La Antropologia y El Paradigma de Complejidad de EdgarMorin

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La antropología y el paradigma de complejidad de Edgar Morin

Pedro Gómez García


Publicado en Ensayos de Filosofía, nº 19, 2024 (1), artículo 1.
https://www.ensayos-filosofia.es/archivos/articulo/la-antropologia-y-el-paradigma-de-complejidad-de-
edgar-morin

El ‘hombre total’ desde la dialéctica ampliada


El rechazo a la dialéctica de la totalidad
El mito moriniano de la amortalidad humana
El nuevo paradigma de la unidualidad del hombre
El macroconcepto de hombre, ternario y cuaternario
La emergencia singular del pensamiento consciente
La doble vía del pensamiento: la razón y el mito
Un compendio de la antropología compleja
El paradigma de complejidad según Edgar Morin
Las teorías de la complejidad en la ciencia
El estatuto del paradigma de complejidad en antropología
Bibliografía citada

La realidad humana nos resulta enigmática y compleja. Los esfuerzos por crear una
ciencia que dé razón de esta complejidad no han cesado. Edgar Morin es uno de los
pensadores que más ha trabajado en esta dirección, profusamente, durante más de
medio siglo. En este artículo, trato de compendiar las etapas del pensamiento
antropológico moriniano, desde su inicial posición marxista, centrada en el «hombre
total». Tras su rechazo de la dialéctica, la propuesta de concebir la inserción del
hombre en el cosmos. Luego, la idea de la unidualidad bio-cultural humana. Y en fin,
diversas formulaciones de un macroconcepto de hombre, capaz de articular las
dimensiones fundamentales: individuo, sociedad, especie y humanidad. Para ello,
promueve el desarrollo del paradigma de complejidad, que aúna un sentido tanto
epistemológico como antropológico. En este punto, planteo una reflexión sobre dicho
paradigma inherente a la antropología compleja y una revisión del estatuto teórico
que le corresponde, con el fin de determinar si el conocimiento que aporta es de
índole científica o, más bien, filosófica.

El ‘hombre total’ desde la dialéctica ampliada

El fruto de su acercamiento inicial a la antropología se recoge ya en sus primeros


libros: El hombre y la muerte (1951), y El cine o el hombre imaginario (1956). Allí,
dentro todavía del marco teórico marxista, ensaya una flexibilización del método
dialéctico, con el empeño de lograr que la concepción del «hombre total» incorpore no
solamente lo económico, sino también lo biológico y lo imaginario.

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Morin se proponía entonces la construcción de una antropología como «ciencia total»
de inspiración marxista y con algunos elementos freudianos:

«Esta ciencia total, cuyo deber es utilizar dialécticamente y de una forma crítica todas
las ciencias humanas y naturales para dar cuenta de la producción progresiva del
hombre por sí mismo, nueva en la medida en que nosotros hayamos sabido considerar
concretamente la historia en su realidad humana y al hombre en su realidad histórica,
la denominamos antropología genética» (Morin 1951: 18).

En la comprensión del hombre hay que tener en cuenta simultáneamente sus diversas
dimensiones constitutivas. Destaca como lo más específicamente humano la
conciencia de la muerte y la afirmación de la individualidad, así como la capacidad
adaptativa por medio de la técnica y el lenguaje, propios de la especie. Subraya la
importancia de los mecanismos imaginarios de identificación-proyección, de
participación colectiva a través del mito y la magia. Otorga cierta preeminencia al
individuo, en la dialéctica envolvente con el cosmos, la especie y la sociedad, ya que
consigue emanciparse y autoafirmarse gracias a los medios que le facilita la cultura.
Ahí daba aún escasa importancia a la biología.

El rechazo a la dialéctica de la totalidad

El malestar teórico y vital lo sumerge en una problemática de la que, a través de una


meditación que todo lo cuestiona, emerge con la determinación de abandonar
definitivamente la dialéctica, en cuanto esta implica el concepto de «totalidad».
También reniega del marxismo, en Autocrítica (1959). Esta metamorfosis teórica la
describe en dos libros: Introducción a una política del hombre (1965) y Lo vivo del
sujeto (1969). Despoja al método dialéctico de su sentido hegeliano-marxista, aunque
todavía siga haciendo uso del término. Las contradicciones no son superables en un
todo que las reconcilie. Son un aspecto constitutivo y permanente de todo proceso,
tanto en el cosmos como en la realidad humana que en él está implantada.

El pensamiento antropológico moriniano rechaza el «hombre total» marxista y refuta


el determinismo infraestructural, convencido de que las superestructuras también
inciden en el proceso real. Cree necesario un replanteamiento del problema general
del hombre, un ser hecho de contradicciones, a la vez empírico e imaginario, fáctico y
mágico, racional y mítico, inserto en el mundo. Busca cómo establecer las bases para
una nueva antropología fundamental, sin acabar aún de conseguirlo.

Pasa por una fase en la que trabaja en un ambicioso proyecto de antropocosmología,


según él mismo lo denomina. Piensa que la clave está en la inserción del hombre en el
cosmos. «Tesis de partida: todo lo que es cosmología concierne esencialmente al
hombre, todo lo que es antropología concierne esencialmente al cosmos» (Morin
1969: 327). Recopila elementos teóricos procedentes de la teoría de la relatividad de
Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg, el neomarxismo de Adorno,

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Horkheimer y Marcuse, la noción del inacabamiento humano de Bolk, la lógica
antagónica de Lupasco, la física cuántica, la antimateria, la cibernética, la teoría de la
información. No solo la dialéctica, sino el paradigma convencional de la ciencia están
en crisis. Se impone la necesidad de una reforma generalizada del pensamiento, que
ponga en interrelación las ciencias físicas, biológicas y antroposociales, para el estudio
multidimensional del hombre, más allá de los moldes marxiano y freudiano. Debe
incluir una teoría no cartesiana del sujeto, una teoría del yo, habitado por todas las
fuerzas antagónicas de la especie, la sociedad, la psicoafectividad. Ha comprendido
que hay que relegar cualquier dogmatismo y que la vía más segura para avanzar es la
que se abre a partir de las aportaciones de las ciencias.

El mito moriniano la amortalidad humana

Quizá Morin aún veía lo biológico con los ojos del idealismo utópico marxista, cuando
soñaba con superar en este mundo la muerte. En el libro de 1951, El hombre y la
muerte, primera edición, ensaya una antropología de la muerte en cuya conciencia
emerge una singularidad humana. Allí apunta al mito de la «amortalidad», pensando
que el esquivar la muerte estaría al alcance humano en un futuro relativamente
próximo. Así, interpreta que tal cosa es posible, a partir de ciertos fundamentos que
rastrea en la prehistoria, la historia, la etnología, la sociología, la psicología infantil, la
psicología social y la biología. Hay que romper los moldes, para concebir al hombre en
su esencial indeterminación biológica y cultural. La inespecificidad de ese todo
complejo que es el hombre permite dar consistencia al «núcleo de la individualidad»
(Morin 1951: 91), que se vuelve lo más específico, entre otras cosas, en su modo
singular de afrontar la muerte.

En efecto, la conciencia de la muerte es una característica exclusivamente humana,


una conciencia trágica. Esta pérdida abismal, mientras la especie y la sociedad
sobreviven, entra en contradicción con la afirmación individual, cuando «la afirmación
incondicional del individuo es una realidad humana primera» (Morin 1951: 36). Es una
inadaptación constitutiva que se expresa en la aspiración a la inmortalidad, nombrada
como deseo, anhelo, hambre, postulación, ansia, necesidad de inmortalidad. A ella
responden las concepciones de la muerte elaboradas a lo largo de la historia, en dos
direcciones distintas. Una, en la línea del «cosmomorfismo», se inspira en el renacer
de la vida en la naturaleza, y concibe al individuo con el cosmos, en un proceso de
muerte y resurrección, o de muerte y descanso eterno. Otra, el «antropomorfismo»,
postula la inmortalidad, alguna forma de preservación de la individualidad más allá de
la muerte, como supervivencia del doble o del alma.

Morin pretende alejarse de las posiciones dogmáticas, tanto la de la filosofía que


claudica ante la muerte, como la de la religión que salta por encima del abismo.
Imagina que la capacidad adaptativa humana, con los avances de la ciencia médica,
será capaz de transformar la vida hasta obtener la «amortalidad». El individuo humano
está abierto a múltiples participaciones en el mundo, mediante las cuales se

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autoafirma y descubre posibilidades infinitas de autodeterminación. El desarrollo
histórico de la técnica, el lenguaje, el mito y la magia lo van adaptando a la realidad de
la muerte. Sobre todo, el progreso técnico constituye la punta de lanza para que el
individuo se apropie prácticamente del mundo y de sí mismo (cfr. Morin 1951: 95). Así,
se humaniza, no solo en el plano de la objetividad técnica, sino también en el de su
subjetividad, enriquecida por el lenguaje, el mito y la magia que exalta su poder sobre
la naturaleza en la que participa. Este proceso lleva consigo a la vez una alienación y
una apropiación del mundo. Esta última, en virtud de la cultura, refuerza la afirmación
de la individualidad, construida en medio de las problemáticas interacciones con la
sociedad y con la especie. Ahí cobra sentido el papel de lo simbólico y lo imaginario,
que contribuyen a humanizar el mundo «no sólo fantásticamente, sino mental y
afectivamente» (Morin 1951: 107), desplegando un horizonte de aspiraciones
humanas y proponiendo fines a la acción técnica. Uno de los objetivos de la
autoproducción respondería a la conciencia de la muerte y al deseo de inmortalidad.

El último capítulo de El hombre y la muerte presenta el mito moriniano de la


superación individual de la muerte en este mundo. Sin duda, hiperoptimista.
Comprobada la universal aspiración antropológica a la inmortalidad, visto su fracaso
cósmico hasta ahora y desconfiando de la promesa fantástica de la religión, piensa que
la tendencia fundamental a la afirmación individual comporta la posibilidad real de
alcanzar una «individualidad amortal» (Morin 1951: 350), que llegaría a través del
futuro desarrollo de la ciencia y la técnica. Cada vez más, se iría prolongando la vida
humana, gracias a medios de rejuvenecimiento y remedios restauradores de la
integridad corporal, hasta que la longevidad resulte indefinida en forma de
amortalidad. El individuo impondrá la primacía de su autoafirmación. La ciencia,
puesta a su servicio, no lo volverá inmortal, pero lo mantendrá libre de la muerte.

En la reedición del libro, publicada en 1970, Morin añadió un nuevo capítulo final con
«nuevas conclusiones». Sin alterar lo fundamental de sus análisis, lleva a cabo una
reconsideración crítica del «mito moriniano» de la amortalidad. Reconoce: «Por mi
parte yo también estaba tratando de buscar una escapatoria a la tragedia de la
muerte» (Morin 1951/1970: 359). Rectifica la idea de la amortalidad biológica «cada
vez menos concebible» (Morin 1951/1070: 368). La realidad es mucho más compleja,
menos manejable. La muerte parece inexorable. Solo cabe reformar y prolongar en lo
posible la vida individual. Pero se resiste a aceptar que el drama de la existencia, que
incluye la muerte, no podrá ser vencido en términos de la naturaleza.

Morin vuelve a repensar su concepción del hombre como tríada individuo-sociedad-


especie en relación de interdependencia, contradicción y complementariedad. Sigue
insistiendo en la idea de dar preeminencia a la figura del individuo, aunque este no
puede desgajarse en exceso de la especie y de la sociedad, pues no puede escapar al
juego de las contradicciones con respecto a ellas, que no tiene fin. Era un «error
teórico» autonomizar tanto al individuo. Con todo, nuestro autor se interroga por el
porvenir de la identidad humana a largo plazo: ¿metahumanidad?, superhumanidad?,
¿desmortalidad? Conserva su esperanza en las posibilidades de reestructuración

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revolucionaria de las relaciones entre individuo, sociedad y especie, que daría
nacimiento a un «metaántropo», un «bionauta», porque cree que aún no se ha
manifestado el misterio de la vida y del mundo, del que el hombre es portador.

El nuevo paradigma de la unidualidad del hombre

Desde 1970, ya ha llegado al convencimiento de que la revolución biológica ofrece los


instrumentos para el despegue definitivo de su reconversión teórica. Arranca de la
nueva biología, que ha descifrado la estructura del código genético. A ella añade la
teoría de sistemas y la cibernética. También incorpora la ecología. Todos los avances
científicos contribuyen a encontrar los nuevos fundamentos para la construcción de
una antropología compleja. Este es el giro decisivo que expone en Diario de California
(1970) y desarrolla en El paradigma perdido (1973). Pocos años más tarde, entra en
fase de madurez al publicar el primero de los seis tomos de El método (1977-2004).
Postula una reforma del pensamiento sobre la base de lo que finalmente llama
«paradigma de complejidad» (un estudio más amplio sobre la antropología compleja
moriniana: Gómez García 2003).

Para tan gran empresa de concebir la complejidad y las relaciones entre orden y
desorden en la producción de organización, sigue haciendo confluir conceptos
provenientes de las innovaciones teóricas de vanguardia. Entre ellas, aparte de la
genética y la biología molecular, la microfísica y la termodinámica, la etología y la
«sociedad contra natura» de Serge Moscovici, la teoría de sistemas de Ludwig von
Bertalanffy, la cibernética de Norbert Wiener, Gregory Bateson y William Ross Ashby;
la teoría de la información de Claude Elwood Shannon, Warren Weaver y Léon
Brillouin; la teoría de los autómatas autorreproductores de John von Neumann, el
principio de «orden a partir del ruido» y el azar organizador de Heinz von Foerster; las
teorías de la autoorganización de Henri Atlan, las «estructuras disipativas» de Ilya
Prigogine, la teoría de las catástrofes de René Thom, las teorías cognitivas de
Humberto Maturana, los límites del formalismo de Jean Ladrière, la visión sobre la
ciencia y la técnica de Edmund Husserl y Martin Heidegger. Todo ello abre camino a un
nuevo paradigma para el conocimiento.

La construcción de la antropología compleja, que le parece llamada a revolucionar las


ciencias del hombre, se funda así sobre tres pilares teóricos sistemáticos: la
antropocosmología, la antropobiología y la antroposociología. Es decir, sobre la
articulación de physis, bios y ánthropos, como sistemas que engranan entre sí una
relación dialógica cosmo-bio-socio-antropológica.

Más allá de la teoría de sistemas, Morin elabora una teoría de la organización, que
combina el orden y el desorden, el sistema y el acontecimiento. Concibe el sistema
humano como un modelo cuyo núcleo invariante está constituido por la indisociable
articulación de especie-individuo-sociedad:

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«Más que nunca, pienso que al hombre hay que captarlo como ser trinitario: especie,
individuo, sociedad. El hombre pertenece a la biología, la psicología, la sociología
concebidas no como sectores yuxtapuestos, sino como manifestaciones de la misma
realidad. El carácter propiamente antropológico (con relación al soporte biológico) no
es tal o cual rasgo distintivo, sino una gama de rasgos más o menos distintivos que
constituyen juntos su singularidad» (Morin 1970: 110).

Ninguno de los tres polos sistémicos resulta reducible a otro, ninguno es solo función
del otro. El nuevo paradigma epistemológico pretende hacerse cargo y dar razón de la
multidimensionalidad humana mediante la dialógica cosmo-bio-antropológica. La
problemática que ha de centrar la investigación radica en la vinculación entre los
diferentes subsistemas o niveles de organización: la inserción de lo antroposocial en lo
biológico y de lo biológico en lo cósmico.

Cree que el nuevo paradigma, que concede importancia capital a la articulación


recursiva entre biología y antropología, no solo servirá para elaborar la teoría
antropológica, sino que ayudará a afrontar, en su verdadera escala, los problemas de
la humanidad con un nuevo enfoque antropoético y antropolítico. Sobre estos
aspectos prácticos, va publicando numerosos libros e incontables artículos (que aquí
no podemos considerar).

Dentro del armazón de interrelaciones propio de la antropología compleja, Morin


otorga especial importancia al acoplamiento bio-cultural, que debe superar la
oposición entre naturaleza y cultura. La humanidad integra la animalidad. Por eso,
insiste en concebir la «unidualidad del hombre», como ser a un tiempo biológico y
cultural. Porque el ser humano pertenece simultáneamente al orden de la naturaleza y
al de la cultura.

«Henos aquí, pues, ante un concepto de doble entrada, como todo concepto científico,
incluido el concepto de energía o de masa: una entrada natural y una entrada cultural.
(…) Lo que nos introduce en un problema de método: el concepto de hombre, incluso
allí donde es definido científicamente, conserva un carácter sociocultural irreductible.
Pero ahí mismo donde es sociocultural, remite a un carácter biológico irreductible. Es
necesario, pues, ligar las dos entradas del concepto de hombre según un circuito en el
cual uno de los dos términos remite siempre al otro, circuito que permite al
observador científico considerarse a sí mismo como sujeto enraizado en una cultura
hic et nunc» (Morin 1980b).

Sin embargo, el estudio de los fenómenos socioculturales permanece, aún hoy, del
todo ajeno a los fenómenos biológicos. Y las disciplinas biológicas que se ocupan del
hombre ignoran por completo la psicología, la sociología, la antropología cultural. De
modo que todas incurren en una visión sectorial y fragmentaria.

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«Decir que el hombre es un ser bio-cultural, no es simplemente yuxtaponer estos dos
términos, es mostrar que se coproducen uno al otro y que desembocan en esta doble
proposición:
– todo acto humano es bio-cultural (comer, beber, dormir, defecar, aparearse, cantar,
danzar, pensar o meditar);
– todo acto humano es a la vez totalmente biológico y totalmente cultural» (Morin
1980b).

La antropología que se busca tiene que asumir esa realidad del ser humano que, en
cuanto tal, es al mismo tiempo total y plenamente viviente y sociocultural, como
resultado de un proceso de hominización complejo: desde el interior de una evolución
inserta en la historia natural, emergió la cultura, la organización humana diferenciada,
sujeta a normas y prohibiciones. Si nos fijamos en el individuo como espécimen de la
especie biológica, a la vez que miembro de la sociedad, vemos reaparecer el trisistema
especie-sociedad-individuo, en un juego de interrelaciones recursivas permanentes.

El macroconcepto de hombre, ternario y cuaternario

El propósito global apunta al entrelazamiento de las ciencias relativas al sistema


humano. Para tal fin plantea una reorganización de la epistemología del saber, una
innovación metodológica y teórica, capaz de superar los límites del paradigma de la
ciencia clásica y progresar hacia la configuración de un nuevo paradigma del
conocimiento. Este edifica la epistemología sobre fundamentos antropológicos, al
tiempo que la nueva antropología postula una nueva epistemología. La concepción del
hombre se presenta como ternaria, articuladora de especie, sociedad e individuo, sin
que ninguno de los polos explique a los demás, ni se explique por sí solo. Porque lo que
se requiere es un principio de explicación complejo:

Desde este punto de vista complejo, podemos hacer una lectura de los volúmenes de
El método, en su doble vertiente, epistemológica y antropológica, filtrando lo relevante
para la explicación de este núcleo de la concepción compleja del hombre, que engloba
además la objetividad de las estructuras y la subjetividad de la experiencia.

«Es preciso operar las aperturas fundamentalmente necesarias a la ciencia del


hombre, y esto no solamente abriendo los conceptos de individuo, sociedad, especie,
unos sobre otros, sino considerándonos, nosotros mismos, como una raza abierta
marcada por el vacío existencial en nuestros seres, nuestros sentimientos, nuestros
amores, nuestros fantasmas, nuestras ideas. Lo veremos cada vez más: una teoría
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abierta, una scienza nuova no tiene por qué rechazar la existencia como desecho
subjetivo» (Morin 1977: 241).

Dentro de una teorización organizacional, el ser biológico del hombre, arraigado en su


naturaleza física, constituye un ser máquina que resulta del ciclo maquinal que
representa la reproducción de la especie humana, a la vez que forma parte de la
megamáquina social. En la organización de las tres dimensiones desempeña un papel
clave la información: están organizadas informacionalmente en un bucle recursivo que
va de lo físico a lo biológico y lo antroposocial. Anclado en el cosmos y la vida, el
hombre sapiens/demens sigue el juego del orden/desorden/organización, la dialógica
de los antagonismos: desorden/orden, desorden/organización, caos/cosmos,
uno/múltiple, singular/general, autonomía /dependencia, aislamiento/relaciones,
acontecimiento/elemento, organización/desorganización, invariancia/cambio,
equilibrio/desequilibrio, causa/efecto, causalidad/finalidad, apertura/cierre,
información/ruido, información/redundancia, normal/desviante, central/marginal,
improbable/probable (cfr. Morin 1977: 428). Los términos opuestos no son solo
antagónicos, sino que son a la vez complementarios y concurrentes, se integran en un
metasistema y se pueden expresar en la gráfica de un macroconcepto.

Los sistemas vivos se integran y adaptan al ecosistema, que incide en la filogénesis, en


la selección del genotipo. Lo propio del viviente es el autós, base biológica del sujeto a
partir de la computación celular. Luego, al desarrollarse el aparato neurocerebral, el
sujeto aprende, más allá de los genes, de lo que el ecosistema le enseña y, así, crea
estrategias cognitivas y comportamentales. La interrelación entre el sistema vivo y el
ecosistema obedece a varios principios: el principio de inscripción bio-tanática; el
principio de eco-autoorganización; el principio del desarrollo mutuo y recursivo de la
complejidad eco-auto-organizadora; el principio de dependencia de la independencia;
el principio de explicación dialógica de los fenómenos vivientes (cfr. Morin 1980a: 86-
87). La vida es, indisociablemente, relación entre autoorganización y ecoorganización.
Todo lo viviente debe explicarse en el marco del paradigma de la auto-eco-
reorganización computacional-informacional-comunicacional.

La estructura de la sociedad se inscribe subjetivamente en cada uno de sus miembros,


que así computan no solo para sí, sino también a favor de ella. En el proceso de
hominización emerge un tipo de sociedad con un genos propiamente social, que es la
cultura. Más tarde, surge un aparato central de la sociedad, que es el Estado. Primero,
la cultura, como información extragenética, se codifica y transmite gracias al lenguaje
de doble articulación. Después, la historia conforma el aparato geno-fenoménico del
Estado, que interviene en la autoproducción del ser social e impone una «dialógica de
sojuzgamientos y de emancipaciones» (Morin 1980a: 290), dando nacimiento a la
nación como comunidad mítico-real. Ahí, las relaciones entre la autoorganización del
individuo humano y la organización sociocultural se vuelven ambivalentes y complejas,
y en ellas puede tanto aumentar como disminuir el espacio de la libertad.

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Para Morin, la realidad del ser humano viviente se halla constituida por diferentes
ontologías, de distintos planos: genético, fenoménico, ecológico, subjetivo, social y
cultural, corporal y espiritual, conformando una unitas multiplex, o en otras palabras el
homo complexus. Por todas los caminos, reencontramos la trilogía del concepto de
hombre, indisociablemente especie-sociedad-individuo, que despliega entre sus
dimensiones constitutivas unas interretroacciones no deterministas, no lineales, sin
jerarquía fija, sin abandonar cada una su particular finalidad. En el desarrollo complejo
de sus interrelaciones emerge, cada vez con más nitidez, un cuarto término, la
humanidad: la especie humana como realidad planetaria, comunidad de destino
histórico, integrada por todas las naciones de la Tierra, a la vez que con un significado
cualitativo. De este modo, la trilogía se transforma en tetralogía:

Esta nueva dimensión inherente al macroconcepto de hombre, la humanidad, es


también irreductible e introduce una complejidad aún mayor: «la humanidad no se
reduce de ningún modo a la animalidad, pero sin la animalidad no hay humanidad. El
homínido deviene plenamente humano cuando el concepto de hombre comporta una
doble entrada; una entrada biofísica, una entrada psico-socio-cultural, que se remiten
la una a la otra» (Morin 2001: 37).

Los productos del espíritu humano, objetivados en la cultura, constituyen seres del
espíritu: ideas de todo tipo, lenguajes, conceptos, mitos, teorías, que adquieren vida
propia en su ecosistema, la noosfera, y se autoorganizan conforme a principios
noológicos propios:

«Un sistema de ideas posee cierto número de caracteres auto-eco-re-organizadores


que aseguran su integridad, su identidad, su autonomía, su perpetuación; le permiten
metabolizar, transformar y asimilar los datos empíricos que dependen de su
competencia; se reproduce a través de los espíritus/cerebros en las condiciones
socioculturales que les resultan favorables. Puede tomar la suficiente consistencia y
potencia como para retroactuar sobre los espíritus humanos y sojuzgarlos» (Morin
1991: 141).

Las entidades noológicas operan como mediadores respecto al mundo y la sociedad,


en una dialógica que toma información de ellos y elabora su visión desde la autonomía
de las propias reglas, en concurrencia con otras ideas, bajo la presión de los procesos
psíquicos y sociales, en medio de contradicciones e incertidumbres ineliminables.

Ante el problema de la unidad y diversidad humanas, observables en el plano genético


y en el cultural, que da pie a tantos conflictos particularistas, Morin nos insta siempre a
profundizar en el enfoque de lo uno múltiple, para comprender la identidad humana.
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Hay que relacionar lo universal y lo particular en un marco teórico que nos inmunice
no solo frente a la multiplicidad inconexa del particularismo, miope para ver la unidad,
sino también frente al uniformismo de la unidad abstracta, ciega para percibir la
diversidad. El hecho irreductible de la complejidad constitutiva muestra que no hay en
ninguna parte un «nivel fundamental» capaz de explicar la condición humana, al que
se pudieran reducir todos los demás, como si fueran epifenómenos.

Con respecto a la antropología, ya sean dos, tres o cuatro las entradas destacadas en el
macroconcepto de hombre, este intenta siempre superar los reduccionismos y
reconducir nuestro conocimiento por el buen camino de la complejificación. En él, los
diferentes componentes se conciben como subsistemas que se van engranando unos
con otros, bajo el mandato del paradigma de complejidad, o paradigma organizacional,
que el método de Morin va articulando por partes, a medida que se explicitan y
analizan las diferentes dimensiones, representadas en forma de un macroconcepto
que finalmente queda así: auto-(geno-feno-ego)-socio-eco-re-(retro-meta)-
organización.

La emergencia singular del pensamiento consciente

Hasta el final de El método, la indagación del autor continúa girando en torno a la


antropología compleja. Habla de «la trinidad humana», y vuelve a disertar sobre la
inseparabilidad entre especie-sociedad-individuo, donde cada término es a la vez
medio y fin del otro. Se remonta, una y otra vez, al enraizamiento cósmico y al gran
despliegue de la vida y el proceso de hominización, hasta encontrar la emergencia de
la humanidad de la humanidad en el bucle recursivo entre cerebro-espíritu-lenguaje-
cultura, que instaura una segunda naturaleza privativa y exclusivamente humana. Esta
trae consigo los atributos de la racionalidad y la técnica, el mito y la magia, lo
imaginario y lo ético, la prosa y la poesía; y también la conciencia de la muerte, la
ignorancia y el misterio.

Lo más específicamente humano emerge en el pensamiento consciente, pero este


debe entenderse como fruto del árbol de la vida. La fuente última del conocimiento
brota de la actividad computante del ser celular, la misma que constituye al ser vivo en
individuo-sujeto. Pues toda vida conlleva una dimensión cognitiva. Conocer es
inicialmente computar. Y de la computación viviente arranca todo conocimiento.
Según Morin, hay que priorizar la computación y la auto-eco-organización. Todo ser
celular se concibe como un ser-máquina computante, solucionador de problemas. De
la computación celular se pasó al computo policelular, en un nivel en que ser, hacer y
conocer todavía continúan indiferenciados. Ya entonces, el computo resuelve los
problemas del vivir y el sobrevivir, logrando la regeneración del propio ser,
solventando la alimentación y la defensa, y la reproducción en un entorno aleatorio,
para lo que necesita obtener y procesar información.

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Se denomina computo «el acto computante ‘de sí/para sí’» (Morin 1986: 43). Desde el
unicelular, el computo ergo sum es lo que permite concebir la noción de sujeto. Este,
centrado en su mundo, se computa a sí mismo y al mundo. El computo, sin escapar a la
subjetividad, es, no obstante, eficaz en el procesamiento objetivo de ciertos aspectos
de sí y del mundo exterior. De hecho, todo conocimiento implica necesariamente los
caracteres ego-(geno-socio-etno)-céntricos propios del sujeto.

Las operaciones de computación se atienen a una doble lógica básica, de asociación


(conjunción, inclusión, identificación, implicación) y de separación (diferenciación,
oposición, selección, exclusión). De modo que, a partir del computo celular existe ya
una cierta capacidad de conocimiento objetivo del entorno y de autocomputación con
una dimensión autocognitiva arcaica. Durante la evolución de las formas vivas, la
interacción con el ecosistema hizo que las estructuras del mundo exterior se fueran
interiorizando en el ser auto-eco-organizador, habitado así por el mundo donde habita.

En el reino animal, aparecen la red nerviosa y la movilidad muscular. El sistema


nervioso se seleccionó filogenéticamente a partir de las interacciones con el mundo
exterior, y su desarrollo va asociado al movimiento (búsqueda de alimento, defensa).
El cerebro aparece como «un gigantesco centro de computaciones» (Morin 1986: 64),
que procesa e interrelaciona el conocimiento y la acción, y potencia la comunicación
entre congéneres. Esta comunicación aparece vinculada a códigos o lenguajes. Al
mismo tiempo, se va desarrollando la sensibilidad interior, algún tipo de afectividad.

En el animal, aparece un órgano peculiar del conocimiento y surge el conocimiento


cerebral, consistente en computación de computaciones. Constituye una
megacomputación de las computaciones neuronales de enésimo grado, organizadas
en diversas regiones cerebrales, donde cada nivel emergente retroactúa sobre
aquéllos de los que emerge. El gran computo cerebral cuenta con una memoria doble,
hereditaria y adquirida, esta última con terminales sensoriales que le aportan
información y con principios organizadores del conocimiento. Los mamíferos disponen
ya de esquemas cognitivos precategoriales (cfr. Morin 1986: 67), con los que se
despliega la inteligencia animal. El conocimiento toma vuelos conforme van
evolucionando la individualidad, la cerebralización, la afectividad, las posibilidades de
elección, la curiosidad, el juego, la inteligencia y, por supuesto, también los avances en
la socialidad. En resumen:

«La humanidad del conocimiento ha superado con mucho la animalidad del


conocimiento, pero no la ha suprimido: nuestro conocimiento es cerebral. (...) La
diferencia está en la cantidad de neuronas y en la reorganización del cerebro. Las
cualidades humanas irreductibles a las que llamamos pensamiento y conciencia han
emergido a partir de esta diferencia de organización» (Morin 1986: 75).

Con la complejificación de la organización cerebral de nuestra especie culmina la


hominización del conocimiento y surgen las nuevas competencias: lenguaje,
pensamiento, conciencia. Este perfeccionamiento original es inseparable de la

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evolución práxica y técnica y de la evolución cultural. La mente humana, además,
puede operar tan autónomamente que llega a desconectarse de la actividad sensorial
y motriz, creando universos simbólicos, imaginarios, conceptuales, mitológicos, que
revelan de forma eminente la humanidad del conocimiento.

La sede de estas propiedades que nos caracterizan radica en el espíritu humano, en la


mente que llega a ser consciente, transformando el computo en cogito.

Frente a cualquier enfoque reduccionista, o dualista, Morin propugna la «unidualidad


cerebro → espíritu» (y viceversa). Debemos reconocer ambas realidades y su mutua
dependencia e implicación: «Lo que afecta al espíritu afecta al cerebro y, vía el
cerebro, al organismo entero» (Morin 1986: 82). Ni el cerebro ni el espíritu se explican
cabalmente uno al otro, pero tampoco se explican uno sin el otro. Constituyen una
unidualidad compleja que no se puede subsumir en un concepto simple.

Cerebro y espíritu o mente, por lo demás, deben comprenderse en sus relaciones con
la cultura, junto con la cual forman una trinidad. Privado de la cultura, y en particular
sin el lenguaje, el espíritu apenas habría despertado y el cerebro permanecería
infradesarrollado. Por lo tanto, es necesario comprender que el bucle de la «complejifi-
cación restringida» (cerebro-espíritu), debe embuclarse en una «complejificación
generalizada» con el otro bucle de sociedad-cultura, inscribiéndose ambos en un
macroconcepto. El aparato neurocerebral humano efectúa la metamorfosis de las
computaciones en «cogitaciones» o pensamientos: «El lenguaje y la idea transforman
la computación en cogitación. La conciencia transforma el computo en cogito» (Morin
1986: 87), siendo el cogito pensamiento consciente. Así, el espíritu humano aflora
como emergencia en forma de pensamiento consciente, y retroactúa sobre las
condiciones cerebrales y socioculturales de su aparición; se convierte en coproductor y
coorganizador del cerebro y de la cultura. El espíritu se puede definir así:

«Es la esfera de las actividades cerebrales, en la que los procesos computantes


adquieren forma cogitante, es decir, de pensamiento, lenguaje, sentido, valor y donde
se actualizan o virtualizan fenómenos de conciencia» (Morin 1986: 91-92).

En síntesis, el espíritu-cerebro queda restituido en una humanidad que, a su vez,


queda reintegrada en una animalidad asumida y elevada. En su funcionamiento, Morin
propone tres principios de inteligibilidad interrelacionados: el principio dialógico, el
principio recursivo y el principio hologramático, mediante los cuales alcanza a concebir
adecuadamente la hipercomplejidad cerebral, de la que emerge el pensamiento
consciente que singulariza a la humanidad.

Las conclusiones apuntan como logro a la elucidación de las posibilidades y límites del
conocimiento humano, sus servidumbres y grandezas, sus universales antropológicos.
Estos universales cerebro/espirituales solo llegan a constituirse, emerger y expresarse
«cerebro-culturalmente», es decir, por medio del lenguaje social y en virtud de la
interiorización de la cultura, que, literalmente, modela la estructura biológica y

12
funcional de nuestro cerebro humano. De ahí que comprender la humanidad del
conocimiento sea el camino a un mejor conocimiento de la humanidad.

La racionalidad propia del pensamiento humano, auxiliada por una lógica flexible, ha
de ser una racionalidad abierta, capaz de trascender incesantemente los sistemas
históricos que ella misma construye. El verdadero pensamiento racional explora todas
las fronteras, afronta lo real impenetrable y dialoga con todas las otras formas de
pensamiento. Persigue, incluso, sacar a la luz las estructuras cognitivas subyacentes en
la oscuridad de lo inconsciente, donde arraiga el problema del paradigma. En el fondo,
el paradigma epistemológico y el paradigma antropológico son estructuralmente
homólogos entre sí, y están estrechamente vinculados en el circuito que los sustenta y,
en ocasiones, los revoluciona.

En el horizonte de la antropología compleja, aparece la posibilidad y el desafío colosal


de un nuevo nacimiento antroposocial del hombre. Para ello, la noosfera cultural
habrá de reconfigurarse y expandirse globalmente. Y el cerebro-espíritu del que surgió
el pensamiento consciente, atributo de cada individuo humano, deberá llevar a cabo
innovadores desarrollos de la conciencia, que retroactúen en la transformación de la
cultura.

En el terreno práctico contemporáneo, en esta era planetaria, nuestro autor nos


alienta a conectar los avances de la ciencia y la conciencia con las posibilidades de
formación de una sociedad-mundo, llamada a contrarrestar los enfrentamientos de los
formidables poderes estatales, las tendencias regresivas y disgregadoras de todo
orden, y las nuevas formas de totalitarismo que no cesan de acechar. Se pregunta, en
medio de la incertidumbre: «¿Será posible salvar la humanidad? Nada está asegurado,
ni siquiera lo peor» (Morin 2001: 330). Confía en las potencialidades cognitivas y
organizadoras de los humanos, para evitar la catástrofe y propiciar la imprescindible
metamorfosis a escala planetaria. En el último tomo de El método, dedicado a la ética,
llama a una autoética, una «antropoética» o ética de la humanidad, sobre la base de
una toma de conciencia que asuma la complejidad antropológica, pues es urgente
plantear una política del hombre, una política de civilización, que afronte los grandes
problemas mundiales.

La doble vía del pensamiento: la razón y el mito

El espíritu humano emerge de la hipercomplejidad cerebral y su actividad cognitiva


manifiesta propiedades antropológico-epistemológicas, que Morin explora
ampliamente. Podemos enumerar: la recursividad entre operaciones computantes y
operaciones cogitantes conscientes; la existencialidad del conocimiento, con sus
dimensiones psíquica, afectiva y hasta religiosa; los diferentes modos de conocimiento,
por analogía y por lógica; la dialógica entre la comprensión y la explicación; los juegos
de la verdad y el error; la interacción entre inteligencia, pensamiento y conciencia; la

13
unidualidad de las dos vertientes del pensamiento constituidas por la razón y el mito.
Esta última unidualidad merece especial atención.

Lo más básico del espíritu humano, el arqueoespíritu, opera con una misma lógica de
fondo, a saber, «los principios fundamentales que gobiernan las operaciones del
espíritu/cerebro humano» (Morin 1986: 184). Al abordar la interacción con el mundo,
se bifurca y da lugar a dos formas fundamentales de pensamiento, que siguen cada
una su vía propia en el modo de organizar la experiencia, construir su lenguaje e
interpretar la realidad. Por un lado, discurre un pensamiento racional, empírico,
técnico. Por otro lado, un pensamiento mítico, simbólico, mágico. Sería un error pensar
que la diferencia entre ellos estriba en que uno es moderno y otro primitivo, uno
civilizado y otro salvaje, uno lógico y otro prelógico, uno racional y otro irracional. Pues
ambos dependen a su modo de la misma racionalidad y de una lógica. Ambos perviven
también en la civilización y la modernidad. Las estructuras del psiquismo humano
funcionan siempre, necesariamente, en sendos registros, ya sea confrontándose,
interfecundándose o combinándose. Lo había expresado tempranamente, como
característica paradójica e ineludible resultante de la antropogénesis:

«Debemos ligar el hombre razonable (sapiens) con el hombre loco (demens), el


hombre productor, el hombre técnico, el hombre constructor, el hombre ansioso, el
hombre gozador, el hombre extático, el hombre que canta y danza, el hombre
inestable, el hombre subjetivo, el hombre imaginario, el hombre mitológico, el hombre
en crisis, el hombre neurótico, el hombre erótico, el hombre con hybris, el hombre
destructor, el hombre consciente, el hombre inconsciente, el hombre mágico, el
hombre racional, en un semblante de múltiples caras en el que el homínido se
transforma definitivamente en hombre» (Morin 1973: 173).

Para Morin no es posible concebir una vida sin proyección mítica, sin dimensión
mágica, por mucho que la ciencia, la técnica y la conciencia crítica sean
imprescindibles. Lo que llamamos «real» conlleva aspectos míticos, mágicos,
imaginarios, histéricos. Lo «irreal» forma parte de nuestra enigmática realidad
humana.

Las mociones de símbolo, mito y magia se conectan en un macroconcepto. Frente al


sentido indicativo e instrumental racionalista, el pensamiento y el lenguaje simbólicos
poseen un sentido evocador, metafórico, que hace presente lo simbolizado. El
pensamiento mitológico teje relatos en clave simbólica, historias acontecidas en un
tiempo imaginario, organizadas conforme a dos paradigmas secundarios. El primero es
un «paradigma ántropo-socio-cosmológico de inclusión recíproca y analógica entre la
esfera humana y la esfera natural o cósmica» (Morin 1986: 175). Y así el universo
presenta rasgos antropomorfos, mientras el hombre adquiere rasgos cosmomorfos. Se
humaniza la naturaleza y se naturaliza subjetivamente a los humanos. El segundo
paradigma mitológico produce un desdoblamiento cósmico y antrópico: a nivel
individual «instituye a la vez la identidad y la alteridad, en cada uno, de su propia
persona y de su ‘doble’», el espectro o el alma que sobrevive a la muerte; a nivel

14
cósmico, «instituye la unidad y la dualidad del universo, que es a la vez uno y doble en
su realidad empírica y su realidad mitológica» (Morin 1986: 176), y así, a la vez que
práctico cotidiano, está poblado de espíritus y dioses, pleno de significados, ideologías
y utopías. Los mitos codifican una respuesta intelectual: confieren a la vida sentido,
orden, verdad, realidad, valor.

La visión narrada en el mito se dramatiza en el rito como acción mágica, fundada


también en las analogías antropo-socio-cósmicas. Es una praxis que «se funda en la
eficacia del símbolo, que es la de evocar y, en cierto modo, contener lo que simboliza»
(Morin 1986: 179). Por medio de operaciones con los símbolos, realizadas por
mediadores en contacto con los dobles y los espíritus, la magia induce efectos sobre
las cosas y sobre los seres, y además proporciona modelos a la práctica ordinaria. La
categoría del sacrificio ocupa un lugar esencial en la actuación mágica, tanto en las
sociedades arcaicas como en las civilizaciones modernas. No solo pervive en las
religiones, sino que se ha insertado en la nueva mitología del Estado-Nación, en los
mitos salvíficos del Progreso y de la Revolución, que han producido también sus
rituales de adhesión ferviente, que llegan a exigir a sus fieles sacrificios, costosas
ofrendas, hasta la entrega de sí mismos, sin excluir, llegado el caso, la inmolación
cruenta de la vida de otros, convertidos en chivos expiatorios de la «lucha final» o la
yihad, para el cumplimiento escatológico del gran mito/utopía.

«La idea se convierte en mito cuando en ella se concentra un formidable ‘animismo’


que le da vida y alma; se impregna de participaciones subjetivas cuando proyectamos
en ella nuestras aspiraciones y cuando, al identificarnos con ella, le consagramos
nuestra vida; de este modo, las nociones soberanas de las grandes ideologías
modernas (Libertad, Democracia, Socialismo, Fascismo) se aureolan con una radiación
adorable y las nociones antinómicas a estas se cargan de un diabolismo odiable;
determinadas nociones descriptivas o explicativas se transforman en seres-sujetos (el
capitalismo, la burguesía, el proletariado); las críticas racionales se mudan en condenas
éticas y los condenados pueden ser sacrificados como víctimas expiatorias y cabezas
de turco» (Morin 1986: 182).

El mito no ha sido expulsado por la racionalidad moderna, en absoluto. Al contrario, la


misma Ciencia y la Razón se han transmutado en mitos supremos, para quienes creen
que deben tomar a su cargo la salvación de la humanidad. Porque, en última instancia,
en pensamiento mítico está enraizado en la condición humana: «el mito no solo nace
del abismo de la muerte, sino también del misterio del ser» (Morin 1986: 183). En
realidad, las dos vertientes del pensamiento nunca se separan del todo, sino que
proceden entrelazándose, oponiéndose y complementándose. La acción técnica queda
supeditada al mito político. La ciencia se ve instrumentalizada para confluir en los
mismos fines que la magia. La historia se mitifica. Y el mito se historifica.

15
Un compendio de la antropología compleja

El proyecto moriniano de una ciencia multidimensional del hombre conduce a la


concepción de lo que se podría denominar sistema ántropo. Este, como ya hemos
indicado, aparte de las tres dimensiones constitutivas fundamentales, biogenética,
sociocultural y psicoindividual, integra la dimensión planetaria de la humanidad.

El sistema humano trasciende la naturaleza biológica de la especie. La especie,


germinalmente el genoma, no lo es todo, ni lo explica todo: lo biológico queda abierto
a las interrelaciones con la cultura, concretada en cada sociedad humana. La
interacción de lo innato y lo aprendido interviene en la selección filogenética y, a su
modo, en la ontogénesis psicocerebral.

Para comprender la complejidad de la condición humana, hay que analizar las


articulaciones. Si partimos del individuo, este es miembro de la especie y socio de una
sociedad. Es como si conjugara una triple naturaleza: la naturaleza genética de la
especie, la naturaleza cultural de la sociedad y la naturaleza personal como individuo,
elevadas a la escala planetaria como humanidad.

Se trata (véase el gráfico) de una unidad múltiple antropológica, que coordina el


genoma, con una infinita diversidad de genotipos; la cultura, con toda la gama de
sociedades prehistóricas e históricas; y el cerebro, que genera una inmensidad de
individuos singulares. Y asimismo, la evolución de la antroposfera sitúa a la humanidad
en el umbral de una civilización mundial, en la que se inscriben las sociedades y los
individuos.

El sistema ántropo (cfr. Gómez García 2014 y 2015) resulta como emergencia de los
tres sistemas de la antroposfera: el genoma, el cerebro y la cultura, en interacción con
el entorno ecológico. Cada individuo humano nace con un perfil genético personal y
familiar, y crece como persona singular, asumiendo los rasgos socioculturales. Cada
uno de nosotros está formado por un sistema físico de billones de átomos, un sistema

16
genómico de poco más de veinte mil genes, que constan de tres mil millones de pares
de nucleótidos, un sistema corporal de cien mil millones de células y otras tantas
neuronas, un sistema organísmico de cientos de órganos; un elemento de un sistema
familiar, urbano, profesional, estatal, etc.

En la interrelación de los tres subsistemas del núcleo del sistema antrópico, como
también hemos señalado ya, juega un papel determinante la información, si bien se
trata de información de diversa índole. De modo que todos los niveles se producen y
coproducen mediante el procesamiento de información:

Primero, la dotación biogenética contiene la información genómica (dimensión bio,


geno), inscrita en el ADN de los cromosomas del núcleo de cada célula, junto con el
ADN mitocondrial. Es lo que podemos llamar la «genoteca» de la especie, innata, es
decir, ensamblada durante la filogénesis de nuestra especie. El cómputo celular
produce y reproduce cada organismo individual, incluyendo el sistema neurocerebral,
con ciertos tipos de neuronas preprogramadas para comportamientos especializados,
mientras que otras neuronas son plásticas. Este sistema neurocerebral, abierto al
mundo, elabora la información psíquica, que maneja signos y códigos semióticos.

En segundo lugar, partiendo de la dotación neuropsíquica, la información psíquica


(dimensión autós, psico, ego), reconfigura las estructuras neurales del cerebro y forma
la «memoteca», para la que es determinante la biografía individual. Las operaciones
sensoriales e intelectuales, la computación cerebral y la cogitación intervienen en un
aprendizaje que moldea el propio cerebro/mente. Este interactúa con las
codificaciones culturales de la información, que son objetivables y transmisibles
socialmente.

Por último, la dotación sociocultural acumula la información cultural (dimensión socio),


producida a lo largo de la historia, transferida a los cerebros individuales, que nutren
sus propias historias, elaboran otras y se intercomunican mediante lenguajes. La
información cultural constituye lo que se podría llamar «socioteca», que a su vez es
registrada en soportes objetivos exteriores, o «tecnoteca»), e indirectamente en las
objetivaciones sociales («ecoteca»). Cada cultura perfila su propio órganon, o sistema
categorial y lingüístico, por el que el aprendizaje se socializa, si bien solo se actualiza
en el cerebro individual.

El actuar del individuo sujeto humano depende siempre de algún subsistema del
aparato neurocerebral (cuya potencialidad es heredada: dimensión bio); pero está
producido por una actividad psíquica (emergencia transbiológica: dimensión psico del
ego), interactuante con el entorno interior (el cuerpo y el cerebro) y exterior (el
ecosistema que incluye la sociedad: dimensión eco), por mediación de instrumentos
culturales (información socialmente codificada: dimensión socio).

Lo heredado de la especie, el genoma, da existencia al organismo y a la organización


neuronal del cerebro individual (relación bio → psico). Es decir, la información genética

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se expresa fenoménicamente en un cerebro abierto en su actividad psíquica a la
información cultural (relación bio → socio). El genos de la especie entra en colusión
con el «genos» de la sociedad, que es la cultura y el aparato estatal, en el desarrollo de
la personalidad individual.

Lo transmitido por la sociedad consiste en el órganon simbólico de códigos que, como


información sociocultural, es interiorizado por los individuos (relación socio → psico).
A largo plazo, la construcción cultural incide incluso en la bioevolución como factor de
selección natural genética (relación socio → bio, la cultura como factor de selección
del genoma durante la filogénesis humana). La dotación de la «socioteca» tiene como
soporte vivo el cerebro/psiquismo/mente, pero se exterioriza codificada en soportes
artificiales.

Lo aprendido por el individuo sujeto, organizador de información psíquica, de forma


inconsciente y con su razón consciente, asume con la cultura interiorizada una
racionalidad histórica, que a su vez se nutre de invenciones individuales transmisibles
socialmente (relación psico → socio). El individuo existe cuidando de la preservación
de las condiciones, en último término genéticas y ecológicas, que garantizan la
regeneración de su sistema individual (relación psico → bio). Su «memoteca» (usando
también como prótesis la «socioteca» y la «tecnoteca») almacena y procesa
información culturalmente codificada, y elabora estrategias de acción en el entorno de
la vida real (relación ego → eco, y viceversa).

La adecuada comprensión del homo complexus requiere un gran esfuerzo para poner a
punto los instrumentos conceptuales de la complejidad y la hipercomplejidad. En
resumen retrospectivo, partiendo del estudio de las estructuras autoorganizadoras, se
describen las sucesivas emergencias y los bucles recursivos entre los diferentes niveles
e instancias. La evolución de la autonomía del sujeto viviente lleva a la autorreferencia
egocéntrica, que conduce hasta la aparición de la conciencia reflexiva y la libertad. No
obstante, esa autonomía del sujeto se apoya en su dependencia, que es múltiple:
depende de los genes, depende del ecosistema, depende del cerebro; depende de la
sociedad, la cultura y la educación. El individuo humano posee los genes que lo
poseen; posee las ideas que lo poseen. El espíritu humano, surgido en el interior del
mundo, contiene el mundo en su interior. Lo antroposocial mantiene la apertura a la
vida y al cosmos. Y en el plano del conocimiento, esta apertura se expresa en la
continuidad teórica de lo físico a lo biológico y lo antropológico. Se da una especie de
«lazo metasistémico» entre teoría, metodología, epistemología y ontología. Y, en
última instancia, la antropología se convierte en el saber de la hipercomplejidad.

El paradigma de complejidad según Edgar Morin

Recordemos que la noción moriniana de paradigma procede de varias fuentes: la


«estructura» de la lingüística, el «paradigma» de Thomas S. Kuhn, la «episteme» de
Michel Foucault, el «paisaje mental» de Magaroh Maruyama y el «núcleo duro» del
18
programa de investigación de Imre Lakatos. La idea general es que todas las formas de
pensamiento, científico o no, están reguladas por paradigmas subyacentes, que no
aparecen a primera vista. En palabras del propio Morin:

«Un paradigma contiene, para cualquier discurso que se efectúe bajo su imperio, los
conceptos fundamentales o las categorías rectoras de inteligibilidad, al mismo tiempo
que el tipo de relaciones lógicas de atracción/repulsión (conjunción, disyunción,
implicación u otras) entre estos conceptos o categorías. De este modo, los individuos
conocen, piensan y actúan en conformidad con paradigmas culturalmente inscritos en
ellos. Los sistemas de ideas están radicalmente organizados en virtud de los
paradigmas» (Morin 1991: 218).

Esta definición combina aspectos semánticos, lógicos e ideológicos. Pero el paradigma


desborda la lógica, pues posee a la vez un carácter prelógico, infralógico y supralógico,
que controla la lógica del pensamiento. El paradigma consiste en un conjunto de
principios de inteligibilidad implícitos, que efectúan una selección de los datos
significativos, las categorías y los conceptos clave y los modos de relación entre ellos,
imponiendo distinciones, asociaciones, oposiciones fundamentales, que rigen y
organizan internamente el pensamiento, la elaboración de teorías e ideologías y la
producción de discursos. Por ejemplo, en las concepciones deterministas todo se
entiende desde la categoría de orden; en las concepciones materialistas, desde la de
materia; en las concepciones espiritualistas, desde la de espíritu; en las concepciones
estructuralistas, desde la de estructura. El paradigma impone, asimismo, las
operaciones lógicas compatibles o incompatibles entre los conceptos fundamentales.
En definitiva, se entiende que siempre hay un paradigma oculto, delimitando el
conocimiento de la realidad, sin necesidad de que se cobre conciencia de ello.

Desvelar los principios del paradigma de complejidad enunciados por Morin es


sumamente clarificador como parte de un análisis de los supuestos epistemológicos
subyacentes en cualquier descripción, explicación o interpretación. Entre tales
principios se encuentran: la admisión de singularidades irreductibles, la irreversibilidad
del tiempo, la recursión de las partes y el todo del sistema, la universalidad de la
autoorganización, la causalidad compleja, la dialógica entre orden, desorden,
interacciones y organización, la interacción entre objeto y entorno, la interrelación
entre sujeto y objeto, el enraizamiento físico y biológico del sujeto, la asunción de las
categorías de ser y de existencia, el reconocimiento de la noción de autonomía, la
aceptación de una lógica de la contradicción, la articulación dialógica de las múltiples
dimensiones en macroconceptos (cfr. Gómez García 2003: 177-178). Lo que no queda
claro es qué función cumplen estos principios paradigmáticos con respecto al
conocimiento científico. Morin, como hemos señalado, los toma de fuentes muy
dispares y los encuadra en una constelación, pero nos preguntamos acerca de qué
clase de teoría es la que formula el «método» complejo, y cuál es el correlato
correspondiente al paradigma de complejidad.

19
Si tenemos en cuenta que el paradigma consiste en unos principios epistémicos
condicionantes de las teorías, pero que estos no coinciden con los principios de
organización que cristalizan al emerger nuevas estructuras, de orden físico, biológico o
socioantropológico (que deben formularse en una nueva teoría concreta), entonces, el
macroconcepto de hombre ¿correspondería a un sistema emergente, con propiedades
nuevas, con nuevas reglas de organización y comportamiento? ¿O se referiría, por el
contrario, a un conjunto de interacciones que acontecen entre sistemas irreductibles,
no subsumibles en ningún otro? La cuestión, en última instancia, es si tanto los
principios paradigmáticos como el mismo macroconcepto de hombre pertenecen al
ámbito de la ciencia empírica, o son de otra índole.

Las teorías de la complejidad en la ciencia

El significado de los términos complejo y complejidad, así como de las llamadas teorías
de la complejidad, en auge, cuenta con una larga e intrincada historia, de la que se
puede consultar un excelente resumen en «Complejidad: conceptos y aplicaciones»,
de José Luis Solana (2013: 19-101).

La evolución del universo es la historia de la complejidad. Nadie niega lo complejo, ni


tampoco la necesidad de investigar sus componentes simples. Hay un reduccionismo
metodológico que es esencial como una fase de la actividad científica, que practica el
análisis, pero también es crucial la síntesis, en busca de «las redes de causa y efecto a
través de niveles de organización adyacentes». No obstante, hay científicos partidarios
de «un programa más profundo que toma también el nombre de reduccionismo:
plegar las leyes y principios de cada nivel de organización a los niveles más generales, y
con ello más fundamentales. Su forma fuerte es la consiliencia total, que sostiene que
la naturaleza está organizada por leyes sencillas y universales de la física, a las que
pueden reducirse eventualmente todas las demás leyes y principios» (Wilson 1998:
83). Esta visión es la que suscribe Edward O. Wilson, pese a sus dudas. Postula que
todos los niveles emergentes se podrían explicar como resultado de interacciones
entre los átomos (una elección de nivel fundamental que no deja de ser arbitraria).

Me parece más convincente Edgar Morin. Si bien creo conveniente revisar el alcance y
la índole de sus propuestas sobre la complejidad, precisamente en contraste con lo
que dicen los físicos. A este respecto, al hablar del paradigma de complejidad en el
sentido de Morin, pienso que hemos de distinguirlo netamente del sentido y el uso
que tiene la «teoría de la complejidad» en las ciencias. En este campo, la complejidad
alude a «nuevos conceptos y estrategias nacidos en física y matemáticas durante las
últimas décadas», que están transfiriéndose hoy a todas las ciencias, promoviendo
nuevos modelos explicativos no solo de la naturaleza, sino también de las estructuras
sociales. La investigación científica enseña que unos conceptos y métodos,
introducidos por la física para entender ciertas propiedades de la materia, ayudan a
explicar el comportamiento de los seres vivos y aspectos básicos de los sistemas
sociales y económicos. Pero la hipótesis es más ambiciosa, pues afirma «la existencia

20
de una incipiente estructura formal que podría llevar a una nueva ciencia
interdisciplinar capaz de englobar mucha fenomenología que actualmente pertenece a
disciplinas como la biología de sistemas y la sociología cuantitativa» (Marro 2013: 124).
Se trata de la búsqueda de una teoría interdisciplinar, capaz de elucidar, si es que
existe, «un principio único que determina cómo han de organizarse los elementos en
cada uno de los objetos que conforman el universo».

La idea es, aunque irá en «menoscabo de la naturaleza humana», llegar a formular un


principio único de complejidad en la ciencia, fundado en último término en un hecho
demostrado: «la propiedad de universalidad que parece ser una propiedad íntima de la
naturaleza, esto es, cierta insensibilidad del comportamiento macroscópico a detalles
microscópicos en sistemas complejos». Una serie de conceptos recientemente
aparecidos en la ciencia, por ejemplo, «los de complejidad, emergencia, universalidad,
criticalidad, cambios de fase, no equilibrio, correlación, autosemejanza, invariancia,
leyes de escala y renormalización, parecen empezar a conformar ese principio» (Marro
2013: 131). De modo que parece previsible que estas propiedades generales de los
sistemas físicos se hallen igualmente en los sistemas sociales.

El problema no radica en que se proponga la misma estrategia para cada uno de los
dominios científicos. Está en que se pretenda explicarlos todos ellos con una única
teoría de la complejidad, mediante «un principio único que genera orden a partir de
cooperación entre constituyentes», extrapolado a la jerarquía de los sistemas que
emergen en la evolución, que explicaría también la continuidad entre niveles. Este
planteamiento, pese a la apariencia emergentista, presupone una explicación «desde
abajo» (en virtud de ciertas reglas simples del nivel inferior), quizá no del todo
reduccionista, pero sí con un emergentismo con sordina, dado que prácticamente
disuelve la consistencia, la novedad, la irreversibilidad y la irreductibilidad de los
niveles emergentes.

Esta especie de ciencia universal de la complejidad tiene todos los visos de ser un
espejismo, pues, incluso si finalmente llegara a formularse, a lo sumo explicaría
determinados aspectos «físicos» (según infiero de los ensayos de Marro, 2008) del
comportamiento de los sistemas de vivientes y de las sociedades de humanos. No
explicaría, en absoluto, nada de lo específico e irreductible de estos mismos sistemas,
que quedaría totalmente fuera de foco.

Me parece más consecuente la concepción científica de la complejidad que la sitúa en


la emergencia de cada nivel. Cuando encontramos un nivel de organización,
normalmente más complejo e insospechado, que de hecho procede de otros, no es
posible deducirlo linealmente a partir del nivel previo o inferior al que pertenecen sus
componentes. Todo sistema emergente, en cuanto un todo, no solo es más que la
suma de las partes, sino que es diferente de ellas, y está gobernado por principios de
organización inexistentes de antemano. Este tipo de emergencia es el que caracteriza
un fenómeno de complejidad, y su estudio requiere desarrollar una nueva disciplina
científica particular en cada nivel, pues no se explica adecuadamente desde los

21
principios de organización del nivel precedente, ni tampoco le aporta nada el recurso a
una teoría general de la complejidad, o a un paradigma de complejidad universal.

Físicos como Robert Laughlin relacionan los fenómenos de emergencia con lo que
llaman «ruptura de simetría», que se produce cuando un sistema material, de forma
colectiva y espontánea, adquiere una propiedad o una preferencia que no está prevista
en las leyes que lo rigen. En esto consiste la emergencia o, lo que viene a ser lo mismo,
la complejidad: «la organización es capaz de originar leyes y no a la inversa. Eso no
quiere decir que las leyes subyacentes sean erróneas, sino que son irrelevantes y que,
ante los principios de organización, se vuelven impotentes» (Laughlin 2005: 71), pues
no pueden dar cuenta del nuevo nivel, soportado, no obstante, sobre ellas.

Pues bien, a mi juicio, los principios del paradigma de complejidad moriniano no


equivalen propiamente a «principios de organización» en el sentido que acabamos de
mencionar, referido al comportamiento colectivo de un concreto sistema emergente.

El estatuto del paradigma de complejidad en antropología

Morin nos certifica el fin de la simplificación y del reduccionismo, esa creencia en que
un sistema se explica dividiéndolo en sus componentes últimos y en función de ellos.
No existe explicación privilegiada a partir de una teoría del elemento fundamental, ni
tampoco desde una teoría del todo en cuanto tal. Por doquier, hay una multiplicidad
de dimensiones y sistemas que resisten cualquier intento reduccionista. Por ejemplo,
las dimensiones de especie-sociedad-individuo, insertas en el macroconcepto de
hombre, siempre problemáticas, desajustadas, pero indisociables. Toda sociedad tiene
reglas de organización que trascienden al individuo. Todo individuo humano decide en
su vida según reglas de organización suyas, que sobrepasan las de la cultura. La especie
impone reglas de organización de naturaleza biológica, con las que tienen que contar
el individuo y la sociedad.

Como hemos visto, el enfoque de la antropología compleja tiene en cuenta las ciencias
físicas, biológicas y antroposociales. Desde el punto de partida, recopila los avances de
las ciencias, no al modo enciclopédico de un repertorio de saberes yuxtapuestos, ya
que su labor se centra en contemplarlas en conjunto, indagando sus interrelaciones y
tratando de dilucidar las religaciones entre las distintas teorías, con el convencimiento
de que así captará mejor la multidimensionalidad de la realidad humana.

Dado que no se deducen uno de otro, ni se determinan linealmente uno a otro, no


puede haber explicación científica a partir de un nivel fundamental, ni a partir de algún
otro nivel más elevado de interacciones, con respecto al sistema emergente, sino tan
solo una explicación específica en cada uno de los niveles de organización. El
paradigma complejo puede aportar una comprensión de ciertas relaciones inteligibles
entre los niveles de organización sistémica y entre sistemas de distinta escala. Su visión
de conjunto capta la panorámica de los sistemas y hasta enuncia unos principios

22
comunes que se explicitan en el ámbito de nuestra toma de conciencia. En cambio,
una disciplina científica se sustenta en la elección de un nivel particular de la realidad,
que supone existente y formado de elementos homogéneos, cuyo comportamiento
está regido por unos mismos principios de organización o leyes, peculiares de ese
nivel. Por eso, estamos obligados a reconocer el irreductible pluralismo epistemológico
de las ciencias. Estos criterios, que distinguen entre las disciplinas particulares y la
visión compleja de conjunto, valen para la antropología basada en el paradigma
complejo, que, por sí sola, no da origen a nuevos conocimientos científicos.

Pero escrutar la complejidad y analizar los paradigmas subyacentes en las ciencias


particulares es esencial en orden a detectar las limitaciones epistemológicas de una
teoría antropológica, debidas a las opciones de enfoque y la metodología que emplea.
En general, la explicitación del paradigma es lo que nos hace cobrar conciencia de la
incompletitud de cada disciplina científica y, también, de todo conocimiento humano.

Sin embargo, cuando se busca la «unificación» de las ciencias en el campo de la


antropología y se piensa como ideal avanzar hacia una visión y un lenguaje
multidisciplinar, o transdisciplinar, no hay que hacerse muchas ilusiones. La
transdisciplinariedad, en el sentido de ir hacia una especie de coiné, o teoría común,
de las ciencias, me parece injustificada. Otra cosa distinta será interesarse por el
conocimiento mutuo. Pero la «lente» de una disciplina no suele ser compatible con la
observación desde la óptica de otra. De tal modo que no se puede describir, al mismo
tiempo y con las mismas categorías, el individuo, la sociedad y la especie, sino cada
polo en su turno y con sus métodos, sus conceptos y su lenguaje. Esto no impedirá
contemplar las diferentes teorías, pero «desde fuera», como tampoco impide
experimentar personalmente los distintos niveles «desde dentro», en un ejercicio de
reconsideración por parte de la conciencia, indudablemente muy esclarecedora.

Las disciplinas científicas evolucionan de forma independiente e imprevisible en su


propia historia. Pueden constituirse nuevas ciencias especializadas, cada vez que se
acota un nuevo nivel de organización que da lugar a un nuevo nivel de observación y
explicación. Puede darse un nuevo reparto de los dominios del conocimiento científico.
Pero pensar en una ciencia de la complejidad que lo recapitule todo parece una utopía
imposible. Lo más que cabe esperar es un discurso que combine e interrelacione los
modelos teóricos y los descubrimientos de las distintas disciplinas. Pero religar los
conocimientos dados significa tejer un tipo de conocimiento por encima de las ciencias
concernidas, y también desde fuera de ellas, es decir, en un plano metacientífico. Con
toda seguridad, este nuevo discurso no será una ciencia alineable con las demás, sino
netamente un saber filosófico. Conocer el paradigma no amplía el conocimiento al
nivel particular de una disciplina. La práctica normal de una disciplina científica vuelve
insignificante el paradigma, de manera que unos principios que son verdaderos en el
plano filosófico pueden resultar, al mismo tiempo, irrelevantes en el plano científico.

Las cuestiones del paradigma complejo en el sentido de Morin no tienen que ver con la
ciencia, sino con la filosofía. Y la filosofía, construida con argumentos, no agrega

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conocimientos científicos, sino que se basa en ellos y de ellos depende su contenido
empírico. Su virtud está en proporcionar una visión más coherente, enriquecedora y
comprensiva del panorama de los saberes. Ahí es donde tenemos que situar el
paradigma complejo, muy interesante para expandir nuestra conciencia, pero menos
para hacer ciencia.

En conclusión, el paradigma de la antropología compleja no es una teoría científica en


el sentido de las disciplinas científicas, físicas, biológicas y antroposociales, porque a
partir de él no se producen nuevos conocimientos, y porque sus principios de
inteligibilidad y sus hipótesis no son susceptibles de verificación empírica o de
medición.

Por las mismas razones, el método de la antropología compleja no es un método


científico en el sentido de los métodos de las disciplinas empíricas y formales, ni debe
entenderse como tal. Los análisis basados en el paradigma de complejidad, así como
los macroconceptos que la antropología compleja elabora, operan necesariamente
como un saber de segundo grado sobre otros conocimientos. Los conocimientos
puestos en relación no son producto suyo, sino, como es evidente, de las ciencias
normales existentes, y estas trabajan con sus propios métodos, que no pueden
sustituirse por un método complejo, fundado en el paradigma de complejidad.

Una vez escuché decir a Morin, en una conferencia dada en Granada: «En el molino de
la filosofía no hay más trigo que el que las ciencias aportan». Precisamente por esto, la
antropología compleja, que investiga la conexión entre las ciencias del hombre y de
estas con las ciencias naturales, y se nutre de todas ellas, no puede constituir, sin
embargo, una nueva ciencia antropológica, sino más bien una antropología filosófica
de nuevo cuño, eso sí, incomparablemente mejor fundada que las otras que se
denominaron así.

En suma, el paradigma de la antropología compleja no aporta nuevos materiales


científicos antroposociales, pero sí un «metapunto de vista», un enfoque panóptico
para la reflexión filosófica, que enseña a repensar en conjunto los resultados
heteróclitos de las ciencias, sus dispares métodos y los condicionantes epistémicos que
las constriñen en cada época. Puede, sin duda, contribuir también a discernir mejor el
buen uso de los conocimientos, científicos o no, de manera que sobre ellos primen los
fines humanos, las decisiones ética y políticamente responsables. Porque el hecho es
que las ciencias en sentido estricto, incluidas las ciencias del hombre, expulsan toda
alusión a la conciencia o la libertad. Que la antropología de Morin sea filosofía no es
tan mala noticia, dado que la ciencia, simple o compleja, no solo carece de explicación
para lo no mensurable, como la conciencia y la libertad, sino que está privada, por
principio, de toda sensibilidad hacia los valores, la justicia, el amor, o la belleza. El
conocimiento científico tiene un alcance informativo e instrumental, no valorativo de
los usos que se hagan de él; es parte importante de la verdad, pero la verdad lo excede
infinitamente.

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Bibliografía citada

Gómez García, Pedro


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Universidad de Granada.
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25
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RESUMEN

El paradigma de la antropología compleja de Morin no aporta nuevas teorías


científicas, pero sí un ‘metapunto de vista’, un enfoque panóptico para la reflexión
filosófica. Nos enseña a repensar en conjunto los resultados heteróclitos de las
ciencias, sus dispares métodos y los condicionantes epistémicos que las constriñen
históricamente.

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