El 'Homo Complexus' Morin
El 'Homo Complexus' Morin
El 'Homo Complexus' Morin
RESUMEN
En sus teorizaciones antropológicas Edgar Morin le otorga relevancia a dimensiones y capacidades del ser humano que a veces
se desconsideran o secundarizan, como la imaginación y lo imaginario, el pensamiento simbólico, mitológico y mágico, la
psicoafectividad, los comportamientos neuróticos e histéricos, la hybris (exceso, desmesura) y los comportamientos de carácter
“demencial” (homo demens). Morin, además, construye sus teorizaciones antropológicas mediante la aplicación de los principios
epistemológicos de su pensamiento complejo, en especial de su dialógica. Todo ello hace que Morin elabore una concepción
general del ser humano en la que este se entiende y conceptúa como homo complexus. El presente artículo expone y analiza
todos esos elementos de la antropología compleja de Edgar Morin.
ABSTRACT
In his anthropological theorizations Edgar Morin gives relevance to dimensions and capacities of the human being that are
sometimes disregarded or secondary, such as imagination and the imaginary, symbolic, mythological and magical thinking,
psycho-affectivity, neurotic and hysterical behaviors, hybris (excess, immoderation) and behaviors of a “demented” character
(homo demens). Morin also builds his anthropological theorizations by applying the epistemological principles of his complex
thought, especially his dialogic. All this makes Morin develop a general conception of the human being in which he is understood
and conceptualized as homo complexus. This article exposes and analyzes all these elements of Edgar Morin’s complex
anthropology.
PALABRAS CLAVE
Edgar Morin | Antropología | imaginario | pensamiento simbólico | mito | magia | psicoafectividad | homo demens | homo complexus
KEYWORDS
Edgar Morin | Anthropology | imaginary | symbolic thinking | myth | magic | psycho-affectivity | homo demens | homo complexus
Introito
La antropología general o fundamental que Edgar Morin ha intentado elaborar a lo largo de su recorrido
intelectual tiene como una de sus características la de prestar atención y otorgar relevancia a
dimensiones del ser humano (la imaginación y lo imaginario, la psicoafectividad, el pensamiento
simbólico, mitológico y mágico, la hybris y los comportamintos de carácter “demencial”) que las
concepciones de lo humano excesivamente racionalizadoras desconsideran, secundarizan o
simplemente ignoran.
Según el mismo Morin (1982: 9) ha señalado, entre 1951, fecha de publicación de su libro sobre la
muerte, y 1956, fecha de publicación de su libro sobre el cine, fue “tras el hombre imaginario”. En El
hombre y la muerte, su primera obra importante, rebasó la concepción del ser humano definido
sustancialmente como sapiens y faber para integrar en toda realidad humana la realidad mitológica, el
hombre mitológico, productor de fantasías y de mitos (Morin 1982: 8). Desde entonces, se planteó la
apertura de la antroposociología a lo imaginario y a los mitos.
A juicio de Morin (1951: 9), las ciencias humanas reconocen al hombre como el animal del utensilio
(homo faber), del cerebro y la racionalidad (homo sapiens) y del lenguaje (homo loquax), pero no han
discurrido sobre la relación del hombre con la muerte para establecer a partir de ella cualidades humanas
distintivas. Y, sin embargo, la muerte introduce entre el hombre y el animal una ruptura más sorprendente
aún que la que originariamente introducen el utensilio, el lenguaje o la racionalidad.
El lenguaje, la cultura, la técnica y la sociedad, desarrolladas al menos en algún grado, son previas a la
aparición de sapiens y han contribuido a su emergencia y desarrollo cerebral; encontramos ya en los
homínidos anteriores a sapiens restos de ellas o bien lo que sabemos nos posibilita y exige postularlas.
Evidentemente, todos esos rasgos serán desarrollados y perfeccionados por sapiens, pero no
constituyen aportes originales suyos. Sin embargo, con el hombre de Neandertal, poseedor ya de un
cerebro de gran tamaño, hallamos dos tipos de restos de los que no hemos encontrado vestigio alguno
en los homínidos precedentes; a saber, la sepultura y la pintura.
Con el surgimiento de la consciencia humana de la muerte (que es triple: consciencia objetiva que
reconoce la mortalidad, consciencia traumatizada y angustiada que siente horror ante la muerte, y
consciencia subjetiva que afirma la existencia de una vida postmortem) lo que al mismo tiempo se
produce, y de lo que esta consciencia es reveladora, es el surgimiento del mito (mitos inventados, en
parte, para afrontar la tragedia de la muerte) y de lo imaginario, del hombre imaginario, mitológico.
Resulta capital para comprender al hombre reintroducir lo imaginario y lo mitológico en la definición de lo
humano. Como veremos, para explicar la realidad imaginaria de lo humano, la magia y los mitos Morin se
servirá de las nociones de proyección e identificación (recurrirá también a ellas para analizar mitos
modernos como las estrellas de cine y la nación). Por lo que a las pinturas rupestres del período
magdaleniense se refiere, Morin opina que lo que nos revelan es “la conexión imaginaria con el mundo”.
Por un lado, la palabra, el signo, el símbolo y la figuración representarán en la mente los seres y las
cosas del mundo exterior, aun cuando estos se hallen ausentes, y, en determinado sentido, coadyuvarán
a que tales seres y cosas adquieran en forma de representaciones un poder invasor sobre la mente. Por
otro, serán las imágenes mentales las que invadirán el mundo exterior. Con sapiens emerge una nueva
esfera, la de los productos propios del espíritu (imágenes, símbolos, ideas), a los que Morin denomina
“noológicos”. Es, precisamente, en “haber hecho efectivo el surgimiento de lo noológico” donde reside “el
carácter más original de sapiens” (Morin 1973: 243; vease también Morin 1991: 107-131 y 2001: 50-51).
En El cine o el hombre imaginario, obra que lleva por subtítulo “Ensayo de antropología”, Morin prolonga
su investigación sobre “la realidad imaginaria del hombre” que había iniciado en El hombre y la muerte:
“lo que me fascinaba del cine, al igual que de la muerte, era la relación extraña, compleja, entre lo
imaginario y lo real, que por otra parte era el problema de los mitos modernos” (Morin 1982: 9).
Coherente con esto resulta que se interese por los “mitos modernos” (Las stars, 1957) y la “mitología
específica” de la cultura industrializada o técnico-industrial (El espíritu del tiempo, 1962). Para Morin, el
hombre no puede definirse solo ni fundamentalmente por la técnica y la razón, sino que para
caracterizarlo hay que atender también a lo imaginario, la afectividad, la poesía. Sus obras Las stars y El
espíritu del tiempo vienen animadas por la idea de que no hay en la historia un hombre arcaico productor
de mitos al que le habría sucedido el hombre racional del pensamiento científico, sino que homo sapiens
es también demens, es decir, es siempre uno (sapiens-demens), a la par productor de mitos y de
conocimiento.
Tres años después de la publicación de su obra sobre el cine Morin publica Autocrítica (1959) donde
narra su proceso de adscripción al Partido Comunista Francés, en 1942, la actitud –de transigencia,
primero, y de denuncia, después– que mantuvo hacia el estalinismo, y, finalmente, su expulsión del PCF
en 1951. En esta obra, a la par que lleva a cabo una revisión de sus ideas políticas (ya comenzada en la
revista Arguments, que fundó en 1956 con otros intelectuales), continúa sus indagaciones sobre el
hombre imaginario, ahora desde la perspectiva del carácter mítico-mágico que le atribuye a su
experiencia como comunista. En vez de –como hicieron bastantes excomunistas– soterrar y recluir en la
amnesia su militancia proestalinista, Morin la elucida críticamente con el fin de aprender de ella, no solo
de los contenidos de sus creencias, sino también de los procesos de pensamiento (estructura de los
razonamientos y de las argumentaciones) con los que justificaba las políticas de Stalin.
“Al propio tiempo que iba tomando lentamente consciencia de que mi estalinismo era una religión, de
que mis impulsos menos contestables eran místicos, de que mis útiles mentales eran de por sí mitos,
me daba cuenta del papel fantástico que podía jugar la magia en nuestras mentes que se creen
racionales y en nuestras sociedades que se dicen racionalizadas, hasta qué extremo nuestras
actitudes y nuestras creencias se hallaban inmersas en lo imaginario. (…) en mis estudios sobre la
muerte, luego sobre el cine, descubría que el hombre contemporáneo está impregnado de magia”
(Morin 1959: 266).
El modo como los estalinistas profesaban sus creencias no constituía ni un acto de hipocresía pura ni de
acendrada sinceridad, sino una mezcla de autoengaño y de franqueza. Esta duplicidad, caracterísrica de
toda creencia, instruye a Morin sobre la dialéctica entre unidad y dualidades propia de la personalidad
humana. En toda creencia humana hay una combinación de sinceridad y de hipocresía, de autoengaño y
de honradez.
La extraña compenetración que se daba en la mente de los comunistas estalinistas entre misticismo
mágico religioso y espíritu crítico, entre estalinismo y marxismo, nos revela cómo en el hombre “no existe
una mente humana, sino en cada mente estratos diversamente superpuestos o confundidos de magia,
de afectividad, de racionalidad” (1959: 108). Sus experiencias como comunista le muestran cómo la
racionalidad puede tornarse en un proceso mental racionalizador que, en realidad, obedece a aspiracio-
nes religiosas; cómo una teoría, un sistema de ideas, puede doctrinarizarse, convertirse en doctrina.
Además, el estalinismo y el nazismo han mostrado con acritud a Morin la barbarie (los monstruos, el
míster Hyde) que subyace y permanece tras la supuesta civilización, y que está siempre presta a irrumpir
en cuanto los desequilibrios y las crisis se lo permitan (algo que, por otra parte, ya Freud puso
suficientemente de manifiesto). El hombre está determinado tanto por una profunda racionalidad como
por “una no menos profunda bestialidad” (Morin 1959: 250) y sus logros civilizatorios son frágiles. “En
todos los campos, me encontraba con la antítesis complementaria ‘barbarie-civilización’. La civilización
seguía siendo bárbara. Cada uno de nosotros podía tornarse bárbaro, y lo era en cierta medida” (Morin
1959: 250). En El espíritu del tiempo (1969: 144) escribe: “hay un fondo de violencia en el ser humano
que precede a nuestra civilización, a toda civilización, y que no puede ser desarraigado definitivamente
por ninguno de los medios actualmente conocidos para civilizar”.
En El paradigma perdido, publicado en 1973, obra que jalona el giro bioantropológico de las reflexiones
de Morin sobre las dimensiones fundamentales de lo humano, nuestro autor reitera sus planteamientos
sobre las implicaciones antropológicas de la consciencia humana ante la muerte.
La consciencia humana ante la muerte revela el surgimiento de “una nueva consciencia” que no se ciñe
ya a la presencia inmediata, a los hechos, sino que va más allá de estos hasta el punto de abrir “una
brecha entre las visiones subjetiva y objetiva” (Morin 1973: 116). En el hombre, la consciencia objetiva y
la subjetiva coexisten de modo que “ninguna de ambas consciencias llega a anular verdaderamente a la
otra y todo acontece como si el hombre fuera un sincero simulador ante sus propios ojos, un histérico”
(Morin 1973: 116).
La consciencia humana ante la muerte y los fenómenos a ella vinculados (el mito, la magia y lo
imaginario, el surgimiento de una consciencia que va más allá de la presencia inmediata, la brecha
antropológica entre las consciencias subjetiva y objetiva, y el progreso de la individualidad) se
encuentran vinculados, “en último término”, “al desarrollo del cerebro del homínido y a la constitución del
cerebro de sapiens” (Morin 1973: 117).
2. El pensamiento simbólico/mitológio/mágico
Según Morin (1986: 167-192), las nociones de símbolo, mito y magia se implican mutuamente
constituyendo un pensamiento y un universo simbólico/mitológico/mágico, por lo que hay que unir estas
tres nociones en un macroconcepto para que cada una adquiera plena significación. No obstante, estas
nociones pueden existir de manera relativamente autónoma y son distinguibles. Al mismo tiempo que lo
engloba, el mito sobrepasa el ámbito de lo simbólico en dos aspectos esenciales:
1) Mientras que el pensamiento estrictamente simbólico descifra símbolos, el pensamiento mitológico teje
símbolos para constituir relatos, narraciones.
2) El pensamiento mitológico está organizado y regido por dos principios paradigmáticos, por el
paradigma antropocosmomórfico y el paradigma del doble (véase posteriormente). La magia puede ser
considerada como la praxis del pensamiento simbólico-mitológico.
La acción mágica sobre los seres y las cosas se realiza mediante operaciones sobre símbolos (por
ejemplo, quemar una estatuilla que representa al individuo que se quiere dañar). La magia se funda tanto
en la existencia mitológica de los dobles (por ejemplo, invocación de los espíritus con el fin de que se
haga efectiva la acción mágica) como en las analogías antropo-socio-cósmicas (por ejemplo, utilización
de la mímesis en los ritos de caza). Vista la autonomía relativa de los términos que constituyen el
pensamiento simbólico/mítico/mágico, para abreviar nos referiremos a este pensamiento, como hace
Morin, nombrándolo con uno solo de sus rasgos.
2.1. Participación, proyección e identificación
Para Morin, los rasgos configuradores de la visión mágica del mundo (dobles, metamorfosis,
antropocosmomorfismo, etc.) son, en su fuente, procesos de participación, procesos de proyección e
identificación. Debido a su originaria y fundamental indeterminación biológica, el hombre debe abrirse al
mundo y participar en él. El hombre establece participaciones con el mundo y a través de ellas se
produce el ámbito humano de lo imaginario. Las participaciones, fuentes permanentes de lo imaginario,
se llevan a cabo a través de dos procesos humanos fundamentales: la proyección y la identificación.
Según opere o se aplique, el complejo de proyección-identificación puede dar lugar a dos tipos de
fenómenos: los psicológicos subjetivos o los mágicos. Las proyecciones-identificaciones pueden
interiorizarse en el sujeto para constituir, así, el ámbito de la subjetividad, de los sentimientos y las
participaciones afectivas, y de las emociones estéticas (véase Morin 2001: 149-152 y Morin 2016); o
bien, como ocurre en los fenómenos mágicos, pueden sustancializarse, reificarse, tomarse como reales,
de manera que “se cree verdaderamente en los dobles, en los espíritus, en los dioses, en el hechizo, en
la posesión, en la metamorfosis” (Morin 1956: 103).
De este modo, la vida subjetiva (sentimientos, afectos) no está desligada de la magia; entre ellas se dan
ósmosis y transiciones: “donde está manifiesta la magia, la subjetividad está latente, y donde la
subjetividad está manifiesta, la magia está latente” (Morin 1956: 105-106). Según Morin, existe una
continuidad entre la subjetividad y la magia. Esta última surge cuando nuestros estados subjetivos se
alienan hasta cosificarse o reificarse, se separan de nosostros y pasan a formar parte del mundo, de
manera que la visión subjetiva pasa a creerse real y objetiva. Históricamente la visión mágica del mundo
es la visión cronológicamente primera tanto del niño como de la humanidad; sus rasgos configuradores
(dobles, metamorfosis, etc.) son universales de las consciencias primitiva, onírica, poética, neurótica e
infantil. A través de la evolución del individuo y de la humanidad la visión mágica es sustituida
progresivamente por una visión racional y objetiva, y la magia se interioriza para convertirse en alma, es
decir, en sentimiento y afectividad.
“El universo mitológico se nos muestra como un universo animista en el sentido de que los
caracteres fundamentales de los seres animados se encuentran presentes en las cosas inanimadas.
De este modo, en las mitologías antiguas o en las mitologías contemporáneas de otras civilizaciones
las rocas, montañas, ríos son biomorfas o antropomorfas, y el universo está poblado de espíritus,
genios, dioses, que están en todas las cosas o detrás de todas las cosas” (Morin 1986: 175).
Por su parte, en el cosmomorfismo operan procesos de identificación, tanto con otros seres como con el
mundo. La identificación cosmomórfica con el mundo puede ser llamada cosmomorfismo cuando “el
hombre se siente y cree microcosmos” (Morin 1956: 103). Mientras que el antropomorfismo inocula “la
humanidad en el mundo exterior”, el cosmomorfismo inocula “el mundo exterior en el hombre interior”
(Morin 1956: 101). En el cosmomorfismo, el hombre se siente análogo al mundo, se carga de presencia
cósmica y se concibe como habitado por la naturaleza; sin dejar de saberse hombre, se siente habitado
por el cosmos (poseído por un animal, animado por fuerzas cósmicas); se identifica con el mundo, se
concibe como una especie de espejo del mundo, como un microcosmos y, como tal, imita al mundo, al
cosmos. Los seres humanos poseemos una enorme capacidad mimética, somos “el animal mimético por
excelencia” (Morin 1951: 90). Cosmomorfizar es impregnarse de la riqueza del cosmos, de la naturaleza.
En el antropocosmomorfismo se establecen analogías entre el hombre, entendido como un microcosmos,
y el mundo o macrocosmos (analogías micro-macrocósmicas): el hombre se concibe como análogo al
mundo y este es concebido como análogo al hombre.
Mediante el desdoblamiento, el hombre se concibe como siendo él mismo y, a la vez, otro, un doble que
es “otro sí mismo”. El doble es una imagen proyectada, alienada, objetivada hasta el punto de que llega a
ser considerado como un ser o espectro autónomo dotado de realidad propia. El doble no es “alma” o
“espíritu” puro, no es inmaterial; aunque con frecuencia es invisible, tiene empero una naturaleza corporal
y siente las mismas necesidades, pasiones y sentimientos que los seres vivos. El doble es un alter ego
(un yo que es otro) que acompaña al individuo durante toda su vida y que se manifiesta en sus sueños,
su sombra, su reflejo en el agua o en el espejo, su eco e, incluso, sus gases intestinales. Poseedor de
inmortalidad, el doble sobrevive a la muerte del cuerpo y a la descomposición del cadáver. Los síncopes
y desvanecimientos indican la fuga del doble, su abandono del cuerpo. Originariamente, los dobles no
abandonan del todo el mundo de los vivos, sino que se hallan presentes en él pululando por todas
partes, habitando entre los vivos. Posteriormente, se irán separando de ellos (en parte debido al temor
que inspiran) y pasarán a tener su reino, su mundo propio. Por el poder que se les atribuye y por el temor
y el culto que inspiran, los dobles ostentan potencialmente los atributos de la divinidad. Con el devenir
histórico y la evolución de las creencias los dobles irán desapareciendo. Por un lado, de ellos surgirán
dioses. Por otro, con el progreso de la noción de alma, el doble se atrofiará e interiorizará.
2.3. Doble dimensión del pensamiento arcaico y persistencia histórica del pensamiento mítico-
mágico
Morin critica la creencia de que el pensamiento arcaico sea un pensamiento mítico carente de racionali-
dad. Para él, el pensamiento arcaico no es solo un pensamiento mítico-mágico, sino que es un
pensamiento “unidual”, a la vez simbólico/mitológico/mágico y empírico/técnico/racional. Los hombres
arcaicos no carecen de pensamiento racional, empírico y técnico (frabrican herramientas, diseñan
estrategias de acción, adquieren conocimientos observando y experimentando) y disciernen
perfectamente entre sus actividades empíricas/técnicas/racionales y sus actividades simbólicas/mitológi-
cas/mágicas. Lo que ocurre es que, aunque las distingan, muchas de sus actividades tienen un carácter
unidual, son tanto prácticas como mitológicas (así, por ejemplo, no es posible separar los ritos de caza
del hecho de la caza). Por otro lado, en el mundo arcaico no se ha constituido aún una esfera autónoma
en la que se desarrollen un pensamiento y un conocimiento teóricos, sino que estos están ligados de
modo instrumental a finalidades prácticas.
Por tanto, en el mundo contemporáneo los dos pensamientos (el racional y el mitológico) coexisten, se
mezclan y mantienen entre sí relaciones complejas. La racionalidad moderna no ha expulsado los mitos;
ni podrá expulsarlos, ya que la insondabilidad de lo real y el misterio radical del ser constituirán siempre
fuentes de las que el mito manará (véase Morin 2017). En definitiva, para Morin es falsa la concepción
antropológica que afirma que hubo una vez un hombre arcaico, mitológico, irracional al que habría
sucedido el homo rationalis. Homo es de manera compleja racional y mitológico (complejidad que
significa que entre lo racional y lo mitológico se dan relaciones dialógicas, esto es, de
complementariedad, competencia y antagonismo).
La desmitificación es necesaria, pero no podemos prescindir del mito; los mitos forman parte de la
realidad humana. No podemos prescindir de idealizaciones, ni de imaginaciones que expresen nuestras
aspiraciones antropológicas y nos impelan a realizarlas propulsando, así, nuestra humanidad. A pesar
del carácter imaginario del mito, Morin se niega a recluirlo en la alternativa verdadero/falso. Los mitos
pueden ser ilusorios, falsos (por no ajustarse a la realidad), a la vez que verdaderos (por las profundas
aspiraciones humanas que expresan). Es imposible prescindir de mitos. Lo que debemos hacer, a juicio
de Morin, es establecer una nueva relación con nuestros mitos basada en el reconocimiento de su
carácter mítico en vez de en su afirmación dogmática. Debemos controlar nuestros mitos en lugar de que
ellos nos posean y controlen.
3. El Arkhé-Espíritu
Según Morin (1986: 184), el pensamiento racional y el mitológico tienen la misma fuente, a saber: “los
principios fundamentales que gobiernan las operaciones del espíritu/cerebro humano”. Morin habla de un
“Arkhé-Pensamiento”, “Arkhé-Espíritu” o “Espíritu-Raíz” que correspondería a “las fuerzas y formas
originales, principales y fundamentales de la actividad cerebro-espiritual, allí donde los dos pensamientos
todavía no se han separado” (Morin 1986: 184). Este Arkhé-Espíritu es “un nudo gordiano cerebro-
espiritual” en el que lo subjetivo y lo objetivo todavía no se han disociado, la representación se confunde
con la cosa representada, la imagen y la palabra son a la vez signos, símbolos y cosas, y en el que el
lenguaje no se ha disociado aún en prosaico (indicativo) y poético (evocativo). En virtud de este nudo
gordiano arkhe-espiritual, en toda actividad mental en estado naciente habrá siempre una tendencia a la
reificación (sustancialización) de la representación, una tendencia a la coagulación simbólica entre
imagen/palabra y cosa, y una tendencia a la participación, es decir, a los procesos de proyección/iden-
tificación. Se trata de “tendencias espontáneas” y de “principios fundamentales” de cualquier
pensamiento, sea este mitológico o racional. Lo que ocurre es que el pensamiento mitológico desarrolla
estas tendencias y estos principios en una dirección y de una manera, y el pensamiento racional en otra
dirección y de otro modo (véase Morin 1986: 185-171; también Morin 2001: 116-118):
a) El conocimiento por semejanza y analogía no solo es utilizado por el pensamiento simbólico, sino que
también lo pone en práctica el conocimiento racional (la inducción, por ejemplo, está basada en la
repetición de lo semejante). Lo que ocurre, según Morin, es que en el pensamiento simbólico-mitológico
la analogía no está sometida al estricto control empírico y lógico al que la somete el pensamiento
racional.
b) Tanto en el universo mitológico (fenómeno del doble) como en el universo empírico (la representación
como imagen analógica de lo real) se establecen relaciones uniduales entre la representación y lo real.
Pero mientras que el pensamiento racional distingue entre imagen y realidad, el pensamiento mitológico
unifica analógica y simbólicamente la realidad y su imagen, reifica las imágenes y les confiere realidad.
c) La objetividad y la subjetividad del conocimiento no proceden de dos fuentes diferentes, sino que
ambas surgen a partir del mismo circuito de relaciones entre el sujeto y el mundo. La diferencia está en
que el pensamiento empírico-racional se polariza en la objetividad de lo real y el pensamiento mitológico
en la realidad subjetiva (5).
d) En todo signo/símbolo, sea linguístico o icónico, distingue Morin dos sentidos. Un sentido indicativo e
instrumental, en el que predomina la idea de signo, en función del cual las palabras son indicadores,
designadoras de las cosas. Y un sentido evocador y concreto, en el que predomina la idea de símbolo,
bajo el cual las palabras son evocadoras de la presencia y de la virtud de lo que es simbolizado, y
suscitan la representación de la cosa nombrada. Ambos sentidos se encuentran potencialmente en todo
nombre y en toda figuración icónica de manera que indicación y evocación se contienen entre sí, si bien
pueden ser separadas y opuestas. Así, el pensamiento-lenguaje cotidiano utiliza las palabras en su
ambivalencia indicativo-evocadora. En el pensamiento científico-técnico, domina el poder indicativo de
las palabras que, además, suelen ser sustituidas por signos matemáticos carentes de poder simbólico.
En el lenguaje poético, prima el valor simbólico de las palabras (6).
De este modo, vemos cómo Morin delinea tanto la unidad de los dos pensamientos (Arkhé-Espíritu)
como su complementariedad y antagonismo. El Arkhé-Espíritu es la fuente indiferenciada de la que
surgen mito y logos. A partir de una fuente común los dos pensamientos pueden divergir hasta devenir
opuestos. Siguiendo a Morin (véase 1986: 188-189, donde sintetiza en un par de cuadros algunos
aspectos de la unidualidad existente entre el pensamiento simbólico-mitológico y el pensamiento
empírico-racional), podemos establecer algunas de las divergencias que presentan los dos
pensamientos. En el pensamiento empírico-racional hay dominancia de la disyunción, se produce una
disyunción entre lo real y lo imaginario, una convencionalización de las palabras, la irrealización de las
imágenes, la reificación de las cosas, el aislamiento y el tratamiento técnico de los objetos, un fuerte
control empírico exterior, un acentuado control lógico sobre lo analógico, se tiende al panobjetivismo y a
la abstracción/generalidad (esencia). Por su parte, en el pensamiento simbólico-mítico, hay dominancia
de la conjunción, se produce una iteración entre lo real y lo imaginario, una reificación de las palabras y
de las imágenes, las cosas adquieren fluidez y procesos metamórficos, se lleva a cabo un tratamiento
mágico de los objetos, se establecen relaciones analógicas entre objetos, un fuerte control interior vivido
y un control igualmente fuerte de lo analógico sobre lo lógico, se tiende hacia el pansubjetivismo y a la
concreción, la singularidad y la individualidad.
Los dos pensamientos se complementan y relacionan tanto en las sociedades arcaicas como en las
contemporáneas. Complementariedad y relación que posibilitan el establecimiento de bucles dialógicos
entre lo concreto y lo abstracto, lo subjetivo y lo objetivo, lo personal y lo impersonal, lo singular y lo
general, lo comunitario (gemeinschaft) y lo social (gesellschaft).
Morin señala también las “carencias” de ambos pensamientos. El mitológico se halla desprovisto de
controles empírico-lógicos que le permitan acceder a la objetividad; el racional, es ciego para con lo
singular y estéril para la creatividad. Ante estas carencias, no es posible “una superación totalizante que
englobara armoniosamente” a los dos pensamientos. Lo que es posible es comprender las carencias de
cada pensamiento y hacerlos dialogar con el fin de que cada uno comprenda y aplique las virtudes del
otro. Así, por un lado, el pensamiento racional debe desarrollarse hacia una “racionalidad compleja”,
hacia una “razón abierta” capaz de autocriticarse y, por tanto, capaz de reconocer lo singular, asumir los
límites de la racionalidad, evitar la racionalización, dialogar con lo irracionalizable, comprender la
necesidad del pensamiento simbólico (compresión, proyección-identificación, empatía) para la
comunicación subjetiva y para la creatividad; por el otro, el pensamiento simbólico-mitológico debe,
igualmente, ser capaz de autocriticarse y de razonarse, para tomar consciencia de su carácter, de sus
carencias y de sus límites.
Por otra parte, en uno de los cuadros anterreferidos, Morin (1986: 188-189) incluye también la
unidualidad entre las acciones propias de cada uno de los dos pensamientos: la magia y la técnica. Pero
no explica esta unidualidad. En El hombre y la muerte encontramos una posible respuesta a esta
cuestión. Podríamos decir que magia y técnica brotan de una “arque-acción originaria” (la expresión es
mía) consistente en procesos antropo-cosmomórficos. Según Morin (1951: 104), tanto en la técnica como
en la magia se produce un doble movimiento de cosmomorfización de lo humano y de
antropomorfización de la naturaleza, a través del cual el hombre se afirma en el mundo. Como hemos
visto, la magia está basada en el establecimiento de analogías antropocosmomóficas entre el hombre
(microcosmos) y el mundo (macrocosmos) y supone una afirmación del hombre puesto que este, a través
de las acciones mágicas, intenta controlar los fenómenos del mundo para utilizarlos a su favor. Por lo que
a la técnica concierne, también en ella se desarrolla un antropocosmomorfismo. Mediante la técnica el
hombre se abre al mundo y lo transforma, le da configuraciones humanas, lo humaniza; humanización
que supone una antropomorfización del mundo. Al controlar el mundo y servirse de él, el hombre
─mediante la técnica─ utiliza en su provecho las potencias y fuerzas telúricas, lo que, según Morin,
supone de algún modo una cosmomorfización de las potencias humanas. Mediante la apropiación de las
potencias cósmicas y la transformación del mundo, el hombre se afirma a sí mismo. La diferencia entre
los dos antropocosmomorfismos ─el de la magia y el de la técnica─ está en que mientras que el primero
es fantástico e irreal, el segundo es efectivo y real, pues la técnica “da realmente forma humana a la
naturaleza y fuerza cósmica al hombre” (Morin 1951: 97).
Morin elucida el fenómeno del cine a partir de una antropología sociohistórica de lo imaginario. Intenta
mostrar cómo los rasgos fundamentales de la visión mágica del mundo (las cualidades propias del doble,
la metamorfosis, la ubicuidad, la fluidez de un espacio-tiempo circular y reversible, los traslados
incesantes entre el hombre-microcosmos y el macrocosmos, el antropomorfismo y el cosmomorfismo)
son también caracteres del universo del cine, fundamentos de la visión fílmica.
Además, Morin se sirve de esta relación entre cine y pensamiento mágico para iluminar e investigar
determinadas propiedades fundamentales del ser humano. El cine nos muestra cómo la personalidad se
constituye mediante un proceso de intercambio con el ámbito de lo imaginario, nos revela la unidad
dialéctica que existe entre subjetividad y objetividad, patentiza la realidad semiimaginaria del hombre,
pone de manifiesto la profunda unidad que existe entre sentimiento, magia y razón (el “Arkhé-Espíritu”).
Las estrellas de cine son consideradas por Morin como semidivinidades y mitos modernos y, así
analizadas, nos ilustran sobre los procesos imaginarios de proyección-identificación a través de los
cuales los seres humanos configuran su personalidad. Morin no equipara cine y magia (de hecho, pone
de relieve sus diferencias, así como las características estéticas propias de la imagen fílmica); lo que
hace es indagar sus posibles analogías con el fin y la esperanza de que semejante comparación nos
ilustre a la vez sobre el fenómeno fílmico y sobre la realidad humana.
“Los chinos de las ciudades, hace solamente veinte años, temían, cuando eran filmados, verse
arrebatada el alma. Los primitivos o los ingenuos consideran a los exhibidores de películas como
‘grandes magos’. En 1898 los campesinos de Nijni-Novgorod incendiaron la barraca de proyección
Lumière al grito de ‘¡Fuego a la brujería!’. En las viejas civilizaciones y en las poblaciones arcaicas
de los cinco continentes, la difusión del cinematógrafo apareció efectivamente como un fenómeno de
magia” (Morin 1956: 45).
¿A qué se debe esta relación?, ¿por qué fue establecida? Como he dicho, para Morin el universo del cine
ha podido aproximarse al de la percepción primitiva porque los rasgos propios de la visión mágica del
mundo coinciden con algunos de los caracteres constitutivos del universo del cine. Expondré, en primer
lugar, cómo se manifiestan en el cine los rasgos propios del pensamiento mítico-mágico. Referiré, luego,
los rasgos fundamentales del ser humano que el cine ilumina y permite investigar.
4.1.1. Cinematógrafo, fotogenia y experiencia mágica del doble
Para Morin la imagen fílmica posee la cualidad mágica del doble ─si bien, como veremos, con la crucial
diferencia de que en el cine esta cualidad se encuentra “interiorizada, naciente, subjetivada”─. El
cinematógrafo nos permite reproducir la realidad con mayor fidelidad que la fotografía, ya que restituye a
los seres y a las cosas su movimiento natural y porque, al proyectarlos sobre la pantalla, en alguna
medida autonomiza a los seres y a las cosas. Pero ocurrió al comienzo del cinematógrafo que la
pretensión de captar objetivamente la vida cotidiana supuso ya su espectacularización. Las personas se
maravillaban al ver en la pantalla las cosas y los sucesos habituales (su casa, su rostro, la salida de una
fábrica, el tren entrando en la estación) que en la vida cotidiana no les maravillaban. Lo que causaba
maravilla y estupefacción no era, pues, la realidad, sino su reflejo; no era lo real, sino su imagen.
A esta cualidad o capacidad del cinematógrafo para producir fascinación mediante la imagen de los seres
y de las cosas se la denominó fotogenia. Morin (1956) define la fotogenia como la cualidad de la imagen
objetiva para producir efectos “surrealistas” y “sobrenaturales”, como la cualidad de la imagen-reflejo
para irradiar lo fantástico. En 1839 la fotografía dio origen a la palabra fotogenia. Si, ciertamente, la
fotogenia propia del cinematógrafo no puede reducirse a la de la fotografía, no obstante, para elucidarla,
Morin cree necesario partir de la imagen fotográfica. La fotografía nos trae a la presencia la persona o la
cosa que están ausentes; en ella parece como si el original se hubiese encarnado en la imagen (cuando
mostramos a otros nuestras fotografías no decimos, por ejemplo, “esta es la imagen de mi mujer”, sino
“esta es mi mujer”); la fotografía trae a la presencia lo que representa, es “presencia perpetuada”. Es esta
capacidad para ser portadora de “presencia real” la que hizo que desde 1861 ─casi desde su
nacimiento─ la fotografía fuese utilizada por el ocultismo. Según Morin, esta función o propiedad de la
fotografía para evocar presencia no es una propiedad de la fotografía como objeto, sino que resulta de lo
que nosotros mismos proyectamos sobre ella. Es obvio que la fotografía no hace realmente presente lo
que reproduce, sino que es el espíritu humano quien proyecta sobre la imagen material esa cualidad
mental de doble que la imagen parece poseer. El que la “cualidad psíquica” se proyecte en la fotografía,
proyectando, así, un doble, se debe a la “mezcla de reflejo y de sombra” que constituye “la naturaleza
propia de la fotografía” (Morin 1956: 41). La fotografía nos muestra “el valor afectivo” que el espíritu
humano vincula a la sombra y al doble. Atendiendo a todo esto, Morin define la fotogenia como la
cualidad de sombra, reflejo y doble (reproducción) que permite a las potencias afectivas proyectarse y
fijarse sobre la imagen fotográfica.
Hasta ahora hemos visto cómo el estudio de la imagen-reflejo cinematográfica nos conducía hacia ese
ámbito de la magia relacionado con el doble. Pero el universo de la magia no está formado solo por los
dobles, sino que también está abierto a todas las metamorfosis, al animismo y al cosmoantropomorfismo.
El doble y la metamorfosis constituyen “los dos polos de la magia” (Morin 1956: 65); y, a su vez, la
supervivencia del doble y la metamorfosis mediante la muerte-renacimiento conforman los dos modos de
concebir la inmortalidad.
Para comprender el fenómeno fílmico, Morin recorre el tránsito del cinematógrafo al cine. La mutación
que da lugar al nacimiento de este puede simbolizarse admirablemente con Georges Méliès ─aunque no
la realizó solo él─ y consiste en el trucaje y lo fantástico. Con Méliès, en vez de desarrollar la fidelidad
realista de la imagen, el cinematógrafo se orientó hacia la fantasmagoría y la irrealidad. A partir de 1897
Méliès inserta el trucaje en el seno del cinematógrafo (técnicas de sobreimpresión, de desdoblamiento de
imágenes, fundidos, encadenados, etc.). Si el cinematógrafo Lumière es esencialmente desdoblamiento,
el cine Méliès es fundamentalmente metamorfosis. La metamorfosis (transmutaciones, transformaciones)
fue el primer truco cronológico, el truco principal de Méliès y “el acto operatorio” que condujo a “la
transformación del cinematógrafo en cine”:
“A finales de 1896 (…) es decir, apenas un año después de la primera representación del
cinematógrafo, Méliès, como cualquier operador de la casa Lumière, filma la plaza de la Ópera. La
película se atasca y vuelve a ponerse en marcha al cabo de un minuto. Mientras tanto, la escena ha
cambiado: el ómnibus Madeleine-Bastille, arrastrado por caballos, ha dejado lugar a un coche
fúnebre. Nuevos peatones atraviesan el campo visual del aparato. Al proyectar la película, Méliès vio
de repente un ómnibus transformado en coche fúnebre y a los hombres cambiados en mujeres: se
había encontrado el truco de las metamorfosis” (Morin 1956: 65-66).
Los trucos o técnicas que generan la transformación del cinematógrafo en cine se reúnen y conjugan en
el montaje. Con este se ejecuta el paso definitivo del cinematógrafo al cine. Las técnicas propias del
montaje dotan al espacio y al tiempo de ubicuidad, operando, así, una metamorfosis del tiempo y del
espacio; metamorfosis que suscita, a su vez, una transformación de los objetos, que pueden aparecer y
desaparecer, dilatarse y contraerse, pasar de lo microscópico a lo macroscópico. Las transformaciones
del espacio, del tiempo y de los objetos que producen las diversas técnicas del montaje vienen a coincidir
con las metamorfosis propias de la visión mágica del universo. Para la visión mágica, el universo es un
“universo fluido”, en movimiento, en el que las cosas y los seres pueden trocar su identidad, por lo que
están sometidas a continuas metamorfosis regidas por el mecanismo de la muerte-renacimiento.
Mientras que el tiempo del cinematógrafo “era exactamente el tiempo cronológico real” (Morin 1956: 69),
el cine reconstruye un tiempo nuevo, un tiempo compresible, dilatable y reversible. Mediante el acelerado
y el ralentí el tiempo se comprime y expande. Las películas dilatan o detienen los momentos intensos;
por el contrario, los momentos insustanciales, carentes de interés, se condensan. Determinados efectos
especiales de aceleración indican el paso del tiempo (hojas del calendario que vuelan, agujas de reloj
que giran aceleradamente). El fundido volatiza gran cantidad de tiempo sobreentendiéndolo. Mediante el
montaje (flash back y cut back) se consigue la recuperación, actualización y reversión del pasado. A
juicio de Morin, este tiempo nuevo construido por el cine es tiempo mágico. Mediante técnicas como la
paronámica y el travelling el cine pone la cámara en movimiento y la dota de ubicuidad operando así una
metamorfosis del espacio. La “ubicuidad temporal (circulación en un tiempo reversible)” y la “ubicuidad
espacial” hacen del filme “un sistema de ubicuidad integral que permite transportar al espectador a
cualquier punto del tiempo y del espacio” (Morin 1956: 75).
Por otra parte, si las metamorfosis mágicas implican un “universo fluido”, en el nuevo universo creado por
el cine el tiempo adquiere el carácter circulante del espacio y este los poderes transformadores del
tiempo, creándose un tiempo-espacio y un espacio-tiempo que hacen del universo del cine igualmente un
“universo fluido” (Morin 1956: 77). Pero Morin pone de manifiesto también las diferencias que existen
entre el cine y la visión mágica (profundizaré en esto a continuación). Los trucos cinematográficos son de
la misma familia que la brujería o el ocultismo, sin embargo al brujo se le cree mientras que se sabe que
el prestidigitador es un truquista. En los espectáculos de prestidigitación, al igual que en los trucos de
Méliès, lo fantástico ha dejado de ser tomado literalmente como real. No obstante, Morin opina que,
aunque estetizada y desvalorizada, la visión mágica del mundo se perpetúa en estos.
Algunos analistas han mostrado cómo en el cine los objetos inanimados adquieren un “alma”, poseen
“vida”; cómo el cine reanima una sensibilidad animista o vitalista; cómo el sentimiento del espectador
tiende hacia el animismo: “El animismo universal es un hecho filmológico que no tiene equivalente en el
teatro” (Étienne Souriau); “El cine es el más grande apóstol del animismo” (Blinsky); para Epstein, el cine
lleva al espectador “al viejo orden animista y místico” (cits. por Morin en 1956: 82-83). Hay que entender
este animismo en un sentido evidentemente metafórico, ya que concierne al estado del alma del especta-
dor; la vida de los objetos no es real, sino subjetiva. Con el dibujo animado el animismo se desarrolla
hasta el extremo de convertirse en antropomorfismo (los animales, las plantas y los objetos poseen
rasgos humanos). Pero este antropomorfismo se hallaba latente en el cine: “El film revela la fisonomía
antropomorfa de cada objeto” (Balázs; cit. por Morin 1956: 83). En el cine los estados anímicos (anthro-
pos) se convierten en paisajes (cosmos) y viceversa. La proyección “se prolonga” en antropomorfismo de
las cosas (los objetos “expresan” sentimientos y cobran vida) y en cosmomorfismo de los rostros (los
rostros adquieren presencia cósmica, se convierten en paisajes) :
“Constantemente el rostro de la tierra se expresa en el del labrador y el alma del campesino aparece
en la visión de los trigos agitados por el viento. Del mismo modo, el océano se expresa en el rostro
del marino y este en el del océano. Porque, en la pantalla, el rostro se convierte en paisaje y el
paisaje en rostro, es decir, en alma. Los paisajes son estados de alma y los estados de alma paisa-
jes” (Morin 1956: 85).
4.1.3. Diferencias entre la visión mágica, la experiencia estética fílmica y la percepción práctica
Como ya he señalado, Morin no equipara el cine a la magia, sino que se limita a poner de relieve las
analogías o correspondencias que existen entre el cine y la magia. Del mismo modo, cuando compara el
cine con el sueño no pretende igualarlos, sino explorar sus analogías relevantes. No es la magia primitiva
la que resucita en el cine, sino “una magia reducida, atrofiada, sumergida en el sincretismo afectivo-
racional superior que es la estética” (Morin 1956: 244). Para Morin, la estética procede por evolución de
la magia y de la religión. Pensar que es la magia primitiva la que reaparece en el cine supondría
prescindir de la evolución histórica y de las especificidades propias del cine, lo que sería contradictorio
con el método antropológico que nuestro autor intenta desarrollar, el cual pretende hacerse cargo de la
historicidad y de las especificidades de los fenómenos estudiados.
Para el primitivo, la magia está “cosificada”; en el cine está transmutada en sentimiento. La percepción
de los primitivos es “real”, la percepción del filme se efectúa en el seno de una consciencia que sabe que
la imagen no es la vida práctica. El espectador vive el filme afectivamente, no como algo real. Como
hemos visto, en el origen de la percepción cinematográfica hay un mecanismo de proyección-
identificación mediante el cual se le otorga realidad a las imágenes cinematográficas (los espectadores
del cinematógrafo Lumiére creyeron que un tren se les venía encima, se asustaron y huyeron). Pero este
realismo de la imagen no anula la consciencia de la irrealidad de esta. A diferencia de los primitivos, que
se hubiesen adherido totalmente a la realidad de la visión, el mundo evolucionado únicamente “sintió” la
“impresión” de realidad.
La visión mágica y la percepción práctica están mucho menos diferenciadas en los primitivos que en los
“civilizados”. Ello en modo alguno significa para Morin que la percepción práctica esté subdesarrollada en
los primitivos ─en algunos casos puede, incluso, estar más agudizada que la nuestra─. Lo que ocurre es
que en ellos la visión mágica posee la misma fuerza que la percepción práctica. Para Morin, la estética
─y, por consiguiente, también el cine─ proviene de un largo y progresivo proceso de interiorización de la
magia primitiva. La evolución histórica ha ido disociando los dos órdenes, el de la estética y el arte, y el
de la magia y la religión, hasta constituirlos en dominios separados. La obra cinematográfica está abierta
al mito, al sueño, a la magia. “Pero esta obra es estética, es decir, destinada a un espectador que sigue
siendo consciente de la ausencia de realidad práctica de lo que es representado: la cristalización mágica
se vuelve a convertir, pues, para este espectador, en subjetividad y sentimientos, es decir, en
participaciones afectivas” (Morin 1956: 115).
Sin embargo, la diferencia entre la visión mágica y la percepción práctica “no es ni ha sido nunca
absoluta, completa, radical” (Morin 1956: 180). Los marcos de la percepción práctica no están ausentes
de la visión imaginaria, lo real sigue presente en ella. Inversamente, “la percepción práctica implica aún,
atrofiados, los procesos imaginarios y está parcialmente determinada por ellos” (Morin 1956: 180).
Es mediante el movimiento como el cine “se ha hecho más real y más irreal que el cinematógrafo” (Morin
1956: 152-153). Mediante el movimiento el cine consigue una enorme sensación de realidad objetiva y de
vida, logra una completa ilusión de realidad, “puede insuflar alma a todo lo que él anima” (Morin 1956:
151). Es porque restituye realidad por lo que el cine, mediante el movimiento, confiere realidad a la
irrealidad. Pero el movimiento tiene una doble cara: no es solamente potencia de realismo, sino también
potencia afectiva o cinestesia. La sensación de realidad objetiva aviva las participaciones subjetivas que,
a su vez, acrecientan la sensación de objetividad y de realidad. El cine es el producto de una dialéctica
entre la verdad objetiva de la imagen y la participación subjetiva del espectador. En la visión fílmica,
subjetividad y objetividad no se oponen, pues la objetividad “necesita de nuestra participación personal
para tomar cuerpo y esencia” (Morin 1956: 173). Los procesos fundamentales del cine corresponden “al
mismo tiempo a fenómenos de percepción práctica y a fenómenos de participación afectiva” (Morin 1956:
149).
Una vez analizadas las relaciones entre cine y magia, paso a ocuparme de las enseñanzas de carácter
antropológico que Morin extrae a partir de la comparación entre el cine y la magia. Como ya he apuntado,
Morin no solo habla sobre el cine, no solo utiliza la antropología para ampliar nuestra comprensión del
fenómeno fílmico, sino que además se sirve de este para comprender mejor al ser humano. Para Morin,
el cine no solo es materia de estudio, sino que se convierte a su vez en un medio para escrutar al
hombre, en un fenómeno a través de cuyo estudio obtener conocimientos antropológicos. De este modo,
al final del análisis antropológico sobre el cine no solo habremos aprendido algo sobre el cine, sino que,
además, este nos habrá enseñado algo sobre nosotros mismos.
“si el cine es a imagen de nuestro psiquismo, nuestro psiquismo es a imagen del cine. Los inventores
del cine empírica e inconscientemente han proyectado al aire libre las estructuras de lo imaginario, la
prodigiosa movilidad de la asimilación psicológica, los procesos de la inteligencias. Todo lo que se
puede decir del cine vale para el espíritu humano” (Morin 1956: 235).
La doble y sincrética (objetiva y subjetiva) naturaleza del cine nos desvela el funcionamiento del espíritu
humano en el mundo, el proceso de penetración del hombre en el mundo y el modo como el hombre
asimila el mundo: “El cine refleja el comercio mental del hombre con el mundo” (Morin 1956: 238). El
estudio del cine nos revela que la penetración del espíritu humano en el mundo es inseparable de las
participaciones imaginarias, así como la unidad primera y profunda del conocimiento y del mito, de la
inteligencia y del sentimiento. En El cine o el hombre imaginario Morin habla de una “visión psicológica”
constituida por procesos de proyección e identificación, que sería el “tronco común” de donde brotan
tanto los fenómenos perceptivos (prácticos) normales como los procesos perceptivos afectivos (mágicos)
y los procesos patológicos (alucinaciones), tanto las objetivaciones como las subjetivaciones, tanto lo real
como lo imaginario, tanto los procesos prácticos como los procesos imaginarios. Este origen común
permite comprender los intercambios y la coexistencia (como pasa en los pueblos primitivos) que existen
entre la visión práctica y la visión mágica. Además, el cine viene a atestiguar la vinculación, integrante y
vital, que existe entre lo imaginario y la práctica, entre el hombre imaginario y el homo faber:
“Así, en la vanguardia de la práctica, la invención técnicano hace más que coronar su sueño
obsesionante. Todos los grandes inventos están precedidos de aspiraciones míticas y su novedad
parece hasta tal punto irreal que se ve en ella superchería, brujería o locura (…). Todo sueño es una
realización irreal que aspira a la realización práctica. Por eso las utopías sociales prefiguran las
sociedades futuras, las alquimias prefiguran las químicas, las alas de Ícaro prefiguran las del avión.
Creemos haber remitido el sueño a la noche y reservado el trabajo al día, pero no se puede
separar la técnica, piloto efectivo de la evolución, de lo imaginario que la precede en la realización
onírica de las necesidades.
Así, la transformación fantástica y la transformación material de la naturaleza y del hombre se
entrecruzan y se turnan. El sueño y el utensilio se encuentran y se fecundan. Nuestros sueños
preparan nuestras técnicas: máquina entre las máquinas, el avión ha nacido de un sueño. Nuestras
técnicas, mantienen nuestros sueños: máquina entre las máquinas, el cine ha sido atrapado por lo
imaginario.
El cine atestigua la oposición de lo imaginario y de la práctica, al igual que su unidad” (Morin
1956: 242-243).
Por otro lado, al abarcar en unidad dialéctica la magia, el sentimiento y la razón, el cine nos muestra la
unidad profunda que existe entre estas. En el cine la sucesión de los planos configura una narrativa.
Como “sistema narrativo” el filme puede convertirse en discurso, desplegar un sistema de abstracción o
ideación y segregar un lenguaje, es decir, un logos, una lógica, una razón. Las diversas técnicas del cine
(travelling, sucesión de planos, movilidad de la cámara, etc.) “ponen en acción y solicitan procesos de
abstracción y de racionalización que van a contribuir a la constitución de un sistema intelectual” (Morin
1956: 203). Los filmes que consiguen aunar las tres perspectivas (magia, sentimiento e idea) suelen ser
escasos. La mayoría de las veces la unidad dialéctica de las tres perspectivas no se consigue y cada una
tiene determinado su género (filme fantástico, novelesco y pedagógico, respectivamente) (véase Morin
1956: 215-216). Eisenstein teorizó y puso en práctica esta posibilidad unificadora del cine. Para él, las
imágenes fílmicas son portadoras de “atracciones” (a las que Morin equipara con procesos mágicos) y
provocan sentimientos capaces, a su vez, de suscitar ideas, pensamientos y conocimientos. El lenguaje
fílmico restituye, así, a la inteligencia sus fuentes afectivas y muestra cómo el sentimiento no es pura
irracionalidad, sino que también posee una componente cognitiva (Morin 1956: 213-214).
Para Morin, magia y técnica, subjetividad y objetividad, razón y sentimiento, nacen de “los mismos
movimientos”, que, según se orienten hacia la práctica o hacia la afectividad, producirán razón, técnica y
objetividad, o bien poesía, magia y subjetividad. No hay magia pura, ni sentimiento puro, ni razón pura;
estas no son esencias. Los sentimientos son también medios de conocimiento y, como observó Mauss,
nuestros conceptos racionales siguen muchas veces embebidos de magia.
Morin relaciona con las cualidades simbólicas de la imagen fílmica la capacidad de esta para aglutinar en
sí tanto lo mágico-afectivo (la imaginación, el sentimiento) como lo racional (el discurso, la inteligencia).
La imagen fílmica es símbolo. Los diversos planos del cine (primer plano, picado, contrapicado, etc.)
poseen una “carga simbólica”, y el símbolo reúne en sí la magia, el sentimiento (los afectos) y la abstrac-
ción.
5. Lo imaginario y el mito en la cultura de masas. Las estrellas de cine como mitos modernos
Las estrellas de cine son consideradas por Morin (1957) como análogas a semidivinidades y como mitos
modernos y, así conceptuadas, nos ilustran sobre los procesos imaginarios de proyección-identificación a
través de los cuales los seres humanos conformamos nuestra personalidad. Según Morin (1957: 9), “las
estrellas constituyen una materia ejemplar para ilustrar un problema que no ha cesado de replantearse
en las investigaciones de sociología contemporánea: el de la mitología, léase incluso la magia, en
nuestras sociedades llamadas racionales”.
Morin (1957: 10) trata “de una forma multidimensional” el fenómeno de las estrellas cinematográficas; es
decir, relaciona las dimensiones fílmicas, psicológicas (procesos psicoafectivos de proyección-
identificación), económicas (capitalismo), socio-históricas (evolución de la sociedad burguesa) y
antropológicas (aspiraciones antropológicas profundas) que concurren en la formación de dicho
fenómeno. Estudia el fenómeno de las estrellas de cine no solo desde el ángulo de la sociología
contemporánea, sino también desde el ángulo antropológico, pues para él este fenómeno está
ciertamente ligado a la economía capitalista y a la civilización burguesa, pero, además y al mismo
tiempo, “responde a aspiraciones antropológicas profundas que se expresan en el plano del mito y la
religión. La estrella-diosa y la estrella-mercancía, que son dos fases de una misma realidad, nos remiten,
una a la antropología fundamental y la otra a la sociología del siglo XX” (Morin 1957: 11).
Establece diversas analogías entre las estrellas de cine y los fenómenos mítico-mágico-religiosos.
Considera a las estrellas de cine como “semidioses”, “semidivinidades”, como mitos modernos, y al star
system (que estudia desde su nacimiento hasta su decadencia) como una “nueva religión”. Como los
héroes mitológicos, las estrellas son semidioses (se encuentran a medio camino entre lo humano y lo
divino) y “suscitan un culto, e incluso una especie de religión” (Morin 1957: 9-10). Pero semejante
analogía no debe entenderse como una burda equiparación en la que nuestro autor no discerniese
diferencias ni especificidades entre los fenómenos analogados. Morin sitúa el fenómeno de las estrellas
en una zona mixta y confusa entre la creencia y la diversión; para él, es un fenómeno a la vez estético,
mágico y religioso, sin llegar a ser nunca completamente lo uno o lo otro. Las estrellas de cine
pertenecen, a la par, a lo profano y a lo laico, a lo estético y a lo mágico, a lo divino y a lo sagrado.
Morin relaciona las estrellas de cine con el doble primitivo. Si los dioses surgieron de los dobles
(espectros o fantasmas), las estrellas cinematográficas surgen análogamente de la duplicación de la
realidad que supone la imagen fílmica. La analogía con los dioses la lleva hasta el extremo de sugerir
que el star system ha pasado históricamente por las mismas dos fases por las que pasó la adoración de
los dioses (véase Morin 1957: 79-80): por un lado, la estrella “divina” inaccesible, distante, adorada pero
inimitable; por otro, la estrella más humana, con la que se puede conectar y a la que se imita. Las
estrellas no solo son objetos de admiración, sino también “objetos de culto” alrededor de los cuales “se
constituye una religión embrionaria” (Morin 1957: 59). En todo culto, el fiel desea que su dios le escuche
y le responda. La estrella debe responder al correo que sus seguidores le remiten, para enviarles
consuelo o consejo e, incluso, ayuda y protección. De esta forma, la estrella de cine “se hace similar a los
santos tutelares, a los ángeles custodios” (Morin 1957: 68), se convierte en una especie de “santo patrón
a quien el fiel se consagra” (Morin 1957: 71). Como cualquier otro culto, el de las estrellas está cargado
de fetichismo. Las fotografías y los autógrafos son los fetiches clave de la devoción a la estrella, si bien
todo objeto que haya estado en “contacto” (magia simpática) con ella puede fetichizarse. El admirador de
la estrella es como el fiel religioso. Ambos pueden convertirse en fanáticos, en fans. Morin (1957:
117-125) muestra cómo es posible establecer múltiples paralelismos entre la vida y la personalidad de
James Deam y la vida y la personalidad de los héroes de las mitologías; asimismo, considera y analiza a
Charlot como “una variante del héroe purificador, del mártir redentor” (véase Morin 1957: 149-151).
Por otra parte, como ya hemos visto, Morin insiste en cómo el espectáculo del cine implica un proceso de
identificación psíquica entre el espectador y lo representado. El espectador vive psíquicamente la vida de
los héroes de las películas, es decir, se identifica con ellos. La estrella es el fruto de un complejo de
participación (proyección-identificación) del espectador. Toda participación afectiva es un complejo de
proyecciones e identificaciones. Transferimos sentimientos e ideas sobre los otros. Estos fenómenos de
proyección-identificación están estrechamente asociados a procesos que nos identifican más o menos a
otro y son excitados por cualquier espectáculo. Vivimos el espectáculo integrándonos mentalmente en
los personajes y en la acción (proyección) e integrándolos mentalmente en nosotros (identificación). Los
admiradores mantienen con su idolatrada estrella “identificaciones imaginarias” que, a su vez, son
“fermentos de identificaciones prácticas” o “mimetismos” (imitación de ademanes, vestidos, costumbres).
Por esta razón la estrella es publicitaria, es un buen cebo para la venta de productos, pues el comprador
cree que consumiento los artículos anunciados por la estrella se impregnará de sus virtudes. El
admirador intenta incorporar a sí la estrella imitando sus formas, gestos, peinados, haciendo lo que ella
hace y consumiendo lo que ella consume. De este modo, el fan activa mecanismos similares a los de la
magia simpática. La relación del espectador con la estrella nos muestra con claridad cómo la
personalidad de los individuos se conforma y afirma mediante el proceso de imitación de patrones o
modelos ideales (dioses, héroes, estrellas) con los que el ser humano se identifica y a los que remeda:
6. Antropología de la psicoafectividad
Según Morin (véase, por ejemplo, Morin 2001: 327-329), el fundamento antropológico del marxismo se
haya en su concepción del hombre genérico. Esta concepción “no es simple”, sino multidimensional,
pues “posee múltiples dimensiones antropológicas” (técnica, económica, afectiva, estética, etc), pero
prioriza en exceso la dimensión productiva de lo humano en detrimento de todas las demás, las cuales
“no son concebidas como estructuras nucleares del ser humano” (Morin 1965: 18). En su concepción
antropológica del hombre genérico, Marx puso de manifiesto acertadamente la importancia de la
dimensión económico-productiva del ser humano, su dimensión de homo faber y de homo oeconomicus,
pero hizo de esta el núcleo central de lo humano relegando su dimensión psicoafectiva, “el núcleo de la
psique”.
“La concepción marxista del hombre era unidimensional y pobre. Ni lo imaginario ni el mito formaban
parte de la profunda realidad humana: el ser humano era un homo faber, sin interioridad, sin
complejidades, un productor prometeico consagrado a derribar a los dioses y dominar el universo”
(Morin 1993: 4).
Morin (1965: 18-19) vincula esta falta del hombre imaginario en la antropología de Marx a la limitada, y
“burguesa”, concepción de la realidad que, según él, Marx asumía. Aunque captó la relación dialéctica (a
la vez de continuidad y ruptura) que existe entre el hombre y la naturaleza, no obstante, Marx priorizó en
exceso la relación tecnoeconómica con el mundo y presentó al hombre como dueño y señor de la
naturaleza, descuidando la relación poética del hombre con el cosmos.
Por otro lado, el hombre genérico de Marx es dialéctico, dual, “lleva la contradicción en sí”, pero la
contradicción “parece más lógica que real” (Morin 1965: 18), la dualidad se presenta como eliminable, no
es admitida como “estructura de la persona” (Morin 1965: 18), como fundamental e irreductible, de modo
que se presenta al inconsciente como reabsorbible por la consciencia y a la alienación (el “yo soy un
otro”) como plenamente desalienable.
Según Morin (1965: 19-20), en Marx se da “una contradicción dramática” en lo que al progreso de la
historia se refiere. Por una parte, Marx señaló cómo el progreso histórico se ha efectuado,
paradójicamente, por el “lado malo”, es decir, a través de la explotación y la alienación. Pero, por otra
parte, la solución socialista supone que basta con superar la sociedad capitalista para que se libere una
“bondad” del hombre que permitiría en adelante a la historia progresar por el lado bueno. Es decir, que
mientras que, por una parte, la dialéctica de la historia muestra implícitamente la indisociabilidad que
existe en la historia entre su lado malo y su lado bueno, por otra parte, el final de la prehistoria humana
presupone su disociabilidad. Para sortear esta contradicción, Marx atribuyó la explotación a la escasez y
supuso que explotación y escasez serían suprimibles mediante el desarrollo de las fuerzas productivas y
la revolución proletaria comandada por el partido comunista. Morin cuestiona estos dos supuestos.
Para Marx la explotación ha dominado la historia humana y ha sido su constante porque esta historia ha
estado, a su vez, asediada por la penuria y el subdesarrollo económico; la escasez ha sido la causa de la
explotación y de la alienación. Pero, según Morin (1965: 20) esta tesis marxista:
Además, Marx depositó una fe mesiánica en el proletariado y el Partido encarnación del proletariado.
Ahora bien, “la historia no ha cumplido correctamente el esquema revolucionario fijado por Marx” (Morin
1965: 22). El proletariado se ha aburguesado, ha sido dominado y disciplinado; los partidos comunistas,
que en teoría deberían haber contribuido a extirpar la explotación, la domininación y la mentira, han
contribuido a acrecentarlas. Ninguno de los dos ha cumplido su “misión histórica”.
Por tanto, la respuesta de Marx a la contradicción anteriormente planteada es, en opinión de Morin,
fallida. Dicha contradicción y el problema de las aptitudes del hombre para la bondad permanecen. Este
problema remite, a su vez, a la dimensión psicoafectiva del ser humano, cuestión que ─como hemos
visto─ no fue planteada por la antropología de Marx.
¿A qué se deben estas insuficiencias de la teoría antropológica de Marx? Según Morin (1965: 17 y 19), al
repudiar, tal y como expuso en su segunda tesis sobre Feuerbach, la comprensión del mundo en
beneficio de su transformación, de la praxis, Marx habría abandonado demasiado pronto sus reflexiones
antropológicas y así se quedó con “una noción atrofiada de hombre” en la que privilegia al hombre
productor, al homo faber. Esta “insuficiencia”, “omisión” o “laguna” en la teoría antropológica del
marxismo tuvo dos consecuencias teórico-políticas importantes.
La primera (Morin 1965: 23) fue que dicha omisión originó y posibilitó la formulación de las esperanzas
mesiánicas marxistas. Son las lagunas de la teoría antropológica del marxismo las que, precisamente, le
hicieron caer en la promesa de una salvación y de un paraíso terrenal ─logrados por el proletariado, el
Partido y la revolución─, aspiraciones que el devenir de la historia ha mostrado como excesivas e
irreales. Es, precisamente, ese hombre mítico, religioso, mágico, mesiánico ignorado por Marx el que en
realidad subyace tras las tesis y aspiraciones marxistas pretendidamente científicas y racionales. La
segunda consecuencia (Morin 1965: 17) fue que, al priorizar al homo faber, Marx situó la clave de la
liberación del hombre en la apropiación colectiva de los medios de producción, en la superación de la
infraestructura de la sociedad capitalista.
Según Morin (1965: 25), mientras que Marx solo ve en la alienación y en la estructura sana-neurótica del
individuo un estado histórico superable a través de la revolución comunista, para Freud estas constituyen
también, y de modo radical, un “estado antropológico”. El hombre comercia con lo imaginario; su
substancia psicoafectiva vive siempre de la substancia ajena; es un ser hybrico de reacciones afectivas y
sentimentales desaforadas.
El problema de las relaciones humanas es, para Morin, un problema antropológico general que nos
remite a la estructura conflictual, neurótico-sana del hombre. Para él, la alienación no tiene su raíz en la
falta de desarrollo de las fuerzas productivas, sino que renace potencialmente, perpetuamente. La
explotación del hombre por el hombre no corresponde solamente a determinadas condiciones históricas,
sino que (como señalaba ya el perspicaz análisis hegeliano de la relación amo-esclavo) incumbe también
a las estructuras neuróticas de la existencia, a las relaciones neuróticas entre los hombres. Marx creyó
que el ser humano podía cortar gordianamente las relaciones de explotación del hombre por el hombre
en el nudo de la propiedad de los medios de producción (nivel que, por otra parte, Morin reconoce como
uno de los nudos del problema multidimensional del ser humano), olvidando que las relaciones humanas
deben ser tratadas en su doble infraestructura. Al ignorar la bipolaridad del problema humano y sus
raíces antropológicas, la solución “marxiana” entrañaba el peligro de generar desarrollos político-sociales
que aumentaran la explotación.
Si a la antropología marxista le faltaba la psique, a la antropología freudiana le falta el homo faber, pues,
según Morin, Freud descuidó la ciencia, la técnica, el hombre productor. Para fundar una política que no
esté mutilada es necesario conjuntar estos dos núcleos esenciales del ser humano:
“Unir Freud a Marx es conjuntar al núcleo del homo faber el núcleo de la psique. (…) Los dos
núcleos constituyen como una bipolaridad en torno a la cual se ordena el fenómeno humano. Fundan
dos infraestructuras, una produciendo el útil, la otra segregando el sueño. Estas dos infraestructuras
dependen mutuamente la una de la otra, se encuentran frecuentemente en extraña comunicación,
pero no podríamos reducirlas la una a la otra” (Morin 1965: 23).
La antropología psicoafectiva se ocupa, como su nombre indica, de la dimensión psicoafectiva del ser
humano, a la que Morin (por ejemplo, 1969: 138 y 2001: 104) se refiere también, de modo significativo,
como “las cavernas interiores” y “el paleolítico interior” del hombre. Tres son las ideas principales que
Morin ha desarrollado al respecto:
1) Los seres humanos estamos habitados y poseídos por “instintos inacabados”, por “formas
elementales, a la vez físicas, vivientes y psíquicas”, por “estructuras mentales persistentes”, por
determinados elohim que estructuran nuestra personalidad según “extrañas leyes psico-imaginarias”
(Morin 1969: 182).
2) Dis sistemas clave vertebran la dimensión psicoafectiva del ser humano: el sistema del desdoblamien-
to y de la multipersonalidad, y el sistema mimético-metamórfico (9).
Me ocupo a continuación de cada una de esas ideas que Morin vincula con su antropología de la
psicoafectividad.
Elohim es el creador genésico, singular y plural a la vez, que aparece al principio del Libro del Génesis.
Morin utiliza esta expresión para referirse a la fuente primordial, una y plural, de la que manan los
afectos, de donde brota la unidad y la pluralidad del yo. Designa dos “elohim primordiales” que, a falta de
mejores términos, opta por llamar Eros o Empatía y Tanatos o Agresividad; un demonio del amor y del
bien, y un demonio del odio y del mal. En las relaciones humanas existe la maldad, “la voluntad de hacer
el mal”, que es, en primer lugar, un deseo de eliminar al otro, de matarlo y, en segundo lugar, deseo de
hacer sufrir (y de aquí la tortura, que no es reducible a su función utilitaria –obtener información, por
ejemplo–, porque incluye también el gusto de lacerar por parte del verdugo). El yo ha de batallar contra
estas tendencias perniciosas para dominarlas y evitar que lo subyugen. Junto a estos elohim primordiales
señala Morin (1969: 238-242) otros elohim, tanto positivos como “mezquinos”. Los demonios mezquinos
son la suficiencia, la arrogancia, la incomprensión, la indiferencia, la crueldad. Además, habla de un
elohim de la reciprocidad (dar lo que se recibe), ejemplificado en el talión (“ojo por ojo”) y en el potlatch
(“don por don”), y del elohim del sacrificio (toda realización y toda culpa exigen pagar un precio por
lograrla o para expiarla, respectivamente) y del demonio de la culpabilidad. Los demonios interiores se
exteriorizan manifestándose en la historia y en las instituciones sociales: “Las instituciones
fundamentales ─etnográficas─ de la humanidad, es decir, el derecho arcaico ─talión, potlatch─, la magia
como la religión ─con sacrificios, cultos, ritos propiciatorios, purificadores y disculpatorios─, las
instituciones modernas ─Estado, Nación, Patria, Partido─ y, enfin, esa institución que es la persona (…)
son los puntos de fijación de los demonios, sus habitáculos, sus instituciones” (Morin 1969: 190).
Con respecto al tema de la dualidad y la multipersonalidad internas y potenciales existentes en cada ser
humano, Morin (1969: 151-158 y 1973: 239-240, nota 3) recuerda cómo estas fueron ya reconocidas por
los pensadores clásicos y expresadas a través de la oposición pasiones/razón. Posteriormente, la
psicología moderna redescubrió e investigó la dualidad antagonista del yo (el ello y el superyó
freudianos, el doble de Rank, la pareja anima/animus de Jung). La literatura ha explorado también
reiteradamente la multiplicidad humana. La experiencia del doble en la visión mítico-religiosa del mundo y
en la formación de la personalidad durante la infancia (el “estadio del espejo” lacaniano) muestran
también la alteridad/dualidad humanas. Para Morin, el fenómeno de la multipersonalidad, la alteridad y el
desdoblamiento de la personalidad no es solo algo “patológico”, sino un fenómeno antropológico “normal”
y constitutivo. Los desdoblamientos patológicos de personalidad (en los que el enfermo mental puede
adquirir alternativamente distintas personalidades, cada una incluso con una voz y una caligrafía propias)
no son más que desmesuras de cualidades humanas consubstanciales.
El yo ─como el átomo─ es aparentemente una unidad simple, primera e irreductible, pero, en realidad, es
un sistema heterogéneo y proteico, contiene múltiples personalidades más o menos desarrolladas,
algunas de ellas solo potenciales y pasajeras, que emergen en función de las circunstancias. Morin
(véase, por ejemplo, 2001: 103) distingue dos clases principales de multipersonalidades: las
personalidades íntimas, secretas, subterráneas, profundas; y las socializadas, los roles sociales.
Por lo general, suele haber una personalidad dominante que intenta ejercer su soberanía sobre las
personalidades secundarias e impedir que las personalidades virtuales se expresen. Nuestros ciclos y
alternancias de depresiones y efusiones pueden ser percibidos como cambios de humor o de estado de
ánimo de nuestra persona, pero también como la eclosión, sucesión y manifestación de personalidades
disímiles.
Continuamente asumimos roles sociales, lo que supone adoptar un personaje según las circunstancias,
enmascararnos y representar un papel (Morin 2001: 101-103). Y las máscaras no solo ocultan, no solo
falsean el ─supuesto─ “rostro verdadero”, sino que también son medios de expresión. La vida como
teatro va más allá de la vida como farsa. Teatralizar, desempeñar un papel, representar un personaje no
puede reducirse a farsa y engaño. La escenificación de los sentimientos no resta verdad ni realidad a
estos, sino que es precisamente a través de su puesta en escena como se ejercitan y van siendo
interiorizados en el yo. De este modo, el sistema de multipersonalidades del yo es un juego histérico, un
juego en el que lo verdadero y lo ficticio, lo real y lo imaginario, lo sincero y lo hipócrita están
entremezclados. Al hablar en este contexto de “histeria” Morin se refiere a la dualidad o duplicidad
fundamental que, según él, existe en el seno del yo entre dos fenómenos antagónicos: la simulación
imaginaria y la sinceridad realista. La relación del sujeto consigo mismo, con los otros y con el mundo es
semiimaginaria (sobre el homo hystericus, puede verse Gómez 2003: 49-52).
Las multipersonalidades son, unas con respecto a otras, tanto complementarias como antagonistas.
Frecuentemente se producen desajustes y conflictos entre las diversas personalidades profundas, entre
estas y los distintos roles sociales y entre estos entre sí. Conflictos que, a su vez, suscitan la creación de
personalidades imaginarias. Las multipersonalidades que son potenciales u ocasionales en un individuo
concreto, se hallan real y efectivamente desplegadas en el conjunto de las individualidades humanas.
Para comprender la globalidad antropológica que Morin atribuye a la neurosis (a la que ya hemos hecho
referencia) debemos tener en cuenta que la hipercomplejidad cerebral suscita incertidumbres,
desórdenes, angustias, conflictos, crisis. También la sociedad y la cultura (prohibiciones y represiones) y
la consciencia de la muerte son fuentes de ansiedad. A estas fuentes de crisis, el hombre responde con
la neurosis, respuesta de carácter mítico, mágico, ritual y religioso mediante la cual calma todos las
anteriores emanaciones desencadenantes, se sobrepone a ellas, obtiene seguridad y protección, y se
readapta a la realidad exterior, a su sociedad y a su mundo interior (su cerebro-espíritu plagado de seres
noológicos: ideas, símbolos, dioses, fantasmas, etc.). Magia, mito, rito y religión, que constituyen
“elementos primordiales de la arquecultura del sapiens” (Morin 1973: 169), son para Morin (quien sigue
aquí la fórmula freudiana que caracteriza a la religión como “neurosis obsesiva de la humanidad”)
“respuestas neuróticas básicas” (Morin 1973: 169) que se dan ante el elenco de incertidumbres, crisis,
desórdenes, etc. suscitado por la hipercomplejidad cerebral. Al englobar e institucionalizar la mitología, la
magia, el rito y la religión, la cultura “toma a su cargo el compromiso antropológico de la neurosis” y
ofrece a los individuos “patterns adaptativos” de seguridad y adaptación. Sin esta solución neurótica, “la
humanidad no hubiera logrado sobrevivir” (Morin 1973: 169) pues, como escribió T. S. Eliot, “Human kind
cannot bear very much reality”: “El género humano no puede soportar demasiada realidad”.
El ser humano (“estructuralmente homo duplex”) reifica sus sentimientos, ontologiza su afectividad,
proyecta su interior psicoafectivo hacia el exterior objetivando sus proyecciones. De este modo, la
realidad es siempre, para el ser humano, un híbrido surtido, por un lado, de una “armadura” forjada con
innumerables relaciones y constancias objetivas, y, por otro, de una “substancialidad” aportada por “la
naturaleza histérica de la afectividad” (Morin 1969: 145).
Morin (1969: 344) no entiende la realidad como “un fundamento ontológico” independiente del sujeto que
la concibe, sino como “un dato relacional”, como una “relación entre el hombre y el mundo”, relación que
constituye la “relatividad de la realidad”. La realidad es, en parte, resultado de las actitudes existenciales
e intelectuales del sujeto. Este no solo la organiza a través de principios o procesos de racionalidad o
racionalización, los cuales se despliegan en todos los niveles de la experiencia sensible aportando los
marcos de referencia y las estructuras de integración que dotan de identidad al objeto, sino que también
la compone a través de procesos o principios psicoafectivos: “Nuestra realidad es la fusión, de una parte,
del universo ideal-lógico-racional-matemático-abstracto y, de otra parte, del universo existencial-afectivo-
histérico-imaginario” (Morin 1969: 345). Lo “real” resulta siempre de una reificación parcial dependiente
de un “sentimiento de realidad” proporcionado por el sistema psicoafectivo; este crea un sentimiento de
realidad, reifica, confiere substancia y existencia; “secreta, en suma, el carácter ontológico de la
existencia, el carácter existencial del ser, el carácter substancial de la realidad” (Morin 1969: 143). Los
intercambios psicoafectivos con los otros, la sociedad o el mundo se efectúan mediante procesos de
proyección-identificación.
Esto hace que lo real tenga una dimensión emotiva, semiimaginaria, mágica e histérica. “La fórmula
‘realidad semi-imaginaria del hombre’ quiere indicar que si lo imaginario es semi-real, lo real es semi-
imaginario…” (Morin 1969: 38); “la realidad es el producto de una actitud existencial-intelectual que
comporta un ingrediente mágico. La realidad no es únicamente producto de la magia, pero no puede
prescindir de la magia, aquí con dominante reificadora” (Morin 1969: 39). Existe aquí un tronco común
entre el principio de reificación-realidad y la magia, ya que esta es también un principio de reificación. El
sistema psicoafectivo (procesos de proyección-identificación) comanda tanto los sentimientos como la
magia, que también se ordena a partir de los procesos psíquicos fundamentales de proyección-
identificación. La diferencia entre estos está, como ya hemos visto, en que, mientras que los sentimientos
son subjetivos, los fenómenos mágicos son asumidos y vividos como realidades objetivas. La realidad es
una “histeria razonable” (Morin 1969: 346). El hombre insufla histéricamente realidad al mundo mediante
los procesos de proyección-identificación propios de la participación psicoafectiva. Los procesos
racionalizadores y los procesos afectivos pueden ser ambos tanto principios de realidad como de
irrealidad.
Todos los aspectos psicoafectivos y emocionales presentes en los mamíferos, los primates y los
homínidos que anteceden a homo sapiens sapiens adquieren en este una intensidad vehemente y
arrolladora; hacen del hombre un ser de hybris, de excesos, fácilmente presto a la desmesura. Los
afectos y sentimientos de todo tipo, así como sus manifestaciones (risas, llantos, etc.), adquieren en
nosotros un desarrollo inusitado. El control deficiente de la agresividad mediante mecanismos genéticos,
instintivos, dispone para que se desaten todas las pasiones violentas (asesinatos, destrucciones,
matanzas y carnicerías, cóleras, odios). Homo sapiens es también Homo killer (Morin 2001: 131-133). Lo
onírico y eros (en los animales circunscrito al período de celo) se desbordan. El orgasmo de sapiens es,
en general, mucho más violento, convulsivo, profundo y espasmódico que el de cualquiera de los
primates. Además, el hombre busca con fruición, mediante la toma de hierbas, licores y drogas, y a
través de fiestas, danzas y ritos, entrar en estados de excitación, entusiasmo, paroxismo y éxtasis. Todo
lo cual nos muestra “que lo que caracteriza a sapiens no es una disminución de la afectividad en
beneficio de la inteligencia sino, por el contrario, una verdadera erupción psicoafectiva e incluso, la
aparición de la hybris, es decir, la desmesura” (Morin 1973: 129).
La regresión de los programas genéticos, la ambigüedad entre lo real y lo imaginario, las proliferaciones
fantasmagóricas, la inestabilidad psicoafectiva, la hybris y el “ruido y la furia” (luchas por el poder,
conflictos, destrucciones, suplicios, masacres y exterminios, etc.) de la era histórica son factores
permanentes de desórdenes. Si consideramos todos estos fenómenos, entonces:
“Aparece el semblante del hombre oculto bajo el emoliente y tranquilizador concepto de sapiens. Se
trata de un ser con una afectividad intensa e inestable, que sonríe, ríe y llora, ansioso y angustiado,
un ser egoísta, ebrio, extático, violento, furioso, amoroso, un ser invadido por la imaginación, un ser
que conoce la existencia de la muerte y que no puede creer en ella, un ser que segrega la magia y el
mito, un ser poseído por los espíritus y por los dioses, un ser que se alimenta de ilusiones y de
quimeras, un ser subjetivo cuyas relaciones con el mudo objetivo son siempre inciertas, un ser
expuesto al error, al yerro, un ser hybrico que genera desorden. Y puesto que llamamos locura a la
conjunción de la ilusión, la desmesura, la inestabilidad, la incertidumbre entre lo real y lo imaginario,
la confusión entre lo objetivo y lo subjetivo, el error y el desorden, nos sentimos compelidos a ver al
homo sapiens como homo demens” (Morin 1973: 131).
La originalidad del hombre no se limita al prodigioso y complejizador desarrollo que este realiza de la
técnica, la sociedad, el lenguaje, el conocimiento, la racionalidad, la cultura (es decir, no se limita a su
sapiencia), sino que lo que constituye su “rasgo específico absolutamente original” (Morin 1974: 741) es
“el surgimiento de lo imaginario fuera del dominio cerrado del sueño, el surgimiento del mito y la negación
mitológica de la muerte, todo esto en relación con un cerebro no solamente más rico en neuronas que el
de todos sus predecesores, no solamente dotado de nuevos dispositivos aptos para organizar la
experiencia, las ideas y la acción de modo no preprogramado sino estratégico, sino que además funciona
con muchos desórdenes y dotado de una regulación muy falible que generan tanto una aptitud para el
delirio y la destrucción como para el genio y la creación” (Morin 1974: 741).
La originalidad del hombre no está en su carácter de sapiens, sino en que “homo es a la vez sapiens-
demens” (Morin 1974: 742). Y es precisamente en “la consubstancialidad, la dialectización, la
inestabilidad y, en el límite, la incertidumbre entre lo que, en el hombre, es sapiens y lo que es demens”
(Morin 1974: 742) donde se halla la enorme complejidad, la “hipercomplejidad”, humana; es en “la nueva
relación entre orden y desorden, entre destrucción y creación, entre sapiencia y demencia, que el hombre
introduce en el mundo” (Morin 1974: 745), donde reside el nivel de complejidad “propiamente original” del
hombre.
Dado el enraizamiento cósmico de lo humano (Morin 2001: 27-31), la dialógica física entre
orden/desorden/organización (expuesta y desarrollada por Morin en el primer volume de El método;
véase Solana 2001: 225-258), se pone de manifiesto en nuestra naturaleza dialógica de sapiens
demens:
“El hombre sapiens es el ser organizador que transforma lo aleatorio en organización, el desorden en
orden, el ruido en información. El hombre es demens en el sentido en que está existencialmente
atravesado por pulsiones, deseos, delirios, éxtasis, fervores, adoraciones, espasmos, ambiciones,
esperanzas que tienden al infinito. El término sapiens/demens no solo significa relación inestable,
complementaria, de competencia y antagonista entre la ‘sensatez’ (regulación) y la ‘locura’
(desajuste), significa que hay sensatez en la locura y locura en la sensatez” (Morin 1977a: 419).
Al igual que no se pueden disociar en el cosmos sus caracteres “dementes” (desórdenes, turbulencias,
cataclismos, estallidos, etc.) de sus caracteres “sensatos” (orden, ley, organización), tampoco puede
disociarse en el hombre su sapiencia de su demencia. Ahora bien, los aspectos demenciales no
representan solamente un handicap para homo sapiens, sino que se hallan estrechamente vinculados a
su sapiencia. Como ya hemos visto, existe una “relación consustancial” entre el homo faber y el hombre
mitológico; entre el pensamiento objetivo, técnico, lógico y empírico; y el pensamiento subjetivo,
fantasmagórico, mítico y mágico; entre el hombre racional, consciente y capacitado para autocontrolarse
y el hombre irracional, inconsciente, incontrolado. No es posible oponer sustancial y abstractamente
homo sapiens a homo demens. Los progresos de la complejidad, de la invención, de la inteligencia y de
la sociedad se han producido “a causa, con y a pesar de y a un mismo tiempo” que el error y lo
imaginario. Para comprender al hombre debemos recurrir a las nociones, antagónicas y complemen-
tarias, de sapiens y de demens.
Según Morin, “la creatividad, la originalidad y la eminencia de homo sapiens tienen el mismo origen que
el desajuste, el vagabundeo y el desorden de homo demens”, a saber: la hipercomplejidad del cerebro
humano, de un cerebro de 1500 cm3, 10.000 millones de neuronas y 1014 sinapsis. Veremos a
continuación cuáles son las fuentes cerebrales de la demencia de sapiens y cómo estas son al mismo
tiempo necesarias para su sapiencia.
Morin (1973: 151-152; 2001: 122-127 y 134-135) relaciona la dialógica demencia-sapiencia propia del ser
humano con los cuatro siguientes factores: 1) la debilidad y epifenomenalidad de la consciencia, 2) la
ambigüedad y la indistinción que rigen la relación entre lo imaginario subjetivo y la realidad exterior
objetiva; 3) “el retroceso y las interferencias sufridas por el programa genético a causa del aumento del
‘ruido’ y de las capacidades”; y 4) la débil estabilidad jerárquica de las actividades cerebrales, entendido
el cerebro como un “sistema triúnico”.
A continuación, en los subapartados que siguen, me ocuparé, primero, de cada uno de esos cuatro
factores y, luego, en un quinto apartado, referiré y sintetizaré la distinción que Morin traza entre estados
límites y estados intermedios en el funcionamiento cerebral.
La consciencia (véase Morin 1965: 39 y 1973: 158-163) es insuficiente debido a su “fragilidad”, tanto
“constitucional” (la argumentación discursiva incide rara y escasamente en las tomas de consciencia;
estas suelen requerir períodos de crisis y procesos inconscientes que nos van modificando
subterráneamente; determinados procesos afectivos vetan y detienen las tomas de consciencia) como
“operacional” (“los efectos de la toma de consciencia son limitados”). Por todo esto, la consciencia suele
permanecer subdesarrollada como un epifenómeno sin llegar a convertirse en epicentro de la conducta
humana.
Morin no ignora que, ciertamente, existen diferencias entre la percepción real y las visiones imaginarias.
En primer lugar, la percepción, si bien no constituye una copia de lo real, sí que mantiene una relación
con el mundo exterior; en la percepción el aparato neurocerebral recibe determinaciones objetivas
procedentes del mundo exterior; la representación de la realidad “puede ser concebida como la
producción de un analogon cerebral/espiritual de la realidad percibida” (Morin 1986: 119). En segundo
lugar, en la percepción real el aparato neurocerebral ejerce sobre las apariencias exteriores un “control
organizador”, imponiéndoles marcos espacio-temporales y sometiéndolas a esquemas de identificación y
objetivación (como los de constancia); de este modo elabora la estabilidad y la coherencia características
de la percepción real. Estos dos caracteres no rigen en la representación imaginaria. En esta hay una
desconexión con respecto a la realidad exterior, y la imagen apenas está organizada y controlada en
función de los marcos espacio-temporales y de los esquemas de objetivación, estabilidad e identificación.
Ahora bien, entre la percepción real y la representación meramente imaginaria no existe diferencia
alguna, intrínseca a la imagen misma, y esta es la razón de que la alucinación se le imponga al alucinado
como percepción verdadera en vez de como ilusión imaginaria (véase Morin 1981: 18-19 y 1986: 121):
“El cerebro no posee ningún mecanismo interno que le permita distinguir entre los estímulos externos y
los estímulos internos, es decir, entre el sueño y la vigilia, entre la alucinación y la percepción, entre lo
imaginario y lo real, entre lo subjetivo y lo objetivo” (Morin 1973: 147). Por ello, el error, la ilusión, la
confusión entre lo imaginario y la realidad, entre lo subjetivo y lo objetivo, son siempre posibles y la
ambigüedad e incertidumbre de los mensajes que llegan al cerebro resultan imposibles de eliminar. El
recurso a la verificación en el medio ambiente, al control lógico, a la práctica y a la cultura, si bien
constituyen instancias a través de las cuales desvelar ambigüedades y errores, no obstante no pueden
disipar de forma absoluta la ilusión y el error que “nunca dejarán de acompañar la actividad pensante de
sapiens” (Morin 1973: 148).
Pero las interferencias entre la percepción de lo real y los brotes imaginarios no solo conducen a
ilusiones y delirios, también conducen a la invención creadora. De este modo, “en la aventura del
conocimiento hay una relación dialógica, recursiva e incluso hologramática entre la sapiencia y la
demencia humanas (estando la una totalmente inscrita en la otra a la manera del ying-yang)” (Morin
1986: 124-125).
Lo cognitivo no es separable de lo existencial (de las carencias, los deseos, las necesidades, las
inquietudes, las pulsiones), de lo sexual (el “cerebro bi-hemisférico”), de los estados emotivos (los dos
haces hormonales), ni de lo pulsional y afectivo (el “cerebro triúnico”). Nuestras interpretaciones de la
realidad no son independientes de nuestros estados psíquicos profundos (optimismo, depresión,
felicidad, pesimismo, etc.) y varían en función de ellos. Lo que consideramos como real pierde o adquiere
consistencia según nuestros estados psicoexistenciales. Nuestros deseos y temores contaminan
nuestras ideas ─que creemos “puras”, obedientes a la lógica de la pura realidad─ y modelan nuestra
visión del mundo. Las ansiedades, las carencias, las necesidades y los miedos personales suscitan
nuestras “obsesiones cognitivas”, a las que intentamos dar “respuestas aliviadoras”, y que animan y
fundan la investigación y el conocimiento. Además de factores culturales biocerebrales (la estabilización
de los circuitos sinápticos, que elimina la posibilidad de otros circuitos) de adhesión a nuestras ideas, hay
también factores individuales, subjetivos y existenciales.
Ahora bien, si, como hemos visto, el conocimiento humano no puede prescindir de sus aspectos
existenciales y afectivos, no obstante Morin nos exhorta a luchar contra los extravíos a los que estos
pueden conducirlo. Para no encadenarnos a “las existencialidades del conocimiento” debemos, a la vez
que vivimos con/de ellas, distanciarnos de ellas desconfiando de las certidumbres tranquilizadoras,
buscando la verdad “más allá del principio del placer” y autoanalizándonos continuamente. Y esto es
posible, entre otras razones, porque la determinación entre lo pulsional y lo intelectivo no es unilateral, no
va solo desde lo existencial hacia lo intelectivo, sino que se establece un bucle entre ambas instancias,
de manera que, aunque nuestras ideas y conocimientos tengan una fuente existencial, pueden empero
emanciparse relativamente de sus condiciones existenciales de emergencia, retroactuar sobre estas y
modificarlas.
Para Morin (1986) el cerebro no es solo un sistema complejo ni una unitas multiplex, sino que es un
complejo de sistemas complejos y una multiplicidad de unitas multiplex: unidad bihemisférica, unidad
triúnica (véase un poco más adelante), poliunidad intermodular (10), unidualidad de los haces
hormonales (11). Esta multiplicidad de sistemas complejos en la que consiste el cerebro hacen de él un
sistema hipercomplejo. Un sistema hipercomplejo se caracteriza esencialmente por una disminución de
las coacciones; por jerarquizaciones, especializaciones y centralizaciones débiles, debido a lo cual
depende más de las intercomunicaciones; por un aumento de aptitudes organizativas; y, como
consecuencia de todo esto, por estar más sometido al desorden, al “ruido”, al error. En tanto que sistema
hipercomplejo, el cerebro manifiesta los siguientes caracteres:
a) Cuanto más complejo es el cerebro, menos sometido está a las rígidas coacciones de un programa
genético y menos reacciona con respuestas unívocas a los estímulos del medio ambiente. Pero, aunque
se produce una “regresión de los comportamientos genéticamente programados”, sin embargo “tales
mensajes genéticos no han desaparecido de un modo absoluto”, se manifiestan, pero son “dejados de
lado” por las aptitudes organizativas y por la información cultural. De este modo, Morin puede suponer
“que en homo sapiens hay toda una parte ‘instintiva’ que de un modo continuado está siendo hecha
añicos” (Morin 1973: 142).
b) El cerebro de sapiens “es policéntrico, sin que exista predominio de ninguno de sus centros; las
relaciones entre sus diferentes regiones se establecen de forma débilmente jerarquizada mediante una
serie de interacciones e interferencias, e incluso observamos la existencia de fenómenos de inversión de
jerarquía” (Morin 1973: 139-140).
c) Debido a los dos puntos anteriores, en el cerebro se haya presente continuamente un “ruido de fondo”
producido por las comunicaciones entre sus disímiles núcleos, por las imaginaciones, las alucinaciones y
los sueños. A partir de este “ruido de fondo”, sobre y desde él (es decir, sobre y desde la confluencia de
ideas, imágenes y recuerdos, y sobre y desde el “ruido” del sueño) las aptitudes o capacidades
cerebrales construyen el logos, el discurso, el pensamiento, la razón. La proliferación onírico-alucinatoria
conlleva, ciertamente, un enorme despilfarro y es causante de errores mortales y de delirios. Pero, al
mismo tiempo, constituye la infratextura imprescindible para la creatividad: “sueños y alucinaciones dan
lugar de modo incesante a nuevas, extrañas y sorprendentes combinaciones, mezcla de coherencia e
incoherencia”, combinaciones e invenciones “ruidosas” y desordenadas que, modificadas, organizadas e
integradas, “suministran a la creación lógica un flujo ya espasmódicamente creador” (Morin 1973: 144).
De hecho, el surgimiento de una nueva idea muchas veces se ha vinculado a momentos de súbita
inspiración, alucinaciones y sueño. Es en este sentido en el que el sueño es poiesis, creación:
“Así pues, lo que debemos hacer no es disociar la imagen onírica y la imaginación creativa, sino
asociarlas, poner en estrecho contacto al hombre imaginario con el hombre que imagina (…). La
imaginación, ‘la loca de la casa’, es a un mismo tiempo el hada de la casa en este juego
ininterrumpido que nos lleva de la alucinación a la idea, de la afectividad a la praxis, de este juego
que, por otro lado, ha sido el manantial del que han brotado innovaciones de todo orden para
impulsar y enriquecer el proceso evolutivo de la humanidad” (Morin 1973: 147).
Según la concepción triúnica del cerebro propuesta por MacLean (1970) y después por Laborit (1970)
(12), desde el punto de vista de la herencia filogenética pueden distinguirse en el cerebro tres partes: 1)
el paleoencéfalo: constituido por el tronco cerebral, con el hipotálamo, herencia del cerebro reptiliano y
fuente de la agresividad y de las pulsiones primarias; 2) el mesocéfalo: integrado por el sistema límbico y
el hipocampo, herencia del cerebro de los primeros mamíferos y sede de la afectividad y la memoria a
largo plazo; 3) el neocéfalo: formado por el córtex asociativo, escasamente desarrollado en peces y
reptiles, resulta específico de los mamíferos superiores y de los primates, y se verá coronado por el
neocortex de sapiens; es la sede de las operaciones lógicas.
Morin (véase, por ejemplo, 2001: 60-61) no entiende esta triunicidad como “tres en uno”, como si el
cerebro humano se hallase formado por tres estratos superpuestos, incomunicados y cada uno
condicionante de unas funciones específicas, sino como “uno en tres”: si bien cada una de las partes es
delimitable, sin embargo pueden ser consideradas como “herencias filogenéticas, atrofiadas o
modificadas a causa de las sucesivas reorganizaciones efectuadas en el transcurso del proceso
evolutivo”, de manera que, en el caso de que hubiese funciones dependientes de alguna de las partes,
“no sabríamos cómo someterlas a un auténtico análisis fuera del marco proporcionado por las
interacciones e interferencias del conjunto total” (Morin 1973: 150). De este modo, el cerebro se
manifiesta como “una máquina policéntrica”, polifónica.
Morin reconoce explícitamente que la concepción de MacLean es hoy desdeñada por la gran mayoría de
los neuroinvestigadores. No obstante, considera que la idea del cerebro triúnico “es interesante porque a
su manera revela la integración en el unitas multiplex cerebral humana de una herencia animal superada
aunque no abolida”, permitiéndonos, así, considerar el cerebro humano como un complejo a la vez reptil,
mamífero, primático y humano. Además, la integración de la herencia animal del cerebro humano
constituye una introducción epistemo-cerebral a la problemática de homo sapiens demens (véase Morin
1973: 150 y 1986: 105), pues a partir de ella Morin dilucida el fenómeno de la fragilidad de la
racionalidad, de la conexión compleja entre racionalidad, afectividad y pulsión existente en el seno del
conocimiento: “En contra de lo que nos parecería lógico, no existe jerarquía razón/afectividad/pulsión, o
más bien existe una jerarquía inestable, permutante, rotativa entre las tres instancias, con complementa-
riedades, competencias, antagonismos y, según los individuos o los momentos, dominación de una
instancia e inhibición de las otras” (Morin 1986: 104). El conocimiento racional puede ser dominado por la
afectividad y las pulMorin siones. Inversamente, el conocimiento, aun el más racional, puede movilizar
afectividades y pulsiones poniéndolas a su servicio.
La “inestabilidad triúnica” del cerebro, que conlleva que este no esté sometido al control jerárquico de la
razón neocortical, es fuente de demencia. Mientras que nuestra dimensión sapiens estaría ligada a la
posibilidad de que la afectividad y las pulsiones puedan ser reguladas por el córtex superior, nuestra
dimensión demens aparecería relacionada con la débil jerarquización del sistema cerebral triúnico y con
la facilidad con que sus dispositivos de regulación pueden ser desajustados por los afectos y las
pulsiones.
Pero, por otro lado, si no existiese la posibilidad de esta inestabilidad tampoco existiría la genial
sapiencia del ser humano. Según Morin, el talento de sapiens está basado en las intercomunicaciones
entre lo real y lo imaginario, lo lógico y lo afectivo, lo consciente y lo inconsciente. Y estas
intercomunicaciones son posibles, precisamente, por la inestabilidad triúnica y la carencia de
jerarquización que esta implica. Gracias a esto, el logos puede ser irrigado y alimentado por la
afectividad, los deseos, los sueños, los miedos, etc., de los que obtiene savia creadora:
“La demencia de sapiens es la insuficiencia y la ruptura de los controles, pero el talento de sapiens
es también no hallarse totalmente prisionero de [esos controles], ni del [control] de lo ‘real’ (el medio
ambiente), ni del [control] de la lógica (el neocórtex), ni del [control del] código genético, ni del
[control] de la cultura o de la sociedad. El talento de sapiens reside en controlar todos y cada uno de
los controles” (Morin 1973: 154).
De este modo: “La demencia es el precio de la sapiencia” (Morin 1973: 154). Como escribió Lacan en
L’Enfance aliénée (cit. por Morin en 1973: 154): “la esencia del hombre, no solamente no puede ser
comprendida al margen de la locura, sino que dejaría de ser tal si no llevara en sí misma la locura como
límite de su libertad” (véase también Morin 2001: 140-142).
Esa máquina hipercompleja que es el cerebro de homo sapiens demens puede encontrarse en estados
límites extremos o en estados intermedios. En el extremo positivo de los estados límites, nos
encontramos con estados donde el juego entre el orden y el desorden resulta organizador, inventivo y
creador, y en los que la consciencia rige como epicentro. En el extremo negativo de los estados límites,
nos hallamos con estados de demencia, en los que se incluyen las violencias destructivas y las
agresividades delirantes, y que son provocados, más que por manifestaciones de nuestra agresividad
animal, por “la irrupción de pulsiones incontroladas genética, cortical y ambientalmente, que al
desencadenarse se sirven del aparato operativo-racionalizador y, eventualmente, de los aparatos
socioculturales” (Morin 1973: 170-171). Los estados intermedios son los estados hybricos, críticos,
neuróticos (a los que ya nos hemos referido).
Ahora bien, una vez distinguidos, hay que decir que Morin no opone de forma absoluta los anteriores
estados; entre ellos no es posible delinear fronteras nítidas y férreas. No es posible conseguir un estado
plenamente optimizado, es decir, un estado en el que el talento de sapiens “se desplegara en y por
eliminación de todo riesgo de crisis, de error, de desorden y de locura”. Y no es factible porque, como
hemos visto, los talentos de la máquina cerebral hipercompleja contienen, como ingredientes necesarios
para su funcionamiento, los aspectos demenciales que en cualquier momento pueden degradarla y
corromperla. No podemos establecer una regla o norma ideal y apriorística que asegurara el
funcionamiento pleno y permanente de la hipercomplejidad cerebral en su nivel óptimo. Pero, si bien la
demencia no podrá nunca eliminarse, pues es “ontológica” y se ubica “en las más profundas raíces” de
sapiens, no obstante el ser humano sí que puede perfeccionarse y desarrollarse de modo que disminuya
sus demencias (hybris, desórdenes, neurosis). El cerebro humano tiene no más de 100.000 años de
edad, por lo que en términos evolutivos aún “está en rodaje” (Morin 1973: 171) y no ha podido desarrollar
sus todas sus posibilidades. Por ello, “la hipercomplejidad antropológica ─individual, social, cultural─ está
aún muy lejos de haber alcanzado su pleno desarrollo. La hipercomplejidad no puede ser optimizada,
sino que está subdesarrollada y se la puede desarrollar”. La definición del hombre que propone Morin
(1973: 172) es “una definición abierta”.
Para Morin, la política debe apoyarse en una teoría o ciencia del hombre, en una antropología general,
ha de ser una antropolítica. Esta pretension aparece ya claramente formulada en Introduction à une
politique de l’homme (1965). En esta obra, considera que la antropolítica debe proyectarse como una
política del desarrollo integral del ser humano, lo que le lleva a una reflexión sobre las nociones de
desarrollo, progreso y subdesarrollo y sobre el modelo de desarrollo propio de la modernidad occidental
(véase, en especial, Morin 1977b, y Morin y Kern 1993). Nuestro autor cuestiona las bases
antropológicas que, según él, subyacen al modelo de desarrollo occidental (basado en la
industrialización, el crecimiento económico ilimitado, la urbanización, el consumismo y el progreso
científico-técnico). A su juicio, dicho modelo se ha edificado sobre “el mito limitado del homo
sapiens/faber” (Morin 1977b: 226). Si el ser humano es esencialmente homo sapiens/faber, entonces
parece lógico que el desarrollo humano se conciba fundamentalmente como progreso económico y
científico-técnico. Múltiples razones explican que esto haya sido así. Una de ellas ha sido la carencia de
“una verdadera teoría del hombre” (Morin 1977b: 226). Las nociones economicistas de desarrollo y de
subdesarrollo nacen “de un pensamiento antropológico subdesarrollado” (Morin 1965: 12). La
antropología compleja nos muestra cómo el hombre no puede ser reducido a su dimensión de
sapiens/faber, sino que posee también una dimensión mítico-poética, imaginaria, emocional y afectiva
que no puede ser menospreciada, a riesgo de mutilación y de empobrecimiento de lo humano:
Para impulsar una metamorfosis socioeconomica que le permita a la humanidad colocarse en la vía de
un desarrollo realmente humano (sobre esta vía, véase Morin 2011), es necesario superar los
subdesarrollos morales, afectivos y psíquicos de los que los seres humanos adolecen. Pero, para Morin,
estos males no son solo penurias (disettes) psicoafectivas históricas propias de las sociedades
occidentales burguesas desarrolladas; son también consecuencia de la carencia (carence) o miseria
moral, mental y afectiva ligada a la naturaleza humana y presente a lo largo de la historia en todas las
sociedades. Son, pues, males que provienen “del ser del hombre (mal ontológico) y de su situación en el
mundo (mal metafísico)” (Morin 1965: 58). Además, quienes opinan que la panacea está en el desarrollo
de la cultura y de la civilización olvidan que estas, a la vez que soluciones y bienes, conllevan también en
sí y por sí mismas problemas y males. Más aún, obvian el vínculo crucial que existe ─en toda civilización,
arcaica o moderna, y, por tanto, también en la nuestra─ entre civilización y barbarie (Morin 2005). Como
Walter Benjamin (1940) comprendió, todo desarrollo de civilización presenta un reverso de barbarie;
como Freud (1930) vio, el desarrollo de la civilización causa represiones que van acumulando
subterráneamente una barbarie latente presta a estallar si se dan las circunstancias. En todo individuo y
en toda sociedad existen potencias de destrucción y de autodestrucción latentes. La civilización es una
delgada película en la superficie social y en nuestra propia superficie mental, una costra apenas
endurecida que puede desprenderse en cualquier momento para dar paso a nuestros monstruos: “nadie
está definitivamente civilizado: un pequeño burgués tranquilo puede transformarse, en determinadas
condiciones, en un SS o en un torturador” (Morin 1962: 145). Por tanto, para Morin, la cultura y la
civilización no pueden llegar a revolucionar la naturaleza del ser humano, suprimir sus carencias
fundamentales.
Pero, a pesar de la situación de caos y de agonía en la que la humanidad se encuentra (Morin y Kern
1993: 112-119, Morin 2001: 270-271), de dirigirnos hacia el abismo (Morin 2007) y de las carencias
antropológicas, Edgar Morin (2009 y 2016b: 121-129) señala la existencia de principios de esperanza
que nos permiten aspirar a que se produzca la metamorfosis que nos libre de la catástrofe: lo improbable
no es lo imposible y puede llegar a ocurrir, el ser humano alberga potencialidades aún no actualizadas, y
las metamorfosis han acontecido en la historia del universo, de la vida y de la humanidad. Por todo ello,
no puede descartase que homo sapiens demens (homo complexus) sea capaz de impulsar una nueva
transformación sociocultural de gran calado, por difícil que esta pueda parecer.
Notas
1. El presente artículo está basado en buena medida en una reelaboración de materiales de mi libro
Antropología y complejidad humana. La antropología compleja de Edgar Morin (Comares Granada, 2001)
y de un par de artículos (Solana 1996 y 1998), a los que añado materiales nuevos que son producto de
mi relectura de algunas obras de Morin (como La croyance astrologique moderne, 1981) y del estudio de
varias obras de nuestro autor publicadas con posterioridad a la edición de mi libro sobre la antropología
compleja de Morin, entre otras, el volumen quinto de El método, subtitulado La humanidad de la
humanidad. La identidad humana (2001), Sur l’esthétique (2016) y Connaissance, ignorance, mystère
(2017).
2. Julian Jaynes, en su obra sobre the bicameral mind (1976), propuso la tesis de que en los imperios
teocráticos de la Antigüedad los individuos tenían su consciencia dividida en dos compartimentos, uno
ocupado por los problemas de su vida personal y el otro por los dogmas dictados por el poder imperial-
teocrático. El militante comunista, como los nacionalsocialistas hitlerianos, manifiesta la misma
disociación en su consciencia: por una parte, sus sentimientos personales; por otra, las órdenes dictadas
por el Partido.
3. Según nos dice Morin en el prólogo a la 2.ª edición (1970) de El hombre y la muerte, en esta obra
pretendió construir una antropología “a la vez en la continuidad y la ruptura con la evolución biológica”.
Pero después olvidó ese intento, ese “esfuerzo por elucidar la relación antropo-biótica”. Cuando en Le vif
du sujet retoma sus reflexiones antropológicas (y a pesar de que, en esa y en otras obras, “el bios”
estaba siempre de algún modo subyacente y presente), esboza “una antropo-cosmología, pero olvidando
por completo el elemento clave, el elemento biótico” (pág. 12). En El paradigma perdido le achaca a Le
vif du sujet que, si bien en esta obra no se consideraba al hombre como “una entidad cerrada, separada,
radicalmente extraña a la naturaleza”, sin embargo “faltaba, no solamente el eslabón biológico esencial,
sino también los elementos básicos donde apoyar tal meditación”, por lo que terminó por encontrarse
“encerrado en el ghetto de las ciencias humanas” (Morin 1973: 10). Y en Introduction à une politique de
l’homme “el problema bioantropológico aflora repetidas veces, pero de manera rota, fragmentaria,
superficial, ignorante” (Morin 1973: 11).
5. En El cine o el hombre imaginario (págs. 148-149, 155, 183 y 212-213) aparecían ya estas ideas. Allí
nos dice Morin que, en su “estado naciente”, en su origen, en el psiquísmo o espíritu humano existe una
ligazón originaria, una “unidad” o “totalidad”, una “dialéctica circular”, entre subjetividad y objetividad.
Estas no son datos brutos radicalmente diferenciados, sino que brotan de una misma fuente: a través de
los procesos de proyección e identificación. Y por ello, por nacer de un mismo manantial, se mezclan y
encabalgan entre sí, renaciendo una de la otra y generando tanto una “subjetividad objetivante” como
una “objetividad subjetivante”, la mezcla de lo real y de lo imaginario. El modo de encauzar esta fuente
común originará visiones diferentes. En la percepción práctica, los procesos imaginarios están sofocados
a favor del reconocimiento objetivo. En la visión afectiva, los fenómenos de objetivación están ya
cargados de subjetividad. En la visión mágica, la objetividad está atrofiada en favor de lo imaginario.
6. Estas ideas las pergeñó Morin ya en El cine o el hombre imaginario, si bien allí ─en lo que a las
fuentes de los diversos lenguajes se refiere─ otorgaba al símbolo un cariz más radical y originario, más
“arqueológico”. Para el Morin de El cine o el hombre imaginario, el lenguaje originariamente no es solo un
sistema de signos arbitrarios, sino que las palabras-signos son también símbolos. El símbolo es, a la vez,
signo abstracto y representación de una presencia concreta; de algún modo, es una “abstracción
concreta” (Morin 1956: 199). En un principio, las palabras no son, en contra de lo que afirma la
concepción nominalista, simples etiquetas, sino símbolos cargados de la presencia, concreta y afectiva,
de la cosa nombrada; el lenguaje “arcaico”, al designar por medio de la analogía y la metáfora, constituye
un auténtico sistema de relaciones y proyecciones antropo-cosmomórficas (véase Morin 1956: 216-217).
El símbolo “está en el origen de todos los lenguajes” (Morin 1956: 212). Lo que ocurre es que cada una
de las vertientes del símbolo se especializará y aislará desarrollando sus virtualidades y dando lugar a
lenguajes distintos (poético, cotidiano, científico), pero que, en su orígen, comparten la misma raíz.
7. Morin muestra cómo esto se ve de modo especialmente claro en las propuestas de cine total. El cine
total supone “la resurrección integral del universo de los dobles” (Morin 1956: 56) y en su desarrollo
termina expresando la misma necesidad subjetiva de inmortalidad a la que obedece el doble. Se
comenzó por conferirle a las imágenes diversas cualidades sensibles (en Un mundo feliz, Aldous Huxley
describe la película hablada, en colores y olorosa). Dovjenko profetizó que los personajes se liberarían
de la pantalla y que los espectadores asistirían a la película como si se encontrasen insertos en ella; en
esta etapa el mundo de la película se ha convertido ya en el mundo de los espíritus o fantasmas, tal
como se manifiesta en muchas mitologías antiguas. Luego, el cine intenta absorber el mundo real; así, en
Cinelandia de Ramón Gómez de la Serna, los espíritus de los espectadores son succionados por la
máquina de proyecciones y, mientras que los cuerpos permanecen adormecidos en la sala, su doble está
integrado en la película. Finalmente, para suprimir la muerte, en La invención de Morel de Bioy Casares
se idea un invento que permite la absorción del hombre en el universo eterno y desdoblado del cine;
dicho invento nos revela cómo el cinematógrafo total es una variante de la inmortalidad imaginaria.
8. Michael Dard afirmó que “el cine es sueño”, Ilya Ehrenburg y Hortense Powdermaker calificaron al cine
como “fábrica de sueños”, para Epstein: “Los procedimientos que emplea el discurso del sueño y que le
permiten su profunda sinceridad, tienen sus analogías en el estilo cinematográfico” (cits. por Morin 1956:
93). Según Morin (1956: 176), el cine está emparentado con el sueño, entre otras razones, porque las
estructuras del filme “responden a las mismas necesidades imaginarias que las del sueño”.
9. Con estos dos sistemas: “Encontramos en el corazón del problema del Yo los dos radicales de todas
las antropo-cosmologías mágicas: el doble y la metamorfosis. De una parte, la dualidad primera, la
alteridad estructurante, la potencia desdobladora; de otra parte, la potencia metamórfica, sea mediante
mímesis, sea mediante poiesis” (Morin 1969: 158). Esta relación nos revela la línea de continuidad
existente entre la antropología de la muerte de El hombre y la muerte (1951) y la antropología
psicoafectiva de Le vif du sujet (1969).
10. Según la concepción “modular” del cerebro, propuesta por Vernon B. Mountcastle en 1957 y
desarrollada sistemáticamente por Fodor (1983), el cerebro estaría organizado en un mosaico de
módulos, cada uno constituido por un conjunto de neuronas, que serían relativamente autónomos y
estarían especializados a la vez que estarían inter-retro-comunicados y serían policompetentes.
12. Sobre esta cuestión del the triune brain, puede verse también MacLean 1974, Sagan 1977 (cap. 3º,
págs. 69-104) y Koestler 1978 (en especial págs. 13-38).
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