Santiago Alba Rico - Artículos
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Cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no para cambiar la Constitución, el
gobierno o la economía sino para restaurar la humanidad más elemental, para recuperar el
cuerpo perdido
Para orientarse en el espacio hay que tener esquinas, torres, montes, estrellas.
El Tiempo visto desde fuera se llama tiempo, que es lo que medimos con los relojes pero también
El Tiempo visto desde dentro se llama duración, esa pasta blanda atrapada entre nuestras
costillas.
Necesitamos contemplar la duración desde el tiempo para no perdernos en ella. Entre el tiempo y
la duración, como entre las valvas de un molusco, tiene que haber un pequeño resquicio abierto
para que entre la vida. Ese pequeño resquicio es lo que llamamos Espacio.
La pandemia ha cerrado las valvas del molusco. El Tiempo se ha cerrado sobre la Duración,
coincidiendo con ella. Ahora bien, si el Tiempo se solapa con la Duración, entonces no cabe el
espacio; y no caben, en consecuencia, los cuerpos. El tiempo-duración es, por eso, una papilla sin
orillas, no un río –que va hacia la muerte– sino un mar espeso sin horizonte que contemplar a lo
lejos ni ramas ni piedras a las que agarrarse. Donde es posible, por tanto, decir: “eso ocurrió
mañana”, “eso ocurrirá ayer”, “eso está ocurriendo sine die”. Donde es posible perderse.
Un minuto dura más que un día porque el minuto hay que contarlo y el día, en cambio, se
descuenta cuando ya ha pasado. Un día dura, en cualquier caso, más que un año.
El mejor resumen lo hizo mi hijo Juan el pasado mes de mayo para definir la temporalidad del
confinamiento: “Qué lentos pasan los minutos, qué rápido pasa el tiempo”.
II
Si me lavo los dientes delante del espejo no puedo saber cuándo lo estoy haciendo porque lo hago
todos los días. Ese gesto es un hábito y forma parte de mi organismo, no de mi agenda. No
necesito preguntarme si también hoy llevo un corazón dentro del tórax o dos pies en el extremo
de las piernas porque tengo el hábito de llevarlos siempre. El gesto de lavarse los dientes, como el
deja ningún recuerdo ni su repetición me facilita recordar otra cosa en los aledaños, por
respirado esta mañana o –y esto es importante por lo que diré enseguida– si me he conectado hoy
a internet. No puedo saber cuándo me estoy lavando los dientes porque siempre me estoy
lavando los dientes. Siempre estoy conectado a internet. Por eso el hábito, sumergido en la
lunes y miércoles voy a clase de yoga; los viernes duermo en casa de Alfredo; los sábados ceno
fuera; los domingos compro el periódico y hago arroz con leche. A las 8h pasa pensativo Kant
por delante de la puerta de mi casa. En otoño se caen las hojas; en primavera estallan sin ruido
las flores del campo. Las costumbres, humanas o naturales, son repeticiones en el tiempo que nos
desplazamientos hacia el futuro con la voluntad. Es decir, que las costumbres se recuerdan y
además se esperan o se temen. Recuerdo con nostalgia mis veranos de infancia en el pueblo.
Temo la visita de mis padres los jueves. Espero con impaciencia el florecimiento de las jacarandás
III
Orientarse en el tiempo significa, por tanto, inscribir el cuerpo fuera del organismo, en un
espacio en el que los gestos cuentan. Los hábitos no ocurren en el espacio. Respiro, me lavo los
dientes y me conecto a internet en cualquier sitio, en ninguna parte, en una duración intestinal
sin aura ni mundo. Mi cuerpo sólo está en algún sitio cuando puedo relacionarlo con otros
cuerpos y, por eso mismo, situarlo en el eje vertical del tiempo. Hay que entender bien esta
cuestión. Tenemos eso que llamamos “presente” sólo porque mientras obramos recordamos lo
que estamos haciendo; aquellos que –como en ciertos casos trágicos de amnesia patológica– han
perdido hasta tal punto la memoria que borran sus experiencias en el acto mismo de vivirlas, no
viven en realidad nada. Vivimos, pues, desde la memoria y lo que llamamos “presente” no es más
que nuestro pasado más reciente: de ahí, por cierto, la sensación desasosegante, inseparable de la
condición humana, de que nunca estamos completamente ahí cuando besamos a nuestra amada o
en la felicidad de ver por primera vez los cerezos en flor o los canales de Venecia. Nunca estamos
del todo ahí y gracias a esa trágica ausencia podemos orientarnos en el tiempo y, en definitiva,
vivir algo, por poco que sea, aun de manera incompleta o insuficiente. No estar del todo ahí es
nuestra forma de estar ahí: un beso olvidado no es un beso; un beso sólo recordado –porque mis
labios, al unirse a los tuyos, ya están en el pasado– es el único beso al que tenemos acceso los
IV
Podríamos pensar que, puesto que ese gesto es sólo duración, nos lavamos los dientes en el
presente puro. No es eso. No hay “presente puro”. Nos los lavamos en la pura duración sin
tiempo del organismo ciego, donde la conciencia no puede entrar, ni siquiera demasiado tarde.
Nos besamos, en cambio, demasiado tarde; todo lo importante –todo lo que ocurre– ocurre
demasiado tarde. Mientras nos besamos tenemos la sensación de que “acabamos de besarnos”, y
el gusto del beso en la boca es ya un regusto: un recuerdo muy reciente en la punta de la lengua.
Nunca es sincrónico. Y de poco sirve la atención. Mientras te beso, para estar completamente en
tu boca, con ansias en amores inflamado, tratando de retener ese momento intenso de intimidad,
puedo intentar recordarme a mí mismo: “presta atención: estás besando a Marta”. Pero ya –ay–
estoy perdido: me lo estoy recordando. Ningún gerundio es presente; todos los gerundios son un
“acaba de pasar”: todos los gerundios, sí, excepto “recordando”. Nunca estoy besando a Marta
aquí y ahora; por muchos minutos que la bese sin tomar aliento, y por más que la siga y la siga
besando, es algo que ya ha ocurrido mientras ocurre: una sucesión más o menos larga (ojalá sea
Nunca “empezamos a”; siempre “acabamos de”. El presente es solo la ocasión o la condición de
un recuerdo más o menos vivo y más o menos tranquilo. Como lo normal es estar siempre
“acabando de”, sentimos enseguida el dolor de la “incompletud”: la nostalgia de ese minuto que se
nos escurrió desde el principio, la insatisfacción de no haber besado a Marta lo bastante. Pero ese
Vivimos en el pasado, pero también hacia el futuro, poniéndonos sin descanso por delante de ese
lugar donde vivimos recordando el presente. Eso quiere decir la palabra “proyecto”. Esperamos
ciertas repeticiones y preparamos ciertos acontecimientos. Nuestro cuerpo está en algún sitio
porque vamos hacia alguna parte, con las piernas o con la mente; porque avanzamos por el
espacio hacia el futuro. Por el resquicio entre las dos valvas –digamos– llegamos a otro sitio y
además al día siguiente. Si el espacio a veces parece insoportable se debe justamente a que es
tiempo petrificado que hay que horadar a martillazos para alcanzar nuestra meta: para llegar
hasta Marta tengo que atravesar el parque del Retiro; cuando acabo de recorrer la distancia que
me separa de Ítaca soy otro hombre y es otro año. El presente ocurre en el pasado y anticipa un
futuro del que nos separa no sólo una sucesión más o menos larga de horas que hay que enhebrar
sino un prado, una plaza, toda la calle de Alcalá, que es larguísima. Cualquier amante separado
unidad rocosa impenetrable, compuesta de granos eleáticos que ningún deseo, por intenso que
sea, puede atravesar de un salto. El presente es el pasado más reciente, pero es también el primer
obstáculo para llegar a tu casa o para que llegue el verano. Nunca llego a tu casa, nunca llega el
verano, es verdad, porque una vez allí ya han pasado. Pero gracias a estas dos tensiones
insatisfactorias, hacia atrás y hacia adelante, nos orientamos en el tiempo y no nos sumergimos
VI
Pues bien, que el tiempo y la duración, a causa de la pandemia, se hayan cerrado como las valvas
de un molusco significa que nuestra vida entera se ha convertido en un hábito: algo que ocurre
por debajo de la atención de nuestro cuerpo, en su interior biológico, sin memoria y sin
esperanza. Ya no hay espacio entre el filo del tiempo y el filo de la duración por el que pueda
caber ni siquiera el dolor de haberte ya besado, el dolor de no haberte besado todavía. Creo que a
todos nos está pasando esto de sentirnos temporalmente desorientados; sabemos mal qué secuelas
físicas y psicológicas nos dejará. Todo se ha convertido en un permanente “lavarse los dientes” en
comenzadas, nunca “acabamos de” lavarnos los dientes porque lavarse los dientes es una acción
que no tiene ni principio ni fin. No deja ninguna memoria ni contiene ningún plan de futuro. No
empieza. No acaba. Sencillamente no ocurre. Los últimos nueve meses han sido sin duda los más
densos y los más cortos de nuestras vidas: han pasado de una sola vez, en un solo bloque, de un
tirón. A finales de agosto, cuando volví a Túnez tras un confinamiento inesperado de seis meses
en un pueblo de Castilla, a donde había ido a pasar diez días de vacaciones, lo expresaba así:
“Han sido los diez días más cortos de mi vida: han durado seis meses”. Una vez acabe la
pandemia, dentro de un año o de dos, no recordaremos nada, porque no habrán pasado un año o
dos: habrá pasado una sola unidad de tiempo. Una “unidad de tiempo” no es tiempo: es duración
cuajada como un queso, encerrada en una caja de cartón y abandonada sin abrir a nuestras
espaldas. O como escribí en un brusco aforismo: “El tiempo es una larga raya de cocaína encima
VII
Esta coincidencia de las valvas del tiempo y de la duración se ha consumado además a través de
las nuevas tecnologías, es decir, de ese confinamiento tecnológico en el que, de algún modo,
duración sin tiempo de la red. Buena parte de nuestra desorientación temporal, asociada a la falta
de recuerdos y a la falta de proyectos, tiene que ver con esta comunicación sin cuerpos que del
ocio se ha trasladado ahora también al trabajo. Alguien decía con ingeniosa perspicacia filosófica
que una reunión de Zoom es como una sesión de espiritismo. Las clases on line, el teletrabajo, las
conferencias en streaming nos colocan en un mundo virtualmente desaparecido del que han
quedado en el aire, como la imagen del gato de Cheshire, algunas voces dispersas, algunos
harapos acústicos. El que habla no habla desde Túnez; el que escucha no escucha desde Zamora.
No sabemos dónde estamos ni si hay alguien escuchándonos al otro lado, porque no hay ningún
lado; no sabemos si estamos hablando desde el pasado y todo lo que decimos es ya viejuno y
nuestras palabras no están ancladas ni en un lugar ni en una fecha confiere a todos los discursos
un aura fúnebre e inútil. No se puede cambiar un mundo que ya no existe. Lo más que podemos
VIII
Por lo demás, este cierre del tiempo sobre la duración constituye la metáfora más precisa de un
capitalismo sin exterior de cuya decadencia tomamos conciencia precisamente cuando nos
obstruye todas las fugas. Primero –digamos– se apoderó del tiempo y su resquicio, el espacio;
ahora, a través de las tecnologías, se infiltra en la duración. Entre sus valvas, los bárbaros
IX
vida de hábitos, completamente animal, que no deja recuerdos y no genera proyectos, privada de
velocidad de las redes. El problema es que los humanos nos habituamos a todo y hay muchos
decir, desenganchados, desinteresados del mundo. Escribo estas líneas preocupado por esta
desorientación temporal que muchos compartimos (una especie de alzheimer social) tras
escuchar con horror las bienintencionadas declaraciones del secretario de Estado para el Empleo,
Joaquín Pérez Rey, quien ha sabido ver muy bien el carácter “disruptivo” de este “cambio
pandemia: “Ese elemento hay que romperlo; en cierta medida está ya muy roto y hay que
profundizar en él”. Pérez Rey, que hace de la necesidad virtud, ve aquí la posibilidad “de liberar
tiempo”, una fórmula “de encomendar tiempo a otros usos, incluso con finalidades distintas a las
que habitualmente ordenan el tiempo”. Da mucho miedo: esa ruptura entre productividad y
presencialidad, que deja el espacio fuera de la esfera del trabajo, entrega para siempre el tiempo a
la duración, que desbordará –está desbordando ya– los moldes del empleo para anegar el
conjunto de la vida, incluso la más íntima, y consumar la sustitución de los cuerpos por funciones
orgánicas. En el mundo seguirá habiendo algunos cuerpos rotos, algunos árboles quemados,
Así que, cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no para cambiar la
constitución, el gobierno o la economía sino para restaurar la humanidad más elemental: para
salir de casa, compartir el espacio, dar un beso, elaborar un recuerdo; para volver al tiempo. Para
decir, en suma, que estamos mucho más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a los
objetos naturales; mucho más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a las costumbres
mismas. Un niño considera normal que los aviones vuelen, pero no que el gallo cacaree o que el
pez nade en el agua. Un incendio o un volcán constituyen una novedad, un cohete espacial o el
último modelo automovilístico no. O más radicalmente: integramos en la percepción como algo
esperado la última generación de iphone mientras que nos parece una novedad inaudita la
repetición del amor. Ahora bien, si esto es así, entonces hay que concluir, de manera paradójica,
que en un mundo cuya regla es precisamente el cambio tecnológico, y lo real nuestra absorción
sobre la experiencia de la novedad. Por más extraño que parezca, y si aceptamos el principio
benjaminiano, una sociedad que produce sin interrupción imágenes nuevas es una sociedad que
enfermo.
realidad y la verdad. El mundo son los árboles. La realidad es internet. La verdad es el amor y la
muerte. O de otra manera: el mundo es el lugar donde tengo mi cuerpo; la realidad es lo que la
mayor parte de la gente ve la mayor parte del día; la verdad es lo que nos iguala a todos. Durante
un largo período de la historia –no necesariamente mejor– estas tres instancias se han cruzado y,
sin ceder su jurisdicción, han enredado sus tramas: la realidad, donde reside el yo, siempre un
poco atontado, tenía filtraciones, como un tejado con grietas: en ella se colaban a menudo los
árboles y los dolores. En nuestra época –necesariamente peor– estas tres instancias se han
separado; la realidad se ha cerrado y al mismo tiempo ensanchado, dejando cada vez menos
espacio para el mundo y para la verdad, que no encuentran ya fisuras por las que penetrar. Nos
queda poco mundo; nos queda poca verdad. Y ello se debe a que, por primera vez, la realidad,
siempre un poco irreal, se ha “irrealizado” del todo bajo el dominio tecnológico. El ego en la
época de su reproductibilidad técnica –en una fórmula que forjé hace años evocando un famoso
título del propio Benjamin– vive desenganchado del cuerpo y completamente descuidado de su
muerte. En las valvas de internet, realidad e irrealidad coinciden completamente por primera vez
en la historia de la humanidad. O están a punto de coincidir. En ese “a punto de”, casi invisible,
casi invivible, casi ya clausurado, tenemos que proteger los árboles y proteger nuestra propia
Podría empezar por los espejos. Un amigo carnicero de mi edad me hacía el pasado verano una
interesante observación. Me decía –mientras troceaba un morcillo sobre el tajo– que en el espejo
siempre se veía igual a sí mismo, inmune al paso del tiempo, y necesitaba ver una fotografía para
darse cuenta, de pronto y con horror, de cuánto había envejecido. Es verdad. Al contrario de lo
que pretendía Borges, el espejo no multiplica los cuerpos: no es más que la prolongación del yo
que ha capturado para siempre ese primer momento lacaniano en que nos reconocimos, siendo
niños, en uno de ellos; en el espejo nos vemos, por así decirlo, desde nosotros mismos, no desde el
mundo; nos vemos, aún más, desde la infancia; desde nuestra alma infantil inalterable, que no se
nuestro cuerpo por otro, sin encontrarse jamás. No maduramos nunca; solo envejecemos.
Trotsky dejó de existir porque Stalin lo retiró de todas las fotos; y nadie pudo negar la
existencia de las hadas desde que se las fotografió en 1917 en compañía de las hermanas Elsie
El espejo, pues, no está en el mundo: tampoco en la verdad. Es pura realidad. Así que la
existencia que colocó nuestro cuerpo un poco más en el mundo y un poco más en la verdad.
Podría pensarse. La fotografía generó una ilusión de transparencia, inmediatez y fidelidad que no
quedaron sin empleo. Lo que ocurría ante la cámara –ahora sí– era verdad. Lo que recogía la
cámara era por fin la verdad. Hasta el siglo XIX, los pintores trabajaban con elaboradas,
fatigosas analogías que convertían la mirada –la del artista y la del espectador– en un campo de
batalla; mirar era, en efecto, un trabajo y, si se alcanzaba a veces el mundo y la verdad, era a
través de un esfuerzo que podía descodificarse en el interior del cuadro. Los fotógrafos, de
pronto, se limitaban a recibir el mundo y la verdad en sus aparatos; se pasaba de la analogía, con
todos sus desajustes mundanos y sus rugosidades verdaderas, a la identidad: no había ninguna
buenos fotógrafos, a sabiendas de que en la imagen “real” se perdía precisamente aquello que se
quería capturar; y que para llegar al mundo y a la verdad había que utilizar la cámara como si
fuera un pincel y no como si fuera un ojo. Mientras las cámaras fueron analógicas –es decir,
corpóreas– fue fácil y hasta inevitable la rasgadura; con la digitalización, a la que se siguen
convertido por entero en una obsesiva visita turística a la propia cama, al propio desayuno, a la
propia boda, a la propia fiesta de cumpleaños, a la propia casa de campo y hasta al propio
entierro. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir si puedo recoger mi vida, sin fatiga ni veladuras, en
su identidad manifiesta? (¿Pero qué estamos fotografiando –eh– si solo estamos fotografiando?).
Ahora bien, el problema es que la identidad –entre la copia y el original– es muy molesta. El
espejo nos tranquiliza; la fotografía, como decía mi amigo Quique, nos asusta. Así que,
empujados por el curso del tiempo, hemos pasado de maquillarnos en el espejo a maquillar el
espejo mismo. Es muy importante recordar que el salto del espejo a la fotografía es el salto de la
la intervención de una tecnología que garantiza, como antes el sello del rey, la fidelidad del
retrato. Puesto que la fotografía no es un espejo, donde se refleja mi alma infantil, sino el ojo de
otro, la fotografía refleja mi verdadero rostro en el mundo. Ahora bien, nuestro verdadero rostro
en el mundo no puede gustarnos o solo puede gustarnos un minuto, el de ese presente azaroso y
fugitivo que congela esta imagen, desplazada enseguida por otra imagen –y otra y otra–
igualmente eterna e inobjetable. Por eso, desde el principio, la fotografía, que es la verdad,
identidad; es decir, en la verdad misma. Una fotografía manipulada no es menos verdadera que la
fotografía primera, la cual, a su vez, nos dice la verdad del objeto. Así que –en perfecto
silogismo– la fotografía manipulada es la verdad del objeto. Trotsky dejó de existir porque Stalin
lo retiró de todas las fotografías; y nadie pudo negar la existencia de las hadas desde que se las
fotografió en 1917 en compañía de las hermanas Elsie. Hoy, como sabemos, hace falta un
permanente trabajo de deconstrucción para que no nos entre por el ojo un fake fotográfico: la
ilusión de transparencia determina que de entrada nos creamos el contenido de cualquier imagen
manufacturada que se pose en nuestra pantalla. Por mucho que sepamos que la fotografía es
el prestigio natural del mundo verdadero. Me parece que se ha reflexionado poco sobre esta vía
tecnológica a la post-verdad, la cual no es otra cosa que la verdad inmanente del recinto de las
imágenes, emancipado del mundo antiguo, analógico, impreciso y doloroso de los cuerpos vivos.
El problema es que la identidad, sí, al revés que la analogía, prescinde del objeto; es decir, del
cuerpo. Apenas es tecnológicamente posible, nuestra sed de copias busca el selfie, que es lo
contrario del espejo. Y lo es no solo porque invierte –reajustando– la relación entre la derecha y
la izquierda, inasible para nuestra mirada, sino porque consuma ese proceso de emancipación en
virtud del cual nuestra imagen, manipulada y por lo tanto verdadera, ha suplantado por completo
criminal. Es una experiencia que todos hemos tenido alguna vez. En una aduana, en la cuneta de
una carretera, un policía nos pide nuestro carnet y compara la fotografía con nuestro rostro; y
espera que nuestro rostro –y no al revés– se parezca a nuestra fotografía, que en términos
cualquier pequeña diferencia nos hace sospechosos de impostura. El policía no dice: ¡cuán tú
pareces en esta fotografía! Dice: tú eres el de la fotografía. Durante el siglo XX, y al margen del
ámbito securitario, esta suplantación sólo había hecho daño a las estrellas de Hollywood:
pensemos, por ejemplo, en los trabajos quirúrgicos de Rita Hayworth o Marilyn Monroe,
obligadas a vivirse siempre en el exterior, desde fuera, y a parecerse a los fotogramas de sus
películas. Hoy el selfie, pensado para ser volcado en las redes, reclamado por las redes, ha
suprimido los espejos y nos ha convertido a todos en trágicas estrellas de cine en decadencia.
Todos somos ya Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, salvo porque, de
alguna manera, obligados a elegir entre la imagen y el cuerpo, hemos abandonado a su suerte a
nuestro cuerpo, en el que nos reconocemos tan poco como en los árboles y en la muerte del otro.
El fotógrafo italiano Ferdinando Scianna cuenta la anécdota de una madre joven a la que elogió
la belleza de su hijo, conducido en un carrito: “¡Y eso que no lo ha visto usted en fotografía!”, le
respondió. Le dijo –es decir–: ¡Y eso que no ha visto usted todavía a mi verdadero hijo!
En esta sucesión de suplantaciones el narcisismo ingenuo y “moderno” del espejo deja paso a una
negación mucho más radical, mucho más “real”, del mundo y de la verdad. El selfie es el motor
de una angustia narcisista sin precedentes porque en él no contemplamos nuestra infancia en el
espejo sino esa “manipulación verdadera” a la altura de la cual nunca podremos estar: nuestro
cuerpo no se parece lo bastante a nuestra foto y, por lo tanto, dejamos a un lado nuestro cuerpo y
pasamos a vivir fuera de nosotros, en efecto, pero no en el mundo, donde tendríamos que cargar
a nuestras espaldas nuestras propias espaldas, sino en la realidad, ceñida ahora por la ansiedad
comparativa, emulativa, superativa, de instagram y las otras redes sociales. Hemos ido demasiado
lejos sin ningún esfuerzo, deslizándonos como oxiuros por el intestino grueso de internet. La
imagen manufacturada nos dio la oportunidad de romper la atadura narcisista del espejo, pero
acabó cuestionando, a través de la identidad entre las copias, la atadura con el mundo y con la
verdad. El cine de fantasía del siglo pasado tenía que recurrir aún a material corporal para
elaborar sus cutres fantasmas visuales: la nave, el monstruo, el duende. Luego las imágenes
empezaron a sacarse de otras imágenes y enseguida incluso ex nihilo. El colofón son las redes
neuronales antagónicas, capaces de generar “personas” totalmente reales sin cuerpo; es decir,
despojadas de verdad y de mundo, pero que pueblan la realidad con los mismos derechos y la
misma credibilidad que los adolescentes que suben su selfiepost-coitum desde un minúsculo
liberación definitiva de los cuerpos al igual que la fantasía de Bezos propone la liberación
definitiva de la tierra; a los cuerpos, a la tierra, volveremos de paso, “de turismo”, como al
polvoriento desván donde guardamos los trastos viejos. No sé si somos capaces de medir la
relación que existe entre estas fantasías, realizables o no, y el descuido de la salud, de las
Nos hemos metido en un buen atolladero. Hace unos meses leía un artículo muy inquietante
películas pornográficas. Si es terrible descubrir que un novio o un amigo ha subido a la red, sin
tu autorización, fotos tuyas de carácter sexual, mucho más terrible es pensar que, al abrir el
ordenador y conectarte a internet, puedes tropezar de pronto con un vídeo en el que estás
haciendo una felación que no has hecho a un hombre que no conoces. Más terrible aún –según la
información del artículo– es la indefensión de las víctimas ante estos atropellos. No hay forma de
evitarlo, ni con leyes ni con represión informática, y es necesario explicar por qué: porque la
realidad, agotada en la red, se ha emancipado de la verdad y del mundo. La mujer que dice “esa
no soy yo” ante un deepfake pornográfico se aferra a la superstición de la identidad entre cuerpo
e imagen. Si soy mi cuerpo, piensa, ésa no soy yo. Pero ocurre que ahora la identidad se da entre
imágenes: yo soy mi imagen. Y si yo soy mi imagen puedo estar haciendo por ahí lo que mi
imagen quiera o lo que otros quieran hacer con mi imagen sin que mi cuerpo pueda reclamar
en circulación por nosotros mismos, ha dejado de servir para establecer esas diferencias: verum
index sui et falsi. No es eso lo peor: lo peor es que, no sirviendo para esa elemental distinción
antropológica, ha sustituido cualquier otro mundo posible en el que esa diferencia pudiera tener
aún algún valor. Si no hay más que imágenes en la red, si nuestra identidad es fotográfica, si
aceptamos que es ahí donde se decide nuestra vida, es absurdo protestar o reclamar protección.
La sola cosa que podríamos hacer es practicar una iconoclastia activa, una retirada total del
mundo de las imágenes, lo que materialmente no es nada fácil, pues la “realidad” está en estos
momentos habitada por la misma economía capitalista que ha devorado el “mundo” y destruido la
“verdad”. Los únicos que pueden retirarse son precisamente los ricos y poderosos que nos han
metido en este lío, un lío que –no lo olvidemos– cuesta la vida a muchos jóvenes sélficos
Se dirá que soy viejo y tecnófobo. No lo creo. No me preocupa la tecnología. A veces me es útil y
a veces me proporciona placer; y en todo caso acepto que habrá que dar también ahí la batalla.
Pero no nos engañemos. Nada puede ser útil si nos arrebata el mundo y la verdad; y nada puede
ser placentero si nos arrebata el mundo y la verdad. Me preocupa, pues, que la tecnología se
apodere de la realidad y deje fuera el mundo y la verdad, sin filtraciones posibles entre las tres
instancias. Me preocupa una sociedad sin novedades y sin asombro –sin peces y sin gallos, sin la
portentosa repetición del amor– y en la que los árboles queden desprotegidos; y en la que
nosotros, árboles entre otros árboles, no seamos capaces de afrontar la muerte con esperanza y
con dignidad.
El camino de Damasco
Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen
15/09/2021
Como todos sabemos, Paulo de Tarso, San Pablo para los cristianos, se cayó del caballo camino
sabemos cuántos más, antes y después de él, se cayeron en ese mismo tramo del camino? Quizás
fueron decenas que no han dejado la menor huella en la memoria. Quizás miles se cayeron, se
acudir a la llamada de la amada, de la taberna o del partido de los domingos. Quizás muchos
reemprendían la marcha llevando cautelosamente el caballo de la brida, no fuera que a Dios se le
ocurriera llamarlos de nuevo. Quizás todo el mundo sabía que Dios se había instalado
precisamente en ese punto del camino de Damasco y por eso algunos elegían una calzada
alternativa y los que no tenían más remedio que pasar por allí lo hacían a pie o en un asno lento y
plebeyo, para amortiguar la costalada. Quizás había incluso un letrero en la cuneta que advertía
del riesgo, como los que hoy en nuestras carreteras indican “curva peligrosa”; y San Pablo lo
tomó a sabiendas de lo que hacía, atraído, como era propio de él, por todas las experiencias
extremas e irregulares.
La expresión “caída de Damasco” se utiliza para referirse a esa revelación inesperada que parte
en dos una vida; al –así llamado– “momento de la verdad” en el que se decide el curso de la
existencia. Es lo que, en los aledaños del concepto, los griegos y luego los cristianos denominaron
kayros, término traducido a menudo como “oportunidad”; y no deja de ser curioso –o inevitable–
que esta idea muy filosófica se la haya apropiado hoy la gestión empresarial para localizar y
transmitir a sus soldados el momento “verdadero” en el que, cautivo en las redes del agente de
era para los griegos, frente a Cronos, el tiempo corto, intenso, decisivo, en el que el Destino, por
así decirlo, aflojaba la mano; y en el que, por tanto, el Carácter, según la reflexión de Walter
Benjamin, se hacía cargo, por unos instantes o por unos días, de la propia experiencia vital. Para
los creyentes, digamos, Dios es el Carácter del Mundo que, en el camino de Damasco, deshace el
partir de ahora de todo Carácter propio. Para los no creyentes, en cambio, lo que los cristianos
llaman “revelación” no es más que la manifestación más radical del Carácter frente al
acoplamiento rutinario a ese Destino común siempre al trote, sin caídas estrepitosas, que preside
las vidas normalas y norbuenas de los seres humanos de a pie: el Carácter, en definitiva, que
derriba el caballo llamado Destino. Lo bonito de las hagiografías cristianas es que nos hablan de
una época maravillosa en la que la gente se “convertía”; es decir, se sustraía de pronto, en un
expresión de un volteo disruptivo y radical, nos recuerda dos cosas muy importantes: la primera,
que es posible e inevitable cambiar; la segunda, que en la vida humana son más frecuentes (¡y no
En realidad, no es cierto. En realidad cambiamos sin cesar, pero no nos damos cuenta, salvo
retrospectivamente, porque los cambios no suelen ser consecuentes a una conversión; incluso los
del yo. No nos damos cuenta porque después de afiliarnos a una nueva iglesia o a un nuevo
partido –valga decir– nos seguimos reconociendo en el espejo. Quizás en el recuerdo, a los
sesenta años, localizamos en nuestro pasado dos o tres “momentos de la verdad” en los que –
enseguida reparamos– intervinimos poco o nada o intervinimos de tal modo que, en ese momento
crucial, nos parecía estar cediendo más al Destino que imponiendo nuestro Carácter. Frente a la
idea de “conversión”, que ilumina un kayros o “momento de la verdad”, las vidas normalas y
muy radicalmente existencialista podríamos decir, sí, que en las vidas normalas y norbuenas cada
náusea y el cansancio, decidimos no cambiar de vida; cada momento es, aún más, el momento de
la verdad porque cada momento es el momento en que decidimos no suicidarnos, pues es también
el momento en que suena el teléfono móvil, borbotea la olla en el fogón o queda una cerveza en la
nevera. Lo que ocurre es que, si cada momento es el momento de la verdad, no hay en puridad
ningún momento más verdadero que otro. No hay “momentos de la verdad”. Por muy deprisa
que cambien nuestras costumbres y nuestras opiniones (¡y bajo el capitalismo altamente
tecnologizado cambian casi cada día!) ninguno de esos cambios, mientras lo vivimos, podemos
humana, y ello en la medida en que invierte el conocido adagio: “a grandes males grandes
remedios”. La homeopatía, en efecto, nos sugiere más bien lo contrario, la idea de que a grandes
males hay que oponer pequeños o pequeñísimos remedios, los cuales, a veces, como el famoso
“recuerdo del agua”, no mantienen ya ninguna relación con el mal original. De hecho, nuestras
fenómenos casi indiferenciados que convergen en un gesto diminuto, concreto y reglado, que nos
relaja de una tensión estructural, abstracta y gigantesca. Pondré un ejemplo negativo y otro
positivo. El negativo: un hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de
todo poder y que acaba de escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el cambio climático,
propina con alivio un bastonazo al perro que se acerca a lamerle la rodilla. El positivo: un
hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de todo poder y que acaba de
escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el cambio climático, acude a la cama donde
duerme su hijo de cuatro años (ahora que precisamente no hace frío) y lo arropa y le ahueca la
Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen una garantía de
a la Historia que trabaja contra ellos ofrece la imagen más tierna, esperanzadora y preocupante
la Historia, en cambio, cada vez que bregamos en ella, como compuesta sólo de “momentos de la
norbonidad de los que, derribados del caballo, se sacuden el polvo y reemprenden a pie su
monótono avatar. Pero podemos percibir como no menos peligrosa la concepción de la política
homeopatía humana, sin la cual la vida social no es posible, y la intervención en la Historia, sin la
cual la salvación no es posible. Ahora bien, la única solución para la especie es que haya alguno:
que el lujo –pues es un gesto innecesario y hermoso– de arropar a un niño cambie, y no sólo
sostenga, el mundo y que cada kayros desperdiciado se funda con la vida y no se pierda para
siempre.
Pensemos en la política española de la última década. ¿No nos queda un poco la sensación de
que hemos perdido muchas oportunidades por el temor a perder la oportunidad irrepetible en
que se decidía nuestro destino? Y esa impaciencia, en la medida en que ha dejado fuera muchos
gestos homeopáticos, ¿no ha abierto una “ventana” –aún más que la normalidad del que no
Los grandes remedios son también grandes males. Ni siquiera la urgencia del cambio climático
debería llevarnos a olvidar esa gran enseñanza del siglo XX. No debemos dar bastonazos al