acto del entendimiento; sin embargo, pertenece a la
voluntad la delectación consiguiente a la bienaventuranza, como dice Agustín en X Conf., que la bienaventuranza es el
gozo de la verdad; porque el gozo mismo es la consumación de la bienaventuranza.

a. 5: Si es una operación del intelecto especulativo o práctico: La bienaventuranza consiste más en una operación del
entendimiento especulativo que del práctico. Y esto se demuestra por tres razones. La primera, porque, si la
bienaventuranza del hombre es una operación, debe ser la mejor operación del hombre. Pero la mejor operación del
hombre es la de la mejor potencia respecto del mejor objeto. Ahora bien, la mejor potencia es el entendimiento, y su mejor
objeto el bien divino, que no es, ciertamente, objeto del entendimiento práctico, sino del especulativo. Por consiguiente,
en esta operación, es decir, en la contemplación de las cosas divinas, consiste fundamentalmente la bienaventuranza. Y
porque parece que cada uno es su parte mejor, como se dice en los libros IX y X Ethic., por eso mismo esta operación es
la más adecuada al hombre y la más agradable.
La segunda surge de que la contemplación se busca sobre todo por sí misma. Pero el acto del entendimiento
práctico no se busca por sí mismo, sino por la acción. Las acciones mismas también se ordenan a un fin. Por consiguiente,
es claro que el último fin no puede consistir en la vida activa, que pertenece al entendimiento práctico.
La tercera también surge de que, en la vida contemplativa, el hombre entra en contacto con los seres superiores, es
decir, con Dios y los ángeles, a quienes se asemeja por la bienaventuranza. Pero, en las cosas que pertenecen a la vida
activa, también los otros animales tienen algo en común con el hombre de algún modo, aunque imperfectamente.
Y, por eso, la bienaventuranza última y perfecta, que se espera en la vida futura, consiste toda ella en la
contemplación. Pero la bienaventuranza imperfecta, como puede tenerse aquí, consiste en primer lugar y principalmente
en la contemplación; en segundo lugar, en la operación del entendimiento práctico que ordena las acciones y pasiones
humanas, como se dice en X Ethic.
ad. 2: “El entendimiento práctico se ordena al bien que está fuera de él, mientras que el entendimiento especulativo tiene
el bien en sí mismo, es decir, la contemplación de la verdad. Y si ese bien es perfecto, todo el hombre se perfecciona y
hace bueno, pero ciertamente no lo tiene el entendimiento práctico, sino que ordena a él.”

a. 6: Si consiste en la consideración de las ciencias especulativas: Como se ha dicho antes (a.2 ad 4), la
bienaventuranza del hombre es doble: una perfecta y otra imperfecta. Ahora bien, hay que entender como bienaventuranza
perfecta la que alcanza la verdadera razón de bienaventuranza, y por bienaventuranza imperfecta la que no la alcanza, sino
que participa de una semejanza particular de la bienaventuranza. Del mismo modo que la prudencia se encuentra en el
hombre, en quien se da la razón de las cosas agibles, mientras que una prudencia imperfecta se da en algunos animales
brutos, en quienes hay algunos instintos particulares para algunas obras similares a las de la prudencia.
Así, pues, la bienaventuranza perfecta no puede consistir en la consideración de las ciencias especulativas. Para
verlo claramente, es necesario advertir que la consideración de la ciencia especulativa no se extiende más allá de la virtud
de los principios de esa ciencia, porque en los principios de la ciencia se contiene virtualmente toda la ciencia. Pero los
primeros principios de las ciencias especulativas son recibidos mediante los sentidos, como demuestra el Filósofo en el
principio de Metaphys. y al final de Poster. Por tanto, toda la consideración de las ciencias especulativas no puede
extenderse más allá de adonde puede conducir el conocimiento de las cosas sensibles. Pero la bienaventuranza última del
hombre, que es su perfección última, no puede consistir en el conocimiento de las cosas sensibles; pues nada inferior
perfecciona a algo superior, a no ser que en lo inferior haya alguna participación de lo superior. Pero es claro que la forma
de la piedra, o de cualquier otra cosa sensible, es inferior al hombre. Por consiguiente, el entendimiento no se perfecciona
por la forma de la piedra en cuanto es tal forma, sino en cuanto en ella se participa alguna semejanza de algo que es
superior al entendimiento humano, es decir, la luz inteligible o algo así. Por eso conviene que la perfección última del
hombre sea mediante el conocimiento de alguna cosa que sea superior al entendimiento humano. Ahora bien, se ha
demostrado (1 q.88 a.2) que mediante las cosas sensibles no se puede llegar al conocimiento de las cosas separadas, que
son superiores al conocimiento humano. Luego queda que la bienaventuranza última del hombre no puede estar en la
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consideración de las ciencias especulativas, sino que, del mismo modo que en las formas sensibles se participa alguna
semejanza de las sustancias superiores, la consideración de las ciencias especulativas es cierta participación de la
bienaventuranza verdadera y perfecta.

a. 7: Si la felicidad consiste en la contemplación de las sustancias separadas (los ángeles)


Aunque el tema de este artículo es netamente teológico, puede considerarse importante para la consideración filosófica.
Anteriormente, fr. Tomás había descartado que los objetos inferiores (al hombre) considerados por las ciencias
especulativas, no pueden ser el objeto de la felicidad. Ahora considera aquellos que son superiores, los ángeles. Pero
implícitamente, puede considerarse si la consideración de sí misma que el alma puede tener en su estado de separación
del cuerpo es el objeto de la felicidad, o los primeros motores que Aristóteles considera en la Metafísica.
“Como se señaló (a.6), la bienaventuranza perfecta del hombre no consiste en lo que es perfección del
entendimiento por participación de algo, sino en lo que lo es por esencia. Pero es claro que algo es perfección de una
potencia en la medida que le pertenece la razón de objeto propio de esa potencia. Y el objeto propio del entendimiento es
la verdad. Por consiguiente, la contemplación de algo que tiene verdad participada no perfecciona al entendimiento con la
última perfección. Pero, como la disposición de las cosas en el ser y en la verdad es la misma, según se dice en II
Metaphys., lo que es ente por participación es verdadero por participación. Ahora bien, los ángeles tienen ser participado,
porque sólo en Dios su propio ser es su esencia, como se demostró en la primera parte (q.44 a.1; q.3 a.4; q.7 a.1 ad 3; a.2).
Por consiguiente, resulta que sólo Dios es la verdad por esencia, y que su contemplación hace perfectamente
bienaventurado. Con todo, nada impide apreciar en la contemplación de los ángeles alguna bienaventuranza imperfecta,
incluso más alta que en la consideración de las ciencias especulativas.”

a. 8: Si la felicidad consiste en la visión de la divina esencia: La bienaventuranza última y perfecta sólo puede estar en
la visión de la esencia divina. Para comprenderlo claramente, hay que considerar dos cosas. La primera, que el hombre no
es perfectamente bienaventurado mientras le quede algo que desear y buscar. La segunda, que la perfección de cualquier
potencia se aprecia según la razón de su objeto. Pero el objeto del entendimiento es lo que es, es decir, la esencia de la
cosa, como se dice en III De anima. Por eso, la perfección del entendimiento progresa en la medida que conoce la esencia
de una cosa. Pero si el entendimiento conoce la esencia de un efecto y, por ella, no puede conocer la esencia de la causa
hasta el punto de saber acerca de ésta qué es, no se dice que el entendimiento llegue a la esencia de la causa realmente;
aunque, mediante el efecto, pueda conocer acerca de ella si existe. Y así, cuando el hombre conoce un efecto y sabe que
tiene una causa, naturalmente queda en él el deseo de saber también qué es la causa. Y éste es un deseo de admiración,
que causa investigación, como se dice en el principio de Metaphys. Por ejemplo, si quien conoce el eclipse de sol piensa
que está producido por una causa, se admira de ella, porque no sabe qué es, y porque se admira, investiga; y esta
investigación no cesa hasta que llegue a conocer la esencia de la causa.
Si, pues, el entendimiento humano, conocedor de la esencia de algún efecto creado, sólo llega a conocer acerca de
Dios si existe, su perfección aún no llega realmente a la causa primera, sino que le queda todavía un deseo natural de
buscar la causa. Por eso todavía no puede ser perfectamente bienaventurado. Así, pues, se requiere, para una
bienaventuranza perfecta, que el entendimiento alcance la esencia misma de la causa primera. Y así tendrá su perfección
mediante una unión con Dios como con su objeto, en lo único en que consiste la bienaventuranza del hombre, como ya se
dijo (a.1 y 7; q.2 a.8).

Algunas cuestiones marginales:


Hay que tener siempre en cuenta que fr. Tomás distingue una felicidad perfecta y otra imperfecta. Es claro, que en
esta vida, la felicidad perfecta no se puede alcanzar, dado que no podemos contemplar la esencia divina. Por eso, es que si
tomamos la definición de “felicidad” en su sentido propio, no hay felicidad en esta vida para el hombre, dado que nada
puede aquietar su apetito. Por eso, a la consideración de la Filosofía moral, queda considerar la felicidad “humana”, que es
la posible en esta vida. De esta se ocupa Aristóteles, que como dijimos, consiste en la asimilación del hombre respecto de
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dios (primer motor inmóvil, pensamiento que se piensa a sí mismo) tanto como sea posible. Por eso, consiste en la
contemplación de lo divino (que implica los hábitos intelectuales), para lo cual hace falta la rectitud del apetito (virtudes
morales-vida activa), suficientes bienes exteriores y esto de un modo que se comunique a los seres queridos.
La consideración filosófica, puede no obstante, puede considerar también el tema de la felicidad después de esta
vida, es decir, del alma humana separada. Aquí mismo, no puede darse la felicidad perfecta, porque ciertamente, el alma
separada, aunque pueda conocer mejor a Dios, y ser más similar a Él, no obstante no puede contemplar su esencia que le
excede. Además, ¿podría llamarse felicidad humana, allí donde no se da completa la naturaleza humana en razón de la
ausencia del cuerpo? Veamos algunos textos al respecto de Santo Tomás:
De Pot. Q. 5, a. 10: “Como decía San Agustín, Porfirio sostenía que para la perfecta felicidad del alma humana, era
necesario que sea separa absolutamente del cuerpo; y así, según él, el alma existiendo en su estado de felicidad no puede
estar unida al cuerpo (…) Pero esta afirmación, además de ser contraria a la fe (…) es también discordante con la razón.
No puede darse la perfección de la felicidad allí donde falta la perfección de la naturaleza. Puesto que la unión del cuerpo
y del alma es natural y también sustancial y no accidental, no puede ser que la naturaleza del alma sea perfecta si no está
unida al cuerpo. Por eso, el alma separada del cuerpo no puede alcanzar la última perfección de la felicidad. Y por eso
dice San Agustín al final de su comentario al Génesis, que el alma de los santos, antes de la resurrección, no gozan
perfectamente de la divina visión como lo harán después de ella. Por eso, en la última perfección de la felicidad, será
necesario que los cuerpos humanos estén unidos a las almas. La postura anterior, proviene de aquellos que opinan que el
alma se une al cuerpo accidentalmente, como se une el marinero al barco, o el hombre al vestido. Por eso, Platón dijo que
el hombre es el alma vestida (o metida) por el cuerpo. Pero esto no puede sostenerse, porque el hombre no sería ente per
se, sino por accidente; ni estaría en el género de la sustancia, sino de los accidentes, como si dijera vestido”

I-II, q. 3, a. 5: Si se requiere el cuerpo para la felicidad humana.


1. La perfección de la virtud y de la gracia presuponen la perfección de la naturaleza. Pero la bienaventuranza es
perfección de la virtud y de la gracia. Ahora bien, el alma no tiene la perfección de la naturaleza sin el cuerpo, pues es por
naturaleza parte de la naturaleza humana, y toda parte separada de su todo es imperfecta. Por consiguiente, el alma no
puede ser bienaventurada sin el cuerpo.
2. Además, la bienaventuranza es una operación perfecta, como ya se dijo (q.3 a.2 y5). Pero la operación perfecta es
consecuencia del ser perfecto, pues todo obra en la medida que es ente en acto. Por tanto, como el alma no tiene el ser
perfecto cuando está separada del cuerpo, lo mismo que ninguna parte cuando está separada del todo, parece que el alma
no puede ser bienaventurada sin el cuerpo.
3. Además, la bienaventuranza es la perfección del hombre. Pero el alma sin el cuerpo no es hombre. Luego no puede
haber bienaventuranza en un alma sin cuerpo.
4. Además, según el Filósofo, en VII Ethic., la operación de la felicidad, en la que consiste la bienaventuranza, es no
impedida. Pero la operación del alma separada es impedida, porque, como dice Agustín en XII Super Gen. ad litt.: Le es
inherente cierto apetito natural de gobernar el cuerpo, y este apetito le impide de algún modo llegar con toda atención a
aquel sumo cielo, es decir, a la visión de la esencia divina. Luego el alma no puede ser bienaventurada sin el cuerpo.
5. Además, la bienaventuranza es un bien suficiente y aquieta el deseo. Pero esto no se ajusta al alma separada, porque
aún desea la unión del cuerpo, como dice Agustín. Luego el alma separada del cuerpo no es bienaventurada.
Contra esto: está lo que se dice en Apoc 14,13: bienaventurados los muertos que mueren en el Señor.
Respondo: Hay dos clases de bienaventuranza: una imperfecta, que se tiene en esta vida, y otra perfecta, que consiste en
la visión de Dios. Ahora bien, es claro que para la bienaventuranza de esta vida por necesidad se requiere el cuerpo,
porque la bienaventuranza de esta vida es una operación del entendimiento, del especulativo o del práctico. Pero no puede
haber operación del entendimiento en esta vida sin imagen, que sólo está en un órgano corpóreo, como se determinó en la
primera parte (q.84 a.6 y 7). Y así la bienaventuranza que puede tenerse en esta vida depende de algún modo del cuerpo.
Pero acerca de la bienaventuranza perfecta, que consiste en la visión de Dios, algunos afirmaron que no puede llegarle a
un alma que existe sin cuerpo, diciendo que las almas de los santos, separadas del cuerpo, no pueden llegar a esa
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bienaventuranza hasta el día del juicio, cuando vuelvan a tomar los cuerpos. Y esto ciertamente parece que es falso tanto
por autoridad como por razón. Por autoridad, en efecto, porque dice el Apóstol en 2 Cor 5,6: Mientras estamos en el
cuerpo, permanecemos exiliados del Señor; y muestra la razón de este exilio cuando añade (v.7): porque caminamos en fe
y no en visión. De lo cual se desprende que, cuando uno camina en fe y no en visión, careciendo de la visión de la esencia
divina, todavía no está presente ante Dios. Pero las almas de los santos, separadas del cuerpo, están presentes ante Dios,
por eso se añade (v.8):Pero nos atrevemos y tenemos buen deseo de dejar el cuerpo y presentarnos ante el Señor. Por
consiguiente, es claro que las almas de los santos, separadas de los cuerpos, andan en visión, viendo la esencia de Dios, y
en esto está la verdadera bienaventuranza.
Esto también se concluye por razón. Porque el entendimiento, para su operación perfecta, sólo necesita del cuerpo por las
imágenes (phantasmata), en las que mira la verdad inteligible, como se dijo en la primera parte (q.84 a.7). Pero es
evidente que la esencia divina no puede verse mediante imágenes, como se demostró en la primera parte ( q.12 a.3). Por
consiguiente, la bienaventuranza perfecta del hombre no depende del cuerpo, pues consiste en la visión de la esencia
divina. En consecuencia, el alma puede ser bienaventurada sin el cuerpo.
Pero hay que tener en cuenta que una cosa pertenece a la perfección de otra de dos modos. Uno, para constituir la esencia
de la cosa, como se requiere el alma para la perfección del hombre. Del otro modo, se requiere para la perfección de una
cosa lo que pertenece a su bien ser, como pertenecen a la perfección del hombre la belleza del cuerpo y la rapidez de
ingenio. Así, pues, aunque el cuerpo no pertenece a la perfección de la bienaventuranza humana del primer modo, sin
embargo, pertenece del segundo. Porque la operación depende de la naturaleza de la cosa, cuanto más perfecta sea el alma
en su naturaleza, más perfectamente tendrá su operación, en la que consiste la felicidad. Por eso, en XII  Super Gen. ad
litt., cuando pregunta Agustín: Si puede darse aquella bienaventuranza suprema a los espíritus sin cuerpo de los
difuntos, responde que no pueden ver la sustancia inconmutable como la ven los santos ángeles; bien porque hay en ellos
un apetito natural de gobernar el cuerpo, bien por otra causa más oculta.
A las objeciones:
1. La bienaventuranza es la perfección del alma por parte del entendimiento, según el cual trasciende los órganos del
cuerpo; pero no por ser forma natural del cuerpo. Y por eso permanece aquella perfección de la naturaleza según la cual se
le debe la bienaventuranza, aunque no permanezca la perfección de la naturaleza según la cual es forma del cuerpo.
2. El alma se relaciona con el ser de modo distinto a como lo hacen las otras partes. Porque el ser del todo no es de una de
las partes; por eso, o bien deja de ser totalmente la parte, una vez destruido el todo, como ocurre con las partes del animal,
destruido el animal; o bien, si permanecen, tienen otro ser en acto, como una parte de la linea tiene un ser distinto de toda
la línea. Pero en el alma humana permanece el ser del compuesto después de la destrucción del cuerpo, precisamente
porque es el mismo el ser de la materia y el de la forma, y eso es el ser del compuesto. Ahora bien, el alma subsiste en su
ser, como se demostró en la primera parte (q.75 a.2). Por consiguiente, resulta que, después de la separación del cuerpo, el
alma tiene un ser perfecto y, por eso, puede también tener una operación perfecta; aunque no tenga la naturaleza perfecta
de la especie.
3. La bienaventuranza es según el entendimiento del hombre y, por eso, mientras haya entendimiento, puede haber en él
bienaventuranza. Del mismo modo que los dientes de un etíope, según los cuales se le llama blanco, pueden ser blancos
incluso después de la extracción.
4. Una cosa impide otra de dos formas. Una, por modo de contrariedad, como el frío impide la acción del calor; y tal
impedimento de la operación se opone totalmente a la bienaventuranza. La otra, por modo de algún defecto, es decir,
porque la cosa impedida carece de algo de lo que se requiere para su perfección completa, y este impedimento de la
operación no se opone a la felicidad, sino a su perfección completa. Y así se dice que la separación del cuerpo retarda al
alma en dirigirse con toda intención a la visión de la esencia divina. Pues el alma desea disfrutar de Dios de modo que esta
misma fruición llegue también al cuerpo por redundancia, en la medida de lo posible. Y por eso, mientras ella disfruta de
Dios sin el cuerpo, aunque su apetito descansa en lo que tiene, querría, sin embargo, que su cuerpo llegara a participar de
ello.

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5. El deseo del alma separada descansa totalmente por lo que se refiere a lo apetecible, porque, en efecto, tiene lo que
sacia su apetito. Pero no descansa del todo como apetente, porque no posee aquel bien con toda la capacidad con que
quisiera poseerlo. Por eso, al recobrar el cuerpo, la bienaventuranza crece extensivamente, no intensivamente.

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