Hollywood Babilonia - Kenneth Anger
Hollywood Babilonia - Kenneth Anger
Hollywood Babilonia - Kenneth Anger
cine. Anger lo cuenta todo con pelos y señales: orgías, heroína, borracheras,
demencias, asesinatos… Y cómo todos los escándalos de las estrellas del
celuloide eran tapados convenientemente por las productoras o la propia
policía. ¿Ejemplos? A montones: Charles Chaplin y su cuestionable amor
por las jovencitas; la muerte no resuelta de Thelma «Hot» Todd; las
películas «porno» rodadas por Joan Crawford; las relaciones homosexuales
de Cary Grant; y un largo listado de actrices de segunda fila que acabaron
muertas o en el manicomio, enterradas para siempre en el olvido.
Hollywood Babilonia es morbo en estado puro. Anger utiliza la ironía para
arremeter contra la hipocresía del cine y ridiculizar a quienes se creían
intocables por el mero hecho de tener millones de fans. El libro fue
censurado en Estados Unidos desde 1959 hasta 1974, pero ya circulaban
copias pirata por todo el país desde que se publicara en Europa en los años
sesenta.
Kenneth Anger
Hollywood Babilonia
ePub r2.2
Titivillus 26.02.2021
Título original: Hollywood Babylon
Kenneth Anger, 1959
Traducción: Jorge Fiestas
Ilustraciones: Museum of Modern Art Department of Film, Bob Pike Photo Library,
George Eastman House Museum of Photography, Samson De Brier, Dan Price Collection,
Tom Luddy Collection, Sandy Brown Wyeth, United Press International, New York Public
Library Theater Collection, National Film Archive, Wide World Photos, Cinemabilia,
Kenneth Kendall, Bill Ray, Time-Life Picture Agency, Dan Faris, Art Institute of Chicago,
Kenneth Anger Collection
Hollywood, Hollywood…
Fabuloso Hollywood…
Babilonia de celuloide,
gloriosa, fascinante…
ciudad delirante,
frívola, seria,
audaz y ambiciosa,
viciosa y glamorosa.
Ciudad llena de dramas,
miserable y trágica…
inútil, genial
y pretenciosa,
tremendo amasijo…
Relumbrona, terrible,
absurda, estupenda;
falsa y barata,
asombrosamente espléndida…
¡¡HOLLYWOOD!!
DON BLANDING
(Recitado en 1935 por Leo Carrillo
en el musical de la Metro Goldwyn Mayer
Noche de estrellas en Cocoanut Grove).
Índice de contenido
El festín de Belshazzar
Hollywood, colonia del cine, había cobrado vida gracias a un reducido
grupo de comerciantes judíos de la Costa Este, quienes pensaron que había
futuro en el nickelodeon y marcharon al Oeste atraídos por la fábula de una
California de tierras a precios irrisorios y trescientos sesenta y cinco días de
sol al año.
El soñoliento lugar de Los Ángeles, rodeado de naranjales, que
escogieron para sentar sus raíces, pronto se vio inundado por unos no muy
sólidos estudios al aire libre, trampas soleadas para películas
convencionales y faltas de imaginación. Tras unos años de fabricar
remuneradores productos de dos rollos, filmados con cámaras piratas
(siempre a la espera de ser denunciados por los vengativos creadores de la
fórmula original de Edison), los antiguos traficantes de chatarra y
vendedores de saldos se encontraron con que una operación, concebida por
casualidad, se convertía en fortuna emanada del celuloide.
Cuando se enteraron de que las masas de todo el país se agolpaban ante
los nickelodeons para ver las películas en las que intervenían sus intérpretes
favoritos, conocidos entonces como «La pequeña Mary», «El chico de la
Biograph» o «La Muchacha de la Vitagraph», los menospreciados actores,
hasta entonces solo considerados personal de trabajo, súbitamente
adquirieron conciencia de que, gracias a ellos, se vendían las entradas.
Entonces esos rostros famosos adoptaron nombres y sus salarios
comenzaron a elevarse: el star system, una problemática bendición, acababa
de nacer. Para bien o para mal. De allí en adelante, Hollywood tendría que
apoyarse en esa quimera fatal: LA ESTRELLA.
De la noche a la mañana, los oscuros y en ocasiones desacreditados
intérpretes de películas se vieron empujados a la adulación, la fama y la
fortuna.
Ellos eran la nueva realeza, el círculo dorado. Algunos se las arreglaron
para sobresalir tirando fuerte de las riendas; otros no lo consiguieron.
Las “ruinas” de Babilonia en 1919
Theda Bara: la primera Sex Queen
Theda en Salomé: cotilleos
La sensacional noticia de que Wally Reid era drogadicto dejó sin aliento
al público norteamericano. Reid no solo era una popular estrella, sino el
vivo exponente del «Joven Ideal». De ojos azules y cabellos castaños,
Wally era un jovial gigante de 1,90 de estatura, en posesión de un encanto
que corría paralelo a su habilidad como comediante, a su juventud y
espléndida presencia. Ahora, su apodo, «el encantador Wally» cobraba otro
significado.
Bajo su nuevo papel de cirujano restaurador de imagen, Will Hays trató
de parar el golpe anunciando que «no se debía censurar, ni mucho menos
evitar, al infortunado señor Reid, sino tratarle como a una persona
enferma».
Ciertamente como tal fue Wally Reid manipulado y puesto a buen
recaudo. El resto del año 1922 lo pasó dentro de una celda aislada en aquel
sanatorio privado. La súbita privación de su diaria dosis de morfina y el
choque inesperado del internamiento solo lograron desquiciarlo. Wally se
vio obsesionado por la idea de haber sido arrollado por un tren. No se
equivocaba.
Familia unida: Dorothy, Wally y los niños
Mary Miles Minter sueña con su héroe: Wally Reid
En 1923 Will Hays lanzó un comunicado augurando días más claros para
Hollywood: «Estamos allanando el camino para mejorar las cosas en el
mundo del cine… pronto existirá un Hollywood modelo… Abrigo la fe de
que los desafortunados incidentes recientes pronto serán solo un
recuerdo…».
Estos piadosos pronunciamientos no disminuyeron el tono de las
campañas publicitarias de los exhibidores: películas como De mujer a
mujer, Hombres y La ventana de la alcoba, alardeaban de ofrecer un vistazo
a «bellas jazz babies, baños de champagne, banquetes de medianoche,
fiestas hasta altas horas de la madrugada», así como «escotes reveladores…
besos castos… besos pasionales… vírgenes en busca del placer, madres
ávidas de sensaciones… La verdad audaz, desnuda, excitante». Cuarenta
millones de norteamericanos rendían semanalmente tributo en las taquillas a
lemas como «Toda la aventura, todo el romance, todas las sensaciones de
las que Vd. carece en su rutinaria existencia, las encontrará en las películas.
Ellas le transportarán a un nuevo mundo maravilloso, lejos de la cotidiana
jaula en la que Vd. se encuentra. Aunque solo sea por una tarde o una
velada ¡evádase!». Las muchedumbres de los años veinte estaban
totalmente de acuerdo, pese a que, al final de cada film, Hays plantara su
mensaje moralizador.
Los Mandamientos del Zar fueron recibidos con desánimo por quienes
creían de buena fe en el cine como arte. Para éstos, el advenimiento del
hombre de las grandes tijeras y el cinturón bíblico era una verdadera
catástrofe para el Séptimo Arte. «Argumentos que se limitan a mostrar
honestamente la realidad de la vida están siendo barridos de las pantallas»,
señalaron con amargura, «mientras la escoria es bendecida a cambio de que
el final tenga una moraleja y el llamado sex-appeal sufra una hipócrita
reprimenda». (Se referían, claro, al chaquetero de Cecil B. De Mille).
La preocupación de Hays por la mente del niño, esa «pizarra en
blanco», se traducía en que el contenido de lo visible en pantalla se adaptara
al nivel de una criatura de diez años. Un anónimo descontento de
Hollywood confeccionó un chistoso foto-montaje en que se mostraba a
Hays retozando como un bebé feliz con su castillo de arena; circuló
muchísimo en las fiestas, a las que él no asistía.
¡A pasarlo bien!
Corrió hasta una gasolinera para refugiarse entre los surtidores. Allí fue
acorralada por los dos hombres. Alma les agredió con un cuchillo que
llevaba escondido entre la ropa, apuñalando al más joven en la espalda. El
encargado de la estación se las compuso para arrebatarle el arma, mientras
el hombre de más edad le ataba los brazos tras la espalda. Sollozando, Alma
fue conducida hasta una ambulancia aparcada frente a su casa de Wilton
Place.
Cuando el suceso apareció en la prensa, quedó de manifiesto que Alma
Rubens había apuñalado al conductor de la ambulancia y que el hombre
mayor no era otro que su médico de cabecera, el doctor E. W. Meyer. Alma
había sido presa del pánico al verles llegar a su casa para internarla en un
sanatorio privado.
Tras unos meses de tratamiento en la clínica Alhambra, fue autorizada a
regresar a su hogar, bajo el cuidado de una enfermera. En abril de 1929
amenazó a su guardiana con una navaja, siendo reducida tras un forcejeo.
Alma fue trasladada al departamento de psiquiatría del Hospital General de
Los Ángeles y de allí pasó al del Estado de California para enfermos
mentales, en Patton, para una cura de seis meses. Al abandonarlo, declaró:
«Me siento de nuevo maravillosamente bien después de este descanso. Voy
a Nueva York y trataré de recomponer mi carrera empezando por el teatro.
Más adelante confío en regresar a Hollywood».
Las ilusiones de Alma de preparar su retorno en Broadway no dieron el
resultado apetecido y durante su permanencia en Nueva York inició los
trámites de divorcio de su tercer marido, el galán Ricardo Cortez. Alma
mantuvo su promesa y regresó a Hollywood en 1931, pero nada más llegar
sintió deseos de visitar Aguas Calientes al otro lado de la frontera
mexicana. Y allí se dirigió, conduciendo su coche en compañía de Ruth
Palmer, una joven actriz que había traído consigo desde Nueva York.
De vuelta a Hollywood hicieron un alto en el Gran Hotel de San Diego,
donde fue arrestada el 6 de enero de 1931, acusada de hallarse en posesión
de cuarenta ampollas de morfina. El chivatazo provenía de Ruth Palmer,
alarmada ante las explosiones de violencia de Alma. La policía encontró las
ampollas cosidas en el dobladillo de
uno de sus trajes. Cuando llegaron
los gendarmes, Alma puso el grito
en el cielo: «¡Me han robado nueve
mil dólares en joyas y esto es una
emboscada! Vine a California para
volver a la pantalla… ¡y ahora tenía
que sucederme esto!».
Tras el proceso, se diagnosticó
que Alma estaba seriamente
enferma y se la autorizó a volver a
su hogar, al lado de su madre y bajo
permanente vigilancia médica.
Barbara La Marr
Alma Rubens, poco antes de su muerte
«¡Ay, las juergas que nos corríamos!», recordaría, más adelante la Swanson.
«En aquellos tiempos, el público deseaba que viviésemos como reyes y
reinas. Y así lo hacíamos. ¿Por qué no? Estábamos enamorados de la Vida.
Ganábamos más dinero del que jamás hubiésemos soñado, y no había el
menor motivo para pensar que aquello pudiese tener fin».
Barbara, «la demasiado hermosa»
Marion Davies fue recogida en el plató de Zander the Great por otros
dos invitados, Charlie Chaplin y una periodista de Nueva York,
especializada en cine, Louella O. Parsons, por primera vez de visita en
Hollywood. Los tres juntos hicieron el viaje por carretera hasta San Pedro.
El Oneida se hizo a la mar con su cargamento de celebridades, una
banda de jazz, una buena provisión de champagne de inmejorable y rancia
cosecha, y Marion (de veintisiete años) y su Papaíto (de sesenta y dos)
como anfitriones. El patrón, Hearst, señaló una ruta hacia el Sur, dejando
atrás Catalina y navegando hacia San Diego y Baja.
Tom Ince perdió el barco. Obligado a presidir el estreno de su última
producción, The Mirage, resolvió tomar el último tren a San Diego, donde
subiría a bordo del Oneida cuando éste atracara.
Se cuenta que el festejo de cumpleaños en cubierta fue divertidísimo…
hasta cierto punto. Más allá de ese punto, el Oneida se hizo a la mar hacia
un banco de niebla de confusas historias.
La versión oficial, emitida por la Casa Hearst, no podía ser más sencilla:
el infortunado Tom Ince, indigestado merced a la generosa y «hearstiana»
hospitalidad, había fallecido en el transcurso de su «escorpionesca» fiesta
de cumpleaños.
La primera reseña aparecida en las publicaciones de la Cadena Hearst
era una engañifa sin ton ni son.
UN COCHE ESPECIAL TRASLADA A CASA
A UN HERIDO DESDE EL RANCHO
«Ince, en unión de Nell, su esposa, y sus dos hijos, se hallaba visitando a William
Randolph Hearst en el Rancho de éste, días antes de sobrevenirle el ataque.
Cuando, súbitamente, la enfermedad se abatió sobre el magnate, éste fue trasladado
inconsciente a un coche especial, atendido por dos especialistas y tres enfermeras,
y conducido con toda celeridad a su hogar. Su esposa, hijos y hermanos Ralph y
John se encontraban a su lado al sobrevenir el desenlace».
Desgraciadamente para Hearst, existían testigos que habían visto a Ince
abordar el yate en San Diego. Y, para colmo de infortunios, Kono, el
secretario de Chaplin, se había dado perfecta cuenta, cuando el productor
era desembarcado del Oneida, de que en la cabeza de Ince había un agujero
de bala. ¿Indigestión aguda?
Hearst guardaba en el yate un revólver todo incrustado en diamantes, un
objeto un tanto chocante teniendo en cuenta que públicamente se
consideraba al millonario como un anti-viviseccionista. Si nos atenemos a
John Tebbel, Hearst era un tirador más que experto: «Le divertía sorprender
a los invitados en el Oneida abatiendo de un solo disparo a una inocente
gaviota».
Hearst era extraordinariamente celoso de las atenciones de otros
hombres con Marion; tenía sabuesos que ya le habían informado de los
devaneos de la Davies con Chaplin durante sus ausencias. De hecho,
Chaplin había sido incluido en la relación de invitados para que Hearst
pudiera comprobar personalmente su comportamiento con Marion.
Chaplin tal vez sintiera ciertos escrúpulos antes de unirse a la
expedición, pero decidió que lo mejor era representar una buena farsa. Y
dejó en puerto a su embarazadísima novia, Lita.
Se cree que durante la fiesta de cumpleaños, Hearst se percató de que
Marion y Chaplin se habían escabullido juntos, descubriéndolos in fraganti
en la cubierta inferior. En su famoso tartamudeo, Marion dejó escapar un
profético grito: «C-c-c-crimen» que arremolinó rápidamente a todo el
personal, mientras Hearst corría en busca de su revólver. En el
maremágnum fue Ince, y no Chaplin, quien cayó abatido, con un proyectil
alojado en el cerebro.
El 21 de noviembre se celebró el funeral de Ince en Hollywood, al que
asistieron su familia, Marion Davies, Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y
Harold Lloyd. Hearst, obviamente, no acudió. El cadáver fue
inmediatamente incinerado.
Fue notable que no se hubiese
celebrado encuesta oficial alguna
sobre la muerte de Tom Ince. Ante la
«evidencia» reducida a cenizas,
Hearst creía tener en sus manos el
control de la fea situación.
Claro que no contaba con las
habladurías de la Meca. A pesar de
que todos los pasajeros del Oneida,
invitados y tripulación, hubieran
jurado mantener el secreto,
persistentes rumores ligaban a Hearst
con la muerte de Ince. ¿Un nuevo
caso de hombre rico impune tras
cometer un asesinato?
Finalmente, los rumores
precipitaron a Chester Kemply, fiscal
del distrito de San Diego, a realizar
una investigación. Por chocante que Aileen Pringle: testigo muda
parezca, entre todos los invitados y la
tripulación a bordo del Oneida, solo fue llamado a declarar el doctor Daniel
Carson Goodman, que era un empleado de Hearst. Esta fue su versión:
«El sábado 15 de noviembre, subí al Oneida, propiedad de la International Films
Corporation, donde iba a celebrarse una fiesta camino de San Diego. El señor Ince
debía estar presente, pero no pudo presentarse el sábado alegando que tenía trabajo,
aunque se reuniría con nosotros el domingo por la mañana.
»Cuando subió a bordo, se quejaba de estar fatigado. Durante la jornada Ince
discutió los detalles de un acuerdo que acababa de tomar con International Films
Corporation para producir películas conjuntamente. Ince parecía no encontrarse
mal. Cenó bien y se retiró temprano. A la mañana siguiente, él y yo nos levantamos
antes que todos los demás invitados para regresar a Los Ángeles. Ince afirmaba que
durante la noche había tenido una mala digestión, de la que aún se resentía. En el
trayecto hasta la estación volvió a quejarse, pero ahora de que le dolía el corazón.
Nada más subir al tren, le dio un ataque en Del Mar. Pensé que lo mejor era
descender e insistí para que se tomara un descanso en un hotel. Telefoneé a la
señora Ince y le dije que su marido no se encontraba bien. Llamé a un médico y
permanecí a su lado hasta bien entrada la tarde. Entonces, continué viaje a Los
Ángeles. El señor Ince me contó que ya anteriormente había padecido ataques
similares pero que no habían desembocado en nada serio. No mostraba señales de
haber ingerido licores de ningún tipo. Mis conocimientos como médico me
autorizaron a diagnosticar que era un caso de indigestión aguda».
Tom Ince: tragedia en el mar
El fiscal del distrito de San Diego despachó el caso con estas palabras:
«Inicié esta investigación ateniéndome a los muchos rumores que habían
llegado a mi despacho en relación con el deceso. Los he estado sopesando hasta
hoy mismo para poder pronunciarme definitivamente. No se realizarán más
indagaciones sobre esas historias de francachelas alcohólicas a bordo. De hacerlas,
tendrán que remitirse al condado de Los Ángeles, de donde se supone procedía el
licor. Gentes interesadas por la súbita muerte de Ince se han dirigido a mí pidiendo
una investigación, y solo para satisfacerles me decidí a iniciarla. Pero después de
interrogar al médico y a la enfermera que atendieron en Del Mar al señor Ince, doy
por válido que la causa de su fallecimiento se debió a hechos naturales».
Estaba bien claro que las pesquisas del señor Kemply, fiscal del distrito,
iban encaminadas a determinar lo que había sucedido en el party que
precedió a la muerte del realizador. Antes de que ninguno de los
concurrentes pudiera ser interrogado, la cosa quedó en suspenso.
Los mal pensados no dejaron de notar lo significativo de que, por pura
coincidencia, Louella O. Parsons, poco después del incidente, fuese
premiada por Hearst con un contrato para toda la vida que ampliaba
notablemente su radio de circulación. Se dijo que ella lo había visto todo.
Louella se sintió obligada de pronto a fabricar una pequeña coartada de su
puño y letra, jurando que al ocurrir la
desgracia ella se encontraba en Nueva
York. El único inconveniente fue que la
doble de Marion Davies, Vera Burnett,
recordaba claramente haber visto a
Louella reunirse en el Estudio con
Davies y Chaplin para iniciar juntos la
marcha. (Vera sentía un lógico apego a
su trabajo y decidió por tanto no volver
a insistir sobre el particular).
Rudy y Natacha
Pola Negri: duelo dramático
Por desgracia,
a veces,
encuentro
una exquisita
amargura
en
tu beso.
Se supo que, solo para una breve escena de ese film, Stroheim había
importado desde Viena a una dama profesional en sadismo y especializada
en la aplicación de la «araña».
En el abracadabrante burdel de La marcha nupcial figuraban prostitutas
de todas las razas, cada una de ellas con una especialidad erótica; las hadas
de blanca peluca y el níveo cuerpo maquillado, presentadas como
instrumentos de cuerda, fueron enmascaradas para preservar la identidad de
las personas de buen tono presentes. Los cinturones de castidad de las
esclavas negras estaban sellados con candados en forma de corazón; una
pareja de pintorescos gemelos siameses ponían una nota de refinamiento,
debido más a la imaginación de Stroheim que a la depravación austro-
húngara.
Se sospechaba que Stroheim derrochaba el dinero de la Metro Goldwyn
Mayer con intencionada malicia en esas inmostrables secuencias como
revancha por la destrucción de los miles de metros del negativo de Avaricia
practicada por sus enemigos mortales: Irwing Thalberg, jefe de producción
de la Metro Goldwyn Mayer, y su nuevo Mogul, Louie Mayer.
Thalberg se había granjeado la enemistad de Stroheim en 1923 cuando
era ejecutivo en la Universal y le había arrebatado a Stroheim la dirección
de El tiovivo, tras haberse éste permitido una serie de extravagancias tales
como ordenar calzoncillos de seda con el distintivo de la Guardia Imperial,
destinados a los militares que figuraban en el film.
Esa demanda incesante era satisfecha, día a día, a golpes de pecho, por
la mutante y tecleante Enviada Especial desde Hollywood.
La enana antecesora de todas las Ronas[6] actuales era, por supuesto, la
original y pimpante Paganini de la superficialidad, Louella «Oneida» (He-
Visto-Lo-Que-Has-Hecho) Parsons, impuesta por W. R. como Suprema
Corresponsal de Hearst en Hollywood.
¡La rechoncha Louella! Su diaria
columna matutina de chismes
contaba a la nación, a la hora del
desayuno, exclusiva a exclusiva,
todo lo que sucedía en Hollywood,
el Quién-Jodía-Con-Quién en la
Costa Oeste, donde las fortunas se
multiplican. Lolly llamaba a eso
«salir con alguien», pero sus
seguidores sabían muy bien por
dónde iban los tiros. La gran masa
de público podía estarle también
agradecida por informarle quien en
Hollywood estaba considerado
como IN y quién como OUT (ese
temible estado de Ostracismo que
ella sabía resaltar muy bien con la simple exclusión de una persona de su
columna, o bien con una avalancha de comentarios poco piadosos y
Lollyparsonescos) en caso de que dicha persona, según su cruel criterio o el
deseo de Papá William (Randolph Hearst) fuese condenada a sufrir en carne
propia el látigo vengador.
Mientras la inexorable L. O. P. y su legión de imitadores baratos abastecían
a toda la nación de noticias impresas, los restantes representantes de la
Prensa echaban más carne al asador: porque, por ejemplo, para el
«GraphiC» y Compañía no existía un lugar más malvado que Hollywood-
Babilonia renacida, con Santa Mónica-Sodoma y Glendale-Gomorra como
suburbios. Los charlatanes definían
lúbricamente a las Estrellas como
sirenas desprovistas de alma que
deambulaban por lascivas orgías del
brazo de caballeros de etiqueta y
belleza turbadora, en un mundo
perfumado y materialista, flanqueado
por los Espectros de la Bebida, la
Droga y el Desenfreno, la Locura, el
Suicidio y el Crimen. Mientras tanto,
se insinuaba que en esos suburbios
de Sodoma y Gomorra, en ese
Pantano de Espliego, las formas de
pecar eran bastante más peculiares
que la fornicación o el adulterio. Los
consumidores obtenían más alimento
a cambio de sus tres centavos.
Era cierto que, desde el momento en que Hollywood se erigió como la
Meca de la Cinematografía, sobre ella había caído toda clase de elementos
sospechosos, como una plaga de polillas en busca de luz. Gangsters de poca
monta, contrabandistas, apostadores, tramposos, chantajistas, vagabundos,
pequeños y grandes extorsionistas, todo tipo de pervertidos sexuales,
especuladores, cultistas «tocados», astrólogos del dólar, falsos mediums y
evangelizadores, curanderos de pacotilla, echadores de cartas y parásitos
psicoanalistas, todos los cuales revoloteaban alrededor del círculo de los
elegidos.
Millares de estúpidos jóvenes embobados con el cine eran atraídos a
Hollywood por las vanas promesas de falsas escuelas promocionales: la
Quimera del Oro para los incautos, de la que no se obtenía metal alguno,
sino amargas impurezas. Multitud de caras bonitas, despojados de Sus
sueños y con los bolsillos vacíos, se vieron arrastrados a la prostitución.
Estos flamantes reclutas, que hacían la carrera en Hollywood, se hacían
llamar «extras cinematográficas» para eludir las leyes californianas sobre
vagos y maleantes. Si eran cazados por la Brigada Antivicio o arrestados en
hoteles de poca monta, todos los diarios de la nación reseñaban el incidente:
BELLÍSIMA ESTRELLA DE CINE SORPRENDIDA EN UN LUGAR DE DUDOSA FAMA. Los
avispados reporteros describían a continuación a una morena de buen ver, a
una llamativa rubia o a una apabullante pelirroja. Sus nombres eran
suprimidos para dejar paso a la imaginación del lector, quien no podía
sustraerse a pensar en una cetrina Dolores del Río, una oxigenada Alice
White o en la más incandescente pelirroja de Hollywood: Clara Bow.
Hay que puntualizar que Clara, conocida desde 1926 en el cine como la
«más ardiente hija del jazz», pronto se hizo acreedora de sus propios
titulares en todo el país.
Los periódicos clamaban: EL IDILIO DE CLARA, UN UNGÜENTO AMOROSO, y
pronto los ávidos lectores supieron que la prolongada «terapia» que la chica
recibiera para sus «nervios e insomnio», de manos del atractivo y
aristocrático médico William Earl Pearson, consistía en la repetida
aplicación del «dardo» del facultativo en el postrado blanco de Clara. El
«ungüento amoroso» se inyectaba en dosis nocturnas, hasta que la esposa
del especialista puso a un detective tras la pista de su marido. El rastro se
perdía en el pabellón chino de la finca de Clara en Beverly Hills.
A Clara se le acentuó el insomnio al aparecer como «la otra» en la
solicitud de divorcio donde la señora Pearson demandaba a la Bow por
«apropiación indebida de cariño». Los titulares supieron exprimir bien el
jugo del escándalo protagonizado por la «ardiente hija del jazz»
hollywoodense, y Clara fue despojada de treinta mil dólares por la
despechada esposa del «buen Doc».
Clara volvió a ser noticia de primera plana a causa de sus deudas de
juego en Reno. Pero su escándalo más sonado no estalló hasta 1930.
En dicho año, la fiable secretaria privada de Clara, Daisy DeVoe, una
pizpireta rubia de dos caras, vendió todos los «in» y los «out» de la
trepidante vida amorosa que la Chica del «Eso» desarrollara a lo largo de
cuatro frenéticos años, al mayor postor, el casi pornográfico «GraphiC» de
Nueva York. (Clara había puesto de patitas a la calle a Daisy tras un intento
de chantaje y aquélla fue la venganza de la empleada).
Pronto los ansiosos lectores del «GraphiC» supieron hasta qué punto
llegaba la devoción de Miss DeVoe por su ama; había llevado la cuenta de
todos los caballeros que visitaran el pabellón chino de Clara. El bondadoso
Buda que ocupaba el lugar de honor no tenía por costumbre hablar, pero
Daisy hizo por él. El registro de los amantes de Clara durante esos cuatro
años era lo más parecido a un inventario de la potencia masculina.
Sumándose el agradable doctor Pearson, la lista abarcaba desde cómicos
(Eddie Cantor) hasta malvados (Bela Lugosi) pasando por cowboys (Rex
Bell y el recién llegado Gary Cooper). Y no era todo.
La relación, según la definía «GraphiC», tal vez fuera demasiado
extensa; ello obligó a la pobre Clara a coger el toro por los cuernos. Había
sido anfitriona del plantel completo del Thundering Herd, un equipo de
fútbol de la Universidad de California del Sur, en alborotadoras fiestas de
week-end aderezadas con cerveza, probando a todos los risueños atletas
desde el número uno hasta el doce, el robusto defensa Marion Morrison,
conocido más tarde como John Wayne.
Los próceres decidieron que Clara se había pasado un poco de la raya,
pues sus considerables triunfos venéreos ya no eran una simple cuestión de
chismes de tocador, sino que habían sido bien explicados en primeras
páginas. Salió a relucir que la chica del «Eso» había obsequiado a sus
amados Thundering Herd con gemelos y pitilleras de oro; que había
decorado muchos de los hogares que alojaban a sus atletas con bebidas de
contrabando y disipado su dinero en efectivo, jugándoselo por las noches al
póker en la cocina, en unión de su chófer, su cocinera y su doncella.
Clara llevó a Daisy ante los
tribunales de Los Ángeles. Tras una
encarnizada batalla con acusaciones
nada agradables por ambas partes,
miss DeVoe acabó en la cárcel
acusada de distraer grandes sumas de
la cuenta corriente de Bow.
De poco le sirvió a Clara la
victoria: el abierto cotilleo le había
hecho mucho daño. La pelirroja
incandescente se convirtió en un
material demasiado peligroso para
manejarlo. En un intento por enfriar
la cosa, contrajo matrimonio con Rex Clara y Rex
Bell, pero su carrera tocó el techo mientras resbalaba al filo de una serie de
depresiones nerviosas. Antes de ingresar en una clínica, declaró: «Durante
muchos años he trabajado muy duro y estoy necesitada de un descanso. Así
que pienso marchar a Europa por un año o más en cuanto expire mi
contrato». Cuando éste finalizó, algunos meses más tarde, la escarmentada
Paramount no intentó renovárselo.
La suerte de Clara
“It”
Clara y compañía
Louise Brooks
Mae Murray arrestada por vagabundeo
La princesa Mdivani apuntando
Joan Crawford: fe en sí misma
Dudas drásticas
William Blake lo dijo bien claro: «Si una estrella dudara, de inmediato
dejaría de brillar». Con la llegada de la Gran Depresión, esto es lo que
ocurrió en Hollywood. A paladas.
La tensión fue excesivamente fuerte para muchos de los antiguos
grandes. En lugar de tratar de sobrevivir entre corroídos oropeles,
prefirieron escenificar su Gran Final. Algunos, en dramáticos cuadros
guiñolescos, se suicidaron como dioses autodegollados al pie de sus altares.
Fue durante este período cuando por primera vez salió a relucir el concepto
de has been[8]. Una etiqueta difícil de sacudirse por muy injustamente
adjudicada que estuviese.
Algunos afortunados se las arreglaron para emerger indemnes del doble
holocausto crack/Cine Hablado, montando todo un show al proponerse
hacer caso omiso de la amarga realidad. Una de estas afortunadas
luminarias fue una hija del jazz con agallas: Joan Crawford.
En 1932, en medio de las turbulencias de la Gran Depresión, Crawford
se sintió llamada a fortificar la moral de la nación a través de un manifiesto
público en las páginas de «Photoplay», valientemente titulado «¡Hay que
gastar!», toda una declaración de principios sobre los Derechos de una
Estrella.
Como respuesta a gruñidos no precisamente insensatos, mientras se
alegaba que las figuras estaban superpagadas, Joan replicó que el deber de
una star residía en mantenerse en el estilo de vida que el público asociaba
con su elevado puesto. Y con férrea determinación se rodeó a sí misma con
lo máximo en lujos, pieles de última moda, deslumbrantes joyas y un
renovado guardarropa de fabulosos modelos. Sería ésta la única manera, y
no otra, de hacer que sus fans se sintieran satisfechos y los dólares
continuaran circulando.
Heroicamente, Joan exhortaba a sus admiradores a emularla: «Yo, Joan
Crawford, creo en el Dólar. Todo lo que gano lo gasto».
Para Joan, al menos, era ésta la fe religiosa en el estilo Hollywood;
mansiones espléndidas, coches, una catarata de lujos y, fuera del ámbito de
los Estudios, un torbellino de cocktail-parties, románticos rendez-vous y
bien publicitadas salidas nocturnas.
Ella supo llevar todo esto al extremo. Como el resto, se había asomado
al precipicio y el Olvido la había devuelto a su sitio (Joan sabía muy bien de
dónde procedía y no tenía la menor intención de regresar allí).
Dejando aparte esos escándalos que eran pasto fresco para la prensa,
Hollywood nunca careció de otros muy particulares que, entre plano y
plano, contribuían a aliviar el tedio, pero que jamás llegaban a ver la luz en
las columnas de chismorreo.
La inseguridad que trajo consigo la Depresión sacó a relucir lo que de
peor había en los Dioses Malévolos: estrellas que se golpeaban unas a otras,
realizadores que levantaban calumnias sobre sus compañeros, ejecutivos
que despreciaban a todo el que se pusiera a su alcance.
El molino de las insidias trabajaba horas extras en sitios nocturnos como
Trocadero, Cocoanut Grove, Casanova, Cotton Club, Hawaian Paradise,
Club Marti, Bali, Club Esquire, Century Club y Famous Door. Las lenguas
de triple filo hacían su agosto en bares tan concurridos como The
Beachcomber, Seven Seas, Tropics, Bamboo Room, Swing Club y Cine-bar.
La chismorrería homosexual femenina giraba en torno a Mary’s, el bar para
lesbianas en el Strip, y su polo opuesto en otro, arriba en la montaña, el
Café Gala, lindante con los hogares de Cole Porter y Cecil Beaton.
Reputaciones enteras eran deglutidas junto con la cena en Brown Derby,
Cock and Bull, Avdeef’s, La Golondrina, Víctor Hugo, Dave Chasen’s,
Cinegrill, Biltmore, Gotham, Musso-Frank’s y La Maze, todo Hollywood
tenía cabida en esos banquetes caníbales.
Entre bocado y bocado se aireaban alegre y locamente las públicas
imágenes y vidas privadas de gentes como la famosa pareja romántica
formada por Charles Farrell y Janet Gaynor, en la cual ella era bastante más
masculina que él. Matrimonios como los de Farrell con Virginia Valli o
Gaynor con Adrian, el modisto, eran clasificados como «Tándems
crepusculares», bicicletas de dos para encubrir la homosexualidad.
Las uñas y lenguas se afilaban para encarnizarse en toda faceta íntima
que se saliera de lo corriente, como la vena sádica en Stroheim, Selznick,
Victor McLaglen o Wallace Beery, o las necesidades masoquistas de
Jannings, Laughton y la desquiciada y esplendorosa Mary Nolan, más
conocida como «la bella masoquista». (Mary era la notable ex-Imogene
Wilson, una chica de Ziegfeld, cuyos psicodramas sadomasoquistas con el
cómico Frank Tinney habían conseguido escandalizar a Nueva York. Ahí,
como en Hollywood, Mary se las componía para poner de relieve lo que
cada hombre lleva de sádico en sí, con frecuencia hasta poder alcanzar la
Venganza de la Masoquista, como cuando demandó a un productor en
quinientos mil dólares por tratarla a lo bestia con exagerada crudeza).
Los chismes sobre genitales se
cotizaban muy bien; Chaplin y
Bogart figuraban en cabeza de los
bien dotados. Un tiempo similar se
dedicaba a aquellos cuyas medidas
no correspondían a lo normal. Al
aire salían a relucir los nombres de
todas aquellas «Diosas del Amor»
Charlie Farrell y Janet Gaynor
cuya devoción a Príapo exigía que
sus vaginas fuesen restauradas
quirúrgicamente de vez en cuando. El malicioso sarcasmo de una Carole
Lombard o una Tallulah Bankhead transformaba esos comentarios en
deliciosos chascarrillos.
La homosexualidad supuesta o real era un tópico favorito. Muy pocos
en el entorno de la Fox desconocían que, a la hora de preparar un reparto,
F. W. Murnau favorecía a los gays. Su muerte en 1931 inspiró una marea de
especulaciones.
Murnau había contratado como criado a un bello muchacho filipino de
catorce años llamado García Stevenson. Cuando ocurrió el fatal accidente,
el chico se hallaba al volante del Packard de su amo. Las viperinas lenguas
de Hollywood no tardaron en afirmar que, cuando el vehículo se salió de la
carretera, Murnau estaba practicando una delicada fellatio sobre García.
Solo once almas caritativas asistieron al funeral (Garbo entre ellas). Farrell
y Gaynor, a quienes Murnau había dirigido en tres ocasiones, no se
dignaron presentarse para rendirle
tributo. Garbo encargó una máscara
de escayola del rostro del muerto y
conservó ese memento del genio
germano durante todos sus años de
permanencia en Hollywood.
La genuina reserva de Greta
Garbo, mantuvo a los chismosos a
distancia durante mucho tiempo. Se
hacían, no obstante, ocasionales
especulaciones sobre el grado
íntimo de su amistad con la
escritora Salka Viertel.
Más
adelante, la llegada de Marlene Dietrich
proporcionó abundante pasto. Alegre
bisexual sin el menor género de dudas, con
apetito suficiente como para muchos y
variados amores, Marlene sirvió para
alimentar durante los años treinta los alegres
gorgojeos de la comunidad «diferente». Su
enjambre de amiguitas se granjeó el
sambenito de «las costureras de Marlene».
No eran lesbianas propiamente dichas, como
las de la «banda de Nazimova», aunque sí
alegres vividoras que como Marlene, se
divertían en jugar a dos bandas. A Dietrich se
le atribuyó un apasionado affair con su
compañera de la Paramount, Claudette
Colbert, y otro con Lili Da mita, esposa de
Errol Flynn en la vida real. La visión de una
Marlene en traje de etiqueta masculino
resultaba irresistible para ciertos miembros
del jet-set internacional; pronto, la autora
Mercedes D’Acosta y la archimillonaria Jo Carstairs se encontraron dentro
de atavíos masculinos como peces en el agua. Las dos efectuaban
periódicas peregrinaciones a Hollywood para rendir pleitesía al «ángel
azul». Fue en el transcurso de 1932 cuando Marlene Dietrich decidió
emplear su uniforme, reservado hasta entonces a la pantalla, fuera de ella:
así fue implantada una moda que se extendió por todo el país: la de la mujer
que llevaba pantalones.
Murnau: genio alemán
Análisis de Hearst
Lili Damita: alta tensión
Los frívolos puntos de vista de Mae con respecto al sexo fueron objeto
de una fortísima diatriba del cardenal Mundelein de Chicago, quien ordenó
a uno de sus pedantes feligreses, el reverendo Daniel A. Lord, redactar un
panfleto titulado «Las películas traicionan a Norteamérica»; en él, las
juventudes católicas eran conminadas a boicotear las «ofensivas cintas» de
Mae West. En adelante esos films integrarían la lista negra de la revista del
Padre Lord, «The Queen’s Work».
La Hermandad católica se sintió tan satisfecha ante la acogida que
decidió extender su boicot anti-sexo a nivel nacional. Bernard J. Sheil,
obispo auxiliar de Chicago, se dio buena maña para organizar un grupo;
surgió así la Liga de la Decencia, constituida en octubre de 1933, seis meses
después de la presentación de Nacida para pecar. Los inspiradores de la
Liga adujeron la amenaza que Mae West representaba como una razón de
peso para la «necesidad» de su Organización.
A continuación de Nacida para pecar, Mae interpretó su película más
popular, No soy ningún ángel. Su desintegración se inició con su tercera
película, No es pecado. Cuando en Brodway se erigieron enormes vallas
anunciando No es pecado, un pelotón se formó para pasear arriba y abajo de
las vallas con pancartas que llevaban este escueto mensaje: «Sí que lo es».
Los púdicos Legionarios obtuvieron una victoria menor; el título de No es
pecado tuvo que cambiarse por el de La bella del Novecientos. El jefe de
publicidad de la Paramount, a quien se le había ocurrido una divertida
campaña de promoción, se encontró de repente en posesión de cincuenta
papagayos sin trabajo a los que había contratado para que repitiesen una y
otra vez «No es pecado», «No es pecado».
Por esas fechas el Padre Lord había desplazado su inquieto cuerpo a
Hollywood, dispuesto a adoctrinar a Hays acerca de un par de cosas
relacionadas con la Censura. Lord desempolvó la vieja lista de los
«Noes…» y, con la ayuda de un católico seglar, Martin Quigley, redactó una
nueva ristra de absurdas restricciones bajo el título de «Código regulatorio
para la creación de películas». Esta monstruosidad que incluía cien maneras
diferentes de asexuar le fue entregada a Hays por Lord y Quigley; Joseph L.
Breen hizo su aparición para
reforzar la Liga con una nueva
arma: el Sello de la Pureza. Ninguna
producción podía ser exhibida sin
pasar antes por él.
La guerra de Mae contra los
super-censores comenzó en serio en
el verano de 1934, cuando los
nuevos guardianes de la virtud
norteamericana afilaron sus garras
ante esta frase pronunciada por la
estrella ante un gángster: «¿Qué te
pasa en el bolsillo del pantalón?
¿Llevas una pistola o simplemente
te alegras de verme?».
Mientras No es pecado anduvo en
fase de producción, la Oficina Hays
plantó a un guardián en el plató para
que le informase sobre los diálogos y los desplazamientos de Mae. A ella,
para espantar al entrometido, se le ocurrió una pequeña travesura.
Inventó una amenaza de bomba y se rodeó de una cuadrilla de atléticos
guardaespaldas que, entre toma y toma, la escoltaban hasta su lujoso
camerino. Mientras el perro guardián husmeaba, Mae colgó un cartelito en
la puerta que decía: «No molestar excepto en caso de incendio».
Pese al constante mojigaterío, Mae se las compuso para dotar a sus
diálogos de un tratamiento netamente West; por ejemplo: «Un hombre en
casa vale por dos en la calle».
Mae: Todo mujer
Sala Mae West, de Dalí
Los años treinta se vieron agraciados por otra luminaria femenina con una
pronunciada inclinación por los hombres, una belleza de cabellos castaño
rojizos, sofisticada y apacible, con una voz gutural y sensual: Mary Astor,
una de las grandes actrices de carácter de la pantalla.
Desde muy jovencita, el mejor amigo y confidente de Mary había sido
su diario. En él lo contaba todo, complaciéndose en reseñar cualquier
experiencia sublime mientras su recuerdo aún persistiera. Así podía revivir
el momento y señalar los puntos cruciales en su paso por la vida. Su diario
hollywoodense estaba encuadernado en azul, con las páginas repletas de
magníficos y ultrafemeninos pasajes que los grafólogos calificaban como
admirables y desinhibidos. Su contenido era tan libre como su propietaria.
El volumen que abarcaba el año 1935 cubría sus citas extramaritales con el
agudo comediógrafo George S. Kaufman, en quien ella había encontrado un
exquisito poder de comunicación.
El librito azul estaba guardado en un rincón de la cómoda del
dormitorio, al lado de las braguitas de Mary. Cierto día, su esposo, médico,
se hallaba a la caza y captura de unos gemelos extraviados. Cuando el
doctor Franklyn Thorpe abrió distraídamente el volumen encuadernado en
piel, su mirada se posó en determinado comentario en el que se describía
con sorprendida admiración: «Es increíble su potencia, su capacidad para
permanecer en situación durante tanto tiempo. ¡No comprendo cómo puede
hacerlo!». La admiración no la provocaba el doctor Thorpe.
A medida que éste repasaba las páginas pudo saber que el hombre con
ese fantástico poder de resistencia sexual no era otro que el urbano y
neoyorquino Kaufman. Mary lo había conocido en el hotel Algonquin
durante unas vacaciones que la actriz se regalara en 1933 con el pretexto de
ir de compras. Lo cual demostraba que el buenazo del doctor había sido un
soberano cornudo durante dieciséis largos meses. Mary entraba en detalles
sobre el primer encuentro con su futuro amante (quien le había sido
presentado por su amiga Miriam Hopkins) en términos radiantes:
«Su primera inicial es la G. (George Kaufman), y yo me desplomé nada más
verle como una tonelada de ladrillos. Era un viernes… el sábado me recogió en el
Ambassador y fuimos a almorzar al Casino. ¡Lo pasamos de locura!».
Tras asistir en el teatro Music Box a una de las representaciones del musical
de Kaufman Of thee I sing, Mary y George se recorrieron la ciudad de cabo
a rabo durante las siguientes noches (clubs, fiestas, cenas). A medida que
iba leyendo, los desilusionados ojos del médico apenas podían dar crédito a
los records que su esposa había reseñado de su puño y letra en su itinerario
sexual:
«Lunes: nos escabullimos de un party soporífero. Hacía mucho calor, de modo que
tomamos un coche y dimos varias vueltas alrededor del parque, y el parque, bueno,
era… el parque. Me apretó con fuerza las manos y me dijo que le gustaría besarme,
aunque no lo hizo…
»En la noche del martes, cenamos en el Veintiuno y, mientras llegábamos al
teatro para ver Run Little Chillun, me besó en el trayecto. No creo que ninguno de
los dos recuerde ahora de qué trataba la obra. Durante los dos primeros actos,
jugábamos con nuestras rodillas, en el tercero mi mano no reposaba precisamente
en mi falda… Hacía un montón de años que yo no manoseaba a un hombre en
público, pero es que no pude contenerme… Después tomamos unas copas en algún
lugar y a continuación fuimos a un pisito de la calle 73 donde podíamos estar a
solas y todo fue emocionante y bellísimo. Cuando George se quita y deja a un lado
sus gafas, es un hombre completamente distinto. Sus poderes de recuperación son
asombrosos. Hicimos el amor durante toda la noche… Todo funcionó a las mil
maravillas y comenzaba a amanecer cuando compartíamos nuestro orgasmo
número cuatro…
»Durante el resto del tiempo apenas si vi a nadie. Asistimos a cada show de la
ciudad, nos divertimos mucho juntos y visitamos con frecuencia el apartamento de
la calle 73 donde nos daban las claras del día en un coito tras otro…
»Una madrugada, serían alrededor de las cuatro, tomamos un sandwich en
Reuben; ya empezaba a salir el sol, de modo que recorrimos el parque en un coche
abierto, los pájaros trinaban, y la mañana era fría y húmeda. Fue casi celestial estar
acariciándonos y masturbarnos allí mismo… al aire libre…
»¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo? Tengo más que comprobado que
George está en estado de erección constantemente… Ignoro cómo lo consigue…
pero es perfecto».
Fue entonces cuando el Doctor Thorpe descubrió que el temerario idilio
neoyorquino había continuado ante sus propias narices y en su propia casa.
Mary Astor: ¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo?
No transcurriría mucho tiempo sin que Jerry Geisler recibiese otra llamada:
la de un millonario de cincuenta y cuatro años que tenía problemas con una
chica. Su nombre: Charles Spencer Chaplin. El acto preliminar de lo que
sería una larga batalla, un drama a resolverse fuera del juzgado, había
contado con el auspicio de otro millonario: J. Paul Getty. Todo empezó
cuando Joan Barry, «La Simple», llegó en 1940 a Hollywood dispuesta a
comerse el mundo del cine.
Su nombre apareció en los titulares de primera plana durante 1943 y
1944, no por su habilidad ante las cámaras, sino porque se hallaba en estado
de buena esperanza y señalaba a Chaplin como futuro padre. Antes había
revoloteado por aquí y allá desempeñando toda clase de trabajos, el más
frecuente el de camarera. Cierto día fue invitada a integrarse en un grupo de
muchachas que iban a México para engalanar la inauguración de Avila
Camacho, propiedad del magnate del petróleo J. Paul Getty. Allí conoció a
Tim Durant, agente de la United Artists que la presentó a Chaplin, quien se
hallaba a la búsqueda de la actriz femenina para Sombra y sustancia, una
película que planeaba por entonces.
Chaplin dijo a la prensa que había descubierto a una nueva Maude
Adams y firmó a Barry un contrato por valor de setenta y cinco dólares a la
semana. Mientras la «preparaban» para el personaje, la estrella en embrión
tuvo un par de abortos. Para octubre de 1942, un año después, el
distanciamiento de Chaplin respecto de ella, tanto a nivel personal como
profesional, era patente. Su salario quedó reducido a veinticinco dólares. En
Navidades, la muchacha apareció en casa de Chaplin empuñando una
pistola adquirida en una casa de empeños. El magistral actor y realizador,
encontró sumamente estimulantes y eróticos estos despliegues de
temperamento; se deshizo del revólver y penetró a su protegida sobre una
alfombra de piel de oso, frente a una chisporroteante chimenea.
Cuando, algunos días más tarde, ella regresó, dispuesta a montar otra
escena, el Gran Dictador llamó a la policía, quien conminó a Barry a
abandonar la ciudad. A los pocos meses, era descubierta escalando una
ventana de la casa de Chaplin y condenada a treinta días de reclusión.
Fue entonces cuando estalló la tormenta, gracias al poder de uno de los
más encarnizados enemigos de Chaplin.
Hedda Hopper y Louella O. Parsons, dos columnistas de armas tomar,
eran tan famosas en su día como las cautivadoras Garbo, Dietrich y el resto
de las estrellas sobre cuyas vidas escribían. Sin embargo, a su popularidad
añadían un poder que les había permitido erigirse en árbitros de la moral de
la colonia fílmica. A través de sus respectivas «sindicadas» secciones,
habían alcanzado la cima de setenta y cinco millones de lectores y ejercían
una influencia difícil de imaginar hoy en día en una sociedad mucho más
liberada, a la que tiene sin cuidado que un astro casado haya sido visto en
compañía de una corista y, desde luego, no equipara tan importante noticia a
la explosión de una bomba atómica.
Frances: desacato
El Síndrome de los Suicidios resurgió en los cuarenta con las muertes por
barbitúricos de Julian Eltinge, en 1941, y del payaso triste Joe Jackson, en
1942.
El suicidio por seconal de Lupe Vélez, en 1944, se llevó en los titulares
la parte del león. Lupe había comenzado a formar parte del ambiente de
Hollywood a finales de los años veinte, cuando la entonces decidida
quinceañera se trasladó desde la ciudad de México dispuesta a conquistar
un puesto en el cine. Había sido descubierta por Douglas Fairbanks, quien
le ofreció un papel como oponente suya en El gaucho; esto la puso en
órbita. Pronto Lupe se ganó el cariñoso apodo de «la explosiva mexicana» a
causa de su incontenible alegría y fiero temperamento.
Ella no perdió el tiempo en probar al «Macho de Hollywood». Su
primer romance lo tuvo con John Gilbert (necesitado entonces de un
antídoto fuerte para olvidar el rechazo de Garbo). En 1929, puso sus ojos en
su compañero en El canto del lobo, el joven semental Gary Cooper. Fue un
idilio tempestuoso, aunque, tras algunos meses de insaciables asaltos por
parte de Lupe, el exhausto Coop pidió que le relevaran.
Cuando un espléndido ejemplar de masculinidad llegó a Hollywood,
todavía chorreando agua tras su reciente triunfo en la piscina olímpica de
Los Ángeles, Lupe quedó noqueada y a partir de ese instante Johnny
Weissmüller, «Tarzán», encontró a su compañera de la vida real en una
tormentosa unión que duró hasta su divorcio en 1938. Lupe, con su
mentalidad un tanto infantil, no alcanzaba a comprender por qué Johnny se
ponía como loco cuando ella desplegaba sus encantos en fiestas y saraos
hollywoodenses, enroscándose los vestidos por encima de los hombros y
casi sin ropa interior, a la que era un tanto alérgica.
Las broncas en el hogar llegaron a oídos de la siempre vigilante Hedda
Hopper, que vivía justo en la calle de enfrente. La batalla más sonada tuvo
lugar una noche en el Ciro’s, cuando un exasperado Johnny vertió una mesa
atiborrada de comida justo encima de las partes íntimas de Lupe. El
torbellino amor-odio de la intensa pasión dejaba frecuentemente marcas de
Lupe en el torso de dios griego de Weissmüller, señales de color fresa en el
poderoso cuello, mordeduras en los perfectos pectorales, elocuentes
rasguños en la marfileña espalda. El maquillador de la Metro asignado al
equipo de Tarzanes no tenía que esforzarse mucho en su trabajo. Aquello
era un ejemplo de amour fou entre casados.
Tras el inevitable divorcio de Weissmüller, los desesperados asaltos de
la machoadicta Lupe fueron tan numerosos como breves. De las estrellas,
sus miradas pasaron a posarse en una ronda que abarcaba desde cowboys,
actores de segunda fila o especialistas, a esa muchedumbre parásita de
profesionales típicos de Hollywood, especializados en complacer a damas
un tanto maduras, chulos cuyo apellido comenzaba con la «g» de gigoló.
Paralelamente, su carrera descendió de las películas A a las B, mediocres
films destinados a explotar a la «explosiva mexicana» y farsas al lado de
Leon Errol, en las cuales, parodiando su propia y picante personalidad, ella
ofrecía «guindilla con Lupe». La diminuta Lupe no era una mujer feliz.
Disminuida su popularidad, tuvo que comprar sus amores. Y, a pesar de que
todavía su aspecto continuaba siendo el de una traviesa gamine, era
consciente de haber cumplido los treinta y seis.
Un buen día dejó de tener sus períodos y se dio cuenta, horrorizada, de
que Harald Ramond, su último amante, le había propinado el golpe de
gracia.
¿Qué hacer? ¿Llamar al Doctor Killcare (mote con el que era conocido
el especialista en abortos de la Ciudad Oropel[12])? Olvídalo. Lupe,
atracción máxima y símbolo sexual de todos los festejos, continuaba siendo
en lo más hondo de su ser la inmaculada virgen, blanca como la nieve desde
su primera comunión en San Luís de Potosí y fiel devota de Nuestra Señora
de los Grandes Dolores: «¡Arrodíllate, pecadora!». Igualito que su
compadre Ramón Novarro, otro mexicano y ferviente católico.
Ella no podía despachar así como así al feto del gigoló que anidaba en
sus entrañas. Antes, más valía ser condenada a tormentos eternos
quitándose la vida. (Los castigos que la esperaban al fin y al cabo no iban a
ser peores que el vacío que en la noche sentía al añorar a Johnny, minuto a
minuto en su opulenta prisión de North Rodeo Drive).
Sus acreedores surgían de todos los ámbitos en estos tiempos tan
distintos a los más refulgentes de su período «Zorro». Ahora, Lupe se
hallaba endeudada hasta el cuello. (Como Wagner, como Oscar Wilde e
Isadora Duncan, ella, narcisista al fin, pensaba: «¡Ahí me las den todas! No
soy yo quien debo a mis acreedores, son ellos quienes tendrían que estar
encantados con ser clientes míos»).
Todavía en 1944 el nombre de una
estrella era un cebo para los nuevos
ricos que invadían Beverly Hills para
alimentar a sus moradores con
tiendas de delicatessen y similares a
base de tarjetas de crédito. De modo
que hileras de carros avanzaron hacia
la finca de Lupe cargados con vinos
espumosos y deliciosos platos
mexicanos capaces de satisfacer al
más exigente gourmet: todos los
ingredientes para una suntuosa fiesta
del Día de los Difuntos. Llegaron
flores frescas en cantidad suficiente
como para adornar el funeral de un
gángster: gardenias a granel, manojos de jacintos despidiendo fragancias
como para hacer desmayar a toda la marina.
Y todo a cuenta («Firme aquí, por favor, señorita Velez»). Por supuesto
que ella no iba a pagar nunca. ¿Qué era aquel pecadillo en el Infierno
comparado con la culpa para la que ya se aprestaba?
Decorado de Tarzán: Johnny Weissmuller irreemplazable
«Para Harald:
»Que Dios te perdone, y también a mí, pero antes que traer a mi
hijito al mundo con deshonor, o asesinarlo, prefiero quitarme la vida y
la de nuestro bebé.
»LUPE».
Juanita siguió una pista, la que llevaba desde el lecho hasta el cuarto de
baño empapelado en tilos y orquídeas, un camino salpicado por el vómito
iniciado en la cama. Allí, con la cabeza dentro del retrete, encontró ahogada
a su amita.
La gran dosis de seconal había resultado fatal, pero no en la forma
acostumbrada. Las píldoras habían «colisionado» con la picante cena
mexicana. La reacción en el intestino, los violentos retortijones, habían
reanimado a una mareada Lupe. Violentamente enferma, una última
convulsión la había obligado a arrastrarse tambaleando hasta el sancta
sanctorum de su salle de bain donde había resbalado, cayendo de bruces
dentro de su excusado (modelo De Luxe, por supuesto, y, al estilo egipcio,
en onix color Chartreuse).
Allí había estado sentada Louella, y no en otro sitio, redactando su
macabra exclusiva.
Lupe: nota certificada
Ben Siegle: el gángster favorito de Hollywood
Ha llegado Mister Bugs
“Queridísima mamá:
Siento, siento mucho realmente, tener que hacerte pasar por todo
esto. Pero no hay forma de evitarlo. Te quiero, mi amor. Has sido la
más maravillosa de las madres. Y esto se puede aplicar a toda nuestra
familia. Los quiero mucho a todos y cada uno de ellos. Todo te
pertenece. Mira en mi archivo y allí verás un testamento en el que se
especifica todo.
Adiós, ángel mío.
Reza por mí.
Tu nena”.
Veredicto: Reacciones de Lila Leeds, Bob Mitchum y Jerry Geisler ante la sentencia
Cuando llegaron los años sesenta, el Viejo Hollywood había muerto. Las
almenas de los Estudios, esos reinos feudales, fueron derribadas una tras
otra por el enemigo. La RKO fue adquirida por la televisión; nada más
deshacerse de ella, Howard Hughes pronunció este óbito: «Se acabó
Hollywood». Los fans se dieron buena prisa en acudir a la subasta de la Fox
(los trajes de baño de Gable, la espada de Tyrone Power (¿quién te
empuñará ahora?) y a la de la Metro Goldwyn Mayer (los zapatos
abotinados de Judy Garland en Cita en San Luis, el traje de esquiar de Greta
Garbo en La mujer de las dos caras (¿Qué fanático admirador estará
embutido en él, paseando arriba y abajo ante el roto espejo de la memoria?).
La calle neoyorquina de la Fox no es más que un recuerdo. Han maltratado
y derrumbado la casa de Andres Harvey… Y sin embargo…
En 1962, el suicidio de Marilyn Monroe con somníferos evocaba los ya
olvidados de tantas otras: Lupe, Carole Landis, Abigail Adams, Lynne
Baggett, Laird Cregar y muchas más. Marilyn se había pasado de rosca
(aunque en realidad ¿acaso durante su vida había sabido controlarse?). Los
malignos jefazos habían perdido cientos de miles de «verdes» a causa de la
tardanza o la no comparecencia de su reina con cabeza de chorlito. Puede
que Garbo prefiriese la soledad, pero siempre era puntual a la hora de rodar,
aunque fuese de madrugada. Barbara Stanwyck, considerada y responsable,
quien, con solo alzar una de sus cejas, podía expresar más que Monroe en
todo un guión, conseguía que sus tomas fueran dadas por buenas a la
primera, y sin quejas de nadie por accesos de ira.
En 1966 se declaró una avanzada epidemia de «normadesmonditis»[15]
galopante. Corinne Griffith, la aclamada actriz que en 1965 se casara con el
cantante y actor Danny Scholl en el día de San Valentín, solicitó una
anulación basándose en que el matrimonio no se había consumado. Al frágil
Danny le dio un patatús en el banquillo de los testigos, pero lo más sonado
fue cuando Corinne Griffith (que sin lugar a dudas era Corinne Griffith)
manifestó ser una doble que había asumido la identidad de Corinne Griffith
al morir la verdadera. En 1966, Corinne Griffith había cumplido setenta y
un años y su no consumada pareja cuarenta y cuatro. La «doble» declaró
que ella tenía «cincuenta y uno, aproximadamente». Lo absurdo de este
caso, en el que la inveterada costumbre de ocultar la edad llegó a la
destrucción de la identidad, jamás ha sido superado.
(Secuencia de Moulin Rouge, un musical de la Warner Bros del año 1934, suprimida por orden
de Jack L. Warner, quien la consideró «demasiado deprimente»).
La perrita muerta de Jane Mansfield
Ginger Rogers sin maquillaje
Agradecimientos
El autor desea dar las gracias a las siguientes personas e instituciones por su
generosa ayuda: Elliott Stein; Samson De Brier; Dan Price; Charles
Higham; James Card, George C. Pratt, George Eastman House Museum of
Photography; Mary Corliss, Stills Collection, Museum of Modern Art
Department of Film; Charles Silver, Library, Museum of Modern Art
Department of Film; Henry Langlois, Mary Meerson, Lotte Eisner,
Cinémathèque Française; Camille Cook, Film Center, School of the Art
Institute of Chicago; Tom Luddy, Pacific Film Archive; Sandy Brown
Wyeth; Dan Fans, The Cinema Shop; Bill Brandt, Saturday Matinee; The
Memory Shop; Movie Star News; Fabiano Canosa; Mark Stephenson,
Cinemabilia; Photoplay; Anton Szandor LaVey; el difunto Bob Pike; el
difunto James Whale; la difunta Mae Murray.
El autor reconoce gratamente el permiso a reproducir lo siguiente:
“Hollywood”, de Don Blanding, reproducido con permiso de Dodd, Mead
Company, Inc.; “First Fig” de Edna St. Vincent Millay, en Collected Poems,
Harper & Row, copyright 1922, 1950 por Edna St. Vincent Millay; editorial
de Chicago Tribune, “Pink Powder Puffs”, reproducido, cortesía de
Chicago Tribune; “Boulevard of Broken Dreams” (Harry Warren-Al
Dubin), © 1933 Remick Music Corp., copyright renovado, reservados todos
los derechos, y usado con el permiso de Warner Bros. Music.
Tumba de Tyrone Power
KENNETH ANGER (n. Kenneth Wilbur Anglemyer) es un cineasta y
escritor estadounidense. Nació en Santa Mónica (California) el 3 de febrero
de 1927.
Su obra es de carácter polémico y perteneciente al movimiento Queercore.
Probablemente uno de los directores de cine más innovador y desconocido
del siglo XX.
Creador de cortometrajes cargados de iconografía pulp (revista),
sadomasoquista, fetichista y homosexual. Influyó enormemente en
directores como John Waters o Martin Scorsese.
Algunos de sus cortos rozan más el género del videoclip por su montaje y
su duración.
Estaba obsesionado por las obras y la vida del brujo inglés Aleister
Crowley.
Notas
[1] Casi literalmente, Coca a Cualquier Hora. (N. del T.). <<
[2]«Príncipe de las ballenas» (en el original, Prince of Whales). El autor
efectúa un paralelismo entre whales (ballenas) y Wales (Gales). (N. del T.).
<<
[3] Que suena «Seré B. Ueno». (N. del T.). <<
[4] X, signos usados frecuentemente en las cartas amorosas, muy
especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, donde cada X equivale a
un beso. (N. del T.). <<
[5]Hays fever («La fiebre de Hays»). El autor toma el título de Hay Fever
(«La fiebre del heno»), una de las comedias más populares del autor
británico Noel Coward. (N. del T.). <<
[6]El autor se refiere a Rona Barrett, una columnista bastante popular en la
actualidad, con numerosas publicaciones que llevan su nombre y
apariciones bastante frecuentes en programas en directo de la Televisión
norteamericana, muy especialmente en el espacio matinal «Good Morning
America». Es un sucedáneo bastante aproximado de lo que en su época
representaron Louella O. Parsons y Hedda Hopper. (N. del T.). <<
[7] Claras Beaux. El autor hace un juego de palabras entre el nombre
artístico, Bow, y el término francés beaux, de similar pronunciación, que
significa «guapos» y también, por extensión, «amantes». (N. del T.). <<
[8]Has been (ha sido): Se dice de las grandes estrellas que han caído en el
descrédito pero aún son reconocidas fácilmente por sus antiguos
admiradores. (N. del T.). <<
[9]Gentleman Jim: producción de la Warner Bros (1942) dirigida por Raoul
Walsh e interpretada por Errol Flynn sobre la vida de James J. Corbet,
primer boxeador «científico» y campeón mundial de los pesos pesados
según las reglas del Marqués de Queensberry. Uno de los personajes
preferidos de Flynn en el cine, según su Autobiografía. (N. del T.). <<
[10]«El Juez Harvey» (en el original Juez Hardy): personaje basado en una
famosa serie de films de la Metro Goldwyn Mayer, en la que los
protagonistas, encabezados por el Juez Hardy y su hijo Andres, figuraban
como prototipo de la familia ideal norteamericana. Al ser doblados en
España, el apellido Hardy fue sustituido por el de Harvey. Lewis Stone
interpretaba al magistrado y Mickey Rooney a su primogénito. Algunos de
los títulos estrenados aquí son: El juez Harvey y sus hijos, Las vacaciones
del Juez Harvey y Andrés Harvey Tenorio. (N. del T.). <<
[11]Nido de víboras (en el original The Snake Pit): el autor se refiere al film
del mismo título basado en la novela de Mary Jane Ward, realizado por
Anatole Litvak para la 20th Century Fox en 1949, que narraba las
condiciones sanitarias de una institución mental en los Estados Unidos. El
papel principal estaba interpretado por Olivia de Havilland, que consiguió
una nominación para el Óscar. (N. del T.). <<
[12]Doctor Killcare: el autor establece una similitud entre Kill (asesinar)
Care (tener o estar al cuidado de alguien) y Kildare, apellido del médico
protagonista de una famosa serie cinematográfica de la Metro Goldwyn
Mayer en los años cuarenta; más adelante la serie fue convertida en un
programa televisivo de múltiples episodios cuyo protagonista encarnó
Richard Chamberlain. De contenido moral y argumental muy semejante a
los ya posteriores Doctor Cannon y Marcus Welby. (N. del T.). <<
[13]Nicky Arnstein: impenitente y atractivo jugador casado en la vida real
con la estrella de Ziegfeld Fanny Brice, cuyo nombre se vio frecuentemente
implicado en los escándalos de su esposo. Interpretado en el cine por
Tyrone Power, bajo nombre ficticio, en Es mi hombre, film de Gregory
Ratoff en donde la figura de Fanny Brice, también encubierta, estaba
encomendada a Alice Faye. Y ya, bajo su verdadero nombre, encarnado por
Omar Sharif en Funny Girl y su continuación, Funny Lady con Barbara
Streisand en el papel de Miss Brice. (N. del T.). <<
[14] Pumper también significa «mamona». (N. del T.). <<
[15]El autor se refiere a Norma Desmond, el personaje estelar del film de
Billy Wilder El crepúsculo de los dioses interpretado por Gloria Swanson.
Se trata de un perfecto y acabado retrato de una antigua reina del cine mudo
que desea regresar a la pantalla y acaba perdiendo la razón. (N. del T.). <<