Juan Raro Olaf Stapledon.
Juan Raro Olaf Stapledon.
Juan Raro Olaf Stapledon.
JUAN RARO
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1 - Juan y el autor
2 - Primera época
El padre de Juan, Tomás Wainwright, creía con razón que en su sangre se mezclaban
españoles y moros. Había en él algo de latino, hasta quizás de árabe. Todos reconocían
que era un hombre inteligente, aunque con algunas rarezas. Muchos lo consideraban un
fracasado. La práctica de la medicina en un suburbio de la región norteña no permitía, por
otra parte, un mayor lucimiento.
Varias curas notables le dieron cierta fama, pero no tenía el tipo del médico de
cabecera, y sus pacientes no le otorgaron nunca esa confianza tan necesaria para triunfar
en la profesión.
Su mujer, tan rara como él, aunque de otra especie, era de origen sueco. Entre sus
antepasados se contaban lapones y finlandeses. Era una rubia corpulenta, perezosa, de
aspecto escandinavo, que aún en su madurez atraía a los hombres. Esa atracción me
convirtió en el amigo joven del doctor y más tarde en el esclavo del brillantísimo hijo.
Algunos decían que era «sólo una magnífica hembra», y tan estúpida que podía
considerársela anormal. La verdad es que la conversación con ella era tan unilateral como
la conversación con una vaca. Sin embargo, no era tonta. Su casa estaba siempre bien
arreglada aunque no parecía dedicarle la menor atención. Con la misma distraída
habilidad manejaba a su difícil marido. Tomás la llamaba «Pax». —Es tan pacífica —
explicaba. Sus hijos también la llamaban así. Al padre, invariablemente, «doctor». Los dos
mayores, la chica y el varón, sonreían ante la ignorancia de su madre, pero se apoyaban
en sus consejos. Juan, el menor de los tres hermanos, nos dio a entender, en cierta
ocasión, que todos la habíamos juzgado mal. Alguien comentó el extraordinario mutismo
de Pax. Surgió la desconcertante risa de Juan, quien dijo:
—Nadie comparte los intereses de Pax, por eso ella no habla.
El nacimiento de Juan había sometido al gran animal materno a una dura prueba. Lo
llevó en las entrañas durante once meses, hasta que los médicos decidieron que había
que auxiliarla. Con todo, cuando el niño salió a la luz tenía el grotesco aspecto de un feto
de siete meses. Con gran dificultad se lo mantuvo en una incubadora, y sólo un año
después se consideró que este vientre artificial no era ya necesario.
Vi frecuentemente a Juan durante su primer año ya que entre su padre y yo, a pesar de
mi juventud, había nacido una curiosa intimidad basada en intereses intelectuales
comunes y quizás, en parte, en una compartida admiración por Pax.
Recuerdo mi sensación de disgusto cuando vi por vez primera eso que llamaban Juan.
Me pareció imposible que esa masa de carne inerte y pulposa pudiera transformarse
alguna vez en un ser humano. Era una especie de fruto obsceno, más vegetal que animal,
y su única actividad consistía en unos espasmos incongruentes y ocasionales.
Al año, no obstante, Juan parecía un recién nacido normal, aunque con los ojos
cerrados. A los dieciocho meses los abrió, y fue como si una ciudad dormida hubiese
comenzado de pronto a vivir. Eran ojos extraordinarios para un bebé, ojos vistos bajo un
vidrio de aumento. La enorme pupila evocaba la boca de una caverna, y el iris era apenas
un círculo verde esmeralda. ¡De qué modo la vida puede animar dos negros agujeros!
Poco después que el niño abriera los ojos, Pax comenzó a llamarlo «Juan Raro». Daba a
las palabras una entonación particular y sutil que, aunque apenas variara, expresaba una
sencilla disculpa cariñosa por la rareza de la criatura, y a veces también desafío, triunfo y
hasta terror. El adjetivo no se separó de Juan en toda su vida.
En adelante Juan fue definitivamente una persona, y una persona bien despierta, por
cierto. Su actividad y su interés crecieron semana a semana. Tenía los ojos, las orejas y
los miembros continuamente ocupados.
Durante los años siguientes el cuerpo de Juan se desarrolló precariamente, pero sin
serios tropiezos. Tenía siempre dificultades con la alimentación. Sin embargo, cuando
cumplió los tres años era un chico bastante saludable, aunque singular, y aparentemente
muy atrasado. Este atraso desesperaba a Tomás. Pax, por su parte, insistía en que la
mayoría de los niños crece con demasiada rapidez.
—No dejan que la mente se les desarrolle como corresponde —declaraba. Pero el
desgraciado padre sacudía la cabeza.
Cuando Juan entró en su quinto año de vida, yo lo veía casi todas las mañanas al
pasar por la casa de los Wainwright rumbo a la estación. Solía estar en su cochecito, en el
jardín, moviendo brazos y piernas, y dando gritos. El estrépito, pensaba yo, tenía una
curiosa cualidad. Difería indescriptiblemente de la vocalización de un bebé común, así
como la llamada de un mono difiere de los de otra especie. Era un balbuceo rico y sutil,
con raras modulaciones y variaciones. Casi no podía creerse que proviniera de un niño
atrasado de cuatro años. Su conducta y aspecto eran los de un inteligente bebé de seis
meses. Parecía demasiado despierto para llamarlo atrasado, y demasiado atrasado para
su edad. La vivacidad y penetración de aquellos ojos eran en verdad algo prodigioso.
Pero sus desmañados esfuerzos para manipular los juguetes implicaban también una
voluntad superior a sus años. No manejaba bien los dedos, pero la mente parecía
asignarles, ya, tareas inteligentes y precisas. El fracaso de los dedos lo descorazonaba.
Juan era ciertamente inteligente. Todos estamos de acuerdo ahora en ese punto. Sin
embargo, no parecía inclinado a gatear o hablar. Y un día, de pronto, mucho antes de
intentar dar un paso, empezó a hablar. Un martes balbuceaba como siempre. El miércoles
estaba excepcionalmente tranquilo, y pareció comprender, por primera vez, las palabras
de su madre. La mañana del jueves sorprendió a la familia diciendo muy lentamente, pero
con toda corrección:
—Quiero leche.
A la tarde le dijo a alguien que ya no le interesaba:
—Vete-No-me-gustas-mucho.
Estos resultados lingüísticos no se parecían sin duda a las primeras frases de una
criatura normal.
El viernes y el sábado los dedicó Juan a una cuidadosa conversación con sus
encantados progenitores. El martes siguiente, una semana después de su primer intento,
hablaba mucho más correctamente que su hermano de siete años, y las palabras habían
dejado de ser para él una novedad. Ya no eran un arte nuevo, y se habían convertido
simplemente en un medio útil de comunicación que sería desarrollado y perfeccionado
cuando nuevas esferas de experiencia exigieran expresión.
Ahora que Juan podía hablar, sus padres se enteraron de algunos hechos
sorprendentes. Juan podía, por ejemplo, recordar su nacimiento, y que inmediatamente
después de aquella dolorosa crisis, cuando lo separaron de su madre, tuvo que aprender
realmente a respirar. Se lo había mantenido vivo por medios artificiales antes que
despertaran en él los reflejos respiratorios, y gracias a esta experiencia había descubierto
cómo gobernar sus pulmones. Con un desesperado y prolongado esfuerzo de voluntad
hizo arrancar, por decirlo así, la máquina, hasta que al fin el motor se encendió y se puso
en marcha espontáneamente. Parecía que el corazón estaba también bajo el dominio de
su voluntad. Algunas tempranas «molestias cardíacas», muy alarmantes para sus padres,
no habían sido más que interferencias voluntarias de una naturaleza por demás osada.
También sus reflejos emocionales dependían mucho más de su mente que en el resto de
los hombres. Así, por ejemplo, si en una situación que provocaba su ira Juan no deseaba
sentirse enojado, podía, con toda facilidad, inhibir sus reflejos. Y si en cambio la ira le
parecía deseable, la sacaba de la nada. Era, en verdad, Juan Raro.
Unos nueve meses después de aprender a hablar, alguien le regaló un ábaco. El resto
de ese día no habló ni se rió, y rechazó las comidas con impaciencia. Había descubierto
las intrincadas delicias de los números. Hora tras hora efectuó con el nuevo juguete toda
clase de operaciones. Luego lo hizo a un lado, repentinamente, y quedó tendido de
espaldas mirando el techo.
La madre pensó que la fatiga lo había vencido. Le habló. Juan no reparó en su madre.
Pax, con suavidad, le sacudió un brazo. No hubo respuesta.
—¡Juan! —gritó alarmada, y lo sacudió más violentamente.
—Cállate, Pax —contestó Juan—. Estoy ocupado con los números.
Luego, después de una pausa:
—Pax, ¿cómo se llaman los números después de doce? —Pax contó hasta veinte, y
luego hasta treinta.— Eres tan estúpida como ese ábaco, Pax.
Cuando la madre le preguntó por qué, Juan comprendió que no tenía palabras para
explicárselo, pero después de indicarle con el ábaco diversas operaciones, y de que Pax
se las nombrara, dijo lenta y triunfalmente:
—Eres estúpida, querida Pax, pues tú y el ábaco cuentan por dieces y no por doces. Y
eso es idiota, porque los doces tienen «cuatros» y «treses», quiero decir «tercios», y los
«dieces» no.
Cuando Pax le explicó que todos los hombres contaban por decenas porque en un
principio habían recurrido a sus cinco dedos, Juan la miró fijamente y luego estalló en
aquella risa crepitante y victoriosa. En seguida dijo:
—Entonces todos los hombres son estúpidos.
Creo que éste fue el primer descubrimiento que hizo Juan de la estupidez del Homo
sapiens. Pero no el último.
Tomás estaba alborozado por el talento matemático de Juan, y quería informar del
caso a la Sociedad Psicológica Británica. Pax se mostró en cambio inesperadamente
decidida a «mantener todo en secreto por el momento».
—No quiero que hagan experimentos con el niño —insistió—. Muy probablemente lo
molestarán. Y de cualquier modo será un alboroto inútil.
Tomás y yo nos reímos de sus temores, pero Pax ganó la batalla.
Juan tenía ahora casi cinco años, y el aspecto de un niño de pecho. No podía, o no
quería, gatear. Sus piernas eran aún las de un bebé. Probablemente la marcha fue
detenida por la matemática, ya que durante algunos meses no. quiso ocuparse de otra
cosa que los números y las propiedades del espacio. Pasaba horas en su cochecito, en el
jardín, haciendo «aritmética mental», y «geometría mental», sin mover un músculo, sin
emitir un sonido. No era aquél, sin duda, un ejercicio adecuado para una criatura en
crecimiento, y Juan empezó a debilitarse. Sin embargo, nada pudo inducirlo a llevar una
vida más normal y activa.
Los visitantes no podían creer que pasase todas aquellas horas mentalmente ocupado.
Estaba pálido y «ausente». La gente imaginaba un estado de coma o que el niño era un
idiota. Juan a veces se dignaba confundirlos con unas pocas palabras.
Juan atacó la geometría comenzando por interesarse en la caja de cubos de su
hermano y en los arabescos de las paredes. Vino luego una época en que cortaba el
queso y el jabón en planchas, cubos, conos y hasta esferas y ovoides. Al principio
manejaba con torpeza el cuchillo, se cortaba los dedos y apenaba a su madre. Pero
bastaron unos días para que adquiriese una sorprendente destreza. Aunque tardaba en
emprender una nueva actividad, una vez decidido sus progresos eran fantásticos. El
próximo paso fue usar los instrumentos de geometría de su hermana. Pasó una semana
fascinado cubriendo innumerables hojas.
De pronto, perdió todo interés en la geometría visual. Se pasaba el día echado de
espaldas, meditando. Una mañana apareció preocupado por un problema que era incapaz
de enunciar. Pax no pudo sacar nada en claro de los esfuerzos de Juan, pero el padre le
ayudó a enriquecer su vocabulario y el niño al fin preguntó:
—¿Por qué hay sólo tres dimensiones? ¿Cuando crezca encontraré otras?
Algunas semanas después una nueva pregunta nos sorprendió todavía más:
—Si se sigue en línea recta siempre hacia adelante, y más y más, ¿hasta dónde hay
que llegar para volver al punto de partida?
Reímos y Pax exclamó:
—¡Juan Raro!
Era a principios de 1915. Tomás recordó algo acerca de una «teoría de la relatividad»
que estaba trastornando las viejas nociones de la geometría. Tanto le impresionaron esta
curiosa pregunta de Juan y otras semejantes que insistió en traer a un matemático de la
universidad para que hablara con la criatura.
Pax protestó. Pero ni aun ella previó el desastroso resultado.
El visitante estuvo primero condescendiente, luego entusiasmado, más tarde azorado;
después, con evidente alivio, otra vez condescendiente, y por fin muy nervioso. Cuando
Pax, con mucho tacto, lo invitó a irse (por el bien del chico, por supuesto), el visitante pidió
permiso para volver con un colega.
Llegaron pocos días después y conferenciaron durante horas con Juan.
Desgraciadamente Tomás tenía que visitar a algunos pacientes. Pax se quedó al lado de
la sillita alta de su hijo, tejiendo en silencio, y tratando ocasionalmente de ayudarlo. Pero
la conversación estaba fuera de su alcance. Hicieron una pausa para tomar una taza de
té, y uno de los visitantes comentó:
—Lo sorprendente es el poder de imaginación del niño. Desconoce el vocabulario, y la
historia, pero ha visto todo. Es increíble. Parece visualizar lo que no puede ser
visualizado.
Al atardecer, según contó Pax, los visitantes empezaron a mostrarse nerviosos, y hasta
coléricos. La irritante risa de Juan parecía empeorar las cosas. Cuando hubo que poner
punto final a la discusión, pues era la hora de dormir de Juan, los huéspedes habían
perdido todo dominio de sí mismos.
—Estaban como locos —dijo Pax—, y cuando los eché del jardín siguieron discutiendo
en la calle. Ni siquiera se despidieron.
Fue una sorpresa saber, unos días más tarde, que habían encontrado en plena
madrugada, sentados en la acera, a dos matemáticos de la universidad que dibujaban
diagramas en el asfalto a la luz de un farol, y discutían acerca de la «curvatura del
espacio».
Tomás consideraba a su hijo menor como un caso excepcional de «niño prodigio», y
nada más. Su comentario favorito era:
—Por supuesto, todo esto pasará cuando tenga más años…
—Quién sabe —contestaba Pax.
Juan jugó con la matemática otro mes, y de pronto la abandonó. Cuando el padre le
preguntó por qué, el niño dijo:
—Realmente, no hay mucho en los números. Son algo maravilloso, es verdad, pero
cuando se ha terminado con ellos… bueno, se ha terminado. He terminado con los
números. Sé todo lo que hay en esa diversión. Quiero otra. No se puede chupar siempre
el mismo caramelo.
Los próximos doce meses, Juan no deparó a sus padres otras sorpresas. Es cierto que
aprendió a leer y escribir, y no tardó más de una semana en sobrepasar a sus hermanos.
Pero después de su triunfo matemático, éste no pasó de ser un logro modesto. Lo
sorprendente era que el deseo de leer se hubiera desarrollado tan tarde. Pax solía leerle
en voz alta los libros de los niños mayores, y Juan no encontraba, aparentemente, motivo
para relevarla de su trabajo.
Un día Ana, su hermana mayor, cayó en cama, enferma, y la madre tuvo que
abandonar las lecturas. Juan le pidió a gritos que empezara un nuevo libro. Pax no
accedió.
—Bueno, enséñame a leer antes de irte —rogó Juan.
Pax sonrió y dijo:
—Es un trabajo largo. Cuando Ana mejore te enseñaré.
Pocos días después Pax inició sus clases, en forma ortodoxa. Pero Juan no tenía
paciencia para esta enseñanza ortodoxa. Inventó un método propio. Hizo leer a Pax en
voz alta y pasar el dedo por la línea mientras leía, para que él pudiese seguir las palabras.
Pax se reía de la rareza de este método, pero con Juan daba resultado. Le bastaba con
recordar la «apariencia» de cada «ruido»; su poder de retención parecía infalible. En
seguida, sin pedirle a Pax que leyera más lentamente, comenzó a analizar los sonidos de
las distintas letras, y pronto estaba maldiciendo la falta de lógica del alfabeto inglés. Al
concluir la primera lección, Juan ya sabía leer, aunque su vocabulario era limitado. En la
semana siguiente devoró todos los libros infantiles de la casa, y algunos de los adultos.
Éstos, por supuesto, casi no tenían sentido para él, aunque las palabras eran en su
mayoría familiares. Pronto los abandonó, disgustado. Un día tomó la geometría escolar de
su hermana, pero la dejó a los cinco minutos.
—¡Un libro para recién nacidos! —comentó Poco después, Juan era capaz de leer
cualquier cosa, pero no dio muestras de querer convertirse en una rata de biblioteca. Leía
sólo en los momentos de inactividad, cuando sus atareadas manos exigían descanso.
Había entrado en una época de apasionado trabajo manual, y con cartones, alambres,
maderas, arcilla, y cualquier otro material que le cayera en las manos, construía toda
clase de modelos ingeniosos. El dibujo ocupaba, también, gran parte de su tiempo.
3 - El niño terrible
A los seis años, al fin, Juan se interesó por la locomoción. En este arte había estado
hasta entonces más atrasado de lo que su aspecto dejaba traslucir. Los intereses
intelectuales y constructivos lo habían llevado a descuidar todo lo demás.
Ahora, descubría la necesidad de moverse solo, y, al mismo tiempo, la fascinación de
conquistar el nuevo arte. Como de costumbre su método de aprendizaje fue original y sus
progresos, rápidos. No gateó nunca. Empezó por mantenerse erguido con las manos
apoyadas en una silla, balanceando alternativamente uno y otro pie. Una hora de este
ejercicio lo agotó, y por primera vez en su vida pareció profundamente descorazonado. Él,
que había tratado a los matemáticos como niños obtusos, concibió un nuevo respeto por
su hermano de diez años, el miembro más activo de la familia. Durante una semana,
observó, persistente y reverentemente, cómo el pequeño Tomás caminaba, corría y
peleaba con su hermana. Estudiaba, ansioso, todos los movimientos, seguía
balanceándose, y hasta daba unos pocos pasos de la mano de su madre. Sin embargo, al
terminar esa semana, tuvo una especie de colapso nervioso, y durante varios días no
puso los pies en el suelo. Con una evidente sensación de derrota regresó a la lectura y la
matemática.
Cuando se recobró lo suficiente como para mantenerse otra vez en pie, atravesó el
cuarto caminando, sin ninguna ayuda, y estalló en histéricas lágrimas de alegría, actitud
extraordinariamente desusada en él. Ya había conquistado el arte: sólo necesitaba
fortalecer sus músculos con el ejercicio.
Pero Juan no se contentaba con caminar. Tenía ante sí una nueva meta, y con su
característica decisión se apresuró a alcanzarla.
Ante todo, tuvo que vencer el obstáculo de su raquitismo. Sus piernas eran aún casi
fetales, cortas y arqueadas. Pero gracias al uso constante, y a su indomable voluntad,
pronto empezaron a desarrollarse: rectas, largas y fuertes. A los siete años corría como
un conejo y trepaba como un gato. Su estatura era la de un niño de cuatro años, pero algo
musculoso recordaba en él a los muchachos de ocho o nueve. Y aunque su cara tenía
formas infantiles, su expresión era a veces casi la de un hombre de cuarenta. Los ojos
enormes y el pelo corto y blancuzco le daban un aspecto sin edad, casi inhumano.
Había logrado ya un sorprendente dominio de sus músculos. Sus miembros le
obedecían con toda precisión, como se demostró inconfundiblemente cuando, dos meses
después de haber caminado por vez primera, aprendió a nadar. Estuvo un rato de pie en
el agua mirando las prácticas brazadas de su hermano, luego recogió las piernas y nadó.
Durante varios meses se dedicó a emular a los demás chicos en diversas proezas
físicas, y a imponerles su voluntad. Al principio, todos estaban encantados con los
esfuerzos del niño, todos excepto Tomás, quien ya comprendía que era superado por su
hermano menor. Los chicos de la calle eran más generosos, pues al principio el éxito de
Juan los afectaba menos, pero poco a poco fueron quedando atrás.
Fue por supuesto Juan quien, cuando no parecía sino un escuálido chiquillo de cuatro
años, trepó por una tubería de desagüe y se deslizó a lo largo del alero para rescatar una
pelota. Arrojó la pelota, y en seguida subió alegremente por las tejas y se sentó a
horcajadas en lo alto del tejado. Pax estaba de compras en la ciudad, y los vecinos se
aterrorizaron. Entonces Juan, previendo la diversión, fingió sentir pánico y ser incapaz de
moverse. Aparentemente había perdido la cabeza; se aferraba a las tejas temblando, se
quejaba de un modo abyecto, las lágrimas le corrían por las mejillas. Un constructor
vecino, apresuradamente llamado por teléfono, envió hombres y escaleras, y cuando los
salvadores aparecieron en el tejado, Juan les hizo un gesto de burla, ganó el alero, y bajó
como un mono por la tubería de desagüe ante los ojos de la multitud asombrada y
ofendida.
Cuando Tomás se enteró de la aventura, se sintió simultáneamente horrorizado y feliz.
—El prodigio —dijo— ha pasado de la matemática a la acrobacia.
Pero Pax se limitó a decir:
—Querría que no llamara la atención.
Las pasiones devoradoras de Juan eran ahora las hazañas personales y dominar a los
demás. El infortunado Tomasito, antes un diablillo caprichoso, estaba eclipsado y
dolorido. Pero Anita adoraba a su brillante hermano Juan y se consideraba su esclava. La
suya era una vida difícil; puedo comprenderla muy bien, porque en una época muy
posterior ocupé su puesto.
Juan era el héroe, o el más odiado enemigo, de todos los niños del vecindario. Al
principio no intuía qué efecto tenían sus actos sobre los demás, y la mayoría lo
consideraba un pequeño monstruo fanfarrón. Ocurría simplemente que Juan «sabía»
cuando los otros no sabían, y «podía» cuando los otros no podían. No daba muestras de
arrogancia, pero no trataba tampoco de asumir una falsa modestia.
Un ejemplo, punto decisivo de su actitud para con sus compañeros, demostrará su
debilidad inicial en este sentido, así como la increíble flexibilidad de su mente.
El joven Esteban, mucho mayor que Juan, luchaba en el jardín vecino con una
destartalada y complicada cortadora de césped. Juan saltó la cerca y lo miró
silenciosamente unos minutos. De pronto se rió. Esteban no le hizo caso. Entonces Juan
se agachó, arrebató una rueda dentada de manos del muchacho, la puso en su lugar,
montó las otras partes, hizo girar aquí una tuerca y allí un tornillo, y la máquina quedó
arreglada. Esteban lo miraba confundido. Juan se volvió, diciendo:
—Siento que no entiendas de estas cosas, pero te ayudaré cuando no tenga nada que
hacer.
Ante la inmensa sorpresa de Juan, el otro se lanzó contra él, lo golpeó dos veces, y por
fin lo arrojó por encima de la cerca. Sentado en el césped, frotándose diversas partes del
cuerpo, Juan debió de sentir, por lo menos, un espasmo de furia; pero la curiosidad triunfó
sobre la ira y preguntó, casi amistosamente:
—¿Por qué hiciste eso?
Esteban se alejó del jardín sin contestar. Juan se quedó meditando. Al rato oyó la voz
de su padre, en el interior de la casa y corrió hacia él.
—Eh, doctor —exclamó—, si no pudieses curar a uno de tus pacientes y alguien llegara
y lo curase, ¿qué harías?
—No sé —respondió Tomás, distraídamente, ocupado en otros asuntos—.
Probablemente le daría un golpe. La gente entremetida no me gusta.
—Pero ¿por qué? —dijo Juan con la boca abierta—. Eso sería muy estúpido.
—Supongo que sí —respondió su padre, todavía preocupado—, pero a veces uno
pierde la cabeza. Todo dependería de la actitud del otro. Si me pusiese en ridículo,
tendría deseos de golpearlo.
Juan miró a su padre un momento.
—Ya veo —dijo después—. Doctor —agregó repentinamente—, necesito volverme
fuerte, tan fuerte como Esteban. Si leo todas esas obras —dijo mirando los libros de
medicina—, ¿aprenderé a ser muy fuerte?
—Temo que no —dijo su padre, riendo.
Dos ambiciones dominaron la conducta de Juan durante seis meses: convertirse en un
luchador invencible y comprender a los seres humanos.
Esta última fue para Juan la tarea más sencilla. Se dedicó a estudiar nuestra conducta
y nuestros motivos analizando y observando. Pronto descubrió dos hechos importantes:
primero, que ignorábamos con frecuencia nuestros propios motivos; segundo, que en
muchos sentidos él, Juan, difería de nosotros. Posteriormente me dijo que en esa época
empezó a comprender la originalidad de su carácter.
¿Necesito decir que una quincena después Juan parecía otra persona? Había
adoptado, con toda exactitud, ese aire de modestia y generosidad que caracteriza a los
ingleses. A pesar de sus pocos años y de su apariencia infantil, se convirtió en el líder
involuntario de muchas aventuras. Todos decían: «Juan sabrá qué hacer», o bien:
«Buscad a ese demonio de Juan, que es una maravilla para estas cosas». En la
desordenada guerra librada contra los niños de la escuela religiosa (pasaban cuatro veces
al día por la esquina de la calle), era Juan quien planeaba emboscadas y quien podía
convertir una derrota en una victoria gracias a la milagrosa furia de un ataque inesperado.
Era verdaderamente un Júpiter niño, armado de rayos en lugar de puños.
Estas batallas eran en parte repercusión de la guerra más amplia que se libraba en
Europa; pero, además, eran deliberadamente fomentadas por Juan para sus propios
fines. Le daban la oportunidad de cumplir proezas físicas y lograr al mismo tiempo una
especie de inconfesada jefatura.
No era raro que los niños del vecindario se dijeran:
—Juan es ahora un excelente compañero.
Las madres, impresionadas más bien por sus modales que por su genio militar,
comentaban:
—Juan es un encanto. Ha perdido su vanidad y su extravagancia.
Hasta Esteban lo elogiaba.
—Ese chico ha mejorado mucho —dijo una vez a su madre—. La paliza le hizo bien.
Me pidió excusas por la cortadora de césped y me dijo que esperaba no haberla roto.
Pero el destino tenía una sorpresa reservada para Esteban.
A pesar de la actitud poco alentadora de su padre, Juan había dedicado muchos ratos
libres a los libros de medicina y fisiología. Los dibujos anatómicos le interesaban
muchísimo, pero para comprenderlos debía leer el texto. Como su vocabulario era
sumamente inadecuado, procedió a la manera de Víctor Stott y leyó del principio al fin un
gran diccionario y luego un léxico de términos fisiológicos. Muy pronto los conoció tan bien
que le bastaba pasar rápidamente la mirada por una página impresa para comprenderla y
recordarla indefinidamente.
Pero Juan no se contentaba con teorías. Un día, horrorizada, Pax lo encontró
disecando una rata muerta en el piso del comedor, sobre un periódico destinado a
proteger la alfombra. Desde entonces sus estudios anatómicos, tanto los prácticos como
los teóricos, fueron supervisados por su padre. Durante unos meses, Juan vivió fascinado.
Demostraba gran habilidad para la disección y el manejo del microscopio. Preguntaba
continuamente, y a menudo confundía al doctor. Por fin Pax, recordando a los
matemáticos, insistió en que el fatigado médico descansara un poco. Desde entonces
Juan estudió sin ayuda.
Después, repentinamente, abandonó la biología como había abandonado la
matemática. Pax le preguntó:
—¿Has terminado con la vida así como terminaste con el número?
—No —contestó Juan—. La vida no es tan clara como el número. No puede reducirse a
un diagrama. Hay algo falso en todos esos libros. Su estupidez es evidente, por supuesto,
pero debe de haber un error más profundo que no puedo comprender.
En esa época Juan fue enviado a la escuela aunque su carrera escolar sólo duró tres
semanas.
—Su influencia es muy perniciosa —expresó la directora— y es imposible enseñarle.
Temo que el niño, aunque apto en cierto sentido limitado, sea realmente inferior a los
otros y necesite un tratamiento.
Desde ese día, para cumplir con la ley, Pax pretendió enseñarle ella misma. Para
contentarla, Juan le daba una ojeada a los libros escolares y los repetía a su gusto. En
cuanto a comprenderlos, podía asimilarlos tan bien (cuando le interesaban) como sus
mismos autores. Ignoraba, en cambio, los que lo aburrían, y podía demostrar ante éstos la
estupidez de un retrasado.
Después de terminar con la biología, Juan abandonó toda búsqueda intelectual y se
concentró en su cuerpo. Ese otoño no leyó nada excepto novelas de aventuras y obras
sobre jiu-jitsu. Dedicó mucho tiempo a la práctica de este arte y otros ejercicios
gimnásticos de su propia invención. También se sometió a una cuidadosa dieta ideada
por él mismo, pues su aparato digestivo era su único punto débil y más infantil,
aparentemente, que el resto de su cuerpo. A los seis años no podía digerir otra cosa que
leche especialmente preparada y zumos de fruta. A estas dificultades se había sumado la
reducción de alimentos provocada por la guerra y Juan sufría a menudo de ligeras
indisposiciones. Tomó entonces el asunto por su cuenta, y elaboró una dieta escasa e
intrincada de frutas, queso, leche malteada y pan entero, y un régimen de descanso y
ejercicio cuidadosamente alternados. Nos reímos de él; todos menos Pax, quien trató de
satisfacer sus deseos.
Ya fuera por la dieta, por la gimnasia o por la sola fuerza de su voluntad, Juan llegó a
ser excepcionalmente fuerte para su edad y su peso. Uno a uno los muchachos de la
vecindad fueron derrotados. Por supuesto, no era la fuerza, sino la agilidad y la astucia lo
que le permitía medirse con adversarios mucho mayores que él.
—Si Juan te sorprende, estás vencido —se decían—. Y no puedes impedirlo. Es
demasiado rápido.
Lo más curioso era que, en todas las peleas, el público tenía la impresión de que el
agresor no era Juan, sino el otro.
El clímax fue el caso de Esteban, ahora capitán del equipo de su escuela y excelente
amigo de Juan.
Un día, mientras yo hablaba con Tomás en su estudio, oímos ruidos desusados en el
jardín. Nos asomamos a la ventana y vimos a Esteban que corría vanamente en pos de
Juan. Éste, saltando a un lado y a otro, dejaba caer su pequeño puño una y otra vez con
gran eficacia en la cara de Esteban, una cara casi irreconocible de rabia y perplejidad, y
que nada tenía de su habitual expresión de dulzura. Ambos combatientes estaban
manchados de sangre, brotada, aparentemente, de la nariz de Esteban.
Juan era también otra persona. Torcía los labios en una mezcla inhumana de ira y
sonrisa. Tenía un ojo medio cerrado a causa del único golpe certero de Esteban, y el otro,
cavernoso, como el ojo de una máscara. Porque cuando Juan se irritaba, el iris
desaparecía casi enteramente.
El conflicto era tan inusitado y fantástico que durante un momento Tomás y yo
quedamos paralizados. Por fin Esteban logró atrapar al niño diabólico. O éste, quizá,
permitió que lo atrapasen. Nos lanzamos por las escaleras, pero cuando llegamos al
jardín, Esteban yacía boca abajo, boqueando y retorciéndose, con los brazos atrás,
apretados por aquellas manos de tarántula.
Juan, en ese momento, nos dio la impresión asombrosa de algo maligno. Agazapado,
parecía realmente una araña, dispuesta a dar muerte al cuerpo torturado que tenía a su
merced. Recuerdo que la escena me repugnó.
Estábamos asombrados ante este inesperado giro de los acontecimientos. Juan miró a
su alrededor. Su mirada encontró la mía: nunca he visto expresión más arrogante ni
espantosa del ansia de poder.
Nos contemplamos durante unos instantes. Evidentemente mis ojos expresaban horror,
pues su aspecto cambió en seguida. La ira se desvaneció, y dio lugar a la curiosidad, y
luego a la abstracción. De pronto Juan rió con su risa enigmática. No había en ella una
nota de triunfo, sino más bien de burla de sí mismo, y quizá de espanto.
Soltó a su víctima, se puso de pie, y dijo:
—Levántate, Esteban. Siento haberte hecho perder la cabeza.
Pero Esteban estaba desmayado.
Nunca descubrimos la causa de aquella pelea. Cuando interrogamos a Juan, nos dijo:
—Todo ha terminado. Olvidémoslo. ¡Pobre viejo Esteban! Pero no, yo no olvidaré.
Días después, Esteban, acorralado por nuestras preguntas, declaró:
—No puedo pensar en eso. Realmente fue por mi culpa, es evidente. Me enfurecí no sé
cómo. Juan trataba de ser especialmente amable. ¡Pero ser vencido por un chiquillo! No
es un chiquillo, es un ciclón.
No pretendo comprender a Juan, pero no puedo dejar de tener algunas teorías. En el
caso presente, mi teoría es ésta: en esa época Juan trataba, por sobre todas las cosas,
de afirmarse a sí mismo. No creo que hubiese estado proyectando su venganza desde el
asunto de la cortadora de césped. Pienso que había determinado, a sangre fría, probar su
fuerza, o más bien su pericia, contra el más formidable de sus conocidos, y que con esta
intención había enfurecido deliberada y sutilmente al desventurado Esteban. La furia de
Juan, sospecho, era enteramente artificial. Luchaba mejor con una especie de rabia fría, y
por esta razón creaba ese sentimiento. La gran prueba, me parece, no debía ser un
encuentro amistoso, sino una verdadera lucha desesperada y salvaje. Y Juan obtuvo lo
que quería. Y en seguida vio, instantáneamente, y para siempre, mucho más allá de esa
lucha. Así lo creo al menos.
Aunque la lucha con Esteban fue un momento muy importante en la vida de Juan, las
cosas siguieron exteriormente casi como antes. Pero dejó de pelear y pasó desde
entonces mucho tiempo a solas.
Fue otra vez amigo de Esteban, aunque aquélla era, sin embargo, una amistad
incómoda. Ambos parecían deseosos de mostrarse cordiales, pero no se sentían
indudablemente a gusto. Esteban parecía abatido. No era que temiese otra paliza, pero
había sido herido en su dignidad. Aproveché una ocasión para sugerirle que su derrota no
era un infortunio, ya que Juan, evidentemente, no era como los demás. Mi consuelo
sacudió a Esteban, y con una voz histérica me dijo:
—Me sentí… no puedo decir cómo me sentí… Como un perro a quien castigan por
haber mordido a su amo. Me sentí… culpable y perverso.
Juan empezaba a ver con más claridad la distancia que lo separaba de nosotros. Al
mismo tiempo sentía, probablemente, una aguda necesidad de compañía, pero de una
compañía superior a la de los seres humanos normales. Continuaba jugando con sus
antiguos compañeros, y era todavía el animador de la mayoría de sus actividades. Sin
embargo, jugaba siempre con cierto desapego, como con cierta reserva irónica. Aunque
por su aspecto parecía el menor y el más infantil de la pandilla, me hacía pensar a veces
en un hombrecito anciano y canoso que condescendía a jugar con jóvenes gorilas. Con
frecuencia, interrumpía algún juego salvaje y se tendía a soñar en el césped del jardín. O
bien se quedaba con su madre y hablaba con ella de la vida mientras la mujer se
dedicaba a sus quehaceres, limpiaba el jardín o (ocupación frecuente en Pax) esperaba
simplemente los acontecimientos.
En cierto modo, Juan junto a su madre hacía pensar en un niño adoptado por una loba
o, más bien, por una vaca. Evidentemente depositaba en Pax toda su confianza y todo su
cariño, y hasta una profunda aunque perpleja reverencia, pero se turbaba cuando ella no
podía seguir sus ideas, o comprender sus innumerables preguntas sobre el universo.
La imagen de la madre adoptiva no es perfecta. En realidad, y en cierto sentido, es
totalmente falsa, pues si bien intelectualmente Pax era su inferior, era evidente que había
otro campo donde —en esa época— era superior o igual a él. Tanto la madre como el hijo
poseían una peculiar sutileza para apreciar la experiencia, una sensibilidad especial que
en el fondo era, creo, un fino y especialísimo sentido del humor. Muchas veces los vi
cruzar una mirada cómplice y divertida cuando el resto de nosotros no encontraba ningún
motivo de diversión. Supuse que esa velada diversión debía de estar conectada, de algún
modo, con el incipiente interés de Juan por las personas y su creciente conocimiento de sí
mismo. Pero jamás logré descubrir por qué a esos dos les parecía tan graciosa nuestra
conducta.
La relación de Juan con su padre era muy diferente. Juan utilizaba a menudo, para su
propio provecho, la activa mente del doctor, pero no había entre ellos simpatía
espontánea y sí poca comunidad de gustos, aparte del interés intelectual. Muchas veces
vi en la cara de Juan una fugaz mueca de irrisión o de disgusto mientras oía a su padre.
Esto ocurría especialmente cuando Tomás creía estar enunciando alguna profunda
verdad sobre la naturaleza del hombre o el universo. Es innecesario decir que no sólo
Tomás, sino también yo mismo y muchos otros provocábamos en Juan irrisión o
repugnancia. Pero Tomás era el agresor principal, quizás porque era el más brillante, y el
ejemplo más claro de las limitaciones mentales de su especie. Sospecho que Juan
incitaba deliberadamente a su padre a traicionarse de ese modo, como si se dijese: «De
alguna manera debo comprender a estos seres fantásticos que ocupan el planeta. He
aquí un hermoso ejemplar. Voy a experimentar con él».
Reconozco que yo mismo estaba cada vez más intrigado por el ser extraordinario que
era Juan, y que sufría, involuntariamente, su influencia. Considerando ahora este período,
puedo ver que Juan ya me había destinado a un uso futuro y dado los primeros pasos
para mi captura. Su método básico era afirmar fríamente que, a pesar de mi edad, yo era
su esclavo, y que por más que me burlara de él, lo reconocía en secreto un ser superior y
era en el fondo su perro fiel. Por ahora podía divertirme jugando a la vida independiente
(yo era entonces colaborador de algunas publicaciones, no muy interesado en mi oficio),
pero más tarde o más temprano me acortaría las riendas.
Cuando Juan tenía ocho años y medio, lo consideraban generalmente un niño, muy
peculiar, de cinco o seis. Se divertía todavía con juegos infantiles, y era aceptado por sus
compañeros como otro niño más, un poco raro. Sin embargo, podía participar en cualquier
conversación adulta. Desde luego, era demasiado brillante, o demasiado ignorante, para
desempeñar su papel de una manera normal; pero nunca parecía inferior. Hasta sus
comentarios más ingenuos poseían un sorprendente significado.
Además, la ingenuidad de Juan desaparecía con rapidez. Leía muchísimo, y a un ritmo
increíble. Ningún libro, sobre cualquier tema que no estuviese fuera de su experiencia, le
llevaba más de un par de horas, por complejo que fuese el contenido. Muchos los
asimilaba por completo en un cuarto de hora. Y con la mayoría, procedía así: los miraba
unos minutos y luego los hacía a un lado por inútiles.
De vez en cuando, en el curso de sus lecturas, pedía que su padre, su madre o yo lo
lleváramos a alguna fábrica, a visitar una mina, un barco, un lugar de interés histórico o a
observar experimentos en algún laboratorio químico. Se hacían grandes esfuerzos para
cumplir estas demandas, pero en muchos casos no teníamos bastante influencia. Muchos
proyectos eran desechados, pues Pax temía la publicidad. Cuando realizábamos una
expedición, debíamos fingir ante las autoridades que la presencia de Juan era accidental,
y que el suyo era un mero interés infantil.
Juan no dependía de ningún modo de sus mayores para observar el mundo. Había
desarrollado el hábito de conversar con toda clase de gentes «para averiguar qué hacían
y qué pensaban acerca de las cosas». Cualquiera que fuera hábilmente abordado en la
calle, el camino o el tren por ese muchachito de ojos enormes, cabello lanudo y lenguaje
de adulto, se veía obligado a decir lo que no deseaba. Mediante este nuevo tipo de
investigación, Juan, estoy convencido, aprendió, en uno o dos meses, acerca de la
naturaleza humana y los problemas sociales modernos más que la mayoría de nosotros
en toda la vida.
Tuve el privilegio de asistir a una de estas conversaciones. En esta ocasión la víctima
fue el propietario de un gran almacén de la vecina ciudad industrial. El señor Magnate
(conviene no revelar su nombre) debía ser sorprendido mientras viajaba a la oficina en el
tren de las 9.30. Juan aceptó mi presencia, pero con la condición de que yo fingiese ser
un desconocido.
Dejamos que la presa atravesara el molinete y se instalara en su compartimiento de
primera clase. Nos acercamos a la taquilla donde con cierto nerviosismo pedí «dos
billetes de primera: uno de adulto y otro de niño. Luego fuimos, separados, hasta el vagón
del señor Magnate. Cuando llegué, Juan se había sentado frente al gran hombre. Éste, de
cuando en cuando, alzaba la vista de su periódico y miraba a aquel curioso niño de frente
prominente y ojos hundidos. Apenas ocupé mi lugar, en la esquina opuesta en diagonal a
la de Juan, entraron otros dos hombres de negocios y se pusieron a leer sus periódicos.
Juan, aparentemente, estaba absorto en la lectura de un tebeo. Aunque lo había
comprado para utilizarlo como decorado, creo que era muy capaz de divertirse con él,
pues, a pesar de sus dones maravillosos, era todavía en el fondo de su corazón un niño
como todos. En la conversación que siguió se adaptó, en cierta medida, a la idea que
presumiblemente podía tener un hombre de negocios de un niño precoz aunque ingenuo.
Y realmente, había en él tanto de ingenuidad como de inteligencia diabólica. Yo mismo,
aunque lo conocía bastante, no podía saber hasta dónde era sincero o hasta dónde fingía.
Una vez que el tren arrancó, Juan miró tan fijamente a su presa que el señor Magnate se
escondió detrás de la muralla del periódico. De pronto, la vocecita curiosamente precisa
de Juan atrajo hacia él todas las miradas.
—Señor Magnate —dijo—, ¿puedo hablarle?
El periódico bajó, y su dueño trató de no parecer torpe ni condescendiente.
—Ciertamente, muchacho. ¿Cómo te llamas?
—Oh, me llamo Juan. Soy un chico raro, pero eso no importa. Vamos a hablar de
usted.
Todos reímos. El señor Magnate cambió de posición, pero continuó desempeñando su
papel.
—De veras —dijo—, eres bastante raro.
Miró a sus compañeros de viaje en busca de aprobación. Sonreímos como era debido.
—Sí —replicó Juan—. Pero desde mi punto de vista el raro es usted.
El señor Magnate vaciló un instante entre la diversión y el desagrado. Pero como todos
nos habíamos reído —excepto Juan—, decidió mostrarse benévolo.
—No tengo nada de extraordinario —dijo—. Soy un hombre de negocios. ¿Por qué
dices que soy raro?
—Bueno —dijo Juan—. A mí me consideran raro porque tengo más cabeza que la
mayoría de los niños de mi edad. Hasta más de lo debido. Usted es raro porque tiene más
dinero que la mayoría de la gente, y también, según dicen algunos, más de lo debido.
Nos reímos otra vez, un poco inquietos.
Juan continuó:
—Todavía no sé qué hacer con mi cabeza y me pregunto si sabrá usted qué hacer con
su dinero.
—Mi querido muchacho, tal vez no me creas, pero en verdad no puedo elegir. Me
acosan las necesidades, de toda índole, y tengo que pagarlas.
—Comprendo —dijo Juan—, pero no puede pagar todas las necesidades posibles.
Debe de tener un gran plan, o una finalidad que le ayude a elegir.
—Bueno, ¿cómo explicarlo? Soy Jaime Magnate, con una esposa, una familia, un
negocio complejo, y esto me crea numerosas obligaciones. Todo el dinero que manejo, o
casi todo, está destinado a hacer que esas ruedas sigan girando, por así decirlo.
—Me imagino —dijo Juan—. «Mi posición y las obligaciones consiguientes», como
decía Hegel, y no hay que preocuparse por el sentido de todo.
Como un perro que se encuentra con un olor poco familiar, y bastante desagradable, el
señor Magnate olfateó esta observación, se erizó y gruñó vagamente.
—¡Preocuparse! —resopló—. Tengo mucho de qué preocuparme. El precio de las
mercancías es una constante preocupación. Si empezara a preocuparme por el «sentido
de todo», pronto estaría arruinado. Falta tiempo para eso. Hay una tarea que realizar, de
gran beneficio para el país, y eso basta.
Hubo una pausa y luego Juan dijo:
—¡Qué suerte poder dedicarse con eficacia a una tarea útil e importante! ¿Es
realmente útil e importante, señor? Por supuesto, si no el país no le pagaría.
El señor Magnate miró ansiosamente a su alrededor preguntándose si se estarían
burlando de él. Lo tranquilizó, sin embargo, la mirada inocente y respetuosa de Juan. La
siguiente observación del niño fue bastante desconcertante:
—¡Debe de ser tan agradable sentirse importante y seguro a la vez!
—No sé, no sé —respondió el gran hombre—. Le doy al público lo que quiere, al menor
precio posible, y gano bastante como para mantener a mi familia con cierta comodidad.
—¿Y para eso gana usted dinero? ¿Para mantener a su familia con comodidad?
—Para eso y para otras cosas. Gasto mi dinero de muchas maneras. Si quieres
saberlo, una gran parte va al partido político que, según me parece, puede gobernar mejor
el país. Parte se destina a los hospitales y a otras obras caritativas en nuestra ciudad.
Pero casi todo vuelve al negocio para agrandarlo y mejorarlo.
—Un momento —dijo Juan—. Ha tocado muchos puntos interesantes. No quisiera
perderme ninguno. Primero, la comodidad. Usted vive en esa casa de piedra y madera de
la colina, ¿no es cierto?
—Sí, es copia de una mansión isabelina. Podría haberme arreglado sin ella, pero mi
mujer se encaprichó y su construcción favoreció a la industria local.
—¿Y tiene un Rolls y un Wolseley?
—Sí —respondió el señor Magnate, agregando magnánimamente—: Ven a la colina un
sábado y te llevaré a pasear en el Rolls. Cuando marcha a ochenta a uno le parece que
fuera a treinta.
Juan parpadeó. Era un gesto que yo había visto otras veces y que expresaba diversión
y desprecio. Pero ¿por qué desprecio? Él mismo amaba la velocidad. Por ejemplo, no le
gustaba mi manera prudente de conducir. ¿Acaso veía en esa observación una cobarde
intentona de cambiar de tema? Supe más tarde que ya había hecho varios paseos en el
auto de Magnate luego de sobornar al chófer. Hasta había aprendido a conducirlo, con la
espalda apoyada en almohadones para que las piernas alcanzasen los pedales.
—Oh, gracias, me encantaría pasear en su Rolls —dijo, mirando con gratitud los
benévolos ojos grises de Magnate—. Por supuesto, no podría usted trabajar a gusto si no
se sintiese cómodo. Y eso significa una casa grande, dos autos, y pieles y joyas para su
mujer, y billetes de primera, y escuelas privadas para sus hijos. —Se interrumpió mientras
el señor Magnate lo miraba con suspicacia. Luego añadió—: Pero usted no se sentirá
realmente cómodo mientras no le den su título de caballero. ¿Por qué no llega? Ya ha
pagado bastante, ¿no es verdad?
Uno de nuestros compañeros de viaje esbozó una sonrisa. El señor Magnate enrojeció,
abrió la boca, murmuró: —Chiquillo insolente—, y se refugió en su periódico.
—Oh, señor, lo siento —dijo Juan—. Creí que todo esto era algo respetable. Uno paga
lo justo, lo condecoran, y todo el mundo sabe que uno ha cumplido con su deber. Y ése
es el verdadero bienestar: saber que todos saben que uno hace bien las cosas.
El periódico volvió a caer y su dueño dijo con suave firmeza:
—Mira, muchacho: no hay que creer todo lo que se dice, y menos cuando se trata de
difamaciones. Sé que no tienes mala intención, pero debes tener más juicio crítico.
—Lo siento muchísimo —dijo Juan, con aire apenado y confuso—. Es tan difícil saber
qué se puede y qué no se puede decir…
—Sí, por supuesto —dijo Magnate amistosamente—. Tal vez sería mejor que te
explicara algunas cosas. Cualquiera que se encuentre en una posición como la mía, si es
digno de ella, debe aprovechar todas las ocasiones para servir al Imperio. Puede hacerlo
en parte manejando bien su negocio, y en parte utilizando su influencia personal. Y para
tener influencia no sólo deberá ser, sino también parecer un hombre adinerado. Deberá
gastar abundantemente para dar cierto estilo a su modo de vida. El público espera más
del hombre que vive de un modo dispendioso: Con frecuencia sería más cómodo no
gastar tanto, así como sería mejor para un juez no usar la toga ni la peluca los días de
calor. Pero no es posible; hay que sacrificar la comodidad a la dignidad. En Navidad le
compré a mi mujer una hermosa gargantilla de diamantes (sudafricanos, de modo que el
dinero quedó en el Imperio). Cada vez que vamos a una reunión de cierta importancia,
digamos una cena en el Town Hall, se adorna con ella. No siempre le agrada. Dice que es
pesada o dura, o algo así. Pero yo le digo: «Querida mía, es una insignia de tu posición.
Tienes que llevarla.» Y acerca del título nobiliario. Si alguien dice que quiero comprar uno,
es mentira. Doy lo que puedo a mi partido porque sé muy bien, con mi experiencia, que es
el partido del sentido común y la lealtad. Ningún otro partido se preocupa seriamente por
la prosperidad y el poder de Inglaterra. A ningún otro le interesa nuestro Imperio ni su
misión específica: gobernar el mundo. Bueno, es evidente que debo sostener el partido, y
si ellos consideran justo otorgarme el título de caballero, me sentiré orgulloso. No soy de
los que desdeñan los títulos. Me alegraría ante todo porque eso querría decir que las
personas de más valor confían en mí como servidor del imperio, y luego porque el título
me daría más autoridad para seguir sirviendo al Imperio.
El señor Magnate nos miró. Todos aprobamos inclinando la cabeza.
—Gracias, señor —dijo Juan con ojos solemnes y respetuosos—. Y todo depende del
dinero, ¿no es verdad? Si quiero realizar algo importante, tendré que conseguir dinero. Un
amigo mío dice siempre: «El dinero es poder». Tiene una mujer que siempre está
cansada y enojada, y cinco niños sucios y feos. No consigue trabajo, y el otro día tuvo que
vender su bicicleta. Dice que no es justo que él y usted tengan diferente posición. Pero,
realmente, es por su culpa. Si hubiera sido tan despierto como usted, sería también un
hombre rico. Que usted sea rico no hace que los demás sean pobres, ¿no es verdad? Si
todos los pobres fuesen tan inteligentes como usted, tendrían casas grandes, diamantes y
autos. Serían útiles al Imperio en vez de ser un estorbo.
El hombre sentado ante mí contuvo la risa. El señor Magnate lo miró de soslayo, como.
un caballo receloso, luego se compuso y se echó a reír.
—Muchacho —dijo—, eres demasiado joven para comprender estas cosas. No creo
que valga la pena seguir hablando.
—Lo siento —respondió Juan, aparentemente avergonzado—. Creí que comprendía.
—Después de una pausa, continuó:— ¿Le importa que sigamos un poquito más? Quiero
preguntarle otra cosa.
—Bueno, está bien. ¿Qué?
—¿En qué piensa usted?
—¿En qué pienso? ¡Por Dios! En toda clase de cosas. Mi trabajo, mi casa, mi esposa,
mis hijos… el estado del país.
—¿El estado del país? ¿Y qué piensa de eso?
—Bueno —dijo el señor Magnate—, es una larga historia. Pienso que Inglaterra debe
recobrar su comercio exterior para que entre más dinero, y la gente pueda tener una vida
plena y feliz. Pienso cómo podría ayudar a la autoridad para defenderla de los necios que
quieren crear dificultades y de los que hablan mal del Imperio. Pienso que…
—¿Qué hace la vida plena y feliz? —interrumpió Juan.
—¡Eres un pozo de preguntas! Yo diría que la felicidad requiere bastante trabajo para
no salirse del buen camino, y un poco de diversión para conservar las fuerzas.
—Y por supuesto —agregó Juan—, bastante dinero para poder divertirse.
—Sí —dijo el señor Magnate—. Pero no demasiado. La mayoría lo malgastaría o se
echaría a perder. Si tuviesen mucho dinero, no trabajarían para conseguir más.
—Pero usted tiene mucho y trabaja.
—No trabajo exactamente por el dinero. Trabajo porque me gustan los negocios y
porque así soy útil al país. Me considero una especie de servidor público.
—Pero —dijo Juan— ¿no son ellos también servidores públicos? ¿No es su trabajo
necesario?
—Sí, amigo mío. Pero en general no piensan así. No trabajan si no los obligan.
—Ah, ya comprendo —dijo Juan—. Son distintos de usted. Debe de ser espléndido ser
usted. Me pregunto si yo seré como usted o como ellos.
—Oh, realmente no soy diferente —dijo el señor Magnate con generosidad—. Y si lo
soy, es obra de las circunstancias. En cuanto a ti, creo que irás muy lejos.
—Eso quisiera —dijo Juan—. Pero todavía no sé por qué camino. Evidentemente, para
hacer algo, cualquier cosa, necesito dinero. Pero dígame por qué se preocupa por el país
y los otros.
—Supongo —dijo el señor Magnate riendo—, que si veo que son desgraciados yo
también me siento desgraciado. Y además —agregó solemnemente—, la Biblia nos
enseña a amar al prójimo. Y si pienso en el país es porque necesito interesarme en algo
grande, algo más grande que yo mismo.
—Pero usted es grande —dijo Juan, sin pestañear, mirando al señor Magnate como si
éste fuese un héroe.
—No —se apresuró a responder el señor Magnate—, soy sólo un humilde instrumento
al servicio de una gran causa.
—¿Cuál es esa causa?
—Nuestro gran Imperio, por supuesto.
Estábamos llegando a destino. El señor Magnate se levantó y tomó su sombrero del
portaequipajes.
—Bueno, joven —dijo—, hemos tenido una interesante conversación. Ven el sábado a
la tarde a eso de las dos y media y haré que el chófer te lleve a dar un paseo de un cuarto
de hora en el Rolls.
—Gracias, señor —dijo Juan—. ¿Y podré ver la gargantilla de la señora? Me encantan
las joyas.
—Naturalmente —respondió el señor Magnate.
Cuando me reuní con Juan fuera de la estación, su único comentario al viaje fue
aquella risa característica.
5 - El pensamiento y la acción
Durante los seis meses que siguieron a este incidente, Juan se independizó cada vez
más de sus mayores. Sus padres comprendieron que podía valerse por sí mismo, y lo
dejaron solo. Raras veces le preguntaban qué hacía, pues el espionaje, o cualquier cosa
que se le pareciese, les repugnaba a ambos, y no parecía haber misterio alguno en los
movimientos de Juan. Éste continuaba su estudio del hombre y del mundo del hombre. A
veces refería algún incidente de sus aventuras del día o recurría a alguno de sus
recuerdos para ilustrar un punto en discusión.
Aunque sus gustos eran, en algunos aspectos, todavía pueriles, su conversación
demostraba que en otros sentidos se desarrollaba con gran rapidez. Todavía podía
pasarse días enteros construyendo juguetes mecánicos; botes eléctricos, por ejemplo. Su
ferrocarril extendía sus ramificaciones por todo el jardín en una maraña de vías, túneles,
viaductos y estaciones con techo de cristal. Ganaba frecuentemente carreras de
aeromodelos. En todas estas actividades parecía un escolar típico, aunque singularmente
ingenioso y original. Pero el tiempo que pasaba de esta manera no era realmente largo.
La única ocupación juvenil que parecía llevarle mucho tiempo era la navegación. Se había
construido una canoa diminuta, muy marinera, equipada con velas y con un viejo motor de
motocicleta. En ella se pasaba las horas explorando el estuario y la costa, y estudiando
las aves marinas, por las cuales tenía una pasión sorprendente. Justificaba este interés,
que a veces parecía casi obsesivo, diciendo:
—¡El estilo con que cumplen sus sencillas tareas es tan superior al del hombre en sus
trabajos complicados! Observa un pato al volar o una chorla que busca en el barro su
comida. Supongo que el hombre es tan inteligente en su propio campo como los primeros
pájaros que volaron. El hombre es una especie de Arqueopterix del espíritu.
Hasta las actividades más infantiles, que apasionaban a veces a Juan, eran así
iluminadas por la zona más madura de su mente. Por ejemplo, las historietas lo
deleitaban, burlándose a la vez de sí mismo por gustar de esas tonterías.
En ningún momento de su vida superó Juan los intereses de su infancia. Aun en sus
últimos años era capaz de travesuras y engaños infantiles. Pero su prodigiosa madurez
dominaba ya entonces ese aspecto de su naturaleza. Tenía, por ejemplo, opiniones casi
definidas sobre los verdaderos fines del individuo, la política social y los asuntos
internacionales. Sabíamos también que leía mucho de física, biología, psicología y
astronomía, y que se ocupaba seriamente de problemas filosóficos. Sus reacciones ante
la filosofía diferían curiosamente de las de un adulto. Cuando alguno de los grandes
problemas clásicos atraía por primera vez su atención, se hundía en los libros que
trataban el tema, pasaba una semana leyendo activamente, y abandonaba luego la
filosofía hasta que se interesaba por una nueva cuestión.
Después de varias incursiones por los dominios de la especulación pura, emprendió
una seria campaña. Durante casi tres meses no se interesó en otra cosa. Era verano, y le
gustaba estudiar al aire libre. Por las mañanas, salía en su bicicleta con un montón de
libros y un cesto de comida. Dejaba la bicicleta en la cima de los riscos arcillosos de la
costa, descendía a la playa y se instalaba allí. Vestido con un corto pantalón de baño leía
o pensaba tendido al sol. A veces se bañaba o vagaba por la playa mirando los pájaros.
Dos oxidados pedazos de chapa acanalada, y un abandonado horno de ladrillos vecino, le
servían de protección contra la lluvia. Cuando subía la marea se lanzaba en su canoa al
mar. Los días de calma era común verlo a una o dos millas de la costa, leyendo mientras
iba a la deriva.
En una ocasión le pregunté cómo marchaban sus investigaciones filosóficas. Vale la
pena recordar su respuesta.
—La filosofía —dijo— puede ayudar en verdad a una mente joven, pero es también
terriblemente decepcionante. Al principio creí encontrarme por vez primera ante la
verdadera inteligencia humana. Leyendo a Platón, Spinoza, Kant, y algunos realistas
modernos, casi me sentí con gente de mi propia especie. Los acompañaba sintiendo que
aquel juego reclamaba poderes que yo no había ejercido hasta entonces. A veces no
podía seguirlos; creía perder alguna jugada esencial. ¡Qué alegría tropezar con esos
puntos críticos y creer que había encontrado al fin una mente realmente superior! Pero al
pasar de un filósofo a otro, empecé a comprender la asombrosa verdad: esos puntos
críticos no eran lo que yo había pensado, sino increíbles errores. Parecía mentira que
esas mentes, evidentemente bien desarrolladas, pudieran equivocarse. Desdeñé por un
tiempo esa idea esperando que se me revelara la verdad. ¡Cómo me equivoqué, Dios
mío! Un error tras otro. A veces los adversarios de un filósofo descubren los errores de
éste y se quedan encantados con su propia inteligencia. Pero la mayoría de los errores no
se descubre nunca. La filosofía es un sorprendente tejido de pensamientos agudos y
equivocaciones pueriles. Se parece a esos «huesos» de goma que se dan a roer a los
perros, buenos para los dientes pero de ningún valor alimenticio.
Me aventuré a sugerir que quizás no estuviese realmente en condiciones de juzgar a —
los filósofos.
—Al fin y al cabo —le dije—, eres demasiado joven para meterte con la filosofía. Hay
muchas zonas de experiencia que no conoces.
—Por supuesto —dijo—. Por ejemplo, tengo poca experiencia sexual. Pero veo ya que
el hombre comete un error cuando dice que el sexo es el móvil determinante de las
actividades agrícolas. Tomemos otro ejemplo. No tengo todavía experiencia religiosa, y no
sé si la tendré algún día, pero me parece indudable que la experiencia religiosa
propiamente dicha no demuestra que el sol gire alrededor de la tierra, ni prueba que el
universo tenga como fin el desarrollo de la personalidad. Los errores de la filosofía son en
general menos evidentes, pero de la misma especie.
En esta época, Juan tenía casi nueve años. Yo ignoraba que llevaba una doble vida, y
que la parte oculta era un melodrama. En cierta ocasión creí vislumbrar algo, pero tan
fantástico y horrible que en seguida lo descarté.
Una mañana fui a lo de Wainwright a pedir un libro de medicina. Debían de ser más o
menos las once y media. Juan, habituado a leer hasta muy avanzada la noche, y a
levantarse tarde, había sido obligado a dejar la cama.
—Ven a tomar el desayuno antes de vestirte —le dijo su indignada madre—. No te lo
guardaré más.
Pax me ofreció una taza de té, y ambos nos sentamos a la mesa. Al rato apareció
Juan, bostezando y frotándose los ojos, con una bata sobre el pijama. Pax y yo
hablábamos de todo un poco. En el curso de la conversación, Pax dijo:
—Matilde vino hoy con una historia espeluznante. —Matilde era la lavandera.— Era
feliz contándomela. Dice que un vigilante fue asesinado anoche en el jardín del señor
Magnate. Lo apuñalaron.
Juan no dijo nada y continuó desayunándose. Seguimos hablando y de pronto ocurrió
algo que me sobresaltó. Juan se estiró para alcanzar la mantequilla dejando al
descubierto una parte del brazo. En la parte interior de la muñeca tenía un rasguño de mal
aspecto y cubierto de polvo. Yo estaba casi seguro de que ese rasguño no estaba allí la
noche anterior. El hecho no era extraordinario, pero hubo algo más. Juan se miró el
rasguño y luego me echó una rápida ojeada. Durante una fracción de segundo sus ojos se
encontraron con los míos. En seguida recogió el plato de la mantequilla. En ese momento
me pareció ver a Juan, en mitad de la noche, rasguñándose el brazo al trepar por la
tubería hasta su dormitorio. Y se me ocurrió que regresaba de la casa de Magnate. Me
dije inmediatamente que aquello era sólo una alucinación, que Juan se interesaba
demasiado en sus aventuras intelectuales para dedicarse al vagabundeo nocturno, y
demasiado sensato para arriesgarse a que lo acusaran de asesinato. Pero entonces, ¿por
qué esa mirada?
El crimen fue tema de conversación durante varias semanas. Recientemente se habían
cometido en la vecindad algunos robos muy hábiles, y la policía estaba tratando de
descubrir al ladrón. Habían encontrado a la víctima boca arriba en un macizo de flores,
con una herida de cuchillo en el pecho. Debía de haber muerto «instantáneamente», pues
le habían atravesado el corazón. En la casa faltaban una gargantilla de diamantes y otras
joyas valiosas. Unas huellas en el antepecho de una ventana y otras en una tubería de
desagüe sugerían que el ladrón había entrado y salido por el piso superior. Luego de
trepar por la tubería de desagüe, tenía que haber realizado una travesía casi inverosímil,
colgado de las manos, o más bien de la punta de los dedos, a lo largo de una de las vigas
ornamentales de la casa seudoisabelina.
Se hicieron algunos arrestos, pero no se descubrió al criminal. Sin embargo la epidemia
de robos concluyó, y con el tiempo se olvidó el asunto.
Creo conveniente exponer ahora los hechos que me relató Juan mucho tiempo
después, en el último año de su vida, cuando la feliz colonia no había sido descubierta por
el mundo «civilizado». Yo tenía ya la intención de escribir su biografía, y el hábito de
anotar en seguida cualquier incidente o conversación algo interesantes. Puedo, por lo
tanto, relatar el crimen casi con las palabras de Juan.
—En aquellos días yo estaba muy confundido —me dijo Juan—. Me sabía distinto de
todos los seres humanos, aunque ignoraba hasta qué punto. No sabía qué hacer con mi
vida. Adivinaba, sí, que me encontraría muy pronto ante una temible alternativa, y que
debía estar preparado. Además, recuerdo, yo era todavía un niño, y tenía el gusto infantil
por lo melodramático, junto con una astucia y una decisión propias de un adulto.
»Quizás no comprendas mi confusión de ese entonces. Al fin y al cabo tu mente no
funciona como la mía. Pero imagínatelo así si quieres: me encontraba en un mundo
desconcertante. Habían creado a mi alrededor un vasto sistema de ideas y conocimiento
que, yo veía con claridad, era totalmente erróneo. Aunque bastante útil desde un punto de
vista práctico, como descripción del mundo era simplemente una locura. No logré en ese
entonces descubrir la verdad. Era demasiado joven, y carecía de información y
experiencia. Allí estaba yo, como en la oscuridad de una habitación extraña, tanteando
entre objetos desconocidos. Y mientras, seguía sintiendo el frenético deseo de proseguir
mi trabajo, aunque no sabía bien cuál era éste.
»Y a medida que crecía me sentía más solo, pues me entendía cada vez menos con la
gente. Pax hubiese podido ayudarme, bendita sea, ya que a veces veía las cosas desde
mi punto de vista. Y por otra parte tenía el buen sentido de pensar que mi mundo era un
mundo real. Pero, en el fondo, era como vosotros, y no como yo. Y estabas tú, mucho
más ciego que Pax, pero más de acuerdo con mi actividad.
Aquí lo interrumpí, medio en serio, medio en burla:
—Por lo menos un perro de confianza. —Juan se rió y yo agregué:— Que a veces,
gracias a su devoción, logra superar su capacidad de comprensión canina.
Juan me miró sonriendo, pero no asintió como yo había esperado.
—Bueno —continuó—, estaba terriblemente solo. Vivía en un mundo de fantasmas o
máscaras animadas. Nadie parecía realmente vivo. Tenía la rara impresión de que si
alguien os pinchaba, no brotaría sangre sino una ráfaga de aire. Y no podía descubrir por
qué erais así, ni de qué carecíais. No sabía aún en verdad qué me diferenciaba de
vosotros.
»De mi perplejidad, surgieron al fin dos cosas claras. La primera y más simple: debía
adquirir independencia y poder. En aquel mundo absurdo, eso significaba tener mucho
dinero. En segundo término debía apresurarme a vivir toda clase de experiencias, y a
estudiar con precisión mis propias reacciones ante esas experiencias.
»Me pareció, en mi puerilidad, que satisfaría ambas necesidades cometiendo algunos
robos. Obtendría dinero y experiencia y podría observar cuidadosamente mis reacciones.
La conciencia nada me reprochaba. El señor Magnate y sus iguales eran caza permitida.
»Empecé por estudiar la técnica del robo, en parte leyendo, en parte discutiendo el
tema con un amigo, el policía a quien luego tuve que matar. Emprendí asimismo algunas
incursiones sin consecuencias por el vecindario. Entraba de noche en una casa tras otra
y, después de ubicar los pequeños tesoros que contenían, volvía a acostarme sin
tocarlos, satisfecho de mis progresos.
»Por fin me sentí preparado. En la primera casa recogí algunas joyas antiguas, cuya
falta, pensaba, no sería advertida durante algún tiempo. Luego empecé a robar joyas
modernas, dinero, platería. No encontraba dificultades en apoderarme de los objetos;
mucho más complicado era deshacerse de ellos. Llegué a un arreglo con el sobrecargo
de una nave de ultramar. Con intervalos de varias semanas, el hombre venía a su casa,
en nuestro suburbio, y compraba el producto de mis robos. En los puertos extranjeros
obtenía sin duda diez veces más de lo que me pagaba. Al mirar hacia atrás, comprendo
que tuve suerte, pues aquel tráfico pudo terminar en un desastre. No hubiera sido difícil
para la policía descubrir al sobrecargo. Yo sabía entonces muy poco de la sociedad para
comprender el peligro.
»Bueno, las cosas marcharon bien durante varios meses. Robé en docenas de casas y
reuní varios cientos de libras. Pero, naturalmente, el barrio estaba muy exaltado por esa
epidemia de saqueo. Me vi obligado a extender mis operaciones a otros distritos para
distraer la atención de la policía. Era evidente que si seguía así acabarían por
sorprenderme, pero yo había caído en las manos de mi propio juego. Tenía una
sensación de poder e independencia. Especialmente, independencia de este mundo
absurdo.
»Me prometí tres aventuras finales. La primera, la única que llevé a cabo, fue el robo en
casa de Magnate. Estudié cuidadosamente el terreno y me informé con exactitud de los
movimientos de la policía. Esa noche todo marchó de acuerdo con mis planes hasta que,
con los bolsillos hinchados de diamantes y perlas (la señora de Magnate con todos sus
adornos debía de parecerse a la reina Isabel), inicié el regreso colgado de la viga. De
pronto una linterna me enfocó desde abajo y una voz tranquila dijo: "Esta vez te pesqué,
muchacho". No dije nada, pues reconocí la voz y no quise que reconocieran la mía. El
vigilante era Smithson, mi amigo, el que me había enseñado involuntariamente tantas
cosas.
»Me quedé inmóvil pensando, cara a la pared. Pero era inútil tratar de ocultar mi
identidad, pues el policía agregó: "Baja, Juan, o te caerás y te romperás una pierna. Lo
has hecho muy bien, pero esta vez has perdido".
»Debí de quedarme allí, inmóvil, a lo sumo tres segundos, pero en ese momento me vi
a mí mismo y vi el mundo como por primera vez. La idea que había estado creciendo
dentro de mí, y que yo no había aceptado del todo, se me apareció de pronto con una
claridad y una certeza absolutas. Yo pensaba ya que no pertenecía a la especie del Homo
sapiens, la especie del amistoso sabueso de la linterna. Pero entonces comprendí que
esta diferencia implicaba lo que llamaré una diferencia espiritual muy profunda, puesto
que mis fines y mis actos debían diferenciarse de todo lo que podía concebir la especie
normal. Me encontraba en el umbral de un mundo inaccesible para esos mil seiscientos
millones de animales que entonces gobernaban el planeta. El descubrimiento me hizo
sentir, tal vez por primera vez en la vida, lo que era el miedo. Comprendí que ese juego
del robo no tenía sentido, y que me había estado conduciendo como una criatura de la
especie inferior. No podía arriesgar mi futuro y algo mucho más valioso que mi propio
éxito por un modo fácil de expresión personal. Si aquel amable sabueso me prendía, yo
perdería mi independencia. Quedaría marcado, y en las garras de la ley. Eso no podía
ser. Con aquellas escapadas infantiles me había preparado ciegamente para una vida que
por fin surgía con cierta claridad ante mis ojos. Mi destino era el de promover el progreso
del espíritu en el planeta. Esa frase me iluminó. Y, aunque en aquel momento sólo tenía
una idea muy vaga acerca del espíritu y su posible progreso, comprendí que mi tarea
práctica consistiría en adoctrinar a la especie común para que revelara lo mejor de sí
misma o, si eso era imposible, en fundar un tipo humano superior.
ȃstos fueron mis pensamientos mientras colgaba de la viga iluminado por la linterna
del pobre Smithson. Si escribes alguna vez esa biografía con que me amenazas, te
costará hacer creer a los lectores que yo, un niño de nueve años, pensase así en
circunstancias semejantes. Además, por supuesto, serás incapaz de expresar el
verdadero carácter de mi actitud. Ella implica una experiencia fuera de tu alcance.
»Durante algunos segundos pensé con desesperación en la posibilidad de evitar la
muerte a aquella fiel criatura. Me cedían los dedos. Con un último esfuerzo llegué a la
tubería y empecé a descender. A mitad de camino me detuve. "¿Cómo está su señora?"
pregunté. "Mal", me contestó Smithson. "Apresúrate, que quiero volver a casa." Eso
empeoraba las cosas. ¿Cómo podía hacerlo? Bueno, no había otra solución. Pensé
suicidarme, y salir así de todo aquello. Pero no pude: hubiese sido traicionar la misión de
mi vida. Pensé en aceptar a Smithson y la ley; pero eso también hubiese sido una traición.
Debía matarlo. Había sido arrastrado por mi puerilidad, y ahora debía cometer ese crimen
que odiaba. No había alcanzado aún la época en que se lleva a cabo gustosamente todo
acto necesario. Sentí de nuevo, con mayor fuerza, la violenta repugnancia que me
sobrecogió años antes cuando debí matar una rata. Era una ratita que yo había
domesticado, recordarás, y que sacaba de quicio a las sirvientas.
»Smithson tenía que morir. Me esperaba al pie de la tubería. Fingí resbalar, y
apoyando un pie en la pared, tomé impulso y caí sobre él haciéndole perder el equilibrio.
Rodamos por el suelo. Con la izquierda tomé la linterna y con la derecha saqué mi
cuchillo de scout. No desconocía la ubicación del corazón humano y clavé el cuchillo con
todas mis fuerzas. Smithson me rechazó con un espasmo frenético, y dejó de moverse.
»Todo esto había hecho bastante ruido, y oí crujir una cama en la casa. Miré un
instante los ojos abiertos y la boca de Smithson. Saqué el cuchillo y salió de la herida un
chorro de sangre.
La narración de Juan me demostró qué poco sabía yo entonces de su verdadero
carácter.
—Debes de haberte sentido bastante mal mientras volvías a tu casa —dije.
—En realidad no fue así —respondió—. La sensación desagradable desapareció tan
pronto como tomé mi decisión. Y no fui directamente a casa. Fui a la casa de Smithson,
dispuesto a matar a su mujer. Sabía que estaba enferma de cáncer, y que la muerte de su
marido aumentaría sus sufrimientos. Decidí por lo tanto correr un nuevo riesgo y aliviarla
de sus penas. Cuando llegué allí, encontré la casa iluminada. La señora Smithson pasaba
evidentemente una mala noche, de modo que tuve que renunciar a mis planes, pobre
mujer. Ni siquiera eso llegó realmente a conmoverme. Quizá piensas que me salvó la
insensibilidad de la infancia. Tal vez, aunque yo tenía una idea muy clara de lo que sufriría
Pax si perdía al doctor. Lo que me salvó en verdad fue una especie de fatalismo. Lo que
debe ser, debe ser. No lamentaba mis locuras. El yo que había cometido esas locuras era
incapaz de comprender su propia tontería. Mi nuevo yo la comprendía en cambio muy
claramente y estaba ansioso por enmendarse, pero no sentía vergüenza ni
remordimientos.
Ante esta confesión sólo pude articular una respuesta:
—¡Juan Raro!
Luego pregunté a Juan si no había temido que lo detuviesen.
—No —dijo—. Si me sorprendían, me sorprendían. Pero yo había hecho mi trabajo con
toda la eficiencia posible. Usé guantes de goma y dejé varias huellas falsas, merced a un
ingenioso instrumento de mi invención. La única preocupación seria era el sobrecargo, a
quien le vendí fragmentariamente el botín durante un período de varios meses.
6 - Varias invenciones
Aunque ignoraba entonces que Juan era el culpable del crimen, noté que cambiaba. Se
hizo menos comunicativo y se aisló en cierto modo de sus amigos jóvenes y adultos,
aunque, simultáneamente, parecía más considerado, y hasta amable. Digo en cierto modo
porque, aunque menos dispuesto a hablar de sí mismo, y más aficionado a la soledad,
buscaba en algunos momentos la compañía humana. Podía ser el más simpático de los
compañeros, el amigo a quien se cuentan esas esperanzas y secretos temores que uno
no se confesaría a sí mismo. Un día, por ejemplo, descubrí con sorpresa, influido por la
presencia de Juan y mi propio esfuerzo para explicarme, que cierta joven parecida a Pax
había llegado a atraerme sobremanera y, además, que una oscura sensación de lealtad
hacia Juan me había impedido reconocer estos lazos. Comprender la fuerza del afecto
que me unía a Juan me sorprendió más que descubrir mis sentimientos hacia la
muchacha. Sabía muy bien que Juan me interesaba profundamente, pero había ignorado
hasta entonces las dimensiones y la sutileza de los tentáculos con que me había envuelto
aquel curioso niño.
Mi reacción fue una rebelión violenta y atemorizada. Me jacté ante Juan de la atracción
sexual que la muchacha despertaba en mí, y que él mismo me había señalado, y ridiculicé
la idea de que yo pudiera ser psicológicamente su prisionero.
—Bueno, ten cuidado —me dijo Juan—. No quiero que arruines tu vida por mí.
Era inverosímil hablar así con un chico de menos de diez años y me desesperaba
sentir que sabía más de mí que yo mismo. Porque, a pesar de mi negativa, Juan tenía
razón.
Al mirar hacia atrás, comprendo que el interés que Juan me demostraba se debía, por
una parte, a su curiosidad por una relación para él todavía inaccesible, y, por otra, a un
sincero cariño por un viejo conocido y la necesidad de entender todavía más a quien
quería utilizar para sus propios fines. Es evidente que se proponía utilizarme, y que no
permitiría que yo me liberase. Deseaba que mi relación con la muchacha parecida a Pax
siguiese su curso, no sólo porque como amigo mío participaba de mis problemas, sino
también porque de abandonarla por él me convertiría en un esclavo vengativo antes que
voluntario. Prefería, me imagino, que su servidor fuese un perro libre y no un lobo
encadenado y hambriento.
Sus sentimientos hacia los individuos de la especie humana que, en tanto que especie,
despreciaba de todo corazón, eran una extraña mezcla de respeto y desdén, afecto y
desagrado. Despreciaba nuestra estupidez y nuestra debilidad; respetaba los esporádicos
esfuerzos con que tratábamos de superar nuestra incapacidad natural. Aunque nos
utilizara para sus propios fines, con un aire ausente y calmo, también podía, cuando el
destino o nuestra propia locura nos ponían en dificultades, ayudarnos con sorprendente
humildad y devoción.
Su creciente capacidad para relacionarse con miembros de la especie inferior se
revelaba misteriosamente en su extraordinario afecto por una niña de seis años. La casa
de Judy era vecina de la de Juan. La niña había llegado a considerarlo como de su
propiedad exclusiva. Juan jugaba cuidadosamente con ella, la ayudaba a trepar a los
árboles, le enseñó a nadar y patinar. Le narraba cuentos fabulosos y le explicaba,
pacientemente, los humildes chistes de las historietas. Dibujaba para deleite de Judy
escenas de batallas, crímenes, naufragios y erupciones volcánicas. Le arreglaba los
juguetes; le reprochaba su tontería o elogiaba su vivacidad, según lo exigiera la ocasión.
Si alguien era poco amable con ella, Juan la defendía. En todos los juegos colectivos se
aceptaba tácitamente que Juan y Judy debían estar del mismo lado. A cambio de la
devoción de Juan, la niña lo molestaba y se reía de él llamándolo estúpido sin demostrar
el menor respeto por sus maravillosos poderes. A veces, sin embargo, le regalaba los
preciosos resultados de sus clases de trabajo manual en la escuela.
—¿Por qué quieres tanto a Judy? —le pregunté una vez a Juan.
—Judy está hecha para que la quieran. Es imposible no querer a Judy —respondió
prontamente imitando la voz infantil de la niña. Luego de una pausa, agregó—: Quiero a
Judy como quiero a las aves marinas. Hace sólo cosas fáciles, pero las hace con estilo.
Judy es Judy, tan completa y perfectamente como un pato es un pato. Si hiciese un día
las cosas de los adultos tan bien como hace hoy las cosas infantiles, sería una mujer
maravillosa. Pero no las hará. Cuando tenga que emprender tareas difíciles, arruinará su
estilo, como todos vosotros. Es una lástima. Pero mientras tanto, es Judy.
—¿Y tú? —dije—. ¿No perderás tu estilo?
—Todavía no he encontrado mi estilo —contestó—. Estoy tanteando y ya he arruinado
muchas cosas; pero cuando lo encuentre… bueno, ya veremos. Por supuesto —agregó—
, tal vez los adultos sean tan agradables para Dios como Judy para mí. Supongo que Dios
no quiere que mejoren su estilo. A veces yo mismo lo pienso. Siento que esa falta de
estilo es parte esencial de lo que son. Algo realmente fascinante. Pero creo que Dios
espera algo distinto de mí; o, dejando de lado el mito de Dios, yo espero algo diferente de
mí.
Pocas semanas después del crimen, Juan comenzó a interesarse, de un modo
sorprendente, por una esfera muy doméstica: la administración del hogar. Solía pasarse
hasta una hora siguiendo a Marta, la criada, mientras ésta se dedicaba a sus tareas
matinales, y observando las operaciones culinarias. Para entretener a Marta, lanzaba un
río de charla compuesto de escándalo, humor fácil y bromas sobre «sus amigos
masculinos». Dedicaba la misma atención minuciosa, aunque acompañada de otra clase
de conversación, a los trabajos de Pax en la despensa, la bodega o el cuarto de costura.
A veces interrumpía la charla para decir:
—¿Por qué no lo haces de esta otra manera?
Las respuestas de Marta a estas sugerencias variaban desde un altanero desdén hasta
una airada aceptación, según su estado de ánimo. Pax invariablemente atendía con
seriedad la nueva idea, aunque a veces protestaba:
—Pero si de esta manera lo hago muy bien, ¿por qué molestarse?
Sin embargo, adoptaba casi siempre las mejoras con una curiosa sonrisa que tanto
podía significar orgullo materno como indulgencia.
Poco a poco Juan introdujo en la casa una cantidad de cambios destinados a ahorrar
trabajo. Desplazó los estantes hasta colocarlos al alcance de un brazo normal, alteró el
nivel de la carbonera, reorganizó la despensa y el cuarto de baño. Intentó introducir sus
métodos en el laboratorio, sugiriendo nuevos modos de limpiar los tubos de ensayo,
esterilizar instrumentos y conservar drogas; pero después de unas pocas tentativas
abandonó esta actividad, porque como él decía:
—Al doctor le gusta ensuciarse los dedos a su manera.
A las dos o tres semanas, el interés de Juan por la economía doméstica se desvaneció.
Sólo de cuando en cuando prestaba atención a ciertos problemas particulares. Pasaba la
mayor parte del tiempo fuera de la casa, leyendo a orillas del mar. Cuando avanzó el
otoño y comenzamos a preguntarnos cómo se protegería del frío, nos pareció que se
aficionaba a las largas caminatas solitarias. Empleaba también mucho tiempo en
excursiones a la ciudad vecina.
—Voy a pasar el día en la ciudad a ver una gente que me interesa —nos anunciaba, y
a la tarde volvía cansado y absorto.
A fines del invierno, Juan, que ahora tenía diez años, me confió sus sorprendentes
operaciones comerciales de los últimos seis meses. En la mañana de un desagradable
domingo —las ventanas estaban tapizadas de escarcha—, me invitó a salir a caminar.
Rehusé con indignación.
—Ven —insistió—. Te vas a divertir. Quiero mostrarte mi taller. Lentamente guiñó uno
de sus enormes ojos y luego el otro.
Cuando llegamos a la playa mi impermeable dejaba filtrar el agua. Maldije a Juan y me
maldije a mí mismo. Marchamos pesadamente por la arena hasta, un sitio en que las
afiladas rocas de arcilla se convertían en una ladera no muy abrupta, pero cubierta de
arbustos espinosos. Juan se arrodilló y se metió gateando entre los arbustos. Se suponía
que yo debía seguirlo. Pero me fue imposible pasar por donde Juan, más menudo, había
entrado con facilidad. Luego de unos pocos metros, no pude seguir adelante, y las
espinas me pinchaban por todos los lados. Riéndose de mi aspecto y mis maldiciones,
Juan se volvió y me abrió paso con el cuchillo, el mismo, sin duda, con que había matado
al policía. Después de unos diez metros el sendero se abrió en un claro en la ladera. Al fin
pude incorporarme, y protesté:
—¿A esto llamas taller?
—Levanta eso —respondió Juan, riéndose, y señalando una plancha de hierro
acanalado, abandonada sobre la ladera. Un extremo estaba enterrado bajo un montón de
basura. La parte visible tenía aproximadamente un metro cuadrado. Alcé unos
centímetros la punta libre, me corté los dedos con el afilado borde oxidado, y solté una
palabrota.
—Ni pienso molestarme —dije—. Haz tú mismo este sucio trabajo, si quieres.
—Claro que no te molestarás —contestó—. Ni tú ni nadie que encuentre la chapa.
Metió la mano bajo las puntas sueltas y desenredó unos alambres oxidados. La
plancha se levantó fácilmente y se abrió como una puerta trampa en la ladera. Vi un
agujero negro circundado por tres grandes piedras. Juan se metió gateando y me dijo que
lo siguiese. Antes tuvo que retirar una de las piedras. Me encontré en una cueva baja,
iluminada por la linterna de Juan. ¡Así que éste era su taller! Evidentemente había sido
abierto en la roca arcillosa y revestido de cemento. Gruesos tablones cubrían el techo
apuntalado con postes de madera.
Juan encendió una lámpara de acetileno que colgaba de la pared.
—El aire exterior entra por un tubo y el humo sale por otro —comentó—. Hay además
un sistema de ventilación independiente. —Y señalando una docena de huecos en la
pared, añadió:— Tuberías de desagüe. Estas tuberías son comunes en la costa. Se
usaban en otro tiempo para desagotar los campos y solían verse a menudo cuando los
peñascos se derrumbaban.
Guardé silencio unos minutos estudiando la cueva. Juan me miraba con una sonrisa de
infantil satisfacción. Vi un banco de carpintero, un pequeño torno, una lámpara de soldar y
montones de herramientas. En la pared del fondo había unos estantes con diversos
objetos. Juan tomó uno y me lo alcanzó.
—Éste es uno de mis últimos inventos —dijo—. El más perfecto devanador de lana del
mundo. Se colocan los vellones en esta horquilla y un extremo de la lana en la ranura.
Luego se mueve así la palanca y se obtiene una suave madeja de lana. Todo hecho de
hoja de aluminio, y con unas pocas agujas de tejer también de aluminio.
—Muy ingenioso —dije—, pero ¿para qué te sirve?
—¡Cómo para qué, tonto! Voy a patentarlo y vender la patente.
Luego me mostró una chaqueta de cuero y dijo:
—Esto es un bolsillo separable e irrompible para niños. Y también para grandes, si
tuviesen bastante sentido común como para usarlo. El bolsillo se ajusta a esta tira en
forma de L. Cada par de pantalones tendrá una tira como ésta sólidamente cosida, de
modo que uno tendrá un par de bolsillos para todos los pantalones y no deberá
molestarse en vaciar los bolsillos al cambiar de ropa, ni mamá en remendarlos. Tampoco
perderá uno sus tesoros pues cierran perfectamente. Así.
Ni siquiera mi interés por la sorprendente iniciativa de Juan, tan infantil y tan brillante,
impidió que me sintiese helado por la humedad ambiente. Me quité el impermeable y dije:
—¿No te congelas trabajando aquí en invierno?
—Caliento la cueva con este aparato —dijo Juan, señalando una pequeña estufa de
petróleo con un tubo que atravesaba la habitación y se introducía en el muro. Procedió a
encenderla y colocó una cafetera encima, diciendo:
—Tomemos un poco de café.
Luego me mostró un aparato para barrer los rincones. Del extremo de una empuñadura
tubular surgía un cepillo parecido a un tirabuzón sin punta. Para hacerlo girar bastaba
empujarlo contra el rincón. En el interior del mango había una muesca en espiral, y el
mecanismo funcionaba como un lápiz automático.
—Creo que mi último invento me dará más dinero que ningún otro, pero es muy difícil
fabricarlo a mano.
El artículo que Juan me mostraba estaba destinado a convertirse en uno de los
inventos más populares y útiles relacionados con la ropa. Se difundió luego ampliamente
por Europa y América. La mayoría de las ingeniosas y lucrativas invenciones de Juan
tuvieron éxito, tanto que todos los lectores han de estar familiarizados con ellas. Podría
mencionar algunas, pero por razones privadas, relacionadas con la familia de Juan, no
debo hacerlo. Sólo diré que, salvo una mejora universalmente adoptada en el tránsito de
las carreteras, trabajó siempre en los objetos destinados a aliviar el trabajo doméstico. Lo
más sobresaliente de la carrera de Juan como inventor era su habilidad para producir no
sólo éxitos sensacionales y esporádicos sino una corriente regular de objetos útiles. Por
consiguiente, la descripción de algunos éxitos menores y algunos interesantes fracasos
daría una falsa impresión de su genio. El lector ha de completar este magro informe con
su imaginación. Bastará con que recuerde al usar alguna de esas eficaces contribuciones
a la comodidad moderna, que bien puede haber sido creada por el niño superhombre en
su cubil subterráneo.
Durante un rato Juan continuó mostrándome sus inventos. Puedo mencionar un
cortador de perejil, un limpialegumbres, diversos aparatitos para usar viejas hojas de
afeitar como sacapuntas, tijeras, etc. Había otros que nunca serían populares, como un
invento sorprendentemente eficaz para ahorrar tiempo y molestias en el váter. El mismo
Juan tenía dudas acerca de algunos inventos, incluso el bolsillo separable.
—Lo malo —decía— es que por buenas que sean mis invenciones, tal vez el Homo
sapiens tenga demasiados prejuicios para usarlas. Supongo que se aferrará a sus
bolsillos sucios.
El agua hervía, de modo que preparó el café y sacó a relucir una magnífica tarta, obra
de Pax.
Mientras bebíamos y comíamos le pregunté cómo mantenía su taller.
—Todo lo he pagado —me dijo Juan—. Conseguí un poco de dinero. Algún día te
contaré cómo. Pero necesito más, y lo tendré. Sí, lo tendré.
—Has tenido suerte en encontrar esta cueva —dije.
—¿Encontrarla? —Juan se rió.— La hice. La cavé con un pico, una azada y mis manos
blancas. —En este momento extendió una mano fuerte y nervuda hacia los bizcochos.—
Fue un trabajo de todos los diablos, pero me templó los músculos.
—¿Cómo transportaste los materiales? El torno, por ejemplo.
—Por mar, naturalmente.
—¡Pero no en la canoa! —exclamé.
—Envié todo a X —dijo Juan mencionando un puerto pequeño de la otra orilla del
estuario—. Hay allí un hombre que actúa como agente mío en asuntos de esta índole. Lo
tengo en mis manos, pues sé acerca de él ciertas cosas que no desea que conozca la
policía. Bueno, una noche descargó los cajones de las piezas en la playa, mientras yo
distraía un cúter del Club Náutico y recogía el material. Hubo que esperar a la marea alta,
y el tiempo era horrible. Transportar el material hasta la caverna casi acaba conmigo,
aunque los cajones eran pequeños. Y apenas tuve tiempo de devolver el cúter al
embarcadero antes del alba. Gracias a Dios, todo terminó. Sírvete otra taza, ¿quieres?
Mientras bebíamos junto a la estufa discutimos mi papel en el absurdo proyecto de
Juan. Al principio aquello me pareció asunto de burla, pero el diabólico poder de
persuasión de Juan por un lado, y los éxitos que ya había logrado por otro, me llevaron a
aceptar el plan.
—Ya ves —dijo—, hay que patentar todo esto y vender las patentes a los fabricantes.
Sería disparatado que una criatura como yo entrevistase a agentes de patentes y
hombres de negocios. Ahí es donde intervienes tú. Ofrecerás estas cosas bajo tu nombre
y a veces bajo nombre falso. No quiero que las gentes sepan que todas provienen de un
solo cerebrito.
—Pero Juan —contesté—, no tendré éxito. No sé nada de este asunto.
—Todo irá bien —me explicó—. Te diré exactamente lo que debes hacer en cada caso,
y si cometes errores, no tiene importancia.
La asociación que Juan había proyectado tenía una rara característica: aunque
podíamos manejar grandes sumas de dinero no haríamos ningún arreglo comercial
previo. Ni siquiera sobre la partición de los beneficios y ganancias. Sugerí un contrato
escrito, pero. Juan desechó la idea con un gesto desdeñoso.
—Mi querido —dijo—, ¿cómo podría pleitear contigo sin salir del anonimato, cosa que
no quiero hacer bajo ningún concepto? Además, sé muy bien que mientras te mantengas
sano física y mentalmente podré confiar enteramente en ti. Y lo mismo ocurrirá conmigo.
Éste será un trato amistoso. Puedes tomar lo que quieras de los beneficios apenas se
produzcan. Apuesto mi cabeza a que ni siquiera tomarás la mitad de lo que ganes.
Naturalmente, si empiezas a llevar a tu chica a tomar fresco a la Riviera en avión todos
los fines de semana, tendremos que regularizar las cosas. Pero no lo harás.
Hablé de la conveniencia de una cuenta bancaria.
—Oh —dijo—, he mantenido una cuenta en la rama londinense del Banco de… Pero
tendrás que desenvolverte en la mayoría de los casos con tu propio banco para que yo
pueda permanecer en la sombra. Estos inventos no saldrán como míos sino como tuyos y
de una serie de personas imaginarias. Tú eres su agente.
—Pero —protesté—, ¿no ves que así me das unos poderes excesivos? Supón que me
limite a usarte. Supón que se me suba a la cabeza el gusto del poder y cope el negocio.
No soy más que un Homo sapiens, no un Homo superior.
Por una vez pensé en mi interior que, después de todo, Juan no era tan superior.
Juan rió encantado ante mi observación, pero dijo:
—Mi querido, no lo harás. Claro que no. Me resisto a hacer arreglos comerciales. Sería
demasiado «sapiens". Nunca podríamos confiar el uno en el otro. Quizá te engañe, pero
sólo para divertirme.
—Bueno —suspiré—, llevarás las cuentas y verás cómo anda el dinero.
—¿Cuentas? ¿Para qué diablos quiero las cuentas? Las llevo en mi cabeza, pero
nunca les doy un vistazo.
7 - Aventuras financieras
A partir de ese momento mi propio trabajo se vio seriamente impedido por las
crecientes obligaciones que suponía la empresa comercial de Juan. Pasé gran parte del
tiempo viajando por el país, visitando agentes de patentes y fabricantes. Juan me
acompañaba a menudo. Yo lo presentaba siempre como «un joven amigo que quisiera
ver el interior de la fábrica». Se enteraba de esta manera del poder y las limitaciones de
los diferentes tipos de máquinas, lo que le permitía producir inventos de fácil fabricación.
En una de estas expediciones vi por primera vez que había en Juan una laguna, lo que
yo llamaba su punto débil. Me acercaba a los industriales con la penosa impresión de que
podían hacer de mí lo que quisieran. Me salvaba del desastre el consejo de los agentes
de patentes que, interesados en general por toda manifestación científica, estaban de
nuestro lado, no sólo por deber profesional, sino también por simpatía. Pero muy a
menudo el fabricante se las arreglaba para vérselas directamente conmigo, y en muchas
de estas ocasiones fui duramente perjudicado. No obstante, logré desarrollar con el
tiempo cierta facilidad para enfrentarme con el mundo de los negocios. Juan, por otra
parte, parecía incapaz de creer que esta gente estuviese en realidad menos interesada en
producir artículos ingeniosos que en explotarnos, a nosotros y a todos los demás. Sabía
que así era, y tenía el mismo desprecio por la moral del Homo sapiens que por su
inteligencia. Pero no podía terminar de comprender que los hombres fueran en realidad
tan tontos, hasta el punto de interesarse en hacer dinero como si se tratase de un juego
de destreza. Como cualquier otro muchacho apreciaba la emoción de vencer a un
adversario, y la emoción del triunfo en sus inventos. Pero la competencia industrial no
tenía para él ningún interés, y necesitó de numerosas y amargas experiencias para
entender cuánto significaba para la mayoría de los hombres. Aunque se había lanzado él
mismo a una gran aventura comercial, nunca sintió la fascinación de los negocios como
tales. Podía compartir casi todas las pasiones primitivas e instintivas del hombre, pero las
manifestaciones más artificiales de esas pasiones y, en particular, los apetitos del
individualismo económico no encontraban eco en él. Por supuesto, con el tiempo aprendió
a prever tales pasiones y llegó a utilizarlas en provecho propio. Pero miraba el mundo
comercial con un desprecio digno a veces de un niño, y a veces de un filósofo. Estaba, al
mismo tiempo, por debajo y por encima de ese mundo.
En la primera fase de la vida comercial de Juan, tu—, ve que interpretar por lo tanto el
papel de empedernido hombre de negocios. Desgraciadamente, como ya he dicho, yo
mismo estaba muy mal preparado para la tarea, y al principio nos desprendimos de
algunos buenos inventos por un precio que, descubrimos luego, era cómicamente
inadecuado.
Pero a pesar de los primeros desastres, tuvimos en general un éxito sorprendente.
Lanzamos veintenas de ingeniosos accesorios que han sido desde entonces
universalmente reconocidos como imprescindibles en la vida moderna. El público notó la
abundancia de invenciones menores que demostraban, según se decía, un nuevo florecer
de la capacidad humana después de la guerra.
Entretanto nuestra cuenta bancaria crecía a saltos, y nuestros gastos eran mínimos.
Cuando sugerí la instalación de un taller a mi nombre, Juan no aceptó. Esbozó diversos
argumentos no muy convincentes. Concluí que estaba decidido a aferrarse a su cueva por
amor infantil al sensacionalismo. Pero luego me confesó la verdadera razón y me
horroricé.
—No —dijo—, todavía no debemos hacer gastos. Vamos a especular en la bolsa.
Nuestro activo debe multiplicarse por cien, y luego por mil.
Protesté. Dije que nada sabía de finanzas, y que podíamos perder cuanto teníamos.
Me aseguró que él había estado estudiando, y que ya tenía en la cabeza algunos planes.
—Juan —le dije—, no puedes hacerlo. En ese campo la inteligencia sola no basta.
Para conocer el movimiento bursátil se necesita toda una vida. Y, además, aquí cuenta
sobre todo la suerte.
De nada valieron mis argumentos. Al fin y al cabo Juan tenía buenas razones para
fiarse de su propio criterio y no del mío. Y me probó que había estudiado seriamente el
tema en los periódicos financieros y congraciándose con los agentes de cambio locales
en los trenes que iban a la ciudad. Había dejado muy atrás al niño ingenuo que en su día
entrevistara al señor Magnate, pero gustaba aún de hacer hablar a la gente.
—Ahora o nunca —dijo—. Estamos en un período de prosperidad, inevitable después
de la guerra, pero dentro de unos años habrá tal crisis que la gente dudará del destino de
la civilización.
Me reí de su seguridad y me endilgó una conferencia sobre economía y el estado de la
sociedad occidental que ocho o diez años después sería tópico común de expertos en
cuestiones sociales. Al terminar su discurso, Juan dijo:
—Invertiremos la mitad del capital en la industria liviana inglesa (motores, electricidad),
que progresará con rapidez, comparativamente. El resto lo emplearemos en
especulaciones.
—Lo perderemos todo, supongo —respondí. Luego ensayé otra línea de ataque—. Y
por otra parte, esto de hacer dinero, ¿no es demasiado trivial para el Homo superior?
Creo que te ha picado el bichito de la especulación. Quiero decir, ¿qué pretendes
realmente?
—Está bien, Fido —respondió. Alrededor de esta época empezó a llamarme con ese
sobrenombre. Cuando protesté, me aseguró que el nombre provenía de faidw, palabra
griega que significaba «brillante»—. Está bien. No temas; no he perdido la cabeza. No me
interesan las finanzas en sí, pero en el mundo del Homo sapiens no hay nada mejor para
obtener poder, es decir dinero. Y necesito dinero. No rezongues. Hemos tenido un buen
comienzo, pero es sólo un comienzo.
—¿Y qué hay del «progreso del espíritu», como tú dices?
—Eso es la meta, desde luego; pero pareces olvidar que soy sólo un niño, y muy
atrasado. Debo hacer ante todo aquello que está a mi alcance. Es decir, prepararme,
obteniendo a) experiencia, y b) independencia. ¿Comprendes?
Evidentemente, así debía de ser. Pero acepté actuar como agente financiero de Juan
de muy mala gana; y cuando insistió, contra mi consejo, en realizar algunas
especulaciones arriesgadas, empecé a decirme que había sido un tonto al no tratarlo
como lo que era en realidad, sólo un niño brillante.
Las operaciones financieras de Juan no ocuparon su atención del mismo modo que sus
inventos. Pronto sus actividades se subordinaron al estudio de la sociedad humana y a las
absorbentes relaciones personales de su adolescencia. Había cierto desinterés en su
trato comercial que me resultaba exasperante, y aunque la mayor parte de nuestra fortuna
común estaba a mi nombre, no me podía decidir a actuar sin su consentimiento.
En los primeros seis meses de esta aventura nuestras pérdidas superaron a nuestras
ganancias. Al fin Juan comprendió que por este camino lo perderíamos todo. Después de
oír el relato de un desastre particularmente grave tuvo una de sus memorables salidas.
—Caramba —exclamó—, quiere decir que debo ocuparme con más seriedad de este
condenado asunto… ¡y hay tantas cosas que hacer, y que a la larga serán mucho mas
importantes! Veo que me va a resultar tan difícil derrotar al Homo sapiens en el juego de
las finanzas, como a éste derrotar a los monos en sus piruetas. El cuerpo humano no está
equipado para vivir en la selva, y quizás mi mente no esté equipada para la selva de los
asuntos financieros. Pero me las arreglaré de algún modo, así como el Homo sapiens se
las arregla para hacer piruetas.
Cuando por falta de experiencia Juan cometía un grave error, nunca trataba de
ocultarlo. En una ocasión narró con una despreocupación absoluta, sin excusarse ni
avergonzarse, cómo él, tan superior intelectualmente a todos los hombres, había sido
engañado por un vulgar estafador. Una de sus amistades comerciales había supuesto que
el interés del muchacho por la especulación no era totalmente espontáneo, y que,
presumiblemente, algún capitalista adulto lo estaba utilizando como espía. Este individuo
comenzó a tratar a Juan con gran amabilidad y a charlar con él acerca de sus actividades
rogándole encarecidamente el mayor secreto. De esta manera el Homo superior fue
engañado por el Homo sapiens. Juan insistió en que yo invirtiese grandes sumas de
dinero en asuntos recomendados por su amigo. Al principio me negué, pero Juan tenía la
seguridad de que íbamos a obtener grandes beneficios, y por fin accedí. No necesito
relatar la historia de estas desastrosas especulaciones. Baste decir que perdimos todo lo
que habíamos arriesgado y que el amigo de Juan desapareció.
Después de este desastre interrumpimos nuestras especulaciones. Juan pasaba gran
parte del tiempo fuera de su casa y también de su taller. Cuando le pregunté en qué se
ocupaba, me contestó:
—Estudio finanzas —pero se negó a ampliar la información.
En este período empezó a perder la salud. La digestión, su punto débil, le causaba
diversos trastornos, y se quejaba de dolores de cabeza. Llevaba evidentemente una vida
malsana.
Empezó a dormir fuera de su casa. Su padre tenía parientes en Londres y Juan los
visitaba cada vez más a menudo. Pero los parientes no toleraron mucho tiempo su
independencia. Desaparecía todas las mañanas y volvía muy tarde a la noche, o al día
siguiente, negándose a dar cuenta de sus actos. En consecuencia, las visitas debieron
terminar. Pero entre tanto Juan había aprendido que durante el verano, y a pesar de la
policía, podía llevar en la capital la vida de un gato abandonado. A sus padres les dijo que
conocía un hombre que tenía un apartamento y que le permitía ir a dormir no importaba
cuándo. En realidad, como supe mucho después, solía dormir en los parques o bajo los
puentes. También supe en qué andaba. Mediante una serie de ardides se las había
arreglado para ponerse en contacto con varios grandes financieros de Londres, a quienes
cautivó y divirtió. Sin la menor dificultad estudiaba sus pensamientos antes que lo
devolvieran en coche con una nota a casa de sus parientes, o le pagaran el viaje de
vuelta en tren, enviando una carta a los padres por correo.
He aquí una muestra de las cartas que tanto perturbaron al doctor y a Pax:
Estimado señor:
La gira ciclística de su hijo llegó a un fin imprevisto ayer a la tarde, cerca de Guilford, a
causa de un choque con mi auto. El muchacho admite plenamente su culpa. No sufrió
herida alguna, pero la bicicleta quedó en un estado que no admite arreglos. Como era
tarde lo llevé a mi casa a pasar la noche. Lo felicito por tener un hijo admirable cuya
precoz pasión por las finanzas me hizo pasar una amable velada. Mi chófer lo pondrá en
el tren de las 10.26 de la mañana en Euston. Le telegrafiaré cuando parta.
Atentamente suyo
(Firmado por un personaje cuyo nombre es mejor no divulgar.)
Tanto los padres de Juan como yo conocíamos esa gira ciclística, pero creíamos que
se había dirigido al norte de Gales. El hecho de que el accidente hubiese ocurrido tan
pronto, en Surrey, demostraba que había llevado la bicicleta en tren. De más está decir
que Juan no volvió en el tren de las 10.26. Se libró del chófer aprovechando la confusión
del tráfico y saltando del automóvil. Esa noche fue huésped de otro financiero. Si no
recuerdo mal, llegó a la casa, ya entrada la noche, con la historia de que él y su madre
estaban alojados en la vecindad, que se había perdido y había olvidado la dirección.
Como las investigaciones policiales no pudieron descubrir el paradero de la madre lo
alojaron esa noche y la noche siguiente en casa del financiero, es decir, el sábado y el
domingo. No dudo que aprovechó bien el tiempo. El lunes a la mañana, cuando el
importante hombre de empresa salió a atender sus negocios, Juan desapareció.
Después de algunos meses dedicados en parte a esas aventuras y en parte a sesudos
estudios sobre finanzas, economía política y evolución social, Juan se creyó preparado
para reanudar la acción. Previendo el escepticismo que me inspirarían sus planes operó
con dinero puesto a su nombre y no me dijo nada hasta que seis meses después mostró
los resultados: una considerable suma de dinero.
Con el tiempo, fue evidente que dominaba los secretos de las especulaciones
financieras como había dominado anteriormente la matemática. Ignoro qué principios
guiaban su actividad, pues dejé de participar en sus tratos comerciales salvo cuando,
como agente suyo, debía realizar alguna entrevista. Recuerdo que una vez me dijo:
—Al fin y al cabo, la especulación no es tan difícil. Basta conocer los hechos y el
mecanismo de la distribución del dinero en el mundo. Naturalmente, la suerte cuenta
mucho. Nunca se sabe con absoluta certeza dónde saltará la liebre, pero si se conoce
bien la liebre (me refiero al Homo sapiens) y el terreno, no hay mucho margen de error.
Con esta técnica, Juan amasó gradualmente, en la primera mitad de su adolescencia,
una importante fortuna. En gran parte yo era su poseedor legal. Parecerá raro que no
hablara a sus padres de esta riqueza hasta que llegó el momento de gastarla a manos
llenas.
—No deseo alterar sus vidas antes de lo necesario —decía— y no quiero que carguen
con el peso de un secreto.
Les dijo, por otra parte, que yo había ganado un montón de dinero, gracias a mi suerte
en la bolsa. Comencé a ayudar al matrimonio de distintas maneras, pagando por ejemplo
la educación de sus hijos y llevándolos a todos (incluso a Juan) a pasar las vacaciones en
el extranjero. La gratitud de los padres, debo decirlo, me resultaba muy penosa. Juan la
agravaba uniéndose despiadadamente al coro y llamándome «El Benefactor», título que
redujo luego a «Bene».
8 - Escandalosa adolescencia
Aunque Juan dedicó la mayor parte de su año decimocuarto a las finanzas, éstas no lo
absorbieron totalmente, y pronto pudo aplicar sus mejores energías a otros asuntos. Las
experiencias propias de su edad lo intrigaban cada vez más. Al mismo tiempo estudiaba
muy seriamente las potencialidades y limitaciones del Homo sapiens, tal como se
manifestaban en los problemas universales contemporáneos. Y a medida que creció su
desprecio por la especie normal, comenzó a buscar individuos de su propia naturaleza.
Aunque estas actividades se desarrollaban simultáneamente, convendrá tratarlas por
separado.
El despertar de la adolescencia de Juan fue tardío, comparado con el de los seres
normales, y su duración muy prolongada. A los catorce años tenía el físico de un niño de
diez. Cuando murió, a los veintitrés, era en apariencia un muchacho de diecisiete. Con
todo, aunque físicamente estaba atrasado para su edad, su inteligencia, su sensibilidad y
su temperamento parecían increíblemente desarrollados. Esta precocidad mental se
debía enteramente al poder de su imaginación. El niño normal se aferra a las actitudes e
intereses antiguos, aun después que hayan aparecido en él las capacidades propias del
adulto. Juan, en cambio, parecía aprehender toda novedad que germinase en su
naturaleza y la «forzaba» a florecer precozmente merced a la intensidad y el ardor de su
imaginación.
Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de su experiencia sexual. Debe advertirse que la
actitud de Pax y el doctor con relación a los problemas sexuales de sus hijos era poco
común en aquella época. Los tres crecieron desusadamente liberados de las vergüenzas
y obsesiones comunes. El doctor les inculcó una visión claramente fisiológica del
desarrollo sexual, y Pax trató las curiosidades y experiencias eróticas de sus hijos con
franqueza y humor.
Puede afirmarse por lo tanto que el punto de partida de Juan fue excepcionalmente
bueno. Pero sus conclusiones fueron muy diferentes de las de sus hermanos. El clima en
que éstos vivían era excepcional, ya que se les permitía desarrollarse naturalmente y no
caían así en las deformaciones habituales. Hacían todo aquello que se prohibe
solemnemente a la mayoría de los niños, y no se los condenaba. No dudo de que
practicaban todos los vicios, y pasaban luego, sin sentirse culpables, a otros intereses. En
el círculo hogareño se charlaba sobre el sexo y la gestación sin ninguna vergüenza; pero
no en público, «pues la gente no comprende todavía que eso no tiene importancia». Más
tarde, como es obvio, tuvieron relaciones sentimentales. Y luego ambos se casaron y
fueron, aparentemente, felices.
El caso de Juan fue absolutamente diferente. Como sus hermanos, se interesó en su
infancia por su propio cuerpo. Como ellos encontró un placer particular en ciertas zonas
corporales. Pero mientras que en ellos el interés sexual comenzó mucho antes que
adquiriesen plena conciencia de su personalidad, Juan tuvo ante todo conciencia clara y
vívida del «yo» y el «otro». En consecuencia, cuando la pubertad empezó a afectarlo, y su
imaginación aprehendió los primeros síntomas mentales, se lanzó de cabeza a una
conducta muy avanzada para su edad.
Por ejemplo, cuando Juan tenía diez años, pero era fisiológicamente mucho menor,
pasó por una fase de interés sexual algo similar a la sexualidad infantil del tipo común,
aunque enriquecida por una inteligencia e imaginación precoces. Durante algunas
semanas se divirtió y ultrajó a los vecinos decorando las paredes y puertas con traviesos
dibujos en los cuales algunos adultos que no le gustaban aparecían caricaturizados y
cometiendo diversos actos «obscenos». Arrastró a sus amigos por ese camino, y causó
tal alboroto, entre los padres del vecindario que el doctor debió intervenir. Esta fase, me
parece, se debió en gran parte a un sentimiento de impotencia, y por consiguiente de
inferioridad. Después de una semana o dos, perdió todo interés en este asunto tal como
había ocurrido con los combates cuerpo a cuerpo. Pero los meses se convirtieron en
años, y Juan sintió un claro y creciente placer en su propio cuerpo que cambió su actitud
hacia la vida. A los catorce años parecía un curioso niño de diez, aunque no era raro que
un observador sensible a las experiencias faciales lo considerara un «genio» de dieciocho
con un cuerpo raquítico. Sus proporciones eran en general las de un chico de diez años;
pero sobre un esqueleto de criatura se veía una musculatura magra y nudosa de la cual
su padre solía decir que no era del todo humana, y que una larga cola prensil completaría
bien el cuadro. No sé hasta qué punto este desarrollo muscular era debido a la naturaleza
o a una cultura física deliberada.
Cuando su rostro comenzó a perder su carácter infantil, los incesantes gestos
expresivos de la boca, nariz y cejas le daban ya una apariencia adulta, extraña y casi
inhumana. Evoco aquella época y creo ver un bribón, un joven prudente, un demonio y
una divinidad infantil. En verano su vestimenta habitual consistía en una camisa de color,
pantalones cortos y sandalias, casi harapientos. La cabeza muy grande, el pelo corto y
platinado, y los enormes ojos verdes de halcón parecían sugerir que aquellas ropas
habían sido adoptadas como disfraz.
Tal era su apariencia cuando empezó a descubrir su poder de atracción y su capacidad
de incitar a los demás a que se deleitasen en él tal como él se deleitaba en sí mismo.
Exageró, quizá, su deseo de conquista al reconocer que para la especie normal había en
él algo de grotesco y repelente. Su narcisismo se agravó y prolongó, me parece, por otra
circunstancia. Desde su propio punto de vista no tenía iguales, no había nadie capaz de
dedicarle esa mezcla de devoción y egoísmo que es el amor romántico.
Debo aclarar que al describir la conducta de Juan en esa época no pretendo
defenderla. La considero, por lo menos, egoísta. Si se tratara de cualquier otro, y no de
Juan, la hubiera condenado inmediatamente como expresión de una mente desordenada
y pervertida. Pero a pesar de los incidentes más lamentables de su carrera, estoy
convencido de que Juan era muy superior al resto de nosotros, tanto en sensibilidad moral
como en inteligencia. Por lo tanto, ya que debo describir ahora esa aparente mala
conducta, creo que lo justo es no condenarla, sino suspender el juicio y tratar de entender.
Me digo que, si Juan era en verdad un ser superior, gran parte de su conducta debía
chocarnos, ya que nosotros, con una sensibilidad menos fina, no podríamos aprehender
su verdadera naturaleza. En realidad, si su conducta hubiese sido simplemente la
idealización de la conducta normal humana, yo me hubiese sentido menos dispuesto a
considerarlo un ser esencialmente diferente y superior. Por otra parte debe recordarse
que aunque superior en capacidad, era aún un adolescente, y quizás, a su modo, sufrió
por la inexperiencia e imperfección propias de una mente juvenil. En fin, las propias
circunstancias le eran adversas, ya que se encontraba solo en un mundo de seres a los
que no consideraba totalmente humanos.
Esta nueva conciencia de sí mismo apareció por primera vez en Juan a los catorce
años, y se expresó luego en lo que sólo puedo llamar una orgía de aventuras
despiadadas. Era yo una de las pocas personas de su círculo a quien nunca trató de
conquistar, y me libré sólo porque no me consideraba presa de valor. Yo era su esclavo,
su perro, y en cierto modo estaba a su cuidado. Otro de los que escaparon fue Judy, ante
quien no sentía necesidad de hacer valer su seducción, sino más bien responsabilidad y
afecto.
Juan no había cesado de estudiar el mundo desde su nacimiento, pero de los catorce a
los dieciocho años ese estudio se hizo más profundo y metódico, hasta convertirse en un
extenso examen de la especie humana, su naturaleza, sus realizaciones y su estado
actual.
Esta vasta empresa tenía que realizarse en secreto, ya que Juan no quería llamar la
atención. Debía parecerse a un naturalista que estudia las costumbres de una bestia
peligrosa, acechándola con una cámara y unos gemelos, e introduciéndose en la manada
con una piel robada y un color falso. Infortunadamente sé muy poco de este aspecto de la
carrera de Juan, pues desempeñé en ella un papel sin importancia. Su disfraz era siempre
el del escolar precoz, pero tonto, que tan útil le había sido para ponerse en contacto con
los financistas, y recurría a la misma táctica, ahora más desarrollada, que había empleado
en esos asuntos. Esta técnica se combinaba con su destreza diabólica de seductor, y sus
métodos se ajustaban perfectamente a la mentalidad particular de cada sujeto.
Mencionaré sólo unos pocos ejemplos, y pasaré luego a dejar sentados los implacables
juicios que sus investigaciones le permitieron formular. Se puso en contacto con un
ministro haciéndose el enfermo ante la verja de su residencia privada. Debe recordarse
que Juan dominaba notablemente sus reflejos orgánicos, e influía en sus secreciones
glandulares, su temperatura, su proceso digestivo, los latidos de su corazón, la
distribución de la sangre en su cuerpo, etc. Era capaz así de producir síntomas muy
alarmantes, aunque los efectos no fueran serios. La mujer del ministro acostó y cuidó a
este patético y pálido enfermo mientras el ministro en persona llamaba al médico de la
casa. Antes que éste llegara, Juan era ya un convaleciente intrigante, activamente
ocupado en atar al ministro con sutiles lazos de compasión e interés. La ciencia médica,
en la persona del doctor, hizo lo posible por ocultar su asombro, y recomendó reposo
hasta que se diera con los padres de Juan. Pero éste argumentó, casi llorando, que sus
padres pasarían el día afuera, y que la casa estaría cerrada hasta la noche. ¿Podría
quedarse hasta que regresaran, y volver luego en un taxi? Cuando se fue, ya había
adquirido cierto conocimiento de la mente de su huésped y una invitación para volver.
La enfermedad artificial tuvo tanto éxito que se convirtió en uno de sus métodos
preferidos. La utilizó, por ejemplo, para relacionarse con un dirigente comunista,
completándola con una descripción de las horribles condiciones que reinaban en su hogar
desde que a su padre «lo habían despedido por organizar una huelga». Variantes del
mismo método con apropiados adornos religiosos, se usaron contra un obispo, un
sacerdote católico, y varias otras personas del clero.
Como ejemplo de una táctica diferente, puedo citar el caso de un eminente astrónomo
a quien Juan conquistó con una carta de escolar, de estilo ingenuo y brillante en la que
pedía permiso para conocer un observatorio. La solicitud fue concedida, y Juan llegó a la
cita equipado con un uniforme escolar y un telescopio de bolsillo. Este encuentro dio lugar
a otras conexiones con físicos, geólogos, fisiólogos.
El método epistolar fue utilizado también con un conocido filósofo y sociólogo de
Cambridge. Esta vez Juan desfiguró la escritura y se presentó con el pelo teñido, anteojos
oscuros y acento cockney. No quería que el filósofo lo identificara con el muchacho que
había conocido el astrónomo.
La carta estaba perfectamente adaptada a sus fines. Combinaba una escritura
deplorable con errores de ortografía, disgusto por la religión, asomos de análisis filosófico
—crudo, pero notable—, y un gran entusiasmo por los libros del filósofo en cuestión. Cito
un pasaje característico:
Mi padre me pega porque digo que si Dios hizo el mundo hizo una buena porquería. Le
dije que usted dice que es una estupidez golpear a los niños, y entonces me volvió a
pegar por saber que usted dijo eso. El que puede pegar a alguien —le dije—, no por eso
tiene razón. Me dijo que no se debía replicar a los padres. Le dije que no sabía lo que era
el bien o el mal sino lo que me gustaba y lo que no me gustaba. Dijo que eso era una
blasfemia. Permítame, por favor, visitarlo. Quiero saber qué es el pensamiento y. cómo
trabaja.
Ya había hecho Juan varias visitas al filósofo de Cambridge, cuando recibió una nota
del astrónomo. (Debí haber explicado que un joven maestro de escuela de los suburbios
londinenses le permitía usar su dirección postal.) El astrónomo le pedía que se
entrevistase con «otro muchacho muy despierto» que vivía en Cambridge y era amigo del
filósofo. La ingenuidad y la gracia que desplegó Juan para evitar esa reunión me
revelaron un divertido aspecto de su carácter, pero carezco de espacio para describirlo
aquí.
Trataré ahora de exponer las reacciones de Juan ante el mundo transcribiendo algunos
de sus comentarios sobre los individuos e instituciones que estudió en este período.
Comencemos por el psiquiatra. El veredicto de Juan sobre el eminente manipulador de
alma me reveló su desprecio por el Homo sapiens y su comprensión de los seres no
totalmente animales ni totalmente humanos.
Después de nuestra última visita al consultorio, aun antes que se cerrara la puerta,
Juan se permitió una larga carcajada que me recordó el grito del guaco asustado.
—Pobre diablo —exclamó—. Aunque… ¿qué podría hacer? Tiene que parecer
inteligente a toda costa, aunque no entienda nada. Está en un aprieto similar al de un
médium con éxito. No es un mistificador: hay algo de verdadera ciencia en su trabajo.
Puede resolver los casos claros, de orden mental más bien inferior, con problemas
esencialmente primitivos. Pero ni aun entonces sabe qué está haciendo, ni cómo obtiene
la curación. Por supuesto, tiene sus teorías, y le son muy útiles. Da a su desventurado
paciente grandes dosis de charla, como un médico que administrase píldoras de azúcar, y
el pobre tonto se lo cree todo, se siente animado y se las arregla para curarse a sí mismo.
Pero cuando se le presenta otra especie de caso, situado en un nivel mental superior
(seis pisos más arriba que el abrigado departamento de nuestro amigo, por así decirlo) el
fracaso es inevitable. ¿Cómo podría una mente de su categoría comprender a otra mente
sensible de veras a las cosas humanas? No me refiero a la sabiduría de los pedantes. Me
refiero a los sutiles contactos humanos, a los contactos con el mundo. Es una especie de
intelectual, con sus cuadros modernos, y sus libros acerca del inconsciente. Pero no es
plenamente humano, ni siquiera para las normas del Homo sapiens. No es de veras un
adulto, y el pobre hombre se encuentra desorientado ante gente realmente adulta. Por
ejemplo, a pesar de sus cuadros modernos, no entiende qué es el arte. Y sabe menos de
filosofía que un avestruz del vuelo a gran altura. No se le puede culpar. Sus alas no
podrían sostener esa mente pesada y pedestre. Pero no debería empeorar las cosas
escondiendo la cabeza en la arena y diciéndose a sí mismo que está estudiando los
cimientos de la naturaleza humana. Cuando se le presenta un caso con alas, con,
problemas provocados por su falta de ejercicio, nuestro amigo no entiende qué ocurre.
Dirá por ejemplo: «¿Alas? ¿Qué alas? Tonterías. Mírenme a d. Atrófieselas en seguida y
esconda la cabeza. Evitará así cualquier peligro». El paciente entra en una especie de
coma espiritual. Si el pobre individuo aguanta, queda completamente curado, y completa
mente inútil. Con frecuencia aguanta, pues su psiquiatra es muy hábil. Podría convertir a
un santo en un sátiro con un mero esfuerzo mental. ¡Pensar que esta civilización entrega
la curación de las almas a motos como éste! No se lo puede censurar, desde Imago:
Dentro de sus límites, es un hombre decente, y hace lo que puede. Pero es absurdo
esperar que un veterinario pueda curar a un ángel caído.
Juan criticaba la psiquiatría, pero no por eso respetaba las Iglesias. Si se interesó en
las prácticas y doctrinas religiosas no fue sólo con el propósito de estudiar al Homo
sapiens. Su motivo era en parte (al menos así me dijo) la esperanza de poder arrojar
alguna luz sobre ciertas experiencias nuevas y asombrosas que había realizado y que
quizá podrían ser del tipo comúnmente denominado religioso. Regresaba de sus
expediciones a iglesias y capillas en un estado de excitación que a veces se descargaba
en bromas groseras sobre los ritos, y otras en una exasperación y una perplejidad casi
histéricas. Al salir de uno de estos servicios observó:
—Noventa y nueve por ciento de fábula y uno por ciento de otra cosa, pero ¿qué?
Había en la voz de Juan una tensión que me obligó a mirarlo. Vi asombrado que tenía
los ojos llenos de lágrimas. Ahora bien, Juan dominaba normalmente sus reflejos
lagrimales. Desde su infancia no lo había visto llorar sino deliberadamente. Sin embargo,
éstas eran en apariencia lágrimas espontáneas, de las que no parecía tener conciencia.
De pronto se rió y dijo:
—¡La salvación de almas! Si uno fuera Dios, ¿no se reiría? ¿Qué importa si se salvan o
no? El deseo de salvarse es casi una blasfemia. Pero ¿qué es eso que cuenta realmente
y pasa a través de las fábulas como la luz a través de un vidrio sucio?
El Día del Armisticio acompañé a Juan a los servicios de la catedral apostólica romana.
El enorme edificio estaba atestado. La solemnidad de la ocasión ocultaba el artificio y la
insinceridad. La liturgia era perturbadora, aun para un agnóstico como yo. Uno sentía
espanto, casi, ante el poder que el culto tradicional podía tener sobre una masa de
creyentes impresionables. Juan había entrado en la catedral con su acostumbrado interés
desdeñoso por las pasiones del hombre, pero a medida que se desarrollaba el servicio,
parecía más y más absorto. Miraba a su alrededor con su inescrutable mirada de águila,
aunque no se fijaba aparentemente en los feligreses, el coro o los sacerdotes, sino en la
totalidad de la situación. Su rostro tenía una expresión que yo no conocía, una expresión
con la que me familiaricé más tarde, pero que todavía hoy no puedo interpretar
satisfactoriamente. Sugería sorpresa, asombro, una especie de éxtasis incrédulo, y aun
cierta diversión levemente marga. Supuse, como es natural, que Juan se divertía con la
locura y la solemnidad de nuestra especie, pero cuando dejábamos la iglesia me
sorprendió diciendo:
—Todo esto sería quizá espléndido si no tratasen por todos los medios de humanizar a
Dios. —Advirtió sin duda mi asombro, pues se rió y dijo:— Oh, ya sé que no vale nada.
¡Ese sacerdote! Basta ver cómo se inclina ante el altar. Todo es falso, intelectual y
emocionalmente; pero… bueno, ¿no percibes el eco de, o mejor, de alguna antigua y
valiosa experiencia vivieron quizá Jesús y sus amigos? Y algo remotamente parecido
sentían esos fieles, uno de cada ¿No te diste cuenta? Pero, naturalmente, cuando
trataban de ajustarlo a las doctrinas eclesiásticas, lo arruinaban todo.
Sugerí a Juan que su excitación y la de los otros eran producto de la solemnidad.
Claro, «proyectábamos» nuestras sensaciones, y creíamos encontrarnos algo
sobrehumano.
Juan me miró rápidamente y estalló en una alegre carcajada.
—Querido hombre —dijo, y creo que fue la primera vez que usó esa expresión tan
devastadora—, tú no adviertes ninguna diferencia entre esa excitación y otro, pero yo sí.
Y me parece que muchos de tu especie también la advierten. Por lo menos mientras no
hayan caído en manos de los «psicólogos».
Le pedí que fuera más explícito, pero sólo me dijo:
—Soy demasiado joven y todo esto es nuevo para mí. Ni siquiera Jesús pudo explicar
sus experiencias.
En realidad no trató de hacerlo. Se refirió sobre todo a los cambios que pueden traer
esas experiencias, y es posible que no hayan transcripto fielmente sus palabras. Soy
todavía muy joven.
Una entrevista con un dignatario de la Iglesia anglicana dejó a Juan en un estado de
ánimo muy distinto. Este dignatario era muy conocido en ese entonces por sus intentos de
renovar la Iglesia dando nueva vida a los antiguos dogmas. Juan se ausentó algunos
días. Cuando regresó parecía menos interesado en el dignatario eclesiástico que en un
comunista con quien se había encontrado anteriormente. Luego de oír su disquisición
sobre el marxismo le pregunté:
—¿Y qué me dices del reverendo?
—Sí, por supuesto, estuve también con el reverendo. Un hombre simpático y
comprensivo. El comunista no era tan simpático, ni comprensivo. Pero, evidentemente, el
Homo sapiens no puede ser simpático cuando se apasiona. Es curioso. Los miembros de
tu especie, cuando vislumbran una verdad inicial, como en el caso del comunismo,
parecen enloquecer. Y cuánto de religioso hay en realidad en este comunista. Lo ignora,
por supuesto, y odia esa palabra. Dice que los hombres deben preocuparse por el
Hombre, y por nada más. El comunismo es para él una especie de refugio moral, lleno de
deberes. Reniega de la moral y luego maldice a los otros por no ser santos comunistas. Si
no aplaudimos la guerra de clases, somos tontos, o esclavos, y perdemos el tiempo. Nos
dirá, naturalmente, que sólo la guerra de clases puede emancipar a los obreros. Pero no
es ésa la raíz de su conducta. El fuego interior que lo consume es, aunque lo ignore, la
pasión por el materialismo dialéctico, la dialéctica de la historia. Sólo desea ser un
instrumento de la dialéctica, y, misteriosamente, lo que en el fondo de su corazón quiere
decir con eso es lo mismo que la ley de Dios para los cristianos. Es raro. Dice que el
elemento válido del cristianismo es el amor al prójimo. Pero él no ama realmente al
prójimo. Mataría a cualquiera si pensará que así conviene a la dialéctica histórica. Lo que
verdaderamente comparte con los cristianos es una oscura pero activa conciencia de algo
superindividual. Desde luego, cree que ese algo es la masa de los individuos, el grupo.
Pero no es el grupo lo que inflama su entusiasmo. Es la justicia, el derecho y toda la
música espiritual que el grupo expresa. Por supuesto, sé que no todos los comunistas son
religiosos. Pero éste lo es. Y quizá también lo era Lenin. No basta con decir que su móvil
inicial fue el deseo de vengar a su hermano. En cierto sentido, eso es verdad; pero es
posible sentir detrás de casi todas sus palabras el propósito de convertirse en el
instrumento elegido por el destino, por la dialéctica, por algo que casi podría llamarse
Dios.
—¿Y el reverendo? —pregunté.
—El reverendo. Ah, sí. Bueno, es religioso así como la luz del fuego es luz solar.
Alguna vez los árboles petrificados del carbonífero crecieron al sol, y ahora en la
chimenea, arrojan un fulgor tembloroso que entibia agradablemente la habitación mientras
nadie las cortinas y no dejen entrar la noche. Afuera los hombres tropiezan en la
oscuridad, pero todo lo que el reverendo puede hacer es encender un buen fuego y
decirles que se sienten a su alrededor. Algunos se le meten en la sala, manchan de barro
la alfombra y escupen en el fuego. El reverendo se entristece, pero los soporta
noblemente porque, aunque no sabe lo que es amor, trata de amar al prójimo. claro que si
la gente se porta realmente mal, llamará por teléfono a la policía.
Citaré ahora algunas de las críticas de Juan a los comunistas.
—El comunista se cree noble y desgraciado. Por supuesto es desgraciado,
terriblemente desgraciado. La culpa la tiene tanto la sociedad como él mismo. Esta pobre
criatura se pasa la vida odiando la sociedad o los poderes que rigen la sociedad. Es un
saco de odio. Pero su odio no es realmente profundo. Es algo así como una autodefensa,
una autojustificación, que no se parece al odio que aplastó al Zar, se hizo fecundo y creó
a Rusia. La situación no es por ahora tan mala en Inglaterra. Todo lo que pueden hacer
actualmente es expresar su odio y dar a los demás una hermosa excusa para reprimir el
comunismo. Mucha gente rica, o que puede serlo, siente subconscientemente vergüenza
de sí misma, y odio también. Necesitan un chivo emisario en quien volcar ese odio, y
hombres como éste son para ellos un regalo de los dioses.
Dije que el odio de los pobres se justificaba más que el de los ricos. Esta observación
arrancó a Juan un discurso analítico y profético que el tiempo ha justificado.
—Hablas —dijo— como si el odio fuese siempre racional, o justo. Si quieres
comprender la Europa moderna y el mundo, debes tener en cuenta distintos factores, algo
relacionados entre sí.
»Primero, la necesidad casi universal de odiar algo, con razón o sin ella, descargar en
él nuestro propio mal, y luego destruirlo. Los espíritus enfermizos necesitan de ese odio.
Odian así a sus vecinos, sus mujeres, sus maridos, sus hijos, o sus padres. Pero se
exaltan sobre todo odiando a los extranjeros. Al fin y al cabo, una nación es,
principalmente, una sociedad fundada para odiar a los extranjeros, una especie de club
del odio.
»El segundo factor es el evidente desorden de la economía. Los poderosos tratan de
gobernar el mundo para su propio beneficio. Hasta no hace mucho lo consiguieron, pero
ahora la situación se les está escapando de las manos. El caos en que vivimos tiene esa
raíz. Los pobres, naturalmente, odian a los ricos que han creado este caos y no pueden
salir de él. Los ricos tienen miedo, y por el mismo motivo odian a los obres. La gente no
entiende que si el odio no fuese una necesidad profunda, el problema social seria, por lo
menos, enfrentado con inteligencia.
»Y por último, la idea, cada vez más difundida, de que la cultura científica es un error.
No quiero decir que la gente dude del valor de la ciencia. Es algo más profundo. Sienten
que la vida moderna es decepcionante. Hay algo de muerto en ella, algo estéril. Este
horror a la cultura moderna, la ciencia, la mecanización y la estandarización es más
reciente que las doctrinas bolcheviques.
»Los comunistas e izquierdistas en general echan la culpa de todo al capitalismo, pero
aceptan en su esencia la nueva cultura. Son racionalistas, mecanicistas. Otros en cambio
se rebelan. No saben por qué, pero sienten que esa cultura es deficiente. Algunos vuelven
a las iglesias, especialmente al catolicismo. Pero ha pasado mucha agua bajo los
puentes. Aquellos que no pueden tragar la droga cristiana buscan desesperadamente otra
cosa, aunque no saben qué. Y esta profunda necesidad, a veces inconsciente, se
confunde con el odio, y si el hombre pertenece a la clase media, con su temor a la
revolución social. Cualquier truhán, cualquier ambicioso puede utilizar rápidamente esta
mezcla de temor y odio. Así ocurrió en Italia, y así ocurrirá en otras partes. Apuesto a que
dentro de pocos años habrá en Europa todo un movimiento contra la izquierda, inspirado
parcialmente en el temor y el odio, y en la vaga sospecha de que algo anda mal en la
cultura científica. Ea más que una sospecha intelectual. Es una certeza que viene de las
entrañas, una especie de hambre real brutal y ciega. ¿No la sentiste en Alemania el año
pasado? Una profunda repugnancia, todavía inconsciente, a la máquina, la razón, la
democracia y la la cordura. Un confuso deseo de enloquecer, de convertirse de algún
modo en un poseído. Poco costará a los enriquecidos cultores del odio utilizar esas
tendencias, basadas en una confusa mezcla de búsqueda de sí mismo, odio, y esa
hambre del alma, tan valiosa, pero tan fácilmente inclinada a la crueldad. ¡Si el
cristianismo pudiera absorber y disciplinar ese apetito! Pero el cristianismo ha muerto.
Estos hombres inventarán probablemente alguna espantosa religión privada. Su dios será
el del club del odio, la nación. Los nuevos mesías (uno para cada tribu) no triunfarán por
la bondad, el amor, sino por la execración y la brutalidad. Pues eso es lo que todos
vosotros deseáis realmente, lo que duerme en lo hondo de vuestras entrañas y mentes
enfermas.
Esta parrafada no me impresionó mucho. Dije que los hombres mas inteligentes habían
superado al viejo dios de la tribu, y que todos los imitarían muy pronto. La risa de Juan me
desconcertó.
—¡Los más inteligentes! —dijo—. Uno de los principales defectos de esta desgraciada
especie es que los inteligentes se encuentran muy alejados de sus segundos, y
muchísimo más de los que ocupan el décimo puesto. Durante estos últimos siglos
enjambres de inteligencias han metido al pueblo en sucesivos callejones sin salida, y con
una valentía y resolución tremendas. Pero vuestra especie no puede abarcarlo todo. Si
observáis una serie de hechos perdéis de vista, invariablemente, otros hechos también
importantes. Y como no tenéis, prácticamente, un sentido interno que os guíe, a la
manera de una brújula, hacia los puntos cardinales de la realidad, no puede saberse
hasta dónde iréis, una vez que hayáis tomado el mal camino.
Aquí lo interrumpí.
—Es éste, sin duda, el resultado de ser inteligentes. La inteligencia nos ayuda a
progresar, pero puede extraviarnos.
—Es el resultado de vuestra condición —contestó Juan— superior a la de las bestias, e
inferior a la de los verdaderos hombres. Los pterodáctilos aventajaban a los anticuados
lagartos, pero estaban expuestos a otros peligros. Como volaban un poco, podían
estrellarse. Finalmente fueron superados por los pájaros. Y bien, yo soy un pájaro. —Hizo
una pausa y luego continuó:— Hace algunos siglos los seres más inteligentes estaban en
la Iglesia. En esos días nada podía compararse a la cristiandad, tanto por su significado
práctico como por su interés teórico. De modo que los más grandes espíritus se unieron a
ella, y generación tras generación exhibieron el brillo de sus inteligencias. Poco a poco
mataron el espíritu de la religión con su afanoso teorizar. No sólo eso, usaron también la
religión, o más bien sus preciosas doctrinas, para explicar los hechos físicos. Hasta que
llegó otra generación que desconfiando de la validez de esos raciocinios se puso a
observar cómo ocurrían en realidad las cosas en la naturaleza. Se creó así la ciencia
moderna; el hombre dobló su poder y cambió la faz del mundo. Las consecuencias fueron
similares a las de la religión. Las mentes más claras se dedicaron a la ciencia, o la tarea
de dar una nueva visión científica del universo, o una ética racional y práctica. Dominados
por la ciencia, por la técnica, y por la moral utilitaria perdieron todo recuerdo de la antigua
religión y se volvieron aún más ciegos que antes con respecto a su propia naturaleza. La
ciencia y la industria y la construcción de imperios no les dejó tiempo para dedicarse a
problemas íntimos. Por supuesto, algunos hombres inteligentes, y no poca gente común
ya desconfiaban de las ideas de moda. Después de la guerra esta desconfianza se
extendió aún más. La guerra reveló al siglo XIX como un siglo idiota. ¿Qué ocurrió
entonces? Algunos hombres inteligentes (inteligentes, recuérdalo) volvieron a las Iglesias.
Otros opinaron que debemos luchar por el progreso de la humanidad o la felicidad de las
gene— raciones venideras. Otros, sintiendo que la humanidad no tenía salvación,
adoptaron una actitud de exquisito desamparo, basada ya en el desprecio y el odio por
sus semejantes, ya en una compasión que en el fondo era lástima de sí mismos. Otros,
aficionados al arte y la literatura, decidieron gozar todo lo posible en este mundo
agonizante. Buscaron el placer a cualquier precio, pero un placer refinado. Por ejemplo
aunque querían suprimir todas las barreras, los placeres sexuales debían ser escogidos y
conscientes. Gustaban de las ideas por su sabor y su olor. Eran las moscas de una
civilización podrida. ¡Pobres desventurados! En el fondo debían odiarse a sí mismos.
Había buena pasta en ellos, pero se echaron a perder.
Juan había pasado recientemente varias semanas estudiando la intelligentsia. Se había
presentado en Bloomsbury interpretando el papel de genio precoz, y permitiendo que un
escritor muy conocido lo exhibiera como una rareza. Había actuado sin duda entre estos
hombres y mujeres jóvenes, brillantes y desorientados, con una energía y decisión
características, pues cuando volvió casi parecía un despojo. No transcribiré aquí sus
experiencias, pero sí algunas de sus opiniones.
—¿Sabes? —me dijo—, son realmente maestros de ideas, por lo menos de las ideas
de moda. Lo que piensan y sienten hoy, será lo que pensarán y sentirán los demás el año
que viene. Algunos son, de acuerdo con las normas del Homo sapiens, pensadores de
primera línea, o lo hubiesen sido en otras circunstancias. Atraen a los seres más
sensibles y más inteligentes del país, y estas pobres moscas caen en una tela de araña,
una sutil tela de convenciones (tan sutil que la mayoría no se da cuenta) y aletean y
aletean imaginando que vuelan a grandes alturas. Tienen la reputación de ser la gente
menos convencional del mundo, pero los maestros les imponen la convención de lo no
convencional. Son audaces, pero dentro de ciertos límites. La similitud de gustos, morales
e intelectuales, los hace fundamentalmente idénticos, a pesar de algunas diferencias
superficiales y pintorescas. Y las convenciones no son ni siquiera convenciones sólidas.
Consisten en ser «brillante», y «original» y tener «experiencias». Algunos son brillantes y
originales de acuerdo con los cánones de la especie, y otros saben escoger sus
experiencias. Pero, atrapados en esa tela de araña, todo se reduce a una mera agitación.
No hay vuelos verdaderos. El brillo es sólo lustre; la originalidad, perversión, y las
experiencias, experiencias crudas. No me refiero con esto a las experiencias sexuales,
aunque su afán de romper con la tradición y escapar al sentimentalismo los hizo caer en
una extravagancia vulgar y estéril. Me refiero a la crudeza de… bueno, de espíritu.
Aunque a menudo son muy inteligentes, para su especie, se entiende, no han logrado
captar los aspectos más finos de la experiencia. Y esto se debe en parte, me parece, a
una total carencia de disciplina espiritual, y en parte a un miedo oscuro y casi
inconsciente. Son todos muy sensibles al placer y al dolor; pero cuando tropezaron por
vez primera con una experiencia fundamental les pareció aterradora. Evitaron desde
entonces esas experiencias, y compensaron esa perpetua huida lanzándose a toda suerte
de juegos menores y superficiales, aunque sensacionales, sin dejar de hablar
solemnemente de la Experiencia, con E mayúscula.
Este análisis me incomodó, pues no se me escapaba que podía aplicárseme. Juan me
adivinó sin duda el pensamiento, pues me sonrió y hasta se rebajó a guiñarme un ojo, de
un modo perfectamente vulgar. Luego dijo:
—Al que le caiga el sayo… ¿no, viejo? No, no te preocupes. No estás preso en la tela
de araña. El destino te ha salvado.
Una semana después de esta charla, el humor de Juan pareció cambiar. Hasta
entonces había sido despreocupado, y hasta impúdico en sus comentarios e
investigaciones. En sus épocas de mayor seriedad exhibía el interés amable, aunque
distante, de un antropólogo que estudia una tribu primitiva. Hablaba voluntariamente de
sus experiencias y defendía con pasión sus opiniones. Pero de pronto se hizo menos
comunicativo, y cuando condescendía a hablar, sus discursos eran severos y concisos. La
ironía y la burla desaparecieron. En su lugar desarrolló el hábito de demoler con frialdad y
monotonía los argumentos ajenos. Esto pasó también, y su única reacción ante un
comentario de interés general fue una mirada sombría y fija. Así contemplaría el hombre
solitario al perrito que le hace fiestas cuando siente la necesidad de compañía humana. Si
algún otro me hubiese tratado así, me habría sentido ofendido. Viniendo de Juan, me
desconcertaba. Me daba una penosa conciencia de mí mismo y el irresistible deseo de
volver los ojos y ocuparme de cualquier cosa.
Sólo una vez se expresó francamente. Yo había ido a su taller con el propósito de
discutir uno de sus proyectos financieros. Juan estaba acostado en su litera, balanceando
una pierna en el aire. Tenía las dos manos debajo de la cabeza. Me embarqué en el
asunto, pero era evidente que Juan estaba distraído.
—Maldita sea, ¿no puedes escucharme? —dije—. ¿Estás inventando otro aparatito, o
qué?
—Inventando, no —replicó—. Descubriendo.
Había tal solemnidad en su voz que sentí miedo.
—Oh, por favor, explícate. ¿Qué te ocurre estos días? ¿No puedes decírmelo?
Juan volvió su mirada del techo a mi cara. Me miró fijamente. Empecé a llenar mi pipa.
—Sí, te lo diré —contestó—. Si puedo, o todo lo que pueda. Hace algún tiempo me hice
una pregunta. La situación actual del mundo ¿es un mero accidente, una enfermedad,
que podría haberse evitado o curado? ¿O es algo inherente a la naturaleza misma de tu
especie? Bueno, ésta es la respuesta. El Homo sapiens es una araña que trata de
escapar de una bañera. Cuanto mas sube, mas empinada es la pared, y tarde o temprano
caerá. Puede moverse sin dificultades mientras está en el fondo, pero apenas empieza a
trepar, resbala. Y cuanto más sube, más cae. No importa qué dirección tome. Puede
iniciar, sucesivamente, varias civilizaciones, pero antes de alcanzar la cima, ¡abajo!
Protesté contra la seguridad de Juan.
—Quizás sea así —dije—, pero ¿cómo puedes saberlo? El Homo sapiens es un ser
ingenioso. ¿Y si la araña logra que sus patas se adhieran a las paredes de la bañera? O
supongamos que no sea una araña, sino un escarabajo. Los escarabajos tienen alas. A
menudo no las usan; pero ¿no hay acaso signos de que la actual ascensión del Homo
sapiens difiere de todas las anteriores? El poder mecánico da seguridad a sus patas y yo
diría que sus alas también se mueven.
Juan me miró silenciosamente, y respondió como desde muy lejos:
—No tiene alas, no tiene alas. —Y luego dijo, con una voz más normal:— En cuanto al
poder mecánico, podría serle útil, pero no sabe qué hacer con él. Para cada tipo de
criatura hay un límite posible de desarrollo, un límite inherente al plano de su
organización. El Homo sapiens alcanzó ese límite hace un millón de años y ahora ha
iniciado un juego peligroso. Para dominar la situación actual se necesita un ser de mayor
capacidad que el hombre. Por supuesto, puede ser que no caiga justo en este momento.
Puede salir de esta crisis particular de la historia. Pero si lo logra, lo atacará la parálisis.
Nunca podrá volar. El poder mecánico es vitalmente necesario para el espíritu humano,
pero mortal para el espíritu subhumano.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿No confías demasiado en tu propio juicio?
Los labios de Juan se apretaron, esbozando una torcida sonrisa.
—Tienes razón —dijo—. Hay otra posibilidad. Si por inspiración divina, toda la especie,
o por lo menos la mayor parte de ella, se hiciese de pronto verdaderamente humana,
sería diferente.
Lo tomé como una ironía, pero él prosiguió:
—No, no, hablo muy en serio. No es imposible. Debes interpretar mi expresión «por
inspiración divina» como redimida de su pequeñez, de su propia naturaleza espiritual
rudimentaria, por medio de un aporte súbito y espontáneo de fuerza. A muchos hombres
les ocurre algo semejante. Eso fue, por ejemplo, el advenimiento del cristianismo. Pero los
redimidos fueron pocos y el filón se extinguió. Si el milagro no se repite, con mayor
extensión y poder, no hay esperanzas. Los primitivos cristianos, los primitivos budistas, y
todos los otros, no llegaron a ser verdaderamente humanos. En cuanto a la inteligencia
estaban como antes, y en cuanto a la voluntad, el cambio era profundo, pero poco firme.
No lograron integrar su ser en un orden distinto y armonioso. O, dicho de otra manera,
conseguían convertirse en santos, pero rara vez en ángeles. Lo subhumano y lo humano
no se conciliaban. Obsesionados por la idea del pecado y la salvación del alma, no fueron
capaces de vivir una nueva vida con alegría y espontaneidad creadoras.
Callamos unos instantes. Volví a encender mi pipa, y Juan dijo:
—El fósforo número nueve.
Era cierto, conté los restos de ocho fósforos aunque yo no recordaba haberlos
encendido. Juan, desde la cama, no podía ver el cenicero. Por más abstraído que
estuviera, notaba siempre todo lo que ocurría a su alrededor.
En seguida empezó a hablar otra vez. Me miraba continuamente, pero yo sentía que se
dirigía sobre todo a sí mismo.
—En una época —dijo— pensé que debía hacerme cargo del mundo y ayudar al Homo
sapiens a rehacerse, sobre una base mas humana. Pero veo ahora que sólo eso que los
hombres llaman «Dios» podría lograr algo. O si no un ejército de seres superiores venidos
de otro planeta u otra dimensión. Pero me pregunto si se tomarían la molestia. Los
terráqueos serían probablemente para ellos cabezas de ganado, posibles colecciones de
museo, animalitos domésticos, o quizá sólo unos bichos repugnantes. De todos modos si
quisiesen mejorar al Homo sapiens, me parece que lo conseguirían. Pero yo no puedo.
Creo que, si me lo propusiera, podría apoderarme del poder, encargarme de la especie
normal, y hacer del mundo algo más satisfactorio y feliz; pero tendría que aceptar en
última instancia las limitaciones de la especie. Tratar de que superasen sus capacidades,
sería como querer civilizar un grupo de monos. El caos sería extraordinario. Se unirían
contra mí, y a la larga o a la corta me destruirían. Tendría que aceptarlos como son, y eso
sería desperdiciar mis mejores poderes. Más vale que dedique mi vida a criar pollos.
—Hablas con demasiada arrogancia —exclamé—. No podemos ser tan malos como
crees.
—¿No? Claro, tú eres uno de ellos —dijo Juan—. óyeme. Mis investigaciones en
Europa me llevaron mucho tiempo. ¿Y qué descubrí? Creía ingenuamente que las
personas más prominentes, los mejores pensadores, los jefes, en el verdadero sentido de
la palabra, serían casi seres humanos. Racionales, eficientes, desprendidos, íntegros.
Nada de eso. En su mayoría están por debajo del nivel común. La posición misma los ha
echado a perder. Piensa en el viejo Z. (Nombró a un ministro del gabinete.) Si lo vieses
como lo vi yo, te sorprenderías. No siente nada fuera de las cosas que atañen a su pueril
autoestimación. Todo llega a él a través de una capa de nociones preconcebidas, clichés,
frases diplomáticas. Una mosca que vuela sobre un río tiene más idea de los peces que él
de la política. Recurre, por supuesto, al ardid de repetir una serie de frases que podrían
significar algo, pero no para él. Frases que son piezas en el rompecabezas de la política.
No vive para las cosas reales. Toma otro caso: el de Y, magnate del periodismo. Es una
rata del arroyo, de escasa inteligencia, que ha encontrado una receta para hacer dinero.
Le hablas de la realidad y no sabe a qué te refieres. Pero no sólo en la gente de esta
clase se da esa combinación de poder e insustancialidad. Hay verdaderos conductores,
como el joven X, cuyas ideas revolucionarias van a afectar enormemente el pensamiento
social. X es hombre inteligente, y de carácter. Pero nadie, ni él mismo, conoce sus
verdaderos motivos. Pasó miserias hace algún tiempo, y ahora desea vengarse.
Dejémosle, y ojalá tenga suerte. Pero piensa en lo que es tener esa meta, aun
inconscientemente. Le ha permitido trabajar con eficacia, pero también lo ha estropeado,
pobre hombre. O toma el caso del filósofo W, que tanto ha hecho por destruir la confianza
simplista de la vieja escuela en las palabras. Su problema es similar al de X. Lo conozco
muy bien a ese bicharraco. La raíz de todos sus esfuerzos es la idea que tiene de sí
mismo: hombre que no se inclina ante otros hombres ni ante Dios, exento de prejuicios y
sentimentalismos, fiel a la razón, pero no su ciego esclavo. Todo esto que podría ser
admirable, lo obsesiona de tal modo que pierde la cabeza. No se puede ser un verdadero
filósofo si se tiene una obsesión. ¿Y V? Los electrones o las galaxias carecen de secretos
para él, y ha tenido ciertas experiencias de tipo espiritual. Y bien, ¿cómo funciona esta
vez el mecanismo? Es una criatura amable y simpática. Le gusta pensar que el universo
es irreprochable, desde el punto de vista humano. De ahí sus investigaciones y
especulaciones. Por otra parte su experiencia espiritual le indica que la ciencia es
insuficiente. Muy bien, otra vez; pero como su experiencia espiritual no es muy profunda y
se mezcla con su bondad, ésta le hace decir cosas acerca del universo que son meras
invenciones.
Juan calló. Luego suspiró y dijo:
—De nada sirve seguir. La conclusión es muy simple. El Homo sapiens está al final de
su carrera, y no voy a dedicar mi vida a una especie condenada.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no? —le pregunté.
—Sí —dijo—, perfectamente seguro de mí mismo en ciertas cosas, y totalmente
inseguro en otras. Pero hay algo evidente. Si me encargase del Homo sapiens no podría
hacer mi verdadero trabajo. No sé todavía en qué consiste. Pero tiene su raíz en mi
interior. Por supuesto, no se trata de salvar mi alma. Yo, como individuo, puedo
condenarme sin que el universo se entere. En realidad, mi condenación podría contribuir a
la belleza del mundo. No me preocupo por mí mismo, pero pienso que puedo hacer algo
importante. Esto lo sé. Sé que debo empezar… bueno, por el descubrimiento interior de
una realidad exterior, objetiva. ¿Me sigues?
—No muy bien —dije—, pero continúa.
—No —contestó—, no por ese camino. No hace mucho sentí miedo, miedo de veras. Y
no me asusto fácilmente. Yo había ido a la final del campeonato de fútbol, para ver a la
muchedumbre. Recordarás que la lucha fue reñida y tres minutos antes del final se
produjo un incidente por un foul. La pelota entró en la portería antes que sonara el silbato
del árbitro y ese gol decidía el partido. Bueno, el público enloqueció. No me asusté porque
pudiesen herirme. No en la refriega. No, me habría gustado muchísimo pelear si hubiera
sabido de qué lado ponerme y si hubiese habido una razón. Pero no la había. Era
claramente un foul. El precioso «instinto deportivo» de la muchedumbre no sirvió de nada.
Perdieron la cabeza y se transformaron en bestias. Sentí entonces, con un
estremecimiento, que yo era diferente de todos los otros: un hombre solo en medio de un
rebaño. Era ésta una buena muestra de la población del mundo, de los mil seiscientos
millones de Homo sapiens; una muestra que emitía un rugido característico, y ahí estaba
yo, una criatura torpe, ignorante, pero humana, realmente humana, quizá el único ser
realmente humano en el mundo. Y por ser realmente humano se alzaba ante mí la
posibilidad de una nueva meta espiritual y era mas importante que el resto de los mil
seiscientos millones. Pero aquellos aullidos eran lo peor. No temía a esos hombres, sino a
lo que representaban. No los temía como individuos, por así decirlo. Desde ese punto de
vista la sensación de estar solo me resultaba emocionante; si se hubiesen vuelto contra
mí, me habría peleado con todos ellos. Pero me asustaba el pensamiento de mi enorme
responsabilidad y las dificultades que encontraría en mi camino.
Juan calló. Yo estaba tan asombrado por la importancia que se atribuía, que no supe
qué decir. Al rato, Juan dijo:
—Ya sé, Fido, que esto te parecerá fantástico. Pero quizás pueda hacerte comprender.
Nadie ignora la posibilidad de otra guerra mundial que podría acabar con todo. Y la
situación es más grave aún de lo que se piensa. No sé realmente qué le ocurrirá a la
especie; pero, por razones psicológicas, si no se produce un milagro, puede temerse lo
peor. He conocido a muchos hombres grandes y pequeños y veo claramente que, en
asuntos importantes, el Homo sapiens es una especie difícil de educar. No ha aprendido
la lección de la última guerra. No muestra mas inteligencia práctica que una mariposa que
se acerca una y otra vez a la llama de una vela, hasta quemarse las alas. Mucha gente ve
el peligro. Pero son los que no actúan. Con esta nueva religión del nacionalismo y los
adelantos de la técnica, el desastre es casi inevitable. A menos que se produzca un
milagro; lo que, por supuesto, puede ocurrir. Un salto hacia adelante, hacia una
mentalidad más humana; una revolución social y religiosa que abarcara el mundo entero.
Y si no, bastarán quince o veinte años para que la enfermedad se transforme en agonía.
Las grandes potencias se atacarán entre ellas, y la civilización concluirá en unas pocas
semanas. Desde luego, yo podría demorar la explosión. Pero, como ya te dije, sería
renunciar a la única tarea realmente vital e importante. La cría de pollos no vale tal
sacrificio. En verdad, Fido, estoy harto de tu maldita especie. Debo luchar por mí mismo,
y, si es posible, evitar que el desastre próximo me aplaste.
11 - Extraños encuentros
Juan tomó su grave decisión a propósito del Homo sapiens en una época en que se
preparaba en él una importante crisis espiritual. Unas semanas después del incidente que
acabo de describir, se encerró más que nunca en sí mismo y evitó la compañía de sus
antiguas amistades. Su interés por las curiosas criaturas que solía frecuentar desapareció
de pronto. Su conversación se hizo superficial, aunque en algunas ocasiones se ponía a
discutir furiosamente con cualquiera. Parecía como si desease intimar con nosotros y no
pudiese. Me invitaba a ir al campo, o a un teatro, y después de algunos esfuerzos por
recobrar nuestra antigua confianza, caíamos en un lamentable silencio. A veces seguía a
su madre como un perrito, sin abrir la boca. Pax estaba muy preocupada y temía en
realidad «que se le estuviese debilitando el cerebro», tan callado y deprimido se mostraba
el muchacho. Una noche, unos quejidos la llevaron a la habitación de Juan. «Lloraba
como un niño que no puede salir de una pesadilla», comentó más tarde. Le acarició la
cabeza y le preguntó qué le pasaba. Entre sollozos Juan le dijo:
—Oh, Pax, ¡estoy tan solo!
Pasaron así varias semanas, y un día Juan desapareció. Sus padres estaban
acostumbrados a estas ausencias, que nunca eran muy largas, pero esta vez recibieron
una tarjeta sellada en Escocia, donde Juan anunciaba que pasaría unas vacaciones en
los picos del norte. No volvería «por un tiempo».
Un mes después, cuando ya comenzábamos a inquietarnos, mi amigo Ted Brinstone, a
quien le había hablado de Juan, me contó que McWhist, el alpinista, había encontrado
«una especie de muchacho salvaje en las montañas de Escocia». Se ofreció para
ponerme en contacto con McWhist.
Días después, Brinstone me invitó a cenar con McWhist y su compañero Norton. Me
sorprendió y desconcertó ver que los alpinistas evitaban referirse al incidente. El alcohol,
sin embargo, o mi ansiedad a propósito de Juan, vencieron finalmente toda resistencia.
Habían explorado los mal conocidos despeñaderos de Ross y Cromarty, luego de levantar
la tienda a orillas de un lago. Un día caluroso, mientras escalaban la resbaladiza ladera de
una montaña que no quisieron nombrar, oyeron unos extraños sonidos que venían
aparentemente de la hondonada. Estos sonidos no eran ni totalmente animales ni
totalmente humanos y decidieron descubrir su origen. Llegaron así a un arroyo y
encontraron un muchacho desnudo, no muy lejos de la orilla, que cantaba o aullaba. Era
algo «escalofriante» dijo McWhist. Al verlos, el muchacho echó a correr, escondiéndose
entre los arbustos. Lo buscaron inútilmente.
Unos días después narraron este episodio en una pequeña taberna. Un hombre del
lugar, de barba roja, que había bebido bastante, contó inmediatamente una serie de
encuentros con ese muchacho… si era muchacho y no un genio de las aguas. El sobrino
del tabernero dijo entonces que él lo había perseguido hasta que desapareció
transformándose en un remolino de nieve. Otro se había topado con él en un acantilado y
los ojos de la criatura eran grandes como balas de cañón, y negros como el infierno.
Esa misma semana los alpinistas se encontraron otra vez con el joven. Estaban
escalando una escarpada chimenea, y habían llegado a un punto de donde parecía
imposible seguir avanzando. McWhist, que dirigía el ascenso, había izado a su
compañero y se disponía a circundar una saliente muy escabrosa en busca de otra ruta.
De pronto una manó pequeña apareció en el extremo más lejano del pico. Un momento
después asomó un cuerpo delgado y moreno, seguido por un rostro singularmente
extraño. Por la descripción de McWhist tuve la certeza de que se trataba de Juan. Me
preocupó el énfasis con que el alpinista hablaba de la delgadez del rostro. Las mejillas
parecían haberse convertido en arrugados trozos de cuero, y la mirada tenía un brillo
inusitado. Casi en seguida el rostro adquirió una expresión de acentuado disgusto, y
desapareció otra vez detrás del pico. McWhist se asomó a la saliente. Juan descendía por
la cara lisa de la montaña que los alpinistas habían encontrado impracticable. Al relatar el
incidente, McWhist exclamó:
—Dios mío, el muchacho sabía descender. Resbalaba prácticamente por la roca.
Cuando llegó al fondo del abismo, cortó camino hacia la izquierda y desapareció.
El encuentro final con Juan fue más prolongado. Los alpinistas, calados hasta los
huesos, bajaban dificultosamente de la montaña en medio de una tormenta nocturna. El
viento era tan violento que apenas podían avanzar. Advirtieron, de pronto, que se habían
extraviado y que estaban del otro lado de la montaña, rodeados de precipicios. Pero, con
la ayuda de las cuerdas, comenzaron a bajar por un desfiladero, cerrado por rocas
desmoronadas. Descendían aún, cuando los sorprendió un olor a humo. La humareda
salía de detrás de una losa, en un ángulo de la montaña. Dificultosamente, apoyándose
en unas salientes escasas y poco seguras, McWhist consiguió llegar a una plataforma, al
pie de la losa humeante. Norton lo siguió. Por debajo y por los costa dos de la losa se
veía luz. Unas piedras más pequeñas y las laderas de la chimenea sostenían la losa.
Inclinándose hacia adelante miraron por el agujero iluminado. Era una caverna de forma
irregular, donde ardía un fuego de carbón y brezos. Juan yacía en una cama de hierbas
secas. Miraba fijamente el fuego y tenía el rostro bañado en lágrimas. Estaba desnudo,
pero cerca de él había un montón de pieles. Junto al fuego, en una piedra chata, se veían
los restos de un ave asada.
Inmensamente desconcertados, los alpinistas se retiraron en silencio. Pero en seguida
decidieron en voz baja que debían intervenir. Hicieron sonar sus botas en las rocas, como
si acabasen de llegar a la cueva, y McWhist, sin hacerse ver, preguntó a gritos si había
alguien. No hubo respuesta. Espiaron otra vez por la pequeña abertura. Juan no se había
movido. Cerca del pájaro asado, había una lanza o cuchillo de hueso, de típica factura
casera, pero cuidadosamente afilado. Desparramados por el suelo se veían otros
implementos del mismo material, algunos decorados con dibujos. Había también una
especie de caramillo de juncos y un par de sandalias. Los alpinistas se asombraron ante
la falta de signos de civilización; no había, por ejemplo, ningún objeto metálico.
Llamaron otra vez, pero Juan tampoco respondió. McWhist entró entonces
ruidosamente y puso una mano sobre los desnudos pies del muchacho, sacudiéndolo con
suavidad. Lentamente Juan se volvió y miró desconcertado al intruso; luego, de pronto,
pareció animado por una hostil inteligencia. Se arrodilló de un salto y tomó una especie de
estilete de cuerno de venado. Los enormes ojos relampagueantes y el inhumano ronquido
sorprendieron tanto a McWhist que éste retrocedió hasta la estrecha boca de la caverna.
—Entonces —continuó McWhist— ocurrió una cosa extraña. La furia del muchacho
desapareció y me miró atentamente como a una bestia desconocida. De pronto pareció
pensar en otra cosa. Arrojó el arma, y volvió a contemplar el fuego con aquella mirada de
atroz desventura. Se le humedecieron los ojos y la boca se le torció en una especie de
sonrisa desesperada.
En este punto McWhist interrumpió su narración, con una expresión huraña y triste a la
vez. Dio unas cuantas chupadas violentas a su pipa, y al fin prosiguió:
—Era evidente que no podíamos dejarlo en aquel estado, de modo que le pregunté si
podíamos hacer algo por él. No contestó. Volví a acercarme y me agaché a su lado,
esperando. Le puse una mano en la rodilla tan suavemente como me fue posible. Se
sacudió, estremeciéndose, y me miró con el ceño fruncido como si tratara de ordenar sus
pensamientos. Llevó la mano al estilete, se contuvo, y al fin dijo con una dura sonrisa
infantil: «Oh, por favor entren. No golpeen. Es un lugar público». En seguida agregó:
«Qué plaga, ¿no pueden dejar tranquila a la gente?». Le dije que lo habíamos encontrado
por casualidad, pero que no habíamos podido dejar de inquietarnos. Le conté que nos
había sorprendido mucho su manera de trepar la vez pasada. Era una pena verlo allí,
solo, lejos del mundo. Le pregunté si quería volver con nosotros. Sacudió la cabeza,
sonriendo, y dijo que estaba muy bien. Quería pensar y necesitaba unas vacaciones. Al
principio le había costado alimentarse, pero ahora había vencido todos los
inconvenientes, y le sobraba tiempo. Luego se rió. Era una risa corta y aguda que me
erizó la piel.
Aquí intervino Norton y dijo:
—Por ese entonces yo también había entrado en la cueva y observaba asombrado su
delgadez. Sus músculos parecían cuerdas. Estaba cubierto de heridas y moretones. Pero
lo más terrible era aquella mi rada; una mirada que sólo he visto en los que acaban de
salir de una anestesia después de una operación difícil, como si dijéramos purificados.
¡Pobre criatura! Evidentemente, acababa de salir de algo, pero ¿de qué?
—Al principio —dijo McWhist— creímos que estaba loco. Pero ahora puedo jurar que
no. Era un poseso. Algo desconocido, bueno o malo, se había apoderado de él. Todo me
estremecía: el ruido de la tormenta, la tenue luz del fuego, el humo que se negaba a salir
por aquella especie de chimenea. Sentíamos, además, la falta de alimento. Nos ofreció
los restos del pájaro asado, y algunas fresas, pero, naturalmente, no nos atrevimos a
dejarlo sin víveres. Le preguntamos otra vez si podíamos ayudarlo de algún modo. Y nos
dijo que sí, que podíamos comprometernos a no hablar con nadie sobre el asunto. Le
pregunté si no podríamos llevar un mensaje a su familia. Se puso muy serio y dijo
enfáticamente: «No, no hablen con nadie, con nadie. Olvídense. Si los periodistas me
descubren», añadió con lentitud y frialdad, «tendré que matarme». No supimos qué decir.
Sentíamos que había que hacer algo y, a la vez, que debíamos prometerle que
guardaríamos el secreto.
McWhist hizo una pausa, y luego prosiguió, pensativo:
—Se lo prometimos. Salimos de la cueva y buscamos en la oscuridad nuestra tienda.
El muchacho iba adelante sin cuerdas, para mostrarnos el camino… —El alpinista calló un
instante y en seguida añadió: El otro día cuando oí hablar a Brinstone del muchacho que
usted busca, quebré mi promesa. Y ahora me siento como el diablo.
Reí y le expliqué:
—Bueno, no se preocupe. No seré yo quien dé la noticia a los periódicos.
—No es sólo eso —dijo Norton—. Hay algo que McWhist todavía no le ha dicho.
Continúa, Mac.
—No —dijo McWhist—. Prefiero que lo digas tú.
Hubo un silencio, y Norton rió torpemente.
—Bueno, cuando uno trata de contarlo fríamente ante una taza de café, parece una
locura —dijo—. Pero, maldita sea, si la cosa no ocurrió, algo extraño nos sucedió
entonces a nosotros, pues lo vimos tan claramente como lo estamos viendo a usted.
Hizo una pausa que McWhist aprovechó para incorporarse y examinar los libros de un
estante.
—El muchacho —siguió Norton— deseaba, nos dijo, que recordásemos haber
vislumbrado algo maravilloso, y para nosotros incomprensible. Nos mostraría algo que no
olvidaríamos y nos ayudaría a mantener el secreto. Su voz había cambiado extrañamente.
Era muy baja, pausada y tranquila. Estiró el brazo huesudo hacia el techo, y dijo: «Esta
losa debe de pesar unas cincuenta toneladas. Afuera no hay más que la tormenta.
Pueden ver la lluvia». Señaló el agujero de la entrada. «¿Y eso qué importa?», añadió en
un tono frío y orgulloso. «Veamos las estrellas.» Después, Dios mío, usted no lo podrá
creer, y es lógico, pero el muchacho levantó la pesada losa con la punta de un dedo,
como si fuese la puerta de una trampa. Entró una ráfaga fría de viento y lluvia, pero se
extinguió inmediatamente. A medida que levantaba la losa, el muchacho se ponía de pie.
Sobre nuestras cabezas se abrió un cielo sereno, claro, estrellado. El humo del fuego se
alzó hacia la oscuridad en una fluctuante columna borrando algunas estrellas. El
muchacho siguió levantando la losa. Luego se recostó suavemente sobre ella y dijo: «Ya
está». A la luz de las estrellas y las llamas, pude ver su rostro levantado hacia el cielo.
Transfigurado, luminoso, atento, en paz.
»Se quedó así, y callado, durante quizás medio minuto. Luego nos miró, sonrió y dijo:
"No lo olviden. Hemos mirado juntos las estrellas". Bajó suavemente la losa y continuó:
"Creo que ahora es mejor que se vayan. Les haré atravesar el primer precipicio. Es difícil
de noche". McWhist y yo estábamos como paralizados y no nos movimos. El muchacho
rió con amabilidad, tratando de infundirnos confianza, y dijo algo que desde entonces me
obsesiona. No sé si le ocurrirá lo mismo a McWhist. "Fue un milagro infantil" dijo. "Pero
todavía soy un niño. Mientras el espíritu en agonía trata de superar su infancia, puede
encontrar solaz, de vez en cuando, en estos juegos, aun reconociendo su trivialidad."
Salimos de la cueva. Afuera soplaba el viento.
Callamos. Entonces McWhist se volvió y se dirigió bruscamente a Norton:
—Recibimos una clara señal y hemos sido infieles. Traté de calmarlo.
—Infieles en la letra —dije— quizás, pero no en el espíritu. Estoy perfectamente seguro
de que a Juan no le importaría que yo lo supiera. En cuanto al milagro, no me preocupa
—dije aparentando una confianza que no sentía—. Probablemente los hipnotizó de alguna
manera. Es un muchacho raro.
Hacia fines del verano, Pax recibió una tarjeta que decía: «En casa mañana a la noche.
Baño caliente, por favor. Juan».
En la primera oportunidad, tuve una larga charla con Juan sobre sus vacaciones. Me
sorprendió descubrir que no se negaba a hablar, y que aparentemente había superado
aquella fase de tristeza incomunicable que tanto nos había preocupado. No creo haber
comprendido todo lo que me dijo y me parece que calló muchas cosas pensando que yo
no las entendería. Creo que trató de traducir sus verdaderos pensamientos a un lenguaje
que me fuese inteligible, y que la traducción le parecía con todo muy imperfecta. Sólo
puedo transcribir sus declaraciones menos incomprensibles.
12 - Juan en el desierto
Juan me dijo que cuando comprendió la miseria del Homo sapiens sintió una «trágica
sensación de fatalidad» y, al mismo tiempo, el deseo de estar solo. La soledad le pesaba,
sobre todo, en medio de la gente. Le parecía, a la vez, que algo extraño acosaba su
espíritu. Al principio pensó que se volvía loco, pero se aferró a la idea de que, al fin y al
cabo, estaba todavía creciendo. Debía, evidentemente, quemar las naves, y afrontar ese
cambio. Era como una larva que sintiera la proximidad de la disolución y la regeneración,
y se protegiese a sí misma envolviéndose conscientemente en un capullo.
Además, si no comprendí mal, se sentía espiritualmente contaminado por la civilización
del Homo sapiens. Sentía que debía, aunque fuera por un tiempo, borrar de sí todo
vestigio de esa civilización, enfrentar el universo absolutamente desnudo, probar que
podía vivir solo, sin depender de la criatura primitiva que dominaba el planeta. Pensé en
un principio que este anhelo de vida sencilla no era más que una excusa para una
aventura infantil, pero veo ahora que tuvo para Juan una gran importancia.
Fueron éstos los motivos que lo llevaron a la parte más desierta del país. La firmeza
con que llevó a cabo su plan es sorprendente. Bajó en una estación ferroviaria de los
Highlands, almorzó en una posada, y se lanzó a caminar por el páramo hacia los montes.
Cuando le pareció que no lo molestarían, se quitó las ropas, incluso los zapatos, y las
escondió en una cavidad. Estudió cuidadosamente el lugar, para poder recuperar más
tarde sus propiedades, y echó a andar desnudo por el desierto en busca de comida y
refugio.
Los primeros días fueron una prueba terrible. El tiempo era húmedo y frío. Debe
recordarse que Juan era muy resistente y que se había preparado para esta aventura
estudiando cómo poder subsistir en los valles y páramos de Escocia sin ninguna clase de
utensilios. Pero en un comienzo la suerte le fue ad versa. A causa del mal tiempo era
indispensable encontrar un refugio y tuvo que perder muchas horas que hubiese podido
dedicar a la búsqueda de comida.
Pasó la primera noche bajo una roca, envuelto en hierbas y brezos que había recogido
anteriormente. Al otro día cazó una rana. La desmembró con una piedra y se la comió
cruda. Se alimentó también de hojas de diente de león y otras plantas comestibles.
Contribuyeron asimismo a su dieta, ese día, y durante toda su aventura, algunas especies
de hongos. Al día siguiente se sentía bastante mal. La tercera noche tenía fiebre, tos y
diarrea. El día anterior, previendo una posible enfermedad, había perfeccionado su refugio
y almacenado algunas plantas que consideró menos indigestas. Durante algunos días, no
recordaba cuántos, permaneció acostado, desesperadamente enfermo. Apenas podía
arrastrarse hasta el arroyo en busca de agua.
—Debo de haber delirado —me dijo— pues me pareció que Pax me visitaba. Volví en
mí, descubrí que Pax no estaba conmigo, y pensé que me estaba muriendo. Sentí
entonces un amor desesperado por mí mismo. Me torturaba pensar que me estaba
desperdiciando. Luego sentí un gozo inefable, el gozo de ver las cosas como por los ojos
de Dios y descubrir que, después de todo, tenían sentido.
»Siguieron algunos días de convalescencia. No recordaba qué había motivado mi
aventura. Pasaba el día acostado y me preguntaba por qué me había atribuido a mí
mismo tanta importancia. Afortunadamente, antes de poder arrastrarme de nuevo hasta la
civilización, me obligué a luchar contra este derrumbe espiritual. Porque aun en mi estado
más abyecto, sabía, vagamente, que en algún lugar me esperaba otro yo, un yo mejor.
Bueno, apreté los dientes y resolví continuar mi tarea, aun a riesgo de perder la vida.
Poco después de haber tomado esa decisión, llegaron a su escondite en la montaña
unos muchachos con un perro. Juan desapareció de un salto. Debieron de haber visto su
pequeña figura desnuda, pues echaron a correr dando gritos. Tan pronto como se puso
de pie, Juan descubrió que se le doblaban las piernas. Se sintió desfallecer.
—Pero aún entonces —dijo— pude recurrir a una escondida reserva de vitalidad.
Emprendí una carrera endiablada, doblé la colina por una dura pendiente, y me metí en
un resquicio entre las rocas. Luego debo de haberme desmayado. En realidad creo que
estuve inconsciente unas veinticuatro horas, porque cuando me desperté amanecía. Me
dolía todo el cuerpo y me sentía tan débil que no podía dejar mi incómoda posición.
Ese mismo día, más tarde, pudo arrastrarse hasta su cueva, y con gran dificultad
transportó el lecho a lugar más seguro. El día era cálido y luminoso. Pasó diez días
buscando ranas, lagartos, caracoles, huevos de pájaros y plantas, o simplemente
acostado al sol, recuperando fuerzas. A veces pescaba algunos peces, atrapándolos con
la mano en un recodo del río. Durante todo un día trató de hacer fuego golpeando dos
pedruscos sobre un manojo de hierbas secas. Al fin tuvo éxito y empezó a cocinar su
comida con orgullo y expectación. De pronto vio un hombre a la distancia, evidentemente
interesado por el humo. Lo apagó en seguida, y decidió internarse aún más en el desierto.
Entretanto, los pies comenzaron a dolerle terriblemente. Aunque endurecidos por una
larga práctica, no podrían soportar una caminata importante. Se fabricó unos zapatos con
hierbas retorcidas que ató alrededor de los pies y los tobillos. Pero se deshacían o se
gastaban en seguida. Después de varios días de exploración, y de dormir varias noches al
aire —en dos de ellas llovió copiosamente— descubrió la caverna alta donde lo
encontraron los alpinistas.
—Fue justo a tiempo —dijo—. Mi estado era lamentable. Los pies hinchados y
ensangrentados, una tos de ultratumba, y diarrea. Pero en aquella cueva, luego de las
últimas semanas, sentí un bienestar que no había experimentado en mi vida. Me preparé
una cama agradable, abrí una chimenea, y me sentí protegido contra los intrusos. Era una
montaña alejada y muy poca gente podría escalar esas alturas. No muy lejos habitaban
guacos, chochas y ciervos. La primera mañana, sentado al sol sobre mi techo, realmente
cómodo y feliz, vi una manada de ciervos que cruzaban el páramo con la cabeza y las
orejas erguidas.
Estos ciervos atrajeron durante un tiempo su atención. Se sentía fascinado por su
libertad y su belleza. Por cierto, vivían ahora en el seno de la civilización; pero habían
existido mucho antes. Además, Juan soñaba con la enorme riqueza material que podía
brindarle la muerte de uno de esos ciervos. Y tenía, aparentemente, el raro deseo de
probar su fuerza y astucia contra un oponente de esa especie. Le alegraba convertirse en
un cazador primitivo, aunque sentía, muy en lo hondo, que esto era sólo una especie de
purificación, y que lo esperaban empresas más importantes.
Durante diez días, aproximadamente, se dedicó a inventar trampas para pájaros y
liebres. En el tiempo libre se limitó a descansar, y pensar en los ciervos. Cobró la primera
liebre, después de varios fracasos, tendiéndole una trampa en el camino. Una ramita
mantenía en equilibrio una piedra pesada. La liebre derribó la ramita y la piedra le quebró
el espinazo. Pero, durante la noche, un zorro devoró la mayor parte del animal. Juan, no
obstante, fabricó con la piel una rústica cuerda para el arco y suelas y capelladas para sus
pies. Pelando los huesos y afilándolos en las rocas hizo unos frágiles cuchillitos y unas
agudas y minúsculas puntas de flecha. Diversas trampas, su arco y flechas de juguete,
junto con una enorme paciencia y su conocida habilidad le aseguraron caza suficiente
como para recuperar fuerzas. Dedicaba, prácticamente, la totalidad de su tiempo a la
caza, las trampas, la cocina, y a hacer pequeños utensilios de hueso, madera o piedra.
Todas las noches se envolvía en su lecho de hierbas y dormía, muerto de cansancio, pero
en paz. A veces llevaba su lecho fuera de la cueva, y pasaba la noche al borde del
precipicio bajo los astros y las nubes flotantes.
Pero no había enfrentado el problema de los ciervos, y menos aún el problema
espiritual, verdadero motivo de su aventura. Era evidente que si su vida no mejoraba, no
le quedaría tiempo para la meditación. Matar un ciervo se convirtió para Juan en un
símbolo. Pensar en esa muerte despertaba en él sentimientos inusitados.
—Era como si me desafiasen todos los cazadores de la historia —dijo—, y como si…
como si… bueno… como si los ángeles me ordenaran realizar esta hazaña,
preparándome así para otras más importantes. Soñaba con ciervos, con su belleza, su
poder y su rapidez. Ideaba, ordenaba y rechazaba todos los planes. Aceché el rebaño,
desarmado, con la sola intención de estudiar sus costumbres. Un día vi a diez cazadores
que derribaban un ciervo. Los desprecié. Me parecieron fieras salvajes que se lanzaban
sobre mi rebaño.
Pero en seguida me reí de mí mismo. Yo no tenía sobre esas criaturas mas derecho
que cualquier otra. La historia de cómo Juan cobró finalmente su ciervo me pareció casi
increíble. Pero tuve que admitirla. Había elegido como víctima el mejor animal del rebaño,
un rey de ocho años, con tres cuernos a la derecha y cuatro a la izquierda. El peso de la
cornamenta daba a su cabeza un aire majestuoso. Un día, Juan y el ciervo se encontraron
frente a frente en el páramo, a veinte pasos de distancia. Se miraron durante tres
segundos. Luego la bestia se volvió, alejándose graciosamente.
Mientras Juan describía ese encuentro, un fuego sombrío parecía iluminarle los ojos.
Recuerdo que dijo:
—Lo saludé desde el fondo de mi alma. Luego lo compadecí, pues era joven, y su
destino estaba escrito; pero recordé que yo también era un condenado. Supe, de pronto,
que nunca llegaría al final de mi juventud. Y me reí, por mí y por él. La vida era breve,
tumultuosa, y la muerte era parte de la vida.
Juan tardó en decidirse. ¿Cavaría una trampa, lo enlazaría, lo aplastaría con una
piedra, o le lanzaría una flecha de hueso? Casi todos estos métodos le parecían poco
prácticos. Todos, menos el último, eran desagradables, y el último no servía. Durante
algún tiempo fabricó armas de distinta clase: de madera, de frágiles huesos de liebre, de
afiladas astillas de piedra. Al fin obtuvo un absurdo estilete de hoja de madera y puño de
hueso. Con esta arma, y sus conocimientos de anatomía, se propuso saltar sobre el
venado y atravesarle el corazón. Y esto fue lo que hizo, después de varios días de
infructuoso acecho. Junto al claro donde pastaban los animales había una roca de tres
metros de altura. Allí esperó Juan una mañana, amparado por un viento contrario. El
enorme animal apareció de pronto seguido por tres hembras. Miraron y olfatearon
prudentemente y bajando la cabeza se pusieron a pastar. Hora tras hora esperó Juan a
que el animal pasase debajo de la roca. Parecía que evitase deliberadamente el lugar
peligroso. Finalmente los cuatro ciervos abandonaron el claro. Juan esperó vanamente
otros dos días. El cuarto día al fin el animal se acercó. Juan saltó sobre él, tumbándolo
sobre las hierbas. Antes que el ciervo pudiera volver a erguirse, ya el cuchillo le había
atravesado el corazón. Intentó todavía ponerse de pie y, sacudiendo salvajemente su
cornamenta, desgarró el brazo del muchacho. Luego cayó al suelo. La actitud de Juan fue
inusitada en un cazador. Por tercera vez en su vida, estalló en lágrimas espontáneas.
Trabajó varios días para desmembrar el cuerpo. Esta tarea le resultó más difícil que
matar al animal, pero disponía ahora de una gran cantidad de carne, un cuero de gran
valor, y una cornamenta que, después de innumerables esfuerzos, cortó en pedazos con
un pedrusco. De estos pedazos obtuvo cuchillos y otros utensilios que afiló contra las
rocas.
Por fin pudo alzar las manos fatigadas, cubiertas de ampollas sangrientas. Los
cazadores de todos los tiempos le rindieron homenaje. Había realizado una hazaña sin
par. Era un niño. Se había internado desnudo en el desierto, y lo había conquistado. Y los
ángeles le sonreían y lo invitaban a aventuras más osadas.
Su vida cambió. Ahora le era bastante fácil subsistir y hasta se sentía cómodo.
Instalaba trampas, lanzaba flechas y recogía verduras; pero todo esto era mera rutina.
Podía llevarlo a cabo prestando atención sobre todo a los extraños y turbadores
acontecimientos que comenzaban a desarrollarse en su interior.
Me es imposible, naturalmente, narrar con exactitud el aspecto espiritual de la aventura
de Juan en el desierto. Ignorarlo, sin embargo, sería desconocer lo esencial. Debo, por lo
menos, tratar de transcribir lo que me pareció comprensible, y que puede tener un
importante significado para los seres de mi especie. Creo que hasta mi incomprensión me
iluminó de algún modo.
Durante un tiempo, Juan se dedicó, principalmente, al arte. Cantaba junto a las
cataratas; construía y tocaba sus caramillos en una extraña escala propia. Ejecutaba sus
raras melodías a orillas del lago, en el bosque, en la montaña, y en su casa de piedra.
Grababa en sus utensilios dibujos que armonizaban con la forma y uso de los mismos. En
las piezas de asta y de piedra recordó simbólicamente sus aventuras con los pájaros, los
peces, el ciervo. Creó curiosas formas que resumían la tragedia del Homo sapiens, y la
promesa de su propia especie. Al mismo tiempo, abría su alma a las formas naturales.
Aceptaba y comprendía la naturaleza del páramo, el cielo y los picos. Encontraba en
estos contactos con la realidad una satisfacción que también nosotros conocemos,
aunque de modo confuso y débil. La belleza de las bestias y las aves que cazaba, una
belleza que expresaba poder, fragilidad, vitalidad, y tontería, lo sorprendía
constantemente, como una luz nueva. Las formas orgánicas parecían haberlo conmovido
de un modo muy profundo, y para mí incomprensible. El ciervo que había matado y
devorado, y cuyos restos utilizaba ahora diariamente, parecía tener para él un profundo
simbolismo, que yo apenas podía apreciar, y que no trataré de describir. Recuerdo su
exclamación:
—¡Cómo lo conocía y admiraba! Pero su muerte coronó su vida.
Esta observación resumía, creo, un nuevo punto de vista que Juan había adoptado
recientemente acerca de sí mismo, el Homo sapiens, y todas las cosas vivas. Nunca pude
aprehender su esencia, pero alcancé a percibir unos pálidos reflejos. Intentaré
transmitirlos.
Se recordará que Juan no se preocupaba, ni aun en su niñez, por las situaciones de las
que era víctima. Hasta parecía complacerse en ellas. Refiriéndose a estas situaciones
decía:
—Siempre pude gozar de la «verdad» y «realidad» de mis propios dolores y penas, aun
cuando los detestase. Pero de pronto me encontré ante algo horrible, totalmente nuevo, y
que todavía no podía identificar. Hasta entonces mis penas habían sido sólo frustraciones,
aisladas y pasajeras. Y ahora veía todo mi futuro como una frustración más vívida y
penosa que nunca. Comprendí que era un ser único, mucho más consciente que los
demás. Empecé a conocerme, y a descubrir en mí toda clase de capacidades nuevas y
sutiles. Vi al mismo tiempo, con excesiva claridad, que el Homo sapiens era una raza
salvaje que jamás me toleraría. Ni a mí, ni a ninguno de mi especie. Más tarde o más
temprano la especie humana caería sobre mí con todo su peso. Y cuando me dije que,
después de todo, eso no importaba realmente, y que yo sólo era un microbio sin
importancia, excesivamente inclinado al escándalo, algo en mí afirmó imperiosamente
que, aunque yo no importara, la belleza que podía crear, y el culto que empezaba a
concebir, importaban, sí, de veras, y debían realizarse. Y comprendí, también, que no se
realizarían, que nunca crearía esas obras maravillosas que deberían coronar mi
existencia. Esta agonía no tenía ninguna relación con lo que conocí en mi niñez.
Mientras luchaba contra este horror, antes de triunfar sobre él, advirtió que para los
miembros de la especie normal todos los dolores, todas las angustias del cuerpo y la
mente tenían ese mismo carácter de insuperable espanto. Fue para Juan una
sorprendente revelación comprender que los seres humanos normales son incapaces de
desinteresarse de sus sufrimientos personales, o de prestarles verdadera atención. Por
primera vez vio, claramente, las torturas que aguardan en todo momento a seres más
sensitivos y conscientes que las bestias, aunque no bastante sensitivos ni enteramente
conscientes. La imagen de un mundo semihumano, agobiado por pesadillas, lo oprimió
hasta la desesperación.
Su actitud hacia la especie normal sufría un cambio profundo. Al huir al desierto lo
dominaba el disgusto. Amaba irracionalmente a algunos de nosotros. Lo habíamos
ensuciado y envenenado. Sus investigaciones en el mundo de los hombres habían sido
devastadoras para una mente que, aunque superior, era aún excesivamente delicada y
joven. La soledad le había curado esas heridas, devolviéndolo a la cordura. Podía ahora
retroceder, y estudiar y apreciar al Homo sapiens, y veía ahora que, aunque no divina,
esa criatura era, después de todo, una bestia noble y hasta seductora, en verdad la más
noble y seductora de todas. Admitía que el ser humano era superior a los animales, pero
afirmaba, a la vez, que estaba condenado a ser siempre infiel a lo mejor de sí mismo.
Juan comprendió todo esto, y comprendió, también, por vez primera, que el Homo
sapiens era incapaz de aceptar con ecuanimidad sus dolores y sufrimientos. Sintió piedad
entonces, una pasión que no había experimentado antes, salvo algunas raras veces,
como cuando el perrito de Judy fue aplastado por un auto, y durante una dolorosa
enfermedad de Pax. Y aun entonces su piedad había estado atemperada por la idea de
que todo el mundo, aun la pequeña Judy, podía siempre «mirar sus sufrimientos desde
fuera, y beneficiarse con ellos».
Durante muchos días, Juan se entregó a esos nuevos problemas: el carácter absoluto
del mal; el hecho de que los hombres insensatos o miserables, pudiesen ser dignos de
piedad y, a su modo, criaturas hermosas. No buscaba una solución intelectual, sino una
verdad viva. Y aparentemente la alcanzó poco a poco. Cuando le pedí que me hablara de
esa extraña verdad, me dijo:
—Quiero ver mi propio destino, y la triste situación de la especie normal, como he visto
siempre, en mi infancia, los golpes, las quemaduras y los desengaños. Me deleitaban sus
formas definidas, y su relación con el resto de las cosas, y la forma en que, cómo decirlo,
profundizaban y vivificaban el universo. —Aquí, recuerdo, Juan se detuvo, y luego
repitió—: Profundizan y vivifican el universo. Eso es lo principal. Pero no se trata de
comprender, sino de ver y sentir.
Le pregunté si se refería de algún modo a Dios. Se rió y dijo:
—¿Qué sé de Dios? No más que el arzobispo de Canterbury, y eso no es nada.
Dijo luego que cuando McWhist y Norton lo encontraron, trataba todavía,
desesperadamente, de solucionar ese problema. La presencia de los dos hombres renovó
por un instante su antigua repugnancia a la especie; pero en realidad todo eso ya había
acabado para él. Cuando los vio ante él, tan asustadizos, recordó su primer encuentro con
el ciervo. Y de pronto el ciervo pareció simbolizar a toda la especie humana. Era una
especie de gran belleza y dignidad personal, de una rectitud que no abandonaba mientras
no se la colocase en situaciones demasiado difíciles. Y el pobre Homo sapiens se había
metido en una situación demasiado difícil: la actual encrucijada del mundo. Que el Homo
sapiens tratase de gobernar una civilización mecánica le pareció tan ridículo y patético
como la idea de un ciervo al volante de un automóvil.
Aproveché esta oportunidad para preguntarle acerca del «milagro» que tanto había
impresionado a sus visitantes. Se rió otra vez.
—Bueno —dijo—, yo había descubierto toda clase de extraños poderes. Mediante una
especie de telepatía, por ejemplo, podía hablar con Pax. Es verdad. Puedes
preguntárselo. También podía, a veces, saber qué pensabas, aunque no eras capaz de
recibir mis mensajes, ni de responderme. Y podía resucitar cualquier hecho de mi vida
anterior. Los vivía nuevamente, con toda su intensidad, como si ocurriesen en ese
instante. Y, de modo telepático, tuve casi la evidencia de no ser el único de mi especie en
el mundo, de que había en realidad muchos como yo en diferentes países. Y cuando
McWhist y Norton aparecieron en la cueva, me bastó verlos para conocer el pasado de
ambos. Y creo que vislumbré algo de su futuro, algo que no te diré. Luego, cuando me
pareció que era necesario impresionarlos, tuve la idea de levantar el techo y alejar la
tempestad, para que pudiésemos ver las estrellas. Sabía que podía hacerlo, y lo hice.
Miré a Juan con recelo.
—Sí —dijo—. Crees que estoy loco y que me limité a hipnotizarlos. Bueno, digamos
que yo también me hipnoticé, pues lo vi todo tan claramente como ellos. —Pero créeme,
hablar de hipnotismo no es más verdadero, ni menos verdadero que decir que desplacé
realmente la roca. La verdad es aquí algo más sutil y extraordinario que cualquier milagro
físico. No importa. Lo importante fue que, cuando vi las estrellas —que se lanzaban
desordenadamente en todas direcciones según el capricho de sus propias naturalezas
salvajes, y sin embargo confirmando las leyes con todos sus movimientos—, el horror
confuso que tanto me había atormentado se me reveló por primera vez en toda su verdad
y belleza. Y comprendí que el período de mi ceguera había terminado.
Es cierto, yo había notado un cambio en Juan. Incluso físicamente, había cambiado
mucho durante su ausencia. Parecía como si se hubiese endurecido y las arrugas del
rostro sugerían pruebas y triunfos. Su mente, aunque capaz aún de una malicia
desconcertante, había adquirido una serenidad y una fuerza imposibles para el
adolescente de la especie normal, y muy raramente adquiridas por las personas maduras.
Él mismo reconocía que su «descubrimiento del mal absoluto» lo había fortificado.
Cuando le pregunté cómo, respondió:
—Haber afrontado lo peor y haber descubierto en él la belleza, nos fortifica para
siempre. Nada puede ya conmovernos.
Tenía razón. No sé cómo había llegado a eso, pero en el resto de su vida, y en la
destrucción final de lo que mas apreciaba, aceptó lo peor no con resignación, sino con
una alegría extraña que para nosotros será siempre incomprensible, Transcribiré otro
fragmento de aquella larga conversación. Se recordará que después de realizar su
milagro, Juan se excusó ante los alpinistas. Mencioné el hecho y Juan me dijo
aproximadamente lo que sigue:
—Disfrutar con el ejercicio del poder es siempre saludable. Los niños gozan
aprendiendo a caminar, y los artistas pintando. Cuando niño me complacía en jugar con
los números y luego con mis inventos o matando un animal. El ejercicio del poder es parte
de la vida del espíritu. Pero sólo una parte. A veces pensamos que la existencia se reduce
a eso, especialmente cuando descubrimos nuevos poderes. Bueno, en Escocia, cuando
empecé a desarrollar los poderes de que he hablado, sentí la tentación de hacer de su
ejercicio la finalidad de mi vida. Me dije: «Ahora, con estos medios maravillosos, lograré al
fin el progreso del espíritu». Pero después de la exaltación momentánea de mover la roca,
vi claramente que esos actos no son el fin del espíritu, sino un efecto secundario de su
vida real. Entretenimientos, a veces útiles, con frecuencia peligrosos; pero nunca un fin.
—Entonces —pregunté, algo excitado—, ¿cuál es el fin de la verdadera vida del
espíritu?
Juan sonrió como un niño y luego rió de aquel modo desconcertante.
—Me temo que no pueda decírselo, señor periodista —dijo—. La entrevista ha
terminado. Aunque supiera cuál es la verdadera vida del espíritu, no podría decirlo en
inglés ni en ningún idioma «sapiens». Y si pudiera, no lo comprenderías. —Después de
una pausa agregó:— Quizás podríamos decir, sin temor a equivocarnos, esto: no es hacer
nada especial, como milagros o buenas obras. Es hacer algo que está ahí, ante nosotros,
y que debe hacerse. Y hacerlo no sólo con habilidad sino también con gusto, y
discriminación, y plena conciencia. Sí, es eso. Y es más. Es la glorificación de la vida, y
de la verdad de las cosas. —Volvió a reírse.— ¡Cuántas palabras! Para describir la vida
espiritual deberíamos rehacer el lenguaje.
13 - Juan busca a sus semejantes
14 - Problemas de ingeniería
Poco después de hablarme de sus esfuerzos por conocer a otros seres supernormales,
Juan me confió sus planes para el futuro. Estábamos en el taller subterráneo. Juan
trabajaba en un nuevo invento, una especie de generador-acumulador. Cubrían su mesa
tubos de ensayo, probetas, piezas metálicas, alambres, voltímetros y minerales. Estaba
tan absorto en su trabajo que le dije:
Parece que regresas a la infancia. Con tus viejos entusiasmos te has olvidado de
Escocia.
Te equivocas —dijo—. Este aparato es parte importante de mi plan.
Discutimos sus proyectos ante una taza de café. Estaba decidido a recorrer el mundo
con la esperanza de descubrir a otros de su especie. Debían ser bastante jóvenes como
para ayudarlo a fundar una colonia en algún lugar remoto de la tierra. Para ello necesitaba
urgentemente un yate capaz de cruzar el océano, y un pequeño aeroplano, o una
máquina voladora cualquiera, que pudiera llevarse en el yate. Cuando le dije que no sabía
pilotar y menos diseñar aviones, me respondió.
—Oh, sí. Ayer aprendí a volar.
Parece que cierto joven aviador le había permitido pilotar su aparato.
—Luego de los primeros ensayos —dijo— es bastante fácil. Aterricé dos veces, levanté
vuelo otras dos, e hice un poco de acrobacia. Por supuesto, todavía tengo mucho que
aprender. Y en cuanto al diseño, ya estoy trabajando en eso, así como también en el yate.
Mucho depende de este nuevo aparatito. Es difícil de explicar. No me entenderías.
Últimamente he estado estudiando física atómica, y a la luz de mis experiencias
escocesas se me ocurrió una idea. No ignorarás (aunque eres un genio para mantenerte
alejado de la ciencia) que el núcleo atómico encierra una enorme cantidad de energía
muy difícil de liberar. Para superar la fuerza que une los protones y los electrones se
requeriría, por ejemplo, una corriente eléctrica de una potencia fantástica. Bueno, he
descubierto un medio más accesible. No de carácter físico, sino psíquico. De nada vale
intentar superar esas tremendas fuerzas; debes abolirlas, dormirlas, por así decirlo. Las
fuerzas de cohesión, como las explosivas, son sólo expresiones elementales de las
unidades físicas básicas, que puedes llamar electrones y protones, si así prefieres. Mi
método consiste en influir mentalmente sobre esos duendecillos, de modo que durante
unos instantes aflojen sus lazos. Entonces se lanzan en salvaje libertad, y lo único que
falta es conseguir que ese libre movimiento mueva tu máquina.
Me reí y le dije que me gustaba su metáfora.
—¡Qué metáfora ni ocho cuartos! —dijo—. Sería una metáfora si los protones y
electrones fuesen personajes ficticios. No son en verdad entidades independientes, sino
puntos locales de un sistema, el cosmos de naturaleza psicofisica. Por supuesto, si crees
que la física sapiens es la verdad de Dios, y no la abstracción —de una verdad más
profunda, estas ideas te parecerán una locura. Pero a mí me pareció digna de estudio, y
descubrí su eficacia. Desde luego, hay dificultades, y la primera es de índole psicológica.
La mente sapiens sería aquí impotente; pero la supernormal tiene suficiente poder, y la
práctica hace la tarea razonablemente fácil y segura. Las dificultades físicas —dijo
mirando su aparato— están relacionadas con la selección de los átomos y la canalización
de la energía. Actualmente estoy trabajando en estos problemas. El barro del río es
bastante conveniente. Contiene, en un ínfimo y apropiado porcentaje, el elemento
necesario.
Con unas pinzas recogió un poquito de barro de un tubo de ensayo y lo colocó en una
vasija de platino. Abrió la puerta trampa, y llevó afuera la vasija. Volvió a entrar cerrando
la puerta. Miramos el recipiente por una rendija.
—Ahora, electrones y protones, idos a dormir —dijo sonriendo—, y no despertéis hasta
que mamá os diga. —Volviéndose hacia mí, agregó:— El discursito es para el auditorio,
no para los conejos del sombrero mágico.
Una expresión grave y concentrada le cubrió el rostro. Respiraba con mayor rapidez.
—¡Ahora! —dijo.
Hubo un furioso relámpago y una detonación. Juan se secó la frente con un pañuelo
sucio. Volvimos a nuestro café y sus planes.
—Debe de haber algún medio para conservar la energía hasta que llegue el momento
preciso. No se puede hipnotizar electrones y gobernar un barco al mismo tiempo. Una
dínamo y un acumulador serían una solución, aunque existe otra posibilidad más
interesante. Una especie de sugestión posthipnótica, por ejemplo, de modo que las
partículas actúen después de despertar, en respuesta a cierto estímulo. ¿Comprendes?
Me reí. Tomamos nuestro café. Sólo diré que el sistema posthipnótico fue ensayado y
adoptado.
—Bueno, ya ves que este aparatito tiene grandes posibilidades. Y una vez que el yate y
el avión estén listos, vendrás conmigo al continente. Creo que Berta se alegrará de que le
des vacaciones. Quiero investigar un poco. Hay, sin ninguna duda, una mente
supernormal en París, y otra en Egipto, y tal vez algunas más muy lejos. Cuando tenga el
yate y el avión, daré la vuelta al mundo, y si encuentro algunos jóvenes adecuados,
buscaré en el Pacífico una isla para la colonia.
Durante los dos meses siguientes, Juan se dedicó a diseñar el yate y el avión,
perfeccionar su nueva fuente de energía, y aprender a volar.
Frecuentemente se lo veía jugar con barcos en el lago del parque o en el río como
cualquier muchacho común. Tenía más de dieciocho años, pero en apariencia menos de
quince, de modo que su conducta no llamaba la atención. Construyó numerosos modelos,
con motores eléctricos o de vapor. Los lanzaba al agua en días de buen y mal tiempo,
observándolos atentamente. Tenía en cuenta al diseñarlos, que el yate debía llevar un
aeroplano a bordo, con las alas plegadas. La elección final fue una nave extraordinaria
que los yachtmen locales consideraban mera caricatura. Juan hizo un modelo especial de
más de un metro, muy ancho de manga y de poco calado. Su casco recordaba las
lanchas de carrera; era, en verdad, una especie de cruza entre lancha de carrera y bote
salvavidas con algún plato entre sus antecesores. Un hermoso juguete, sin duda. Creo
que Juan gozó del modelo como juguete, y trabajó en él mucho más de lo necesario. El
modelo representaba una nave del tamaño de un remolcador, y no faltaba un solo detalle.
Había cabinas para nueve personas, pero podían vivir a bordo unas veinte, y bastaba
para conducirlo un solo navegante. El comedor era muy completo, con mesas, sillas y
aparadores; había también un baño, ojos de buey de vidrio, y diminutos controles de
navegación. Estos controles eran accionados por radio desde la costa, y el motor
reproducía el aparato atómico que Juan proyectaba instalar en el barco real.
Las hazañas que Juan realizaba con su modelo nos divertían mucho. En el lago lo
lanzaba en persecución de los patos, y en el río, durante la marea alta, lo hacía salir mar
afuera y le pedía a algún miembro amable del club náutico que salvara su juguete.
Cuando el sudoroso remero alcanzaba el modelo y extendía la mano para tomarlo, Juan,
desde la costa, a varios cientos de metros de distancia, lo alejaba uno o dos metros y
observaba los repetidos esfuerzos del hombre. Por fin lo hacía regresar a toda velocidad a
la orilla. El barco volvía como un perro bien adiestrado.
Juan había estado trabajando también en varios modelos de avión. Pasaba mucho
tiempo probándolos, pero en secreto; temía que sus vuelos sorprendentes llamasen
demasiado la atención. Por lo tanto, solía llevarlos a las zonas deshabitadas del norte de
Gales en su motocicleta o en mi automóvil. Allí probaba sus modelos enfrentándolos con
el viento cambiante de las montañas. La energía atómica les permitía realizar acrobacias
imposibles para cualquier modelo común.
Su elección final fue una máquina sorprendente, que podía ser desmantelada y
guardada a bordo. Con este aparato se divertía y me divertía haciéndolo levantar vuelo en
cualquier parte (estaba dotado de ruedas y flotadores), y elevarse hasta que debíamos
seguirlo con prismáticos. Mantenía automáticamente el equilibrio, pero era gobernado por
radio desde el suelo. Cuando aprendió a manejar este pájaro mecánico, comenzó a
practicar una forma nueva de halconería, enviándolo en persecución de chorlos y cuervos.
Este deporte le exigía una percepción muy delicada y un perfecto dominio del aparato. En
general, apenas comprendía que la perseguían, la presa se alejaba velozmente. Entonces
el avión la acosaba y hasta se lanzaba sobre ella. Pero un cuervo le hizo frente, y antes
que Juan pudiese aumentar la velocidad del modelo, el duro pico del pájaro desgarró una
de las alas de seda y el avión cayó entre las malezas. Los diseños del yate y el avión
estuvieron listos antes que Juan cumpliera los diecinueve años. No es necesario narrar
mis entrevistas con armadores y fabricantes de aviones. Finalmente ordené la
construcción real, adquiriendo fama de millonario loco, pues los diseños parecían
irrealizables. Pero no acepté ninguna objeción. La principal dificultad consistía en que
tanto en el avión como en el yate, el espacio reservado al motor era, según las normas,
totalmente insuficiente. Distribuí entre varias firmas los contratos para la fabricación de los
generadores y demás máquinas, a fin de despertar la menor curiosidad posible.
15 - Jacqueline
Cuando estos problemas técnicos fueron resueltos, Juan pudo volver su atención a las
investigaciones telepáticas. Como todavía parecía demasiado joven para pasearse solo
por el continente, insistió en que yo lo acompañara a París. En el viaje dio muestras de
impaciencia. Esperaba encontrar un ser que lo recibiría como a un igual, y le
proporcionaría una compañía mucho mas satisfactoria que cualquier otra que hubiera
conocido. Pero cuando nos alojamos en el hotelito de la Rue Bertholet (junto a la avenida
de Claude Bernard), parecía casi desanimado. Cuando lo interrogué, se rió y dijo:
—Tengo una sensación nueva. Me siento tímido. Mi llegada no parece alegrarla
mucho. Sé que está en alguna parte del Barrio Latino. Pasa muy seguido por esta
esquina. Sé que sabe que alguien la busca, pero no quiere ayudar. Es además muy vieja,
y muy inteligente. Recuerda la guerra francoprusiana. He tratado de ver lo que ve cuando
se mira a un espejo, para conocer su rostro, pero nunca la he sorprendido en el momento
preciso.
En ese instante Juan sacudió la cabeza y dijo sin detenerse:
—Mientras te hablaba, mi verdadero yo estaba en contacto con ella. Se encuentra en
cierto café, y estará allí algún tiempo. Vamos.
Juan pensaba que el café estaba cerca del Odeón y allá fuimos. Después de algunas
vacilaciones eligió un establecimiento. Entramos. En seguida Juan susurró excitado:
—Aquí es. Éste es el salón que ve en este momento. Se detuvo un segundo, forastero
de aspecto extraño, empujado por los camareros y la gente. Luego avanzó hacia una
mesa vacía en el otro extremo del café.
—Allí está —dijo Juan casi con temor.
Seguí su mirada y vi dos mujeres en una mesa vecina. Una estaba de espaldas, pero,
por su figura delgada y la curva casi juvenil de su mejilla, me pareció que tendría menos
de treinta años. La otra era extremadamente anciana. Su rostro era un mapa en relieve,
lleno de valles y colinas. La observé decepcionado. Tenía una cara inexpresiva y
displicente, y miraba a Juan con ofensiva curiosidad.
Entonces la mujer joven volvió la cabeza y miró a su alrededor.
No había modo de confundir esos ojos grandes. Eran los de Juan, aunque con
párpados más pesados. Me miraron un instante, y luego miraron a mi amigo. Los
párpados se alzaron y revelaron los ojos oscuros, más profundos aún que los de Juan. La
comprensión y la alegría le iluminaron el rostro. Se levantó y avanzó hacia Juan, quien
también se puso de pie. Se enfrentaron en silencio y la mujer dijo:
—¡Alors c'est toi qui me cherches toujours!
No era lo que yo esperaba. Pese a sus grandes ojos, casi podría haber pasado por una
mujer normal, un tipo algo excéntrico de la especie común. Su cabeza, aunque grande, no
era desproporcionada con relación a su cuerpo, pues la joven era alta, y el cabello, que
apenas se veía bajo el sombrero ajustado, aumentaba muy poco el tamaño del cráneo. La
anchura de la boca había sido hábilmente reducida por el maquillaje.
Pero aunque aceptablemente humana, según las normas del Homo sapiens, era
extraña. Si yo fuera un escritor dotado de imaginación, y no un mero periodista, podría
quizá sugerir, simbólicamente, el curioso efecto que me causó y esa sensación de poder
latente y lejano. Pero sólo recuerdo algunos rasgos obvios, y esa curiosa combinación de
lo infantil, y aun lo fetal, con lo maduro. La frente saliente, la nariz ancha y corta, la
distancia entre los grandes ojos, el tamaño sorprendente de la cara, el marcado surco
entre la nariz y los labios. Todos estos caracteres eran definidamente fetales, y no
obstante, los labios cincelados con precisión, y la delicadeza del modelado de los
párpados sugerían la sutil experiencia de una divinidad inmemorial. Por lo menos para mí,
acostumbrado a Juan, ese extraño rostro combinaba la universalidad con la idiosincrasia.
A pesar de su rareza vagamente repulsiva, era un símbolo viviente de la femineidad. Y,
además, era un ser totalmente distinto de cualquier otro, absolutamente individual y único.
La miré y miré luego a la muchacha más atractiva del salón. Comprobé,
estremeciéndome, que era la belleza normal la repulsiva. Con algo parecido al vértigo,
volví los ojos a esa mujer adorable y grotesca.
Mientras tanto, Juan y ella se miraban en perfecto silencio. De pronto, la Nueva Mujer,
como yo cínicamente la había bautizado, nos pidió que nos sentáramos a su mesa. Así lo
hicimos. Nos dijo su nombre: Jacqueline Castagnet. La anciana, presentada como Mme.
Lemaitre nos miró con hostilidad, pero tuvo que resignarse. Era una persona muy común,
pero algo indescriptible en la voz y la expresión la asemejaban a Jacqueline. Supuse que
las mujeres eran madre e hija. Más tarde se reveló que había acertado, y que, sin
embargo, me equivocaba.
Siguieron algunos comentarios sin importancia, y luego Jacqueline empezó a hablar en
un lenguaje que yo no conocía. Por un momento Juan pareció sorprendido. Luego se rió y
respondió en la misma lengua. Continuaron hablando una media hora, mientras yo me
esforzaba por conversar con Mme. Lemaitre en un mal francés.
Por fin la anciana recordó a Jacqueline que tenían un compromiso en otra parte.
Cuando las dos mujeres se fueron, Juan y yo nos quedamos un rato en la mesa. Juan
estaba silencioso y absorto. Le pregunté qué idioma hablaban.
—Inglés —dijo—. Quería contarme muchas cosas sin que la anciana se enterara, de
modo que me habló con las palabras al revés, de atrás hacia adelante. Yo nunca lo había
intentado, pero es fácil para nosotros. —Juan, que había acentuado levemente el
«nosotros», reconoció sin duda que yo me sentía de más, porque agregó:— Te diré lo
esencial. La anciana es su hija, pero no lo sabe.
»Jacqueline se casó con un hombre llamado Cazé hace ochenta y tres años, y lo dejó
cuando su hija tenía cuatro. Hace poco encontró a la anciana, supo que era su hija, y se
relacionó con ella. Mme. Lemaitre le mostró una foto. "Ésta es mi madre", le dijo. "Murió
cuando yo era muy pequeña, y se parecía extraordinariamente a usted. Quizás sea usted
mi sobrina, o mi sobrina nieta." Jacqueline nació en 1765…
Resumiré aquí la vida asombrosa de Jacqueline. Merecería ser narrada en un grueso
volumen, pero mi tema es Juan.
Los padres de Jacqueline eran campesinos de esa triste región situada entre Chalons-
sur-Mame y el Bosque de Argonne. Vivían en la miseria. Jacqueline, con su inteligencia y
sensibilidad supernormales, y su inmenso deseo de vivir, creció en condiciones muy
difíciles. Éste fue, probablemente, el origen de su afición a los placeres y el poder, tan
importante en los primeros años de su carrera. Como Juan, creció lentamente. Esto
enojaba a sus padres, que esperaban con impaciencia su ayuda en la casa y el campo.
Protestaron aún más al ver que a una edad en que otras jóvenes están ya casadas,
Jacqueline era todavía una niña. Su vida en ese entonces era físicamente saludable, pero
devastadora para su espíritu. Pronto advirtió que poseía ciertas virtudes incomprensibles
para el resto de los hombres, y que su salvación radicaba sobre todo en el ejercicio de
esas aptitudes. Pero su existencia monótona y mezquina le impedía librarse del anhelo
menos refinado de su naturaleza: un hambre creciente de poder. Comprendió quizás que
habitaba un mundo de seres inferiores al notar que las hijas de los campesinos, mucho
más atractivas que ella, eran demasiado estúpidas para utilizar este don como arma de
conquista.
Antes de entrar en la adolescencia, cuando tenía diecinueve años, ya estaba resuelta a
derrotarlas en ese juego, y a convertirse en una reina entre las mujeres. En la ciudad
vecina de Sainte Menehould veía a veces hermosas damas que iban en sus coches a
París o se detenían brevemente en la hostería local. Jacqueline las observaba con
espíritu científico, y preparaba las bases de su futura técnica.
Cuando llegó a la pubertad, sus padres la comprometieron con un granjero vecino.
Jacqueline huyó. Utilizando al máximo sus dos únicas armas, el sexo y la inteligencia,
pasó de la prostitución más humilde y brutal al puesto de querida de un rico comerciante
de París. Durante algunos años vivió de él, sin concederle, en los últimos tiempos, más
que el terrible encanto de su compañía, cenando con él una vez por semana.
A los treinta y cinco años se enamoró por primera vez. Amaba a un joven artista, uno
de los precursores de la escuela de París. Esta nueva experiencia llevó al paroxismo sus
conflictos. Después de haber practicado la más antigua de las profesiones sin
repugnancia, estaba ahora horrorizada de sí misma. El joven pintor había despertado en
ella esas facultades latentes que su vida anterior había sofocado. Jacqueline se propuso
seducirlo, y lo consiguió con facilidad. Vivieron juntos y durante algunos meses fueron
felices. Sin embargo, la muchacha llegó gradualmente a comprender que, desde su propio
punto de vista, se había unido con un hombre apenas superior a un mono. Sus clientes
campesinos, sus clientes de París, y su rico protector le habían parecido siempre, como
es natural, subhumanos. El artista, se había dicho, era una excepción. Romper ahora con
el ser a quien había entregado su alma, aunque por error, podía significar la muerte.
Genuina, aunque irracionalmente, todavía lo quería. Velaba por él como velaría por su
caballo una solterona afecta a la caza. El artista no era mas que un animal, casi humano,
y nunca podría ser un compañero espiritual; pero Jacqueline se enorgullecía con sus
éxitos animales, es decir sus triunfos en la esfera del arte subhumano. Colaboraba,
entusiasmada, en su obra. No sólo era su fuente de inspiración. Poco a poco se iba
apoderando de sus facultades artísticas, y el joven comprendía, con una claridad cada
vez mayor, que la fértil imaginación de Jacqueline estaba sofocando su talento. La suya
era una compleja tragedia. Reconocía que los cuadros pintados bajo la influencia de la
muchacha eran mas osados, y estéticamente superiores, a la obra que podía realizar por
sí mismo. Pero su fama decrecía, pues ni siquiera los más inteligentes de sus amigos
eran capaces de apreciarlos. Dio un paso hacia la independencia y reconquistó su
reputación y su respeto de sí mismo; pero despertó al mismo tiempo todo el reprimido
disgusto de Jacqueline. Cada uno luchaba para librarse del otro, sin embargo se
necesitaban mutuamente. Hubo una disputa en que Jacqueline desempeñó el papel de la
divinidad que desciende para elevar al hombre a su propio nivel, y es rechazada. Al día
siguiente el pintor se pegó un tiro.
Esta tragedia afectó profundamente el espíritu juvenil de Jacqueline. Sintió desde
entonces una nueva ternura y un nuevo respeto por los seres subhumanos que la
rodeaban. Esa muerte disminuía, de algún modo, la distancia que la separaba de ellos.
Pronto volvió a ella, sin embargo, la necesidad de afirmarse a sí misma, y aunque a veces
cedía despiadadamente a esa necesidad, la atemperaba el recuerdo de haber matado a
la única persona del mundo que por un mes entero le había parecido superior. Durante
varios años, después de la muerte del artista, Jacqueline vivió pobremente con el dinero
que le había dado el comerciante. Trató de ganar fama como escritora, con un seudónimo
masculino, pero su obra tenía algo de remoto que no agradaba a los críticos. A los
cuarenta años, en los comienzos de su juventud, su obsesión de poder y de lujo volvió
con tal insistencia que, aterrorizada, se hizo monja. No creía en ninguna de las doctrinas
explícitas de la Iglesia; pero se obligó a aceptar, por lo menos exteriormente, cualquier
superstición, a cambio de una posible experiencia religiosa genuina. Sin embargo, su
presencia en el convento causó muy pronto tales disturbios, que la institución se disolvió,
y Jacqueline, con una amarga risa en su corazón, volvió a su vocación anterior.
Descubrió, sorprendida, que la prostitución le ofrecía ahora algo más que un camino
hacia la riqueza y el poder. Su experiencia en el convento no había sido del todo estéril.
Había visto de cerca las necesidades espirituales de la especie, y podía aplicar ahora ese
conocimiento. Sus motivos para volver a la prostitución habían sido puramente egoístas,
pero pronto descubrió que muchos hombres deseaban inconscientemente algo más que
una mera satisfacción física. Su antiguo disgusto ante el intercambio con seres inferiores,
cedía ante la alegría de su nueva actividad. Muchos hombres que anhelaban un momento
de intimidad con una mujer sensible y sin prejuicios, y otros que necesitaban ayuda en la
tarea aparentemente desesperada de entenderse con el universo hallaron en Jacqueline
un nuevo manantial de energía. Su fama crecía diariamente y eran cada vez mayores las
demandas que debía cumplir. Para salvarse de un colapso, buscó discípulas, jóvenes que
estuvieran dispuestas a acompañarla en su trabajo. Algunas tuvieron éxito, pero ninguna
como ella. La tensión creció hasta que por fin enfermó gravemente. Cuando se recobró,
reinició la búsqueda de sí misma. Usando de toda su habilidad, se abrió paso en la
sociedad europea, hasta que, a los cincuenta y siete años, en el umbral de su plenitud, se
casó con un príncipe ruso, aun sabiendo que era una criatura sin valor. Jugó sus cartas
con tal habilidad, que hubiese podido instalar al príncipe en el trono. Sin embargo, un
disgusto y un horror crecientes la llevaron a una nueva confusión mental, de la que volvió
a surgir su verdadero yo. Escapó disfrazada, y volvió a París. De vez en cuando se
encontraba con alguno de sus antiguos y envejecidos clientes. Como ella conservaba la
misma apariencia, les decía que era sobrina de la otra Jacqueline.
Nunca hasta entonces había tenido un hijo, ni había concebido. En los primeros años
se había cuidado de semejante desastre, pero en la madurez, aunque no se sentía
inclinada a la maternidad, había sido menos temerosa y menos cauta. A medida que
pasaban las décadas, empezaba a sospechar que era estéril, y por fin dejó de lado toda
precaución. A su regreso de Rusia, la oscura sensación de haber perdido una valiosa
experiencia se convirtió muy pronto en el deseo de tener un hijo.
Muchos de sus clientes habían querido casarse con ella. Jacqueline se había reído,
pero, al cumplir los ochenta años, la tranquila vida matrimonial comenzó a parecerle
atractiva. Entre sus clientes se contaba un joven abogado, Jean Cazé. Cuando descubrió,
sorprendida, que estaba embarazada, lo eligió como el mas conveniente de los maridos.
Cazé no había pensado en el matrimonio, y Jacqueline le deslizó la idea en la mente.
Cazé la persiguió entonces, venció su fingida resistencia, y se casaron. Después de un
embarazo de once meses, dio a luz una hija, y casi murió en la prueba. Cuatro años de
atención maternal y de compañía al fiel Cazé le parecieron suficientes. Cazé cuidaría a la
criatura. (Lo hizo con tal perfección que le arruinó la vida.) Jacqueline abandonó París, y
luego Francia, y empezó de nuevo en Dresde.
Durante los últimos dos tercios del siglo diecinueve, Jacqueline pasó alternativamente
de la prostitución al matrimonio. Entre sus maridos se contaron un embajador inglés, un
famoso escritor, y un negro que militaba en el ejército colonial francés. Nunca volvió a
concebir. Probablemente Juan tenía razón al suponer que Jacqueline podía impedir la
concepción mediante un acto voluntario.
Desde fines del siglo diecinueve, Jacqueline no volvió a casarse; prefirió continuar con
su profesión. La suya debió de ser una extraña vida. Por supuesto, se daba por dinero,
como cualquier miembro de su profesión, o de cualquier otra profesión. Sin embargo
elegía sus compañeros no por su riqueza, sino por sus necesidades. Combinaba
aparentemente en su persona las funciones de una prostituta, un psicoanalista y un
sacerdote.
Después de la guerra de 1914 se trasladó a Alemania. Allí sufrió un nuevo colapso en
1925, y debió pasar un año entero en una casa de salud. Cuando la vimos en París,
estaba desempeñando sus funciones de siempre.
Al día siguiente del encuentro, Juan me dejó para visitar a Jacqueline. Regresó cuatro
días más tarde, obviamente angustiado. No me habló de esto hasta mucho después.
—Jacqueline es espléndida, pero incurable —me dijo—. No puedo ayudarla y no me
quiere ayudar. Fue buena y dulce conmigo. Afirma que nunca ha encontrado a nadie
como yo, y que hubiese querido conocerme hace cien años. Dice que mi obra será
magnífica. Pero, en realidad, piensa que sólo es una aventura de estudiantes.
16 - Adlan
17 - Ng-Gunko y Lo
Se recordará que habíamos sacado pasajes para tres personas vía Oriente a Toulon e
Inglaterra. El tercer miembro del grupo apareció tres horas antes que saliera el barco.
Juan explicó que había descubierto a esta sorprendente criatura, llamada Ng-Gunko,
con la ayuda de Adlan. El viejo se había puesto en contacto con este contemporáneo de
Juan desde el pasado.
Ng-Gunko era nativo de una remota montaña selvática de Abisinia, y aunque todavía
en la infancia, se había encaminado —a pedido de Juan— hacia Port Said, pasando por
una serie de aventuras que no narraré aquí.
Pasó el tiempo y Ng-Gunko no aparecía. Mi escepticismo e impaciencia crecieron, pero
Juan esperaba confiado. Ng-Gunko apareció en el hotel mientras yo trataba de cerrar el
baúl. Era un negrito grotesco y sucio, y me molestó la perspectiva de compartir con él
nuestro camarote. Parecía tener unos ocho años, pero en realidad pasaba de los trece.
Usaba un caftán azul y largo, muy arrugado, y un fez roto. Como supimos después, había
comprado esta ropa para no llamar la atención. Pero era inútil. Al verlo, mi primera
reacción fue de franca incredulidad: este animal no existe, me dije a mí mismo. Luego
recordé que la mutación de una especie produce a menudo una larga serie de personajes
tan fantásticos que muchos de los nuevos tipos no son siquiera viables. Ng-Gunko,
decididamente viable, era sin embargo una monstruosidad. Aunque en su rostro había
una oscura mezcla de negroide y semita, con una inequívoca reminiscencia del tipo
mongólico, su mota de negroide no era negra sino de un color rojo oscuro. El ojo derecho,
enorme y negro, armonizaba con el cutis, pero el ojo izquierdo, mucho más pequeño, era
azul. Estas discrepancias daban al rostro una comicidad siniestra. Los labios gruesos se
le torcían frecuentemente en una sonrisa que revelaba tres dientecitos arriba y uno abajo.
El resto de la dentadura no había salido todavía.
Ng-Gunko hablaba inglés con fluidez, pero con una pronunciación extraña. Había
aprendido esta lengua en su viaje de seis semanas por el valle del Nilo. Cuando llegamos
a Londres, su inglés era tan bueno como el nuestro.
La tarea de preparar a Ng-Gunko para el viaje fue singularmente ardua. Lo lavamos
ante todo con agua y jabón y lo cubrimos luego de insecticida. Tenía varias heridas
putrefactas en las piernas. Juan esterilizó la hoja más afilada de su cortaplumas, y cortó la
carne en mal estado mientras Ng-Gunko nos hacía unas muecas de dolor y diversión. Le
compramos, venciendo sus protestas, unos trajes europeos; lo hicimos fotografiar para el
pasaporte, que Juan ya había tramitado ante las autoridades egipcias, y lo condujimos
triunfalmente al barco con su pantalón nuevo y una camisa blanca.
Durante el viaje tratamos de enseñarle modales europeos. No debía limpiarse la nariz
en público, y mucho menos sonársela con la mano. No debía tomar la carne y las
verduras con los dedos. No debía hacer sus necesidades en cualquier lugar. No debía,
aunque no era más que un niño, aparecer desnudo en el comedor. No debía exhibir su
inteligencia. No debía observar fijamente a sus compañeros de viaje. Por sobre todo, le
dijimos, debía dominar el impulso, aparentemente irresistible, de jugarles bromas
pesadas.
Aunque frívolo, Ng-Gunko poseía evidentemente una inteligencia superior. Era notable,
por ejemplo, que un chico que había vivido catorce años en la selva comprendiera
fácilmente el principio de la turbina de vapor. El viejo y experimentado escocés que nos
mostraba el cuarto de máquinas se rascaba la cabeza ante las preguntas de Ng-Gunko.
Juan tuvo que susurrarle airadamente:
—Si no reprimes tu maldita curiosidad, te arrojaré al mar.
Llegamos a destino y Ng-Gunko fue instalado en casa de los Wainwright. Como no
deseábamos llamar excesivamente la atención, le teñimos el cabello de negro y le
compramos unas gafas oscuras. Desgraciadamente, Ng-Gunko era muy joven, y no
resistía la tentación de estudiar a los nativos. Cuando salía con nosotros a la calle,
agobiado por el clima inglés, solía retrasarse unos pasos. Si nos cruzábamos entonces
con una anciana o un niño, Ng-Gunko adelantaba la barbilla, se sacaba las gafas y
sonreía diabólicamente. A veces no reparaban en él; pero en una ocasión tuvo tanto éxito
que la víctima lanzó un alarido. Juan se volvió hacia su protegido y lo tomó por el cuello.
—Vuelve a hacerlo —le dijo— y te arrancaré de cuajo ese ojo azul.
Ng-Gunko no volvió a repetir la jugarreta en presencia de Juan, pero se aprovechaba a
menudo de mi condescendencia.
Sin embargo, pocas semanas más tarde, Ng-Gunko comenzó a interesarse por la gran
aventura y su papel de conspirador. Pero era todavía, en el fondo, un pequeño salvaje.
Hasta su pasión extraordinaria por las máquinas se parecía al deleite de una mente
primitiva que descubre el mundo civilizado. Su talento para la mecánica eclipsaba en
algunos sentidos al de Juan. A los pocos días del desembarco andaba en motocicleta y
realizaba con ella increíbles malabarismos. Muy pronto la desarmó y volvió a armarla.
Dominaba asimismo los principios del poder psicofísico desarrollado por Juan, y
descubrió, con gran alegría, que podía realizar él mismo aquellos milagros. Ya se daba
por sentado que sería el ingeniero responsable del barco y la futura colonia, dejando a
Juan los asuntos más importantes. Pero en los actos de Ng-Gunko, y en su actitud hacia
la vida, había una pasión y una intensidad muy distintas de la calma invariable de su
amigo. Yo a veces me preguntaba si era verdaderamente un supernormal o sólo un ser
insólito dotado de una brillante inteligencia. Pero cuando se lo sugerí a Juan, éste se rió:
—Ng-Gunko es un niño; pero con notables dones telepáticos. En ese sentido pronto me
superará. Aunque ambos somos todavía unos verdaderos principiantes.
Poco después de nuestro regreso a Egipto llegó otro supernormal. Era la muchacha
que Juan había encontrado en Moscú. Como los otros de su especie, parecía mucho más
joven de lo que en realidad era. Tenía el aspecto de una niña, y sin embargo había
cumplido diecisiete años. Se había embarcado como camarera en un navío soviético y
había descendido en un puerto inglés. Con dinero inglés que había conseguido en Rusia,
llegó sin mayores dificultades a casa de los Wainwright.
Lo, a primera vista, era mucho más normal que Ng-Gunko o Juan. Podría haber pasado
por la hermana menor de Jacqueline. Tenía, indudablemente, una cabeza de gran
tamaño, pero las facciones eran regulares y el lacio cabello negro bastante largo como
para parecer una melena. Los altos pómulos y los ojos hundidos, aunque grandes,
delataban su origen asiático. La nariz era ancha y chata, y el cutis decididamente amarillo.
Me sugería una estatua dotada de vida, donde el artista hubiese expresado un ideal
felino.
—Es delgada y dúctil —decía Juan—. Parece a punto de romperse, y sin embargo
tiene músculos de acero, recubiertos de seda.
En las semanas anteriores a la partida del yate, Lo ocupó la habitación que había
pertenecido a Ana, la hermana de Juan. Las relaciones entre Lo y Pax, aunque
amistosas, no fueron fáciles. Lo era excepcionalmente callada. Esto, estoy seguro, no
molestaba a Pax, a quien atraían las personas silenciosas. Pero, cuando estaba con Lo,
sentía, aparentemente, una constante necesidad de hablar. Lo contestaba con corrección
y amabilidad, pero Pax parecía incómoda. Se equivocaba, ponía las cosas en sitios
inapropiados, cosía mal los botones, rompía la aguja, y todo parecía llevarle más tiempo
del necesario.
Nunca descubrí por qué Pax se sentía tan incómoda con Lo. La muchacha era
realmente un ser desconcertante, pero me parecía que Pax podía entenderse con ella
mejor que con otras personas. En Lo, no sólo era turbador el silencio, sino también la falta
casi completa de expresiones faciales, mejor dicho, de cambios de expresión, lo que
significaba una profunda indiferencia. En las situaciones sociales comunes, cuando otros
parecían divertidos, contentos o exasperados, la cara de Lo permanecía inmutable.
Al principio pensé que era insensible o quizás retardada; pero un curioso
acontecimiento me demostró mi error. La muchacha descubrió su pasión por la novela y,
especialmente, por Jane Austen. Leyó todas las obras de la incomparable novelista una y
otra vez, con tal frecuencia que Juan, de intereses tan distintos, empezó a burlarse. Lo
nos endilgó entonces un largo discurso.
—En mi patria —dijo— no hay nada similar a Jane Austen. Pero sí en mí, y estos viejos
libros me ayudan a conocerme. Por supuesto, son solamente sapiens; lo sé; pero eso
mismo contribuye a la diversión. ¡Es tan interesante trasponerlos para que estén de
acuerdo con «nosotros»! Por ejemplo, si Jane pudiera comprenderme, ¿qué diría de mí?
La respuesta es extraordinariamente reveladora. Desde luego, nuestras mentes están
fuera de su alcance, pero su actitud puede aplicársenos. Observa su pequeño mundo con
notable inteligencia y vivacidad, y le otorga un significado que ese mundo no podría
descubrir por sí mismo. Bueno, yo pienso estudiar a nuestro grupo y nuestra virtuosa
colonia, desde el punto de vista de Jane. Deseo revelar su significado más oculto, aquel
que no podría descubrir su honesto y noble jefe. ¿Sabes, Juan?, creo que el Homo
sapiens puede enseñarte muchas cosas. Acerca de la personalidad sobre todo. Y si estás
demasiado ocupado para aprender, lo haré yo, o la colonia será intolerable.
Ante mi sorpresa, Juan respondió besándola. Lo insistió gravemente:
—Juan Raro, verdaderamente tienes mucho que aprender.
Este incidente puede sugerir que a Lo le faltaba humor. Pero no. Era una humorista
amable. Aunque parecía incapaz de sonreír, hacía reír con frecuencia a los demás. Y sin
embargo, repito, era misteriosamente desconcertante para casi todos nosotros. Hasta
Juan se sentía a veces incómodo en su presencia. Una vez, mientras hablaba de
finanzas, se interrumpió para decir:
—Esa muchacha se está riendo de mí, a pesar de su cara solemne. Nunca se ríe, pero
sólo en apariencia. Ahora dime, Lo, ¿qué te divierte?
Lo respondió:
—Querido e importante Juan, eres tú quien se ríe. Te ríes de tu propia imagen, tal
como yo la reflejo.
La principal ocupación de Lo, durante las semanas que pasó en Inglaterra, consistió en
adquirir la ciencia y el arte médicos, y familiarizarse con los últimos adelantos de la
embriología. Sólo mucho más tarde conocí el motivo de sus estudios. Éstos se
desarrollaban rápidamente gracias a la colaboración de un embriólogo distinguido de la
universidad local. Lo tenía además con Juan prolongadas discusiones.
A medida que se acercaba el momento de la partida, los estudios de Lo se hacían más
apremiantes. Por fin empezó a dar señales de agotamiento. Le pedimos que descansara
algunos días.
—No —dijo—, debo terminar antes de partir. Ya descansaré luego.
Le preguntamos si dormía lo suficiente. Evadió la respuesta.
—¿Duermes alguna vez? —le preguntó Juan con suspicacia. La muchacha vaciló y
contestó:
—Nunca, si puedo evitarlo. En verdad, hace años que no duermo. La última vez dormí
una eternidad. Pero nunca volveré a dormir.
—¿Por qué? —preguntó Juan, incrédulo.
Lo se encogió de hombros. Después agregó:
—Es una pérdida de tiempo. Me meto en cama, pero leo o pienso toda la noche.
No sé si he dicho que los otros supernormales dormían poco. A Juan, por ejemplo, le
bastaban cuatro horas por noche, y podía pasarse tres días sin dormir.
Poco después de este incidente supe que Lo no había bajado a tomar el desayuno, y
que Pax la había encontrado en cama, dormida.
—Pero no está bien —dijo Pax—. Aprieta los ojos y tiene una expresión de rabia y
temor. Murmura constantemente en ruso o algo así, y se clava las uñas en el pecho.
Tratamos inútilmente de despertarla. La sentamos. Le echamos agua fría, le gritamos,
la sacudimos y la pellizcamos. Sin resultado. Al atardecer empezó a gritar. Siguió así toda
la noche. Me quedé con los Wainwright, aunque nada podía hacer. La calle entera estaba
en vela. A veces era un grito inarticulado, como el de un animal dominado por el dolor y la
furia; a veces un torrente de palabras en ruso, pero tan embrollado que Juan no podía
entender una palabra.
Al amanecer se tranquilizó, y durante más de una semana durmió profundamente. Una
mañana bajó a tomar el desayuno como si nada hubiera pasado, pero parecía, dijo Juan,
«un cadáver animado por un alma escapada del infierno».
Cuando se sentó, le preguntó a Juan:
—¿Comprendes ahora por qué me gusta Jane Austen más que Dostoievski, por
ejemplo?
Tardó algún tiempo en recuperar su serenidad habitual. Días mas tarde le habló a Pax
de sí misma.
En su infancia, antes de la revolución, cuando su familia vivía en una aldea siberiana,
dormía todas las noches, pero tenía con frecuencia pesadillas espantosas, indescriptibles.
Se veía convertida en una bestia furiosa, o un demonio, y sin embargo, en su interior,
conservaba su yo normal, como espectador impotente de su propia locura. Creció, y estos
terrores se disiparon. Durante la revolución, y los años siguientes, su familia sufrió los
horrores del hambre y la guerra civil. Era todavía, en apariencia, una niña, pero ya podía
apreciar el significado de la guerra. Había llegado, por ejemplo, a la convicción de que,
aunque ambos bandos eran igualmente capaces de brutalidad y generosidad, uno estaba,
en general, en lo cierto, y el otro en el error. Aun en esa temprana edad sentía,
vagamente, pero con certeza que el horror de su vida, los bombardeos, los incendios, las
ejecuciones en masa, el frío, el hambre eran algo que se debía aceptar. Aceptó, todo eso,
triunfalmente; pero un día los blancos saquearon el pueblo y asesinaron a su padre. Lo
huyó con su madre en un tren de refugiados y heridos. El viaje fue, por supuesto,
desesperadamente fatigoso. Lo se durmió, se hundió una vez mas en sus pesadillas,
ahora pobladas por el espanto de la guerra civil, y asistió impotente al espectáculo de su
otro yo, que perpetraba las más terribles atrocidades.
Desde entonces, todo exceso de fatiga despertaba en ella aquellos sueños, con todos
sus horrores. Explicó que las crisis eran ahora menos frecuentes. Pero, por otra parte, el
contenido de los sueños era más terrible porque —no podía explicarlo claramente era
más universal, más metafísico, más cósmico, y, al mismo tiempo, la expresión definida de
algo satánico —así dijo Lo— que habitaba en su propio ser.
Desde entonces Pax se sintió más a gusto con Lo. La había atendido, había oído sus
confidencias, y se había apiadado de la joven. Era indudable, sin embargo, que la
presencia de Lo la fatigaba. Cuando botaron el yate, Juan mismo me dijo:
—Debemos partir en seguida. Lo está matando a Pax, aunque hace lo posible por
evitarlo. ¡Pobre Pax! Se está poniendo vieja.
Era verdad. Pax encanecía, y se le estiraba la boca.
Supe —y no puedo explicar claramente mis sentimientos— que yo no iría en el yate.
Podía vivir mi propia vida. Podía casarme y establecerme. Juan, si me necesitaba, me
llamaría a su lado. Pero ¿cómo podía yo vivir sin Juan? Traté de convencerlo. Un barco
parecido a un plato, con tres niños a bordo, no atraería tanto la atención si llevaba
también un adulto. Pero mi sugerencia fue rechazada. Juan me dijo que ya no parecía un
niño, y que, además, podía retocarse el rostro.
No necesito describir detalladamente los preparativos de la aventura. Ng-Gunko y Lo
aprendieron a volar; y los tres se familiarizaron con las características del curioso avión y
el curioso barco. Este último fue botado al Clyde por Pax, y bautizado Skid, nombre con el
cual se lo registró debidamente. Para la inspección oficial se colocó un motor común, que
fue reemplazado luego por la unidad de energía psicofisica.
Una vez listos el yate y el aeroplano, se hizo un viaje de prueba a las islas
occidentales. En este viaje se me admitió como huésped. La experiencia bastó para
quitarme todo deseo de un viaje más largo. El modelo del yate, en escala reducida, no me
había permitido imaginar las incomodidades del barco real. Era un yate seguro, pero tan
bajo que las olas barrían constantemente la cubierta. Esto no importaba, pues los
dispositivos de navegación estaban a buen resguardo en un estilizado refugio que
recordaba la cabina de un automóvil. Cuando el tiempo era bueno, se podía estirar las
piernas en cubierta, pero en el interior del yate apenas había espacio. La cantidad de
máquinas, utensilios y provisiones era increíble. Y también estaba el avión. Este extraño
aparato, diminuto para las medidas ordinarias, y doblado como un abanico, ocupaba gran
parte de la nave.
Después de salir de Greenock, nos deslizamos cómodamente por el Clyde, más allá de
Arran, y pasamos el cabo de Kintyre. Nos sorprendió la tempestad y yo me enfermé. Lo
mismo le ocurrió —para mi alegría— a Ng-Gunko. Estaba tan mal que Juan decidió
buscar un puerto. Creíamos que se moría. Pero, repentinamente, Ng-Gunko aprendió a
dominar el reflejo del vómito. Descansó entonces diez minutos, y saltó de su litera con un
grito de triunfo. Una ola lo devolvió a la cocina.
Las pruebas tuvieron éxito. Lanzado a toda velocidad, el Skid sacaba la proa fuera del
agua y levantaba una montaña de olas y espuma. El tiempo era tormentoso, pero se
ensayó también el avión. Lo levantaron con una grúa y lo desplegaron sobre el agua. Los
tres miembros de la tripulación hicieron varios vuelos de prueba. Lo más sorprendente era
que gracias a su diseño y la potencia de su motor el aparato despegaba directamente.
Una semana después, el Skid emprendió su primer viaje largo. Nos despedimos en el
muelle. Las reacciones de los Wainwright ante la partida del hijo menor, fueron muy
distintas. El doctor temía los peligros del viaje. y no confiaba en la capacidad de los
jóvenes. Pax no demostraba la menor inquietud, tanta era su confianza en Juan. Pero,
evidentemente, le costaba despedirse. Abrazándola, Juan le dijo: —¡Querida Pax!—, y
saltó a bordo. Lo, que ya se había despedido, se volvió hacia Pax, le tomó las manos, y le
dijo sonriendo: —Querida madre del importante Juan—. A este extraño saludo, Pax
contestó simplemente con un beso.
Lo poco que sé del viaje se debe, por una parte, a las lacónicas cartas de Juan, y, por
otra, a la conversación que tuvimos a su regreso. El itinerario fue establecido de acuerdo
con sus investigaciones telepáticas. La distancia, no tenía, aparentemente, relación con la
mayor o menor facilidad con que Juan captaba los pensamientos de otros supernormales.
El éxito dependía enteramente de la similitud de las experiencias de ambos sujetos.
Estaba así en comunicación con un hombre del Tíbet, y otros dos de la China, pero de la
existencia y ubicación de otros posibles miembros poco podía decir.
Las cartas nos informaron que el Skid había viajado infructuosamente durante tres
semanas por la costa oriental de África. Juan había recorrido el interior en pos de un
supernormal que vivía en algún oasis del Sahara. Sorprendido por una tempestad, hizo un
aterrizaje forzoso en el desierto. La arena había obstruido el motor.
—Cuando calmó el viento, limpié la máquina —dijo Juan—, y volé de vuelta al Skid,
masticando todavía arena.
No sé cuántas hazañas similares aparejó la aventura.
El Skid ancló en la ciudad de El Cabo, y los tres jóvenes salieron a recorrer Sudáfrica
siguiendo las débiles huellas de una mentalidad supernormal. Juan y Lo volvieron con las
manos vacías. En su carta Juan observaba: «Es delicioso. Los blancos tratan a los negros
como si fueran una especie inferior. Lo dice que le recuerda las historias de su madre
sobre la Rusia de los zares».
Juan y Lo esperaron impacientes algunas semanas, mientras Ng-Gunko, feliz sin duda
por haber vuelto a las condiciones nativas, investigaba en los remotos bosques y salinas
de Ngamiland. Se comunicaba diariamente con Juan, pero en sus andanzas había algo
de misterioso. Juan se sentía inquieto. El muchacho era peligrosamente joven y, quizás,
de un tipo menos equilibrado que el suyo. Por fin tuvo que decir a Ng-Gunko que «si no se
dejaba de locuras» el Skid partiría sin él. La respuesta le aseguró alegremente que en uno
o dos días, Ng-Gunko emprendería el regreso. Una semana después llegó un mensaje
con un grito de triunfo y un S. O. S. El negrito había alcanzado a su presa, pero no tenía
dinero para el viaje de vuelta en ferrocarril. Por tanto, Juan voló hacia el lugar indicado,
mientras Lo, sola, llevaba el Skid a Durban.
Juan esperaba desde hacía varios días en una aldea, cuando apareció Ng-Gunko,
rendido, pero radiante. Abrió un atado que traía a la espalda, levantó una punta de las
envolturas, y mostró al indignado Juan un diminuto bebé negro que boqueaba y se
retorcía.
Ng-Gunko, parece, había descubierto que las huellas telepáticas venían de cierta tribu
y de una determinada mujer. Su conocimiento del África le había permitido reconocer en
la actitud de esta indígena ante la selva, algo de su propia actitud. En una investigación
ulterior advirtió que, aunque la mujer era ligeramente supernormal, el origen de aquellas
débiles señales no era ella, sino su futuro hijo. En las experiencias prenatales del niño,
Ng-Gunko reconoció los rudimentos de la sensibilidad supernormal.
Era notable que una mente tuviese antes de nacer actividad telepática. La madre
gestaba al niño desde hacía ya once meses. Pero Ng-Gunko sabía que él también había
nacido tarde, y sólo cuando las comadronas de la tribu recurrieron a ciertos estímulos.
Persuadió entonces a la madre negra, mortalmente cansada, a seguir este tratamiento. El
niño nació, pero la madre perdió la vida. Ng-Gunko emprendió viaje con su presa. Cuando
Juan le preguntó con qué había alimentado al bebé, Ng-Gunko explicó cómo se
ordeñaban los antílopes salvajes. El bebé, por supuesto, no había adelantado, pero
estaba vivo.
El raptor advirtió, apenado, que nadie aplaudía su hazaña. Juan se preguntaba qué
diablos harían con la criatura, y si valía la pena ocuparse de ella. Ng-Gunko creía haber
encontrado un superhombre que los sobrepasaría a todos. Más tarde el mismo Juan se
sorprendió al examinar la mente del recién llegado.
El avión partió hacia Durban con el bebé en brazos de Ng-Gunko. Uno hubiese
esperado que el cuidado y la atención del niño recayeran sobre Lo, pero la muchacha se
mantuvo a distancia. Ng-Gunko aclaró, además, que se hacía responsable del niño, a
quien llamó Sambo, y se consagró a él como una madre a su primogénito o un escolar a
sus tesoros.
El Skid se dirigió luego a Bombay. En alguna parte, al norte del ecuador, estalló una
tormenta. Para el barco fue un asunto sin importancia, pero debió de incomodar a la
tripulación. Tiempo después me enteré de un incidente ocurrido en aquellos días, y que
Juan no mencionó en sus cartas. El Skid encontró un pequeño velero británico, el Frome,
que se hallaba en peligro. Había perdido el timón y trataba de capear la tormenta. El Skid
se acercó, y cuando la lucha del Frome fue evidentemente inútil, la tripulación se lanzó a
los dos botes. El Skid trató de remolcarlos. La operación era muy peligrosa. La tormenta
arrojó un bote sobre la cubierta del yate, y la popa de este último se hundió bajo el agua.
Ng-Gunko, que se ocupaba del remolque, se hirió gravemente un pie. El bote cayó otra
vez al mar y naufragó. El Skid sólo pudo salvar a dos tripulantes. Se remolcó al otro bote.
Unos días después mejoró el tiempo y el Skid y su carga se encaminaron hacia Bombay.
Pero la curiosidad de los dos rescatados era cada vez mayor. ¿Quiénes eran esos tres
muchachos excéntricos y ese bebé negro que atravesaban el océano en un yate
igualmente excéntrico movido por una fuerza incomprensible? Los dos marinos no
escatimaban elogios a sus salvadores, y aseguraron a Juan que hablarían de él en la
investigación del naufragio.
Esto resultaba muy inconveniente. Los tres supernormales discutieron la situación y
acordaron una acción drástica. Juan sacó una pistola y tiró sobre los huéspedes. El ruido
causó gran alboroto en el otro bote. Ng-Gunko tiró de la cuerda de remolque, acercando
el bote, y Juan viró mientras Ng-Gunko y Lo, sobre cubierta, armados de rifles, decidían la
suerte de los otros náufragos. Cumplida la macabra tarea, tiraron los cadáveres al mar.
Limpiaron el bote de manchas de sangre, y luego lo echaron a pique. El Skid continuó su
viaje.
Cuando Juan me contó, mucho después, este horrible incidente, me sentí tan indignado
como perplejo. ¿Por qué, le pregunté, si no se arriesgaba a un poco de publicidad, había
desafiado la muerte en la difícil tarea del salvamento? ¿Y cómo no se había imaginado,
durante esa operación, que la publicidad era inevitable? ¿Había alguna empresa, le
pregunté, aunque fuera la fundación de una nueva especie, que justificase esa fría
carnicería de seres humanos? Si ésta era la conducta del Homo superior, me alegraba
ser, gracias a Dios, de otra especie. Seríamos débiles y estúpidos, pero apreciábamos por
lo menos el carácter sagrado de la vida humana. ¿No era este acto de brutalidad muy
parecido a los innumerables crímenes judiciales, políticos y religiosos que manchaban la
hoja del Homo sapiens? Sus autores los juzgaban justos, pero los más humanos sentían
que eran actos de barbarie.
Juan habló con esa calma y recogimiento con que respondía a mis preguntas más
serias. Señaló, ante todo, que el Skid estaría aún mucho tiempo en contacto con el Homo
sapiens. Su tripulación debía trabajar en la India, el Tíbet, y la China. Si se divulgaba su
intervención en este asunto, deberían, indudablemente, testimoniar en la investigación. Y
si los descubrían, la aventura habría terminado. Si hubiesen conocido en esa época,
como lo conocieron más tarde, el dominio hipnótico, habrían borrado de aquellas mentes
todo recuerdo del naufragio.
—No —dijo—. No podíamos hacerlo. Nos habríamos expuesto a la publicidad, o a que
nos destruyera la tormenta, con la esperanza de evitarla. Tratamos de que nuestros
huéspedes olvidasen, pero no lo logramos. El acto te indigna, Fido, por su maldad; pero
olvidas algo importante. Para tu especie, ocupada sólo en fines quiméricos, lo que hicimos
es un crimen. Hoy, en efecto, el hombre debe preferir la muerte antes que matar a sus
semejantes. Pero así como el hombre mata lobos y tigres para protegerse, así nosotros
matamos a aquellas criaturas. Eran inocentes, pero peligrosas. Amenazaban la más noble
empresa de este planeta. ¡Piensa! Si tú y Berta se encontrasen en un mundo de monos,
inteligentes, dignos de afecto, pero ciegos y brutales, ¿no los matarías? ¿Renunciarías a
un posible mundo humano? No. Sería una cobardía. No física, sino espiritual. Bueno, si
pudiésemos eliminar al Homo sapiens, francamente, lo haríamos. Pues si tu especie nos
descubre, y comprende lo que somos, nos destruirá. Sabemos, recuérdalo, que el Homo
sapiens poco puede contribuir a la música de este planeta. En realidad, nada más que
con vanas repeticiones. Es hora de que otros instrumentos toquen esa música.
Juan calló y me miró, casi suplicante. Parecía anhelar mi aprobación, la aprobación de
su perro fiel. ¿Se sentía, después de todo, culpable? Me parece que no. Creo que su
deseo de convencerme estaba inspirado por el cariño. Por mi parte, aunque no apruebo la
conducta de Juan, tampoco la condeno. Hay algo en ese incidente que no puedo
entender, pero siento que Juan debía de tener razón.
Volvamos a nuestra historia. En Bombay, Juan y Lo estudiaron durante un tiempo el
hindú y el tibetano. Al fin partieron en el avión. (Ng-Gunko se quedó en el Skid para cuidar
de Sambo y su pie herido.) Lo, disfrazada de muchachito nepalés, bajó en una montaña
de la India, donde, según se esperaba, podría investigar la presencia de un supernormal.
Juan continuó su vuelo hasta el Tíbet para reunirse con un joven monje budista.
En la breve carta que describía la expedición al Tíbet, Juan se refirió apenas al viaje en
sí, aunque el vuelo sobre el Himalaya debió de haber sido una tarea agotadora, aun para
un superhombre en un superavión. Decía la carta: «La máquina soportó espléndidamente
el vuelo y luego un golpe de viento la devolvió a la India. Se me cayó el termo. Al volver,
lo vi en la ladera, pero allí lo dejé».
Guiado por el monje, Juan encontró fácilmente el monasterio. Langatse tenía cuarenta
años, aunque físicamente apenas había pasado de la juventud. Era ciego de nacimiento.
A causa de esta ceguera había desarrollado sus facultades telepáticas mucho más que
Juan. Veía telepáticamente por los ojos de otros. Para leer, por ejemplo, le bastaba que
alguien mirase una página. Como podía utilizar a la vez varios pares de ojos, y ver un
objeto desde distintos y simultáneos puntos de vista, sus imágenes mentales eran real—
mente insólitas. Como decía Juan, asía las cosas visualmente.
Juan había pensado que Langatse se uniría al grupo, pero el tibetano no era, en este
sentido, muy distinto de Adlan. Se interesó en la aventura y alentó al muchacho, pero
nada más. La fundación de un nuevo mundo, aunque alguien debía realizarla, no era para
él asunto urgente. No quería abandonar tampoco su actividad espiritual. Consintió, sin
embargo, de buena gana, en convertirse en consejero de la colonia telepática y otras
actividades supernormales. Hubiera preferido, sin embargo, que Juan se quedase en el
Tíbet, y compartiese sus difíciles y exaltados ejercicios.
Juan permaneció una semana en el monasterio. Mientras volvía recibió un mensaje de
Langatse. Había decidido ayudar a Juan, buscando y preparando jóvenes supernormales.
Lo, por su parte, comunicó que había descubierto a dos hermanas más jóvenes que ella.
Se unirían a la expedición, pero más tarde. La mayor estaba enferma, y la menor era
todavía una niña.
El Skid partió otra vez. En Cantón, Juan encontró a Shen Kuo, joven chino con quien ya
se había comunicado. Shen Kuo se dirigió en seguida al interior del continente en busca
de otros cuatro jóvenes descubiertos por Langatse en la remota provincia oriental de Sze
Chwan. Desde allí los cinco viajarían al Tíbet, al monasterio de Langatse. Allí pasarían un
tiempo preparándose para la nueva vida. Langatse informó que había hallado a otros
cuatro tibetanos y que éstos se educarían también en el monasterio.
Más tarde el mismo Langatse descubrió otra adepta: una jovencita chino-americana de
San Francisco, llamada Washingtonia Jong. El Skid cruzó el Pacífico, y la joven se
convirtió sin más en un nuevo tripulante. La conocí mucho después, pero puedo decir que
«Washy», como la llamaban, me pareció a primera vista una muchacha común, una
simpática flapper norteamericana de ojos rasgados y cabello negro. Descubrí más tarde
que era algo mas.
Era necesario ahora descubrir una isla. Debía ser de clima templado, con suelo fértil y
pesca abundante, y estar alejada de todas las rutas. Este último requisito era importante.
Como un día, tarde o temprano, alguien visitaría la isla, Juan ideó ciertas medidas para
impedir que los barcos se acercaran o evitar que los viajeros hablasen luego de la colonia.
Me referiré más adelante a estas medidas.
El Skid cruzó el ecuador e inició la exploración sistemática de los mares del Sur. Al
cabo de algunas semanas, descubrió una isla conveniente, aunque diminuta. Estaba
situada en el interior del ángulo formado por las rutas que, partiendo de Nueva Zelanda,
se dirigen respectivamente a Panamá y al cabo de Hornos. Este descubrimiento fue
realmente afortunado, casi providencial, pues la isla no figuraba en ningún mapa, y
parecía haber surgido a la superficie en los últimos veinte años. No había en ella animales
mamíferos ni reptiles, y la vegetación era aún escasa y uniforme. Sin embargo, la isla
estaba habitada. Un pequeño grupo de indígenas vivía allí de la pesca. De su hogar
original habían traído plantas y árboles.
Nada supe de estos indígenas hasta que, mucho más tarde, visité la colonia.
—Eran criaturas sencillas y atractivas —me dijo Juan—, pero por supuesto, no
podíamos permitir que nos molestaran. Hubiésemos podido, quizá, destruir sus recuerdos
de la isla y nosotros, y luego trasladarlos. Pero nuestra técnica para provocar el olvido era
aún, a pesar de las enseñanzas de Langatse, muy imperfecta. Además, ¿dónde
podíamos dejar a los nativos sin despertar la curiosidad de la gente? Si se quedaban en la
isla, por otra parte, estorbarían nuestra obra, y les causaríamos un enorme daño
espiritual. Decidimos, por lo tanto, destruirlos mediante cierta técnica hipnótica (o magia,
si prefieres) que en aquellas mentes religiosas no podía fracasar. Los nativos nos habían
recibido con una fiesta, a la que siguieron algunas danzas rituales. Cuando la excitación
llegó a su clímax, Lo bailó para ellos. Y luego les dije, en su propio idioma, que éramos
dioses, que necesitábamos la isla, y que debían levantar una pira funeraria, acostarse en
ella, y morir contentos y felices. Así lo hicieron; hombres, mujeres y niños.
No puedo defender esta acción. Pero señalaré que, si los invasores hubiesen
pertenecido a la especie normal, habrían bautizado sin duda a los nativos, distribuyendo
entre ellos libros devotos, ropas europeas, ron y un sinnúmero de enfermedades. Y luego
de haberlos esclavizado económicamente, habrían aplastado sus espíritus exhibiendo la
superioridad trivial del hombre blanco. Por fin, cuando todos hubiesen muerto a causa del
desaliento o la bebida, habrían llorado sobre sus tumbas.
Quizás la única defensa de este asesinato psicológico cometido por los supernormales
sea la siguiente: decididos a adueñarse de la isla, no eludieron las consecuencias de esa
decisión. Cumplieron su tarea del modo más limpio posible. No juzgaré aquí si el fin que
tan despiadadamente persiguieron justificaba los medios. Aunque pienso que el crimen
nunca puede justificarse, por elevados que sean los fines. Si ese crimen hubiese sido
perpetrado por miembros de mi propia especie, tal acción habría merecido mi más firme
condena. Pero no seré yo quien juzgue a seres que me demostraron diariamente que no
sólo poseían una mayor inteligencia que la mía, sino también una mayor comprensión
moral.
Una vez que Juan, Lo, Ng-Gunko, Washingtonia y el niño Sambo tomaron posesión de
la isla, pasaron allí algunas semanas descansando del viaje, preparando la instalación de
la colonia, y comunicándose con Langatse y los supernormales a su cargo. Cuando estos
asiáticos estuviesen preparados, viajarían a alguna isla de la Polinesia, donde los
recogería él Skid. Mientras tanto, el barco iría a Inglaterra, pasando por el estrecho de
Magallanes, para traer a la isla algunos materiales y el resto de los supernormales
europeos.
19 - Se funda la colonia
El Skid llegó a Inglaterra —sin aviso previo— tres semanas antes de la fecha en que
debía casarme. Berta y yo habíamos salido de compras, y pasamos por mi casa para
dejar algunos paquetes. Entramos en la sala, y allí estaban los tripulantes del Skid,
cómodamente instalados, comiendo mis manzanas y unos bombones que yo tenía
reservados para Berta. Durante un momento no supimos qué decir. Sentí que Berta me
apretaba el brazo. Juan, estirado en un sillón junto al fuego, comía una manzana. Lo,
tirada en la alfombra de la chimenea, hojeaba el New Statesman. Ng-Gunko, en otro
sillón, masticaba bombones y se inclinaba sobre Sambo. Creo que ayudaba a la criatura a
ajustarse las gruesas ropas sin las cuales no hubiera sobrevivido en el clima inglés.
Sambo, de cabeza y vientre enormes, con miembros que parecían ramitas, me miró
inquisitivamente. Washingtonia, a quien yo no conocía, me pareció, al lado de aquellos
monstruos, notablemente vulgar.
Juan se había levantado y nos decía, con la boca llena:
—Hola, viejo Fido. Hola, Berta. Me vas a odiar, Berta, pero necesitaré a Fido durante
algunas semanas. Tengo que comprar varias cosas.
—Pero si estamos a punto de casarnos —protesté. —Maldita sea —contestó Juan.
Y en seguida, sorprendido de mí mismo, aseguré a Juan que, por supuesto, podríamos
demorar el casamiento un par de meses.
—Por supuesto —murmuró Berta desplomándose en un sillón.
—Muy bien —dijo Juan alegremente—. Después de este asunto, no os molestaré más.
—Sentí, inesperadamente, que me apretujaban el corazón.
Las semanas siguientes transcurrieron en un remolino de actividades prácticas. Era
necesario reacondicionar el Skid y preparar el avión. Las herramientas, maquinarias,
implementos eléctricos y otros materiales se mandarían a Valparaíso. Desde las selvas
sudamericanas había que enviar madera al mismo puerto. Los víveres saldrían de
Inglaterra. De todo esto debía encargarme yo, bajo la dirección de Juan. Él mismo
preparó una lista de libros que yo tenía que conseguir. Había docenas de obras técnicas
sobre temas biológicos, agricultura tropical, y otros asuntos. Abundaban también los libros
de música teórica, astronomía y filosofía y las obras puramente literarias —curiosamente
seleccionadas— en varios idiomas. La búsqueda de unas cuantas docenas de escritos
asiáticos relacionados con el ocultismo me llevó mucho tiempo.
Poco antes de la fecha de partida, llegaron los miembros europeos. Juan mismo fue a
buscar a Jelli, una niña húngara que decía tener diecisiete años. No era una belleza. Las
regiones occipital y frontal del cráneo se habían desarrollado de un modo repulsivo. La
parte posterior caía sobre la nuca y la frente se adelantaba más allá de la nariz, que era
rudimentaria. De perfil, la cabeza parecía un mazo de croquet. La niña tenía además labio
leporino y piernas cortas y torcidas. Parecía una cretina, y sin embargo su inteligencia y
temperamento eran supernormales, y su vista, hipersensible. No sólo distinguía dos
colores primarios en lo que llamamos azul, sino que veía también el infrarrojo. Además de
poseer esta sensibilidad para el color, percibía las formas con notable agudeza. La causa
residía sin duda en la estructura de su retina. Podía leer un periódico a veinte metros de
distancia, y le bastaba un golpe de vista para saber si una moneda era o no
perfectamente circular. Echaba un vistazo a las piezas mezcladas de un rompecabezas, y
reconstruía rápidamente la figura. Esta sorprendente habilidad la molestaba a menudo,
pues los objetos fabricados por el hombre le parecían siempre imperfectos. En cuanto al
arte, se sentía atormentada no sólo por la inadecuada ejecución sino también por la
crudeza de las concepciones.
Polo opuesto de Jelli era la francesita Marianne Laffon, más bien bonita, de ojos negros
y piel de aceituna. Enciclopedia andante de la cultura francesa, citaba de memoria
cualquier pasaje de cualquier clásico, y ponía agudamente al desnudo el pensamiento del
autor.
Había también una muchacha sueca, Sigrid, a quien Juan llamaba la peinadora de
mentes. Tenía el don de acabar con las confusiones del espíritu. Había sufrido de
tuberculosis, y se había curado merced a una especie de inmunización mental; pero
conservaba la alegría de los tísicos. Frágil, de ojos grandes, unía a su inteligencia y
simpatía una ternura maternal ante la fuerza bruta. La brutalidad la emocionaba «como si
fuese un niño travieso».
Varios jóvenes supernormales fueron uniéndose a la tripulación del Skid. La casa de
los Wainwright se convirtió en esos días en un manicomio. Conocí allí a Kemi, el
finlandés, una especie de Juan más joven; al turco Shahin, algo mayor que Juan, pero fiel
y feliz subordinado, y al caucasiano Kargis.
Desde un punto de vista normal, Shahin era el más atractivo. Parecía un bailarín ruso,
y era en su trato de una dulzura que unos interpretaban como encantadora frivolidad y
otros como sublime indiferencia. Kargis, no mucho menor que Juan, llegó casi loco.
20 - La colonia
La biblioteca y sala de reuniones era un edificio hermoso y sólido, pero pequeño. Casi
todos los libros se amontonaban aún en unas construcciones de madera. Pero en los
estantes estaban ya los de mayor importancia. Cuando entramos, vimos a Jelli, Shen Kuo
y Shahin, rodeados por pilas de volúmenes. La sala de reuniones ocupaba una pequeña
parte del edificio. En los paneles de los muros, de maderas raras, se veían grabados muy
estilizados. Algunos me intrigaban y repelían, otros me dejaban indiferente. Los primeros,
me dijo Juan, habían sido hechos por Kargis; los últimos por Jelli. Las creaciones de Jelli
eran para mí incomprensibles, pero advertí que Juan las apreciaba. Vi además,
sorprendido, que Lankor, la muchacha del Tíbet, de pie, inmóvil, con labios temblorosos,
observaba fijamente un grabado. Juan me dijo bajando la voz:
—Lankor está muy lejos. No debemos interrumpirla.
Salimos del edificio y atravesamos una huerta donde trabajaban algunos jóvenes.
Cruzamos luego el valle que separaba las dos montañas. Vi allí plantaciones de maíz,
naranjos enanos y pomelos. La vegetación de la isla era tropical o subtropical. Los
pioneros nativos habían introducido árboles valiosos como el ubicuo y el cocotero, el árbol
del pan, el mango y la guayaba. En un comienzo, a causa del aire salino, sólo habían
prosperado los cocoteros, pero los supernormales utilizaban ahora una fumigación que
contrarrestaba los efectos de la sal. Dejamos el valle por un sendero que corría entre
plantas aromáticas, y llegamos a una colina rocosa, cubierta en algunas partes de limo
suboceánico. Aquí y allá, alguna semilla traída por el viento había germinado creando un
islote de verdura. En un contrafuerte de la montaña, Juan me mostró «la mayor atracción
turística de la isla». Era la quilla de un velero, que se había hundido mucho antes que la
isla emergiese del fondo del Pacífico. Un cráneo y unos trozos de loza se habían
incrustado en la madera.
Llegamos a la cima de la montaña y al inconcluso observatorio. Las paredes tenían una
altura de unos pocos centímetros y la obra parecía abandonada. A mi pregunta, Juan
contestó:
—Cuando supimos que nos quedaba poco tiempo, dejamos esto y nos dedicamos a
tareas más cortas. Ya hablaremos del asunto.
Paso ahora a la parte de mi narración que debería ser más minuciosa y fiel. Una y otra
vez esbocé un informe antropológico y psicológico sobre la colonia. Pero luego de varios y
repetidos fracasos he comprendido que esta tarea está fuera de mi alcance. Sólo puedo
ofrecer unas pocas observaciones incoherentes. Diré, por ejemplo, que había algo
incomprensible, «inhumano», en la vida emocional de los isleños. En las situaciones
comunes, podían mostrar la exuberancia de Ng-Gunko, la susceptibilidad de Kargis o la
calma de Lo, pero sus emociones parecían normales. Sin duda, aun en las reacciones
más sinceras, había siempre una curiosa auto observación, una fruición desinteresada
desconocidas para el Homo sapiens. Pero en las situaciones graves e insólitas, y
particularmente en las catástrofes, el abismo que los separaba de nosotros parecía
ahondarse todavía más. Un incidente servirá de ejemplo.
Poco después de mi llegada, Hsi Mei, la muchacha china a quien llamaban
comúnmente May, sufrió una especie de ataque, con desastrosas consecuencias. Su
naturaleza supernormal, aunque muy desarrollada, era aparentemente precaria. La causa
del ataque fue, sin duda, una súbita vuelta a la normalidad, a una normalidad
desnaturalizada y salvaje. Un día, pescaba con Shahin que era, desde hacía un tiempo,
su compañero. Había estado muy rara toda la mañana. De pronto se arrojó sobre él, y
comenzó a atacarlo con uñas y dientes. El bote se dio vuelta, y el inevitable tiburón
mordió la pierna de la joven. Afortunadamente, Shahin llevaba consigo un cuchillo que
usaba para el pescado. Con él atacó al tiburón. Luego de una lucha encarnizada, el
animal soltó su presa y huyó. Shahin, malherido y exhausto, llevó a May a la costa con
gran dificultad. Las tres semanas siguientes, cuidó a la enferma noche y día, sin permitir
que nadie lo ayudase. Con la pierna casi cortada y su alteración mental, el estado de May
era desesperado. A veces parecía reaparecer su verdadero yo, pero más a menudo yacía
inconsciente, o deliraba. A Shahin le costó mucho trabajo evitar que lo hiriera o se hiriera.
Cuando al fin la muchacha pareció recobrarse, Shahin lloró de alegría. Pero muy pronto
May empezó a empeorar. Una mañana, cuando le llevaba el desayuno a la casita, el
joven me saludó con una expresión grave, pero plácida, y me dijo:
—Tiene el alma destrozada. Nunca mejorará. Esta mañana me conocía, y buscó mi
mano, pero no es la de antes. Tiene miedo. Y muy pronto dejará de conocerme. Esperaré
a que se duerma y hoy mismo la mataré.
Horrorizado, corrí a buscar a Juan. Cuando se lo conté, suspiró y dijo:
—Shahin sabe lo que hace.
Esa tarde, en presencia de toda la colonia, Shahin llevó el cadáver de Hsi Mei hasta
una roca, a orillas del mar. La depositó allí, dulcemente; la miró un momento con tristeza,
y se unió a sus compañeros. En seguida, Juan desintegró mentalmente algunos átomos
del cadáver, y la energía liberada consumió el cuerpo con una enceguecedora
conflagración. Shahin se pasó la mano por la frente, y bajó con Ke— mi y Sigrid a las
canoas. Pasó el resto del día remendando redes, hablando con alegría de May, y hasta
riéndose de su desesperada batalla con los poderes de las tinieblas.
Me dije a mí mismo: «Ésta es una isla de monstruos».
¿Y cómo describiré mi impresión, oscura y vívida a la vez, de que en la isla se
sucedían continuamente, aunque yo no los viese, acontecimientos extraños e
importantes? Me pareció estar jugando al gallo ciego con espíritus invisibles. Mi cerebro
percibía aquel mundo de luz y los movimientos de los jóvenes; pero mi mente llevaba una
venda. Mis sentidos, en fin, sólo captaban oscuros indicios de sucesos incomprensibles.
Uno de los rasgos más desconcertantes de la vida de la isla era que la mayor parte de
las conversaciones se desarrollaba telepáticamente. El lenguaje oral, me parece, estaba
atrofiándose. Los miembros más jóvenes lo usaban todavía con cierta frecuencia y aun
los mayores se permitían esa concesión, como quien prefiere caminar a tomar un
autobús. Pero el valor de ese lenguaje era para los isleños principalmente estético. No
sólo se dedicaban poemas, con tanta frecuencia como los japoneses cultos. Conversaban
también en metros, ritmos y asonancias sutiles. El lenguaje oral se usaba asimismo,
deliberada o inadvertidamente, para expresar estados emotivos. Nuestra civilización
persistía en la isla en interjecciones tales como «maldita sea» y otras que no es posible
imprimir. El habla desempeñaba además un papel importante en el mundo de las
relaciones. Era a menudo el vehículo expresivo de la rivalidad, la amistad y el amor. Pero
aún en este dominio los sentimientos más delicados dependían de la telepatía. La palabra
hablada servía sólo de acompañamiento al tema real. La discusión seria era telepática y
silenciosa. A veces, no obstante, las emociones se traducían en un comentario
espontáneo, pero grosero, al discurso telepático. En estas ocasiones la actividad vocal
era confusa y fragmentaria, como las palabras de un hombre dormido. A mí, que no podía
entrar en la conversación telepática, estos gruñidos me asustaban. Al principio, me
estremecía de pies a cabeza cuando un silencioso grupo de isleños se echaba de pronto
a reír, aparentemente sin motivo, aunque en realidad en respuesta a una broma
telepática. Con el tiempo llegué a aceptar estas rarezas sin sacudimientos nerviosos.
Pero en la isla ocurrían acontecimientos mucho más extraños. Por ejemplo, una noche,
tres días después de mi llegada, los colonos se reunieron en el salón. Juan explicó que
esas reuniones se realizaban cada doce días «para estudiar las relaciones del grupo con
el universo». Me pidieron que fuera a la reunión, pero si me aburría podía retirarme.
Todos se sentaron en sillas de madera, a lo largo de las paredes. Reinaba el silencio.
Yo había asistido a algunas reuniones cuáqueras y en un principio no me sentí incómodo.
De pronto, una terrible inmovilidad se apoderó del grupo. No sólo cesaron los gestos, sino
también esos movimientos casi imperceptibles que indican la presencia de la vida. Me
pareció estar en una sala de estatuas. Había en aquellas caras una expresión
concentrada e intensa, pero serena, y nada solemne. Y en seguida, todos los ojos se
volvieron hacia mí. Tuve miedo, de veras, aunque inmediatamente una sonrisa recorrió
aquellos rostros abstraídos. Es difícil describir lo que ocurrió entonces. Sentí en mi interior
la presencia de esos seres supernormales, la sensación vaga, pero continua de una joven
majestad. Luché desesperadamente por alzarme hasta ellos, y caí otra vez destrozado,
en mi pequeño yo, con el bienestar de quien se duerme luego de un trabajo fatigoso, pero
sintiendo también la soledad de un exiliado.
Los ojos dejaron de mirarme. Las jóvenes mentes aladas habían emprendido vuelo y
se perdían en la distancia.
Luego Tsomotre, el tibetano sin cuello, fue en busca de una especie de clavecín.
Comenzó a tocar. Su música me desagradaba indescriptiblemente. Hubiera gritado de
disgusto, o aullado como un perro. Cuando terminó, un murmullo involuntario de
aprobación recorrió la sala.
Shahin dejó su silla y miró interrogativamente a Lo. La muchacha vaciló un instante y
se puso de pie. Tsomotre volvió a tocar. Lo, mientras tanto, abría un arcón y sacaba un
vestido. Era sólo una amplia y ondulante seda rayada, de varios colores. Se envolvió en la
tela. La música adquirió una forma más definida. Lo y Shahin se deslizaron sobre el piso
con movimientos graves y solemnes. De pronto la danza se transformó en un vendaval
apasionado. La seda giraba y flotaba alrededor de Lo, revelando sus delgados miembros
o se recogía sugiriendo desdén y orgullo. Shahin saltaba alrededor de Lo, se acercaba a
ella, era rechazado, aceptado y rechazado otra vez. De cuando en cuando el baile
simulaba una ceremonia sexual. Poco después me pareció que los dos amantes, unidos y
abrazados, eran devorados por un torbellino. Alzaban y bajaban la cabeza con
expresiones de horror y exaltación, o se miraban triunfalmente. Parecían apartar de sí a
algún asaltante invisible, cada vez con menos fuerza, hasta que al fin cayeron al suelo.
Pasaron unos instantes y los jóvenes volvieron a incorporarse, y ejecutaron una danza de
marionetas. No comprendí su sentido. Luego la música y la danza se detuvieron. Al
regresar a su silla Lo miró a Juan con ojos inquisitivos y burlones.
Más tarde, cuando mostré a Lo mi descripción de ese baile, la muchacha me dijo:
—No advertiste lo más importante. Has hecho de la danza una historia de amor. Lo que
dices aquí es cierto, pero falso a la vez.
Luego de la danza, el grupo volvió al silencio y la inmovilidad. Minutos más tarde salí a
dar un paseo. Cuando volví, la atmósfera parecía distinta. Nadie advirtió mi entrada.
Aquellas caras jóvenes que contemplaban el vacío con adusta gravedad, me parecieron
misteriosas e incomprensibles. Sambo, sobre todo, me conmovió. Sentado en su silla,
demasiado grande para él, parecía un muñeco negro. Las lágrimas le corrían por la cara,
pero su boca era dura, orgullosa y vieja. Después de algunos minutos, huí del edificio.
A la mañana siguiente (aunque la reunión había concluido en las primeras horas del
alba), la colonia tenia un aspecto normal. Le pedí a Juan que me explicase qué había
ocurrido en la reunión. Ante todo, me dijo, habían estudiado sus propios fines. Los
jóvenes, especialmente, tenían aún mucho que aprender en ese sentido. Y luego, tanto
los jóvenes como los viejos, habían profundizado sus relaciones personales. Esas
relaciones que, en la especie normal, se desarrollan siempre por debajo del nivel de la
conciencia.
En esas reuniones aprendían además a ensanchar el presente, hasta que abarcara
horas, y días, y también a estrecharlo, hasta distinguir en un mosquito dos movimientos
de ala.
—Exploramos el tiempo —continuó Juan— con la ayuda de Shen Kuo. Adquirimos así
una especie de conciencia astronómica. A veces vislumbramos miríadas de mundos, y
lejanas estrellas, y nebulosas. Y también nuestra muerte, y otras cosas que no puedo
decirte.
La vida en la isla no era sólo esa exaltada actividad colectiva. Los trabajos prácticos
tenían también su importancia. Todos los días dos o tres canoas salían de pesca, y la
reparación de redes, botes y arpones llevaba mucho tiempo. Se trabajaba además en
huertas, jardines y plantaciones de maíz. Hasta hacía poco las construcciones de piedra y
madera se habían alzado una tras otra. Pero al descubrir la inminencia del fin, los isleños
dejaron esos trabajos, aunque continuando con la carpintería menor. Buena parte de la
vajilla era de madera, y el resto de conchilla y calabazas. Las máquinas exigían una
atención constante, y lo mismo el Skid. Me sorprendió saber que el Skid había hecho
numerosos viajes por la Polinesia, aparentemente para permutar algunas muestras de
artesanía por productos nativos, pero, como supe luego, con otro objetivo.
Los trabajos manuales no eran obligatorios. Había asuntos más importantes, como la
lectura, y las investigaciones científicas relacionadas con la especie inferior. De todo esto
se ocupaban principalmente los jóvenes. Los mayores preferían estudiar los atributos
físicos y mentales de su propia especie, y en particular el problema de la reproducción. ¿A
qué edad podían concebir las mujeres? ¿Debía practicarse la reproducción ectogenética?
¿Cómo obtener una descendencia que fuera a la vez viable y supernormal? En un
principio estos estudios habían tenido un sentido práctico, pero los isleños los continuaron
(aun después de vislumbrar el fin) por su interés teórico.
Juan me llevó a un laboratorio donde Lo, Kargis y los dos chinos experimentaban con
gametas de moluscos, peces y animales mamíferos, y óvulos y espermatozoides de seres
humanos, normales y supernormales. Observé, sorprendido, treinta y ocho embriones,
cada uno en una incubadora. Pero la historia de su concepción me sorprendió todavía
más. En verdad, sentí horror y una violenta, aunque breve, indignación.
El mayor de estos embriones tenía tres meses. El padre, me informaron, era Shahin, y
la madre una nativa del archipiélago de Tuamotu. La infortunada muchacha, llevada con
engaños a la isla, había muerto en la mesa de operaciones. Los ejemplares más
recientes, sin embargo, se habían obtenido de otro modo. Gracias a la técnica
desarrollada por Lo, se podía extraer un óvulo fertilizado sin violencia para la madre. Ésta
cedía su tesoro, en su misma isla nativa. Bastaba que cumpliese ciertas instrucciones. La
técnica combinaba métodos físicos y psíquicos, y tenía la apariencia de un ritual religioso.
Cinco óvulos más jóvenes habían sido fertilizados fuera de la matriz. Los padres y
madres eran en este caso miembros de la colonia. Lo había contribuido con un ejemplar.
El padre era Tsomotre.
—Soy demasiado joven para la gestación, pero, ya ves, mis óvulos son aptos para
fines experimentales.
Me quedé perplejo. En la isla se permitían las relaciones sexuales. ¿Por qué entonces
esa fecundación artificial? Delicadamente, le expuse a Lo mi problema.
—Es fácil adivinarlo —respondió Lo con cierta sequedad—. No estoy enamorada de
Tsomotre.
Ya que he hablado de esto, será mejor que continúe. Algunos colonos, como Ng-Gunko
y Jelli, no habían entrado en la adolescencia; sin embargo se atraían tanto física como
mentalmente. La imaginación precoz suplía por otra parte las deficiencias físicas.
Entre los miembros mayores, las uniones eran más serias. Como la concepción
dependía en ellos de la voluntad, no había en esas uniones dificultades de orden práctico.
La tensión emocional, en cambio, era muy alta.
Creí entender que entre el amor de estos isleños y el de las personas normales había
diferencias sutiles. Los colonos poseían una mayor conciencia del yo y del prójimo, un
mayor desinterés. Lo primero creaba, como es natural, una corriente de comprensión,
tolerancia y simpatía mutuas. El amor alcanzaba así una gran intensidad. De vez en
cuando emociones primitivas amenazaban esta comprensión. El desinterés impedía
entonces el desastre. Entre espíritus tan disímiles como Shahin y Lankor abundaban,
como es natural, los conflictos. Pero la comprensión y la generosidad transformaban esos
conflictos en un estimulo mental. Por otra parte, cuando Shahin abandonó a
Washingtonia, la muchacha dominada por instintos primarios, llegó a odiar a su rival. Una
emoción de este tipo era, desde el punto de vista supernormal, pura demencia. La joven
llegó a temerse a sí misma. Un incidente similar ocurrió cuando Marianne concedió sus
favores a Kargis y no a Huan Te. Pero el joven chino se curó muy pronto, aparentemente
sin ayuda.
Después de un tiempo de promiscuidad las parejas se estabilizaron, gradualmente.
Algunas veces habitaban juntos una misma casa, pero más a menudo seguían viviendo
en sus residencias anteriores. A pesar de estos «matrimonios» permanentes, había
muchas uniones fugaces que no parecían quebrar las relaciones más serias. De este
modo, en uno u otro momento, casi todos los hombres habían tenido relaciones con casi
todas las mujeres. Esta afirmación podría sugerir una incesante ronda de promiscua
actividad sexual. De ningún modo. El acto sexual era un hecho raro, aunque toda la vida
de la colonia parecía estar envuelta, podría decirse, por una aureola de erotismo.
Sólo había un joven y una muchacha, me parece, que nunca habían pasado juntos una
noche. Ni siquiera se habían besado, a pesar de la amistad e intimidad que había entre
ellos. Eran Juan y Lo. Al principio atribuí ese hecho a mera indiferencia sexual. Pero me
equivocaba. Cuando le hablé a Juan, con mi habitual torpeza, de esa situación
sorprendente, éste me dijo:
—Estoy enamorado de Lo. —Concluí que la joven no se sentía atraída, pero Juan me
leyó el pensamiento, y agregó:— No. Es un amor recíproco.
—¿Entonces? —pregunté.
Juan calló y yo insistí. Al fin apartó la mirada como un tímido adolescente. Iba a pedir
perdón por mi curiosidad, cuando me dijo:
—Realmente, no lo sé. En todo caso, lo sé a medias. ¿Has notado que no quiere que la
toque? Y yo tengo miedo de tocarla. Y a veces me rechaza. Eso duele. Hasta temo
comunicarme telepáticamente con ella. Y sin embargo, la conozco tanto… Por supuesto,
somos muy jóvenes, a pesar de nuestras experiencias, y no quisiéramos dar un paso en
falso y echarlo todo a perder. Tenemos miedo de empezar. Aún no conocemos de veras
el arte de vivir. Probablemente, si viviéramos otros veinte años… pero no.
En ese «no» había tanto dolor que me sentí conmovido. No sabía que Juan podía
sentirse turbado por una emoción puramente personal.
Decidí aprovechar la primera oportunidad para interrogar a Lo. Un día, mientras yo
pensaba en cómo iniciar la conversación, la muchacha descubrió telepáticamente mis
intenciones, y dijo:
—Sobre Juan y yo… Sé, y él también lo sabe, que no podemos darnos, aún, lo mejor
de nosotros mismos. Aunque más inteligente que la mayoría de nosotros, Juan es
todavía, en algunos aspectos, demasiado simple. Es… Juan Raro. Yo soy más joven,
pero me siento mayor que él. Estos años que he pasado a su lado, en la isla, han sido
muy hermosos. Tal vez dentro de cinco años… Pero, naturalmente, como moriremos
pronto, no esperaré mucho. Si el árbol ha de ser destruido, recogeremos los frutos antes
que maduren.
Después de escribir y revisar este informe, advierto que no expresa, de ningún modo,
el espíritu de aquella comunidad. Me es imposible describir concretamente la extraña
combinación de ligereza y pasión, de demencia y sobrehumana cordura, de sentido
común y fantástica extravagancia que caracterizaba a los habitantes de la isla.
Pasaré a narrar, por lo tanto, los hechos que condujeron a la destrucción de la colonia y
a la muerte de todos sus miembros.
Me encontraba en la isla desde hacía cuatro meses, cuando nos descubrió una nave
inglesa. Supimos en seguida, por medios telepáticos, que se acercaría a nosotros, pues
estaba estudiando las condiciones oceánicas del sudeste del Pacífico. Sabíamos también
que contaba con una brújula giroscópica y sería difícil desviarla.
Esa nave, el Viking, investigó el océano durante varias semanas. Después de
innumerables zigzags, se acercó a la isla. Sus oficiales se asombraron. Entre la brújula
magnética y la giroscópica, había una discrepancia evidente, pero la nave conservó su
rumbo y llegó a pasar a treinta kilómetros de la isla, aunque de noche. ¿Pasaría sin
vernos en la próxima bordada? ¡No! Se acercó por el sudoeste y nos avistó a popa. El
resultado fue inesperado. Como ninguna isla tenía nada que hacer allí los oficiales
concluyeron que la brújula giroscópica funcionaba mal, aunque la observación del sol
parecía confirmar sus indicaciones. La isla, pensaron, debía de formar parte del grupo de
Tuamotu, y el Viking se alejó de nosotros. Tsomotre, nuestro principal telépata, informó
que la oficialidad se sentía como perdida en la noche.
Un mes después, la nave volvió a avistarnos. Esta vez cambió de rumbo y puso proa a
la isla. Vimos cómo se acercaba, pequeña como un juguete, de casco blanco y chimenea
oscura. Cabeceando y balanceándose, fue aumentando de tamaño. Cuando estuvo a
unos pocos kilómetros, dio una vuelta alrededor de la isla. Se acercó uno o dos kilómetros
más y describió otro círculo, usando la sondaleza. Echaron el ancla y bajaron una lancha
de motor. La lancha se alejó del Viking, y recorrió la costa hasta encontrar la entrada del
puerto. Un oficial y tres hombres descendieron a tierra y avanzaron entre las malezas.
Esperábamos todavía que se limitaran a un examen superficial, y regresaran al barco.
Entre los dos puertos y en la misma costa había unos densos matorrales que harían
titubear a cualquier curioso. Una cortina de vegetación, colgada de una cuerda, ocultaba
la entrada del puerto interior.
Los invasores caminaron un rato por la playa y al fin se volvieron. De pronto, uno se
detuvo y recogió algo. Juan, que estaba detrás de mí, espiando los movimientos y las
mentes de los cuatro hombres, exclamó:
—¡Dios mío! Ha encontrado una de tus malditas colillas.
De un salto me puse de pie, gritando horrorizado:
—Entonces es preciso que me encuentre a mí.
Bajé por la colina, dando gritos. Los hombres se volvieron y me esperaron con la boca
abierta. Sin aliento, improvisé una historia. Era el único sobreviviente de un naufragio.
Había fumado ese día mi último cigarrillo. Al principio me creyeron. Las preguntas
empezaron cuando nos dirigíamos al Viking. Interpreté mi papel con bastante corrección,
pero al llegar a la nave ya sospechaban. Aunque superficialmente sucio a causa de la
corrida, estaba bastante presentable. Tenía el cabello corto, la cara afeitada y las uñas
cortas y limpias. Cuando el comandante del barco comenzó a interrogarme, me lié, y al
fin, desesperado, confesé la verdad. Por supuesto, creyeron que estaba loco. El
comandante resolvió, sin embargo, examinar la isla.
Fingí entonces una completa idiotez, con la esperanza de que no encontraran nada.
Pronto descubrieron, sin embargo, la cortina vegetal. La lancha entró en el puerto interior,
y apareció la colonia. Los isleños habían decidido que era inútil ocultarse, y estaban de
pie en el muelle, esperándonos. Juan se adelantó a recibirnos. Era una figura extraña,
pero imponente, con su pelo de un blanco deslumbrante, sus ojos de bestia nocturna y su
cuerpo delgado. Detrás de él, esperaban los otros: un grupo de muchachos y muchachas
desnudos de enormes cabezas. Uno de los oficiales exclamó:
—¡Jesucristo! ¡Qué troupe!
Llevamos a los oficiales a la terraza de la casa de comidas, y les ofrecimos nuestro
mejor chablis. Juan les habló largo rato de la colonia, y aunque, por supuesto, no podían
comprender el sentido de la aventura, y se mostraban franca, pero amablemente
incrédulos ante la idea de una «nueva especie», escucharon con simpatía. Apreciaban el
aspecto deportivo del asunto. Les sorprendió que yo, la única persona normal y adulta de
esa isla de monstruos juveniles, tuviese en la colonia tan poca importancia.
Juan los llevó a la fábrica de energía, en la que no creyeron, y al ver el Skid, que los
impresionó sobremanera, les pareció una mezcla de barco y pesadilla. Visitaron luego los
otros edificios. Juan, observé sorprendido, parecía ansioso por mostrarlo todo, y en
ningún momento le pidió al comandante que no hablara de la isla. Pero su actitud era
intencionada. Concluidas las visitas, convenció al comandante de que permitiera a los
hombres bajar a tierra y beber algo. Pasó así otra media hora. Juan, Lo y Marianne
conversaban con los oficiales; otros isleños con el resto de los hombres. Cuando llegó el
momento de despedirse, el comandante aseguró a Juan que haría un extenso informe y
alabaría a los colonos.
La lancha partió. Algunos de los jóvenes sonreían abiertamente. Juan explicó que los
visitantes, sometidos en la isla a un adecuado tratamiento psicológico, tendrían al llegar al
Viking un oscuro recuerdo de la isla. No podrían redactar un informe plausible, ni siquiera
relatar la aventura.
—Pero —agregó Juan— éste es el principio del fin. El tratamiento no ha sido completo,
ni ha alcanzado a todos los tripulantes. Algo se sabrá y despertará la curiosidad de tu
especie.
Durante tres meses, la vida en la isla siguió su curso. Pero era una vida distinta. La
certeza del fin próximo dio a las relaciones personales y a la actividad social una
intensidad mayor. Los isleños sintieron por la colonia un amor nuevo y apasionado, una
especie de exaltado patriotismo, como el que debieron sentir las ciudades griegas con el
enemigo a sus puertas. Pero era un patriotismo curiosamente libre de odios. No se
pensaba que aquel desastre inminente fuese obra de enemigos humanos, sino una
catástrofe natural, como un terremoto, por ejemplo.
El programa de actividades cambió considerablemente. Los trabajos que no pudieran
concluirse en un plazo de pocos meses fueron abandonados. Ciertas tareas, de orden
superior, debían realizarse antes del fin. La colonia tenía, me recordaron, dos fines
importantes: ayudar a construir el mundo y desarrollar un culto inteligente.
La actividad práctica había creado algo hermoso, aunque efímero, un microcosmos, un
mundo en pequeño. Pero el intento más ambicioso de esta actividad, la creación de una
nueva especie, no podría realizarse. Debían concentrarse, por lo tanto, en el segundo
objetivo: una concepción del universo precisa y apasionada, y una exaltación de los
valores supremos. Con ayuda de Langatse podrían realizar en este aspecto algo definido.
Aunque la meta parecía lejana, algunos de los colonos ya la había vislumbrado. La
experiencia práctica y una activa conciencia del destino les permitirían, me dijeron, ofrecer
al espíritu universal, en un plazo de pocos meses, un don precioso y raro, que ni el mismo
Langatse, solo e impedido, podía concebir.
La urgencia y las dificultades de esta tarea obligaron a abandonar toda otra actividad.
El trabajo quedó reducido a lo imprescindible —el campo y la pesca—, y se aumentaron
las horas de descanso. Los colonos se bañaban a menudo en el puerto libre de tiburones;
se hacían el amor; había bailes, música, poesía y pintura. Estas artes me resultaban casi
incomprensibles, pero me pareció que el sentimiento de la fatalidad había agudizado la
sensibilidad de los colonos. En lo que concierne a las relaciones personales, la inminente
destrucción del grupo tuvo como consecuencia un aumento de la vida social. La soledad
había perdido su encanto.
Una noche, Chargut, el vigía telepático del puerto, informó que un crucero británico
estaba buscando una isla misteriosa. Ésta había arruinado, de algún modo, la salud
mental de los tripulantes del Viking.
Una semana después, el barco entró en la zona de nuestro desviador; pero mantuvo
sin dificultades el rumbo. Se esperaba una alteración de la aguja magnética, y se confió
solamente en el compás giroscópico. Luego de algunos tanteos, la nave llegó a la isla.
Los isleños no trataron esta vez de esconderse. Observamos, desde una ladera, cómo la
nave gris echaba el ancla. Un bote se destacó de la nave. Cuando estuvo bastante cerca,
le señalamos la entrada del puerto.
Juan recibió a los visitantes en el muelle. El teniente, de uniforme blanco y cuello duro,
parecía querer representar, con sus aires de dignidad, a toda la marina inglesa. La
presencia de mujeres blancas desnudas destruyó su equilibrio, y acrecentó todavía más
su altivez. Sin embargo, los refrescos tomados en la terraza, unidos a un tratamiento
psicológico, dieron como resultado una atmósfera más cordial. Volvió a impresionarme la
astucia de Juan, que había guardado para la ocasión un buen vino y cigarros.
22 - El fin
Juan no creía que la colonia pudiera salvarse. Pero tres meses más, y los trabajos más
importantes quedarían concluidos. Había que completar ante todo cierto informe científico
dirigido a la especie común. Otro asombroso documento, redactado por Juan, contenía la
historia del cosmos. No sé si sería una simple exposición de hechos, o una ficción
poética. Todos estos escritos eran dactilografiados, clasificados y guardados en cajas.
Había llegado la hora de mi partida.
—Si te quedas más tiempo —dijo Juan—, morirás con nosotros, y nuestros informes se
perderán. Poco nos importa que se salven o no, pero es posible que los miembros más
esclarecidos de tu especie encuentren en ellos algo de interés. Será mejor que no los
publiques por ahora. Espera a que los gobiernos nos olviden. Mientras tanto, si quieres,
puedes redactar la famosa biografía. Como obra de ficción, naturalmente, pues nadie
creerá en ella.
Un día Tsomotre informó que ciertos gobiernos que no nombraré estaban equipando a
un grupo de voluntarios para destruirnos.
Las cajas de documentos se cargaron en el Skid junto con mis maletas. Toda la colonia
fue a despedirme al muelle. Les di la mano a todos, y Lo me besó.
—Todos te queremos, Fido —me dijo la muchacha—. Si ellos fueran como tú, de la
familia, no habría problemas. Recuerda, cuando escribas tu historia, que todos te
quisimos.
Sambo, cuando le llegó el turno, se lanzó de los brazos de Ng-Gunko a los míos.
—Me iría contigo —me dijo— si no me sintiese tan atado a esta pandilla de esnobs.
Las últimas palabras de Juan fueron éstas:
—Si, di en tu biografía que te he querido mucho.
No pude contestar.
Kemi y Marianne, a cargo del Skid, retiraban ya las amarras. Salimos del puerto y
ganamos velocidad. La doble pirámide de la isla fue empequeñeciéndose hasta ser una
nube en el horizonte.
El Skid me llevó a una isla francesa sin importancia donde no había residentes
europeos. Descargamos de noche los equipajes en el chinchorro, y los llevamos a una
playa desierta. Nos despedimos, y el Skid y sus tripulantes se perdieron en la oscuridad.
Al amanecer fui en busca de los nativos e inicié los trámites para volver a la civilización.
¿A la civilización? No. La había dejado para siempre.
Sé muy poco del fin de la colonia. Durante algunas semanas vagué por los mares del
Sur en busca de noticias. Encontré al fin a uno de los «voluntarios. El hombre no quería
hablar. No sólo porque arriesgaba la vida, sino también, indudablemente, porque todo
aquello le había afectado los nervios. Al fin el alcohol y el soborno le aflojaron la lengua.
Se había advertido a los asesinos que no corrieran riesgos. El enemigo, a pesar de su
aspecto, era diabólicamente astuto. Las ametralladoras podían ser útiles. Era mejor no
parlamentar.
Un grupo de invasores, numeroso y bien armado, desembarcó en las afueras del
puerto y avanzó entre las malezas. Los isleños comprendieron en seguida que no era
posible recurrir a la hipnosis. Hubiese sido fácil, probablemente, destruirlos con la
desintegración atómica, tan pronto como desembarcaron. Pero Juan decía, recuerdo, que
los átomos de los cuerpos vivos se desintegraban con más dificultad que los átomos de
los cadáveres. Aparentemente, no se intentó utilizar este método. Juan ideó, parece, una
defensa más sutil, pues, según mis informantes, sintieron de pronto que «el lugar estaba
habitado por demonios». Un terror indescriptible se apoderó de ellos. Les temblaban los
miembros y se les erizaban las carnes. Todo esto era peor por producirse a la luz del día;
el sol alumbraba pesadamente desde lo alto. Los supernormales hacían sentir sin duda su
presencia de algún modo misterioso y terrible. Los invasores avanzaron titubeando por
entre los matorrales, pero cuanto más se internaban en la isla, más crecía la sensación de
una presencia todopoderosa. Al mismo tiempo, comenzaron a desconfiar de sus propios
cómplices. Los hombres miraban de reojo a sus vecinos, con odio y miedo, y al fin se
abalanzaron unos contra otros y se pelearon con cuchillos, armas de fuego, dientes y
uñas. La lucha sólo duró unos minutos; pero muchos murieron, y otros quedaron
malheridos. Los sobrevivientes volvieron corriendo a los botes.
El barco esperó dos días en la isla mientras los marinos discutían violentamente.
Algunos querían abandonar la aventura; pero otros afirmaban que volver con las manos
vacías significaba una muerte cierta. Se les había expresado, claramente, que el éxito
sería recompensado con largueza, pero el fracaso sería castigado sin piedad. No les
quedaba otro recurso que intentar un nuevo ataque. Se organizó otro grupo de
desembarco, fortalecido con grandes dosis de ron. El resultado no fue muy distinto, pero
aquella influencia siniestra no afectó tanto a los más ebrios.
Durante tres días juntaron valor para otro desembarco. En la ladera de la montaña se
veían los cadáveres. ¿Cuántos se unirían aún a ese macabro grupo? Los hombres se
emborracharon de tal modo que apenas podían remar. Llevaron un barrilito, y se
animaron con gritos y cantos. Ya en la isla volvieron a sentir aquella presencia, y tomaron
un poco más de ron. Trastabillando, apretándose unos contra otros, dejando caer las
armas, tropezando con plantas y raíces, subieron la colina. El puerto y los edificios
aparecieron en la hondonada. Se lanzaron torpemente barranca abajo. Uno de los
hombres descargó accidentalmente la pistola en su propio muslo, y cayó dando gritos.
Los otros no se detuvieron.
Los supernormales se habían reunido ante la fábrica de energía. Los asaltantes se
reagruparon tímidamente. Los efectos del ron estaban desapareciendo, y a la vista de
esos seres extraños, inmóviles, de grandes ojos fijos, los verdugos perdieron la cabeza.
Huyeron rápidamente.
Durante algunos días siguieron discutiendo en el barco. No se atrevían ni a
desembarcar ni a partir.
Una tarde vieron sorprendidos que una enorme nube de fuego se elevaba por detrás de
la montaña, iluminando la isla y el mar. Se oyó en seguida un trueno sordo, y un eco que
venía desde lo alto, como en una tormenta. La llama se empequeñeció hasta morir, pero
sobrevino un fenómeno todavía más alarmante. La isla empezó a hundirse en el mar. Las
olas trepaban por las laderas. El ancla de la nave se soltó, el fondo del océano se hundía.
La isla siguió sumergiéndose y el mar arrastró el barco hacia las copas de los árboles que
asomaban aún en la superficie. Los dos picos de la isla desaparecieron también, y varias
corrientes se unieron elevándose en una columna. Este cuerno líquido cayó
deshaciéndose en montañas de agua que cubrieron la nave. Mástiles y aparejos fueron
arrancados de cuajo, y se perdió media tripulación.
Este cataclismo ocurrió, parece, el 15 de diciembre de 1933. Pudo haber sido de
naturaleza pura— mente física; pero, cuando me lo contaron, pensé otra cosa. Supuse
que los isleños habían resistido a los invasores para ganar unos días y concluir su tarea.
O llevarla, por lo menos, a la mayor altura posible. Me agrada pensar que cumplieron su
propósito.
Pienso que decidieron entonces no esperar el fin, que no podía tardar. Junto con sus
vidas destruirían sus obras. No podían permitir que su hogar, ni sus hermosos objetos,
cayeran en manos de una raza subhumana. Volaron entonces, voluntariamente, la fábrica
de energía, y destruyeron la colonia. Presumo, por otra parte, que esa poderosa
conmoción debió sacudir los precarios fondos de la isla, provocando su hundimiento.
Luego de obtener esta información, volví a Inglaterra con mis preciosos papeles,
preguntándome cómo le daría la noticia a Pax. No parecía probable que Juan se la
hubiese comunicado. Llegué a puerto. Pax y el doctor me esperaban en el muelle. Bajé, y
Pax me dijo en seguida.
—No es necesario que nos prepares. Lo sé todo. Juan me transmitió la escena. Vi la
derrota de aquellos hombres, y luego muchos sucesos felices en la isla. Vi a Juan, que
caminaba con Lo por la costa, al fin como enamorados. Vi también a todos los jóvenes
reunidos en una sala, y oí que Juan decía que era hora de morir. Todos se pusieron de
pie y salieron en grupos o parejas. Se reunieron ante una casa de piedra. Ng-Gunko entró
con Sambo en los brazos. Hubo de pronto una luz enceguecedora, ruido, dolor, y luego
nada.
FIN