Hollywood Babilonia - Kenneth Anger

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Hollywood Babilonia es el libro de cotilleos más famoso de la historia del

cine. Anger lo cuenta todo con pelos y señales: orgías, heroína, borracheras,
demencias, asesinatos… Y cómo todos los escándalos de las estrellas del
celuloide eran tapados convenientemente por las productoras o la propia
policía. ¿Ejemplos? A montones: Charles Chaplin y su cuestionable amor
por las jovencitas; la muerte no resuelta de Thelma «Hot» Todd; las
películas «porno» rodadas por Joan Crawford; las relaciones homosexuales
de Cary Grant; y un largo listado de actrices de segunda fila que acabaron
muertas o en el manicomio, enterradas para siempre en el olvido.
Hollywood Babilonia es morbo en estado puro. Anger utiliza la ironía para
arremeter contra la hipocresía del cine y ridiculizar a quienes se creían
intocables por el mero hecho de tener millones de fans. El libro fue
censurado en Estados Unidos desde 1959 hasta 1974, pero ya circulaban
copias pirata por todo el país desde que se publicara en Europa en los años
sesenta.
Kenneth Anger

Hollywood Babilonia

ePub r2.2
Titivillus 26.02.2021
Título original: Hollywood Babylon
Kenneth Anger, 1959
Traducción: Jorge Fiestas
Ilustraciones: Museum of Modern Art Department of Film, Bob Pike Photo Library,
George Eastman House Museum of Photography, Samson De Brier, Dan Price Collection,
Tom Luddy Collection, Sandy Brown Wyeth, United Press International, New York Public
Library Theater Collection, National Film Archive, Wide World Photos, Cinemabilia,
Kenneth Kendall, Bill Ray, Time-Life Picture Agency, Dan Faris, Art Institute of Chicago,
Kenneth Anger Collection

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Cada hombre y cada mujer es una estrella.
ALEISTER CROWLEY
A la Mujer Escarlata.
HOLLYWOOD

Hollywood, Hollywood…
Fabuloso Hollywood…
Babilonia de celuloide,
gloriosa, fascinante…
ciudad delirante,
frívola, seria,
audaz y ambiciosa,
viciosa y glamorosa.
Ciudad llena de dramas,
miserable y trágica…
inútil, genial
y pretenciosa,
tremendo amasijo…
Relumbrona, terrible,
absurda, estupenda;
falsa y barata,
asombrosamente espléndida…
¡¡HOLLYWOOD!!

DON BLANDING
(Recitado en 1935 por Leo Carrillo
en el musical de la Metro Goldwyn Mayer
Noche de estrellas en Cocoanut Grove).
Índice de contenido

Amanece color púrpura


La mano que aprieta
«Gordo al agua»
Pánico en la Paramount
La fiebre de Hays
El encantador Wally
Baños de champagne
Heroínas heroinómanas
Los Nuevos Dioses
Las ninfas de Charlie
Lolita
El coche fúnebre de William Randolph
Rudy ataca
El cochino teutón
Titulares de Hollywood
Los Guapos de Clara
Saturno en Sunset
Dudas drásticas
«¡Adiós muchachos, compañeros de mi vida!»
Cotillas babilónicos
La monstruosa Mae
Diario azul
El garaje de la muerte
«In» como Flynn
¿Qué papaíto? Papaíto Cheques Largos
Santa Frances, hija de la furia
Un suicidio amortajado
Ha llegado Mister Bugs
Marea roja
Pecadillos furtivos
Confidencialmente…
Sangre y jabón
Hollywoodämmerung
Agradecimientos
Sobre el autor
Notas
Ilusión de ciudad elefantina
Amanecer color púrpura

ELEFANTES BLANCOS (el Dios de Hollywood quería Elefantes blancos, y los


tuvo) ocho gigantescos elefantes de yeso y escayola plantados sobre
efímeros pedestales, dominando la colosal Corte de Belshazzar, una
Babilonia de cartón piedra construida al lado del polvoriento y serpenteante
sendero conocido como Sunset Boulevard.
Griffith (director de cine erigido en Dios) reinaba, allá en lo alto, tan
arriba como jamás volvería a estar, sobre la ciudad de la ilusión,
encaramado en la torre de cien metros de altura, donde se hallaba la cámara,
y provisto de un gigantesco megáfono para gritar a los millares de
individuos que se encontraban abajo las órdenes de ¡CÁMARA - AAACCIÓN! y
convertir todo aquello en realidad…
Bajo azules cielos egipcios, el Festín de Belshazzar se desplegaba al sol
resplandeciente de la mañana californiana: más de cuatro mil figurantes
reclutados en Los Ángeles y remunerados con la hasta entonces impensable
cifra de dos dólares diarios, más una bolsa de comida y transporte gratis,
para dar vida a hombres de las milicias medas y asirias, danzarines de
Babilonia, etíopes, indios del Este, númidas, eunucos, damas de honor para
la Amada Princesa, doncellas de los templos babilónicos, sumos sacerdotes
de Bel, Nergel, Marduk e Ishtar, esclavos, nobles y ciudadanos en general.
¡Babilonia vista por Griffith!
Una falsa montaña de armazones, andamios, jardines colgantes, rampas
por las que se deslizarían las cuadrigas y elefantes que tocaban el cielo, en
una increíble Mesopotamia surgida en medio de una baraúnda de
adormecidos bungalows coloniales, flanqueados por bosquecillos de
naranjos, que presagiaban, en 1919, los futuros portentos de Hollywood.
Había nacido la Época Púrpura.
Y allí permanecería durante años, encallada como un sueño
gargantuano, junto a Sunset Boulevard. Mucho después del gran salto de
Griffith hacia el olvido y del fracaso de su epopeya, Intolerancia, cuando en
la corte de Belshazzar ya habían germinado toda clase de malas hierbas y
los muros del decorado se habían deformado, después de que el
Departamento de Bomberos de Los Ángeles señalara aquel lugar como
propicio para los incendios, la Babilonia de Griffith aún se mantenía allí
como un reproche o un reto a la floreciente ciudad del cine.
La sombra de Babilonia se cernía sobre Hollywood, serpenteando en
clave cuneiforme; el escándalo estaba al acecho, lejos del alcance de la
cámara de Billy Bitzer.

El festín de Belshazzar
Hollywood, colonia del cine, había cobrado vida gracias a un reducido
grupo de comerciantes judíos de la Costa Este, quienes pensaron que había
futuro en el nickelodeon y marcharon al Oeste atraídos por la fábula de una
California de tierras a precios irrisorios y trescientos sesenta y cinco días de
sol al año.
El soñoliento lugar de Los Ángeles, rodeado de naranjales, que
escogieron para sentar sus raíces, pronto se vio inundado por unos no muy
sólidos estudios al aire libre, trampas soleadas para películas
convencionales y faltas de imaginación. Tras unos años de fabricar
remuneradores productos de dos rollos, filmados con cámaras piratas
(siempre a la espera de ser denunciados por los vengativos creadores de la
fórmula original de Edison), los antiguos traficantes de chatarra y
vendedores de saldos se encontraron con que una operación, concebida por
casualidad, se convertía en fortuna emanada del celuloide.
Cuando se enteraron de que las masas de todo el país se agolpaban ante
los nickelodeons para ver las películas en las que intervenían sus intérpretes
favoritos, conocidos entonces como «La pequeña Mary», «El chico de la
Biograph» o «La Muchacha de la Vitagraph», los menospreciados actores,
hasta entonces solo considerados personal de trabajo, súbitamente
adquirieron conciencia de que, gracias a ellos, se vendían las entradas.
Entonces esos rostros famosos adoptaron nombres y sus salarios
comenzaron a elevarse: el star system, una problemática bendición, acababa
de nacer. Para bien o para mal. De allí en adelante, Hollywood tendría que
apoyarse en esa quimera fatal: LA ESTRELLA.
De la noche a la mañana, los oscuros y en ocasiones desacreditados
intérpretes de películas se vieron empujados a la adulación, la fama y la
fortuna.
Ellos eran la nueva realeza, el círculo dorado. Algunos se las arreglaron
para sobresalir tirando fuerte de las riendas; otros no lo consiguieron.
Las “ruinas” de Babilonia en 1919
Theda Bara: la primera Sex Queen
Theda en Salomé: cotilleos

Los años diez fueron para Hollywood un período de paz y tranquilidad.


Una nueva forma de arte se iba pergeñando día a día; la Séptima Musa, a
medida que daba sus primeros pasos, se iba fabricando a sí misma,
pasándolo bien, y al mismo tiempo ganando dinero. Y, si los nuevos ricos
del cine se sentían cansados por la tensión de su oficio, siempre podían
recurrir al «polvo de la alegría», como en aquellos liberales tiempos se
llamaba la cocaína, un remedio seguro para levantar los ánimos. De hecho,
fue así cómo surgió ese nuevo estilo de comedietas locas y efervescentes,
cuya flor y nata eran las desenfrenadas cintas de «Triangle-Keystone»; así
El misterio del pez salteador con Douglas Fairbanks en el papel del chiflado
detective Coke Ennyday[1]. En 1916, la droga podía ser la base argumental
de un film. El año de El misterio del pez salteador, un especialista británico
en narcóticos, Aleister Crowley, pasó por Hollywood calificando a sus
habitantes de «cocainómanos y maniáticos sexuales».
Ya existía el chismorreo, como en cualquier otra comunidad de gente
del espectáculo, pero sin traspasar los umbrales del periodismo: Louella
O. Parsons no había montado aún su tenderete. Hasta en la intimidad, la
diminuta colonia fílmica se guardaba muy bien de especular sobre el Dios
de Hollywood, Griffith, y su obsesión por las adolescentes dentro y fuera de
la pantalla. ¿Eran realmente tan virginales esas esforzadas mujeres-niñas
descubiertas por Griffith? ¿Sería posible? Y, pensando lo impensable, ¿era
Lillian Gish la amante de Dorothy?
Pero no había mala intención cuando, al hablar de Richard Barthelmess,
se afirmaba que había posado para «postales a la francesa» como un medio
para ascender, o se mentaba, con más fundamento, el sofá que jugaba una
baza importante para llegar a formar parte de las «Bellezas Acuáticas» de
Mack Sennett (tan solo el modelo primitivo de una larga serie). Si algunos
pensaban que la «Escuela de Sirenas» era el sucedáneo de un harén a la
carta, ornado de pimpollos como Gloria Swanson y Carole Lombard, eso, al
Gran Mack, le tenía sin cuidado. Para hacer un buen chiste siempre podía
echarse mano de Theda Bara. Los iniciados sabían que la primera
vampiresa, arrojada a los consumidores como un demonio franco-arábigo
de Perversidad nacido a los pies de la Esfinge, solo era, en realidad,
Theodosia Goodman, hija de un sastre judío de Chillicothe, Ohio, y una
pazguata criaturita sin malicia.

Lillian y Dorothy Gish: ¿Amantes?


Hollywood: Babilonia

No pasarían muchos años sin que los predicadores de toda Norteamérica


maldijeran a la colonia fílmica y sus derivados: Hollywood, California, se
convertiría en sinónimo de Pecado. Los bienhechores de profesión
marcarían con fuego la nueva Babilonia, cuya maléfica influencia rivalizaría
con la legendaria depravación de la antigua; titulares acusadores y
pontificadores editoriales condenarían por igual el Sexo, las Drogas y las
Estrellas de Cine. Sin embargo, mientras los fanáticos organizadores
exigían sangre y boicot, las masas, imperturbables, se agolpaban ante las
taquillas en número día a día creciente.
Los años veinte se consideran en general «La Época Dorada del Cine», y
dorada era en verdad la exuberante creatividad fílmica que redundaba en
fabulosos ingresos. Se describe a la gente de cine de dicho período como
individuos a los que solo les importaba, fuera de la pantalla, regocijarse en
placeres sin fin. No obstante, la leyenda pasaba por alto un hecho: el miedo.
Ese temor siempre presente de que
la base de sus dorados sueños se
derrumbase en cualquier momento.
En la década del «maravilloso
sin sentido», los escándalos
explotaban como bombas de
relojería, mientras, una tras otra,
eran destruidas carreras
cinematográficas. Cada estrella se
preguntaba a cuál le llegaría el turno
de convertirse en el nuevo chivo
expiatorio. Porque, en Hollywood,
la fabulosa «Era Dorada»
significaba algo más que un
deslumbrante picnic al borde de un
precipicio móvil; el camino hacia la
gloria se hallaba sembrado de
astutos cepos.
Theda: Pecado sintético Y, sin embargo, para su amplia
audiencia, HO-LLY-WOOD se componía
de tres mágicas sílabas que evocaban
el Irreal Universo de la Ilusión. Para
los creyentes, era algo más que una
fábrica de sueños donde uno entre un
millón podía llegar a obtener una
oportunidad. Era el País del Nunca
Jamás, Algo Diferente, el Hogar de
los Cuerpos Celestiales, la Galaxia
del Glamour, ¡Hollywood!
Los «fans» adoraban, pero
también podían tornarse volubles y,
si sus deidades demostraban tener
pies de arcilla, las destruían sin
compasión. Fuera de la pantalla
siempre había una nueva estrella dispuesta a efectuar su entrada.
Templo cinematográfico del Antiguo Egipto
Olive Thomas: foto inocente
La Mano que aprieta

Una nube, no mayor que la mano de una niña, cobraba forma en el


horizonte.
Las chocantes noticias que, por primera vez, mostraron Hollywood bajo
un prisma de escándalo llegaron el 20 de septiembre de 1920 en forma de
un radiograma que despertó a Myron Selznick en mitad de la noche. El
texto motivó titulares en primera página:
OLIVE THOMAS MUERTA POR
ENVENENAMIENTO
Olive Thomas, vivaracha Reina
de las Follies de Ziegfeld,
estrella de Selznick Pictures
y Sra. de Jack Pickford…

El cable informaba al cabeza de Selznick Pictures que acababan de


hallar muerta en París a su máxima luminaria.
El apacible y afamado Hotel Crillón, en la Plaza de la Concordia, era el
entorno menos adecuado para el primer escándalo de Hollywood. En esa
mañana de septiembre, el camarero de habitaciones hizo uso de su llave
maestra para penetrar en la «Suite Real» del hotel con el carrito del
desayuno. Lo que vio le dejó atónito. Una capa de martas cibelinas se
hallaba tirada en el suelo y sobre ella yacía una joven desnuda. En una
mano aprisionaba aún un frasco con cápsulas de bicloro de mercurio tóxico.
La suite estaba registrada a nombre de la Sra. de Jack Pickford, conocida
por millones de adoradores entusiastas como Olive Thomas, brillante
estrella joven del lienzo de plata.
¡Olive Thomas! Nueva York la recordaba como una de las más bellas
morenas jamás glorificadas por el gran Ziegfeld. Las coristas de éste eran,
invariablemente, jóvenes y, a los dieciséis años, Olive era una equilibrada y
vivaz señorita, muy requerida por la alta burguesía, musa de los clanes de
«Vogue» y «Vanity Fair», ornamento de las fiestas organizadas por Condé
Nast, editor de esos magazines del mundo de la moda.
A través de los servicios de míster Nast, Olive había aparecido con
frecuencia, en calidad de modelo, en las páginas de «Vogue», y Ziegfeld, la
había seleccionado para posar desnuda ante el joven artista peruano Alberto
Vargas. Otro pintor, Harrison Fisher, la bautizó como «la mujer más bella
del mundo». Su subsiguiente partida hacia Hollywood se antojó de lo más
lógica.
La burbujeante belleza de
Broadway cayó de pie en la colonia
fílmica y sus vibrantes
personificaciones de la juventud, en
comedias ligeras como Betty takes a
hand, Prudence on Broadway e
(inevitablemente) La chica del
Follies, pronto le granjearon un
amplio culto. En 1919, Myron
Selznick inauguró su recién
formada compañía, captando a
Elaine Hammerstein y Olive
Thomas con lucrativos contratos. En
1920, tras el éxito de Olive en The
Flapper y su muy publicitado
casamiento con Jack Pickford,
hermano de Mary y, asimismo,
ídolo de la pantalla, el puesto de
Olive en el encantador círculo de la
Olive y Jack: “pareja ideal” «Gente Dorada» parecía asegurado.
El suicidio de Olive Thomas
causó sensación en el mundo entero y desencadenó furiosas controversias.
Olive solo había cumplido veinte años cuando murió; poseía juventud,
belleza, fama, amor, riqueza y contaba, no solo con la admiración de sus
seguidores, sino con la adoración de Jack Pickford. El joven Jack había sido
definido como «El Muchacho Ideal Norteamericano» en películas como
Seventeen, siendo Olive su contrapartida femenina en Tomboy. En las
revistas ambos habían sido proclamados «La Pareja Perfecta». ¿Qué podía
haber inducido a Olive a quitarse la vida?
El estudio de Olive, cuyo slogan era «Las Películas Selznick
contribuyen a formar hogares felices», se vio materialmente inundado de
cartas; la embajada norteamericana en París y la policía francesa
prometieron efectuar investigaciones exhaustivas.
Lo que éstas revelaron sobre la muerta y los periódicos publicaron en
primera página fue una vida privada un tanto lóbrega que para nada se
ajustaba a la imagen dulzona de la diva. Estaba previsto que Jack Pickford
se reuniera con Olive en París tan pronto finalizara su trabajo en The little
Shepherd of Kingdom Come. Habían planeado un idilio parisino como
sucedáneo de la luna de miel que su actuación ante las cámaras retrasara
tras la boda. Olive se había adelantado haciendo compras de antigüedades y
ropas, pero se desveló que sus pasos no se habían dirigido, precisamente, a
los salones chic. Algunos la vieron en clubs nocturnos como el «Jockey» y
el «Maldoror», en compañía de notorias figuras de los bajos fondos
franceses, así como en los antros más sórdidos de Montmartre.
Comenzaron a circular rumores acerca de los motivos que podrían haber
empujado a Olive hacia los mundos subterráneos parisinos: la muchacha
trataba de conseguir una generosa cantidad de heroína con destino a Jack,
su esposo, un adicto sin redención. No habiéndolo logrado, se suicidó.
Olive en Hollywood

Cuando esta historia apareció en la prensa norteamericana, Jack se


encontraba bajo tratamiento, por colapso nervioso, tras conocer la noticia de
la defunción de su esposa; no pudo rechazar las acusaciones. Su leal
hermana Mary, que acababa de emerger de la controversia provocada por un
doble divorcio y la boda subsiguiente con Douglas Fairbanks, se sintió
obligada a intervenir en el asunto, haciendo desde sus nuevos dominios,
«Pickfair», una declaración pública en que negaba las «enfermizas
difamaciones» sobre la personalidad de su hermano. Poco tiempo después,
una investigación llevada a cabo por el gobierno de los Estados Unidos
sobre las actividades de cierto Capitán Spaulding de la Armada, arrestado
por traficar a larga escala con heroína y cocaína, reveló, entre los nombres
de clientes regulares de su agenda, el de la hasta entonces «Muchacha Ideal
Norteamericana».

¡OLIVE THOMAS POSEÍDA POR LA DROGA!

Así fue cómo los titulares calificaron a la «hermanita» Olive, acusación


ésta que provocó un profundo shock. En 1920, la mayoría norteamericana
aún rendía tributo a la llamada «moralidad victoriana». Sociedades
puritanas proliferaron para contrarrestar la nueva amenaza que se cernía
sobre la Castidad de la Mujer, y el cardenal Mundelein de Chicago se creyó
obligado a publicar un panfleto: «El peligro de Hollywood: una advertencia
para las jóvenes».
Muerte de Olive: copia buena

En los años veinte, la recién nacida capital del celuloide, se vio


inundada de cargamentos de jóvenes ilusionadas procedentes de todos los
rincones. Algunas llegaban como ganadoras de concursos de belleza
locales; en su mayoría eran simplemente bonitas, pobres y atrevidas. Todas
aspiraban a convertirse en estrellas, pero muy pocas encontraban trabajo, ni
siquiera como «extras» o elementos decorativos. Para millares de jovencitas
el viaje acabó destrozándoles el corazón.
La sensacional muerte de Olive Thomas hizo que otro suicidio «estelar»
pasara casi inadvertido en aquel septiembre de 1920. Bobby Harron, el
sensible muchacho de Intolerancia, se disparó un tiro en una habitación de
hotel de Nueva York en la víspera de la premiere de Way Down East.
Griffith había prescindido de él en dicho film, prefiriendo a su nuevo
favorito, Richard Barthelmess, y eso le rompió el alma.
El deceso de Olive parecía hecho a la medida de las plañideras
habituales que nutrían titulares con sus mórbidas especulaciones. Olive
Thomas estuvo en el candelero durante todo el año que siguió a su muerte
hasta verse desplazada por una de las tantas esperanzadas aspirantes a
Hollywood, una actriz de categoría inferior, compañera del gordinflón
cómico Fatty Arbuckle.
Olive: la marimacho
Arbuckle en el banquillo de testigos: se acabó la fiesta
«Gordo al agua»

Roscoe «Fatty» Arbuckle era un rollizo ayudante de fontanero, descubierto


por Mack Sennett en 1913, cuando se personó en casa del productor de
comedias para desatascar un desagüe. Sennett midió de arriba abajo las 226
libras del afable Roscoe e inmediatamente le ofreció trabajo. La similitud
de Arbuckle con una bola de mantequilla y su increíble agilidad eran
cualidades perfectas para el tipo de cine de Sennett: barro y parvas,
resbalones y pasteles de nata.
En ruta ascendente desde los Keystone Cops, Fatty llegó a formar pareja
con Mabel Normand en Fatty’s Flirtations, con Charlie Chaplin en The
Rounders y con Buster Keaton en The Butcher Boy y otras populares
comedias en dos rollos. El talento natural de Fatty, sujeto jovial y un tanto
impertinente, aseguró su éxito como bufón de la pantalla y le procuró
fortuna.
La capacidad de Fatty para desatar risas convirtió los tres dólares diarios
que percibía en 1913 en cinco mil a la semana en 1917, cuando firmó en
exclusiva con la Paramount. Una chistosa pancarta en la famosa puerta
proclamaba: «Paramount da la Bienvenida al Príncipe de las Ballenas»[2].
El festejo con abundantes bebidas, que, en conmemoración de la firma
del contrato, duró toda la noche del día 6 de marzo en Mishawn Manor,
Boston, dio pie a un escándalo público. Tuvo lugar en una posada, la
Brownie Kennedy, donde el grueso del espectáculo celebrado en honor de
Fatty consistía en doce chicas de alterne a quienes se les gratificaba con
1.050 dólares por su aporte al brillo de la velada.
Un estirado metomentodo asomó la nariz a través de una ventana abierta
en el momento en que Fatty y las chicas se despojaban alegremente de sus
ropas encima de la mesa, y decidió que la «decencia» estaba siendo
ultrajada y llamó a los guardias.
Invitados a este party se encontraban los magnates del cine Adolph
Zukor, Jesse Lasky y Joseph Schenck. Acabaron pagando cien mil dólares
furtivos al fiscal del Distrito de Boston, mayor James Curly, a fin de echar
tierra sobre el incidente.
Fue cuatro años más tarde, durante otra de las jaranas de Fatty, cuando
una oscura starlet adquirió instantánea notoriedad. Desgraciadamente la
damita no tuvo tiempo para sacar tajada.
Virginia Rappe, una linda morena, modelo en Chicago, había
conseguido cierta fama al aparecer su sonriente rostro, debajo de una
pamela, en la portada de la partitura de la canción «Let me call you
sweetheart». Mack Sennett le hizo una oferta y comenzó a trabajar en su
equipo interpretando papelitos. Su tiempo libre lo ocupaba mariposeando de
lecho en lecho y obsequiando con ladillas a la mitad de la compañía. Esta
epidemia dejó a Sennett tan apabullado como para cerrar el estudio y
fumigarlo concienzudamente. A pesar de ello, Virginia fue perdonada y
pronto se la vio constantemente en compañía de Henry «Pathé» Lehrman,
un veterano realizador de Sennett, quien le ofreció un minúsculo personaje
en Fantasía y más adelante se la presentó a Arbuckle, al cual dirigía en Joe
pierde una novia. La belleza de Virginia, con sus cabellos color ala de
cuervo, no pasó desapercibida para William Fox cuando aquélla obtuvo el
título de «La muchacha mejor vestida del cine», por lo que la tomó bajo
contrato. Se habló de lanzarla, ya en plan «estrella», en una producción de
la Fox, Twilight Baby. Virginia Rappe parecía bien encaminada.
Arbuckle ya le había echado el ojo y la había solicitado como
partenaire femenina en una de sus comedietas. También había insistido a su
amiga, Bambina Maude Delmont, para que la llevara a una fiesta
conmemorativa de su nuevo contrato con la Paramount, por valor de tres
millones de dólares, para los próximos tres años. Fatty adoraba por igual la
bebida y las mujeres. Mientras más de ambas cosas, mejor.
En un antojo, Fatty eligió San Francisco como escenario ideal para el
banquete. Ello le daría oportunidad para rodar su nuevo coche Pierce-
Arrow, hecho a medida y por el que había pagado veinticinco mil dólares.
Durante el fin de semana, que se iniciaba con el Día del Trabajo, dos
coches cargados con gentes de cine en vacaciones y buena disposición,
transitaron, llenos de alegría, las cuatrocientas cincuenta millas que
separaban la Carretera de la Costa
de la ciudad de las colinas. Fatty y
sus compadres, Lowell Sherman y
Freddy Fishback, se apretujaron en
el resplandeciente Pierce-Arrow, y
Virginia Rappe, Bambina Maude
Delmont y unas coristas escogidas
hicieron lo propio en otro vehículo.
Al llegar a la ciudad de la bahía,
entrada ya la noche del sábado,
Arbuckle se registró en el lujoso
Hotel St. Francis, enviando a las
chicas al Palace. Fatty alquiló tres
suites comunicantes en el piso 12
(suficiente espacio para cualquier
Fatty: se le van los ojos tras las faldas «acontecimiento»), llamó a su
contrabandista proveedor de licores
(Tom-Tom, el botones) y seleccionó música de jazz en la radio… El party
había dado comienzo…
El 5 de septiembre de 1921, en la sobremesa del Día del Trabajo, la
fiesta se hallaba en su apogeo. Aquello era «territorio libre» de Fatty, con
gentes entrando y saliendo, el grupo excediendo ya el número de cincuenta
invitados y el anfitrión ebrio y risueño. Virginia y el resto de sus
compañeras tomaban orange blossoms aderezados con ginebra, algunas de
ellas despojándose de las prendas superiores para poder bailar mejor el
shimmy; los invitados se intercambiaban los pantalones de pijama, y las
botellas (vacías) se iban amontonando. Alrededor de las tres y cuarto,
Arbuckle, bullendo de aquí para allá, en pijama y salto de cama, agarró a
Virginia y condujo a la ya trompa modelo hasta el dormitorio de la suite
número 1221. Antes guiñó un ojo a la concurrencia y, tras decir: «He aquí
la oportunidad que he estado esperando durante tanto tiempo», dio un
portazo.
Bambina Maude Delmont testificaría más tarde que la fiesta se hallaba
en su clímax cuando, desde el dormitorio adjunto se escucharon gritos de
angustia. Después de varios golpes en la puerta, un risueño Arbuckle
apareció con el pijama desarreglado, llevando en la cabeza el sombrero de
Virginia. Les dijo a las chicas: «Entrad, vestidla y llevárosla al Palace. Hace
demasiado ruido». Como Virginia continuaba gritando, añadió
descompuesto: «Cállate de una vez o te tiro por la ventana».
Virginia Rappe: la chica del sombrero
Bambina y una amiga, Alice Blake, encontraron a Virginia en la cama
desordenada, casi desnuda, retorciéndose de dolor y gimiendo: «Me muero,
me muero… Me ha hecho daño». Alice declararía después: «Tratamos de
vestirla, pero sus ropas estaban destrozadas y tan retorcidas, que era
imposible reconocer las prendas».
Virginia solo tuvo fuerzas, antes de caer en coma, para musitar al oído
de la enfermera del muy exclusivo hospital de Pine Street adonde fue
conducida: «Fatty Arbuckle me ha hecho esto. Por favor, ocúpense ustedes
de que se haga justicia».
El día 10 de septiembre, justo al año de la muerte de Olive Thomas,
Virginia Rappe fallecía, a los veinticinco, perdiendo definitivamente la
oportunidad de convertirse en la estrella de Twilight Baby.
La causa de su muerte estuvo a punto de no ser desvelada. El comisario
general de San Francisco, Michael Brown, tomó no obstante cartas en el
asunto (tras una llamada anónima desde el mismo hospital en la que se
hacía referencia a una autopsia) prometiendo encargarse personalmente de
averiguar lo sucedido. Lo que se gestaba era un frenético intento de
encubrir el caso. Brown llegó a tiempo para ver surgir de un ascensor a un
empleado que llevaba hacia el incinerador una jarra de cristal con los
maltratados genitales de Virginia. Se los reclamó al reacio doctor para
verificar su propio examen. Así quedó al descubierto que la vagina de
Virginia había sido forzada de forma tan violenta como para causarle
muerte por peritonitis. Brown dio cuenta de los hechos a su superior, el
coroner T. B. Leland y se acordó abrir una investigación.
Fatty en su Pierce Arrow: a la mañana siguiente

Los detectives Tom Reagan y Griffith Kennedy fueron designados para


interrogar a la plantilla del hospital (en no muy buena disposición) y
averiguar quién o quiénes trataban de echar tierra al asunto; y lo
encontraron. También lo hicieron los periódicos. Cuando Fatty Arbuckle
fue acusado de violar y asesinar a Virginia Rappe, todo el mundo
murmuraba ya su nombre. El Estado de California achacó las causas de su
muerte a «presiones externas» causadas por Arbuckle durante un escarceo
sexual. Una efímera notoriedad para Virginia. Y un rudo golpe para Fatty:
asesinato en primer grado.
Suite 1221 del St. Francis: un rudo golpe

La marea de espanto llegada aquel septiembre desde San Francisco hizo


estremecer a Hollywood hasta sus recién plantados cimientos. Todo
resultaba demasiado increíble: Fatty, el favorito de los niños, el gordinflón
manantial de risas, el campeón de la sana carcajada, de repente convertido
en un orgiástico asesino de una luminaria estelar.
LA ORGÍA DE ARBUCKLE
EL VIOLADOR DANZA
MIENTRAS MUERE SU VICTIMA

Al compás de los titulares, se extendían las hipótesis sobre una


espantosa y antinatural violación: Arbuckle, lleno de rabia ante su
impotencia alcohólica, había destrozado a Virginia con una botella de
Coca-Cola o de champagne, después había repetido el acto con un pedazo
de hielo… o, ¿es que no era del dominio público que Arbuckle era un
hombre excepcionalmente bien dotado?…o, ¿era una simple cuestión de
exceso de peso, las 266 libras de Fatty aterrizando sobre Virginia y
aplastándola?
Lo único indudable fue el aumento
en los tirajes; los medios de
comunicación imprimieron todo
tipo de especulaciones acerca de la
«botella party» de Arbuckle. El
«San Francisco Examiner» dijo en
un editorial: «Hollywood debe dejar
de utilizar a San Francisco como
cubo de basuras». El «coroner»
pidió «medidas para prevenir la
posible repetición de
acontecimientos que hacen de San
Francisco un lugar de cita para el
desenfreno y el gangsterismo». Las
Iglesias de la ciudad solicitaban
penas para los «maníacos sexuales
hollywoodenses que se acogen a las
benevolentes leyes de San Francisco
La testigo Maude Delmont para la práctica de sus
aberraciones».
En Hartford, Connecticut, damas agraviadas rasgaron la pantalla de un local
que exhibía una comedia de Arbuckle, mientras que en Thermopolis,
Wyoming, varios vaqueros dispararon contra el lienzo de una sala donde se
proyectaba un corto suyo. En otros sitios se utilizaron como proyectiles
huevos y cascos de botellas vacías. Mientras la consigna «Hay que linchar a
Fatty» se extendía por el país, grupos controlados exigían una limpieza de
toda la colonia fílmica de Hollywood; resultado: las películas de Fatty
fueron retiradas de circulación.
Mientras Arbuckle sudaba en una cárcel de San Francisco,
permaneciendo bajo custodia en el lúgubre Palacio de Justicia de Kearny
Street, sus abogados luchaban para trocar la acusación de asesinato en
primer grado por la de homicidio casual. Adolph Zukor, que había invertido
millones en Arbuckle, se comunicó con el fiscal del distrito, Matt Brady, en
un intento de anular el caso. Lo
único que consiguió fue ofuscar a
Brady, quien, posteriormente,
denunció haber sido objeto de
soborno. Otras prominentes figuras
de la industria cinematográfica
llamaron a Brady, sugiriendo que no
debía crucificarse a Arbuckle por el
simple hecho de que Virginia Rappe
hubiese bebido más de la cuenta
antes de morir. El fiscal del distrito
se enfureció aún más.
El juicio se inició a mediados de
noviembre en el Tribunal Superior de
San Francisco, con Arbuckle en el
estrado dispuesto a rechazar
cualquier cargo de culpabilidad. Su El toque mediático: Arte Arbuckle
actitud parecía ser de una completa
indiferencia hacia Virginia Rappe; en ningún momento llegó a demostrar
remordimiento o tan siquiera pena ante su muerte. Sus abogados eran más
realistas: hubo un deliberado intento de ensuciar el comportamiento de
Virginia, sugiriendo que era una chica más que ligera de cascos que, no solo
se había prostituido en Hollywood, sino también en Nueva York, París y
Sudamérica. Tras conflictivos y numerosos testimonios, el jurado acordó
absolver a Arbuckle por 10 votos a favor y 2 en contra, tras 43 horas de
deliberaciones. Se declaró nulo el juicio.
Un segundo juicio tuvo lugar, pero fue descalificado por 10-2. Fatty, que
se encontraba libre bajo fianza, se vio obligado a vender su vivienda de
estilo anglosajón en Adams Street, Los Ángeles, así como su flota de
coches de fantasía para poder sufragar las minutas de los abogados.
Pese a las protestas del indignado Brady, que deseaba machacar a Fatty
costara lo que costase, Arbuckle fue absuelto en otro juicio, el número tres,
que finalizó el 12 de abril de 1922, tras los un tanto confusos testimonios de
cuarenta testigos presenciales (ebrios la mayoría de ellos en el momento del
incidente) y ante la ausencia específica de pruebas (como la de la dichosa y
sangrienta botella).
El jurado que absolvió a Fatty hizo este comentario: «La libertad no es
suficiente para Roscoe Arbuckle. Creemos que se ha cometido una grave
injusticia en su persona, y que no hay la menor evidencia para involucrarle
en modo alguno con ningún crimen».

Juicio de Arbuckle en San Francisco

En la escalera del juzgado Arbuckle declaró a la Prensa: «Este es el


momento más trascendental de mi vida. La falsedad de la horrenda
acusación esgrimida contra mí ha sido demostrada… Quiero expresar mi
sincero agradecimiento a mis compañeras y compañeros. Mi existencia ha
estado cifrada en la producción de un cine limpio para felicidad de la gente
menuda. Ahora trataré de ampliar este campo para que mi arte pueda rendir
un servicio todavía más amplio».
Sus esperanzas, sin embargo, fueron de muy corta duración. Fatty había
sido liberado, pero no perdonado. Henry Lehrman, un antiguo novio de
Virginia, hizo este amargo comentario: «Si pudiese, ella se levantaría de
entre los muertos para defenderse de esta indignidad. En cuanto a Arbuckle,
esto es lo que sucede cuando se recoge a gentuza procedente de las
alcantarillas, se les ofrece sueldos desmesurados y se los convierte en
ídolos. Ciertas personas no saben lo que significa sacar provecho de la vida
sino de una forma bestial. Son los
que después participan en orgías
que sobrepasan las de una Roma ya
en decadencia».
O, podía haber añadido,
Babilonia.
Madame Elinor Glyn, árbitro de
la colonia fílmica y creadora de
normas, aprovechó la ocasión para
pontificar acerca de las «manzanas
podridas» de Hollywood: «Si se
demuestra que son inmorales,
Asuntos de faldas
colgadles. No enseñéis sus
películas, suprimidlos; pero no hagáis que paguen justos por pecadores. La
fiesta de Arbuckle ha sido vergonzosa y bestial. Cosas como ésta deben de
ser desterradas. Pero, personalmente, yo, en Hollywood, no he visto nada
parecido y, si realmente existen aquí esas orgías con droga, deben de
constituir una infinitesimal excepción».
La Paramount canceló el contrato de Arbuckle, valorado en tres
millones de dólares. Sus películas aún sin estrenar fueron arrinconadas,
causando al estudio la escalofriante pérdida de más de un millón.
Fatty, el bufón, estaba acabado. El «Príncipe de las Ballenas» había sido
certeramente arponeado.
Arbuckle no consiguió actuar de nuevo. Solo unos escasos amigos,
como Buster Keaton, le permanecieron fieles. Fue Keaton quien le sugirió
que cambiara su nombre por el de «Will B. Good»[3]. Fatty adoptó el de
William Goodrich y consiguió empleo como director de comedias y
guionista accidental. Pero Arbuckle añoraba la interpretación. En el número
de marzo de 1931 de «Photoplay» rogaba: «Dejadme actuar. Quiero volver
a la pantalla. Creo que todavía soy capaz de divertir y alegrar a quienes me
vean. Es lo único que deseo. Si consigo regresar va a ser algo grande. Y, si
no, bueno, pues de acuerdo».
Y de acuerdo se pusieron todos. A Fatty no le fue jamás permitido
olvidar que había caído en desgracia. Cuando lo reconocían en la calle, la
gente le silbaba «I’m coming Virginia»: un borrón en tinta negra que no
llegaría a diluirse nunca. El único personaje que pudo interpretar fue el de
Pagliacci.
En su forzoso retiro, Arbuckle pronto se dio a la bebida. Parecía que las
botellas lo tenían hechizado. En 1931, Fatty fue arrestado en Hollywood por
conducir en estado de embriaguez. Cuando se le acercaron los motoristas,
Fatty lanzó una botella por la ventanilla al tiempo que, entre carcajadas,
exclamaba: «¡Ahí va la evidencia!».
Se acordaba acaso de aquella otra botella que había salido disparada
desde una ventana del piso número doce del hotel San Francis en el Día del
Trabajo de 1921?
Arruinado, hecho un guiñapo, falleció en Nueva York, a los cuarenta y
seis años, el 28 de junio de 1933. ¡Pobre Fatty! El affaire Arbuckle hizo
madurar en diez años al floreciente Hollywood, ahora algo más que el «País
de los Sueños». A partir de ese instante, en las mentes de millones de seres,
Hollywood no dejó de estar asociado al concepto de escándalo.
Fatty: obsesionado con las botellas
William Desmond Taylor: punto muerto
Pánico en la Paramount

Mientras Arbuckle sudaba tinta en medio de su segundo proceso y


Hollywood bullía a los ojos de la inflamada opinión pública, un nuevo
escándalo estalló, justo en el cogollo de la colonia fílmica.
En la noche del primero de febrero de 1922, alguien asesinaba a
William Desmond Taylor en el estudio de su bungalow de Alvarado Street,
una calle del tranquilo distrito de Westlake, en Los Ángeles. Taylor era el
jefe supremo de la Famous Players-Lasky, una compañía subsidiaria de la
Paramount que, por si aún no había tenido bastante con el caso Arbuckle,
ahora podía agradecer a su mal sino este nuevo escándalo. El cadáver fue
descubierto a la mañana siguiente por Henry Peavey, el criado negro de
Taylor.
El muerto yacía de espaldas en el suelo del estudio como si se hallase en
trance, con los brazos extendidos y una silla caída sobre las piernas. La
intención no había sido robarle; todavía relucía en uno de sus dedos el
enorme diamante de la suerte que le había acompañado siempre a partir del
estreno de su primer éxito, El diamante caído del cielo.
Peavey salió disparado, gritando con voz de soprano: «¡Han matado al
amo! ¡Han matado al amo!» (tal y como fue descrito por el «Examiner» de
Los Ángeles). Con ello despertó a los otros residentes del distrito, incluida
Edna Purviance, quien inmediatamente telefoneó a Mabel Normand. Mabel,
a su vez, llamó a Charles Eyton, director general de la Famous Players-
Lasky, el cual se puso en contacto con el capo de la Paramount, Adolph
Zukor. Edna efectuó otra llamada a la estrella de la Paramount Mary Miles
Minter. Sin embargo, no pudo localizarla. El mensaje fue recibido por su
madre, Charlotte Shelby. Ninguno de ellos encontró un hueco en su tiempo
para ponerse en contacto con la Policía. Al parecer, todos tenían cosas más
urgentes de qué ocuparse.
Mabel se precipitó a la casa de Taylor para recuperar a toda prisa un
montón de cartas suyas. Charles Eyton se apresuró igualmente a deshacerse
de todas las existencias de alcohol ilegal que había allí. Vivo o muerto, era
inconcebible que un director de la Paramount hubiese podido violar la
Enmienda Décimo Octava. Adolph Zukor, como alma que lleva el diablo,
se apresuró a borrar cualquier evidencia de frivolidades sexuales. Y
Charlotte Shelby partió rauda en busca de su hija Mary, a quien la noticia
hizo proferir un torrente de histéricos aullidos. Henry Peavey (el criado-
soprano), anduvo a trompicones arriba y abajo de la hasta entonces plácida
calle Alvarado gritando incesantemente como un poseso «¡Han asesinado
al amo! ¡Han asesinado al amo!» hasta que, más tarde, uno de los vecinos
telefoneó a la Policía para ver «si vienen a recoger a este pobre loco». Por
fin llegaron los representantes de la Ley.
Mabel como Slim Princess

Cuando por la mañana la policía hizo su aparición en el bungalow de


Taylor, una agitada escena tenía lugar ante sus ojos. Alegres llamaradas se
desprendían de la chimenea, atiborrada de documentos comprometedores
para las jerarquías de la Paramount, mientras Edna Purviance contemplaba
el fuego. Mabel Normand, la heroína de Sennett, registraba con
laboriosidad todos los rincones y escondrijos en busca de una desordenada
correspondencia. El ojo del huracán era el cadáver de Taylor, tendido en el
suelo de su estudio con dos balas del calibre 38 en el corazón.
Hubiese cabido una mínima posibilidad de resolver el enigma, si los
jeques de la Paramount no se hubiesen precipitado a acudir a la casa del
fiambre para «cosmetizar» la escena. Era harto significativo que datos
claves habían sido incinerados por Zukor y Eyton en la chimenea de Taylor.
Sin embargo Zukor, Eyton y
compañía no dispusieron del
suficiente tiempo para completar su
limpieza general. Cuando la brigada
de homicidios compareció en el
bungalow, salió a la luz todo tipo de
material. Los guardias descubrieron
un lugar semisecreto, un cajón en
cuyo fondo, mezclado con algunos
guiones, había un muestrario de
fotos de carácter claramente
pornográfico. Eran poses un tanto
extravagantes y ridículas del muerto
en compañía de estrellas fácilmente
identificables que, ciertamente,
confirmaban tanto su fama de
Lothario Taylor Lotario como su discreción. Estas
curiosidades fotográficas no contribuyeron a solucionar el caso; Mary
Pickford manifestó que ella «iba a rezar».
Cuando se interrogó a Mabel
Normand acerca de su precoz
curiosidad, admitió, toda candor, que
había ido para hacerse cargo de las
cartas que ella había escrito a Taylor
y asegurarse personalmente de que
no cayesen en manos ajenas. Y
añadió: «Mi único motivo ha sido el
de asegurarme de que unas muestras
de simple y pura amistad no llegasen
a ser malinterpretadas» (Las misivas
fueron halladas bien escondidas en
una de las botas de montar de
Taylor).
Mary Miles Minter: ¿inocencia recatada?
Pistas posteriores en el estudio del difunto revelaron el contenido de
otra carta, camuflada entre las páginas de Manchas blancas, un librito
erótico de Aleister Crowley. Cuando la perfumada hoja revoloteó hasta el
suelo, quedó descartado que hubiese sido redactada por Mabel Normand. El
papel color rosa pálido estaba monografiado M. M. M., a la vista de lo cual
se alzaron muchas cejas. Mary Miles Minter era la respuesta de la
Paramount a Mary Pickford, tirabuzones incluidos: la más genuina
representación de la inocencia a secas. Sin embargo, de su puño y letra, en
la nota cariñosa se decía bien claro:
Mi muy querido—
Te amo— Te amo— Te amo—
X X X X X X X X X X X X X X X[4]
¡Tuya siempre!
Mary.

Interrogada, Mary confirmó: «Amé a William Desmond Taylor. Profunda,


intensamente, con toda la admiración que una muchacha puede sentir y
ofrecer a un hombre con la clase y la posición que él tenía» (M. M. M.
contaba veintidós años; Taylor, cincuenta).
En el transcurso del pomposo funeral, una turbada Mary Miles Minter se
aproximó al féretro y besó los labios del cadáver. Al retirarse, armó un
considerable revuelo al anunciar que el muerto había hablado. «Se ha
dirigido a mí y me ha dicho algo así como: Siempre te amaré, Mary».
Las circunstancias que rodeaban la muerte de Taylor eran tan chocantes
que, posteriormente, serían incorporadas en algunos argumentos de novelas
y guiones de películas, con todos o gran parte de los personajes de la vida
real, incluyendo al criado-soprano, Peavey, cuyo hobby era tricotar chales y
mantelitos de crochet. Estaba también lo del mayordomo de Taylor, un tal
Sands, quien había desaparecido. Más tarde se descubrió que era el
hermano pequeño del realizador, una dudosa figura con un pasado
escabroso, al margen de la ley. Taylor le había enseñado hasta hacerle
adquirir una apariencia impecable y servil a la que contribuían en buen
grado sus níveos cabellos. Sands, sospechoso de haber falsificado cheques y
de una posible implicación en el asesinato de su hermano, había puesto pies
en polvorosa y jamás volvió a saberse de él.
También se descubrió que tanto
Mary Miles Minter como Mabel
Normand habían visitado a Taylor la
noche del crimen. Mabel fue la
última persona que le vio con vida.
Como regalo de despedida, el
siempre galante Taylor le ofreció el
último volumen de Freud publicado
en Estados Unidos.
Solo habían transcurrido diez
minutos de la partida de la limusina
de Mabel, cuando una vecina, la
señora Faith Cole McLean, escuchó
un estruendo que la hizo asomarse a
la ventana que daba al bungalow de
Taylor. McLean declaró a la policía:
«La verdad es que yo no estaba muy
La X indica el lugar
segura de que aquello hubiese sido
un disparo, pues lo que oí parecía
más bien una explosión. Entonces, al mirar por la ventana, vi a un hombre
que abandonaba la casa caminando por el sendero. Bueno, supongo yo que
debía ser un hombre. Al menos, vestía como tal, pero ¿sabe usted?, de una
forma peculiar. Llevaba un pesado abrigo con una bufanda alrededor del
cuello y una gorra que le caía sobre los ojos. Pero caminaba como lo haría
una mujer. Ya sabe, a pasitos, balanceando unas caderas anchas y con las
piernas más bien cortas». (¿Podría tal vez haberse tratado de la celosa
progenitora de Mary Miles Minter, la señora Shelby, disfrazada? Ella poseía
una pistola calibre 38 con la que la habían visto practicando pocos días
antes del crimen. El caso es que, poco después, fue autorizada para
embarcarse rumbo a Europa sin haber pasado por ningún interrogatorio).
Taylor como director: un incidente devastador

El enigma hubiese resultado frustrante incluso para el mismo S. S. Van


Dine.
El asesinato conmocionó a Hollywood. Y fue un incidente
particularmente perturbador para la colonia fílmica, dado que Taylor,
prominente figura social, había sido el presidente de la Screen Director’s
Guild. Mundano, atractivo, bibliófilo, supuestamente soltero y con una
envidiable reputación como rompecorazones era, en realidad, William
Deane-Tanner, desaparecido desde 1908 de un hogar neoyorquino en el que
había dejado abandonadas a su esposa e hija.
Pronto se averiguó que, en su encarnación hollywoodense, Bill
Desmond, había mantenido affaires simultáneos con Mabel Normand, Mary
Miles Minter y la madre de ésta, Charlotte Shelby. El «cuadrángulo»
contenía todos los ingredientes picantes que la prensa pudiera desear, en el
más sensacionalista de los sentidos. Los periódicos insinuaron asimismo
que Taylor había sido la causa del suicidio de una famosa guionista de la
Famous Players, Zelda Crosby, con la que también había mantenido
relaciones íntimas.
Durante la búsqueda en el bungalow de Taylor, los inspectores dieron
con un nuevo y esotérico aspecto de las peculiaridades del occiso. En un
hermético armarito del dormitorio encontraron una colección sin parangón
de ropa interior perteneciente a diversas chicas de Hollywood, cuyas
braguitas de encaje primoroso, se hallaban clasificadas cada una con sus
correspondientes iniciales y una fecha. (Estaba más que demostrado que el
viejo zorro se había propuesto retener un encantador souvenir de cada
encuentro sentimental). Cuando un camisón de seda rosa pálido, bordado y
con las iniciales M. M. M., salió a relucir, la imagen dulce y virginal de su
propietaria, Mary Miles Minter quedó hecha trizas y su carrera masacrada.
(Retirada, muy a su pesar, M. M. M. buscó consuelo en los placeres
gastronómicos y, claro, ganó peso con gran celeridad). Los Tambores del
destino fue su última película.

La señora Shelby y su hija Mary


Como si todo ello no bastase, hubo un nuevo tema, el de la droga, para
añadir más miel sobre las hojuelas. Los sabuesos de profesión, alias
reporteros, descubrieron que el sorprendente Taylor había sido visto más de
una vez en ciertos sitios de alterne de Los Ángeles y Hollywood, covachas
donde hombres afeminados y mujeres masculinizadas, ataviados con
pintorescos kimonos y sentados en círculo, eran obsequiados con
marihuana, morfina y opio junto con el té de las cinco.
Implicada en el aspecto narcótico del caso Taylor, a Mabel Normand le
llegó el turno de hacer mutis por el foro de su carrera cinematográfica.
Suzanna, el film que acababa de rodar para Sennett, hubo de ser retirado de
los cines tras soportar el inevitable boicot.
El epitafio a su labor lo puso la revista «Good Housekeeping», al sugerir
que Mabel ya estaba demasiado «adulterada» para el consumo familiar. La
deliciosa comediante de tantas farsas Keystone ya no significaba nada para
su antigua legión de admiradores.
Pese a que tanto Mabel Normand como Mary Miles Minter fueron los
principales chivos expiatorios del caso Taylor, todo Hollywood se sintió
alcanzado por el eco. Se desparramaron lamentos por todo el país ante esta
nueva prueba de la depravación de Cinelandia. 1922 fue un año muy duro
para el celuloide.
Avalanchas de prensa adversa continuaron vertiéndose; fueron
formuladas incontables denuncias desde los púlpitos. Lo que temían los
magnates no era precisamente la ira divina, sino la disminución de las
ventas en las taquillas. El espectro de un boicot colectivo a cargo de clubs
femeninos, organizaciones clericales y comités anti-vicio, se cernía
amenazante. Ante este ataque frontal del puritanismo profesional clamando
por una limpieza, algo había que hacer para mejorar la imagen de las
películas. Y deprisa.
Mary Miles Minter: culpable de asociación indebida
Hays, el tramposo
La fiebre de Hays[5]

La necesidad de mejorar la imagen de las películas derivó en una limpieza


general, que tomó como ejemplo la llevada a cabo en el mundo del
baseball.
El multimillonario negocio de los deportes había estado al borde del
colapso cuando surgió a la luz el tongo amañado durante el Campeonato
Mundial de 1919. Los mandamás del baseball encontraron solución a sus
apuros empleando cincuenta mil dólares en la compra del juez Kenesaw
Mountain Landis y convirtiéndolo en el zar que garantizaba la pulcritud en
el juego.
Los jefazos de Hollywood decidieron utilizar un cabeza de turco similar,
indispensable para arbitrar la moralidad de las películas. Y doblaron la
apuesta.
De modo que, mediante cien mil pavos anuales, el puesto de Zar del
Celuloide fue ofrecido a un tipo afectado, con orejas de murciélago, tímido
en apariencia y cincel de políticos: Will H. Hays, miembro del poco
afortunado Gabinete del Presidente, quien, como representante del Comité
Nacional Republicano, había conseguido inclinar la nominación a favor de
Harding. (En 1928 se descubrió que el supuestamente puro Hays, había
aceptado un «regalo» de 75.000 dólares y un «préstamo» de otros 185.000
del magnate del petróleo Harry Sinclair, en señal de gratitud por haber
servido al afable Harding de trampolín hacia la Casa Blanca. El retorcido
Hays dio al Comité del Senado tres versiones diferentes acerca de estos
sobornos; el Senador Borah alegó que «Hays había obligado al Partido
Republicano a venderse a sí mismo frente a los saqueadores de la nación».
Hays pudo escabullirse de estas acusaciones por los pelos; en 1930, lo
pillaron con las manos en la masa, pagando sumas en calidad de honorarios
a los líderes «morales», supuestos jurados imparciales de la pureza de las
películas de cara a diversas instituciones cívicas y religiosas. El voluble
Hays se las compuso muy bien en esta maniobra).

Hays firmando con los padres fundadores de Cinelandia

En calidad de comandante en jefe de Harding, Hays añadió leña al


fuego. Este presbiteriano, miembro de los Caballeros de Pitias, Kiwanianos,
Rotarios, y además masón, supo presentarse como el único capaz de
contentar a las ligas de la pureza.
Harding aceptó la dimisión de su astuto perro de presa y Hays marchó a
su oficina de Nueva York; una ciudad considerada «neutral», alejada de la
carnalidad de Hollywood, pero convenientemente cercana a los poderosos
magnates del Cine.
En marzo de 1922, Hays se convirtió en el Zar de las Películas: le
hicieron presidente de la apresuradamente constituida Motion Pictures
Producers and Distributors of America Inc. En compañía de una compacta
asamblea de Padres Fundadores (Adolph Zukor, Marcus Loew, Carl
Laemmle, William Fox, Samuel Goldwyn, Lewis y Myron Selznick),
convocó una conferencia de Prensa para propagar a los cuatro vientos lo
que a partir de ese instante sería el new look, la nueva imagen de
Hollywood. (Elinor Glyn predijo cínicamente: «Solo cambiará en aquello
que les dé más dinero, ya veréis»).
Los guardaespaldas de la moral en
el cine comenzaron a proferir una
sarta de tonterías: «El poder del cine
respecto a la moral y educación no
tiene límite; por tanto, su integridad
debe ser protegida como hacemos
con la de nuestros hijos en los
colegios; su calidad, desarrollada
como la de nuestras instituciones
escolares… Por encima de todo
existe nuestro deber de cara a la
juventud. Hemos de tener presente
esa sagrada materia, la mente de un
niño, un campo limpio y virginal,
una pizarra en blanco. Nuestra
postura tiene que ser de idéntica
Hollywood según el «Cinturón de la Biblia» responsabilidad, el mismo cuidado
que adoptaría el mejor de los
sacerdotes, el más inspirado educador de la juventud». A medida que Hays
iba recitando, los Padres Fundadores de Cinelandia le apoyaban con gestos,
mostrando su asentimiento ante las cámaras. La política ya había enseñado
a Hays todo lo que necesitaba saber acerca de la hipocresía.
La oficina Hays publicó su primer «manifiesto»: las películas iban a ser
purificadas. La inmoralidad en la pantalla sería tijereteada: abajo la
grosería, la ropa interior, los besos lujuriosos, no más carnalidad; hacha
para los que se atrevieran a infringir estas normas fuera de la pantalla. La
gente de cine tendría que obligarse a observar una Cuaresma perpetua.
Serían incluidas cláusulas moralistas en todos los contratos, a fin de
mantener incólume a la «Gente Dorada»; los astros se convertirían poco
menos que en curas y las estrellas en monjas. Los desobedientes serían
castigados severamente.
La «fiebre» Hays inundó las
administraciones. Pero los jefes
supremos no se hacían demasiadas
ilusiones de que dichas cláusulas
morales fueran a alterar la forma de
vida de la colonia. Iniciaron
investigaciones secretas sobre todo
bicho viviente y lanzaron sobre
Hollywood una horda de detectives.
Estos se valieron de los mismos
trucos de siempre, desde los
sirvientes bajo soborno, hasta las
escuchas telefónicas, sin olvidar a los
especialistas en espiar a través de
ventanas abiertas. Cuando las Hays según el New Yorker
medidas dieron fruto, las oficinas
centrales se estremecieron. Aquello era peor, mucho peor de lo que se
habían imaginado. Bajo la aprobación del Zar Hays, se recopiló un Libro
Negro en el que se hallaban incluidos un total de ciento diecisiete nombres
de Hollywood considerados «no recomendables» a causa de sus ya no muy
privadas costumbres.
¿Se acabó la carnalidad?
Ajeno a todo: el accidentado Wally Reid
El encantador Wally

Cuando le mostraron a Adolph Zukor el Libro de los Malditos, el


mandamás de la Paramount tuvo motivos más que sobrados para alarmarse.
Encabezando la lista negra se encontraba el nombre de Wallace Reid, su
astro más taquillero. Zukor, cuyo estudio había tenido que apechugar con
una sustanciosa pérdida cuando a petición del respetable público, obligó a
retirar de circulación todas las cintas de Arbuckle y Mary Miles Minter,
protestó amargamente al insinuársele la conveniencia de que su actor más
popular fuera prohibido: «Deberían ustedes saber que lo que me piden es
imposible. La medida nos reportaría una pérdida de dos millones de dólares
como mínimo; sería, simplemente un suicidio». Otros jefes de estudio a
quienes de momento no afectaba la lista negra sabían que había muchas
maneras de forzar la voluntad de alguien como Zukor, por muy poderoso
que fuese, y dejaron caer la píldora acerca de Reid en las eternamente
ávidas rotativas. El «Graphic» encabezó la campaña con este titular:
LOS ENGANCHADOS DE HOLLYWOOD

Se insinuaba que entre los adictos a la droga más prominentes de la


colonia fílmica figuraba un popularísimo astro de la Paramount. Estos
rumores se confirmaron de forma alarmante cuando Wally Reid, «el rey de
la Paramount» fue trasladado sin contemplaciones a un remoto sanatorio en
marzo de 1922.
Los documentos para su internamiento habían sido rellenados y
firmados por Florence, la desgraciada esposa de Reid, a la sazón actriz
secundaria de la Universal, bajo el nombre artístico de Dorothy Davenport.
Su superior, Carl «Papá» Laemmle, entre otros, había aconsejado a Florence
que la «cura» de Wally era cuestión de máxima urgencia. Ella accedió de
todo corazón y hasta Zukor, aun a su pesar, concedió que era mejor
mantener a Wally fuera de alcance. La Paramount puso en circulación unos
cuantos eufemismos sobre el «exceso de trabajo» de su actor, pero la señora
de Wallace Reid no tardó mucho en comunicar personalmente a la prensa
que su marido se hallaba sometido a una cura por adicción a la morfina.

El «antro del vicio» de Wally: cocaína en la copa-trofeo

La sensacional noticia de que Wally Reid era drogadicto dejó sin aliento
al público norteamericano. Reid no solo era una popular estrella, sino el
vivo exponente del «Joven Ideal». De ojos azules y cabellos castaños,
Wally era un jovial gigante de 1,90 de estatura, en posesión de un encanto
que corría paralelo a su habilidad como comediante, a su juventud y
espléndida presencia. Ahora, su apodo, «el encantador Wally» cobraba otro
significado.
Bajo su nuevo papel de cirujano restaurador de imagen, Will Hays trató
de parar el golpe anunciando que «no se debía censurar, ni mucho menos
evitar, al infortunado señor Reid, sino tratarle como a una persona
enferma».
Ciertamente como tal fue Wally Reid manipulado y puesto a buen
recaudo. El resto del año 1922 lo pasó dentro de una celda aislada en aquel
sanatorio privado. La súbita privación de su diaria dosis de morfina y el
choque inesperado del internamiento solo lograron desquiciarlo. Wally se
vio obsesionado por la idea de haber sido arrollado por un tren. No se
equivocaba.
Familia unida: Dorothy, Wally y los niños
Mary Miles Minter sueña con su héroe: Wally Reid

La Paramount lo había especializado en una serie de películas sobre el


mundo del motor: The Roaring Road, What’s your hurry?, Double Speed
(que poco tenían de recomendables, salvo la personalidad del astro situado
tras el volante). Las había rodado una tras otra sin interrupción, y pronto el
cansancio dejó sentir su huella.
En 1920, cuando interpretaba Forever, a propuesta de un suave y
caballeresco compañero del equipo de Sennett, Wally probó su primera
dosis de morfina para combatir el cansancio y renovar las energías. Cuando
la película se hallaba enlatada, Wally ya se había enviciado. En su
crepúsculo, cuando filmaba Clarence, tuvieron que sostenerlo ante las
cámaras para poder terminar el rodaje.
Wally falleció en su solitaria celda el
18 de enero de 1923. Tenía treinta
años. Entre la colonia circuló el
rumor de que lo habían puesto «a
dormir».
Tras la muerte, su esposa Florence
se apresuró a convocar una rueda de
prensa. Anunció que tenía la
intención de vengar la pérdida de su
marido. Ella había denunciado a la
policía a los amigos de Wally, quienes
(éstas fueron sus palabras) «lo
condujeron a una vida en la que se
mezclaban la bebida, la droga y la corrupción». Se denominaban a sí
mismos «los golfos de Hollywood», pero Florence prefería referirse a ellos
como «bohemios». Wally se reunía con sus amigos bohemios para beber, y
pronto el hogar acabó convirtiéndose en una fonda. Llegaban en manadas a
cualquier hora, por intempestiva que fuese. Se quedaban y tomaban copas.
Era una fiesta detrás de otra, y de mal en peor. A esas alturas, Wally ya
estaba minado. Y, para colmo, lo que faltaba: morfina.
Florence aprovechó la conferencia de
prensa para dar la primicia de que su
próximo film sería Naufragio
humano, con un contenido
argumental denunciatorio del tráfico
de drogas. Interpretaría esa película
para «poner en guardia a la juventud
de la nación», y al mismo tiempo la
dedicaría a la memoria de Wally. No
mencionó para nada que para tan
pulcro producto había contado con el
apoyo de Will Hays. Finalizó su
rueda con un comentario sobre su querido esposo: «Wally ya estaba curado
de su adicción, pero se había debilitado terriblemente. Solo un retorno a la
droga, bajo control médico, naturalmente, habría podido salvarlo. Pero él se
opuso».
En la subsiguiente campaña nacional de publicidad para alertar al
público sobre los peligros de la drogadicción y promocionar de paso
Naufragio humano, Florence figuró en los créditos del reparto como «Sra.
de Wallace Reid».
Mary Pickford fue quien proporcionó a Wally su epitafio profesional:
«Su muerte es una gran tragedia. Porque yo sé que, de haber vivido, hubiera
hecho lo imposible por reparar todas sus faltas».
Viuda profesional: La señora Wallace Reid, de viaje
Corralito privado
Baños de champagne

En 1923 Will Hays lanzó un comunicado augurando días más claros para
Hollywood: «Estamos allanando el camino para mejorar las cosas en el
mundo del cine… pronto existirá un Hollywood modelo… Abrigo la fe de
que los desafortunados incidentes recientes pronto serán solo un
recuerdo…».
Estos piadosos pronunciamientos no disminuyeron el tono de las
campañas publicitarias de los exhibidores: películas como De mujer a
mujer, Hombres y La ventana de la alcoba, alardeaban de ofrecer un vistazo
a «bellas jazz babies, baños de champagne, banquetes de medianoche,
fiestas hasta altas horas de la madrugada», así como «escotes reveladores…
besos castos… besos pasionales… vírgenes en busca del placer, madres
ávidas de sensaciones… La verdad audaz, desnuda, excitante». Cuarenta
millones de norteamericanos rendían semanalmente tributo en las taquillas a
lemas como «Toda la aventura, todo el romance, todas las sensaciones de
las que Vd. carece en su rutinaria existencia, las encontrará en las películas.
Ellas le transportarán a un nuevo mundo maravilloso, lejos de la cotidiana
jaula en la que Vd. se encuentra. Aunque solo sea por una tarde o una
velada ¡evádase!». Las muchedumbres de los años veinte estaban
totalmente de acuerdo, pese a que, al final de cada film, Hays plantara su
mensaje moralizador.
Los Mandamientos del Zar fueron recibidos con desánimo por quienes
creían de buena fe en el cine como arte. Para éstos, el advenimiento del
hombre de las grandes tijeras y el cinturón bíblico era una verdadera
catástrofe para el Séptimo Arte. «Argumentos que se limitan a mostrar
honestamente la realidad de la vida están siendo barridos de las pantallas»,
señalaron con amargura, «mientras la escoria es bendecida a cambio de que
el final tenga una moraleja y el llamado sex-appeal sufra una hipócrita
reprimenda». (Se referían, claro, al chaquetero de Cecil B. De Mille).
La preocupación de Hays por la mente del niño, esa «pizarra en
blanco», se traducía en que el contenido de lo visible en pantalla se adaptara
al nivel de una criatura de diez años. Un anónimo descontento de
Hollywood confeccionó un chistoso foto-montaje en que se mostraba a
Hays retozando como un bebé feliz con su castillo de arena; circuló
muchísimo en las fiestas, a las que él no asistía.

¡A pasarlo bien!

Aunque el comportamiento en público se suavizó en cierto modo, los


parties en la colonia cinematográfica continuaban siendo tan alborotadores
como siempre. Las suites en los hoteles se habían desechado de mutuo
acuerdo, por considerárselos poco adecuados para las fuerzas de altos
vuelos. La «Gente Dorada» poseía fastuosas villas hispanomoriscas para
sus expansiones privadas y se cuidaba bien de correr sus brocadas cortinas
y plantar guardas en las puertas de hierro forjado para eludir a los reporteros
o a posibles espías de sus Estudios. Tras estas medidas de seguridad, los
«dioses» ya podían soltarse el pelo.
Rumores de la vida disoluta de
Hollywood, a espaldas de Hays, se
filtraban en la prensa a través de
doncellas y mayordomos
sobornados. El «New York Journal»
comentó: «Cuando las personas
pasan en pocas semanas de la
pobreza a la riqueza, su equilibrio
mental no siempre está a la altura de
las tensiones. De repente se
encuentran en posesión de dinero,
un juguete al que no están
acostumbradas, y lo gastan de forma
extravagante. Puede que se
embarquen en fiestas más o menos salvajes o que recurran a otros medios
de relajo y estímulo. La mayoría gasta alegremente todo lo que gana…
Desde que llegó la Prohibición, aquellos que no habían podido acaparar
bebidas volvieron los ojos hacia otras fuentes de excitación. Los traficantes
de drogas ilegales encontraron en nuestros tiempos en Hollywood un
mercado propicio».
Aunque el diagnóstico del «Journal» fuese correcto en cuanto al tráfico
de drogas, se equivocaba al asumir que las gentes de cine encontraban
dificultades para conseguir alcohol. Cada estrella tenía su propio proveedor,
y escalar las colinas de Hollywood con contrabando de este tipo resultaba
un pingüe negocio.
La colonia cinematográfica sació su sed durante la Prohibición, pero la
mayoría del alcohol ilícito que se consumía era de una calidad más que
cuestionable. Art Accord, la estrella caballista, llegó al extremo de
suicidarse por las porquerías que ingirió, y otra figura del western, Leo
Maloney, fue prácticamente asesinado por el mismo agente.
Joan Crawford en Our Dancing Daughters
Barbara La Marr: …demasiado
Heroínas heroinómanas

Tras el fallecimiento de Wally Reid, los consumidores de Hollywood no


rompieron con sus hábitos, pero aprendieron a usar la discreción.
Uno de los traficantes «clave» era un reposado y caballeresco actor a
quien el grupo Sennett apodaba «el conde». Él había sido quien se ofreciera
a Wally Reid para poner remedio a su resaca durante el rodaje de Forever y,
asimismo, había iniciado en la droga a Mabel Normand, Juanita Hansen,
Barbara La Marr y Alma Rubens.
«La muchacha demasiado hermosa», Barbara La Marr, era la más
rutilante e incontinente adicta de Hollywood. Revoloteó picoteando en
todas y cada una de las distintas variedades de los narcóticos, hasta ingerir
la sobredosis final, a los veintiséis años, en 1926. Barbara guardaba la
cocaína en una cajita dorada situada encima de su piano de cola; su opio,
con aromas de Benarés, era el de mayor calidad. Barbara, la Bella del Sur,
descubierta para la pantalla por Douglas Fairbanks en Los tres mosqueteros,
parecía haber adivinado que no permanecería mucho en este mundo.
Decidida a sacar a su vida el mayor partido posible, presumía de no
malgastar más de dos horas diarias en dormir: tenía «cosas más importantes
que hacer». Sus amantes se contaban por docenas («como si fueran rosas»,
decía ella), y durante su breve reinado como estrella tuvo seis maridos.
Los títulos de películas que sentaban a la «Demasiado Bella» Barbara
como anillo al dedo, rezaban cual letanía como sigue: Almas en venta,
Extraños de la noche, La mariposa blanca. Su última personificación de
mujer fatal, la hizo en El corazón de una sirena. El suyo propio dejó de latir
tras una dosis suicida. El Estudio achacó su muerte a una dieta «demasiado
rigurosa».
Tras Barbara La Marr, la sensible y dramática Alma Rubens perdió su
«afianzada posición en el escalafón de la fama» al zambullirse en el
nocturno universo de los narcóticos. La estrella de cabellos color ala de
cuervo de La mestiza, El precio que ella pagó y Teatro flotante se convirtió
en una verdadera heroína de la heroína, dedicando la mayor parte de su
energía y fortuna a la obtención de drogas.
La dependencia de Alma no se hizo pública hasta un extraño incidente
acaecido en la tarde del 26 de enero de 1929 en Hollywood Boulevard.
Aquel día la vieron correr por la calle perseguida por dos hombres: «¡Me
quieren secuestrar! ¡Me quieren secuestrar!», gritaba, despojándose del
sombrero y los guantes en su huida, y tirándolos a la alcantarilla junto con
su bolso.
Alma Rubens: mucho dramatismo

Corrió hasta una gasolinera para refugiarse entre los surtidores. Allí fue
acorralada por los dos hombres. Alma les agredió con un cuchillo que
llevaba escondido entre la ropa, apuñalando al más joven en la espalda. El
encargado de la estación se las compuso para arrebatarle el arma, mientras
el hombre de más edad le ataba los brazos tras la espalda. Sollozando, Alma
fue conducida hasta una ambulancia aparcada frente a su casa de Wilton
Place.
Cuando el suceso apareció en la prensa, quedó de manifiesto que Alma
Rubens había apuñalado al conductor de la ambulancia y que el hombre
mayor no era otro que su médico de cabecera, el doctor E. W. Meyer. Alma
había sido presa del pánico al verles llegar a su casa para internarla en un
sanatorio privado.
Tras unos meses de tratamiento en la clínica Alhambra, fue autorizada a
regresar a su hogar, bajo el cuidado de una enfermera. En abril de 1929
amenazó a su guardiana con una navaja, siendo reducida tras un forcejeo.
Alma fue trasladada al departamento de psiquiatría del Hospital General de
Los Ángeles y de allí pasó al del Estado de California para enfermos
mentales, en Patton, para una cura de seis meses. Al abandonarlo, declaró:
«Me siento de nuevo maravillosamente bien después de este descanso. Voy
a Nueva York y trataré de recomponer mi carrera empezando por el teatro.
Más adelante confío en regresar a Hollywood».
Las ilusiones de Alma de preparar su retorno en Broadway no dieron el
resultado apetecido y durante su permanencia en Nueva York inició los
trámites de divorcio de su tercer marido, el galán Ricardo Cortez. Alma
mantuvo su promesa y regresó a Hollywood en 1931, pero nada más llegar
sintió deseos de visitar Aguas Calientes al otro lado de la frontera
mexicana. Y allí se dirigió, conduciendo su coche en compañía de Ruth
Palmer, una joven actriz que había traído consigo desde Nueva York.
De vuelta a Hollywood hicieron un alto en el Gran Hotel de San Diego,
donde fue arrestada el 6 de enero de 1931, acusada de hallarse en posesión
de cuarenta ampollas de morfina. El chivatazo provenía de Ruth Palmer,
alarmada ante las explosiones de violencia de Alma. La policía encontró las
ampollas cosidas en el dobladillo de
uno de sus trajes. Cuando llegaron
los gendarmes, Alma puso el grito
en el cielo: «¡Me han robado nueve
mil dólares en joyas y esto es una
emboscada! Vine a California para
volver a la pantalla… ¡y ahora tenía
que sucederme esto!».
Tras el proceso, se diagnosticó
que Alma estaba seriamente
enferma y se la autorizó a volver a
su hogar, al lado de su madre y bajo
permanente vigilancia médica.

Barbara La Marr
Alma Rubens, poco antes de su muerte

Comprendiendo que iba a morir, Alma telefoneó al «Examiner» de Los


Ángeles para ofrecer una postrera entrevista: «Me he sentido tan desdichada
durante tanto tiempo… Solo me dirigía a profesionales buscando aliviar mis
penas. Me decían: “Toma esto contra el dolor y te sentirás con fuerza para
continuar”. Cuando me ofrecían ese terrible veneno, yo ignoraba de que se
trataba. Fui de uno a otro. Uno de ellos hasta se rió de mí cuando le confesé
que me acobardaba la droga. Me dijo: “No tengas miedo, una vez que te
hayas recuperado no la volverás a necesitar”.
»Pero continuaron dándome más, y más. Mientras tuve dinero, podía
pagarlas y adquirirlas. Tenía miedo de contárselo a mi madre, a los amigos.
Mi único deseo era conseguir drogas y consumirlas en secreto. Ojalá
hubiese podido arrodillarme ante la policía o ante un juez y rogarles que
endureciesen las leyes, para que sus propios esbirros renunciasen a los
asquerosos dólares que los traficantes les dan como precio de la
impunidad." El 22 de enero de 1931 Alma murió a los 33 años.
Otra heroína de la heroína fue una
delicada rubia, Juanita Hansen, «la
chica Mack Sennett» por
antonomasia arrastrada a las drogas
junto con el elenco Keystone. El
Conde la había abordado en la
mañana tempranera de un lunes
cuando ella se hallaba aún bajo los
efectos de un fin de semana etílico.
Usó su habitual carta de
presentación: «Encanto, ¿te sientes
mal? Yo puedo quitarte la
resaquilla». La primera dosis,
faltaría más, era gratuita. La caída
era de cajón.
Bien pronto, Juanita pagaba
El regreso de Juanita Hansen
setenta y cinco pavos por una onza
de lo que fuese. Años más tarde recordaba en Los Ángeles el encuentro con
su camello: «Un mercachifle, el mismo tipejo de aquel infausto día, en el
mismo lugar, y el que me había vendido el primer “ramillete” de heroína. A
partir de entonces fui una de sus mejores clientes. Él era un actor bastante
conocido, aunque no una estrella. Tomé una dosis allí mismo. Los médicos,
el hospital y los peligros a los que me exponía me traían sin cuidado. Lo
único que contaba era la heroína. Compré un buen repuesto». Así pudo el
Conde añadir una nueva luminaria al «Callejón de los Sabores».
Mientras Barbara La Marr y Alma Rubens habían conseguido de alguna
forma evadir la lista negra del Libro de los Malditos, que precedió a la
muerte de Wallace Reid, Juanita Hansen no fue tan afortunada. Su nombre
fue encontrado en una carta de cierto médico de Oakland, a quien ella había
dirigido sus súplicas en busca de tratamiento. Acto seguido, tras la muerte
de Reid, Juanita fue arrestada y retenida en prisión durante un período de
setenta y dos horas, a fin de determinar si era o no adicta. No lo era
entonces, pero los titulares en primera plana acabaron con su carrera.
Juanita, la intrépida Reina de los Seriales y estrella de La ciudad perdida,
emprendió el camino hacia el olvido. Su «retorno» no fue en el lienzo de
plata, sino dentro de la muy digna y responsable Fundación Juanita Hansen,
cuya principal labor era azuzar a los médicos para que declararan la guerra
a la adicción «de la misma forma que la cruzada contra la sífilis».
Gloria Swanson, como una Reina
Los Nuevos Dioses

A pesar de la cláusula relativa a la moral, que había sido añadida a los


contratos, de las advertencias de Hays y de las oficinas centrales, las jaranas
en los círculos privilegiados, haciendo caso omiso de los ejemplos de las
estrellas caídas, prosiguieron sin disminución durante los violentos años
veinte.
Los Nuevos Dioses estaban decididos a vivir sus propias leyendas hasta
el máximo ¡y al infierno con los Hays y las Doñas Purezas de
Norteamérica! Los excesos de las estrellas eran alardes de desenfado y
cinismo característicos de la imberbe Era del Jazz. La amargura y la
sordidez permanecían latentes, pero la actitud general parecía resumirse en
un simple «Bueno, ¿y qué?». Edna St. Vincent Millay resumió en una
sucinta guía las características que distinguían a la Gente Dorada.

Mi vela se quema por ambos extremos;


No durará toda la noche;
Pero ¡ay, amigos y adversarios míos,
si vierais qué luz tan bella!

«¡Ay, las juergas que nos corríamos!», recordaría, más adelante la Swanson.
«En aquellos tiempos, el público deseaba que viviésemos como reyes y
reinas. Y así lo hacíamos. ¿Por qué no? Estábamos enamorados de la Vida.
Ganábamos más dinero del que jamás hubiésemos soñado, y no había el
menor motivo para pensar que aquello pudiese tener fin».
Barbara, «la demasiado hermosa»

Mientras sus adversarios la denostaban, la pandilla «in» de Hollywood


se agitaba en una atmósfera de lujo vertiginoso: oníricos castillos hispano-
moriscos, Valentino, edificado en lo alto de una colina, con sus suelos de
mármol negro y el dormitorio de igual color; la casa de Marion Davies en la
playa de Santa Mónica, con cien habitaciones, salón dorado, dos bares,
pinturas de viejos maestros, su salita de proyección y la amplia piscina a la
que se accedía por un puente de mármol; el baño romano en el living de
Pola Negri, y la enorme tina empotrada de Barbara La Marr, con sus grifos
de oro, en el cuarto de aseo, todo él en ónix; Greenacres, de Harold Lloyd,
una fortaleza de cuarenta y una habitaciones, con fuentes que podían
rivalizar con las de Tivoli; el baño de oro macizo de Gloria Swanson en un
marco de mármol negro; el comedor de Tom Mix con su fuente reflejando
los colores del arco iris; «La Tentadora», goleta de John Gilbert, «El
Vampiro», su motora, «La Harpía», su bote de vela, «La Bruja», su chalupa,
los sirvientes polacos y una orquesta particular de balalaikas; el rincón
chino de Clara Bow y los pomos de oro puro en las puertas de Charles Ray.
Harold Lloyd: «antro chino»

Si el McFarlan de color azul de Wally Reid jamás volvió a cruzar el


Sunset, había suficientes cacharros capaces de reemplazarlo: el rojo
convertible Kissel de Clara Bow, con su pareja de perritos chow haciendo
juego; el Voisin de Valentino, hecho a medida, con el tapón del radiador en
forma de cobra, el Pierce-Arrow amarillo canario de Mae Murray, o su más
formal Rolls Royce con chófer uniformado; el sedán púrpura de Olga
Petrova; el Lancia enteramente tapizado en leopardo de Gloria Swanson.
Boda real de Mae Murray

En esa época, los boudoirs de


Joseph Urban estaban empapados
en Shalimar, los modelos parisinos
de más de tres mil dólares duraban
lo que una noche de fiesta, el dinero
entraba por arrobas y se iba a
puñados, el licor era clandestino
pero abundante, y cualquier estrella
podía comprar la llave que abría las
puertas de un paraíso artificial.
Los astros trabajaban duramente
toda la semana; a las diez de la
noche solían irse a la cama,
prevenidos para la temprana
llamada mañanera. Los fines de
semana, sin embargo, eran
desenfrenados. Como si cambiarse a
Zapatos, joyas y vestidos de la Swanson:
cada momento de traje durante toda
gustos caros la semana bajo la potente luz de los
focos no fuese suficiente, el
pasatiempo favorito lo constituían las fiestas de disfraces.
Fue célebre el baile de máscaras organizado por Marion Davies en 1926 en
el gran salón del Ambassador, transformado para la ocasión en un suntuoso
escenario hawaiano. Mary Pickford llegó como Lillian Gish en La Bohème;
Douglas Fairbanks era Don Q., el hijo del Zorro; Charles Chaplin,
Napoleón; John Gilbert se presentó como Red Grange, con atavío de
futbolista y peluca rojiza; Lillian Gish era una heroína de Jane Austen;
Bebe Daniels, una Juana de Arco en lamé de plata; Elinor Glyn, Catalina de
Rusia; Marshall Neilan y Allan Dwan eran los barbudos Hermanos Smith,
inventores de las pastillas contra la tos, mientras que la propia Davies
representaba a una beldad del siglo XIX. (John Barrymore se presentó como
un vagabundo tan realista que le
negaron la entrada).
Las estrellas llevaban la moda
hasta el último extremo para
cualquier aparición en público: la
Swanson encabezaba el desfile en la
Alameda de las Plumas. Las facturas
anuales de Gloria podían desglosarse
así: abrigos de pieles, 25.000 dólares;
otros tapados, 10.000: vestidos,
50.000; medias, 9.000; zapatos,
5.000; ropa interior, 10.000; bolsos,
5.000; blusas, 5.000, y otros 6.000
para nubes de perfume.
En aquel tiempo la Swanson
ganaba 900.000 dólares al año bajo
contrato con la Paramount.
Chaplin en compañía de dos bellezas: Gloria Swanson y Marion Davies
Las ninfas de Charlie

Mientras la de por sí exhibicionista Gente Dorada irrumpía en los


estruendosos años veinte a un ritmo frenético, había entre ella una pequeña
y solitaria figura dedicada al cine como arte. Este hombre era británico, y
británico seguiría siendo.
Charles Spencer Chaplin asistía a los festejos que daban los demás (los
de disfraces, no los «escandalosos») pero nadie recordaba que él hubiese
ofrecido uno jamás.
Este obsesivo del trabajo bien hecho prefirió erigir su propio estudio en
un terreno que había adquirido en la esquina del Sunset Boulevard con La
Brea, y se pasaba meses enteros perfeccionando las tomas de sus películas.
Chaplin no solía ir en pos del escándalo; era éste quien lo buscaba. A partir
de su meteórico ascenso a la fama había sido objeto de todo tipo de
especulaciones en la colonia fílmica. Algunas de ellas estaban relacionadas
con su probada avaricia, pero el tema más popular para el cotilleo era el
gancho que este hombrecillo tenía con las mujeres. Su nombre había estado
vinculado a los de Edna Purviance, Lila Lee, Josephine Dunn, Anna
Q. Nilson, Thelma Morgan Converse, May Collins, Claire Windsor, Clare
Sheridan y Pola Negri.
Una ninfa relevante en la vida de Charlie fue una de las mujeres más
ricas del mundo; la primera corista buscadora de oro procedente del elenco
Ziegfeld, Peggy Hopkins Joyce. Se había instalado confortablemente en
Hollywood con tres millones de dólares en su cuenta corriente (procedentes
de las asignaciones de sus cinco maridos) en el año 1922, repleto de
escándalos, solo para comprobar por sí misma si la tan mentada ciudad del
pecado hacía honor a su reputación.
Peggy se plantó en Hollywood con un elegante vestido negro y un
generoso muestrario de esmeraldas y diamantes; cierto joven acababa de
suicidarse en París por su amor. El luto de ella se limitó únicamente al
guardarropa y muy pronto se encontró cenando con Charlie, tête à tête. Su
forma de presentarse tuvo el mismo candor que el de una corista: ¿«Es
cierto, Charlie, lo que afirman todas las chicas, que estás mejor dotado que
un semental»?.
La gran rubia y el pequeño cómico se apresuraron a gozar de un veraneo
anticipado en la Isla Catalina. Como coartada para este idilio, Chaplin
aprovechó para localizar los exteriores de Napoleón, su proyecto más
inminente.
Peggy y Charlie encontraron una discreta ensenada en la parte más
solitaria de la isla, desde donde podían hacer excursiones y practicar el
nudismo sin ser observados; al menos eso imaginaban. La presencia de las
dos celebridades en la islita no había pasado sin embargo inadvertida, y
algunos de los más curiosos nativos de Catalina escalaron las montañas que
dominaban la bahía equipados con potentes binoculares. Al poco tiempo,
las cabras salvajes oriundas de Catalina eran apodadas «Charlies».
En el transcurso de su breve, pero intensa amistad, Peggy obsequió a
Charlie con el relato de su vida de «buscadora de oro». Él hizo buen uso de
estas anécdotas, y algunos incidentes de la temprana carrera de la Hopkins-
Joyce le aportaron la necesaria inspiración para su film Una mujer de París.
Las «mujercitas» en la carrera
hollywoodense de Charlie
establecieron su reputación como
«gallo de corral». La primera ninfa
fue la rubia y menuda Mildred
Harris, que solo contaba catorce
años cuando encontró a Charlie en
una inocente fiesta playera en Santa
Mónica. Cuando Chaplin la pidió en
matrimonio, ella tenía solamente
dieciséis años. Charlie había sido
debidamente informado de su
estado de embarazo, y el casamiento
parecía ser la forma más deportiva
de encarar la cosa.
Solo habían transcurrido
cuarenta y ocho horas tras la
ceremonia, cuando el jefazo de un
Estudio recién surgido, un ex-
Mildred Harris, la cándida
chatarrero llamado Louis Mayer,
ofreció a Mildred un contrato. Ella lo firmó. Mildred poseía un rostro
agradable, pero no era actriz. Sin embargo a Mayer le pareció rentable
lanzarla como «señora de Charlie Chaplin».
Este contrato disgustó a Chaplin, que no había sido consultado. Mayer
anunció a bombo y platillo que el primer vehículo estelar para Mrs. Chaplin
(Mildred Harris) sería una saga sobre incompatibilidades domésticas
titulada El sexo débil.
Como pareja artística, Charlie, de veintinueve años, y Mildred, de
dieciséis, no funcionaron demasiado bien.
Chaplin le confió a Fairbanks que su jovencísima esposa no era
precisamente un peso pesado mental. Una ráfaga de tragedia se filtró
cuando Mildred escapó de la muerte
por pelos al dar a luz; el bebé, un
niño, resultó un ente deforme que
solo sobrevivió tres días. Fue
enterrado en el Hollywood Memorial
Park bajo una losa en la que se leía
«El Ratoncito» y sobre cuyo dibujo
el especialista había fijado una
encantadora sonrisa. La criatura no
había sonreído jamás.

Peggy Hopkins Joyce, la experta


Charlie: le gustan las mujeres

Al lanzar Mayer una campaña de publicidad basada en la «famosa esposa


del comediante», el matrimonio Charlie-Mildred hizo aguas y comenzaron
a recriminarse mutuamente (ella le acusaba de crueldad, él alegaba
infidelidad) en todos los titulares de la nación. Chaplin era lo bastante
discreto como para atraer la atención sobre sus fugas del lecho conyugal (a
menudo solía pasar la noche en compañía de Nazimova, la «Mujer de los
Mil Caprichos» de la Metro). Charlie estaba indignado con la desaprensiva
explotación de su nombre para promocionar las películas de Mildred, la
segunda de las cuales no era más que una barata imitación de Mary
Pickford titulada Polly, la del País de las Tormentas.
Dado el carácter y el temperamento de Charlie, era evidente que la chispa
no tardaría en saltar. El 8 de abril de 1920 tuvo lugar un encuentro fortuito
en el atestado comedor del concurrido Hotel Alexandria. Sentados en mesas
diferentes pero una en frente de la otra, Chaplin acusó a Mayer de
Amigas y rivales: Pola y Nazimova
Natacha Nazimova
envalentonar a Mildred respecto de los
preliminares del divorcio. Cuando Mayer se levantó para dirigirse
majestuosamente hacia el vestíbulo, Chaplin le siguió. Mayer se volvió y le
gritó «¡Pervertido asqueroso!».
Chaplin le retó a que se despojase de sus gafas, a lo que Mayer
respondió quitándoselas con su mano izquierda y noqueando a Charlie con
la derecha. Un atento Jack Pickford levantó a Charlie del macetón con
palmera en donde había aterrizado y se lo llevó chorreando sangre. Mayer,
que en sus difíciles años de chatarrero de New Brunswick había aprendido a
sacudirse a sus adversarios, le miró desdeñoso al verle partir: «Solo hice lo
que cualquier hombre hubiera hecho».
Mayer de MGM: gruñidos y puñetazos
Chaplin y Lita: esposa adolescente
Lolita

Y llegamos al modelo original, la más legendaria de las ninfas: Lolita.


¿Quién era Lolita? Había nacido en Hollywood, de madre mexicana y
padre norteamericano con ascendencia irlandesa, el 15 de abril de 1908. Su
nombre de pila era Lillita McMurray. Se había criado en el sector pobre del
Sunset, no muy lejos del Estudio de Chaplin, en un cuchitril de alquiler muy
bajo. Descarada, aunque no inteligente, con un óvalo ancho y frente
estrecha, no fue ninguna lumbrera en la escuela.
Cuando Chaplin puso sus ojos por primera vez en Lolita, ella tenía siete
abriles. El año era 1915; el lugar, un conocido salón de té frecuentado por la
gente de cine, la posada Kitty’s Come-On, donde la señora McMurray
(Nana) trabajaba como camarera. La pequeña Lolita atrajo la atención de
Charlie (ella sabía perfectamente quién era él), allí, de pie; mirándole. Lo
que Charlie vio fue una pequeña, vestida un tanto frívolamente, en posesión
de un par de ojos descarados. Él, improvisando una pequeña y divertida
pantomima, le hizo señas para que se acercara, le preguntó su nombre, y
pronto ambos se encontraron compartiendo pasteles y té servidos por una
vigilante camarera: Nana.
No había transcurrido mucho tiempo, cuando Lolita ya actuaba como
extra infantil y aparecía como el angelito flirteador en la secuencia
«celestial» de El Chico, y más tarde como la virgen de La clase ociosa.
Chaplin la ayudó mucho concediéndole papelitos sin frase. Con la llegada
de los cheques endosados a nombre de su pequeña, la señora McMurray
pudo renunciar a la tarea de servir mesas, dedicando todo su tiempo a la
«educación» de su hija. Nana, semestre a semestre, solo se preocupó de
enseñar a su retoño una asignatura: cómo casarse con un millonario.
Lolita, a los doce, trece, catorce, quince añitos, y Chaplin, el gallo del
corral, el halcón de presa, nunca demasiado lejos, observando a distancia
cómo florecía el capullo. Y bien, Lolita se había desarrollado lo suficiente
como para convertirse en una primera dama.
Chaplin se encontraba en los preparativos de La quimera del oro. ¿No
era Lolita ideal para el personaje de la muchacha del salón de baile? Así lo
creyó Chaplin; alborozadamente la señora McMurray coincidió. En marzo
de 1924, Lolita firmaba el contrato brincando arriba y abajo y musitando
alegremente: «¡Qué bien! ¡Qué bien!», mientras una complacida Nana la
contemplaba. Ella comprendía que su hijita era menor de edad, pero no
demasiado para no retozar por ahí con quien estaba instruyéndola en el arte
interpretativo. (Lolita había sido ya sobradamente aleccionada por Nana
sobre el personaje que debería interpretar para Chaplin).
Con tan devota mamá a sus espaldas, Lolita, a los dieciséis años, se
convirtió de la noche a la mañana en estrella de los Estudios Charlie
Chaplin; su nombre fue colocado en la puerta del camerino que antes
perteneciera a Edna Purviance, redecorado ahora al gusto de Nana.
Siguiendo una respetada tradición fílmica, su nombre había sido
alterado y, a partir de ahora, Lolita pasaba a ser Lita, y el McMurray se
convirtió en Grey (Gris era el color y el nombre del gatito de angora que
Chaplin había regalado a su jovencísima estrella-querida, pues en amantes
se habían convertido hacía escaso tiempo). El gatito acompañaba a Lita al
Estudio Chaplin, como lo hacía la ambiciosa mamá, que jamás perdía
comba.
La prensa ensalzaba hasta las nubes la aparición de la nueva luminaria,
por su belleza, talento y «aristocráticas raíces hispánicas», y, cuando llegó
el turno de que La quimera del oro comenzase su singladura ante las
cámaras, previamente Chaplin había rodado ya millares de metros de Lita
en la sala de baile. Fue un trabajo muy arduo. Porque, a pesar de la
obstinación de Charlie, ella no solo no se dejaba manejar, sino que además
era muy difícil de fotografiar. Lo que Charlie creía ver en ella, un cierto
encanto infantil, parecía evaporarse bajo los cegadores focos, y los trucos
del director no servían de nada para devolvérselo. Chaplin comenzó a
pensar que la aleteante presencia de la madre de la artista, Nana, hacía
imposible que su capullo floreciera.
Entonces, cierto monótono día, en el decorado de la atiborrada sala de
baile, bajo los reflectores, mientras Lita trataba por enésima vez de sacar
adelante su tango, se llevó las manos al estómago y soltó un grito. De esta
forma, los equipos técnico y artístico de La quimera del oro, incluyendo a
su realizador, fueron informados de que se hallaba encinta.
En lo que se refiere a la señora McMurray, siempre a prudente distancia,
el feliz acontecimiento se había anticipado. De modo que aquello le dio pie
para montar su número, invocar a todos los santos españoles e incluso fingir
un desmayo.
Las cosas marchaban de acuerdo con su plan: había llegado el momento
de que el tío Edwin McMurray (por casualidad abogado de profesión) se
entrevistase con Chaplin y le recordara que el sexo prematrimonial con una
menor de edad era, según los estatutos, equivalente a la violación.
El subsiguiente matrimonio forzoso, consumado el 24 de noviembre de
1924, alimentó a los titulares bajo la definición de «escándalo anual de
Hollywood». Aquél fue el bautismo de fuego de Chaplin. Él trató de evitar
el tumulto, pero cincuenta reporteros salieron en estampida tras la pareja
cuando atravesaban la frontera de México en pos de una anónima y rápida
ceremonia. En lugar de ello, se vieron obligados a practicar el juego del
escondite en medio de una polvorienta ola de calor y con la amenaza de una
fastidiosa horda de periodistas.
No había un solo lugar donde esconderse en la andrajosa ciudad de
Empalme (Estado de Sonora) cuando en el recinto del Juez de Paz
efectuaron su entrada Charlie Chaplin, de treinta y cinco años, y su
embarazadísima novia de dieciséis, con todo el mundo pendiente de ellos.
La madre y el tío de Lita también estaban presentes… para asegurarse de
que el novio no pusiera pies en polvorosa. Lo que se dice toda una historia.
Los reporteros dieron fe de que, mientras los recién desposados trataban
de abrirse paso a través de la nube de reporteros, Chaplin estaba lívido.
Desviando las preguntas impertinentes con su mejor sonrisa, alcanzó su
limusina e inició la huida dejando a los perros de presa mordiendo el polvo.
Mientras el novio y su ninfa atravesaban la frontera, un escritor de la
plantilla de Hearst, telefoneaba su exclusiva sobre la cacería de la boda a
través de las llanuras.
Lita con sus hijos

A su regreso a Los Ángeles, se pudo escuchar a Chaplin, que se había


sumado a un grupo de amigos presentes en el tren donde pasaba su luna de
miel, hacer este comentario: «Bien, muchachos, esto es mejor que estar en
la cárcel, pero no durará».
Cuando los titulares en primera página sobre Charlie y su niña-novia se
esparcieron por toda la nación, Lita Grey, que llevaba alas en su corta
intervención en El Chico y había rodado miles de metros inservibles a La
quimera del oro, era ya tan conocida como cualquier estrella de Hollywood.
Pero, a partir de su encinto matrimonio, hubo de «retirarse de la pantalla».
El alejamiento iba a brindarles, a Lita y al resto del clan de los
McMurray, ciertas compensaciones. Nana trabajaba en la sombra para
asegurarse de que la carrera cinematográfica a la que su pequeña había
renunciado fuera reemplazada por algo más sólido. Ella y tío Ed calculaban
que Chaplin poseía bienes por valor de dieciséis millones de dólares.
Chaplin en La clase ociosa: extras caros, la señorita McMurray y Lita de sirvientas

A su regreso a la mansión de cuarenta habitaciones en Beverly Hills, los


recién casados fueron escoltados hasta el porche por Nana. Y como si
encarnara una pesadilla, la suegra, señora McMurray, invitándose a sí
misma, se instaló cómodamente en la casa… durante dos atormentadores
años (la mamá política esgrimió como pretexto que Lita era una «criatura»
incapaz de lidiar con todas las facetas de un hogar).
Los periódicos dieron cuenta del nacimiento de un niño, Charles Spencer
Chaplin hijo, el 28 de junio de 1925, siete meses después del casamiento.
Un segundo vástago, Sydney Earle Chaplin, vio la luz por primera vez el 30
de marzo de 1926, justo nueve meses y dos días más tarde. Para entonces,
Chaplin ya no era dueño de su hogar. El clan McMurray, de Beverly Hills,
había tomado posesión de la casa y el denominador común eran unas
enormes y alborotadoras fiestas (con bebidas). En la noche del 1 de
diciembre de 1926, Charlie que regresaba al hogar tras un difícil día de
rodaje de El circo, se encontró con que otra carpa, pero de borrachos, se
había adueñado de su refugio. Tuvo
lugar la inevitable explosión y, tras
un intercambio de palabras airadas,
Lita empacó a sus nenes y se
marchó seguida por el clan
McMurray y su escolta de invitados
ebrios.
Para cuando Lita hizo la
petición de divorcio el 10 de enero
de 1927, el diabólico plan urdido
por la madre y la hija para sacar
tajada de Chaplin y de su dinero se
había debilitado y era demasiado
tarde. El dúo dinámico renunció a
los derechos sobre su presa por un
precio: un millón limpio.
Durante los dos años de
matrimonio infernal, la pequeña
Lolita se había metarfoseado en una
feroz Jantipa, siempre bajo la
dirección de Nana. Cada
movimiento de Chaplin en la casa, cada salida y entrada que oliese a
pecadillo, cada observación liberal o sugerencia íntima, compartidas con su
esposa en el tálamo, eran transmitidas de hija a madre y anotadas por ésta
en su Gran Libro Mayor. Entonces Nana llevaba la evidencia a tío Ed, el
abogado de la familia.
Cuando Chaplin se evadió, interrumpiendo su trabajo en El circo para
refugiarse en el hogar de Nathan Burkan, su asesor en Nueva York, todas
sus propiedades fueron embargadas por el equipo legal que encabezaba el
tío Ed. Chaplin sufrió una depresión nerviosa y fue tratado en casa de
Burkan por el doctor Gustav Tiek, un eminente especialista en tales
desequilibrios. Vuelto a su estado normal, Chaplin creyó desfallecer al
enterarse de que todo el país estaba virtualmente inundado de maliciosos
artículos inspirados en sus dos años de matrimonio infernal.
Cuarenta y dos páginas impresas en forma de panfletos bajo el título de
Las quejas de Lita Grey, fiel transcripción de las causas por las que Lita
solicitaba el divorcio, mantuvieron en vilo a todos los pazguatos del país y,
de paso, se vendieron miles de copias a razón de un cuarto de dólar
semanales.

El clan McMurray: haciendo cálculos

Según las Quejas, desde el primer momento de intimidad, «el


Demandado jamás había sostenido relaciones matrimoniales con la
Demandante en la forma acostumbrada entre marido y mujer». (Lo cual
lleva a preguntarse cómo se las había arreglado ella para concebir).
Casualmente había entre los textos un término latino, fellatio, que
indujo a un buen número de jovencitas a indagar en los diccionarios. Al
parecer, a la señora de Chaplin no le gustaba perpetrar este acto «anormal,
contranatura, perverso, degenerado e indecente» (tal como fue descrito por
los abogados de Lita), pese a que Chaplin la animaba con un «relájate
querida, todos los casados lo hacen».
Durante los trámites del divorcio, los dos nenes fueron zarandeados ante
el juez y los fotógrafos en una conmovedora demostración de amor
maternal. Los agravantes en contra de Chaplin enumerados en las Quejas
podían resumirse en cinco apartados básicos:

1. La Demandante había sido seducida por el Demandado.


2. El Demandado no consintió en casarse con la Demandada hasta ser
apremiado y forzado a hacerlo y, siempre, reservándose la opción de
divorciarse.
3. El Demandado había solicitado de la Demandante que se sometiese a
un aborto nada más confirmarse su condición de embarazada.
4. Para precipitar el divorcio, el Demandante sometió a la Demandada a
un calculador plan de cruel e inhumano tratamiento.
5. Las pruebas de estas acusaciones están suficientemente comprobadas
por la inmoralidad de la conversación cotidiana de Charles Chaplin,
así como por sus teorías relativas a las cuestiones más sagradas, a las
que él no concedía el menor respeto.

Para ilustrar la acusación número 5, Lita citó numerosas conversaciones en


las cuales Chaplin se expresaba frívolamente sobre la institución
matrimonial y la legislatura sobre el sexo en el Estado de California. En sus
persistentes esfuerzos por «rebajar y corromper sus impulsos morales, por
aniquilar su código de decencia», Chaplin incluso leía a Lita trozos de un
libro tan «depravado» como El amante de Lady Chatterley de D.
H. Lawrence.
Otra tentativa de educar a la esposa, resultó igualmente denigrante:
«Por ejemplo, cuatro meses antes de la separación entre el Demandado
y la Demandante, el Demandado sugirió que una jovencita con una
reputación basada en la práctica de actos de perversión sexual, pasara la
noche en el hogar. El Demandado le dijo a la Demandante que entre los tres
podrían pasar juntos un rato estupendo». Lita dijo que, al rechazar ella tal
proposición, Chaplin, exasperado le había gritado: «¡Uno de estos días vas a
colmar mi paciencia y soy capaz de matarte!».
Por su parte, Chaplin hizo las siguientes declaraciones a la prensa: «Me
casé con Lita Grey porque la amaba, y cuanto peor se portaba conmigo, al
igual que tantos otros tontos, más la quería.
Me temo que todavía la amo. Me aturdió y
estuve al borde del suicidio el día en que me
dijo que ya no me quería, pero que
deberíamos casarnos. La madre de Lita
sugería constantemente que nos
desposáramos; yo le contestaba que estaba
dispuesto, a condición de que pudiésemos
tener hijos, pues me consideraba estéril. Era
su madre quien, continua y
deliberadamente, ponía a Lita en mi
sendero, alentando nuestras relaciones».
La reacción de la prensa no fue
enteramente contraria a Chaplin. H.
L. Mencken comentó en el «Baltimore
Sun»: «Los chaqueteros que hace seis
semanas se deshacían con Chaplin ahora se
disponen a bailar alrededor de la pira
mientras él se quema; el artista está
aprendiendo algo sobre la psicología de las masas… De un juicio público,
que contiene acusaciones de tipo sexual, se ha hecho un Carnaval que
alcanza a todos los Estados Unidos de América…».
La pandilla de Lita se apercibió de un giro en la tormenta a favor de
Chaplin, de modo que decidieron jugar la última baza. Amenazaron con
desnudar en el Tribunal a «cinco primerísimas figuras cinematográficas»
con quienes Charles, durante su matrimonio, había mantenido relaciones
íntimas.
Aquello precipitó el desenlace. Para evitar que los nombres de esas
actrices fueran involucrados en el caso (particularmente el de Marion
Davies, que había ofrecido refugio a Chaplin en su casa de la playa durante
numerosas noches, cuando las cosas se ponían feas en el hogar), Chaplin
capituló. Se llegó a un acuerdo en dinero contante y sonante, y Lita cambió
sus sensacionales «quejas» por una simple acusación de crueldad mental.
El 22 de agosto de 1927, tras una actuación de veinte minutos en el
estrado, Lita era recompensada con seiscientos veintiocho mil dólares, y un
vacilante Chaplin regresaba a Hollywood para reanudar su labor en El
circo, interrumpida durante un año a causa del litigio. Estaba nuevamente
soltero, pero había llegado a convertirse en un amargado payaso que
confesaría a Rollie Totheroh, su operador: «Todo lo que he tenido que pasar
me ha envejecido diez años».
Para retomar su personaje, Chaplin se vio obligado a teñir de oscuro sus
cabellos; como el superviviente del Maelstrom, su encuentro con Lilith-Lita
le había hecho encanecer.
Por lo demás, solo fue una consecuencia lógica que Lita se repartiese el
botín con la directora del espectáculo: Nana.
Chaplin: testigo malhumorado
A bordo del «Oneida», Marion Davies da la bienvenida a Tom Ince
El coche fúnebre de William Randolph

El mismo mes del desastroso casamiento de Chaplin con Lita Grey,


Hollywood se vio amenazado por otro leve desastre. También éste
involucraba íntimamente al bueno de Charles, si bien acompañado de un
nutrido reparto estelar. El nuevo caso hubiese triplicado la tirada de
cualquier periódico, pero solo una línea dio cuenta de él: DISPARAN CONTRA
PRODUCTOR DE CINE EN EL YATE DE HEARST. El artículo, aparecido en el
«Times» de Los Ángeles, fue eliminado en tiradas posteriores. Se estaba
produciendo un gigantesco enjuague.
William Randolph Hearst, lúgubre Señor de la Prensa, estaba entre
bambalinas. Era tan temido, que ni siquiera sus competidores se atrevían a
enfrentarse abiertamente con el formidable W. R. Pese a que su asociación
con Marion Davies era notoria, jamás sus nombres aparecían reunidos
públicamente en los periódicos. La fortuna de Hearst, de cuatrocientos
millones de dólares, era como una mina de plata que él manejaba a nivel de
coloso. La Prensa había oído rumores acerca de algunos periodistas que
habían sido marginados de cualquier posible empleo después de haberle
disgustado. Aunque comentarios de su liaison habían aparecido
frecuentemente en la prensa amarilla, en esta ocasión se decidió hacer la
vista gorda.
Hearst había fundado la Cosmopolitan Productions, para mayor gloria
de Marion Davies, en un supremo alarde de egolatría. Su cadena de diarios
y revistas la proclamaban incesantemente como el mayor milagro surgido
en el mundo del cine; un inmenso mausoleo georgiano había sido erigido
por la varita mágica de Willie en la playa de Santa Mónica para albergar a
su atractiva querida. Los parties de Marion en su casa de la playa eran los
más extravagantes que la colonia fílmica jamás hubiera presenciado; la
Gente Dorada se deshacía ante la oportunidad de tener acceso a los Hearst y
concedía a Marion una excelente puntuación como anfitriona, aunque, en
privado, nada más volver ella la espalda, se mofaran de sus intentos
histriónicos en la pantalla.
Para renovar la diversión, Hearst había hecho traer desde el Canal de
Panamá al Oneida, su yate de 60 m (palacio flotante que había pertenecido
al Kaiser), y lo mantenía anclado en San Pedro. Las invitaciones para las
fiestas íntimas a bordo del barco eran todavía más codiciadas que las de la
casa de la playa.
La crema de Hollywood recibió la invitación de Hearst para participar
en una travesía del Oneida a partir del 15 de noviembre de 1924, incluida
una excursión a San Diego. El pretexto era la celebración del cuarenta y tres
cumpleaños de Thomas H. Ince, pionero realizador-productor y padre del
western. Hearst se encontraba a mitad de las negociaciones con Ince para
utilizar su Estudio en Culver City como base de los futuros proyectos de la
Cosmopolitan.
Entre la quincena de elegidos figuraban algunos amigos de Ince, como
su administrador y consejero George H. Thomas y su amante, la actriz
Margaret Livingstone (su esposa Nell no estaba invitada, por supuesto).
Otros huéspedes eran la autora inglesa Elinor Glyn; las actrices Aileen
Pringle, Seena Owen y Julanna Johnston; el doctor Daniel Carson
Goodman, jefe de ejecutivos de la Cosmopolitan; Joseph Willicombe,
secretario de Hearst; el editor Frank Barham y su esposa; Ethel, Reine y
Pepi, respectivamente hermanas y sobrina de Marion.
Marion Davies en una producción Hearst: The Red Mill

Marion Davies fue recogida en el plató de Zander the Great por otros
dos invitados, Charlie Chaplin y una periodista de Nueva York,
especializada en cine, Louella O. Parsons, por primera vez de visita en
Hollywood. Los tres juntos hicieron el viaje por carretera hasta San Pedro.
El Oneida se hizo a la mar con su cargamento de celebridades, una
banda de jazz, una buena provisión de champagne de inmejorable y rancia
cosecha, y Marion (de veintisiete años) y su Papaíto (de sesenta y dos)
como anfitriones. El patrón, Hearst, señaló una ruta hacia el Sur, dejando
atrás Catalina y navegando hacia San Diego y Baja.
Tom Ince perdió el barco. Obligado a presidir el estreno de su última
producción, The Mirage, resolvió tomar el último tren a San Diego, donde
subiría a bordo del Oneida cuando éste atracara.
Se cuenta que el festejo de cumpleaños en cubierta fue divertidísimo…
hasta cierto punto. Más allá de ese punto, el Oneida se hizo a la mar hacia
un banco de niebla de confusas historias.
La versión oficial, emitida por la Casa Hearst, no podía ser más sencilla:
el infortunado Tom Ince, indigestado merced a la generosa y «hearstiana»
hospitalidad, había fallecido en el transcurso de su «escorpionesca» fiesta
de cumpleaños.
La primera reseña aparecida en las publicaciones de la Cadena Hearst
era una engañifa sin ton ni son.
UN COCHE ESPECIAL TRASLADA A CASA
A UN HERIDO DESDE EL RANCHO

«Ince, en unión de Nell, su esposa, y sus dos hijos, se hallaba visitando a William
Randolph Hearst en el Rancho de éste, días antes de sobrevenirle el ataque.
Cuando, súbitamente, la enfermedad se abatió sobre el magnate, éste fue trasladado
inconsciente a un coche especial, atendido por dos especialistas y tres enfermeras,
y conducido con toda celeridad a su hogar. Su esposa, hijos y hermanos Ralph y
John se encontraban a su lado al sobrevenir el desenlace».
Desgraciadamente para Hearst, existían testigos que habían visto a Ince
abordar el yate en San Diego. Y, para colmo de infortunios, Kono, el
secretario de Chaplin, se había dado perfecta cuenta, cuando el productor
era desembarcado del Oneida, de que en la cabeza de Ince había un agujero
de bala. ¿Indigestión aguda?
Hearst guardaba en el yate un revólver todo incrustado en diamantes, un
objeto un tanto chocante teniendo en cuenta que públicamente se
consideraba al millonario como un anti-viviseccionista. Si nos atenemos a
John Tebbel, Hearst era un tirador más que experto: «Le divertía sorprender
a los invitados en el Oneida abatiendo de un solo disparo a una inocente
gaviota».
Hearst era extraordinariamente celoso de las atenciones de otros
hombres con Marion; tenía sabuesos que ya le habían informado de los
devaneos de la Davies con Chaplin durante sus ausencias. De hecho,
Chaplin había sido incluido en la relación de invitados para que Hearst
pudiera comprobar personalmente su comportamiento con Marion.
Chaplin tal vez sintiera ciertos escrúpulos antes de unirse a la
expedición, pero decidió que lo mejor era representar una buena farsa. Y
dejó en puerto a su embarazadísima novia, Lita.
Se cree que durante la fiesta de cumpleaños, Hearst se percató de que
Marion y Chaplin se habían escabullido juntos, descubriéndolos in fraganti
en la cubierta inferior. En su famoso tartamudeo, Marion dejó escapar un
profético grito: «C-c-c-crimen» que arremolinó rápidamente a todo el
personal, mientras Hearst corría en busca de su revólver. En el
maremágnum fue Ince, y no Chaplin, quien cayó abatido, con un proyectil
alojado en el cerebro.
El 21 de noviembre se celebró el funeral de Ince en Hollywood, al que
asistieron su familia, Marion Davies, Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y
Harold Lloyd. Hearst, obviamente, no acudió. El cadáver fue
inmediatamente incinerado.
Fue notable que no se hubiese
celebrado encuesta oficial alguna
sobre la muerte de Tom Ince. Ante la
«evidencia» reducida a cenizas,
Hearst creía tener en sus manos el
control de la fea situación.
Claro que no contaba con las
habladurías de la Meca. A pesar de
que todos los pasajeros del Oneida,
invitados y tripulación, hubieran
jurado mantener el secreto,
persistentes rumores ligaban a Hearst
con la muerte de Ince. ¿Un nuevo
caso de hombre rico impune tras
cometer un asesinato?
Finalmente, los rumores
precipitaron a Chester Kemply, fiscal
del distrito de San Diego, a realizar
una investigación. Por chocante que Aileen Pringle: testigo muda
parezca, entre todos los invitados y la
tripulación a bordo del Oneida, solo fue llamado a declarar el doctor Daniel
Carson Goodman, que era un empleado de Hearst. Esta fue su versión:
«El sábado 15 de noviembre, subí al Oneida, propiedad de la International Films
Corporation, donde iba a celebrarse una fiesta camino de San Diego. El señor Ince
debía estar presente, pero no pudo presentarse el sábado alegando que tenía trabajo,
aunque se reuniría con nosotros el domingo por la mañana.
»Cuando subió a bordo, se quejaba de estar fatigado. Durante la jornada Ince
discutió los detalles de un acuerdo que acababa de tomar con International Films
Corporation para producir películas conjuntamente. Ince parecía no encontrarse
mal. Cenó bien y se retiró temprano. A la mañana siguiente, él y yo nos levantamos
antes que todos los demás invitados para regresar a Los Ángeles. Ince afirmaba que
durante la noche había tenido una mala digestión, de la que aún se resentía. En el
trayecto hasta la estación volvió a quejarse, pero ahora de que le dolía el corazón.
Nada más subir al tren, le dio un ataque en Del Mar. Pensé que lo mejor era
descender e insistí para que se tomara un descanso en un hotel. Telefoneé a la
señora Ince y le dije que su marido no se encontraba bien. Llamé a un médico y
permanecí a su lado hasta bien entrada la tarde. Entonces, continué viaje a Los
Ángeles. El señor Ince me contó que ya anteriormente había padecido ataques
similares pero que no habían desembocado en nada serio. No mostraba señales de
haber ingerido licores de ningún tipo. Mis conocimientos como médico me
autorizaron a diagnosticar que era un caso de indigestión aguda».
Tom Ince: tragedia en el mar

El fiscal del distrito de San Diego despachó el caso con estas palabras:
«Inicié esta investigación ateniéndome a los muchos rumores que habían
llegado a mi despacho en relación con el deceso. Los he estado sopesando hasta
hoy mismo para poder pronunciarme definitivamente. No se realizarán más
indagaciones sobre esas historias de francachelas alcohólicas a bordo. De hacerlas,
tendrán que remitirse al condado de Los Ángeles, de donde se supone procedía el
licor. Gentes interesadas por la súbita muerte de Ince se han dirigido a mí pidiendo
una investigación, y solo para satisfacerles me decidí a iniciarla. Pero después de
interrogar al médico y a la enfermera que atendieron en Del Mar al señor Ince, doy
por válido que la causa de su fallecimiento se debió a hechos naturales».

Semejante manera de zanjar el asunto no dejó nada satisfecho al


editorialista del «Long Beach News»:
«Aun a riesgo de perder su reputación de profeta, este escritor se atreve a predecir
que algún día será esclarecido un aromático escándalo ocurrido en la capital del
cine. No es la primera vez que las altas esferas fílmicas son salpicadas por
acontecimientos parecidos. Se habla de muertes violentas o por causas
desconocidas que jamás fueron probadas. Si existe algún fundamento para achacar
la muerte de Thomas Ince a causas no precisamente naturales, debería iniciarse una
investigación, en justicia no solo hacia el público, sino a los demás implicados.
»Debería investigarse, por ejemplo, si había o no alcohol a bordo del yate de un
millonario, fondeado en el muelle de San Diego adonde Ince llegó ya enfermo. Un
fiscal de distrito que deja pasar esta cuestión, porque no ve motivos para una
encuesta a fondo, es el mejor agente que los bolcheviques podían emplear en este
país».

Estaba bien claro que las pesquisas del señor Kemply, fiscal del distrito,
iban encaminadas a determinar lo que había sucedido en el party que
precedió a la muerte del realizador. Antes de que ninguno de los
concurrentes pudiera ser interrogado, la cosa quedó en suspenso.
Los mal pensados no dejaron de notar lo significativo de que, por pura
coincidencia, Louella O. Parsons, poco después del incidente, fuese
premiada por Hearst con un contrato para toda la vida que ampliaba
notablemente su radio de circulación. Se dijo que ella lo había visto todo.
Louella se sintió obligada de pronto a fabricar una pequeña coartada de su
puño y letra, jurando que al ocurrir la
desgracia ella se encontraba en Nueva
York. El único inconveniente fue que la
doble de Marion Davies, Vera Burnett,
recordaba claramente haber visto a
Louella reunirse en el Estudio con
Davies y Chaplin para iniciar juntos la
marcha. (Vera sentía un lógico apego a
su trabajo y decidió por tanto no volver
a insistir sobre el particular).

Relación duradera: Marion bajo la mirada atenta de Hearst

La «diarquía» Hearst-Davies echó tierra al asunto saliendo del escándalo


sin mácula, pero como D. W. Griffith recordaría años después: «Si deseas
ver a Hearst volverse blanco como un fantasma, lo único que tienes que
hacer es mentarle el nombre de Ince. Hay ahí mucha basura, pero Hearst
está demasiado alto para atreverse siquiera a rozarla».
En los medios cercanos a Hearst se daba ya por descontando que, si a
sus oídos llegaba algún rumor que ligara su nombre con el de Ince, era
segurísimo que el responsable quedaría definitivamente excluido de las
futuras fiestas en la casa de la playa de Santa Mónica o el castillo de San
Simeón.
Y así, el affaire Ince, aún hoy, permanece oculto en el misterio y sujeto
a toda clase de especulaciones.
Una perversa postdata concerniente a Ince salió a relucir cuando, a raíz
de su fallecimiento, su viuda puso la casa en venta. Se llamaba Días
Dorados y era una enorme mansión situada en Benedict Canyon y diseñada
por él mismo, un lugar en el que la crema se reunía para disfrutar de alegres
fines de semana. Pero los privilegiados desconocían una travesura: debajo
de las habitaciones de los huéspedes, existía una galería secreta en la que se
hallaban, estratégicamente distribuidos, disimulados agujeros a través de los
cuales se contemplaba una magnífica panorámica de cada lecho. De esta
manera, algunas de las más celebérrimas parejas de Hollywood habían
devuelto, sin saberlo, la generosa hospitalidad de su anfitrión con graciosas
demostraciones de sus técnicas de boudoir. Solo el travieso mirón Tom Ince
poseía la llave de la escondida senda.
Discretamente, Hearst proveyó a Nell, la viuda de Ince, con un
usufructo en vida. La Depresión se lo engulló, y Nell acabó sus días como
conductora de taxis. ¿Y Hearst? Todo el montaje quedó reducido a un chiste
sardónico. En el ambiente, el Oneida llegó a ser conocido como «el coche
fúnebre de William Randolph» (William Randolph’s Hearse).
Marion y Willie
Valentino en «Sangre y arena»: virilidad palpable
Rudy ataca

El siguiente diluvio de rumores que inundó a Hollywood poseía similar


tono mortuorio. El tema era la defunción del sumo Amante de la pantalla,
Rodolfo Valentino, que había dejado de existir el 23 de agosto de 1926, en
el Policlínico de Nueva York, tres minutos después del mediodía.
La causa oficial del deceso fue una peritonitis producida tras una
operación de apéndice inflamado. Pero lenguas viperinas atribuyeron su
muerte a la «venganza por arsénico» de una conocida dama de la alta
sociedad neoyorquina a quien Valentino dejara plantada después de
mantener con ella un efímero idilio durante su estancia en la ciudad para
promocionar su film El hijo del jeque. Otros chismes apuntaban hacia un
marido iracundo que le había disparado un tiro, o a la sífilis, que le había
atacado finalmente el cerebro.
Durante los últimos años, el amante ideal de millones de mujeres había
sido blanco de un buen número de insultantes ataques por parte de la
prensa, basados en sus anuncios recomendando Valvoline, una crema para
el cutis, y en comentarios que sembraban dudas acerca de su virilidad.
El ataque más despiadado provenía de un escritor del «Chicago
Tribune» que había escogido una aparición personal de Rudy en esa ciudad
para lanzar una descarga. El 18 de julio de 1926, el editorial de «El mayor
periódico del mundo» desnudaba a Valentino en términos nada ambiguos:
BORLAS DE POLVOS ROSADOS

Acaba de inaugurarse un nuevo salón de baile en el distrito Norte, un lugar


realmente bello, dirigido de forma irreprochable. Esta agradable primera impresión
dura hasta que uno entra en los lavabos para caballeros y se topa en la pared con un
dispositivo de tubos de cristal con palancas, además de una ranura para la inserción
de monedas. Los tubos contienen un liquido rosado y debajo puede leerse esta
pasmosa frase: «Introduzca una moneda. Sostenga su polvera personal debajo del
tubo. Empuje la palanca».
¡Una máquina que expulsa polvos en un cuarto de aseo para hombres! ¡Ah,
homo americanus! ¿Cómo no se le ocurrió a nadie hace años ahogar
silenciosamente a Rudolph Gugliemo, alias Valentino?
¿Acaso esta máquina que vende polvos rosados ha sido retirada de su
emplazamiento? Pues no. Se usa. Hemos comprobado cómo dos «hombres»
(pertenecientes a una raza que las damas contribuyentes a la «Voz del Pueblo» no
osarían describir) metían su moneda, sostenían sus pañuelos debajo del aparato,
apretaban la palanca y, a continuación, retiraban el encantador y rosado potingue
para frotarlo en sus mejillas frente al espejo.
Otro miembro de este departamento, individuo tolerante donde los haya,
irrumpió furioso el otro día en nuestra oficina porque había visto a un «hombre» en
el ascensor alisándose los cabellos con pomada.
Pero somos testigos de que nuestra historia de los polvos color de rosa excede
con mucho a la suya.
Si el Macho de las especies permite que ocurran estas cosas es que ha llegado
el momento para un matriarcado. Mejor será estar regidos por mujeres
masculinizadas que por hombres afeminados. Hemos llegado a creer que el hombre
empezó a «desmaculinizarse» el día en que cambió la navaja por la maquinilla de
afeitar. Y no vamos a sorprendernos cuando escuchemos que la maquinilla cede
ante los depilatorios.
Lo que me tiene intrigado es a quién debemos culpar. ¿Es esta degeneración
una reacción consanguínea con el pacifismo, en contra de las realidades y
virilidades de la guerra? ¿Están relacionados de alguna forma el color rosado de los
polvos y el de los lavabos?
¿Cómo se pueden conciliar los cosméticos masculinos, pantalones a lo árabe y
esclavinas, con un total desprecio por las leyes, estableciendo un paralelismo entre
una metrópolis del siglo veinte y otra de hace medio siglo?
¿Es que a las mujeres les puede gustar este tipo de «hombre» que en un lavabo
público aplica polvos rosados a su rostro o se arregla el cabello en un ascensor, en
medio de todo el mundo? En el fondo de su corazón ¿se consideran estas mujeres
parte de la era wilsoniana de «Yo no crié a mi hijo para soldad»? ¿Qué ha sucedido
con la añeja tradición del hombre de las cavernas?
Extraño fenómeno sociológico éste que va tomando cuerpo no solo aquí, en
Norteamérica, sino asimismo en Europa. Puede que Chicago tenga sus borlas de
polvos, pero Londres tiene sus bailarines y París sus gigolós. Abajo el Decatur,
arriba Elynor Glyn. Hollywood se constituye en Escuela Nacional de la
Masculinidad. Rudy, el bello hijito de un jardinero, es el prototipo del macho
norteamericano.
Campanas del infierno. Dulzura inefable.
A Rudy no le hizo la menor gracia
cargar con las culpas a causa de los
amaneramientos de un ramillete de
mariquitas de Clark Street y, lleno de
ira, desafió al verdugo del «Tribune»
retándolo a duelo o, si lo prefería, a
un combate de boxeo. Este y otros
ataques por el estilo tenían su origen
en la bien conocida inclinación de
Valentino por la extravagancia
sartorial, su famoso brazalete de
esclavo sin el cual jamás se mostraba
públicamente, sus joyas de oro, su
preferencia por los perfumes fuertes,
los abrigos ribeteados con chinchilla y su pronunciada coquetería italiana.
Más adelante, su virilidad sería puesta en tela de juicio al saberse que
sus mujeres eran ambas lesbianas.
Cuando Natacha Rambova, la segunda esposa de Valentino (cuya
pulsera de esclava llevaba Rudy), se separó de él en 1926, salió a la luz que
el matrimonio jamás se había consumado.
Rudy con Nazimova en Camille: rompiendo un matrimonio lesbiano

Rudy y Natacha
Pola Negri: duelo dramático

Un cargo similar había formulado en 1922 su primera esposa, Jean


Acker, quien le había acusado de negligencia y rechazo en el aspecto
sexual.
Rudy había contraído nupcias con su segunda lesbiana antes de que su
decreto de divorcio de la primera se hiciese definitivo. Esta equivocación
dio pie a su arresto por bigamia.
Ambas mujeres, Jean Acker y
Natacha Rambova, eran
«protegidas» de la exótica e
igualmente lesbiana actriz Alla
Nazimova (la más notable
importación femenina de
Hollywood en aquella época) cuyas
bohemias asambleas en el Jardín de
Alá, famosa residencia del Sunset
Boulevard, dieron motivo a
comentarios de todo tipo. Natacha
había diseñado los modelos tipo
Beardsley para la personal versión
de la Salomé interpretada por Alla,
para la cual empleó exclusivamente
a actores homosexuales en
homenaje a Oscar Wilde y en la que
Alla perdió hasta la camisa. Fue la
celestinesca Nazimova quien
Fascista de pega, cadáver real: presentó a Rudy sus dos mujeres y
Rudy yace inerte (así se murmuraba en Hollywood)
escenificó ambos matrimonios
erráticamente a juzgar por los resultados.
Puede que Rudy haya sido inducido por Alla a perpetuar sus
casamientos, pero de lo que no cabe la menor duda era de que el galán
buscaba a mujeres más fuertes que él; además le atraían las damas
equívocas. Valentino se refería a Natacha como «El jefe» y ella se hacía
acreedora a ese calificativo, inmiscuyéndose de tal forma en la carrera de su
esposo en la Paramount que Zukor tuvo que introducir una cláusula en el
contrato prohibiéndole la entrada en el plató. Ella se vengó obligando a
Rudy a abandonar la Paramount. A continuación escribió un guión original
para Valentino, The Hooded Falcon que resultó «improducible» tras una
considerable pérdida de tiempo y dinero. Sí vio la luz, en cambio, una
colaboración entre Natacha y Rudy: un delgado volumen de versos titulado
Daydreams cuyas estrofas finales rezaban así:

Por desgracia,
a veces,
encuentro
una exquisita
amargura
en
tu beso.

Cualesquiera que hubiesen sido los acuerdos privados entre él y sus


varoniles esposas, los públicos enigmas sobre su virilidad le causaron tanta
amargura que, incluso cuando se hallaba expirando, luchando estoicamente
en medio de terribles dolores, preguntaba a los médicos: «Pero ¿de veras
tengo pinta de marica?».
Cuando se propagó la noticia de la muerte de Valentino, dos mujeres
intentaron suicidarse frente al Policlínico; en Londres, una chica ingirió
veneno asida al autógrafo de Rudy; un ascensorista del Ritz en París fue
hallado muerto en su cama, cubierto de fotos de Valentino.
Mientras el ídolo yacía inerte en la funeraria, las calles de Nueva York
se convirtieron en el escenario de un macabro carnaval: una muchedumbre
de más de cien mil personas luchaba para poder echar una última mirada al
«supremo amante». El cadáver se hallaba custodiado por una falsa guardia
de Camisas Negras fascistas, quienes flanqueaban una corona de flores en
cuya banda podía leerse «De Benito» [Mussolini]. Aquello no era sino un
truco publicitario imaginado por un experto de Campbell’s, la casa
funeraria, cuyos maquilladores consiguieron que el cadáver se asemejara
realmente a una borla de polvos rosadísimos.
Entre aquellos que consiguieron
abrirse paso hasta el féretro rodeado
de cirios, se encontraba su ex-
esposa Jean Acker, cuyos alardes de
desconsuelo hubiesen sido bastante
menos expresivos de haber sabido
que, en su testamento, Rudy solo la
había dejado un solitario dólar. Pola
Negri consiguió robar el show a
todos, llegando en volandas, desde
Hollywood, disfrazada con sus más
elegantes tocas de viuda. A
continuación, deshaciéndose en
lágrimas, se desmayó ante el
ataúd… y los fotógrafos. Entre sollozos, Pola tuvo el suficiente tiempo para
declarar que había concedido su mano a Rudy. Otra reclamación que tuvo
inmediato eco en los periódicos fue la de Marion Kay Brenda, una corista
de Ziegfeld, que aseguraba que Valentino se le había declarado, la noche
anterior a sentirse enfermo, en el night club propiedad de Texas Guinan.
Cuando el cadáver de Rudy fue embarcado rumbo al Oeste para ser
depositado en la Corte de los Apóstoles del cementerio Memorial Park de
Hollywood, pudo escucharse, a través de todas las emisoras de radio de la
nación, una canción dedicada a su memoria y entonada por Rudy Vallee:
«Desde esta noche luce en el firmamento una nueva estrella: R-u-d-y V-a-l-
e-n-t-i-n-o».
La pérdida de Valentino, a los treinta y un años de edad, dejó un rastro
de inconsolables amantes de ambos sexos, a juzgar por los torrentes de
lágrimas derramadas. Además de la famosa «Dama Enlutada» que
anualmente le llevaba flores en la fecha de su óbito, el recuerdo de Rudy era
reverenciado por Ramón Novarro, quien conservaba en una urna de su
dormitorio un consolador de grafito, del más representativo art decó,
enaltecido por la firma autógrafa de Valentino. Un regalo de Rudy.
Monumento a Valentino en el DeLongpre
Park, Hollywood.
La «Dama Enlutada»
Von: no es sólo pose
El cochino teutón

Otro perenne manantial de fantásticos rumores, en el transcurso de los años


veinte, giraba en torno a la pregunta, sin respuesta aparente, sobre lo que
realmente ocurría durante la filmación de las notables escenas orgiásticas de
las películas de ese turbador individualista llamado Erich Von Stroheim.
Existía un ancho campo para la especulación en las lujosas escenas de
burdel dirigidas por Stroheim para El tío vivo, La viuda alegre, La marcha
nupcial y la inacabada Reina Kelly, que eran celosamente filmadas en platós
a los que ni siquiera los jefes de los Estudios tenían acceso.
No es de extrañar que estas sesiones bajo los ardientes focos fuesen
consideradas no ya dignas de «verlas para creerlas», sino de verdadera
Lupercalia.
A veces el rodaje se prolongaba durante veinticuatro horas, sin pausa,
en los recintos cerrados. Stroheim «trataba» a los participantes a base de
canapés y caviar, sirviéndoles champagne auténtico a pesar de la
Prohibición. Sus extras, elegidos personalmente (exóticas mujeres y tipos
aristocráticos, muchos de los cuales eran genuinos emigrados), emergían
vacilantes, con los ojos turbios y el aspecto de haber pasado un fin de
semana en Sodoma. Algunas de las chicas, al borde del histerismo,
mostraban evidencias de mordiscos o marcas de látigo.
Stroheim se cuidaba bien de que estos figurantes fueran generosamente
compensados por las horas extras; ellos, en cuanto salían del cerrado plató,
respetaban la ley del silencio hacia su director.
A menudo Stroheim empleaba semanas de trabajo, considerables sumas
del capital de la Universal, la Paramount y la Metro Goldwyn Mayer, y
hasta parte de la fortuna personal de Gloria Swanson y Joseph Kennedy,
filmando atrevidas secuencias de la Viena decadente que ningún censor de
entonces se hubiese atrevido a dejar pasar y muchísimo menos Will Hays,
con su rígido «Código de Pureza» hecho de sanciones y admoniciones.
Dado que el material completo de sus trabajos orgiásticos era visionado
únicamente por los compinches de Von Stroheim, y que los horrorizados
jefes del Estudio cortaban las escenas hasta reducirlas a trizas para
acomodarlas a los cánones de Hays (tras lo cual llegaban los censores, que
añadían cortes adicionales, de modo que a la postre solo quedaban de las
orgías apenas unos flashes destinados a la copia del estreno), la imaginación
acerca de lo que realmente había en el contenido primitivo se desataba.
Era de general creencia que, por ejemplo, el show incluido en La
marcha nupcial, que en la pantalla era seguido con avidez a través de
agujeros voyerísticos, valía verdaderamente la pena de ser contemplado.

Diversión y juego en La marcha nupcial


La viuda alegre: fetichismo fatal

Se supo que, solo para una breve escena de ese film, Stroheim había
importado desde Viena a una dama profesional en sadismo y especializada
en la aplicación de la «araña».
En el abracadabrante burdel de La marcha nupcial figuraban prostitutas
de todas las razas, cada una de ellas con una especialidad erótica; las hadas
de blanca peluca y el níveo cuerpo maquillado, presentadas como
instrumentos de cuerda, fueron enmascaradas para preservar la identidad de
las personas de buen tono presentes. Los cinturones de castidad de las
esclavas negras estaban sellados con candados en forma de corazón; una
pareja de pintorescos gemelos siameses ponían una nota de refinamiento,
debido más a la imaginación de Stroheim que a la depravación austro-
húngara.
Se sospechaba que Stroheim derrochaba el dinero de la Metro Goldwyn
Mayer con intencionada malicia en esas inmostrables secuencias como
revancha por la destrucción de los miles de metros del negativo de Avaricia
practicada por sus enemigos mortales: Irwing Thalberg, jefe de producción
de la Metro Goldwyn Mayer, y su nuevo Mogul, Louie Mayer.
Thalberg se había granjeado la enemistad de Stroheim en 1923 cuando
era ejecutivo en la Universal y le había arrebatado a Stroheim la dirección
de El tiovivo, tras haberse éste permitido una serie de extravagancias tales
como ordenar calzoncillos de seda con el distintivo de la Guardia Imperial,
destinados a los militares que figuraban en el film.

El director y la protagonista Lady Mae nunca congeniaron


Reina Kelly: obra maestra inacabada

Pese a que su film para la Metro, La viuda alegre, constituyó un


mayúsculo triunfo comercial, los escrúpulos fanáticos de Stroheim no eran
los más adecuados para gentes como Mayer y Thalberg. Ambos se las
arreglaron para deshacerse de él, corriendo por toda la ciudad la voz de que
Stroheim, además de anticomercial y maníaco sexual, no era de fiar. La
leyenda sobre su extravagancia, que se había iniciado como un truco
inventado por la Universal durante la filmación de Foolish Wives, cuando su
nombre era anunciado como «$troheim», se le volvía en contra como un
boomerang y, ahora, tenía dificultades para financiar sus producciones. Los
altos ejecutivos fueron de estudio en estudio haciéndose eco de que
«trabajar con Stroheim es como arrojar dólares dentro de un pozo».
La saga de Stroheim en Hollywood (batalla de un gigante contra
pigmeos) estaba condenada a terminar mal. Las mentes mezquinas de los
ejecutivos disecaron lo que de mejor había dentro de este feroz visionario.
A raíz de su desencantado retorno a Europa, Erich Von Stroheim
declaró: «Hollywood me ha asesinado». Y en verdad fue esto lo que
Hollywood hizo con el genio desconcertante que se atrevió a desafiar sus
dogmas de cartón.
Stroheim con su adorado celuloide
Louella y Hedda: metiendo ponzoña
Titulares de Hollywood

Si el poder de la prensa parecía que radicara en el Gran Padre Hearst y su


«Mirror» (un periódico de tintes amarillistas cuya fragancia era lo más
parecido a la de las manzanas podridas), su igualmente fétido competidor,
Bernard Macfadden, a través de su calumniador «GraphiC» o algún
calenturiento editor de provincias, en general todos los sabihondos
chupatintas sabían que los TITULARES SOBRE HOLLYWOOD VENDÍAN
EJEMPLARES a condición de que fuesen picantes, atrevidos o decididamente
escandalosos.
Por mucho que Hays, desde el fondo de sus calzoncillos Hoosier
intentase apelar a la moderación en los comentarios sobre la colonia
fílmica, la prensa dedicaba un espacio mucho mayor a los catorce divorcios
y tres separaciones cuyos protagonistas eran nombres de campanillas, que a
los veintitrés casamientos estelares ocurridos en 1926.
Canon Chase, uno de los más activos entre los mojigatos de profesión
de los años veinte, no cabía en sí de contento cuando, en 1926, se filtró la
noticia de que Will Hays había aceptado dinero bajo cuerda de Harry
Sinclair, siendo miembro del gabinete de Harding. Chase se despachó en la
prensa contra Hollywood y Hays, proclamando que la Ciudad del Celuloide
seguía siendo tan indecente como siempre y deslizando, de paso, que, en el
departamento de limpieza, él podía hacer un buen trabajo de poda.
Hays se mantuvo en un digno silencio ante el ataque frontal de su
competidor. Estaba demasiado ocupado procurando que todas las Iglesias
de la nación fuesen debidamente informadas de las sacrosantas intenciones
del superpiadoso Rey de Reyes, de Cecil B. de Mille, inminente sermón
cinematográfico, y sobre todo de que H. B. Warner, la «loquita», que hacía
de Cristo, no fumase, bebiera o soltara palabrotas. Y de que la actriz que
interpretaba a la Virgen María olvidase de momento sus planes para
divorciarse.
Pero, a pesar de estas maniobras untuosas, la prensa continuó sus cargas
contra Hollywood a medida que los años veinte caminaban hacia su
extinción. Los cimientos ya se habían plantado con los escándalos
Arbuckle-Taylor-Reid y se veían coronados por los lascivos comentarios
emanados de la cacareada separación de Chaplin y Lita Grey.
Si los rotativos necesitaban algo con «gancho» para el suplemento
dominical, siempre podía encontrarse alguna exclusiva en un nuevo vicio o
amenaza para la doncellez norteamericana surgidos de Hollywood, Ciudad
del Pecado. Siempre existía por ahí alguna desilusionada «Reina de la
Belleza» que no había conseguido triunfar, deseando contar a quien la
escuchase que los listillos de Hollywood habían sido la causa de su «caída»
a cambio, naturalmente, de un precio estipulado y de su retrato en primera
página.
Esta imagen fue reforzada por Mae Murray que vendió sus
sensacionales Memorias, para ser publicadas en fascículos, al surrealista
dominical de Hearst, «The American Weekly». En una de las suculentas
entregas titulada El teutón más cochino de Hollywood contaba con todo
detalle sus zipizapes con Stroheim durante la filmación de La viuda alegre
para la Metro Goldwyn Mayer.
El norteamericano medio fue sacudido un domingo al saber que «El
hombre que Vd. ama hasta el odio» era, en verdad, un monstruo en su vida
cotidiana. Tan sádico era que la Princesa Mae (la de los labios en forma de
corazón) se vio forzada a gritar en medio de mil extras emperifollados:
«¡No eres más que un cochino teutón!» abandonando a continuación con
paso señorial el decorado de Chez Maxim. Cuando la periodista-estrella
Murray tuvo una charla con el jefe del estudio, Louis Bollocks Mayer, éste
se cebó en Stroheim; mientras el Niño Prodigio Irving Thalberg dejaba
fuera de combate, en el asalto número diez, al desgraciado Stroheim sobre
la alfombra de Louie en Culver City, los lectores dedujeron que todo
aquello tendría algo que ver con la proverbial «galantería» de L. B. M. La
verdad era que Stroheim había dejado caer en los oídos del maternalista
Mayer su opinión de que «¡Todas las mujeres son unas putas!». (Cara de
Acelga Louie descargó su guadaña de segador sobre Cabeza de Bala, al
tiempo que vociferaba a su falange de secretarias: «¡Nadie en mi presencia
se atrevió jamás a hablar así de las mujeres y salirse con la suya!»).
A todo lo largo de los agitados años veinte, las publicaciones marcharon
acompasadamente al paso que marcaba el Desfile de Inmundicias del viejo
y en el fondo buen Hollywood, vertiendo océanos de tinta en torno a cosas
como: LOCOS PARTIES EN EL PAÍS DEL CINE, ORGIÁSTICOS FINES DE SEMANA DE
LAS ESTRELLAS DEL LIENZO DE PLATA, UNA STARLET DA EL AVISO DE QUE LOS
TORTUOSOS CAMINOS DEL CELULOIDE SOLO CONDUCEN A LA RUINA, LOS
CAZADORES DEL PAÍS DEL CINE TIENDEN SU CEPOS. Los hambrientos de
sensaciones y reprimidos sexuales devoraban lo que se les pusiera por
delante y se apresuraban a soltar la pasta pidiendo más y más.
De visita a la chismosa Elsa Maxwell: Hollywood se arrodilla
Clara Bow
Lolly Parsons: la Paganini del disparate

Esa demanda incesante era satisfecha, día a día, a golpes de pecho, por
la mutante y tecleante Enviada Especial desde Hollywood.
La enana antecesora de todas las Ronas[6] actuales era, por supuesto, la
original y pimpante Paganini de la superficialidad, Louella «Oneida» (He-
Visto-Lo-Que-Has-Hecho) Parsons, impuesta por W. R. como Suprema
Corresponsal de Hearst en Hollywood.
¡La rechoncha Louella! Su diaria
columna matutina de chismes
contaba a la nación, a la hora del
desayuno, exclusiva a exclusiva,
todo lo que sucedía en Hollywood,
el Quién-Jodía-Con-Quién en la
Costa Oeste, donde las fortunas se
multiplican. Lolly llamaba a eso
«salir con alguien», pero sus
seguidores sabían muy bien por
dónde iban los tiros. La gran masa
de público podía estarle también
agradecida por informarle quien en
Hollywood estaba considerado
como IN y quién como OUT (ese
temible estado de Ostracismo que
ella sabía resaltar muy bien con la simple exclusión de una persona de su
columna, o bien con una avalancha de comentarios poco piadosos y
Lollyparsonescos) en caso de que dicha persona, según su cruel criterio o el
deseo de Papá William (Randolph Hearst) fuese condenada a sufrir en carne
propia el látigo vengador.
Mientras la inexorable L. O. P. y su legión de imitadores baratos abastecían
a toda la nación de noticias impresas, los restantes representantes de la
Prensa echaban más carne al asador: porque, por ejemplo, para el
«GraphiC» y Compañía no existía un lugar más malvado que Hollywood-
Babilonia renacida, con Santa Mónica-Sodoma y Glendale-Gomorra como
suburbios. Los charlatanes definían
lúbricamente a las Estrellas como
sirenas desprovistas de alma que
deambulaban por lascivas orgías del
brazo de caballeros de etiqueta y
belleza turbadora, en un mundo
perfumado y materialista, flanqueado
por los Espectros de la Bebida, la
Droga y el Desenfreno, la Locura, el
Suicidio y el Crimen. Mientras tanto,
se insinuaba que en esos suburbios
de Sodoma y Gomorra, en ese
Pantano de Espliego, las formas de
pecar eran bastante más peculiares
que la fornicación o el adulterio. Los
consumidores obtenían más alimento
a cambio de sus tres centavos.
Era cierto que, desde el momento en que Hollywood se erigió como la
Meca de la Cinematografía, sobre ella había caído toda clase de elementos
sospechosos, como una plaga de polillas en busca de luz. Gangsters de poca
monta, contrabandistas, apostadores, tramposos, chantajistas, vagabundos,
pequeños y grandes extorsionistas, todo tipo de pervertidos sexuales,
especuladores, cultistas «tocados», astrólogos del dólar, falsos mediums y
evangelizadores, curanderos de pacotilla, echadores de cartas y parásitos
psicoanalistas, todos los cuales revoloteaban alrededor del círculo de los
elegidos.
Millares de estúpidos jóvenes embobados con el cine eran atraídos a
Hollywood por las vanas promesas de falsas escuelas promocionales: la
Quimera del Oro para los incautos, de la que no se obtenía metal alguno,
sino amargas impurezas. Multitud de caras bonitas, despojados de Sus
sueños y con los bolsillos vacíos, se vieron arrastrados a la prostitución.
Estos flamantes reclutas, que hacían la carrera en Hollywood, se hacían
llamar «extras cinematográficas» para eludir las leyes californianas sobre
vagos y maleantes. Si eran cazados por la Brigada Antivicio o arrestados en
hoteles de poca monta, todos los diarios de la nación reseñaban el incidente:
BELLÍSIMA ESTRELLA DE CINE SORPRENDIDA EN UN LUGAR DE DUDOSA FAMA. Los
avispados reporteros describían a continuación a una morena de buen ver, a
una llamativa rubia o a una apabullante pelirroja. Sus nombres eran
suprimidos para dejar paso a la imaginación del lector, quien no podía
sustraerse a pensar en una cetrina Dolores del Río, una oxigenada Alice
White o en la más incandescente pelirroja de Hollywood: Clara Bow.

El Harem de Hollywood: comparsa cinematográfica


Estrella atrapada
Clara y el vaquero con el que se casó: Rex Bell
Los Guapos de Clara[7]

Hay que puntualizar que Clara, conocida desde 1926 en el cine como la
«más ardiente hija del jazz», pronto se hizo acreedora de sus propios
titulares en todo el país.
Los periódicos clamaban: EL IDILIO DE CLARA, UN UNGÜENTO AMOROSO, y
pronto los ávidos lectores supieron que la prolongada «terapia» que la chica
recibiera para sus «nervios e insomnio», de manos del atractivo y
aristocrático médico William Earl Pearson, consistía en la repetida
aplicación del «dardo» del facultativo en el postrado blanco de Clara. El
«ungüento amoroso» se inyectaba en dosis nocturnas, hasta que la esposa
del especialista puso a un detective tras la pista de su marido. El rastro se
perdía en el pabellón chino de la finca de Clara en Beverly Hills.
A Clara se le acentuó el insomnio al aparecer como «la otra» en la
solicitud de divorcio donde la señora Pearson demandaba a la Bow por
«apropiación indebida de cariño». Los titulares supieron exprimir bien el
jugo del escándalo protagonizado por la «ardiente hija del jazz»
hollywoodense, y Clara fue despojada de treinta mil dólares por la
despechada esposa del «buen Doc».
Clara volvió a ser noticia de primera plana a causa de sus deudas de
juego en Reno. Pero su escándalo más sonado no estalló hasta 1930.
En dicho año, la fiable secretaria privada de Clara, Daisy DeVoe, una
pizpireta rubia de dos caras, vendió todos los «in» y los «out» de la
trepidante vida amorosa que la Chica del «Eso» desarrollara a lo largo de
cuatro frenéticos años, al mayor postor, el casi pornográfico «GraphiC» de
Nueva York. (Clara había puesto de patitas a la calle a Daisy tras un intento
de chantaje y aquélla fue la venganza de la empleada).
Pronto los ansiosos lectores del «GraphiC» supieron hasta qué punto
llegaba la devoción de Miss DeVoe por su ama; había llevado la cuenta de
todos los caballeros que visitaran el pabellón chino de Clara. El bondadoso
Buda que ocupaba el lugar de honor no tenía por costumbre hablar, pero
Daisy hizo por él. El registro de los amantes de Clara durante esos cuatro
años era lo más parecido a un inventario de la potencia masculina.
Sumándose el agradable doctor Pearson, la lista abarcaba desde cómicos
(Eddie Cantor) hasta malvados (Bela Lugosi) pasando por cowboys (Rex
Bell y el recién llegado Gary Cooper). Y no era todo.
La relación, según la definía «GraphiC», tal vez fuera demasiado
extensa; ello obligó a la pobre Clara a coger el toro por los cuernos. Había
sido anfitriona del plantel completo del Thundering Herd, un equipo de
fútbol de la Universidad de California del Sur, en alborotadoras fiestas de
week-end aderezadas con cerveza, probando a todos los risueños atletas
desde el número uno hasta el doce, el robusto defensa Marion Morrison,
conocido más tarde como John Wayne.
Los próceres decidieron que Clara se había pasado un poco de la raya,
pues sus considerables triunfos venéreos ya no eran una simple cuestión de
chismes de tocador, sino que habían sido bien explicados en primeras
páginas. Salió a relucir que la chica del «Eso» había obsequiado a sus
amados Thundering Herd con gemelos y pitilleras de oro; que había
decorado muchos de los hogares que alojaban a sus atletas con bebidas de
contrabando y disipado su dinero en efectivo, jugándoselo por las noches al
póker en la cocina, en unión de su chófer, su cocinera y su doncella.
Clara llevó a Daisy ante los
tribunales de Los Ángeles. Tras una
encarnizada batalla con acusaciones
nada agradables por ambas partes,
miss DeVoe acabó en la cárcel
acusada de distraer grandes sumas de
la cuenta corriente de Bow.
De poco le sirvió a Clara la
victoria: el abierto cotilleo le había
hecho mucho daño. La pelirroja
incandescente se convirtió en un
material demasiado peligroso para
manejarlo. En un intento por enfriar
la cosa, contrajo matrimonio con Rex Clara y Rex
Bell, pero su carrera tocó el techo mientras resbalaba al filo de una serie de
depresiones nerviosas. Antes de ingresar en una clínica, declaró: «Durante
muchos años he trabajado muy duro y estoy necesitada de un descanso. Así
que pienso marchar a Europa por un año o más en cuanto expire mi
contrato». Cuando éste finalizó, algunos meses más tarde, la escarmentada
Paramount no intentó renovárselo.

La suerte de Clara
“It”

Clara y compañía

El caso de las válvulas fundidas tampoco la había ayudado mucho. Su


primera cinta sonora, The Wild Party, trataba de mitigar los dichosos
titulares. En la primera escena se requería de ella que hiciera su entrada en
un dormitorio para chicas diciendo «¡Hola a todo el mundo!». El ingeniero
de sonido, a resguardo en su sala de sincronización, no estaba aún
familiarizado con el acento de Brooklyn de Clara y no ajustó correctamente
los mandos al compás del saludo de Clara. Ella abrió la puerta, gritó «¡HOLA
A TODO EL MUNDO!» y fundió cada una de las válvulas del estudio de
grabación.
El ocaso de Clara Bow, quien durante toda una época fuera la
personificación de la ardiente juventud, confirmó la reputación de
Hollywood como ciudad donde las muchachas tropiezan.
El público lo dio por hecho:
Clara no había aprendido lo
suficiente como para continuar su
senda fraguada en el sedante y viejo
Brooklyn. La ristra de políticos,
clérigos y ligas de pureza aprovechó
para reavivar la pasión de los días
del linchamiento de Arbuckle: otra
estrella entregada a las llamas.
Luego de que Clara fuese
tildada de «Mala Mujer», un
predicador, el Doctor S. Parkes
Cadman, condenó a Hollywood
desde el púlpito como «Cementerio
de la Virtud».
Clara con papá

Clara y Rex: recién casados


Clara: el regreso
Norma Talmadge y su némesis: el endiablado micrófono
Saturno en Sunset

La gran ilusión dorada quedó hecha trizas el 29 de octubre de 1929.


«Variety» lo describió de esta forma: WALL STREET PONE UN HUEVO.
Desde una perspectiva de veinte años, Mae Murray definió así a la
Gente Dorada de Hollywood: "Éramos como libélulas. Parecía que
estábamos suspendidos en el aire sin esfuerzo, pero en realidad nuestras
alas se movían muy muy aprisa…
Para muchos de los privilegiados, de por sí atemorizados por la llegada
del sonoro, aquello parecía el Apocalipsis, el instante fatídico mentado por
Solón: «Tenemos que saber cuándo llega el fin; a menudo Dios concede al
hombre un relámpago de felicidad para sumergirlo a continuación en la
ruina».
La caída de John Gilbert fue un caso extremo. Había sido el astro mejor
pagado de 1928, percibiendo de la Metro Goldwyn Mayer diez mil dólares
semanales desde que llegara al pináculo con El gran desfile. Cuando su
idilio con Garbo se fue a pique, Gilbert, de rebote, contrajo nupcias con Ina
Claire, una actriz de Broadway. Se encontraba de regreso de una luna de
miel un tanto borrascosa en medio del Atlántico, cuando de pronto estalló la
bomba.
Gilbert desembarcó en Nueva York y descubrió que se había arruinado.
Como les ocurría a tantos otros hollywoodenses, su agente de bolsa le había
invertido todo el capital en acciones, convirtiéndolo así en una víctima más
de los avispados sujetos que se dedicaban a las inversiones y de los que
Hollywood se hallaba infestado. (Más le habría valido dormir sobre su
dinero como lo hiciera Emil Jannings, quien durante su efímera carrera
llegó a guardar doscientos mil dólares en metálico dentro de su almohada).
John Gilbert todavía tenía con la Metro un contrato «irrompible» para
cubrirse las espaldas, pero esto solo fue un momentáneo alivio tras la
aparición de su primer film sonoro (una fruslería titulada Su noche gloriosa)
que alguien calificó de «abominable».
Cuando la película se estrenó en el Capitol de Nueva York, sus
«hinchas» se removieron desconcertados en los asientos: una caricatura de
su voz surgió a través de los altavoces como un hiriente quejido metálico.
En realidad la atiplada voz de tenor de John no era tan mala. Prueba de ello
la tenemos en una brillante comedia, Downstairs, interpretada y escrita por
él en 1932, donde su dirección es perfecta. Pero el daño ya estaba hecho, y
los periodistas y las revistas especializadas corrieron la voz de que Gilbert
estaba acabado. Su estupenda actuación en Downstairs induce a dar crédito
al rumor de que los ingenieros de sonido de la Metro Goldwyn Mayer, bajo
las órdenes de L. B. Mayer (quien deseaba machacar la carrera de Gilbert y
deshacerse de él), contribuyeron a su ruina, multiplicando por tres el
volumen del sonido y castrando deliberadamente la voz de Gilbert.
John era un muchacho sencillo que
había crecido acostumbrado al
agasajo de sus admiradores. El
súbito corte en esta relación fue
muy duro para él. Su mujer le dio la
puntilla. A medida que su incipiente
estrellato se agrandaba en el
Firmamento Sonoro gracias a una
impecable dirección de Beacon Hill,
el de Gilbert se derrumbaba. Ina no
dudó en aplicar sal a sus heridas recordándole constantemente su situación.
Y John se tomó entre pecho y espalda el vengarse de la Prohibición, como
hiciera otra estrella del mudo que también tuvo problemas con su voz,
Marie Prevost. Su romántica apariencia no casaba bien con su dialecto de
Brooklyn, y la rubia Marie trató de ahogar en bourbon su desdicha. John y
Marie protagonizaron una carrera etílica hacia la muerte que John ganó en
1936. Marie aguantó hasta 1937, cuando lo que quedaba de su cuerpo fue
hallado en su andrajoso apartamento de Cahuenga Boulevard. Su perro
salchicha logró sobrevivir comiéndose a su ama a trocitos.
Las sobras

A Hollywood siempre le había gustado canibalizarse a sí mismo. La


historia de la caída de Gilbert quedó plasmada en la pantalla en 1937 con
Ha nacido una estrella pese a que el suicidio en ese film estaba inspirado en
otro de características similares, el del desdichado John Bowers.
Paralelamente se producían ajustes de cuentas entre algunos ejecutivos;
Wall Street no era el único que se propasaba. En 1930, William Fox fue
acusado de «malversación en los libros de cuentas de su propia oficina, de
manipulaciones y apropiación indebida de fondos», siendo finalmente
despedido del espléndido estudio que él mismo había edificado. El retozón
Adolph Zukor, que consiguiera extraer de la montaña de la Paramount una
pequeña fortuna valorada en unos cuarenta millones de dólares, se encontró
haciendo frente a la bancarrota. Incluso el mismo Hearst navegaba en un
mar de aguas turbias y, en esta ocasión, fue Marion Davies quien le ayudó a
salir a flote.
Marie Prevost
Marion Davies: vendió sus joyas para ayudar a Hearst

Como el resto de la nación, Hollywood tuvo que bailar al son de la


misma música: «el mayor festín de la Historia» había llegado a su fin. En
1929 la mayoría de los cientos de millones de espectadores habituales
habían pasado de formar colas ante las taquillas a engrosar las que
esperaban el reparto del pan. En 1930, la asistencia a los cines era de un
cuarenta por ciento menos. Algunos locales hacían esfuerzos desesperados:
dos entradas por el precio de una en programas dobles, y cupones gratis
para una permanente «Marcel» para las espectadoras femeninas. Pero en el
transcurso del amargo crepúsculo de la Depresión, tales trucos resultaban
insuficientes para atraer a los aficionados. Eran demasiadas las puertas que
se habían cerrado definitivamente.
Campañas patrocinadas por el Club Permanente de California del Sur
aparecían en todas las publicaciones: «Si desea pasar unas gloriosas
vacaciones, California le espera». Si lo que desea usted es encontrar un
trabajo, no venga, a menos que quiera llevarse una decepción; pero si Vd. lo
hace en plan turístico, las atracciones no tienen límite".
Pese a haber sido sacudido por el
crack y la llegada del Sonoro,
Hollywood sacó fuerzas de flaqueza
y se lanzó hacia adelante. En la
reconversión, los mitos del País del
Celuloide se llevaron un buen
porrazo. Sobrevivió el star system (la
Metro Goldwyn Mayer disparó su
slogan: «Más estrellas que en el
cielo») pese a que las luminarias en
cuestión no hacían más que
preguntarse por cuánto tiempo se
mantendrían en sus órbitas.
Veintinueve flamantes stars sonoras
habían irrumpido en 1931; solo tres
de ellas pertenecían a la carnada de
1921. Ina Claire Gilbert
No era la carrera de John Gilbert la única en declive. Compañeros de
infortunio eran Conrad Bagel, Charles Farrell, Buddy Rogers y William
Haines. El siempre melodramático Ramón Novarro se largó a «meditar» a
un monasterio.
El desfile fue igualmente fuerte para las diosas silentes. Billie Dove,
Colleen Moore, Corinne Griffith y Norma Talmadge se esfumaron,
sencillamente. Algunas, como Talmadge, pretendían ser ya demasiado ricas
como para dar importancia a la cosa.
Para ciertas bellezas, el eclipse fue brutal. Louise Brooks, una de las
visiones más radiantes que engalanase jamás una pantalla, pasó
vertiginosamente del estrellato a despachar en un mostrador de Macy’s. Una
maldición aún más denigrante que la de convertirse en una simple
dependienta cayó sobre otras. Mae Murray, supermillonaire, fue repudiada
por su esposo noble, aunque dudoso, al perder su fortuna. Tras un viacrucis
de humillaciones, fue arrestada por vagabundeo cuando la encontraron,
¡Señor!, durmiendo en un banco de Central Park. Grandes figuras de los
veinte, como Mae Murray, se hallaban realmente convencidas de que su
«estrellato» era un don caído de los cielos. No fue Mae la única que intentó
elevarse por encima de los mortales
casándose con un noble. Gloria
Swanson se convirtió en marquesa
de la Falaise de Coudray; Pola
Negri (nacida Apolonia Chalupec)
trocó su título de condesa Dombska
por el de princesa, casándose con el
último Mdivani disponible, el
Príncipe Serge. Años después
también ella acabaría en la fosa,
arrojada por las tres P: Paramount,
Príncipe y Popularidad.

Louise Brooks
Mae Murray arrestada por vagabundeo
La princesa Mdivani apuntando
Joan Crawford: fe en sí misma
Dudas drásticas

William Blake lo dijo bien claro: «Si una estrella dudara, de inmediato
dejaría de brillar». Con la llegada de la Gran Depresión, esto es lo que
ocurrió en Hollywood. A paladas.
La tensión fue excesivamente fuerte para muchos de los antiguos
grandes. En lugar de tratar de sobrevivir entre corroídos oropeles,
prefirieron escenificar su Gran Final. Algunos, en dramáticos cuadros
guiñolescos, se suicidaron como dioses autodegollados al pie de sus altares.
Fue durante este período cuando por primera vez salió a relucir el concepto
de has been[8]. Una etiqueta difícil de sacudirse por muy injustamente
adjudicada que estuviese.
Algunos afortunados se las arreglaron para emerger indemnes del doble
holocausto crack/Cine Hablado, montando todo un show al proponerse
hacer caso omiso de la amarga realidad. Una de estas afortunadas
luminarias fue una hija del jazz con agallas: Joan Crawford.
En 1932, en medio de las turbulencias de la Gran Depresión, Crawford
se sintió llamada a fortificar la moral de la nación a través de un manifiesto
público en las páginas de «Photoplay», valientemente titulado «¡Hay que
gastar!», toda una declaración de principios sobre los Derechos de una
Estrella.
Como respuesta a gruñidos no precisamente insensatos, mientras se
alegaba que las figuras estaban superpagadas, Joan replicó que el deber de
una star residía en mantenerse en el estilo de vida que el público asociaba
con su elevado puesto. Y con férrea determinación se rodeó a sí misma con
lo máximo en lujos, pieles de última moda, deslumbrantes joyas y un
renovado guardarropa de fabulosos modelos. Sería ésta la única manera, y
no otra, de hacer que sus fans se sintieran satisfechos y los dólares
continuaran circulando.
Heroicamente, Joan exhortaba a sus admiradores a emularla: «Yo, Joan
Crawford, creo en el Dólar. Todo lo que gano lo gasto».
Para Joan, al menos, era ésta la fe religiosa en el estilo Hollywood;
mansiones espléndidas, coches, una catarata de lujos y, fuera del ámbito de
los Estudios, un torbellino de cocktail-parties, románticos rendez-vous y
bien publicitadas salidas nocturnas.
Ella supo llevar todo esto al extremo. Como el resto, se había asomado
al precipicio y el Olvido la había devuelto a su sitio (Joan sabía muy bien de
dónde procedía y no tenía la menor intención de regresar allí).

Buster Keaton: Avenida de la desolación

El crack había hecho mella en la seguridad desvergonzada de


Hollywood. En el silencio nocturno de sus almas doradas, las estrellas
supervivientes (Crawford entre ellas) sabían que algo ajeno se había
infiltrado en su privilegiado entorno: una rata llamada miedo.
El escándalo hizo estruendosa entrada en 1930, a raíz de la batalla
campal protagonizada en los tribunales por Clara Bow y Daisy DeVoe. Pero
el show se representó en un local semivacío.
Aunque los idilios de Clara fueran desmenuzados en la prensa, la nación
se hallaba demasiado aturdida para tomarlos en cuenta. El caso Bow solo
suscitó miradas hacia atrás, sobre un festín que a todos les había producido
resaca.
En 1931, mientras Clara era víctima
de su primera depresión nerviosa, la
mayoría de sus antiguos
admiradores se encontraban
buscando trabajo por las calles. Y,
mientras ella trataba de recuperarse
en un manicomio, una multitud se
enfrentaba con una música bastante
más estridente que la del jazz. Pese
a que su regreso al cine sonoro al
año siguiente fue brillante, Salvaje
no la libró del desastre. Clara ya era
una reliquia del pasado, y el dolor
que esto le produjo desembocó en la
locura. Una vez más, pues, el
sanatorio, envuelta en sábanas
heladas.
Buster Keaton: genio desquiciado Muy pronto, y en el mismo
hospital, se le uniría Buster Keaton,
fuera de quicio por los combinados traumas emanados de la llegada del
sonido, la pérdida del control artístico sobre sus películas, los problemas
maritales y la bebida.
Daisy DeVoe (al centro)
Clara en el juzgado: traicionada por Daisy
El cuerpo de Paul Bern en el dormitorio de Harlow
«¡Adiós muchachos, compañeros de mi vida!»

Aquellas estrellas a quienes sus destrozados nervios habían conducido a


manicomios más o menos privados, como Clara Bow y Buster Keaton,
hicieron menos ruido que las que optaron por diseñar sus propias caídas.
Antes que plantar cara a la vida fuera de la cúspide, Milton Sills prefirió
escribir su propio finis en 1930, estrellando su limusina último modelo en la
curva del Hombre Muerto, en pleno Sunset Boulevard. La radiante Jeanne
Eagels se decidió por una deliberada sobredosis de heroína. Robert Ames
utilizó el tubo del gas. Karl Dane se disparó un tiro en la sien en 1932.
También empleó un revólver el Padre Confesor de Hollywood, en lo que
fue el suicidio más comentado de la década. Su entrañable carácter había
ganado para Paul Bern ese título, y seguramente ése había sido uno de los
motivos que llevaron a Jean Harlow a contraer matrimonio con un
intelectual físicamente impresentable que le llevaba veintidós años. Bern
había sido ayudante de Thalberg en la Metro Goldwyn Mayer y factor
decisivo para la incorporación de Jean a la fábrica de sueños de Culver City.
La singular pareja había unido sus destinos el 2 de julio de 1932. Dos
meses más tarde, 5 de septiembre de 1932, el mayordomo de Bern encontró
su cadáver en el blanquísimo dormitorio de su esposa en la conjunta
mansión de Benedict Canyon. Estaba desnudo, tendido frente a un espejo de
cuerpo entero, bañado en aromas de «Mitsouko», el perfume preferido de
Jean, con un disparo en el cráneo procedente de una pistola calibre 38 que
yacía a un costado. Jean se hallaba de visita en casa de su madre.
El mayordomo no llamó a la policía; telefoneó en su lugar a la Metro
Goldwyn Mayer. En un santiamén se personaron Louis B. Mayer y
Thalberg. Mayer encontró una nota autografiada por Bern encima del
tocador de su esposa:
Mi muy querida,
Desgraciadamente, ésta es la única
salida para reparar el daño que te he
causado y borrar mi humillación. Te
amo,
Paul.
Espero que entiendas que lo de
anoche solo fue una comedia.

Parecía ser que Bern tenía un


«problema» y había tratado de
efectuar el coito por medios
artificiales: un contundente pene
falso. Mayer se metió la carta en el
bolsillo y, dado que la policía hizo
su aparición dos horas y media más tarde, solo se decidió a mostrarla
cuando Howard Strickling, jefe de publicidad del Estudio le aconsejó que lo
hiciese.
Al día siguiente, Dorothy Millette, una rubia aspirante a starlet que
fuera la primera esposa de Paul Bern, se suicidó arrojándose a las aguas del
río Sacramento.
Dos actores, también en el olvido y convertidos en alcohólicos,
eligieron idéntico camino. John Bowers, caminó desnudo hacia su final
entre las olas de la playa de Malibú; James Murray saltó vestido a las aguas
del East River. George Hill, realizador de The Big House, se voló el cráneo,
en 1934, con una escopeta de caza.
Asistentes a la boda: Thalberg, Harlow, Shearer y Bern
En 1935, el suicidio de Lou Tellegen no fue el único: su espantoso
hara-kiri con un par de doradas tijeras tenía su antecedente, diez años atrás,
en el de Max Linder. Esas tijeras de oro macizo con las iniciales de Tellegen
grabadas, habían sido muy usadas durante años en los recortes de prensa
que cubrían tanto su carrera cinematográfica como partenaire favorito de
Geraldine Farrar como el posterior romance y matrimonio de ambos.
Totalmente olvidado en 1935, Lou se rodeó de sus voluminosos álbumes de
recortes ya amarillentos, con sus fotos más favorecedoras y con los posters
un tanto andrajosos de sus triunfos, The Long Trail y The Redeeming Sin. Y,
desnudo en el centro del ridículo círculo, se acurrucó al estilo japonés para
destrozar el olvidado ser en que se había convertido con feroces tijeretazos
en el pecho y el estómago. Se le encontró destripado, con el corazón abierto
y los patéticos souvenirs empapados en sangre.
El cadáver de Bern hallado en Benedict Canyon
Los recortes de prensa también
desempeñaron un papel en el
suicidio de la exquisita Gwili
Andre, modelo y fracasada actriz de
segunda fila que había conquistado
mucho espacio en las linotipias,
pero muy escasos metros de
celuloide. A Gwili Andre la
encontraron carbonizada en medio
de una pira funeraria prendida con
su inútil publicidad.
Una novedad fue la impuesta
por Peg Entwistle, quien escaló las
húmedas laderas del Monte Lee
hasta el letrero de Hollywood
(constancia de un mal negocio de
Mack Sennett, quien había
adquirido los terrenos en los años
30 denominándolos HOLLYWOOD
LAND). Peg trepó hasta el final de la
letra número trece (poco antes había
Gwili Andre: un final flamante
conseguido un papelito en un film
titulado Trece mujeres que no le reportó gran cosa). No fue capaz de seguir
poniendo buena cara a la Ciudad del Oropel, y se zambulló hacia la muerte.
Otras estrellitas desilusionadas siguieron a su pionera, y el signo de
Hollywood se convirtió en un notorio mojón de despedida.
Las píldoras de Seconal, se hicieron también populares al llevarse por
delante al encantador Ross Alexander, del elenco de la Warner Bros, en
1937, y también al realizador Tom Forman en 1938.
Trampolín de suicidas
Peg Entwistle: saltadora
La infame Mary Nolan: no escuchéis
Cotillas babilónicos

Dejando aparte esos escándalos que eran pasto fresco para la prensa,
Hollywood nunca careció de otros muy particulares que, entre plano y
plano, contribuían a aliviar el tedio, pero que jamás llegaban a ver la luz en
las columnas de chismorreo.
La inseguridad que trajo consigo la Depresión sacó a relucir lo que de
peor había en los Dioses Malévolos: estrellas que se golpeaban unas a otras,
realizadores que levantaban calumnias sobre sus compañeros, ejecutivos
que despreciaban a todo el que se pusiera a su alcance.
El molino de las insidias trabajaba horas extras en sitios nocturnos como
Trocadero, Cocoanut Grove, Casanova, Cotton Club, Hawaian Paradise,
Club Marti, Bali, Club Esquire, Century Club y Famous Door. Las lenguas
de triple filo hacían su agosto en bares tan concurridos como The
Beachcomber, Seven Seas, Tropics, Bamboo Room, Swing Club y Cine-bar.
La chismorrería homosexual femenina giraba en torno a Mary’s, el bar para
lesbianas en el Strip, y su polo opuesto en otro, arriba en la montaña, el
Café Gala, lindante con los hogares de Cole Porter y Cecil Beaton.
Reputaciones enteras eran deglutidas junto con la cena en Brown Derby,
Cock and Bull, Avdeef’s, La Golondrina, Víctor Hugo, Dave Chasen’s,
Cinegrill, Biltmore, Gotham, Musso-Frank’s y La Maze, todo Hollywood
tenía cabida en esos banquetes caníbales.
Entre bocado y bocado se aireaban alegre y locamente las públicas
imágenes y vidas privadas de gentes como la famosa pareja romántica
formada por Charles Farrell y Janet Gaynor, en la cual ella era bastante más
masculina que él. Matrimonios como los de Farrell con Virginia Valli o
Gaynor con Adrian, el modisto, eran clasificados como «Tándems
crepusculares», bicicletas de dos para encubrir la homosexualidad.
Las uñas y lenguas se afilaban para encarnizarse en toda faceta íntima
que se saliera de lo corriente, como la vena sádica en Stroheim, Selznick,
Victor McLaglen o Wallace Beery, o las necesidades masoquistas de
Jannings, Laughton y la desquiciada y esplendorosa Mary Nolan, más
conocida como «la bella masoquista». (Mary era la notable ex-Imogene
Wilson, una chica de Ziegfeld, cuyos psicodramas sadomasoquistas con el
cómico Frank Tinney habían conseguido escandalizar a Nueva York. Ahí,
como en Hollywood, Mary se las componía para poner de relieve lo que
cada hombre lleva de sádico en sí, con frecuencia hasta poder alcanzar la
Venganza de la Masoquista, como cuando demandó a un productor en
quinientos mil dólares por tratarla a lo bestia con exagerada crudeza).
Los chismes sobre genitales se
cotizaban muy bien; Chaplin y
Bogart figuraban en cabeza de los
bien dotados. Un tiempo similar se
dedicaba a aquellos cuyas medidas
no correspondían a lo normal. Al
aire salían a relucir los nombres de
todas aquellas «Diosas del Amor»
Charlie Farrell y Janet Gaynor
cuya devoción a Príapo exigía que
sus vaginas fuesen restauradas
quirúrgicamente de vez en cuando. El malicioso sarcasmo de una Carole
Lombard o una Tallulah Bankhead transformaba esos comentarios en
deliciosos chascarrillos.
La homosexualidad supuesta o real era un tópico favorito. Muy pocos
en el entorno de la Fox desconocían que, a la hora de preparar un reparto,
F. W. Murnau favorecía a los gays. Su muerte en 1931 inspiró una marea de
especulaciones.
Murnau había contratado como criado a un bello muchacho filipino de
catorce años llamado García Stevenson. Cuando ocurrió el fatal accidente,
el chico se hallaba al volante del Packard de su amo. Las viperinas lenguas
de Hollywood no tardaron en afirmar que, cuando el vehículo se salió de la
carretera, Murnau estaba practicando una delicada fellatio sobre García.
Solo once almas caritativas asistieron al funeral (Garbo entre ellas). Farrell
y Gaynor, a quienes Murnau había dirigido en tres ocasiones, no se
dignaron presentarse para rendirle
tributo. Garbo encargó una máscara
de escayola del rostro del muerto y
conservó ese memento del genio
germano durante todos sus años de
permanencia en Hollywood.
La genuina reserva de Greta
Garbo, mantuvo a los chismosos a
distancia durante mucho tiempo. Se
hacían, no obstante, ocasionales
especulaciones sobre el grado
íntimo de su amistad con la
escritora Salka Viertel.
Más
adelante, la llegada de Marlene Dietrich
proporcionó abundante pasto. Alegre
bisexual sin el menor género de dudas, con
apetito suficiente como para muchos y
variados amores, Marlene sirvió para
alimentar durante los años treinta los alegres
gorgojeos de la comunidad «diferente». Su
enjambre de amiguitas se granjeó el
sambenito de «las costureras de Marlene».
No eran lesbianas propiamente dichas, como
las de la «banda de Nazimova», aunque sí
alegres vividoras que como Marlene, se
divertían en jugar a dos bandas. A Dietrich se
le atribuyó un apasionado affair con su
compañera de la Paramount, Claudette
Colbert, y otro con Lili Da mita, esposa de
Errol Flynn en la vida real. La visión de una
Marlene en traje de etiqueta masculino
resultaba irresistible para ciertos miembros
del jet-set internacional; pronto, la autora
Mercedes D’Acosta y la archimillonaria Jo Carstairs se encontraron dentro
de atavíos masculinos como peces en el agua. Las dos efectuaban
periódicas peregrinaciones a Hollywood para rendir pleitesía al «ángel
azul». Fue en el transcurso de 1932 cuando Marlene Dietrich decidió
emplear su uniforme, reservado hasta entonces a la pantalla, fuera de ella:
así fue implantada una moda que se extendió por todo el país: la de la mujer
que llevaba pantalones.
Murnau: genio alemán

Análisis de Hearst
Lili Damita: alta tensión

Cary Grant, “honrado” en una publicación obscena

El atractivo bisexual de Marlene vestida de hombre fue magnificado por su


particular Svengali, Josef Von Sternberg, quien se las arreglaba para incluir
en cada una de las películas que realizaron juntos una escena, por lo menos,
en la que la actriz aparecía disfrazada de varón. Que el suyo era un romance
mental, artificio y arte, era algo sobre lo que no cabía la menor duda. El
«fetiche» Marlene de Von Sternberg no obtuvo la esperada aprobación
universal.
«Vanity Fair» comentó tras el estreno de Capricho imperial: «Sternberg
ha traicionado su estilo simplista en pro de una fantasía desbordante y
centrada primordialmente en las piernas enfundadas en medias de seda y el
trasero con encajes de Dietrich, de quien ha conseguido hacer una
monumental zorra. Por voluntad propia, Sternberg es un hombre que
combina el pensamiento con la acción: pero, en lugar de abstraerse
contemplando el ombligo de Buda, su perseverancia umbilical le ha llevado
a fascinarse exclusivamente con el de Venus». La señora de Von Sternberg,
Risa Royce, no debió de sentirse tampoco muy satisfecha cuando presentó
una
de
ma
nda
de
div
orci
o,
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Ma
rlen
e
co
mo
la
res
pon
sable de «desviar el cariño de mi esposo». Los pantalones de Marlene
Marlene continuó su camino hasta
convertirse en una leyenda viviente rodeada de amantes femeninos o
masculinos y de otros directores y operadores. Años más tarde, cuando
alguno de éstos se mostraba incapaz de iluminarla apropiadamente, podía
escucharse a la eterna glamour girl susurrar por lo bajo y entre dientes: «Ay
Joe, ¿dónde estás, ahora?».
Conversación de sobremesa: Clara Bow curiosea
Sternberg: pionero de su propia obsesión
Mae West: toda una estrella
La monstruosa Mae

Mae West irrumpió en Hollywood con una reputación de «perversa chica de


Broadway». Obras como Sex la habían precipitado en aguas turbulentas y le
habían costado ocho días en la cárcel. A su llegada se descolgó con esta
frase: «No soy ninguna tonta de pueblo que busca prosperar en la gran
ciudad. Soy una mujer de una gran ciudad que va a descollar en un
pueblecito».
La apuesta de la Paramount por Mae resultó ganadora. En Noche tras
noche, la actriz se robó limpiamente la película con un papel secundario; a
partir de ahí trató de imponerse a los jefazos del estudio para que la dejasen
libre de movimientos. Su primer vehículo estelar, Nacida para pecar, que
adaptó personalmente de su propia obra Diamond Lil, batió records de
taquilla en 1933. Recaudó dos hermosos millones de dólares en solo tres
meses y salvó al estudio de la bancarrota.
«Variety» resumió así el film: “La señorita West, con sombreros
gigantescos, embutida en modelos tipo camisa de fuerza y con tantas joyas
encima que parece una planta Knickerbocker, canta ‘Easy Rider’, ‘A guy
who takes his time’ y ‘Frankie and Johnny’ todas con las letras claramente
pasteurizadas. Pero da igual: Mae no podría cantar una nana sin convertirla
en sexo puro. Repleta de risas, como un espía de coartadas, la personalidad
de esta luminaria se impone por encima de cualquier vulgaridad. West
acentúa sus diálogos de una forma tan especial que no tardará mucho en ser
imitada… Su dominio sobre amantes, pasados, presentes y futuros, resume
todo el contenido de su film”.
Mae no cayó bien al «todo» Hollywood. Una notable resistente fue
Mary Pickford, quien, desde su retiro en Pickfair, comentó: «Pasé por
delante de la puerta de mi encantadora sobrinita, educada con esmero, y
¡Dios mío!, estaba cantando estrofas de esa canción de Diamond Lil y digo
esa canción, porque me sonrojaría el mencionar su título incluso aquí».
Mae: Demasiado para legionarios decentes

Los frívolos puntos de vista de Mae con respecto al sexo fueron objeto
de una fortísima diatriba del cardenal Mundelein de Chicago, quien ordenó
a uno de sus pedantes feligreses, el reverendo Daniel A. Lord, redactar un
panfleto titulado «Las películas traicionan a Norteamérica»; en él, las
juventudes católicas eran conminadas a boicotear las «ofensivas cintas» de
Mae West. En adelante esos films integrarían la lista negra de la revista del
Padre Lord, «The Queen’s Work».
La Hermandad católica se sintió tan satisfecha ante la acogida que
decidió extender su boicot anti-sexo a nivel nacional. Bernard J. Sheil,
obispo auxiliar de Chicago, se dio buena maña para organizar un grupo;
surgió así la Liga de la Decencia, constituida en octubre de 1933, seis meses
después de la presentación de Nacida para pecar. Los inspiradores de la
Liga adujeron la amenaza que Mae West representaba como una razón de
peso para la «necesidad» de su Organización.
A continuación de Nacida para pecar, Mae interpretó su película más
popular, No soy ningún ángel. Su desintegración se inició con su tercera
película, No es pecado. Cuando en Brodway se erigieron enormes vallas
anunciando No es pecado, un pelotón se formó para pasear arriba y abajo de
las vallas con pancartas que llevaban este escueto mensaje: «Sí que lo es».
Los púdicos Legionarios obtuvieron una victoria menor; el título de No es
pecado tuvo que cambiarse por el de La bella del Novecientos. El jefe de
publicidad de la Paramount, a quien se le había ocurrido una divertida
campaña de promoción, se encontró de repente en posesión de cincuenta
papagayos sin trabajo a los que había contratado para que repitiesen una y
otra vez «No es pecado», «No es pecado».
Por esas fechas el Padre Lord había desplazado su inquieto cuerpo a
Hollywood, dispuesto a adoctrinar a Hays acerca de un par de cosas
relacionadas con la Censura. Lord desempolvó la vieja lista de los
«Noes…» y, con la ayuda de un católico seglar, Martin Quigley, redactó una
nueva ristra de absurdas restricciones bajo el título de «Código regulatorio
para la creación de películas». Esta monstruosidad que incluía cien maneras
diferentes de asexuar le fue entregada a Hays por Lord y Quigley; Joseph L.
Breen hizo su aparición para
reforzar la Liga con una nueva
arma: el Sello de la Pureza. Ninguna
producción podía ser exhibida sin
pasar antes por él.
La guerra de Mae contra los
super-censores comenzó en serio en
el verano de 1934, cuando los
nuevos guardianes de la virtud
norteamericana afilaron sus garras
ante esta frase pronunciada por la
estrella ante un gángster: «¿Qué te
pasa en el bolsillo del pantalón?
¿Llevas una pistola o simplemente
te alegras de verme?».
Mientras No es pecado anduvo en
fase de producción, la Oficina Hays
plantó a un guardián en el plató para
que le informase sobre los diálogos y los desplazamientos de Mae. A ella,
para espantar al entrometido, se le ocurrió una pequeña travesura.
Inventó una amenaza de bomba y se rodeó de una cuadrilla de atléticos
guardaespaldas que, entre toma y toma, la escoltaban hasta su lujoso
camerino. Mientras el perro guardián husmeaba, Mae colgó un cartelito en
la puerta que decía: «No molestar excepto en caso de incendio».
Pese al constante mojigaterío, Mae se las compuso para dotar a sus
diálogos de un tratamiento netamente West; por ejemplo: «Un hombre en
casa vale por dos en la calle».
Mae: Todo mujer
Sala Mae West, de Dalí

Hearst hizo su acto de presencia en 1936, cuando Mae se atrevió a hacer


un chiste sobre su sacrosanta dama, Marion, provocando su ira. Ciñéndose a
Klondike Annie como blanco, la cadena de periódicos de Hearst tachó a
Mae de «monstruo de lascivia» y «amenaza para la Sagrada Institución de
la Familia Norteamericana». Y añadían: «¿Cuándo llegará la hora de que el
Congreso se decida a hacer algo con Mae West?» (Una Marion un tanto
trompa pudo ser observada divirtiéndose a lo grande en el transcurso de la
première de Klondike Annie, sin imaginarse siquiera la causa del revuelo
que había conmocionado a sus partidarios).
A Hearst le había sacado de sus casillas cierto comentario de Mae
acerca de las habilidades de Marion como comediante. Dado que el
poderoso caballero tenía que guardarse muy bien de revelar el porqué de su
odio, su hipócrita actitud para limpiar su honor derivó hacia la
«concupiscencia» de los diálogos cinematográficos de Mae, a fin de
condenar lo que en la actualidad resultaría ingenuamente divertido: «Si
tengo que hacerlo, entre dos pecados elijo siempre el que nunca he
probado». También se sintió injuriado ante el tratamiento dado por Mae a
un himno usado en las Convenciones: «Mejor es dar que recibir». Y ordenó
la inmediata prohibición de la publicidad de las películas de West en su
extenso circuito de publicaciones.
Más allá de lo que «la monstruosa Mae» sugería desde la pantalla, su vida
privada era un dechado de discreción. Los tipos que le gustaban solían ser,
por lo general, boxeadores, culturistas o individuos dotados de especiales
formas de masculinidad. Estos sujetos, y no miembros de su propia
profesión, eran los admitidos en la intimidad de su antecámara rosada en
forma de concha. Las persianas eran corridas y descorridas incesantemente.
Mae respetaba la vida privada de los demás y le gustaba que con la suya se
hiciera otro tanto. Se mantenía alejada del torbellino social de las fiestas de
Hollywood y solo era vista en público ocasionalmente en los combates de
boxeo de algunos de sus favoritos, casi siempre en compañía de su antiguo
amigo y representante Jim Timony.
A pesar de ello, Hearst y la Liga
de la Decencia aguijonearon sin
cesar a la oficina Hays para
acobardarla durante la filmación de
Every day’s a holiday. Estas frases
fueron censuradas: «No dejaría que
me tocase ni con una vara de diez
pies» y «Por ese fulano no me
quitaría ni el velo».
Hearst se compinchó con Breen para
que el «Motion Picture Herald», que
editaba Quigley, publicase una
relación de estrellas consideradas
como «veneno para las taquillas».
Esta falsa lista negra fue diseñada
para quitarse de encima a intérpretes
«desobedientes» o aquéllos que,
víctimas de la censura o del
chismorreo, eran considerados «no
gratos». El folio incluía a
personalidades «difíciles» como
Katherine Hepburn y Fred Astaire o
«malas mujeres» como Marlene
Dietrich y Mae West. La realidad
era que las películas de Mae aún se
vendían muy bien, aunque la
campaña había dejado su huella.
Cuando en 1938 llegó la renovación
del contrato, con Every day’s a
holiday a punto de estrenar, la
Paramount dejó que los puritanos
tuvieran la última palabra. Con su
materia prima «pasteurizada», la
calidad de los últimos films de Mae West en otros Estudios declinó sin
remedio.
Mary Astor en el banquillo de testigos: su papel más dramático
Diario azul

Los años treinta se vieron agraciados por otra luminaria femenina con una
pronunciada inclinación por los hombres, una belleza de cabellos castaño
rojizos, sofisticada y apacible, con una voz gutural y sensual: Mary Astor,
una de las grandes actrices de carácter de la pantalla.
Desde muy jovencita, el mejor amigo y confidente de Mary había sido
su diario. En él lo contaba todo, complaciéndose en reseñar cualquier
experiencia sublime mientras su recuerdo aún persistiera. Así podía revivir
el momento y señalar los puntos cruciales en su paso por la vida. Su diario
hollywoodense estaba encuadernado en azul, con las páginas repletas de
magníficos y ultrafemeninos pasajes que los grafólogos calificaban como
admirables y desinhibidos. Su contenido era tan libre como su propietaria.
El volumen que abarcaba el año 1935 cubría sus citas extramaritales con el
agudo comediógrafo George S. Kaufman, en quien ella había encontrado un
exquisito poder de comunicación.
El librito azul estaba guardado en un rincón de la cómoda del
dormitorio, al lado de las braguitas de Mary. Cierto día, su esposo, médico,
se hallaba a la caza y captura de unos gemelos extraviados. Cuando el
doctor Franklyn Thorpe abrió distraídamente el volumen encuadernado en
piel, su mirada se posó en determinado comentario en el que se describía
con sorprendida admiración: «Es increíble su potencia, su capacidad para
permanecer en situación durante tanto tiempo. ¡No comprendo cómo puede
hacerlo!». La admiración no la provocaba el doctor Thorpe.
A medida que éste repasaba las páginas pudo saber que el hombre con
ese fantástico poder de resistencia sexual no era otro que el urbano y
neoyorquino Kaufman. Mary lo había conocido en el hotel Algonquin
durante unas vacaciones que la actriz se regalara en 1933 con el pretexto de
ir de compras. Lo cual demostraba que el buenazo del doctor había sido un
soberano cornudo durante dieciséis largos meses. Mary entraba en detalles
sobre el primer encuentro con su futuro amante (quien le había sido
presentado por su amiga Miriam Hopkins) en términos radiantes:
«Su primera inicial es la G. (George Kaufman), y yo me desplomé nada más
verle como una tonelada de ladrillos. Era un viernes… el sábado me recogió en el
Ambassador y fuimos a almorzar al Casino. ¡Lo pasamos de locura!».

Tras asistir en el teatro Music Box a una de las representaciones del musical
de Kaufman Of thee I sing, Mary y George se recorrieron la ciudad de cabo
a rabo durante las siguientes noches (clubs, fiestas, cenas). A medida que
iba leyendo, los desilusionados ojos del médico apenas podían dar crédito a
los records que su esposa había reseñado de su puño y letra en su itinerario
sexual:
«Lunes: nos escabullimos de un party soporífero. Hacía mucho calor, de modo que
tomamos un coche y dimos varias vueltas alrededor del parque, y el parque, bueno,
era… el parque. Me apretó con fuerza las manos y me dijo que le gustaría besarme,
aunque no lo hizo…
»En la noche del martes, cenamos en el Veintiuno y, mientras llegábamos al
teatro para ver Run Little Chillun, me besó en el trayecto. No creo que ninguno de
los dos recuerde ahora de qué trataba la obra. Durante los dos primeros actos,
jugábamos con nuestras rodillas, en el tercero mi mano no reposaba precisamente
en mi falda… Hacía un montón de años que yo no manoseaba a un hombre en
público, pero es que no pude contenerme… Después tomamos unas copas en algún
lugar y a continuación fuimos a un pisito de la calle 73 donde podíamos estar a
solas y todo fue emocionante y bellísimo. Cuando George se quita y deja a un lado
sus gafas, es un hombre completamente distinto. Sus poderes de recuperación son
asombrosos. Hicimos el amor durante toda la noche… Todo funcionó a las mil
maravillas y comenzaba a amanecer cuando compartíamos nuestro orgasmo
número cuatro…
»Durante el resto del tiempo apenas si vi a nadie. Asistimos a cada show de la
ciudad, nos divertimos mucho juntos y visitamos con frecuencia el apartamento de
la calle 73 donde nos daban las claras del día en un coito tras otro…
»Una madrugada, serían alrededor de las cuatro, tomamos un sandwich en
Reuben; ya empezaba a salir el sol, de modo que recorrimos el parque en un coche
abierto, los pájaros trinaban, y la mañana era fría y húmeda. Fue casi celestial estar
acariciándonos y masturbarnos allí mismo… al aire libre…
»¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo? Tengo más que comprobado que
George está en estado de erección constantemente… Ignoro cómo lo consigue…
pero es perfecto».
Fue entonces cuando el Doctor Thorpe descubrió que el temerario idilio
neoyorquino había continuado ante sus propias narices y en su propia casa.

Mary Astor: ¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo?

Kaufman y Moss Hart pasaron unos días en Hollywood en febrero de


1934, antes de establecer su cuartel general de escritores durante el invierno
en Palm Springs. Una mañana Mary le dijo a Thorpe que tenía que
presentarse en la Warner para unas pruebas de vestuario; en lugar de ello
salió disparada hacia el Beverly Wilshire, donde tuvo ocasión de ver por
primera vez en varios días a George:
«Me recibió en pijama y caímos uno en brazos del otro. Se excitó en un instante
y al momento todo volvió a ser como en los viejos tiempos… Arrojó a un lado su
pijama y, en cuanto a mí, jamás en toda mi vida, nadie me había quitado la ropa tan
rápidamente… Luego fuimos a almorzar a Vendôme, después a una papelería y
vuelta al hotel. Llovía y era hermoso… Fue maravilloso joder durante toda una
tarde encantadora… Me marché a eso de las seis».
Esto ocurriría durante los subsiguientes fines de semana en Palm Springs:
«Sentados al sol durante todo el día (almuerzo en la piscina con Moss, George
y los Rogers) cena en el “Dunes” (un brindis a la luz de la luna SIN Moss y
Rogers). ¡Ah, las noches en el desierto, desnudos bajo las estrellas y el cuerpo de
George fundiéndose con el mío!».

Cuando Thorpe se encaró con su mujer para revelarle su descubrimiento,


era de suponer que el libro encuadernado en azul se quedara en blanco
durante un tiempo prudencial. Pero Mary no pudo resistirse a transcribir la
reacción de su esposo:
«Durante varios días estuvo destrozado y al final usó su último cartucho: “Te
necesito”, me dijo llorando.
»Para mantener la paz y dar una tregua a todo esta carga emocional, le dije que,
de momento, no tomaría ninguna decisión. Para ser sincera, el único motivo de mi
respuesta era que deseaba seguir viéndome con George durante el resto de su
estancia sin que me molestase nadie. Y hecha unos zorros. Deseaba poder gozarlo
al máximo en estos últimos momentos…».
Superviviente de las llamas

La negativa de Mary a romper el affair motivó el que Thorpe quisiera


pagarle con la misma moneda y pronto pudo vérsele en compañía de tal
cantidad de starlets que sus extravíos se convirtieron en la comidilla de la
ciudad.
Cuando Thorpe, en abril de 1935, puso pleito de divorcio a Mary
solicitando la custodia de su hija Marilyn (a quien ella adoraba) se alzaron
centenares de cejas.
Mary no se dio por aludida. Thorpe se había apropiado del locuaz
diario, antes de que ella saliera de la mansión de Beverly Hills. Fue una
evidencia aplastante. Ella no podía soportar la idea de que la despojaran de
Marilyn. Y presentó a su vez un recurso el 15 de julio para retener la patria
potestad sobre la niña.

George Kaufman: perseverancia

En el primer día del juicio, los abogados de Thorpe revelaron la


existencia del diario. El juez «Goody» Knight, echó un vistazo al librito y lo
rechazó como prueba. Pero los abogados de Thorpe mostraron a la prensa
extractos que dejaban pocas dudas acerca de su contenido; entre ellos estaba
lo de «¡Ah, las noches en el desierto…!» que, ipso facto, pasó a ocupar un
lugar en el folklore nacional. Los periódicos airearon el diario a los cuatro
vientos, seleccionando entre comillas extensas porciones del mismo. Y el
respetable se lo pasó en grande echándole imaginación a lo que solo
quedaba insinuado.
Sus más constantes admiradores recordaron otro de los apasionados
affaires de coeur de Mary Astor, hacía ya una década y antes de su
matrimonio, cuando, durante el rodaje de Don Juan, de aspirante a estrellita
pasara a convertirse en la jovencísima querida de John Barrymore.
La Corte fue toda oídos cuando la niñera de la hija de Mary hizo un
recuento de todo lo que había pasado en casa de Thorpe a raíz de la salida
de Madame. La nurse describió, por ejemplo, la batalla campal de celos,
desarrollada ante los ojos de la niña, a cargo de la starlet Norma Taylor y el
doctor, con Norma llevando como único atuendo sus uñas laqueadas al rojo
vivo. La niñera declaró también que no solo Norma, sino otras rubias del
conjunto de Busby Berkeley «habían dormido en el lecho del doctor» en
sucesivas noches. ¿Dónde estaba Thorpe? La imperturbable respuesta fue:
«Pues allí, en su cama, naturalmente».
Mary consiguió que le devolvieran la casa y su Marilyn a pesar de todas
las revelaciones que el diario contenía sobre su pasión por Kaufman.
Sin embargo, la Corte no le restituyó a su «más querido amigo». El
diario se consideró «pornográfico» y fue destinado a la estufa del juzgado.
Resulta extraño que estas revelaciones no dañaran la carrera de Mary
Astor; nada más lejos de ello. Diez años antes, un caso similar hubiese
significado el fin para cualquier estrella; pero la Depresión era un factor
que, aunque doloroso, contribuyó a una mayor madurez de los espectadores.
Transcurrirían solo unos años hasta que Mary Astor se apuntara uno de sus
mayores triunfos artísticos como la malvada seductora en aquel inolvidable
El halcón maltés.
Kaufman, que había puesto pies en polvorosa durante la realización del
juicio, se instaló con Hart en Nueva York. Había logrado zafarse de todas
las preguntas concernientes al caso, pero, una vez, acosado por los
periodistas en la salida de artistas del Music Box, dejó caer: «Pueden
ustedes confiar en que yo no llevo ningún diario».
Mary tuvo a Marylin
Thelma Todd: la rubia de los helados
El garaje de la muerte

El año 1935, en que fue incinerado el explosivo diario de Mary Astor,


finalizó con un repugnante estampido: uno de los más desconcertantes
asesinatos de Hollywood. Los crímenes resueltos son, por lo general,
archivados y olvidados. Los que no, dejan tras de sí una estela semejante a
una enfermedad que se niega a desaparecer. Esto fue lo que ocurrió en el
caso de la Rubia Merengue.
La deliciosa Thelma Todd, había trabajado con Laurel y Hardy, los
Hermanos Marx y su amiga del alma Zasu Pitts, en una serie de alegres
farsas para Hal Roach. Sus admiradores no hubieran reconocido a Thelma
en su último papel (que solo llegó a interpretar tras ardua lucha): el de un
cadáver desplomado, con la boca, el traje de noche y el abrigo de visón
cubiertos de sangre. Su doncella descubrió al cadáver a las 10,30 del lunes
16 de diciembre en la puerta de entrada del garaje que Thelma compartía
con su amante, el realizador Roland West. La cochera estaba situada en
Palisades, sobre la autopista del Pacífico, entre Malibú y Santa Mónica. La
llave de encendido de su Packard estaba en el contacto y el motor en punto
muerto, en tanto Thelma yacía de bruces sobre el asiento frontal. En una
macabra coincidencia, la actriz había interpretado no hacía mucho una
escena con Groucho Marx, en la que éste le advertía: «Ahora, sé una buena
chica o, de lo contrario, tendré que encerrarte en el garaje».
Thelma: su último papel

El Gran Jurado, tras muchas semanas de debate sobre evidencias


contradictorias, pronunció un extraño veredicto: «Muerte causada por
envenenamiento con monóxido de carbono». Esta conclusión un tanto
negligente dejaba muchos cabos sueltos. Si efectivamente Thelma había
muerto asfixiada a su regreso del Trocadero, ¿cómo era que sus ropas se
hallaban en ese estado de desorden? ¿Quién o qué había causado las
salpicaduras de sangre en su rostro?
Si, como la policía aseguraba, la muerte se había producido en la
mañana del domingo, ¿por qué los testigos (uno de los cuales era Jewell
Carmen, la esposa de West) aseguraban haber visto a Thelma ese mismo
domingo zumbando al volante de su Packard descapotable entre Hollywood
y Vine, con un apuesto moreno por acompañante?
Thelma había sido durante algún tiempo la querida de West. Ambos
eran socios en el Thelma Todd’s Roadside Rest, un popular merendero en la
playa situado bajo las Palisades, en la carretera de la Costa, cercano al lugar
del crimen. Tras un exhaustivo interrogatorio, West admitió de mala gana
haber sostenido con Thelma en la madrugada de aquel domingo una
violenta pelea, zanjada al empujarla él hacia afuera. La comunidad de
vecinos declaró haber escuchado a Thelma proferir obscenidades contra
West mientras golpeaba con los nudillos la pesada puerta de la finca. El
examen de la entrada principal reveló marcas frescas de golpes.
En la encuesta salió a relucir que su
amiga de confianza y compañera en
la pantalla, Zasu Pitts, había
prestado a Thelma miles de dólares
que habían sido engullidos por las
complicadas finanzas del Roadside
Rest y jamás restituidos a Zasu. Ida
Lupino testificó que, si bien en la
fiesta del Trocadero Thelma parecía
tan despreocupada como de
costumbre, le confió que estaba
poniéndole los cuernos a West con
un hombre de negocios de San
Francisco.
El abogado de Thelma solicitó
una segunda investigación con el objeto de demostrar su teoría: que la dama
había sido muerta por asesinos a sueldo de Lucky Luciano. Por aquel
entonces Luciano incursionaba en los establecimientos de juego ilegales de
California. Se había aproximado a Thelma con una oferta para quedarse con
la parte superior de su café e instalar un resguardado casino que, era de
suponer, ella se encargaría de llenar de clientes reclutados entre sus famosos
amigos. El abogado estaba convencido de que, al negarse a aceptar el
ofrecimiento de Luciano, Thelma había firmado su sentencia de muerte. Su
productor, Hal Roach, palideció ante la sola mención del nombre de
Luciano. Y aconsejó al abogado que abandonase el asunto.
También se sospechó, aunque no llegara a probarse, que una especie de
representación había tenido lugar bajo la batuta de West, con la ayuda de
una amiguita a la que había hecho pasar por Thelma. Se decía que era la
doble quien había intervenido en toda la pantomima de los gritos y golpes
ante la puerta, mientras West, al otro lado, dejaba a Thelma sin sentido, la
depositaba en su coche, abría la espita del gas y cerraba el portón del garaje.
De acuerdo con esta teoría, West había querido dar un carpetazo
definitivo a la ya deteriorada relación entre ambos y cometer el crimen
perfecto, como en su película Alibi.
De todo esto no existieron pruebas reales, pero West, que había dirigido
a Lon Chaney en El monstruo y a Chester Morris en The Bat Whispers, uno
de los más extraordinarios thrillers jamás filmados, no volvió a realizar otra
película. Contrajo matrimonio con Lola Lane y murió olvidado en el año
1952.
Thelma había sido popularísima, no solo para sus admiradores, sino
entre las gentes de su profesión. Su funeral en Forest Lawn, convocó a una
enorme muchedumbre. Descansaba en féretro abierto, cubierto de rosas
amarillas y, gracias a los maquilladores de la funeraria, volvía a ser la Rubia
Merengue con el corazón de oro y siempre con un comentario divertido en
los labios. Zasu Pitts, esa amiga generosa, comentó: «Parecía que de un
momento a otro Thelma iba a sentarse y ponerse a charlar». Sin embargo,
Thelma ya no volvería a hablar, ni siquiera diría una frase chistosa para
contar quién la había golpeado hasta la muerte.
Su asesinato, como tantos otros, quedará para siempre como uno de los
más turbadores enigmas de Hollywood.
Zasu Pitts: la amiga generosa de Thelma

Funeral de Thelma en Forest Lawn


Errol: el más querido
«In» como Flynn

El tono de los alborotos de Hollywood sufrió una alteración cuando en 1942


acusaron a Errol Flynn de estupro estatutario.
Peggy Satterlee y Betty Hansen, las muchachas implicadas, no habían
cumplido los dieciocho años. Una de ellas aseguraba que la habían violado
en tierra, la otra decía que en el mar.
El encantador, despreocupado Errol Flynn, era una de las figuras más
estimadas en Hollywood, dentro y fuera de la pantalla, desde que su imagen
como espadachín quedara fijada bajo la identidad del Capitán Blood. Había
nacido en Tasmania y, tras una tumultuosa adolescencia e innumerables
expulsiones de colegios de su tierra natal y de Australia, había causado un
enorme impacto como Fletcher Christian en The Wake of the Bounty
(primera de las «rebeliones a bordo»). Tras una serie de papeles sin
consistencia en Inglaterra y en Hollywood, acertó en pleno con El Capitán
Blood y se convirtió en una superstar en películas como Robin de los
Bosques. Ídolo de la juventud, sus films eran tan divertidos de contemplar
como de interpretar, y generalmente incluían el rescate de una bonita
muchacha (Olivia de Havilland, era la más asidua) como corolario de un
prolongado duelo a capa y espada.
Mujeres de toda condición y edad no se privaban de correr tras el
magnético Errol. Su borrascoso matrimonio con la atractiva bisexual Lili
Damita había hecho aguas en 1942. Cierta noche de ese mismo año, una
escena ciertamente cómica se desarrolló en el salón del hogar de Flynn en
Mulholland Drive. Un agente de policía se presentó para informar al
espadachín (que se daba el lujo de llevar a su cama a cualquier fulanita que
estimulara su fantasía) que le habían denunciado por «violación
estatutoria».
Flynn alegó que ni siquiera sabía de la existencia de ese animal. Se le
explicó entonces que en California regía una ley que prohibía el
conocimiento carnal de cualquiera que tuviera menos de dieciocho años,
incluso con su consentimiento; dejarse seducir por una menor podía costarle
a uno cinco años en chirona.
Los polis habían arrestado a la joven Betty Hansen por vagabundeo.
Entre otros interesantes objetos le habían encontrado los números de
teléfono de Flynn y su compadre Bruce Cabot (el que salvara a Fay Wray
de las garras de King Kong). Betty había declarado que un partido de tenis
mantenido con los chicos se había prolongado en un party al que se había
añadido natación y sexo. Y dijo que, aunque Flynn se hubiese quedado en
cueros, había conservado todo el tiempo los calcetines puestos.
Flynn negó en redondo la
acusación, admitiendo, eso sí, que
había coincidido con Betty en una
fiesta, nada más. Fue fichado y
puesto en libertad bajo fianza. Nada
más regresar a su casa sonó el
teléfono. Una voz desconocida
manifestó: «Dile a Jack que quiero
diez mil dólares», colgando a
continuación. El asunto podría
haber terminado allí mismo si
Jack L. Warner, el jefe de Flynn,
hubiese aceptado las condiciones
del chantajista.
El Fiscal del Distrito no tenía
mucho material como para un caso,
Lili Damita: esposa bisexual pero, debido a motivos solo
conocidos por él, se negaba a que
Flynn disfrutara de su carrera en paz justo cuando se hallaba personificando
a Gentleman Jim[9], uno de los grandes héroes del deporte. La madeja
comenzó a enredarse a causa de una bailarina de «Los Jardines Florentinos»
llamada Peggy Satterlee. Era bien conocida por toda la ciudad pero a causa
de su obvia experiencia y sus senos gigantescos; nadie podía sospechar que
aquella monada de menor era una emprendedora de cuidado. Peggy se
descolgó diciendo que en 1941 Errol la había conducido hasta su yate, el
Sirocco, para penetrarla frente a cada una de las escotillas.
Los titulares, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo,
proclamaban: ROBIN HOOD ACUSADO DE VIOLACIÓN. Las fans se desbordaron
cuando llegó Errol dispuesto a enfrentarse al Gran Jurado. Pero lo que
prometía ser un largometraje dramático y con sexo quedó reducido a una
farsa de un rollo. Betty, Peggy y Errol contaron cada uno su distinta versión
de los hechos. El Jurado se retiró para deliberar, regresando con una rápida
absolución para Errol.
Parecía que el caso estaba cerrado. Flynn se fue a casa, abrió una caja
de botellas de champagne y llamó a sus amigos y partidarios para que le
ayudasen a celebrarlo. El Estudio dejó escapar un suspiro de satisfacción:
Jim seguía siendo un gentleman.
Entonces, ante la extrañeza de todos, la oficina del fiscal del distrito, de
forma inusitada, ignoró la decisión del Gran Jurado y decidió procesar a la
estrella a pesar de la absolución. El Estudio designó a Jerry Geisler,
considerado el más sagaz abogado de Hollywood, para asumir la defensa de
Flynn.
Sabiamente, Geisler advirtió a Flynn que se preparase para un proceso
largo. La mejor defensa era atacar, aunque resultase fastidioso el lento
desarrollo de los acontecimientos. (A medida que el proceso avanzaba, la
expresión «Arrojado como Flynn» se convirtió en un apodo muy popular,
especialmente entre la tropa, que por lo demás divertía a su protagonista).
El emplearse a fondo, daría tiempo a Geisler para hacer pedazos la
credibilidad de las chicas, rastreando todo lo que pudiera acerca de sus
dudosos pasados (y era mucho lo que había que rastrear).
Peggy se extendió en un gran número de detalles sobre lo acontecido a
bordo del Sirocco, pero se pasó de lista, dando oportunidad a Geisler para
interrogarla aparte acerca de esta versión de los hechos (¿Cómo había
tardado todo un año en descubrir que la habían violado?). El juez tuvo que
poner orden en la sala cuando ella describió cómo Flynn le había susurrado
al oído: «Esa luna se vería más bella contemplada a través de una escotilla».
Errol en Gentleman Jim

Cuando le llegó el turno a Betty Hansen, ésta tomó asiento y declaró


que Flynn la había despojado de sus ropas. Geisler cargó como la brigada
ligera. Primero, la obligó a admitir que ella había consentido en quedarse
como su mamá la había traído al mundo; a continuación la fulminó con un
«¿Acaso no deseaba Vd. que se las quitara?». La tranquila respuesta de
Betty ganó el proceso para Flynn: «Bueno, yo no puse objeción alguna».
Errol Flynn fue absuelto por los cuatro costados.
Peggy, Errol y Betty ante el tribunal

Gentleman Jim, estrenada poco después, se convirtió en uno de los


vehículos más carismáticos de Flynn, gustando a público y crítica. Este
escándalo estelar, que de haber ocurrido solo diez años antes hubiera
significado el ocaso de una carrera, con cancelación de contratos y público
deshonor (aunque su encartado hubiese sido declarado inocente), no llegó a
tal extremo.
La «moral» había cambiado. A los fácilmente impresionables hinchas
les gustaba la idea de estar «“in” como Flynn» y acudieron en manadas a
ver la película. El concepto de la moralidad había evolucionado tanto en los
años de guerra que el caso Flynn jamás volvería a repetirse ante un juzgado,
a menos que fuese motivado por presiones internas.
Los periódicos no se apercibieron entonces del aspecto subterráneo del
asunto, pero enseguida quedó claro para los implicados (Flynn, Geisler y
Warner Bros) que la persecución de Flynn formaba parte de una maniobra
para corromper a los políticos de Los Ángeles. Estos habían decidido que
los Estudios, que tras la Depresión volvían a ganar dinero a espuertas con el
cine escapista fabricado durante la guerra, no les ofrecían oportunidades de
recibir de ellos los suculentos sobornos de otros tiempos. Las recompensas
eran generalmente distribuidas entre los «jefes», quienes, en justa
compensación, se aseguraban de que la policía tuviera su parte en el pastel.
Además, como agradecimiento, protegían a los estudios, anulando los
cargos que fuesen en el caso de que las estrellas se viesen mezcladas en
algún lío.
La montaña que se hizo del caso Flynn habría quedado reducida a un
grano de arena si, antes de explotar todo, no se hubiesen efectuado ciertos
cambios en quienes manejaban el Ayuntamiento de Los Ángeles. Dado que
Jack L. Warner no había accedido a bajar la cabeza ante los nuevos jefes, el
primer proceso por violación contra Errol se tomó como una advertencia; al
no poder comprobarse nada, el segundo fue claramente inducido por los
policías, por si colaba.
Afortunadamente para Errol, el jurado (Geisler se aseguró de que nueve
de sus doce miembros fuesen mujeres) no se tragó la historia forjada por la
policía, y Errol Flynn se encontró libre para continuar deleitando a sus
admiradores y disfrutar de veinte años más de jarana.
Errol: mujeriego de mar
Chaplin y Joan Barry en el Juzgado: ningún cariño
¿Qué Papaíto? Papaíto Cheques Largos

No transcurriría mucho tiempo sin que Jerry Geisler recibiese otra llamada:
la de un millonario de cincuenta y cuatro años que tenía problemas con una
chica. Su nombre: Charles Spencer Chaplin. El acto preliminar de lo que
sería una larga batalla, un drama a resolverse fuera del juzgado, había
contado con el auspicio de otro millonario: J. Paul Getty. Todo empezó
cuando Joan Barry, «La Simple», llegó en 1940 a Hollywood dispuesta a
comerse el mundo del cine.
Su nombre apareció en los titulares de primera plana durante 1943 y
1944, no por su habilidad ante las cámaras, sino porque se hallaba en estado
de buena esperanza y señalaba a Chaplin como futuro padre. Antes había
revoloteado por aquí y allá desempeñando toda clase de trabajos, el más
frecuente el de camarera. Cierto día fue invitada a integrarse en un grupo de
muchachas que iban a México para engalanar la inauguración de Avila
Camacho, propiedad del magnate del petróleo J. Paul Getty. Allí conoció a
Tim Durant, agente de la United Artists que la presentó a Chaplin, quien se
hallaba a la búsqueda de la actriz femenina para Sombra y sustancia, una
película que planeaba por entonces.
Chaplin dijo a la prensa que había descubierto a una nueva Maude
Adams y firmó a Barry un contrato por valor de setenta y cinco dólares a la
semana. Mientras la «preparaban» para el personaje, la estrella en embrión
tuvo un par de abortos. Para octubre de 1942, un año después, el
distanciamiento de Chaplin respecto de ella, tanto a nivel personal como
profesional, era patente. Su salario quedó reducido a veinticinco dólares. En
Navidades, la muchacha apareció en casa de Chaplin empuñando una
pistola adquirida en una casa de empeños. El magistral actor y realizador,
encontró sumamente estimulantes y eróticos estos despliegues de
temperamento; se deshizo del revólver y penetró a su protegida sobre una
alfombra de piel de oso, frente a una chisporroteante chimenea.
Cuando, algunos días más tarde, ella regresó, dispuesta a montar otra
escena, el Gran Dictador llamó a la policía, quien conminó a Barry a
abandonar la ciudad. A los pocos meses, era descubierta escalando una
ventana de la casa de Chaplin y condenada a treinta días de reclusión.
Fue entonces cuando estalló la tormenta, gracias al poder de uno de los
más encarnizados enemigos de Chaplin.
Hedda Hopper y Louella O. Parsons, dos columnistas de armas tomar,
eran tan famosas en su día como las cautivadoras Garbo, Dietrich y el resto
de las estrellas sobre cuyas vidas escribían. Sin embargo, a su popularidad
añadían un poder que les había permitido erigirse en árbitros de la moral de
la colonia fílmica. A través de sus respectivas «sindicadas» secciones,
habían alcanzado la cima de setenta y cinco millones de lectores y ejercían
una influencia difícil de imaginar hoy en día en una sociedad mucho más
liberada, a la que tiene sin cuidado que un astro casado haya sido visto en
compañía de una corista y, desde luego, no equipara tan importante noticia a
la explosión de una bomba atómica.

Hedda, particularmente, había tratado a Chaplin durante muchos años


como a enemigo de la sociedad. Empuñando su patriótica hacha de guerra,
lo acusaba de haber llegado a los Estados Unidos como un perfecto
desconocido, haber amasado una fortuna y no haber tenido la decencia de
convertirse en ciudadano norteamericano. Una mañana, mientras Hedda iba
desahogándose con su secretaria de los cotilleos del día, una histérica
pelirroja la llamó para soltarle de sopetón que Chaplin acababa de arrojarla
de su casa y que llevaba en las entrañas un hijo suyo. Era el grano de trigo
más extraordinario que hubiese salido del molino de Hedda. Joan le dijo
haber leído en uno de sus artículos cómo Hedda había lanzado el aviso
sobre la suerte que correría cualquier muchacha lo suficientemente alocada
como para aceptar la posición de protegida de Chaplin.
De inmediato Hedda vomitó la exclusiva a modo de advertencia para
todas aquellas gentes de cine que se hallasen envueltas en relaciones
dudosas. El embarazo de la «simple» Joan desencadenó una guerra de los
medios. Charles tuvo que retrasar su matrimonio con Oona O’Neill a causa
del reportaje de Hedda. En venganza, cuando más tarde pudo casarse con
Oona, le dio la exclusiva a «Lolly», lo que sentó a su rival como si alguien
le hubiese restregado la lengua con sal. Raramente transcurría un día sin un
golpe bajo de Hedda a Charlie. Dejó correr el rumor de que, durante su
ceremonia de esponsales, Chaplin había insultado a la prensa, calificando a
sus componentes de retrasados mentales; dijo que Sombra y sustancia iba a
ser cancelada, y que el inminente juicio acerca de la paternidad de Chaplin
que se le venía encima, sería en términos circenses, el mayor espectáculo
que Hollywood pudiera presenciar en años.
Cuando el pleito fue presentado, Chaplin negó categóricamente su
paternidad, y no puso objeciones en pasar por la prueba de la sangre. Pagó a
Barry todas las facturas del hospital, le concedió una prima de dos mil
quinientos dólares y en un convenio le asignó otros cien a la semana. Pero
esto no impidió que Chaplin fuese acusado por la Corte Federal de cuatro
cargos. El FBI hizo irrupción en el caso. Y se fotografió a Chaplin mientras
le tomaban las huellas digitales.
La hija de Barry nació el 2 de octubre de 1943. La sentencia fue un
modelo de perplejidad. A pesar de que las pruebas sanguíneas demostraron
que Chaplin no era el padre de la criatura, el jurado, pese a los esfuerzos de
Geisler, falló en su contra y lo condenó a la manutención de la niña.
Resulta interesante tener en cuenta que, mientras Louella publicaba los
resultados de las pruebas de sangre, Hedda se encontraba alerta en el mismo
lugar donde se celebraba el juicio, pero no hizo la menor mención a
aquéllas.
Más carnaza alimentó a los enemigos derechistas de Chaplin al saberse
que, durante el proceso, se celebraba en Moscú un «Festival Charles
Chaplin». Los soviéticos inauguraron el certamen echando la culpa de los
recientes problemas de Charlie ¡a los trotskistas! Ellos y no otros tenían la
culpa, además de las publicaciones de las cadenas Hearst y McCormick,
especializadas en rebuscar en el lodo. Un acontecimiento único: por primera
vez en la historia el Kremlin inmiscuía sus kopecks en un escándalo sexual
típico hollywoodense.
Hedda continuó durante el resto de su vida lanzando dardos sobre
Chaplin. Pero hacia el declive de su carrera, sus opiniones, como las de su
hermana rival en parloteo, Lolly Parsons, no eran recibidas ya por la
audiencia norteamericana como si de acotaciones a los Diez Mandamientos
se tratase.
A menudo, el genio posee una infinita capacidad de supervivencia.
Chaplin sobrevivió a sus procesos y otras tribulaciones, y llegó a producir
cuatro películas más, una de las cuales, Monsieur Verdoux, pese a constituir
un desastre financiero (fue prohibida en la mayoría de las plazas de Estados
Unidos), incorporaba gran parte de su amargura. El resultado fue una obra
de arte, uno de los films que mayor culto despiertan. Será visto una y otra
vez, y admirado cuando las Heddas y Louellas sean pasto del olvido.
Chaplin, Joan y su hija en el juzgado
Frances Farmer: la individualista
Santa Frances, hija de la furia

La espectacular destrucción de la bella, sensitiva y emocional actriz Frances


Farmer aportó a Cinelandia otro drama sacado de la vida real que, en 1943,
compitió en las primeras planas de todo el país con la tumultuosa querella
Chaplin-Barry y una pequeñez llamada II Guerra Mundial.
En el año 1935 y tras vencer la Farmer en un concurso de popularidad
patrocinado por una revista, la Paramount tendió sus garras a la «nueva
Garbo» poniéndole por delante un contrato de siete años de duración.
Frances, que se consideraba una actriz seria y soñaba con interpretar a
Chejov y a los clásicos (más adelante trabajó brevemente con el Theatre
Group de Nueva York actuando en Golden Boy y La quinta columna a las
órdenes de Elia Kazan y Clifford Odets) encontró que su Estudio la
emparejaba con Bing Crosby en Rhythm on the Range, y codo a codo con
Martha Raye y Bob Burns y su bazooka. Fue prestada a Samuel Goldwyn
(Paramount hizo un buen negocio con este alquiler, aunque ni un solo
penique fue a parar al bolsillo de Frances) para una película de época,
Rivales. A ésta siguieron Ídolo de Nueva York con Cary Grant, Ebb Tide
con Ray Milland, El hijo de la furia con Tyrone Power y su film más
curioso, Among the living, con Albert Dekker. Posteriormente la futura
actriz «intelectual» fue malgastada en una cosa titulada Al sur de Pago
Pago al lado de Jon Hall.
Frances no volvería a ganar concursos de popularidad en el Sur de
California. Decidida individualista que se negaba a pasar por el aro del
Hollywood tradicional, repitió en más de una ocasión que aborrecía todo lo
que la ciudad significaba, a excepción del dinero. Se creó enemigos como
Zukor y otros jeques y, cuando en 1943 le llegó la mala racha, la mayoría
opinó que la chica se había querido pasar de lista, recibiendo a cambio un
merecido aunque inesperado castigo.
Su derrumbe empezó con un accidente banal: arresto por una violación
de tráfico sin importancia la noche del 19 de octubre de 1942, en Santa
Mónica. Fue multada por conducir sin licencia y ebria, llevando los faros
apagados, en cierta zona de la carretera de la costa del Pacífico. Frances
odiaba a los policías; a partir de ese momento se convirtieron en sus
demonios personales. A los patrulleros que la insultaron y trataron con
arrogancia, se les enfrentó con paralela hostilidad, y tras el combate verbal
terminó arrastrada a la cárcel de Santa Mónica. Esa noche fue sentenciada a
ciento ochenta días y puesta a prueba en libertad condicional. (Si en alguna
ocasión alguien necesitó los servicios de un Jerry Geisler, esa fue Frances).
No mucho después, la arrestaron en
el hotel Knickerbocker de
Hollywood por incomparecencia
ante el oficial de guardia, al que
debía haberse reportado; todo esto
ocurrió en medio de un
comportamiento histérico, durante
el cual dislocó la mandíbula de su
peluquera en el Estudio, perdió su
jersey en medio de una etílica
batalla en un club nocturno y, como
guinda, salió corriendo topless en
medio del tráfico de Sunset Strip.
Los policías reavivaron su paranoia
golpeando violentamente su puerta
y abriéndola con una llave maestra
para entrar armados y con esposas.
Ella se escondió en el cuarto de
baño. Los agentes forzaron la
cerradura y, tras un salvaje forcejeo,
la arrastraron desnuda hasta el
vestíbulo del Knickerbocker.
En la comisaría de Hollywood
Frances: en el filo pegaron un respingo cuando la
«nueva Garbo» rellenó el espacio dedicado a «Ocupación» con la palabra
«mamona».
En el juzgado, mientras aguardaba la sentencia, miró al enjambre de
fotógrafos que la rodeaban y les escupió: «¡Ratas, ratas, ratas!». Cuando el
juez le preguntó cómo había perdido su jersey en la batalla campal del club
nocturno, ella negó todo conocimiento del hecho. Y, cuando Su Excelencia
la interrogó acerca de su dependencia de la bebida, Frances replicó en voz
alta:
«Oiga usted, acostumbro a poner alcohol en mi leche. Y en mi café. Y
en mi zumo de naranja. ¿Qué quiere que haga? ¿Qué me muera de hambre?
Bebo todo lo que puedo conseguir, incluida la benzedrina».
El juez Hickson, con rostro de
acelga, no era precisamente el
bondadoso Harvey de la pantalla[10].
Levantándose de su sillón,
confirmó la sentencia de ciento
ochenta días.
«Maravilloso», gritó Frances.
«¿Acaso a usted nunca le han partido
el corazón?» (Se refería a su
desgraciado idilio con Clifford Odets
y a su reciente divorcio de Leif
Ericson).
A continuación, y haciendo gala
de una espléndida puntería, lanzó un
tintero a la cabeza de Su Excelencia.
La petición de efectuar una llamada
telefónica al abandonar la Audiencia
le fue denegada sin razón alguna; esto provocó que Frances embistiese a la
matrona y tumbara a un policía. Fue conducida a su celda en camisa de
fuerza.
Tras el desmadre: vuelta a la realidad en el Juzgado
No recibió ayuda alguna de su productora de entonces, la Monogram
Pictures (Frances había caído ya de su pináculo en la Paramount al nadir de
las firmas sin prestigio). Monogram no tardó en sustituir a la Farmer por
Mary Brian en el rol protagonista de Sin salida.

Frances: desacato

Frances necesitaba ayuda profesional desesperadamente. Pero ésta no


llegó. En su lugar hizo entrada su mortal enemiga, la Némesis del pasado: la
señora Lilian V. Farmer, su madre (que nunca había querido tener hijos).
Manifestó a los periodistas en Seattle que los «problemas» de su hija solo se
debían a un truco publicitario destinado a proporcionarle una visión
auténtica de las prisiones.
«Deben estar planeando un film para ella en el que existan secuencias
rodadas en la cárcel. Así podrá ofrecer una buena actuación basada en una
experiencia real» soltó amorosamente mamá.
La deliciosa mamá Farmer (que parecía una bruja salida de un cuento de
hadas) arrastró entonces su enorme trasero hasta Hollywood. Allí declaró a
su hija mentalmente incapacitada y firmó los documentos para su
internamiento. Echaba la culpa del colapso de Frances al comunismo.
Frances se negó a participar en los trabajos manuales de la prisión. La
empujaron hasta una clínica privada, donde hubo de enfrentarse durante tres
meses al pavoroso tratamiento diario de la insulina (un método totalmente
descartado hoy día). Tras los horrores del sanatorio, quedaban aún por
delante, diez años de infierno total en el «Nido de Víboras»[11]. En 1944 fue
declarada loca y confinada en Steilacoom, Washington («Nenes, al fin y al
cabo estoy de nuevo en casa»).
Su encierro fue la prueba más
horrenda que cualquier personalidad
de la pantalla haya debido soportar
(la más intolerablemente trágica
entre todas las tragedias de
Hollywood). Frances no había sido
feliz en el Purgatorio del Cine,
donde su talento se encontró
desperdiciado por absurdos y
superficiales personajes en estúpidas
películas. Sus Hados, sin piedad, la
condujeron a un infierno poblado de
camisas de fuerza, correas de cuero
Frances Farmer: belleza de la Paramount y sádicas guardianas tan diabólicas
como marimachos.
Su caída despertó escasa compasión por parte de la ciudad del glamour.
Frances era una actriz «difícil» y les encantó quitársela de encima. (William
Wyler llegó a opinar en cierta ocasión: «Lo más agradable que puedo decir
sobre Frances Farmer es que no hay quien la aguante»). Por si fuera poco,
había sido «roja».
Solo un periodista salió en su defensa. Fue John Rosenfield, quien
escribió al producirse su primer arresto:
«LO QUE HA OCURRIDO A FRANCES FARMER
NO DEBERÍA PERMITIRSE NUNCA MAS»

«Justo cuando la industria cinematográfica se iba granjeando la admiración general,


Hollywood se resquebraja ante una erupción de estúpidos escandalitos. Y no es
precisamente un homenaje el que hay que rendir a la prensa por su interés en
divulgar algunos de estos episodios carentes de valor informativo.
»Ha sido muy poco sagaz por parte de la industria autorizar y permitir que estos
affaires sean agigantados.
»El incidente con Frances Farmer no debería haber sucedido nunca. Esta actriz,
excepcionalmente dotada por otra parte, no suponía amenaza alguna para la Ley, el
Orden o la Seguridad Pública. Algo que comenzó con una simple reprimenda a una
infracción de tráfico ha crecido hasta convertirse en un caso de violencia personal,
seria acusación y sentencia carcelaria.
»Y todo, a causa de que una muchacha testaruda se encontraba al borde del
colapso mental.
»Miss Farmer, que no es precisamente un prodigio de estabilidad emocional o
de sapiencia en la conducción de su carrera, necesitaba a un abogado cierta infausta
noche del pasado invierno. Una mano bienhechora pudo haberla rescatado
inmediatamente de algo tan simple como una violación de tráfico. Pero la
sobrecogedora realidad es que la dejaron sola y, naturalmente, perdió».
El artículo de Rosenfield fue la única nota de piedad. El resto de sus
compañeros se limitó a seguir a la mentalidad letal de Lolly Parsons quien,
despreciativamente, había escrito: «La Cenicienta de Hollywood ha
regresado a sus cenizas por el resbaladizo sendero de la bebida».
La creatividad está compuesta a partes iguales de Genio y Locura. De
todas las María Magdalena de Hollywood que bebieron del pozo de la
Demencia (Clara Bow, Gail Russell, Gene Tierney) desde ya, hay que
nombrar como patrona a Santa Frances.
Frances: internada en el Infierno
Lupe: compañera de Tarzán
Un suicidio amortajado

El Síndrome de los Suicidios resurgió en los cuarenta con las muertes por
barbitúricos de Julian Eltinge, en 1941, y del payaso triste Joe Jackson, en
1942.
El suicidio por seconal de Lupe Vélez, en 1944, se llevó en los titulares
la parte del león. Lupe había comenzado a formar parte del ambiente de
Hollywood a finales de los años veinte, cuando la entonces decidida
quinceañera se trasladó desde la ciudad de México dispuesta a conquistar
un puesto en el cine. Había sido descubierta por Douglas Fairbanks, quien
le ofreció un papel como oponente suya en El gaucho; esto la puso en
órbita. Pronto Lupe se ganó el cariñoso apodo de «la explosiva mexicana» a
causa de su incontenible alegría y fiero temperamento.
Ella no perdió el tiempo en probar al «Macho de Hollywood». Su
primer romance lo tuvo con John Gilbert (necesitado entonces de un
antídoto fuerte para olvidar el rechazo de Garbo). En 1929, puso sus ojos en
su compañero en El canto del lobo, el joven semental Gary Cooper. Fue un
idilio tempestuoso, aunque, tras algunos meses de insaciables asaltos por
parte de Lupe, el exhausto Coop pidió que le relevaran.
Cuando un espléndido ejemplar de masculinidad llegó a Hollywood,
todavía chorreando agua tras su reciente triunfo en la piscina olímpica de
Los Ángeles, Lupe quedó noqueada y a partir de ese instante Johnny
Weissmüller, «Tarzán», encontró a su compañera de la vida real en una
tormentosa unión que duró hasta su divorcio en 1938. Lupe, con su
mentalidad un tanto infantil, no alcanzaba a comprender por qué Johnny se
ponía como loco cuando ella desplegaba sus encantos en fiestas y saraos
hollywoodenses, enroscándose los vestidos por encima de los hombros y
casi sin ropa interior, a la que era un tanto alérgica.
Las broncas en el hogar llegaron a oídos de la siempre vigilante Hedda
Hopper, que vivía justo en la calle de enfrente. La batalla más sonada tuvo
lugar una noche en el Ciro’s, cuando un exasperado Johnny vertió una mesa
atiborrada de comida justo encima de las partes íntimas de Lupe. El
torbellino amor-odio de la intensa pasión dejaba frecuentemente marcas de
Lupe en el torso de dios griego de Weissmüller, señales de color fresa en el
poderoso cuello, mordeduras en los perfectos pectorales, elocuentes
rasguños en la marfileña espalda. El maquillador de la Metro asignado al
equipo de Tarzanes no tenía que esforzarse mucho en su trabajo. Aquello
era un ejemplo de amour fou entre casados.
Tras el inevitable divorcio de Weissmüller, los desesperados asaltos de
la machoadicta Lupe fueron tan numerosos como breves. De las estrellas,
sus miradas pasaron a posarse en una ronda que abarcaba desde cowboys,
actores de segunda fila o especialistas, a esa muchedumbre parásita de
profesionales típicos de Hollywood, especializados en complacer a damas
un tanto maduras, chulos cuyo apellido comenzaba con la «g» de gigoló.
Paralelamente, su carrera descendió de las películas A a las B, mediocres
films destinados a explotar a la «explosiva mexicana» y farsas al lado de
Leon Errol, en las cuales, parodiando su propia y picante personalidad, ella
ofrecía «guindilla con Lupe». La diminuta Lupe no era una mujer feliz.
Disminuida su popularidad, tuvo que comprar sus amores. Y, a pesar de que
todavía su aspecto continuaba siendo el de una traviesa gamine, era
consciente de haber cumplido los treinta y seis.
Un buen día dejó de tener sus períodos y se dio cuenta, horrorizada, de
que Harald Ramond, su último amante, le había propinado el golpe de
gracia.
¿Qué hacer? ¿Llamar al Doctor Killcare (mote con el que era conocido
el especialista en abortos de la Ciudad Oropel[12])? Olvídalo. Lupe,
atracción máxima y símbolo sexual de todos los festejos, continuaba siendo
en lo más hondo de su ser la inmaculada virgen, blanca como la nieve desde
su primera comunión en San Luís de Potosí y fiel devota de Nuestra Señora
de los Grandes Dolores: «¡Arrodíllate, pecadora!». Igualito que su
compadre Ramón Novarro, otro mexicano y ferviente católico.
Ella no podía despachar así como así al feto del gigoló que anidaba en
sus entrañas. Antes, más valía ser condenada a tormentos eternos
quitándose la vida. (Los castigos que la esperaban al fin y al cabo no iban a
ser peores que el vacío que en la noche sentía al añorar a Johnny, minuto a
minuto en su opulenta prisión de North Rodeo Drive).
Sus acreedores surgían de todos los ámbitos en estos tiempos tan
distintos a los más refulgentes de su período «Zorro». Ahora, Lupe se
hallaba endeudada hasta el cuello. (Como Wagner, como Oscar Wilde e
Isadora Duncan, ella, narcisista al fin, pensaba: «¡Ahí me las den todas! No
soy yo quien debo a mis acreedores, son ellos quienes tendrían que estar
encantados con ser clientes míos»).
Todavía en 1944 el nombre de una
estrella era un cebo para los nuevos
ricos que invadían Beverly Hills para
alimentar a sus moradores con
tiendas de delicatessen y similares a
base de tarjetas de crédito. De modo
que hileras de carros avanzaron hacia
la finca de Lupe cargados con vinos
espumosos y deliciosos platos
mexicanos capaces de satisfacer al
más exigente gourmet: todos los
ingredientes para una suntuosa fiesta
del Día de los Difuntos. Llegaron
flores frescas en cantidad suficiente
como para adornar el funeral de un
gángster: gardenias a granel, manojos de jacintos despidiendo fragancias
como para hacer desmayar a toda la marina.
Y todo a cuenta («Firme aquí, por favor, señorita Velez»). Por supuesto
que ella no iba a pagar nunca. ¿Qué era aquel pecadillo en el Infierno
comparado con la culpa para la que ya se aprestaba?
Decorado de Tarzán: Johnny Weissmuller irreemplazable

Lupe, Chips y Clayton Moore, substituto de Johnny

Lupe había planificado su Ultima Noche en la Tierra tan


meticulosamente como un antiguo flashback alegórico en los films de Cecil
B. de Mille. (Tres noches antes, mientras bebía su décimo Tequila Sunrise
en el Trocadero, había confiado a sus gorrones acompañantes: «Sé que no
valgo nada, no sé cantar bien, ni bailar», hizo una señal al camarero para
que trajese otra ronda, «y esto mi corazón lo sabe mejor que nadie; si no, no
lo diría».
Consumada actriz fuera de la pantalla, daba así pie a que sus amigos
imploraran con ojos en blanco y se deshicieran en horrorizadas negativas,
las justas, para satisfacer su imperiosa necesidad de halagos: «¡No, no,
querida, no digas esas cosas. Si tú eres maravillosa, Lupita, chérie!».
La Mexicana Explosiva no había tenido la suerte de borrar de su mente
al sinvergüenza, al villano sin corazón, su particular Nicky Arnstein[13],
Harald Ramond, quien al saber la noticia se limitó a encogerse de hombros
con un despreciativo «¿Y a mí qué?» en los labios. Harald era un moreno
muy guapo, alto y bien dotado, pero no era un caballero (¿y qué es lo que
ella podía esperar de una Escuela de Hidalguía forjada en el Cinebar?).
Ramond telefoneó al diminuto Bo
Roos, representante de Lupe,
dejando bien sentado que no tenía
inconveniente en prestarse a una
falsa ceremonia, a condición de un
documento privado, con firma de
Lupe, en el que se especificase que
él se casaba solo para dar nombre al
hijo que venía en camino.
Cuando Roos notificó a Lupe las
malas nuevas, ella estalló y
telefoneó a Lolly Parsons, quien
había sido la primera en dar la
noticia de su compromiso con
Harald; ahora Lolly podía tener otra
exclusiva. Todo había acabado.
Louella recordaría: «Lupe me
dijo que habían tenido una tremenda
pelea y que ella lo había echado de
la casa. Y cuando le pregunté cómo
se escribía correctamente el nombre
del tipejo me contestó: lo ignoro,
jamás lo supe. Y además ¿a quién le importa?».
Lupe invitó para compartir la Última Cena a sus dos mejores amigas,
Estelle Taylor (ex mujer de Jack Dempsey) y Benita Oakie (la esposa de
Jack). Después del festín mexicano, entre cigarrillos y brandy, Lupe
confesó: «Estoy harta de vivir. De luchar por todo. Me siento tan cansada.
Desde que era una niñita, en México, nadie me ha regalado nada. Ahora se
trata de mi bebé. No podría cometer un crimen y continuar viviendo en paz
conmigo misma. Antes preferiría matarme».
A las tres de la madrugada, la
«Explosiva» se encontró nuevamente
a solas en su enorme finca de
pacotilla en North Rodeo Drive, y
por última vez subió por la escalera
de hierro, embutida en un traje de
lamé plateado (impagado, como todo
lo demás).
Su dormitorio parecía la capilla
de Nuestra Señora de Guadalupe en
el día de su santo: velas y flores
relucientes, por todas partes
aguardando a la estrella. Ella redactó
una nota de despedida, en su bloc
situado en la mesita de noche, que
depositó junto al teléfono laquedado
en oro:

«Para Harald:
»Que Dios te perdone, y también a mí, pero antes que traer a mi
hijito al mundo con deshonor, o asesinarlo, prefiero quitarme la vida y
la de nuestro bebé.
»LUPE».

Al dorso de la hoja añadió una postdata:

«¿Cómo pudiste, Harald, fingir tamaño amor por mí y nuestro


hijito, cuando jamás nos quisiste de verdad? No veo otro camino, de
modo que adiós y buena suerte. Con amor,
»LUPE».

Abrió el frasco de seconal que estaba en la mesita de noche, tomó el vaso


de agua y tragó de un golpe los setenta y cinco billetes para el Olvido.
Se tendió en la cama de satén, sobre la que pendía un gran crucifijo, con
las manos cruzadas sobre el pecho en una postrer plegaria; cerró los ojos y
trató de imaginar las fotografías que aparecerían junto a los titulares: «La
Bella Durmiente», por descontado. Y, dentro, la exclusiva de Louella sobre
su última gran escena, festoneada de negro como en las esquelas.

Lupe en Mexican Spitfire: autoparodia.

Naturalmente, en el «Examiner» del día siguiente Lolly O. describió el


cuerpo sin vida exhibido en la Casa Felicias de North Rodeo Drive:
«Jamás Lupe había lucido tan bella; reposaba como si estuviese dormida…
había una lánguida sonrisa en sus labios, como si albergara secretos sueños…
Parecía una niña a quien acaban de regalar su primera espuma de azúcar en una
fiesta… Pero ¡escuchad! ¡Han llegado sus perritos! Chops y Chips están arañando
la puerta. Y gimen… Quieren que su Lupita los saque de paseo para jugar, como
siempre…».
La prosa de Parsons no iba acompañada de ninguna fotografía tomada en el
lecho mortuorio de Lupe. Lo que había ocurrido allí era bien distinto.
Cuando Juanita, la doncella, abrió la puerta del dormitorio de Lupe, a
las nueve de la mañana siguiente al suicidio, no encontró rastro de Lupe. La
cama estaba vacía. El aroma de los perfumados cirios y la fragancia de los
jacintos no conseguían prevalecer sobre un hedor de cuerpo abandonado
por el desodorante y otras estéticas costumbres de urbanidad.

Harald Ramond —el tacones— da su último adiós a Lupe

Juanita siguió una pista, la que llevaba desde el lecho hasta el cuarto de
baño empapelado en tilos y orquídeas, un camino salpicado por el vómito
iniciado en la cama. Allí, con la cabeza dentro del retrete, encontró ahogada
a su amita.
La gran dosis de seconal había resultado fatal, pero no en la forma
acostumbrada. Las píldoras habían «colisionado» con la picante cena
mexicana. La reacción en el intestino, los violentos retortijones, habían
reanimado a una mareada Lupe. Violentamente enferma, una última
convulsión la había obligado a arrastrarse tambaleando hasta el sancta
sanctorum de su salle de bain donde había resbalado, cayendo de bruces
dentro de su excusado (modelo De Luxe, por supuesto, y, al estilo egipcio,
en onix color Chartreuse).
Allí había estado sentada Louella, y no en otro sitio, redactando su
macabra exclusiva.
Lupe: nota certificada
Ben Siegle: el gángster favorito de Hollywood
Ha llegado Mister Bugs

Un apuesto canalla, Benjamín «Bugsy» («Sabandija») Siegel, el de los


dientes brillantes y los ojos azules de niño inocente, tuvo durante su apogeo
más influencia en Hollywood que cualquier director déspota o máximo jefe
de Estudio. Siegel se había criado en Nueva York, en la zona conocida
como «Cocina del Diablo», al lado de George Raft; sus andanzas de
adolescencia cimentaron una amistad que duraría toda la vida. Bugsy había
empezado, como tantos otros matones de Gangsterlandia, cuando tan solo
era un muchacho, violando a chicas que se rendían a su magnetismo
personal. Su iniciación en el Sindicato del Crimen la había hecho como
eficaz contrabandista de heroína a las órdenes de Lucky Luciano; después,
durante la Prohibición, se pasó al tráfico, trabajando para Meyer Lansky.
Bajo su máscara atractiva latía un asesino a sangre fría; su líbido era potente
y, en los comienzos de los años treinta, sus atributos de chulo joven y
psicópata proporcionaron más de una noche brava a las coristas de
Broadway.
Participó, al lado de Lansky, en una operación sin resultados positivos
para quitar de circulación a la pesadilla del hampa, Thomas Dewey, a la
sazón en el bufete de abogados adyacente a la Fiscalía Central de los
Estados Unidos y posteriormente gobernador de Nueva York. A lo largo de
1936, la mafia neoyorquina descubrió que bandas rivales de Chicago
planeaban el traslado de sus operaciones a la Costa Oeste para hacerse
dueños de los bajos fondos de Hollywood, inexplotados aún. Y decidieron
eliminar a sus competidores a la fuerza. De modo que Bugsy hizo las
maletas y tomó rumbo al Oeste en unión de media docena de matones.
Alquiló la mansión del astro del cine y la ópera Lawrence Tibbett.
A través de su cuate George Raft, Siegel se introdujo en la élite de la
alta sociedad hollywoodense y no tardó en encontrarse codo a codo con
Richard Barthelmess, Jean Harlow, Clark Gable, Gary Cooper y Cary
Grant. Durante la primera parte de su estancia, su más significativa relación
la tuvo Siegel con la condesa Dorothy Taylor De Frasso, rica heredera y
anfitriona.
Llegada a Cinelandia pocos años antes que Bugsy, la condesa (para
quien siempre existía un hueco en las secciones de Hedda y Louella) había
asumido como un agradable pasatiempo el convertirse en la admiradora de
los encantos de un Gary Cooper, recogiendo las sobras a las que Lupe Vélez
renunciara a la fuerza. Cuando Cooper la dejó a su vez a un lado para
contraer matrimonio con una mujer más joven, la condesa se concentró por
un tiempo en los pantalones de Bugsy. Uno de los íntimos amigos de éste en
la cuestión negocios era Marino Bello, padrastro de Jean Harlow. Bugsy era
repetidamente invitado por Bello al hogar de la rubia platino; aunque ella
resistió a sus avances y jamás hizo nada por alentarlos, Siegel fue la única
gran figura del hampa presente en su funeral, acaecido en 1937.
Los turbios negocios de Bugsy, a
costa de figurantes y figuras de
tercera fila, marchaban aquel año
viento en popa. Estaba claro: esos
regimientos de almas soñadoras
tendrían que decidirse por pagar o
quedarse sin trabajo. Bugsy
empleaba la misma técnica con los
grandes jeques, que también se
veían obligados a rendir su tributo.
De no hacerlo, trescientos figurantes
podían llegar a volatilizarse justo en
el momento en que se requería su
presencia para una secuencia de
masas.
Wendy Barrie Estas presiones reportaban a
Siegel anualmente un millón de dólares netos. Las ganancias eran
invertidas, también en Hollywood, en participaciones relacionadas con el
tráfico de drogas y la trata de blancas.
En 1939, Siegel, en compañía de otros cuantos, fue judicialmente
demandado por el asesinato de Harry Greenberg, un truhán asociado a
Lepke, quien, ante la amenaza de una sentencia larga, se había decidido a
cantar nombres de personas, lugares y detalles sobre diversos delitos.
Aunque Bugsy fue detenido sin que se le concediera fianza, su poder era
tan grande que se le otorgó un tratamiento fuera de serie a nivel de «Vip».
Solo en un mes y medio se le contabilizaron dieciocho entradas y salidas de
su celda, como si se hospedase en un hotel. Cierto día, esposado a un
policía, se dirigió a efectuar «una visita al dentista». Apareció en el café
Lindy’s de Wilshire Boulevard todavía atado al guardia, quien pronto le
quitó las esposas para que Bugsy pudiese tener las manos libres en su larga
visita al odontólogo con su eventual amor, la actriz británica Wendy Barrie.
Los cargos contra Bugsy por el asesinato de Greenberg fueron retirados
muy pronto. Su defensor en el asunto fue Jerry Geisler, as de los abogados
de Hollywood y famoso por sus defensas de Errol Flynn y Chaplin. Una
razón decisiva de su libertad fue el hecho de que Siegel, generosamente,
donara cincuenta mil dólares para la campaña de reelección de Dockweiler,
fiscal del distrito de Los Ángeles.
Siegel tenía una esposa, prácticamente secreta, que permanecía la mayor
parte del tiempo alejada del lugar. Su siguiente y última gran conquista fue
Virginia «Sugar» Hill, conocida como «Reina de la Mafia». Esta voluptuosa
muchacha entradita en carnes, natural de Alabama que se iniciara en un
circo ayudando a domar pulgas, había llegado a adquirir cierta notoriedad
como amiga y anfitriona de los negocios de Luciano y Frank Costello. En
1941 trasladó su Cuartel General a Hollywood. Allí se las arregló para
caerle en gracia a Samuel Goldwyn, consiguiendo un estupendo papel en el
film de éste, Bola de fuego cuyas estrellas eran Barbara Stanwyck y Gary
Cooper. Su liaison con el gángster iba ya viento en popa cuando terminó el
rodaje de la película. Siegel figuró como su acompañante en la première de
gala y en el posterior party donde los compinches y amantes alternaron con
Dana Andrews, el realizador Howard Hawks, Cooper y Stanwyck.
El apuesto George Raft: buena amigo de Siegel
Wendy Barrie y Virginia Hill: chicas del capo

Más adelante en ese mismo año,


cuando Bugsy fue acusado de
alterar la contabilidad de sus libros,
George Raft subió al estrado y
testificó: «Conozco al señor Siegel y
lo he tratado durante treinta años.
Somos amigos desde hace
muchísimo tiempo…». A Georgie le
habían hipnotizado desde siempre
los azules ojos de su camarada. El
día en que a Bugsy lo cosieron a
tiros, el único amigo que dejó atrás
fue el siempre fiel Raft. A través
suyo, y tras su última absolución,
Bugsy se convirtió en íntimo amigo
del irascible compadre de Georgie, Leo Durocher, manager de los Brooklyn
Dodgers y de su encantadora esposa, la estrellita de ascendencia mormónica
Laraine Day.
Siegel no pasará a la Historia por ninguna de sus sórdidas actividades, la
mayoría de las cuales al fin y al cabo no fueron tampoco tan únicas. Pero,
para bien o para mal, legó un monumento enclavado en el cuerpo del
continente norteamericano: ese coloso del kitsch llamado Las Vegas.
Durante los años que duró la guerra, en California se manejaban
montañas de dinero. La predilección del público por las diversiones
escapistas había sacado de la depresión a la industria cinematográfica y los
salarios se disparaban hacia arriba. También el pillaje de las compañías
aéreas, las municiones y el mercado negro prosperaban al alimón. Fue aquél
un período en que las autoridades se veían enfrentadas a un resurgimiento
del crimen y el juego. En 1944, Bugsy Siegel pasó por Las Vegas, que
entonces era una ciudad adormecida y sin desarrollar. Sus fundadores y
padres deseaban conservarla como una especie de pueblo fantasma del Far
West, implantando ordenanzas que obligaran a construir todos los nuevos
edificios en una línea arquitectónica que los asemejase a decorados de
películas del Oeste; pensaban así atraer a los turistas en busca de
originalidad.
El grandioso plan de Siegel fue construir en Estados Unidos un hotel-
casino al lado del cual el de Montecarlo semejase un cacahuete. Pidió
prestados algunos millones de dólares a fuentes no muy claras y en 1945
compró un terreno, propiedad hasta entonces de una viuda en bancarrota,
que lindaba con un hotel de mala muerte. Se trasladó con un ejército de
arquitectos, decoradores, atracciones varias y bandidos de todo tipo. Había
nacido el Flamingo. Los materiales de lujo para la edificación eran difíciles
de conseguir en tiempos de guerra, pero no importaba. Bugsy se puso en
contacto con Lucky Luciano, entonces exiliado en su nativa Italia. Luciano
se las arregló para conseguir toneladas de mármol de Carrara y enviárselas
a Siegel al Flamingo. La idea era desbancar a Miami, y Bugsy lo consiguió.
Una metrópolis de cuarta categoría surgió de entre las arenas. Siegel
implantó un estilo que se extendió como una salvaje epidemia, cancerosa e
incontrolable; los edificios continuaron creciendo después de su muerte
hasta convertirse en el Las Vegas que todos conocemos, e incluso tal vez
amamos: esa enloquecida carretera a la medida del nouveau riche
norteamericano emblemático de «Playboy».
El Flamingo se hallaba listo para las Navidades de 1946; había costado
seis millones de dólares. A Siegel le llevó tiempo recuperar su inversión,
pero se encontraba con ánimos de sobra para continuar extendiéndose. Para
los nativos de Nevada estaba bien claro que, no solo intentaba apoderarse
de Las Vegas, sino de todo el Estado. Nuevos enemigos, a millares, se
sumaron a la ya larga relación de los que Bugsy podía vanagloriarse poseer.
Tras una riña entre amantes en Las Vegas, Virginia hizo su equipaje y dejó
la ciudad en la primavera de 1947. Regresó a California y alquiló un castillo
de estilo hispano-morisco en Beverly Hills, en el 810 de Linden Drive.
Bugsy se fue tras ella y tuvo efecto una semireconciliación. Ella acababa de
aceptar una invitación para marchar a Europa con un acaudalado amiguito
francés al que doblaba en edad. Dejó a Siegel las llaves de la casa. En la
medianoche del 20 de junio de ese año, Bugsy estaba cómodamente
instalado en el salón de Virginia, leyendo el diario. Una enorme explosión
hizo añicos el ventanal que separaba el living del jardín de «Sugar». Bugsy
apareció tendido en el sofá, con su atractivo rostro velado por un reguero de
sangre y tres balazos en su cerebro. Sus letales ojos azules ya no volverían a
fascinar a los buscadores de emociones en Hollywood.

Lucky Luciano y objetivo: Adiós ojos azules

La investigación policial no sacó nada en claro. Había docenas de ex-


colegas suyos con suficientes motivos para querer sacarse a Bugsy de
encima. Aunque se formularon acusaciones de todo tipo, se pudo
comprobar que lo habían asesinado por no devolver las grandes sumas de
dinero que le habían prestado para la construcción del Flamingo.
Aunque en más de una ocasión Bugsy había asistido a funerales de
estrellas, ni siquiera una de cuarta fila hizo acto de presencia en el suyo.
Fue enterrado en el Cementerio de Beth Olam, cercano a los Estudios de
la RKO que, como Bugsy Siegel, pronto quedarían fuera de combate.
Bogie y Bacall: dos contra viento y marea
Marea roja

Hacia 1947, la campaña anticomunista capitaneada por el congresista


J. Parnell Thomas, había tendido sobre Hollywood un manto tan insidioso
como la creciente contaminación de Los Ángeles. Con el Comité de
Actividades Antiamericanas garantizándoles la temporada de caza,
fanáticos derechistas de Cinelandia hicieron su aparición y, envueltos en la
bandera, se lanzaron a un ataque en el que cualquier golpe bajo estaba
permitido. Lela Rogers, su obediente retoño Ginger, y Howard Hughes
figuraban a la cabeza de esta superpatriótica actitud.
John Wayne, por unanimidad resultó elegido Presidente de una cuadrilla
de linchamiento autodeterminado Alianza Cinematográfica para la
Preservación de los Ideales Norteamericanos. Charles Coburn era el
vicepresidente primero. El segundo, Hedda Hopper. En 1947 Hedda ocupó
sus vacaciones recorriendo los Estados Unidos en coche para arengar a los
clubs femeninos y conminarlos a boicotear aquellas películas en las que
interviniesen actores «comunistas». Un realizador, Leo MacCarey, y un
actor, Ward Bond, figuraron como privilegiados miembros de la alianza. Y
Paul Lukas, Robert Taylor, George Murphy y Adolphe Menjou entre los
más impacientes por denunciar a todos los Rojos que suponían escondidos
bajo sus camas en Beverly Hills. Menjou se hallaba convencido de que una
invasión comunista en el país era inminente, y declaró que se trasladaba a
Texas… «porque los tejanos, no dejarán un solo comunista vivo». Gary
Cooper, agudo observador político, se jactó de haber rechazado «un montón
de guiones con ideales comunistas».
Horrorizados ante estas medidas, celebridades de otra mentalidad
fletaron por su cuenta un avión para ir a Washington a protestar por «esta
invasión para privar a los ciudadanos de los derechos sobre sus ideales o
creencias». Eran: Bogart y Bacall, Gene Kelly, June Havoc, J. Huston y
D. Kaye.

John Garfield: en la lista negra

El cargamento de este avión estelar no compareció ante una audiencia


condescendiente o admirada de sus dotes. El grupo de los tiradores al
blanco, flechas incluidas, no tardó en declarar no gratos a los Diez de
Hollywood no Gratos. Estos eran: Herbert Biberman, Albert Maltz, Edward
Dmytryck, Adrian Scott, Ring Lardner Jr., Samuel Ornitz, John Howard
Lawson, Lester Cole, Alvah Bessie y Dalton Trumbo. (Ironía de ironías:
tras su condena, Trumbo se topó de bruces con un compañero en desgracia
que, curiosamente, no era otro que el congresista J. Parnell Thomas, su
antiguo acusador, sentenciado también a chirona por «inflar» su sueldo).
Aliados de estos Diez que prefirieron el autoexilio a la ignominia de
aguantar en casa la situación, fueron entre otros los directores Jules Dassin,
Joseph Losey y John Berry, quienes prosiguieron sus carreras en Europa.
El destino de quienes se quedaron en casa fue mucho más sombrío. La
lista negra arruinó las vidas y las carreras de talentos magníficos como
Anne Revere, Gale Sondergaard, Jean Muir, John Garfield y J. Edward
Bromberg. Dashiell Hammett y Lilian Hellman se enfrentaron a sus
inquisidores con honor y dignidad; Lionel Stander, el actor con voz de rana,
interpretó en beneficio del Comité un fantástico número y les dijo bien claro
adónde tenían que irse. Después se radicó en Italia, donde continuó
imperturbable su excéntrica profesión. Sidney Buchman, guionista de Capra
en Caballero sin espada se negó a comparecer. Fue declarado en rebeldía y
se quedó sin empleo en Hollywood.
La conciencia sirve a veces para algo. Pero algunas celebridades
delataron y continuaron alegremente en sus puestos a lo largo de esta época
negra: Dmytryck, Kazan, Robbins… Larry Parks fue un caso especial:
admitió, para salvar la piel, su afiliación al Partido Comunista.
A las masas no les divirtió la cosa. Para ellas, Hollywood y la política
no constituían una buena combinación.
Gale Sondergaard: carrera truncada
Carole Landis
Pecadillos furtivos

Un 14 de julio, el cinéfilo se vio embarcado en el alboroto que acompañó al


suicidio de Carole Landis, consecuencia de una pasión no correspondida
por Rex Harrison. Éste encontró el cuerpo de Carole tendido en el suelo del
cuarto de baño de su casa en Pacific Palisades, con la cabeza reposando
sobre un cofre de alhajas y una mano aprisionando un arrugado envoltorio
con una píldora contra el insomnio. En la mesilla de noche había una nota
dirigida a su madre:

“Queridísima mamá:
Siento, siento mucho realmente, tener que hacerte pasar por todo
esto. Pero no hay forma de evitarlo. Te quiero, mi amor. Has sido la
más maravillosa de las madres. Y esto se puede aplicar a toda nuestra
familia. Los quiero mucho a todos y cada uno de ellos. Todo te
pertenece. Mira en mi archivo y allí verás un testamento en el que se
especifica todo.
Adiós, ángel mío.
Reza por mí.
Tu nena”.

Poco tiempo antes, Carole había confesado a «Photoplay»: «Déjenme que


les diga una cosa: en este mundo cada chica sueña con encontrar al hombre
ideal, alguien que sea simpático, comprensivo, fuerte y desee ayudarla,
alguien a quien poder amar apasionadamente. Las estrellas no constituimos
una excepción; las chicas atractivas tampoco lo son, ciertamente. El
glamour y las lentejuelas, la fama y el dinero, poco significan si tu corazón
está destrozado».
Otro escándalo rodeó al arresto de Robert Mitchum en la noche del 31
de agosto de 1948 por hallarse en posesión de marihuana, tras un registro
practicado en el chalet de Lila Leeds, una rubia estrellita amiga suya. El
revuelo fue tan considerable como para cancelar la presencia de Robert
prevista al día siguiente en la escalinata del City Hall de Los Ángeles,
donde lo requerían para inaugurar una asamblea de la Semana Nacional de
la Juventud. El lacónico Mitchum cumplió su sentencia de dos meses en la
cárcel. Cuando salió, su popularidad no se vio afectada en absoluto, y
Howard Hughes, de la RKO, compró a David O. Selznick su contrato
exclusivo por más de doscientos mil dólares.

Veredicto: Reacciones de Lila Leeds, Bob Mitchum y Jerry Geisler ante la sentencia

En esa misma temporada, Gertrude Michael, que en los años treinta


interpretase a la atractiva Sophie Lang en una serie B sobre una desenvuelta
ladrona de joyas (ya en El crimen del vanidades ella se había robado el
show cantando Dulce marihuana), fue detenida en estado de embriaguez
una noche en la playa de Venecia. Cuando fue descubierta por la patrulla,
sola y agarrada a una botella de scotch, Gertie sollozó y musitó en voz baja:
«Déjenme tranquila. No tengo amigos. Estoy sola y todos me han olvidado.
Quiero arrojarme al mar». Conducida a la estación de policía más próxima,
rogó a los fotógrafos que aguardaban: «No soy una víctima de los hombres
como Carole Landis. Háganme el favor de retocar mis fotografías. No
quiero aparecer como Frances Farmer».
Este período fue asimismo animado
por una pelea en público, en el
transcurso de la cual el productor
Walter Wanger disparó en la ingle a
Jennings Lang, el amante de su
esposa Joan Bennett. El notable
productor cumplió condena fuera de
la celda, como bibliotecario de la
prisión. (Este caso ofrece un
paralelismo con otros célebres
disparos, cuando en 1938 Moe «The
Gimp» Synder, ex esposo de la
cantante de blues Ruth Etting,
disparó en el umbral de su casa a su
Gertrude Michael: días pasados
pianista y amante Myrl Alderman).
El 2 de febrero de 1950, Ingrid Bergman, todavía señora de Lindstrom,
presentó al signor Rosellini un hermoso varón, Robertino. Su espíritu de
independencia escandalizó al público norteamericano; ella prefirió alejarse
de la tormenta poniendo rumbo a Europa e instalándose casi
definitivamente en el viejo continente.
Mitchum sale de la celda: popularidad impoluta
Cobrar por trabajar
Confidencialmente…

En 1951, la policía efectuó una redada en una casa de placer de superlujo,


enclavada en las colinas que dominan Sunset Strip, deteniendo a madame
Billy Bennett e interviniendo el Libro de Clientes. Este archivo se haría
famoso, pues su contenido era el no va más en cuanto a celebridades de
Hollywood, asiduas todas ellas del establecimiento; muchos habían dejado
sus Óscar en el lugar de honor, en señal de gratitud por los servicios
prestados. (El chivatazo provenía de algunos honrados dueños de
restaurantes a lo largo del Strip, que se sintieron amenazados y ofendidos a
un tiempo al enterarse de que Billy planeaba entrar en el mundo del
espectáculo y abrir ella también un distinguido restaurante que competiría
con el suyo). Astros por decenas, y también productores y guionistas, se
dispersaron súbitamente por los cuatro puntos cardinales, aceptando ofertas
para trabajar en Europa, o dispuestos a disfrutar de unas precipitadas y
repentinas vacaciones. Los Estudios se dieron buena prisa por echar tierra
sobre el asunto, y con éxito; a los pocos meses, los «turistas» regresaban a
California.
En 1952, cuando la capital del cine aún no se había repuesto del caso
Billy Bennett, una pequeña revista editada en Nueva York aparecía en todos
los quioscos del país. Esta nueva intrusión de la prensa amarilla no tardó en
convertirse en la comidilla de la ciudad; «Confidential» cobró forma de
publicación con un contenido cochambroso pero que muy pocos se resistían
a leer.
Su lema era: «Contamos los Hechos y Citamos los Nombres». Este tipo
de prensa de escándalo no era una novedad. Durante décadas habían
existido triunfadores, chismosos de profesión, entre ellos el corrompido
Westbrooke Pegler, el malévolo Walter Winchell, ese sagrado terror
consagrado que era Elsa Maxwell y, por descontado, Hedda y Louella,
máximas exponentes cinemaníacas de insinuantes calumnias. Pero el
pérfido «Confidential» fue mucho más allá que todos los especialistas
juntos; ahondaba en todos y cada uno de los detalles y no dudaba en
garantizar que sus artículos eran fiel recuento de los hechos.

Por los “servicios prestados”

Robert Harrison, el editor de «Confidential», había concebido la línea a


seguir de su revista tras contemplar a diario por televisión la investigación
sobre el caso Kefauver. Cuando comprobó que esas crónicas sobre el
crimen, la prostitución y el vicio, superaban en audiencia al resto de los
programas, dedujo que el público se encontraba ávido de chismes y que una
publicación que supiese presentar este tipo de material de una forma
picante, citando nombres, podía tener un brillante porvenir.
Harrison había dado sus primeros pasos en los años veinte como
recadero en el «Daily GraphiC», un diario sensacionalista, precursor hasta
cierto punto de «Confidential». Después trabajó para Martin Quigley,
cuando éste era el beato editor del «Motion Picture Herald». Ya por cuenta
propia, se lanzó a una serie de publicaciones aptas para fetichistas,
ilustradas con mujeres con tacones altos y látigo en las manos, pero cuya
circulación comenzaba a declinar justo en el momento en que concibió la
idea del «Confidential». El primer número obtuvo una acogida sensacional;
llegaron a venderse doscientos cincuenta mil ejemplares. Ya en la cumbre,
«Confidential» vendía en los quioscos cuatro millones de ejemplares (todo
un récord para el «periodismo» americano).

Celebridades bajo las balas

Harrison emprendió la invasión a gran escala de la vida privada de los


ciudadanos más famosos de Norteamérica. Su fórmula era sencilla: un
nombre bien conocido, una fotografía poco favorecedora y una historia no
demasiado extensa que presentaba cualquier episodio un tanto sórdido bajo
un prisma humorístico. Él sabía lo que sus clientes deseaban. Y confiaba a
sus amigos: «A los norteamericanos les encanta leer esas cosas que no se
atreverían a hacer».
Con el éxito de la revista, sus víctimas se iban incrementando a base de
aquellas luminarias de Hollywood cuyas vidas privadas presentaban un
mayor interés morboso para el público. Harrison estableció en Hollywood
una agencia, dirigida por su sobrina Marjorie Mead, bajo el pretencioso
nombre de Hollywood Investigation Incorporated. Detectives privados de
poca monta, aspirantes a starlets, estrellas en desgracia y periodistas
pasados de moda fueron contratados para traer y llevar, chantajear y
parlotear. El auge de «Confidential» permitía a Harrison pagar hasta mil
dólares por cada chisme, asegurándose así una magnífica cuadra de espías.
Algunas veces, eminentes personalidades del mundo del espectáculo le
proporcionaron información sobre sus propios colegas. En cierta ocasión,
Mike Todd telefoneó a Harrison desde California para pasarle una sugestiva
anécdota concerniente a Harry Cohn, el muy odiado presidente de la
Columbia.
Jane Mansfield: Revelaciones

Muchos de los rastreadores eran chicas de alterne. De hecho, el núcleo


de la organización estaba constituido por el corrillo de pin-up girls que
adornaban los bares de Sunset Strip. En la cama, estas chiquitas,
espléndidamente pagadas, eran receptoras de confidencias de astros
famosos, mientras que un magnetófono en miniatura dentro de sus bolsos,
descuidadamente abiertos sobre la mesilla de noche, se encargaba de grabar
durante toda la noche indiscreciones que más tarde serían devoradas por los
ávidos lectores. Hollywood Investigation se hacía cargo de fotos y películas
comprometedoras y empleaba los últimos refinamientos de la técnica: rayos
infrarrojos, película ultra-rápida, teleobjetivos superpotentes. Fue así como
se captaron las peleas domésticas entre Anita Ekberg y Anthony Steele.
Cuando se estaba en posesión de un material particularmente
comprometedor, un representante de Hollywood Investigation visitaba a la
estrella implicada llevando una copia de la foto en la mano. A la víctima se
le sugería que el original podía ser adquirido por la revista. Algunos,
muertos de miedo, pagaban; otros se negaban. Artículos que no fueron
comprados y agotaron la edición fueron, por ejemplo: «Lizabeth Scott,
entre chicas», «Dan Daily, travestí», «Errol Flynn y sus espejos dobles»,
«¿El mejor «bombero»[14] de Hollywood?: ¡M-M-M Marilyn M-M-
Monroe!», «Joan Crawford y el apuesto barman».
Este reinado de terror duró cuatro años. Considerables cargamentos de
información fueron suministrados a Harrison por dos de los más acreditados
chismosos de Nueva York: Walter Winchell y Lee Mortimer. Mortimer,
comentarista y crítico del ya desaparecido «Daily Mirror» se citaba con
Harrison en una cabina telefónica, le contaba una historia picante y si, por
casualidad, coincidían después en el mismo local nocturno, ambos hacían
como que entre ellos existía una abierta enemistad y se negaban el saludo el
uno al otro. Harrison solía conceder a Winchell amistosos espaldarazos en
la revista, en artículos en los que otra persona parecía haber empuñado el
hacha (por ejemplo «Winchell llevaba toda la razón en lo de Josephine
Baker», etc.). A cambio, Winchell promocionaba el magazine en televisión.
A medida que, a cada número de
«Confidential», se incrementaban
las ventas y las obscenidades, ya no
había estrella que pudiera
mantenerse al margen de las
«revelaciones». Algunas eran
víctimas de toda una ristra de
artículos: Marilyn, Orson, Lana,
Ava, Frankie y Jayne. A buen
recaudo en Nueva York, Harrison se
aseguraba de que cada artículo
tuviese como base un trozo de
película o cinta grabada,
«evidencia» que, antes de su
publicación, era considerada por sus
abogados fulleros.
«Confidencial»: material comprometedor Pero, con el incremento del
éxito, y sin que nadie le hiciera frente, se pasó de la raya tratando de
enriquecer los hechos con detalles pintorescos. Y se convirtió en uno de los
hombres más odiados del país. Durante una excursión cinegética en Santo
Domingo, a alguien se le escapó algún que otro disparo en dirección suya;
otro día, el padre de Grace Kelly se dejó caer por su oficina de Nueva York
dispuesto a destrozar el lugar y asestar a Harrison un buen golpe en cuanto
apareció una exclusiva sobre la futura princesa de Mónaco.
No fue sino hasta finales de 1957 cuando una estrella tuvo el valor de
decidir que ya estaba bien. Dorothy Dandridge puso un pleito a la revista,
tras un artículo aparecido sobre sus supuestas actividades forestales en una
muy «naturalista» compañía. Dandridge reclamaba dos millones de dólares.
Con el disparo del primer dardo, estaba declarada la guerra: docenas de
estrellas calumniadas recurrieron al juzgado. Cuando sucedió esto, los
Grandes de la industria del cine comprendieron que ante ellos se cernía un
nuevo peligro (las más importantes personalidades de Hollywood iban a ser
interrogadas públicamente sobre sus vidas privadas). Las Eminencias Grises
intentaron una vez más poner en práctica lo que ya habían realizado
satisfactoriamente en anteriores escándalos: silenciarlos.
Confidencial: Espías en el dormitorio

Robert Murphy, un relaciones públicas de Hollywood, fue designado


para trasladarse al Palacio del Congreso y mantener allí una charla con el
fiscal general. Llegó tan lejos como para amenazar con la suspensión de la
ayuda financiera con que la industria cinematográfica planeaba asegurar la
inminente campaña de los republicanos. Pero el Estado se mantuvo firme en
su decisión de pasar a la acción. Muchas de las luminarias encontraron muy
recomendable tomarse unas buenas vacaciones. Clark Gable marchó a
Tahití para tomar el sol; otros a Europa o Sudamérica.
Finalmente, el juicio tuvo lugar en Los Ángeles el 2 de agosto de 1957.
En la prensa fue calificado de «El Proceso de las Cien Estrellas». En
realidad, salvo una breve aparición de Dorothy Dandridge, que retiró su
demanda tras un buen acuerdo financiero al margen del Tribunal, el proceso
solo contó con la presencia de otra estrella, la bellísima pelirroja Maureen
O’Hara.
«Confidential» había informado a sus lectores de cómo la señorita
O’Hara se había extralimitado en un juego conocido como Chinese Chest,
celebrado en las mullidas butacas del Teatro Chino de Hollywood, teniendo
como contrincante a un atractivo sudamericano. «Confidential» narraba así
los hechos: «El acomodador vio a una pareja que hacía desprender de su
palco tanto calor como si estuviésemos en julio. Maureen, con la blusa
desabrochada y sus cabellos en desorden había asumido, para contemplar la
película, la más singular postura jamás contemplada en toda la Historia del
Cine. Estaba tumbada sobre tres asientos, con el afortunado sudamericano
en el de en medio, mientras por la pantalla desfilaba una cinta que
denunciaba la delincuencia juvenil…».
El juez Walker consideró que
faltaban datos. Se reconstituyeron
los hechos.
El manager del cine no tuvo
inconveniente en interpretar el papel
del sudamericano; una joven
periodista hizo de doble de la
estrella. El manager tomó asiento, la
doble se tendió encima de las
butacas e incluso alzó sus piernas al
aire. El jurado quería más
información. Sus doce miembros
(entre ellos seis viudas) se
Maureen O’Hara: imposible aproximaron a la fila 35, donde, tras
una minuciosa investigación de los
tres asientos, llegaron a la conclusión de que no se diferenciaban de los del
resto del local.
Maureen no hizo acto de presencia hasta el 17 de agosto. Demostró que
en la época de sus supuestos jugueteos en el palco del Grauman, ella se
encontraba en España filmando Málaga. La mejor prueba era su pasaporte.
Pidió cinco millones de dólares. Los testigos se mantuvieron en sus trece de
que, a pesar de la coartada del pasaporte con la fecha de su ausencia, era
ella y no otra la actriz que habían visto en el palco. Su hermana, una monja
irlandesa, emergió del convento para declarar en defensa suya. La Corte
importó un detector de mentiras que NO probó que Maureen dijera la
verdad.
El desconcertado jurado llegó al fin a una decisión. Las acusaciones por
obscenidad fueron descartadas; «Confidential» solo tendría que soplar cinco
mil dólares. Hubo sin embargo multitud de «arreglos» millonarios por fuera
de la Audiencia. La revista pagó a Liberace cuarenta mil dólares y casi otro
tanto a una docena de celebridades.
El mayor drama del caso llegó con el suicidio de Polly Gould, que
pertenecía al equipo de la revista. Se mató en la noche del 16 de agosto; iba
a testificar al día siguiente. Más adelante se descubriría que Polly había
estado jugando a dos barajas, vendiendo secretos de la publicación al fiscal
del distrito e informando a la vez a Harrison de las maniobras de la policía.
Después del proceso, Howard Rushmore, redactor jefe de Harrison en
«Confidential» (ex-comunista paranoico, Rushmore acababa de iniciar una
cruzada contra los rojos), mientras paseaba a caballo con su esposa por la
parte alta de Nueva York, sacó una pistola y mató a su mujer antes de
matarse él.
Harrison vendió «Confidential» en 1957. A continuación lanzó una
publicación de pocos vuelos llamada «Inside News». No llegó a alcanzar la
fama de su predecesora. Los días de este tipo de prensa estaban contados.
La industria norteamericana del cine había degenerado; en la televisión se le
da al público más chismorreo del que es capaz de engullir y su capacidad de
asombro es menor.
Ya no existen más estrellas en la Metro Goldwyn Mayer que en el
firmamento. Si puede decirse que ese estudio continua en pie, es para
referirse a un desértico planetario. Las escasas celebridades fílmicas que
continúan en la brecha se sienten más que satisfechas si consiguen atraer la
atención cuando son invitadas a discutir sus propias debilidades en
programas televisivos en directo. De hecho, tras el caso «Confidential»,
estrellas como Errol Flynn, Zsa Zsa Gabor y Diana Barrymore comenzaron
a promocionarse con sus propias y verborreicas autobiografías. ¿Por qué
dejar que otros se forraran a costa de sus vidas privadas cuando ellos podían
llevarse buena tajada? Ninguna revista podía competir con tamaña
sinceridad.
Visita del Jurado a Grauman
Johnny en el salón: nota discordante
Sangre y jabón

El teléfono de Jerry Geisler sonó el 4 de abril de 1958, Viernes Santo. El


abogado más famoso de Hollywood escuchó una voz familiar: «Soy Lana
Turner. Ha ocurrido algo terrible. ¿Puedes venir inmediatamente a mi casa,
por favor?».
Cuando Geisler llegó a la mansión estilo colonial que en Beverly Hills
poseía la célebre chica del jersey ajustado. Lana se hallaba desconsolada
llorando y su jovencísima hija Cheryl al borde del histerismo. Enseguida
Geisler conoció el motivo (algo que contrastaba desagradablemente con los
tonos rosados del coqueto boudoir de Lana): el cadáver ensangrentado de
Johnny Valentine, más conocido de todos como Johnny Stompanato,
antiguo guardaespaldas del gángster Mickey Cohen, notorio gigoló y último
amante de Lana.
Al poco tiempo de hacer su aparición en Hollywood, al apuesto
supermacho Stompanato se lo disputaban varias damas prominentes de la
colonia fílmica; sus aparentes encantos le habían granjeado el apodo de
«Óscar» (aludiendo los 30 cm de la estatuilla de la Academia). En la
primavera de 1957, el atrevido Johnny, que jamás fuera presentado a Lana,
se las arregló para obtener su número telefónico privado y la llamó. Sabía,
como toda Norteamérica, que ella se había separado recientemente del ex-
Tarzán Lex Barker, y sospechaba que debía de encontrarse sola y
disponible. Le sugirió una cita a ciegas, nombrando a personas conocidas
por los dos y dejando escapar algunas insinuaciones acerca de «su Óscar».
En esa época él regentaba una elegante tienda de objetos de regalo en
Los Ángeles. En el transcurso de los siguientes quince esplendorosos
meses, ya no volvió a prestar atención a ese negocio.
Hasta después de su muerte, Lana no supo que Johnny había estado
casado tres veces y era padre de un niño de diez años. Sí estaba informada,
en cambio, de sus sólidas conexiones con elementos criminales, pero eso la
tenía sin cuidado. El llevar como acompañante a un auténtico gángster, con
un arma dura debajo del smoking, añadía emoción y espíritu de aventura a
cualquier velada.
En ese momento de su vida, Lana se
hallaba en un estado agudo de
vulnerabilidad emocional. Tras una
deslumbrante carrera iniciada de
modo fulminante en 1937 con un
pequeño papel en They won’t forget
(«¡Vaya par de tetas!», se escuchaba
decir por toda la nación cuando la
colegiala Lana se paseaba por la
plaza del pueblo, dispuesta a ser
violada y asesinada, en el primer
rollo de aquel film «épico»), en
1946 Lana Turner figuraba entre las
Lana, Johnny, Cheryl
diez mujeres mejor pagadas del
país. En los comienzos de los años
cincuenta se convirtió en la reina de la Metro Goldwyn Mayer. Al mismo
tiempo, iba de hombre en hombre. Sus romances (Sinatra, Howard Hughes,
Tyrone Power, Fernando Lamas) habían constituido buena materia prima
para llenar columnas de prensa amarilla durante dos décadas. Sus
matrimonios, sin embargo no habían servido para «realizarla» del todo.
Power había sido realmente el único al que había amado pero su afán de
posesión había arruinado el idilio. Tras el director de orquesta Artie Shaw,
llegó Steve Crane (en el altar Lana ya llevaba dentro a Cheryl); después, el
millonario playboy Bob Topping. Quiso a toda costa tener otro hijo con Lex
Barker, su más reciente esposo, pero solo tuvo un aborto. Tras una racha de
películas mediocres, y al cabo de dieciocho años en el mismo Estudio, la
Metro Goldwyn Mayer se desprendió de ella.
Sus casamientos e idilios siempre habían estado presididos por la
violencia, provocada en algunos casos, y tal vez secretamente deseada.
Lana había sido arrojada escaleras abajo por uno de sus maridos, abofeteada
en público por otro y empapada con champagne en Ciro’s por un tercero.
En otra ocasión hubo de llevar el bello rostro oculto tras gafas oscuras para
disimular un ojo morado.
Entonces se le pudo oír decir en alguna ocasión: «Los hombres son
terriblemente excitantes y cualquier muchacha que opine lo contrario es una
solterona anémica, una prostituta o una santa». Al cumplir los treinta, esa
necesidad de «excitación» se le tornó obsesiva. Durante su separación de
Johnny (ella se encontraba a la sazón en Londres rodando Brumas de
inquietud), las cartas que le dirigía mostraban la añoranza de los «dulces
tormentos» que él le infligía deliberadamente. Así que le envió un billete de
avión (otro de sus muchos regalos) y lo instaló en una espléndida casa
londinense situada en la «Calle de Los Millonarios».
Johnny, seguro de su poder, le exigía
cada vez más: «Cuando yo diga
arriba, tú te levantarás. Cuando yo
diga, salta, tú saltarás». La amenazó
también con marcarla. «Te mutilaré.
Te haré tanto daño que te convertirás
en un ser repulsivo y tendrás que
esconderte para siempre». Llegó un
momento en que, en medio del plató,
Johnny apuntó con una pistola al
oponente de Lana, Sean Connery,
advirtiéndole que se mantuviese
alejado de ella. Connery lo ignoró. Y
el Estudio, con la colaboración de
Scotland Yard, deportó a Stompanato
fuera de Inglaterra.
Con todo, Lana continuaba
echándole de menos. En sus cartas Lana en They Won’t Forget
reclamaba sus caricias: «Tan salvajes
que me hacen daño… es todo tan terrible, pero al mismo tiempo tan bello…
Soy tuya y te necesito, MI HOMBRE». Terminado el rodaje, el idilio
sadomasoquista se reanudó en México, donde los huéspedes que lindaban
con sus habitaciones en el Hotel Vía Vera se quejaban de su ruidosa forma
de hacer el amor. Después regresaron a Hollywood, donde Cheryl les
esperaba en el aeropuerto. Como tantos otros retoños de la fábrica de
sueños, la hija de Lana y Steve Crane, era una adolescente insegura y
complicada.
Lana y Johnny: vacaciones en México

Drama cinematográfico: Lana enamorada de un gangster Robert Taylor en Johnny Eager


Y cierta noche, en la mansión de
Bedford Drive, mientras Johnny
abusaba de Lana (ella se había
negado a continuar pagándole sus
deudas de juego), maltratándola de
palabra y obra, y jurando vengarse
en toda su familia, Cheryl escuchó
detrás de la puerta: «Voy a rajarte y
después haré otro tanto con tu
madre y tu hija… esto es lo que voy
a hacer ahora mismo».
Cheryl (de acuerdo con sus
declaraciones y las de Lana) corrió
hasta la cocina, agarró el primer
arma que encontró (un cuchillo de cortar la carne de nueve pulgadas) y voló
en ayuda de su madre.
Después Lana testificaría: «Todo sucedió tan rápido que ni siquiera vi
que mi hija tenía un cuchillo en sus manos. Pensé que le había golpeado en
el estómago con los puños. El señor Stompanato se separó y cayó de
espaldas. Se llevó las manos a la garganta, se ahogaba. Corrí hasta él y le
levanté el jersey. Vi la sangre… De su garganta escapaba un sonido
terrible…».
A lo largo de su magistral actuación en el Tribunal, Lana lloró y casi se
desmayó. Prosiguió: «Traté de insuflar aire entre sus labios entreabiertos…
mi boca contra la suya…». Lana estaba a punto de desvanecerse. Geisler la
sostenía. Un ayudante del alguacil le trajo un vaso de agua. Terminó con
voz trémula: «Estaba muriéndose».
En la prensa hubo unanimidad: Lana había representado la escena más
dramática de toda su carrera. El jurado solo necesitó veinte minutos para
deliberar. Su veredicto: homicidio justificado. Fue un día completo para los
periodistas; el romántico pasado de Lana fue desmenuzado y escudriñado.
Sus cartas amorosas, descubiertas en casa de Johnny por amigos del hampa,
sirvieron para cubrir las primeras planas de los periódicos de todo el país.
Lana fue puesta en la picota por los columnistas, el clero, los sociólogos y
los psicoanalistas como una madre disoluta y antinatural. En cuanto a
Cheryl, era defendida por aquí y acusada por allá. «¡Mi corazón sangra por
Cheryl!» escribió Hedda Hopper.
Walter Winchell fue el único periodista de peso que asumió la defensa
de Lana: «Ella está hecha de rayos de sol, empezando por el techo de sus
ojos azules, sus cabellos color miel y siguiendo por sus cimbreantes curvas.
Es Lana Turner diosa de la Pantalla. Pero, repentinamente, la magia
desaparece y las sombras ocupan su lugar. Hace su entrada la acechante
crueldad. Lana es azotada por comentarios malignos, invadida por
editoriales denigrantes y amenazada con la privación de su hija. Por
supuesto, es la escandalizada virtud la que grita más fuerte. Me parece
sádico someter a Lana a cualquier otro tormento. Es imposible imaginar un
castigo que pueda herirla más que esta pesadilla. Y está condenada a vivir
con él hasta el final de sus días… Resumiendo, ofreced vuestro corazón a
una muchacha que tiene el suyo destrozado».
Lana en el banquillo de testigos

Gloria Swanson se puso furiosa ante la defensa de Lana llevada a cabo


por Winchell. Y explotó: «Walter, me parece repugnante que trates de
sublimar a Lana. No eres un norteamericano leal… Estás acabado y todo el
mundo lo sabe, excepto tú. En lo que se refiere a Lana Turner, esa pobre
chica, la única verdad que nos has contado es que para dormir se pone un
camisón de punto. No es ni siquiera una actriz… Es solo una furcia».
Souvenirs de Johnny: pistolas y fotos dedicadas

La publicación de las cartas de Lana causó sensación. Habían sido


cedidas por Mickey Cohen a un redactor del «Herald Examiner» de Los
Ángeles en venganza contra Lana. Cohen, jefe y compadre de Johnny, había
tenido que cargar con los gastos del funeral. Las doce misivas (algunas de
ellas censuradas) acapararon los titulares de la nación durante un par de
días. Tal y como se publicaron, parecían redactadas, no por una «mala
mujer», sino por una fémina que intentaba desahogarse emocionalmente
como cualquier inmaduro espécimen de su raza necesitada de amor. Con su
exceso de asteriscos, era la primera vez, desde la publicación del diario de
Mary Astor, que la ropa sucia de una estrella se aireaba con tal detalle.
Lana capeó el temporal. En muchas salas, al verla reaparecer en la
pantalla con La caldera del diablo, el público aplaudía y gritaba: «¡Estamos
contigo, Lana!». Poco después intervino en un melodrama de la Universal,
Imitación de la vida que, dirigido por Douglas Sirk, constituyó uno de los
mayores éxitos taquilleros de toda su carrera.
Cartas de amor de Lana en primera plana
El «Sueño Eterno» de Marilyn
Hollywoodämmerung

Cuando llegaron los años sesenta, el Viejo Hollywood había muerto. Las
almenas de los Estudios, esos reinos feudales, fueron derribadas una tras
otra por el enemigo. La RKO fue adquirida por la televisión; nada más
deshacerse de ella, Howard Hughes pronunció este óbito: «Se acabó
Hollywood». Los fans se dieron buena prisa en acudir a la subasta de la Fox
(los trajes de baño de Gable, la espada de Tyrone Power (¿quién te
empuñará ahora?) y a la de la Metro Goldwyn Mayer (los zapatos
abotinados de Judy Garland en Cita en San Luis, el traje de esquiar de Greta
Garbo en La mujer de las dos caras (¿Qué fanático admirador estará
embutido en él, paseando arriba y abajo ante el roto espejo de la memoria?).
La calle neoyorquina de la Fox no es más que un recuerdo. Han maltratado
y derrumbado la casa de Andres Harvey… Y sin embargo…
En 1962, el suicidio de Marilyn Monroe con somníferos evocaba los ya
olvidados de tantas otras: Lupe, Carole Landis, Abigail Adams, Lynne
Baggett, Laird Cregar y muchas más. Marilyn se había pasado de rosca
(aunque en realidad ¿acaso durante su vida había sabido controlarse?). Los
malignos jefazos habían perdido cientos de miles de «verdes» a causa de la
tardanza o la no comparecencia de su reina con cabeza de chorlito. Puede
que Garbo prefiriese la soledad, pero siempre era puntual a la hora de rodar,
aunque fuese de madrugada. Barbara Stanwyck, considerada y responsable,
quien, con solo alzar una de sus cejas, podía expresar más que Monroe en
todo un guión, conseguía que sus tomas fueran dadas por buenas a la
primera, y sin quejas de nadie por accesos de ira.
En 1966 se declaró una avanzada epidemia de «normadesmonditis»[15]
galopante. Corinne Griffith, la aclamada actriz que en 1965 se casara con el
cantante y actor Danny Scholl en el día de San Valentín, solicitó una
anulación basándose en que el matrimonio no se había consumado. Al frágil
Danny le dio un patatús en el banquillo de los testigos, pero lo más sonado
fue cuando Corinne Griffith (que sin lugar a dudas era Corinne Griffith)
manifestó ser una doble que había asumido la identidad de Corinne Griffith
al morir la verdadera. En 1966, Corinne Griffith había cumplido setenta y
un años y su no consumada pareja cuarenta y cuatro. La «doble» declaró
que ella tenía «cincuenta y uno, aproximadamente». Lo absurdo de este
caso, en el que la inveterada costumbre de ocultar la edad llegó a la
destrucción de la identidad, jamás ha sido superado.

Muerte de Lewis Stone


Muerte de Jane Mansfield

El juez Harvey (Lewis Stone), esa personificación de la bondad, murió


de un ataque al corazón al tratar de capturar a una pandilla de gamberros
que lanzaban piedras contra su chalet de Beverly Hills. La deslumbrante
Jayne Mansfield, con su carrera ya en el alero, se estrelló en una carretera
enfangada por la lluvia en junio de 1967. Antiguos niños prodigio tuvieron
finales tremendos: Bobby Driscoll con una sobredosis de metedrina; Carl
«Alfalfa» Switzer (de la Pandilla), cosido a tiros en una reyerta por drogas.
Montgomery Clift y Robert Walker terminaron tal y como habían deseado.
En 1968 la espantosa muerte de Ramón Novarro a causa de una paliza
recordó los extraños crímenes del Hollywood de antaño. Ahí estaba ese
hombre, muriendo tan extravagantemente como había vivido, ahogado en
su propia sangre y con el consolador Art-decó que Valentino le regalara
cuarenta y cinco años antes introducido en la garganta. Un par de estúpidos
bestias, hermanos y chulos de Chicago, eligieron el 31 de octubre,
Halloween, para jugar a Ángeles de
la Muerte con el primitivo Ben Hur
de sesenta y nueve años. Lo único
que los muchachos querían era
apoderarse de una fruslería en
metálico, cinco mil dólares que,
según datos facilitados por otros
chulos, Novarro tenía a buen
recaudo en su hogar hollywoodense
allá en las colinas. Destrozaron la
casa haciendo añicos los recuerdos
de una extensa carrera que para esos
cretinos no tenía significado alguno.
Novarro Souvenirs empapados en sangre: un
caso análogo al de Lou Tellegen y
su harakiri.
Paul y Tom Fergusson a juicio
El cuerpo de Novarro sale de casa

Pero el suicidio del «doctor


Cíclope» en 1968 recordaba más
aún al Viejo Hollywood. Albert
Dekker decidió de una vez por todas
demostrar que era el Mayor
Retorcido de Todos Los Tiempos, el
personaje que había interpretado en
la vida real y el único en el cual
creía. Para su última actuación, este
actor de carácter, de sesenta y dos
años de edad, eligió su vestuario
favorito: ropa interior femenina de
seda. Y, con sumo cuidado y lápiz
Albert Dekker: suicidio fetichista de labios carmesí, escribió en su
abotargada anatomía las últimas
críticas aparecidas sobre él, todas ellas adversas. Después, en una alegre
pirueta, se las arregló para ahorcarse llevando sus gemelos favoritos ceñidos
a las muñecas. En esta ocasión practicó su solitario pasatiempo preferido,
en su cuarto de baño hollywoodense. Ocho años antes, había ya revelado su
desencanto al crítico Ward Morehouse al reflexionar sobre una carrera que
abarcaba cuatro décadas: «El teatro es un lugar terrible para crearse un
futuro. Te ponen en una estantería durante años. Te sacan, te cepillan y
después te devuelven a ella». Estos sentimientos traicionaban la dedicación
que se supone ha de profesar un verdadero actor por su profesión y la
servidumbre que ésta implica. Dekker no dejó escrito ningún mensaje, solo
un cuadro que cortaba la respiración al verlo: otro singular muñeco para la
colección del doctor Noguchi.
El suicidio en Castelldefels, España, de George Sanders, desposeído de todo
romanticismo, fue el de una persona avejentada anímicamente, solitaria y
desnuda. Su nota de despedida poseía el toque del perfecto cínico
profesional: era el Adiós a la Dulce Letrina, la vida en sí, que él había
agotado hasta un mortal aburrimiento.
La masacre en casa de Sharon
Tate en 1969 no pertenecía al Viejo
Hollywood. Lo que se derrumbó
sobre la rojiza casa de Cielo Drive
parecía más bien la devastación
causada por un jet al estrellarse: la
nave de Satán pilotada por Charlie
Manson (títere programado, deidad
de la basura).
Esto ocurrió en Benedict Canyon
allí donde Paul Bern se había pegado
un tiro; su honorable espectro tendría
a partir de entonces compañía. Las
vidas inútiles no generan tragedias,
sino inutilidades.

Sharon Tate: masacrada


Sangre en la puerta de Sharon

La última y voluntaria «snifada» de Judy tuvo lugar en un atrancado


baño londinense. La «Anfetamina Annie» de la Metro Goldwyn Mayer
consiguió al fin su propósito al cabo de innumerables tentativas: píldoras,
venas cortadas en su apartamento de Hollywood, cuello rajado con restos de
vasos rotos. La Dorothy de El Mago de Oz murió sentada en el retrete, nada
apto para un viaje «sobre el arco iris». Totalmente vestida, encorvada, como
si estuviese rezando y con el rostro hecho un revoltillo ensangrentado,
parecía una máscara azteca. Tenía cientos de años; era la más anciana de
todas las estrellas, si uno se atenía a sus tormentas y al precio que por ellas
había tenido que pagar: dramas suficientes como para una docena de vidas.
Ella era «Ella, la Diosa del Fuego» de Ridder Haggard, la que se había
sumergido demasiadas veces en las llamas.
Ahora han vuelto a restaurar el cartel
de Hollywood, o al menos las nueve
primeras letras. H O L L Y W O O D. Han
reforzado las estacas que las
sostienen y vuelto a pintar el metal.
A propósito o accidentalmente, las
restantes letras originales (LAND) han
sido desechadas. Acaso se hayan
podrido. La letra número trece, la D
final, ya no está allí para tentar a una
nueva Peg Entwistle.
Las nuevas generaciones que
habitan en lo alto de Hollywood ni se
dan cuenta de que ese monopolio
enclavado en el Monte Lee llegó, en
cierta ocasión, a designar algo más
que una ciudad envuelta por la niebla
que se eleva desde abajo y hoy se
parece tantííííííísimo a Miami Beach.
PA-RÁ-SIII-TOS.
Judy: Vieja, vieja, vieja

El cartel Hollywood: por reparar

En los desiertos platós de la


Columbia, allí donde se alzaban
erguidos y vigilantes los oídos de
Harry Cohn, ahora se juega al
tennis. (Fuera, en Gower Gulch, se
desdibuja el cartel mal clavado que
anuncia: SE VENDE). Sin embargo,
cuando las torrenciales lluvias y los
vientos barren el cielo dejándolo
limpio, aún puede verse cómo
reaparece el azul egipcio sobre la
colina de tropicalísimas palmeras
Harry Cohn de Columbia que se ciernen sobre la citérea Isla
Catalina. Entonces se descubre, a lo lejos, en la franja azul del horizonte,
los macizos y abandonados platós del sonoro que recuerdan secretas
mastabas, y todavía podemos imaginar qué trajo hasta aquí, hace ya un
siglo, a esos hombres ambiciosos y sin escrúpulos.

• FIN DEL ROLLO •

Reliquias: teatros desiertos de Columbia


¿Quién se apunta?
HOLLYWOOD

ÉL: Cuando voy caminando por la acera y veo…


ELLA: Perdone, ¿no es usted Dick Powell?
ÉL: Sí, en efecto.
ELLA: Me pregunto si podría… Pensé que tal vez… (Sollozo).
ÉL: Vamos, vamos. ¿Qué le ocurre?
ELLA: ¡Oh, usted no lo entendería! Con usted Hollywood ha sido bueno.
ÉL: ¿Qué quiere decir con eso?
ELLA: Bueno, supongo que es una historia corriente… Hubo en Little
Rock un concurso de belleza. Yo gané el primer premio. Y me vine a
Hollywood a conquistar la fama. Y en lugar de eso, aquí me tiene usted, en
Hollywood Boulevard a las dos de la noche y sin tener adónde ir. (Sollozo).
ÉL: Pobrecita. ¿Por qué no vuelve a casa? Me gustaría ayudarla…
ELLA: ¡Oh, no puedo hacerlo después de haber fracasado! Usted no lo
entendería, pero…
ÉL: ¿Pero qué?
ELLA: Bueno, podrá parecerle ridículo después de todos los disgustos que
me he llevado, pero en realidad lo único que necesito es una oportunidad. Si
pudiese conseguirla…
ÉL: Pero, veamos, ¿no tiene a nadie en su casa que la eche de menos?
ELLA: ¡Ah!, allí… hay un chico… trabaja en un garaje y es realmente un
muchacho estupendo. El… él… quiere que nos casemos.
ÉL: Escúchame, hija, y hazme caso. De momento ya tienes más de lo que
Hollywood puede ofrecerte. ¿Sabes? Hay un montón de chicas de ésas a
quienes tú envidias… que darían lo que fuera por que un honesto muchacho
las esperase en Little Rock. O en cualquier otro sitio.
ELLA: Supongo que tiene usted toda la razón, señor Powell. ¡Ay!, y yo que
estaba convencida de que Hollywood era un enorme boulevard de sueños
realizados!
ÉL: Pues lo siento, hija, pero estabas totalmente equivocada.

(Canta Dick Powell):

Voy caminando por la calle del dolor


El Boulevard de los Sueños Rotos,
Donde Gigoló y Gigolette
Pueden besarse (sin pudor).
Y así olvidar los sueños perdidos
Esta noche ríes y mañana lloras
Cuando contemplas las ruinas de tu fe
Y Gigoló (y Gigolette).
Despiertan con los ojos empañados
Por lágrimas que hablan de sueños
perdidos

Aquí me encontrarás siempre


Paseo arriba y abajo
Pero he dejado mi alma atrás
En una vieja ciudad con Catedral
Aquí el placer solo lo prestan
Al parecer no es duradero
Pero Gigoló y Gigolette
Aún cantan su canción
Y pasean sus ilusiones
Por el Boulevard de los sueños perdidos.

(Secuencia de Moulin Rouge, un musical de la Warner Bros del año 1934, suprimida por orden
de Jack L. Warner, quien la consideró «demasiado deprimente»).
La perrita muerta de Jane Mansfield
Ginger Rogers sin maquillaje
Agradecimientos

El autor desea dar las gracias a las siguientes personas e instituciones por su
generosa ayuda: Elliott Stein; Samson De Brier; Dan Price; Charles
Higham; James Card, George C. Pratt, George Eastman House Museum of
Photography; Mary Corliss, Stills Collection, Museum of Modern Art
Department of Film; Charles Silver, Library, Museum of Modern Art
Department of Film; Henry Langlois, Mary Meerson, Lotte Eisner,
Cinémathèque Française; Camille Cook, Film Center, School of the Art
Institute of Chicago; Tom Luddy, Pacific Film Archive; Sandy Brown
Wyeth; Dan Fans, The Cinema Shop; Bill Brandt, Saturday Matinee; The
Memory Shop; Movie Star News; Fabiano Canosa; Mark Stephenson,
Cinemabilia; Photoplay; Anton Szandor LaVey; el difunto Bob Pike; el
difunto James Whale; la difunta Mae Murray.
El autor reconoce gratamente el permiso a reproducir lo siguiente:
“Hollywood”, de Don Blanding, reproducido con permiso de Dodd, Mead
Company, Inc.; “First Fig” de Edna St. Vincent Millay, en Collected Poems,
Harper & Row, copyright 1922, 1950 por Edna St. Vincent Millay; editorial
de Chicago Tribune, “Pink Powder Puffs”, reproducido, cortesía de
Chicago Tribune; “Boulevard of Broken Dreams” (Harry Warren-Al
Dubin), © 1933 Remick Music Corp., copyright renovado, reservados todos
los derechos, y usado con el permiso de Warner Bros. Music.
Tumba de Tyrone Power
KENNETH ANGER (n. Kenneth Wilbur Anglemyer) es un cineasta y
escritor estadounidense. Nació en Santa Mónica (California) el 3 de febrero
de 1927.
Su obra es de carácter polémico y perteneciente al movimiento Queercore.
Probablemente uno de los directores de cine más innovador y desconocido
del siglo XX.
Creador de cortometrajes cargados de iconografía pulp (revista),
sadomasoquista, fetichista y homosexual. Influyó enormemente en
directores como John Waters o Martin Scorsese.
Algunos de sus cortos rozan más el género del videoclip por su montaje y
su duración.
Estaba obsesionado por las obras y la vida del brujo inglés Aleister
Crowley.
Notas
[1] Casi literalmente, Coca a Cualquier Hora. (N. del T.). <<
[2]«Príncipe de las ballenas» (en el original, Prince of Whales). El autor
efectúa un paralelismo entre whales (ballenas) y Wales (Gales). (N. del T.).
<<
[3] Que suena «Seré B. Ueno». (N. del T.). <<
[4] X, signos usados frecuentemente en las cartas amorosas, muy
especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, donde cada X equivale a
un beso. (N. del T.). <<
[5]Hays fever («La fiebre de Hays»). El autor toma el título de Hay Fever
(«La fiebre del heno»), una de las comedias más populares del autor
británico Noel Coward. (N. del T.). <<
[6]El autor se refiere a Rona Barrett, una columnista bastante popular en la
actualidad, con numerosas publicaciones que llevan su nombre y
apariciones bastante frecuentes en programas en directo de la Televisión
norteamericana, muy especialmente en el espacio matinal «Good Morning
America». Es un sucedáneo bastante aproximado de lo que en su época
representaron Louella O. Parsons y Hedda Hopper. (N. del T.). <<
[7] Claras Beaux. El autor hace un juego de palabras entre el nombre
artístico, Bow, y el término francés beaux, de similar pronunciación, que
significa «guapos» y también, por extensión, «amantes». (N. del T.). <<
[8]Has been (ha sido): Se dice de las grandes estrellas que han caído en el
descrédito pero aún son reconocidas fácilmente por sus antiguos
admiradores. (N. del T.). <<
[9]Gentleman Jim: producción de la Warner Bros (1942) dirigida por Raoul
Walsh e interpretada por Errol Flynn sobre la vida de James J. Corbet,
primer boxeador «científico» y campeón mundial de los pesos pesados
según las reglas del Marqués de Queensberry. Uno de los personajes
preferidos de Flynn en el cine, según su Autobiografía. (N. del T.). <<
[10]«El Juez Harvey» (en el original Juez Hardy): personaje basado en una
famosa serie de films de la Metro Goldwyn Mayer, en la que los
protagonistas, encabezados por el Juez Hardy y su hijo Andres, figuraban
como prototipo de la familia ideal norteamericana. Al ser doblados en
España, el apellido Hardy fue sustituido por el de Harvey. Lewis Stone
interpretaba al magistrado y Mickey Rooney a su primogénito. Algunos de
los títulos estrenados aquí son: El juez Harvey y sus hijos, Las vacaciones
del Juez Harvey y Andrés Harvey Tenorio. (N. del T.). <<
[11]Nido de víboras (en el original The Snake Pit): el autor se refiere al film
del mismo título basado en la novela de Mary Jane Ward, realizado por
Anatole Litvak para la 20th Century Fox en 1949, que narraba las
condiciones sanitarias de una institución mental en los Estados Unidos. El
papel principal estaba interpretado por Olivia de Havilland, que consiguió
una nominación para el Óscar. (N. del T.). <<
[12]Doctor Killcare: el autor establece una similitud entre Kill (asesinar)
Care (tener o estar al cuidado de alguien) y Kildare, apellido del médico
protagonista de una famosa serie cinematográfica de la Metro Goldwyn
Mayer en los años cuarenta; más adelante la serie fue convertida en un
programa televisivo de múltiples episodios cuyo protagonista encarnó
Richard Chamberlain. De contenido moral y argumental muy semejante a
los ya posteriores Doctor Cannon y Marcus Welby. (N. del T.). <<
[13]Nicky Arnstein: impenitente y atractivo jugador casado en la vida real
con la estrella de Ziegfeld Fanny Brice, cuyo nombre se vio frecuentemente
implicado en los escándalos de su esposo. Interpretado en el cine por
Tyrone Power, bajo nombre ficticio, en Es mi hombre, film de Gregory
Ratoff en donde la figura de Fanny Brice, también encubierta, estaba
encomendada a Alice Faye. Y ya, bajo su verdadero nombre, encarnado por
Omar Sharif en Funny Girl y su continuación, Funny Lady con Barbara
Streisand en el papel de Miss Brice. (N. del T.). <<
[14] Pumper también significa «mamona». (N. del T.). <<
[15]El autor se refiere a Norma Desmond, el personaje estelar del film de
Billy Wilder El crepúsculo de los dioses interpretado por Gloria Swanson.
Se trata de un perfecto y acabado retrato de una antigua reina del cine mudo
que desea regresar a la pantalla y acaba perdiendo la razón. (N. del T.). <<

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