Santiago Alba Rico - Artículos

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¿Qué está pasando con el tiempo?

Cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no para cambiar la Constitución, el

gobierno o la economía sino para restaurar la humanidad más elemental, para recuperar el

cuerpo perdido

Santiago Alba Rico 1/12/2020

Mural (1943), de Jackson Pollock. - University of Iowa Museum of Art.


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Para orientarse en el espacio hay que tener esquinas, torres, montes, estrellas.

Para orientarse en el tiempo necesitamos costumbres y acontecimientos.

El Tiempo visto desde fuera se llama tiempo, que es lo que medimos con los relojes pero también

con las fiestas colectivas y los cambios de estación.

El Tiempo visto desde dentro se llama duración, esa pasta blanda atrapada entre nuestras

costillas.

Necesitamos contemplar la duración desde el tiempo para no perdernos en ella. Entre el tiempo y

la duración, como entre las valvas de un molusco, tiene que haber un pequeño resquicio abierto

para que entre la vida. Ese pequeño resquicio es lo que llamamos Espacio.

La pandemia ha cerrado las valvas del molusco. El Tiempo se ha cerrado sobre la Duración,

coincidiendo con ella. Ahora bien, si el Tiempo se solapa con la Duración, entonces no cabe el

espacio; y no caben, en consecuencia, los cuerpos. El tiempo-duración es, por eso, una papilla sin

orillas, no un río –que va hacia la muerte– sino un mar espeso sin horizonte que contemplar a lo

lejos ni ramas ni piedras a las que agarrarse. Donde es posible, por tanto, decir: “eso ocurrió

mañana”, “eso ocurrirá ayer”, “eso está ocurriendo sine die”. Donde es posible perderse.
Un minuto dura más que un día porque el minuto hay que contarlo y el día, en cambio, se

descuenta cuando ya ha pasado. Un día dura, en cualquier caso, más que un año.

El mejor resumen lo hizo mi hijo Juan el pasado mes de mayo para definir la temporalidad del

confinamiento: “Qué lentos pasan los minutos, qué rápido pasa el tiempo”.

II

Si me lavo los dientes delante del espejo no puedo saber cuándo lo estoy haciendo porque lo hago

todos los días. Ese gesto es un hábito y forma parte de mi organismo, no de mi agenda. No

necesito preguntarme si también hoy llevo un corazón dentro del tórax o dos pies en el extremo

de las piernas porque tengo el hábito de llevarlos siempre. El gesto de lavarse los dientes, como el

de tener pies, se da por descontado y, en consecuencia, no me sirve para contar el tiempo. Ni me

deja ningún recuerdo ni su repetición me facilita recordar otra cosa en los aledaños, por

asociación o concomitancia. Me puedo preguntar con angustia si me he tomado o no la medicina

o si he cerrado el gas, pero no si me he lavado los dientes, como tampoco me pregunto si he

respirado esta mañana o –y esto es importante por lo que diré enseguida– si me he conectado hoy

a internet. No puedo saber cuándo me estoy lavando los dientes porque siempre me estoy

lavando los dientes. Siempre estoy conectado a internet. Por eso el hábito, sumergido en la

duración, es lo contrario de la costumbre, que implica la idea de repetición en el tiempo. Los

lunes y miércoles voy a clase de yoga; los viernes duermo en casa de Alfredo; los sábados ceno

fuera; los domingos compro el periódico y hago arroz con leche. A las 8h pasa pensativo Kant

por delante de la puerta de mi casa. En otoño se caen las hojas; en primavera estallan sin ruido

las flores del campo. Las costumbres, humanas o naturales, son repeticiones en el tiempo que nos

permiten orientarnos en él mediante desplazamientos hacia el pasado con la memoria y

desplazamientos hacia el futuro con la voluntad. Es decir, que las costumbres se recuerdan y
además se esperan o se temen. Recuerdo con nostalgia mis veranos de infancia en el pueblo.

Temo la visita de mis padres los jueves. Espero con impaciencia el florecimiento de las jacarandás

o mi cita de los viernes con Alfredo.

III

Orientarse en el tiempo significa, por tanto, inscribir el cuerpo fuera del organismo, en un

espacio en el que los gestos cuentan. Los hábitos no ocurren en el espacio. Respiro, me lavo los

dientes y me conecto a internet en cualquier sitio, en ninguna parte, en una duración intestinal

sin aura ni mundo. Mi cuerpo sólo está en algún sitio cuando puedo relacionarlo con otros

cuerpos y, por eso mismo, situarlo en el eje vertical del tiempo. Hay que entender bien esta

cuestión. Tenemos eso que llamamos “presente” sólo porque mientras obramos recordamos lo

que estamos haciendo; aquellos que –como en ciertos casos trágicos de amnesia patológica– han

perdido hasta tal punto la memoria que borran sus experiencias en el acto mismo de vivirlas, no

viven en realidad nada. Vivimos, pues, desde la memoria y lo que llamamos “presente” no es más

que nuestro pasado más reciente: de ahí, por cierto, la sensación desasosegante, inseparable de la

condición humana, de que nunca estamos completamente ahí cuando besamos a nuestra amada o

en la felicidad de ver por primera vez los cerezos en flor o los canales de Venecia. Nunca estamos

del todo ahí y gracias a esa trágica ausencia podemos orientarnos en el tiempo y, en definitiva,

vivir algo, por poco que sea, aun de manera incompleta o insuficiente. No estar del todo ahí es

nuestra forma de estar ahí: un beso olvidado no es un beso; un beso sólo recordado –porque mis

labios, al unirse a los tuyos, ya están en el pasado– es el único beso al que tenemos acceso los

humanos. Y no está del todo mal.

IV
Podríamos pensar que, puesto que ese gesto es sólo duración, nos lavamos los dientes en el

presente puro. No es eso. No hay “presente puro”. Nos los lavamos en la pura duración sin

tiempo del organismo ciego, donde la conciencia no puede entrar, ni siquiera demasiado tarde.

Nos besamos, en cambio, demasiado tarde; todo lo importante –todo lo que ocurre– ocurre

demasiado tarde. Mientras nos besamos tenemos la sensación de que “acabamos de besarnos”, y

el gusto del beso en la boca es ya un regusto: un recuerdo muy reciente en la punta de la lengua.

Nunca es sincrónico. Y de poco sirve la atención. Mientras te beso, para estar completamente en

tu boca, con ansias en amores inflamado, tratando de retener ese momento intenso de intimidad,

puedo intentar recordarme a mí mismo: “presta atención: estás besando a Marta”. Pero ya –ay–

estoy perdido: me lo estoy recordando. Ningún gerundio es presente; todos los gerundios son un

“acaba de pasar”: todos los gerundios, sí, excepto “recordando”. Nunca estoy besando a Marta

aquí y ahora; por muchos minutos que la bese sin tomar aliento, y por más que la siga y la siga

besando, es algo que ya ha ocurrido mientras ocurre: una sucesión más o menos larga (ojalá sea

larga) de “acabo-de besar-a-Marta”, “acabo-de-besar-a-Marta”, “acabo-de-besar-a-Marta”.

Nunca “empezamos a”; siempre “acabamos de”. El presente es solo la ocasión o la condición de

un recuerdo más o menos vivo y más o menos tranquilo. Como lo normal es estar siempre

“acabando de”, sentimos enseguida el dolor de la “incompletud”: la nostalgia de ese minuto que se

nos escurrió desde el principio, la insatisfacción de no haber besado a Marta lo bastante. Pero ese

dolor es siempre mejor que la nada de lavarse los dientes.

Vivimos en el pasado, pero también hacia el futuro, poniéndonos sin descanso por delante de ese

lugar donde vivimos recordando el presente. Eso quiere decir la palabra “proyecto”. Esperamos

ciertas repeticiones y preparamos ciertos acontecimientos. Nuestro cuerpo está en algún sitio

porque vamos hacia alguna parte, con las piernas o con la mente; porque avanzamos por el
espacio hacia el futuro. Por el resquicio entre las dos valvas –digamos– llegamos a otro sitio y

además al día siguiente. Si el espacio a veces parece insoportable se debe justamente a que es

tiempo petrificado que hay que horadar a martillazos para alcanzar nuestra meta: para llegar

hasta Marta tengo que atravesar el parque del Retiro; cuando acabo de recorrer la distancia que

me separa de Ítaca soy otro hombre y es otro año. El presente ocurre en el pasado y anticipa un

futuro del que nos separa no sólo una sucesión más o menos larga de horas que hay que enhebrar

sino un prado, una plaza, toda la calle de Alcalá, que es larguísima. Cualquier amante separado

de su amada es espontánea y dolorosamente einsteniano: concibe el espacio-tiempo como una

unidad rocosa impenetrable, compuesta de granos eleáticos que ningún deseo, por intenso que

sea, puede atravesar de un salto. El presente es el pasado más reciente, pero es también el primer

obstáculo para llegar a tu casa o para que llegue el verano. Nunca llego a tu casa, nunca llega el

verano, es verdad, porque una vez allí ya han pasado. Pero gracias a estas dos tensiones

insatisfactorias, hacia atrás y hacia adelante, nos orientamos en el tiempo y no nos sumergimos

completamente en la duración intestinal del hábito orgánico sin fronteras.

VI

Pues bien, que el tiempo y la duración, a causa de la pandemia, se hayan cerrado como las valvas

de un molusco significa que nuestra vida entera se ha convertido en un hábito: algo que ocurre

por debajo de la atención de nuestro cuerpo, en su interior biológico, sin memoria y sin

esperanza. Ya no hay espacio entre el filo del tiempo y el filo de la duración por el que pueda

caber ni siquiera el dolor de haberte ya besado, el dolor de no haberte besado todavía. Creo que a

todos nos está pasando esto de sentirnos temporalmente desorientados; sabemos mal qué secuelas

físicas y psicológicas nos dejará. Todo se ha convertido en un permanente “lavarse los dientes” en

un día cualquiera. Si orientarse en el tiempo es vivir acciones ya terminadas o aún no

comenzadas, nunca “acabamos de” lavarnos los dientes porque lavarse los dientes es una acción
que no tiene ni principio ni fin. No deja ninguna memoria ni contiene ningún plan de futuro. No

empieza. No acaba. Sencillamente no ocurre. Los últimos nueve meses han sido sin duda los más

densos y los más cortos de nuestras vidas: han pasado de una sola vez, en un solo bloque, de un

tirón. A finales de agosto, cuando volví a Túnez tras un confinamiento inesperado de seis meses

en un pueblo de Castilla, a donde había ido a pasar diez días de vacaciones, lo expresaba así:

“Han sido los diez días más cortos de mi vida: han durado seis meses”. Una vez acabe la

pandemia, dentro de un año o de dos, no recordaremos nada, porque no habrán pasado un año o

dos: habrá pasado una sola unidad de tiempo. Una “unidad de tiempo” no es tiempo: es duración

cuajada como un queso, encerrada en una caja de cartón y abandonada sin abrir a nuestras

espaldas. O como escribí en un brusco aforismo: “El tiempo es una larga raya de cocaína encima

de la mesa. Dios se la esnifa de un solo golpe de nariz”.

VII

Esta coincidencia de las valvas del tiempo y de la duración se ha consumado además a través de

las nuevas tecnologías, es decir, de ese confinamiento tecnológico en el que, de algún modo,

vivíamos ya antes de la pandemia pero que la pandemia, imponiéndolo a modo de necesidad

funcional, ha completado. El confinamiento nos ha liberado del cuerpo convirtiendo las

costumbres en hábitos, pero nos ha liberado del cuerpo encerrándolo, simultáneamente, en la

duración sin tiempo de la red. Buena parte de nuestra desorientación temporal, asociada a la falta

de recuerdos y a la falta de proyectos, tiene que ver con esta comunicación sin cuerpos que del

ocio se ha trasladado ahora también al trabajo. Alguien decía con ingeniosa perspicacia filosófica

que una reunión de Zoom es como una sesión de espiritismo. Las clases on line, el teletrabajo, las

conferencias en streaming nos colocan en un mundo virtualmente desaparecido del que han

quedado en el aire, como la imagen del gato de Cheshire, algunas voces dispersas, algunos

harapos acústicos. El que habla no habla desde Túnez; el que escucha no escucha desde Zamora.
No sabemos dónde estamos ni si hay alguien escuchándonos al otro lado, porque no hay ningún

lado; no sabemos si estamos hablando desde el pasado y todo lo que decimos es ya viejuno y

reaccionario o si hablamos desde el futuro y estamos profetizando. Esta sensación de que

nuestras palabras no están ancladas ni en un lugar ni en una fecha confiere a todos los discursos

un aura fúnebre e inútil. No se puede cambiar un mundo que ya no existe. Lo más que podemos

hacer en la red es cambiar de cepillo de dientes.

VIII

Por lo demás, este cierre del tiempo sobre la duración constituye la metáfora más precisa de un

capitalismo sin exterior de cuya decadencia tomamos conciencia precisamente cuando nos

obstruye todas las fugas. Primero –digamos– se apoderó del tiempo y su resquicio, el espacio;

ahora, a través de las tecnologías, se infiltra en la duración. Entre sus valvas, los bárbaros

internos –pandemias, catástrofes climáticas– giran sin salida, sustituyendo o sumándose al

“terrorismo” como función de la gobernanza global y sus medidas de excepción.

IX

Desorientados en el tiempo, confinados en las tecnologías de la comunicación, se impone una

vida de hábitos, completamente animal, que no deja recuerdos y no genera proyectos, privada de

costumbres y de acontecimientos; y en la que lo único que podemos hacer es dejarnos durar en la

velocidad de las redes. El problema es que los humanos nos habituamos a todo y hay muchos

intereses materiales y políticos en mantenernos tecnológicamente confinados para siempre; es

decir, desenganchados, desinteresados del mundo. Escribo estas líneas preocupado por esta

desorientación temporal que muchos compartimos (una especie de alzheimer social) tras

escuchar con horror las bienintencionadas declaraciones del secretario de Estado para el Empleo,
Joaquín Pérez Rey, quien ha sabido ver muy bien el carácter “disruptivo” de este “cambio

cultural”: “Es necesario empezar a entender que la productividad está desligada de la

presencialidad”, dice. Y añade, consciente de que el confinamiento es muy anterior a la

pandemia: “Ese elemento hay que romperlo; en cierta medida está ya muy roto y hay que

profundizar en él”. Pérez Rey, que hace de la necesidad virtud, ve aquí la posibilidad “de liberar

tiempo”, una fórmula “de encomendar tiempo a otros usos, incluso con finalidades distintas a las

que habitualmente ordenan el tiempo”. Da mucho miedo: esa ruptura entre productividad y

presencialidad, que deja el espacio fuera de la esfera del trabajo, entrega para siempre el tiempo a

la duración, que desbordará –está desbordando ya– los moldes del empleo para anegar el

conjunto de la vida, incluso la más íntima, y consumar la sustitución de los cuerpos por funciones

orgánicas. En el mundo seguirá habiendo algunos cuerpos rotos, algunos árboles quemados,

mientras nosotros nos lavamos los dientes en internet.

Así que, cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no para cambiar la

constitución, el gobierno o la economía sino para restaurar la humanidad más elemental: para

salir de casa, compartir el espacio, dar un beso, elaborar un recuerdo; para volver al tiempo. Para

recuperar, en definitiva, el cuerpo perdido.


Maquillar el espejo

La realidad, agotada en la red, se ha emancipado de la verdad y del mundo

Santiago Alba Rico 26/11/2021

La icónica escena del rodaje con Norma Desmond (Gloria Swanson) en

la película El crepúsculo de los dioses.


Decía Walter Benjamin en su Libro de los Pasajes que “el vínculo de las conquistas técnicas con

la naturaleza no se produce en el aura de la novedad sino en el de la costumbre”. Eso quiere

decir, en suma, que estamos mucho más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a los

objetos naturales; mucho más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a las costumbres

mismas. Un niño considera normal que los aviones vuelen, pero no que el gallo cacaree o que el

pez nade en el agua. Un incendio o un volcán constituyen una novedad, un cohete espacial o el

último modelo automovilístico no. O más radicalmente: integramos en la percepción como algo

esperado la última generación de iphone mientras que nos parece una novedad inaudita la

repetición del amor. Ahora bien, si esto es así, entonces hay que concluir, de manera paradójica,

que en un mundo cuya regla es precisamente el cambio tecnológico, y lo real nuestra absorción

en su interior, la experiencia de la costumbre –que no es realmente una experiencia– domina

sobre la experiencia de la novedad. Por más extraño que parezca, y si aceptamos el principio

benjaminiano, una sociedad que produce sin interrupción imágenes nuevas es una sociedad que

ha abolido de raíz la novedad y, por lo tanto, la sorpresa y el asombro. Vivimos en la rutinaria

inmanencia de la continuidad tecnológica como un oxiuro en el intestino grueso de un niño

enfermo.

Me atreveré a dividir la experiencia en tres instancias o compartimentos vitales: el mundo, la

realidad y la verdad. El mundo son los árboles. La realidad es internet. La verdad es el amor y la

muerte. O de otra manera: el mundo es el lugar donde tengo mi cuerpo; la realidad es lo que la

mayor parte de la gente ve la mayor parte del día; la verdad es lo que nos iguala a todos. Durante

un largo período de la historia –no necesariamente mejor– estas tres instancias se han cruzado y,

sin ceder su jurisdicción, han enredado sus tramas: la realidad, donde reside el yo, siempre un

poco atontado, tenía filtraciones, como un tejado con grietas: en ella se colaban a menudo los

árboles y los dolores. En nuestra época –necesariamente peor– estas tres instancias se han
separado; la realidad se ha cerrado y al mismo tiempo ensanchado, dejando cada vez menos

espacio para el mundo y para la verdad, que no encuentran ya fisuras por las que penetrar. Nos

queda poco mundo; nos queda poca verdad. Y ello se debe a que, por primera vez, la realidad,

siempre un poco irreal, se ha “irrealizado” del todo bajo el dominio tecnológico. El ego en la

época de su reproductibilidad técnica –en una fórmula que forjé hace años evocando un famoso

título del propio Benjamin– vive desenganchado del cuerpo y completamente descuidado de su

muerte. En las valvas de internet, realidad e irrealidad coinciden completamente por primera vez

en la historia de la humanidad. O están a punto de coincidir. En ese “a punto de”, casi invisible,

casi invivible, casi ya clausurado, tenemos que proteger los árboles y proteger nuestra propia

supervivencia, como la de un árbol más entre los árboles.

Podría empezar por los espejos. Un amigo carnicero de mi edad me hacía el pasado verano una

interesante observación. Me decía –mientras troceaba un morcillo sobre el tajo– que en el espejo

siempre se veía igual a sí mismo, inmune al paso del tiempo, y necesitaba ver una fotografía para

darse cuenta, de pronto y con horror, de cuánto había envejecido. Es verdad. Al contrario de lo

que pretendía Borges, el espejo no multiplica los cuerpos: no es más que la prolongación del yo

que ha capturado para siempre ese primer momento lacaniano en que nos reconocimos, siendo

niños, en uno de ellos; en el espejo nos vemos, por así decirlo, desde nosotros mismos, no desde el

mundo; nos vemos, aún más, desde la infancia; desde nuestra alma infantil inalterable, que no se

corresponde con nuestro cuerpo, en permanente transformación. El espejo va por un lado y

nuestro cuerpo por otro, sin encontrarse jamás. No maduramos nunca; solo envejecemos.

Trotsky dejó de existir porque Stalin lo retiró de todas las fotos; y nadie pudo negar la

existencia de las hadas desde que se las fotografió en 1917 en compañía de las hermanas Elsie
El espejo, pues, no está en el mundo: tampoco en la verdad. Es pura realidad. Así que la

fotografía –podría pensarse– supuso un salto hacia adelante, un impulso de exosomatización de la

existencia que colocó nuestro cuerpo un poco más en el mundo y un poco más en la verdad.

Podría pensarse. La fotografía generó una ilusión de transparencia, inmediatez y fidelidad que no

proporcionaba la pintura y de hecho jubiló o recicló a decenas de pintores mediocres que se

quedaron sin empleo. Lo que ocurría ante la cámara –ahora sí– era verdad. Lo que recogía la

cámara era por fin la verdad. Hasta el siglo XIX, los pintores trabajaban con elaboradas,

fatigosas analogías que convertían la mirada –la del artista y la del espectador– en un campo de

batalla; mirar era, en efecto, un trabajo y, si se alcanzaba a veces el mundo y la verdad, era a

través de un esfuerzo que podía descodificarse en el interior del cuadro. Los fotógrafos, de

pronto, se limitaban a recibir el mundo y la verdad en sus aparatos; se pasaba de la analogía, con

todos sus desajustes mundanos y sus rugosidades verdaderas, a la identidad: no había ninguna

diferencia, no, entre el original y la copia. El retrato fotográfico, digamos, identificabaal

retratado. Contra esta ilusión de transparencia e inmediatez se soliviantaron enseguida los

buenos fotógrafos, a sabiendas de que en la imagen “real” se perdía precisamente aquello que se

quería capturar; y que para llegar al mundo y a la verdad había que utilizar la cámara como si

fuera un pincel y no como si fuera un ojo. Mientras las cámaras fueron analógicas –es decir,

corpóreas– fue fácil y hasta inevitable la rasgadura; con la digitalización, a la que se siguen

resistiendo los fotógrafos profesionales, se ahondó, en cambio, la distancia entre el artista y el

turista, transformado por esta ilusión de transparencia en un angustiado maníaco: la vida se ha

convertido por entero en una obsesiva visita turística a la propia cama, al propio desayuno, a la

propia boda, a la propia fiesta de cumpleaños, a la propia casa de campo y hasta al propio

entierro. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir si puedo recoger mi vida, sin fatiga ni veladuras, en

su identidad manifiesta? (¿Pero qué estamos fotografiando –eh– si solo estamos fotografiando?).
Ahora bien, el problema es que la identidad –entre la copia y el original– es muy molesta. El

espejo nos tranquiliza; la fotografía, como decía mi amigo Quique, nos asusta. Así que,

empujados por el curso del tiempo, hemos pasado de maquillarnos en el espejo a maquillar el

espejo mismo. Es muy importante recordar que el salto del espejo a la fotografía es el salto de la

identidad subjetiva a la identidad objetiva y que la identidad objetiva es el resultado, a su vez, de

la intervención de una tecnología que garantiza, como antes el sello del rey, la fidelidad del

retrato. Puesto que la fotografía no es un espejo, donde se refleja mi alma infantil, sino el ojo de

otro, la fotografía refleja mi verdadero rostro en el mundo. Ahora bien, nuestro verdadero rostro

en el mundo no puede gustarnos o solo puede gustarnos un minuto, el de ese presente azaroso y

fugitivo que congela esta imagen, desplazada enseguida por otra imagen –y otra y otra–

igualmente eterna e inobjetable. Por eso, desde el principio, la fotografía, que es la verdad,

induce y permite la manipulación; y lo más crucial: asegura la permanencia de la subcopia en la

identidad; es decir, en la verdad misma. Una fotografía manipulada no es menos verdadera que la

fotografía primera, la cual, a su vez, nos dice la verdad del objeto. Así que –en perfecto

silogismo– la fotografía manipulada es la verdad del objeto. Trotsky dejó de existir porque Stalin

lo retiró de todas las fotografías; y nadie pudo negar la existencia de las hadas desde que se las

fotografió en 1917 en compañía de las hermanas Elsie. Hoy, como sabemos, hace falta un

permanente trabajo de deconstrucción para que no nos entre por el ojo un fake fotográfico: la

ilusión de transparencia determina que de entrada nos creamos el contenido de cualquier imagen

manufacturada que se pose en nuestra pantalla. Por mucho que sepamos que la fotografía es

manipulable –e incluso si nosotros mismos utilizamos el photoshop– la visión artefacta conserva

el prestigio natural del mundo verdadero. Me parece que se ha reflexionado poco sobre esta vía

tecnológica a la post-verdad, la cual no es otra cosa que la verdad inmanente del recinto de las

imágenes, emancipado del mundo antiguo, analógico, impreciso y doloroso de los cuerpos vivos.
El problema es que la identidad, sí, al revés que la analogía, prescinde del objeto; es decir, del

cuerpo. Apenas es tecnológicamente posible, nuestra sed de copias busca el selfie, que es lo

contrario del espejo. Y lo es no solo porque invierte –reajustando– la relación entre la derecha y

la izquierda, inasible para nuestra mirada, sino porque consuma ese proceso de emancipación en

virtud del cual nuestra imagen, manipulada y por lo tanto verdadera, ha suplantado por completo

el lugar de nuestro cuerpo. En realidad, esa suplantación había comenzado ya en el ámbito

criminal. Es una experiencia que todos hemos tenido alguna vez. En una aduana, en la cuneta de

una carretera, un policía nos pide nuestro carnet y compara la fotografía con nuestro rostro; y

espera que nuestro rostro –y no al revés– se parezca a nuestra fotografía, que en términos

policiales es el verdadero original o, si se prefiere, el verdadero ciudadano, de tal manera que

cualquier pequeña diferencia nos hace sospechosos de impostura. El policía no dice: ¡cuán tú

pareces en esta fotografía! Dice: tú eres el de la fotografía. Durante el siglo XX, y al margen del

ámbito securitario, esta suplantación sólo había hecho daño a las estrellas de Hollywood:

pensemos, por ejemplo, en los trabajos quirúrgicos de Rita Hayworth o Marilyn Monroe,

obligadas a vivirse siempre en el exterior, desde fuera, y a parecerse a los fotogramas de sus

películas. Hoy el selfie, pensado para ser volcado en las redes, reclamado por las redes, ha

suprimido los espejos y nos ha convertido a todos en trágicas estrellas de cine en decadencia.

Todos somos ya Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, salvo porque, de

alguna manera, obligados a elegir entre la imagen y el cuerpo, hemos abandonado a su suerte a

nuestro cuerpo, en el que nos reconocemos tan poco como en los árboles y en la muerte del otro.

El fotógrafo italiano Ferdinando Scianna cuenta la anécdota de una madre joven a la que elogió

la belleza de su hijo, conducido en un carrito: “¡Y eso que no lo ha visto usted en fotografía!”, le

respondió. Le dijo –es decir–: ¡Y eso que no ha visto usted todavía a mi verdadero hijo!

En esta sucesión de suplantaciones el narcisismo ingenuo y “moderno” del espejo deja paso a una

negación mucho más radical, mucho más “real”, del mundo y de la verdad. El selfie es el motor
de una angustia narcisista sin precedentes porque en él no contemplamos nuestra infancia en el

espejo sino esa “manipulación verdadera” a la altura de la cual nunca podremos estar: nuestro

cuerpo no se parece lo bastante a nuestra foto y, por lo tanto, dejamos a un lado nuestro cuerpo y

pasamos a vivir fuera de nosotros, en efecto, pero no en el mundo, donde tendríamos que cargar

a nuestras espaldas nuestras propias espaldas, sino en la realidad, ceñida ahora por la ansiedad

comparativa, emulativa, superativa, de instagram y las otras redes sociales. Hemos ido demasiado

lejos sin ningún esfuerzo, deslizándonos como oxiuros por el intestino grueso de internet. La

imagen manufacturada nos dio la oportunidad de romper la atadura narcisista del espejo, pero

acabó cuestionando, a través de la identidad entre las copias, la atadura con el mundo y con la

verdad. El cine de fantasía del siglo pasado tenía que recurrir aún a material corporal para

elaborar sus cutres fantasmas visuales: la nave, el monstruo, el duende. Luego las imágenes

empezaron a sacarse de otras imágenes y enseguida incluso ex nihilo. El colofón son las redes

neuronales antagónicas, capaces de generar “personas” totalmente reales sin cuerpo; es decir,

despojadas de verdad y de mundo, pero que pueblan la realidad con los mismos derechos y la

misma credibilidad que los adolescentes que suben su selfiepost-coitum desde un minúsculo

cuarto de Carabanchel. El metaverso de Zuckerberg, como cierre categorial, propone la

liberación definitiva de los cuerpos al igual que la fantasía de Bezos propone la liberación

definitiva de la tierra; a los cuerpos, a la tierra, volveremos de paso, “de turismo”, como al

polvoriento desván donde guardamos los trastos viejos. No sé si somos capaces de medir la

relación que existe entre estas fantasías, realizables o no, y el descuido de la salud, de las

instituciones públicas, del medio ambiente.

Nos hemos metido en un buen atolladero. Hace unos meses leía un artículo muy inquietante

sobre los deepfake, la manipulación de imágenes de famosas con el propósito de incluirlas en

películas pornográficas. Si es terrible descubrir que un novio o un amigo ha subido a la red, sin

tu autorización, fotos tuyas de carácter sexual, mucho más terrible es pensar que, al abrir el
ordenador y conectarte a internet, puedes tropezar de pronto con un vídeo en el que estás

haciendo una felación que no has hecho a un hombre que no conoces. Más terrible aún –según la

información del artículo– es la indefensión de las víctimas ante estos atropellos. No hay forma de

evitarlo, ni con leyes ni con represión informática, y es necesario explicar por qué: porque la

realidad, agotada en la red, se ha emancipado de la verdad y del mundo. La mujer que dice “esa

no soy yo” ante un deepfake pornográfico se aferra a la superstición de la identidad entre cuerpo

e imagen. Si soy mi cuerpo, piensa, ésa no soy yo. Pero ocurre que ahora la identidad se da entre

imágenes: yo soy mi imagen. Y si yo soy mi imagen puedo estar haciendo por ahí lo que mi

imagen quiera o lo que otros quieran hacer con mi imagen sin que mi cuerpo pueda reclamar

ninguna anterioridad, originalidad o “autoría”. El ser es la imagen y aquí ya no hay esencia y

apariencia, realidad y ficción, verdad o falsedad. Sencillamente la imagen manufacturada, puesta

en circulación por nosotros mismos, ha dejado de servir para establecer esas diferencias: verum

index sui et falsi. No es eso lo peor: lo peor es que, no sirviendo para esa elemental distinción

antropológica, ha sustituido cualquier otro mundo posible en el que esa diferencia pudiera tener

aún algún valor. Si no hay más que imágenes en la red, si nuestra identidad es fotográfica, si

aceptamos que es ahí donde se decide nuestra vida, es absurdo protestar o reclamar protección.

La sola cosa que podríamos hacer es practicar una iconoclastia activa, una retirada total del

mundo de las imágenes, lo que materialmente no es nada fácil, pues la “realidad” está en estos

momentos habitada por la misma economía capitalista que ha devorado el “mundo” y destruido la

“verdad”. Los únicos que pueden retirarse son precisamente los ricos y poderosos que nos han

metido en este lío, un lío que –no lo olvidemos– cuesta la vida a muchos jóvenes sélficos

incapaces al mismo tiempo de encajar en la “realidad” y de salir de nuevo al “mundo”. Como

sabemos, el suicidio es ya la primera causa de muerte entre los adolescentes.

Se dirá que soy viejo y tecnófobo. No lo creo. No me preocupa la tecnología. A veces me es útil y

a veces me proporciona placer; y en todo caso acepto que habrá que dar también ahí la batalla.
Pero no nos engañemos. Nada puede ser útil si nos arrebata el mundo y la verdad; y nada puede

ser placentero si nos arrebata el mundo y la verdad. Me preocupa, pues, que la tecnología se

apodere de la realidad y deje fuera el mundo y la verdad, sin filtraciones posibles entre las tres

instancias. Me preocupa una sociedad sin novedades y sin asombro –sin peces y sin gallos, sin la

portentosa repetición del amor– y en la que los árboles queden desprotegidos; y en la que

nosotros, árboles entre otros árboles, no seamos capaces de afrontar la muerte con esperanza y

con dignidad.
El camino de Damasco

Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen

una garantía de supervivencia y un peligro

15/09/2021

La conversión de San Pablo (Luca Giordano, 1690).

Como todos sabemos, Paulo de Tarso, San Pablo para los cristianos, se cayó del caballo camino

de Damasco y se convirtió así en el verdadero fundador de la Iglesia de Cristo. ¿Pero acaso

sabemos cuántos más, antes y después de él, se cayeron en ese mismo tramo del camino? Quizás

fueron decenas que no han dejado la menor huella en la memoria. Quizás miles se cayeron, se

sacudieron la ropa y reanudaron la marcha, ignorando la llamada de Dios porque preferían

acudir a la llamada de la amada, de la taberna o del partido de los domingos. Quizás muchos
reemprendían la marcha llevando cautelosamente el caballo de la brida, no fuera que a Dios se le

ocurriera llamarlos de nuevo. Quizás todo el mundo sabía que Dios se había instalado

precisamente en ese punto del camino de Damasco y por eso algunos elegían una calzada

alternativa y los que no tenían más remedio que pasar por allí lo hacían a pie o en un asno lento y

plebeyo, para amortiguar la costalada. Quizás había incluso un letrero en la cuneta que advertía

del riesgo, como los que hoy en nuestras carreteras indican “curva peligrosa”; y San Pablo lo

tomó a sabiendas de lo que hacía, atraído, como era propio de él, por todas las experiencias

extremas e irregulares.

La expresión “caída de Damasco” se utiliza para referirse a esa revelación inesperada que parte

en dos una vida; al –así llamado– “momento de la verdad” en el que se decide el curso de la

existencia. Es lo que, en los aledaños del concepto, los griegos y luego los cristianos denominaron

kayros, término traducido a menudo como “oportunidad”; y no deja de ser curioso –o inevitable–

que esta idea muy filosófica se la haya apropiado hoy la gestión empresarial para localizar y

transmitir a sus soldados el momento “verdadero” en el que, cautivo en las redes del agente de

viajes, el cliente decide comprar el producto: la oportunidad, en definitiva, de un negocio. Kayros

era para los griegos, frente a Cronos, el tiempo corto, intenso, decisivo, en el que el Destino, por

así decirlo, aflojaba la mano; y en el que, por tanto, el Carácter, según la reflexión de Walter

Benjamin, se hacía cargo, por unos instantes o por unos días, de la propia experiencia vital. Para

los creyentes, digamos, Dios es el Carácter del Mundo que, en el camino de Damasco, deshace el

Destino de Saulo y lo reencarrila en un nuevo fatum ya sin retorno o, si se quiere, despojado a

partir de ahora de todo Carácter propio. Para los no creyentes, en cambio, lo que los cristianos

llaman “revelación” no es más que la manifestación más radical del Carácter frente al

acoplamiento rutinario a ese Destino común siempre al trote, sin caídas estrepitosas, que preside

las vidas normalas y norbuenas de los seres humanos de a pie: el Carácter, en definitiva, que

derriba el caballo llamado Destino. Lo bonito de las hagiografías cristianas es que nos hablan de
una época maravillosa en la que la gente se “convertía”; es decir, se sustraía de pronto, en un

kayros fulminante, a su destino familiar, social y religioso. La idea misma de “conversión”,

expresión de un volteo disruptivo y radical, nos recuerda dos cosas muy importantes: la primera,

que es posible e inevitable cambiar; la segunda, que en la vida humana son más frecuentes (¡y no

digamos bajo el capitalismo!) los accidentes que los cambios.

En realidad, no es cierto. En realidad cambiamos sin cesar, pero no nos damos cuenta, salvo

retrospectivamente, porque los cambios no suelen ser consecuentes a una conversión; incluso los

accidentes se incorporan blandamente a una vida cuya monótona continuidad es la centralidad

del yo. No nos damos cuenta porque después de afiliarnos a una nueva iglesia o a un nuevo

partido –valga decir– nos seguimos reconociendo en el espejo. Quizás en el recuerdo, a los

sesenta años, localizamos en nuestro pasado dos o tres “momentos de la verdad” en los que –

enseguida reparamos– intervinimos poco o nada o intervinimos de tal modo que, en ese momento

crucial, nos parecía estar cediendo más al Destino que imponiendo nuestro Carácter. Frente a la

idea de “conversión”, que ilumina un kayros o “momento de la verdad”, las vidas normalas y

norbuenas van acumulando decisiones, si se quiere, homeopáticas. Es verdad: en algún sentido

muy radicalmente existencialista podríamos decir, sí, que en las vidas normalas y norbuenas cada

momento es el momento de la verdad porque cada momento es el momento en el que, contra la

náusea y el cansancio, decidimos no cambiar de vida; cada momento es, aún más, el momento de

la verdad porque cada momento es el momento en que decidimos no suicidarnos, pues es también

el momento en que suena el teléfono móvil, borbotea la olla en el fogón o queda una cerveza en la

nevera. Lo que ocurre es que, si cada momento es el momento de la verdad, no hay en puridad

ningún momento más verdadero que otro. No hay “momentos de la verdad”. Por muy deprisa

que cambien nuestras costumbres y nuestras opiniones (¡y bajo el capitalismo altamente

tecnologizado cambian casi cada día!) ninguno de esos cambios, mientras lo vivimos, podemos

fecharlo o anclarlo en una experiencia de revelación paulina.


Nuestras vidas, por tanto, se componen de decisiones y transformaciones homeopáticas. La

homeopatía es completamente inútil para curar enfermedades, pero provee, frente a la

“conversión”, una buena metáfora para describir la normalidad y norbonidad de la existencia

humana, y ello en la medida en que invierte el conocido adagio: “a grandes males grandes

remedios”. La homeopatía, en efecto, nos sugiere más bien lo contrario, la idea de que a grandes

males hay que oponer pequeños o pequeñísimos remedios, los cuales, a veces, como el famoso

“recuerdo del agua”, no mantienen ya ninguna relación con el mal original. De hecho, nuestras

decisiones homeopáticas discurren casi siempre completamente en paralelo al Destino de cuya

entraña surgen. Es lo que en otro tiempo llamábamos “supersticiones” y “neurosis”: dos

fenómenos casi indiferenciados que convergen en un gesto diminuto, concreto y reglado, que nos

relaja de una tensión estructural, abstracta y gigantesca. Pondré un ejemplo negativo y otro

positivo. El negativo: un hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de

todo poder y que acaba de escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el cambio climático,

propina con alivio un bastonazo al perro que se acerca a lamerle la rodilla. El positivo: un

hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de todo poder y que acaba de

escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el cambio climático, acude a la cama donde

duerme su hijo de cuatro años (ahora que precisamente no hace frío) y lo arropa y le ahueca la

almohada para protegerlo de todo mal.

Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen una garantía de

supervivencia y un peligro. Miles de millones de personas haciendo gestos pequeños en paralelo

a la Historia que trabaja contra ellos ofrece la imagen más tierna, esperanzadora y preocupante

que cabe concebir en un mal momento.


¿Cuáles no lo son? ¿Cuáles no lo han sido? Porque no es ya el Destino sino la Historia la que

preside, como un destino, nuestras vidas. Curiosamente, si la vida humana, la normala y la

norbuena, está compuesta de decisiones homeopáticas sin “momentos de la verdad”, percibimos

la Historia, en cambio, cada vez que bregamos en ella, como compuesta sólo de “momentos de la

verdad” a cuya llamada sería irresponsable o criminal no responder. Pero ni la normalidad-

norbonidad es puramente reproductiva u homeopática ni la Historia, ya totalmente absorbida en

el capitalismo, es el camino de Damasco. Podemos percibir como un peligro la normalidad y

norbonidad de los que, derribados del caballo, se sacuden el polvo y reemprenden a pie su

monótono avatar. Pero podemos percibir como no menos peligrosa la concepción de la política

que considera la Historia un permanente sobresalto de kayros de emergencia, frágiles,

apremiantes y finalmente desperdiciados. Es como si no hubiera enlace posible entre la

homeopatía humana, sin la cual la vida social no es posible, y la intervención en la Historia, sin la

cual la salvación no es posible. Ahora bien, la única solución para la especie es que haya alguno:

que el lujo –pues es un gesto innecesario y hermoso– de arropar a un niño cambie, y no sólo

sostenga, el mundo y que cada kayros desperdiciado se funda con la vida y no se pierda para

siempre.

Pensemos en la política española de la última década. ¿No nos queda un poco la sensación de

que hemos perdido muchas oportunidades por el temor a perder la oportunidad irrepetible en

que se decidía nuestro destino? Y esa impaciencia, en la medida en que ha dejado fuera muchos

gestos homeopáticos, ¿no ha abierto una “ventana” –aún más que la normalidad del que no

atiende la llamada– a la política del enemigo?

Los grandes remedios son también grandes males. Ni siquiera la urgencia del cambio climático

debería llevarnos a olvidar esa gran enseñanza del siglo XX. No debemos dar bastonazos al

perro; no debemos dejar de arropar al niño.

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