Hollywood Babilonia II
Hollywood Babilonia II
Hollywood Babilonia II
HOLLYWOOD BABILONIA 2
Título original: Hollywood Babylon II
Kenneth Anger, 1984
Traducción: Marcelo Cohen
Para J. Paul Getty Jr.
Fotos
Cada hombre y cada mujer es una estrella.
ALEISTER CROWLEY
ODA A HOLLYWOOD
Ciudad de vanos esfuerzos donde el cerebro
se atrofia: ¡canto a tus Caras Idiotas y a tus
mancomunados Clichés que dora un Sol de
necedad!
No hay leche en tus grandes ubres ni semen en tus
cojones; tus Dioses embaucadores
persiguen la Felicidad con pollas duras de
Orín.
Preñada de falsedades, cada estación pasa
fútil; y al final uno descubre que tus
fantásticas Rosas son
panfilas del montón.
Extraños Cultos y Coños;
Ninfa Reseca, Venus de la
Aridez.
El día en que reviente el condón,
del pene del sátiro lloverá
talco enmohecido y polvos de los de arroz.
¡Difuso campea el desierto
en la tierra de la Mente nula!
Desde el cielo, demonios vigilantes
decretan pena de muerte
para el que atine a Pensar.
Tus pasiones son fingidas;
el lucro, impulso de tu ardor.
Pero si un día la lujuria estéril
te diera nueva energía,
hazte dar por el culo, es mi consejo
¡y no nos amargues más!
DON MARQUIS
Paseo por el barrio de la muerte
Kenneth Anger en Sueño de una noche de verano
Lo confieso: al haber nacido en Tinseltown, mi hobby de pequeño consistió
en visitar cementerios en busca de los lugares de reposo de mis héroes, aquéllos
que en los años veinte habían sido fabulosos rostros de Hollywood y luego habían
«pasado a mejor vida». La costumbre de emplear tan discreto eufemismo provenía
de mi abuela, y yo no tenía a mano ninguno mejor. Como la abuela, durante
mucho tiempo me negué a creer en la muerte. Lo que existía era apenas una
transición, un efecto especial en fundido, y yo estaba realmente convencido de que,
cuando más adelante me llegara el momento, podría por fin conocer a Mabel
Normand, Barbara La Marr y Rodolfo Valentino. A mí no me verían asaltarlos con
la libreta de autógrafos en la mano. ¡No, señor! Eso era para la chusma de Venice y
Redondo High. Yo estaba firmemente decidido a acercarme a mis ídolos —Mabel,
Barbara y Rudy— en pie de igualdad. ¡Al fin y al cabo también había actuado en
una película! Si no como estrella principal —distinción que resigné a favor de
Mickey Rooney (Puck Forever)—, al menos como pequeño y honrado figurante. Y
estaba orgulloso de mi interpretación del Príncipe Traicionado en Sueño de una
noche de verano.
Mabel Normand: sombra y sustancia
Barbara La Marr: llamando desde el Más Allá
Cuando al fin encontré la tumba de Valentino, se reveló decepcionante. No
tenía nada de especial; en absoluto se parecía al pastel de bodas de mármol que
Pola Negri había prometido erigir en una entrevista concedida a «Photoplay».
Apenas un nicho en el muro, con dos floreros dignos de una limusina anticuada, y
el nombre completo de Rudy grabado en bronce. Sin embargo, yo volvía a aquel
lugar una y otra vez. Eran visitas fascinantes; no se veía a nadie más. Tenía a Rudy
para mí solo.
Rodolfo Valentino
El enigma de Valentino
Condones «Jeque» en honor a la fama de «Gran Amante» de Valentino
Confieso que soy un solitario. Creo que la soledad empezó a gustarme en
aquel cementerio llano de Hollywood. Había paz, serenidad.
Eso me gustaba. Tan intenso era el silencio que podía oírse el arrullo de las
palomas, sus balsámicas endechas interrumpidas de vez en cuando por el canto del
sinsonte. Tan intenso era que se percibía el rumor distante de la cortadora de
césped que manejaba algún siervo mexicano entre las tumbas de aquella tierra
llana. Tan intenso era que el día en que, en la cercana Paramount, un bocinazo
anunció el comienzo de una grabación, tuve un sobresalto: alguna estrella se
aprestaba a volcar su parte del diálogo en un micrófono. (Cuando se grababa el
sonido dentro de los grandes platós vacíos, se limitaban a encender en la puerta
unas lamparillas rojas —«luces de burdel», las llamaban—. Entonces no se
molestaban en tocar la bocina).
Funeral de Thelma Todd
¿Qué me queda por contar que no haya contado en Hollywood Babilonia I?
Algunos bocados y trapos sucios más o, si quieren, más historia oculta del cine.
Damas y caballeros, permítanme llevarles a dar otro paseo por el Barrio de la
Muerte. Pueden llamarlo Paseo de la Fama, o bien Paseo de la Infamia, expresión
ésta empleada por Jane Withers cuando Hugh Hefner se compró su estrella en la
acera resbaladiza.
Y no olviden ponerle al asunto cierta dosis de Humor Negro. Si quieren,
pueden hacer el trayecto de la mano de su Ilustre predilecto. No me importa.
Prometo llevarles de vuelta a su hotel. Al amanecer.
KENNETH ANGER
Kenneth Anger y Samson De Brier ante la Tumba de la Starlet Desconocida
Tomándole el pelo a Gloria
Gloria Swanson patas arriba
¡DING, DONG, HA MUERTO LA BRUJA!
Si alguna vez hubo una bruja en Tinseltown —una bruja hechicera, no una
que se las da de bruja como Margaret Hamilton, la Buena Chica de Gramercy Park
—, una bruja real, genuina, experta en magia negra, no fuera otra que la difunta
Gloria Swanson, flor de los corrales de Chicago.
¡DING, DONG, HA MUERTO LA BRUJA!
Gloria se ha ido.
Sic transit gloria mundi!
La abeja reina
Kelly el asesino
El acusado: Paul Kelly
¡Paf! Aquella noche de primavera, en un apartamento de Hollywood, tenía
lugar un combate entre el Escenario y la Pantalla, y el Escenario estaba en el suelo.
La Pantalla había bebido unas copas de más y en un frenético acceso arrastró al
Escenario por la alfombra, derrumbando al pasar una mesa española estilo
Restauración. Acto seguido procedió a estampar la cabeza del Escenario contra la
pared.
Era el 16 de abril de 1927. En el rincón de la Pantalla: Paul Kelly, veintiséis
años, 72 kg de peso, algo más de 1,80 m de altura, delgado pero de contextura
atlética, astro de cine pelirrojo de ardorosa sangre irlandoamericana criado en las
calles de Brooklyn. Su padre había sido propietario de una taberna llamada Kelly’s
Kafe, no muy lejos del estudio de la Vitagraph. Los trabajadores del estudio, que
solían dejarse caer por la taberna de Kelly a beber una copa, pronto adquirieron el
hábito de pedir a la esposa del tabernero que les prestara muebles para los platós.
Cierto día de 1907, a modo de recompensa por los favores dispensados, Mrs. Kelly
se empeñó en que le dieran a su hijo un empleo como actor por 5 dólares al día. Se
lo dieron y así empezó una brillante carrera. El precoz Kelly trabajó en varias
películas de la Vitagraph, una de ellas adecuadamente titulada Nacido para luchar.
Joven aún, se hizo amigo de las estrellas más cotizadas del estudio —John Bunny y
Flora Finch— y muy pronto se marchó a Broadway, donde compartió el cartel con
Helen Hayes en Penrod, de Booth Tarkington. En 1926 Hollywood volvió a tentarlo.
Su film más importante hasta entonces (Slide, Kelly, slide, en el que aparecía junto al
joven y popular galán «perfumado» Wilham Haines) se había estrenado apenas
tres semanas antes de la mortal pelea. El estreno del siguiente film, Entrega especial,
con Eddie Cantor y William Powell, estaba previsto para la semana que siguió a la
tormentosa velada, pero el prometedor irlandés no podría asistir al estreno. Por
entonces, tanto su vida como su carrera habían sufrido complicaciones debido a un
simple caso de homicidio.
Los Raymond acababan de llegar a Hollywood. No faltaba mucho para que
el cine sonoro estuviese a punto: en pocos meses más El cantor de jazz dejaría al
mundo boquiabierto. No se hablaba de otra cosa que del Sonoro. Los musicales
Raymond llegaron a Tinseltown atraídos por la perspectiva de una carrera
cinematográfica «audible». La Vitaphone produjo un corto en base a uno de sus
números de vodevil y poco después se dieron a conocer como una de las parejas
más alegres y bebedoras de la ciudad.
Para cuando llegó, Kelly estaba a un pelo de caerse en redondo. Tengamos
presente que esto ocurría en el Hollywood de los «locos años veinte» —por cierto,
así se tituló una de las últimas películas de Kelly—, cuando el gin no venía en
botellas, sino en bañeras. A Paul y a Dottie les encantaba ir de juerga por ahí con
sus amigos del cine. Había fiestas en el apartamento de Paul, en la casa de los
Raymond, en la de Lila Lee, en la de John Bowers y en la del director Lewis
Milestone y la actriz Nancy Carroll, auténticos bastidores del gin donde todos se
reunían en la cocina con las persianas bajadas, y mezclaban aquella bazofia con
cualquier cosa que camuflara su desagradable sabor.
El casus belli: Dorothy MacKaye
De haber estado presente Dottie, quizás hubiera podido separar a los dos
desbocados potrillos. Pero en vano se habría seguido aquí el consejo de cherchez la
femme: en su declaración, Dottie diría que en ese momento estaba en el centro,
«comprando huevos de Pascua».
Tras el interrogatorio, Dorothy se recupera de su colapso
Ante un público integrado por criada, niña y chucho, Ray se empeñó en
arremeter una y otra vez en busca de su castigo. Con una mano Kelly lo agarró del
pescuezo y con la otra, cerrada, lo golpeó varias veces en la cara. Cuando Kelly
hubo estampado varias veces contra la pared la cabeza del cantante bailarín, éste
ya no vio sino estrellas. Cumplida su misión —o lo que él creía que era su misión
—, Kelly volvió tambaleándose a su casa.
Cargada de huevos de Pascua, Dorothy llegó poco después para encontrar
el apartamento hecho una ruina. Ayudó a su marido a ponerse en pie y lo empujó
hasta el dormitorio. Lo depositó en la cama totalmente vestido, hizo un chiste a la
criada acerca de la pelea y después se retiró.
A la mañana siguiente, Dottie y Ethel Lee encontraron a Ray inconsciente.
Dos días más tarde murió.
Paul Kelly: labios hinchados a puñetazos
Dottie llamó a un médico amigo suyo —Walter Sullivan—, quien sabía tan
bien como ella que, si llegaban a correr rumores sobre la pelea, la carrera de los dos
supervivientes podía darse por terminada. El doctor Sullivan declaró que la
muerte de Ray se había debido a complicaciones provenientes de antiguas
enfermedades. No obstante, sometida a intenso interrogatorio policial, Ethel Lee no
consiguió fingir por mucho tiempo: tiró la toalla y describió la trifulca, insistiendo
en la saña con que Kelly había pateado a Ray cuando éste estaba caído y cómo le
había golpeado la cabeza contra la pared.
El actor fue detenido. En su declaración ante el capitán de policía Slaughter
[no está de más destacar que slaughter significa «matanza» o «carnicería». (N. del
T.)], confesaría que amaba a Mrs. Raymond, pero que ese amor nunca había sido
correspondido. Lo acusaron de homicidio. Dottie y el doctor Sullivan, por su parte,
fueron procesados bajo cargo de felonía por haber intentado ocultar las
circunstancias de la muerte de Raymond. (Más tarde la acusación contra Sullivan
sería retirada).
El juicio de Paul Kelly fue un melodrama lacrimógeno representado a sala
llena. El fiscal aportó docenas de cartas dirigidas a Dottie. De modo harto irónico,
la criada las había encontrado ocultas bajo el colchón conyugal. En una de ellas se
decía: «Estoy loco, loquito por ti» y hasta había algún juego de palabras infantil.
Estas cartas se leyeron ante el tribunal mientras a Paul se le cambiaba la cara de
color y el sudor le perlaba la frente. Para las «lloronas» de la prensa amarilla esta
historia fue un festín. Un titular de primera plana del «Herald Examiner» lamentó
que Paul no hubiese tenido el buen gusto de decirlo con flores en lugar de hacerlo
con juegos de palabras infantiles. (Esta fue a primera irrupción de esta jerga para
tontitos en la conciencia de Tinseltown; seis años más tarde la moda alcanzaría su
apogeo con el comienzo del film Melodías de Broadway 1933, de Busby Berkeley, en
el cual Ingergay Ogerstray cantaba «We’re in the Money».
La sala vibró de excitación en el momento en que Dorothy ocupó el estrado
en calidad de testigo estelar de la defensa. Los cuellos se estiraron como grúas para
dar a los ojos la posibilidad de ver un poco más. No pocas de esas grúas con ojos se
vieron decepcionadas. El aspecto de Dottie no era esplendoroso; no se adaptaba a
la imagen que tiene cualquiera de la femme fatale. Era una mujer de mediana altura,
corta melena rojiza y unos ojos orientales muy extraños para una escocesa. Tenía
un rostro descocado, sensitivo e inteligente. Se negó a actuar para la galería; pese a
hallarse en serios aprietos, estuvo altanera y distanciada, impidiendo que a los
miembros del jurado se les ablandaran los corazones.
—De modo, Miss MacKaye, que «iba de juerga por ahí», como dice usted,
con Mr. Kelly. ¿Consideraba correctas sus atenciones?
—Sí, claro. A nadie le parecía mal.
—¿Y por qué no?
—Bueno, tenga en cuenta que Hollywood es diferente. Aquí aceptamos que
se transgredan las convenciones porque a nosotros nos parece bien así… quiero
decir que los profesionales son menos convencionales, más sofisticados…
—¿Tan poco convencionales —se apresuró a acorralar el fiscal— que están
dispuestos a matar al que se interponga en su camino?
Por unos momentos la tensión en el juicio se distendió gracias a la cómica
presencia de Teno Yobu, el joven criado japonés de Kelly, a quien apodaban
«Jungla». La sala por poco no se vino abajo cuando Jungla, citado a declarar,
ofreció su relación de las «fietas prijama» que con frecuencia se llevaban a cabo en
el apartamento de Paul. Contó cómo más de una vez había llevado a Dottie y a
Paul el desayuno a la cama acompañado de aspirinas y AlkaSeltzers contra la
resaca.
Paul Kelly y su abogado en los Tribunales
El testimonio de Jungla no favoreció en absoluto a su amo: Paul y Dottie se
habían obstinado en negar cualquier clase de intimidad. Sin embargo, hubo
declaraciones que parecieron ayudar un poco a Kelly: muchos de sus amigos de
Hollywood fueron llamados a declarar como testigos de la defensa: James
Kirkwood y Lila Lee (padres de James Kirkwood Jr., autor de la famosa comedia
musical «A chorus line», el director Lewis Milestone, Nancy Carroll o Marguerite
De La Motte. Todos dieron de Kelly la imagen de buen chico, leal con sus amigos,
pero aun así el jurado lo declaró culpable de homicidio. Fue condenado a cumplir
condena por un período de uno a diez años en la prisión del Estado San Quintín.
Dorothy estaba en un hotel del centro, rodeada de cloqueantes periodistas,
cuando una llamada telefónica le informó sobre la condena de Paul. Dio la
impresión de que iba a desmayarse, pero en seguida se rehizo e, irguiéndose,
murmuró con un deje de arrogancia: «Bueno, ya está».
La indiferencia con que recibió el veredicto indujo a los cuervos de la prensa
a encabezar sus respectivas columnas con «sensacionales revelaciones» en torno a
un distanciamiento entre Dottie y Paul. Semanas más tarde se verían
desautorizados, cuando ella corrió el riesgo de visitar a Kelly antes de su traslado a
San Quintín. Habían dejado salir a Kelly de la cárcel de los Angeles, bajo la
custodia de un alguacil, a fin de que arreglase sus negocios. Los trámites tendrían
lugar en la casa de un amigo, Ben Wilson.
—Tenía que hacerlo —replicó ella—. No podía permitir que se lo llevaran
así, sin haber intentado demostrarle que lo hecho hecho está y que aun así quedaba
un futuro para nosotros. Puede que como actor esté acabado. Eso opinan algunos.
Pero todavía es joven… es un luchador y yo creo que no todo está dicho. Quería
que lo comprendiera. Necesitaba darle esperanzas, decirle que, si salgo de aquí
antes que él, le esperaré cuanto haga falta.
Por más que lo hubiera perdido todo, no pensaba en sí misma, sino en Paul.
amarillo como el heno.
Ahora están sin blanca
y oyen sonar la flauta…
Contrariamente a lo establecido, Kelly no esperó siquiera en la cárcel de Los
Angeles para apelar la sentencia. «Quiero acabar con esto lo antes posible»,
declaró. En San Quintín se reveló un convicto modelo. El Sonoro se impuso como
una bomba, y Kelly levó todo lo que pudo acerca de la técnica del cine sonoro.
Tomó clases de declamación y foniatría. Estaba profundamente convencido de que
la mejor manera de no volverse majara era mantenerse atareado y planificar el
futuro.
Dorothy MacKaye en San Quintín
Kelly en San Quintín: prisionero modelo
Carta de amor de Paul
Dorothy, en cambio, esperó siete meses en la prisión de Los Angeles, pero
una vez hubo perdido el recurso y el Gobernador C.C. Young le hubo negado
clemencia, fue trasladada al norte, hacia los tenebrosos confines de la Casa Grande
de California. Tampoco ella se mantuvo ociosa. Tomó apuntes sobre las
condiciones de las reclusas y, siempre que podía, escuchaba los relatos reales o
inventados de sus compañeras. Años más tarde haría buen uso de su experiencia.
Organizó un club teatral para presas y dirigió obras en la cárcel. Una de sus
producciones contó con un reparto totalmente integrado por asesinas, encabezado
por Clara Phillips, «la asesina del martillo» y Dorothy Ellingson, «la carnicera del
jazz».
Un visitante recibió de labios de Dottie su propia versión del caso Raymond:
—Después de la pelea, Paul se disculpó ante mi marido. Ray aceptó las
excusas y le dijo que lo perdonaba, que podían seguir siendo amigos. Dos días más
tarde, Ray murió. La investigación demostró que la causa había sido un problema
de riñones y una hemorragia cerebral producida, no por la pelea con Paul, sino por
alcoholismo agudo. Debíamos de estar locos de remate para beber tanto; todos
nosotros éramos unos idiotas. Me horrorizó descubrir que yo había sido la causa
de la pelea. Ray empezó a hacerme la vida imposible desde que se enteró de lo de
Paul, pero yo seguía teniéndole cariño. No me cabe duda de que Ray hubiera sido
el primero en salir en defensa de Paul; si hubiese sobrevivido, habrían seguido
siendo amigos. Pelearon como niños, pero la verdad es que esos chicos se querían.
Y antes de morir, Ray me pidió que hiciera lo posible por evitar que mezclaran el
nombre de Paul en el asunto. «Mira, cariño», me dijo, «en mi vida me ha, peleado
cientos de veces. Esta no fue más que una estúpida bronca más; la culpa ha sido
tan mía como suya. No permitas que ensucien el nombre de Paul». ¡Y por cumplir
la promesa que le hice a mi esposo moribundo un jurado me condenó por felonía!
Dottie tenía miedo de que la cárcel le arruinara su aspecto. Se aferraba al
sueño de volver a escena cuando la soltaran. Seguía recordando las críticas
apasionadas que recibiera por su actuación en The dove junto a Richard Bennett.
(Bennett, padre de Joan y de Constance, había sido en sus años mozos un ídolo de
las matinées; en El cuarto mandamiento de Orson Welles, se le puede ver en el papel
del viejo comandante Amberson). Se preocupó por alimentar su autoestima
aseándose cuidadosamente cada día en su celda. Pronto descubriría que otras
presas, sobreponiéndose a los horrores del cautiverio, intentaban tonificar tanto su
mente como su belleza. San Quintín era una de las cárceles más duras del país; en
aquellos tiempos, sin embargo, las internas conquistaron algunas reivindicaciones.
Se les permitió hacerse su propia ropa y decorarse los uniformes de algodón azul
según su propia personalidad. Dottie se erigió en consejera de las chicas en
cuestiones de moda. Ellas le abrían su corazón y se desahogaban. Para la actriz, esa
temporada «a la sombra» constituyó una extraordinaria y aleccionadora
experiencia.
Dorothy cosiendo a máquina en la cárcel: estilo tras las rejas
Dorothy Mackaye salió al cabo de un año por buena conducta. Por la misma
razón Kelly fue liberado tras veintinueve meses de cárcel. Se casaron en 1931. Fue
un buen matrimonio que duró hasta que la muerte los separó.
Women in prison, obra de Dorothy Mackaye producida en 1932, suscitó una
opinión favorable. La Warner Bros, la compró para llevarla a la pantalla en 1933
con el título de Ladies they talk about, bajo la dirección de William Keighley. Fue
protagonizada por Barbara Stanwyck, que representaba a una dura pandillera
afecta a las armas. El excelente reparto secundario incluía a Preston Foster, Lillian
Roth, Maude Eburne y Ruth Donnelly. (La fotografía corrió a cargo del gran
cineasta John Seitz, quien fuera el magistral cámara de Valentino en Los cuatro
jinetes del apocalipsis). El guión de esta eficaz comediamelodrama carcelaria era
fuerte, teñido a la vez de humor y compasión. La película pasó por varios cortes en
la Oficina Hays, hasta que al fin la Warner se vio obligada a eliminar algunas
escenas relacionadas con la lujuria de las reclusas en abstinencia de hombres.
Escenas que, por lo demás, se inspiraban no sólo en las observaciones de Dottie,
sino en la frustrada certeza, que su cuerpo había experimentado, de tener al
amante a no mucho más de cien metros de distancia.
En 1942 la Warner hizo una nueva versión de Ladies they talk about, ahora
con el título de Lady Gángster, cuyo reparto estaba encabezado por Faye Emerson,
Julie Bishop, Ruth Ford y Jackie Gleason. Dottie nunca vería esta segunda versión
de su obra. El 5 de enero de 1940, «la mocosa», como Kelly la llamaba
cariñosamente, se dirigía conduciendo al rancho KellyMac, residencia de la pareja
situada cerca de Northridge, en el valle de San Fernando. El coche patinó al borde
de la carretera y dio tres vueltas de campana. Clavada al volante, Dorothy
Mackaye murió a los treinta y siete años.
Hollywood, que en algunas ocasiones puede ser cruel e hipócrita, es capaz
en otras de mostrarse amable, siempre y cuando haya en juego un talento real y
vaya acompañado de una verdadera vocación y mucha ambición. Kelly volvió a la
pantalla tras su liberación y durante otro cuarto de siglo pudo disfrutar de una
carrera exitosa. Actuó en centenares de films, no sin antes «reaparecer»
clamorosamente en 1933 con Broadway thru a keyhole, un film basado en un relato
de Walter Winchell, en el cual aparecía junto a Constance Cummings, Russ
Columbo y Texas Guinan. En adelante no dejó de tener trabajo, hasta el punto de
que con frecuencia trabajó en más de seis películas en un año. Resulta curioso que
el exconvicto, a quien algunos consideraban un gángster, haya desempeñado
muchas veces papeles de representante de la ley. Hizo de carcelero; en Fear in the
night y en Side Street apareció como oficial de policía; en Torchy Blane in Panama,
como un teniente de la policía. (La reciedumbre de su rostro le permitía encarnar
con igual eficacia a un inspector con sombrero de ala caída o a un gángster con
sombrero de ala caída). Cecil B. De Mille le concedió el papel de un oficial de
marina en su Por el valle de las sombras. Trabajó para todos los grandes estudios,
acompañó a Judy Garland y Lana Turner en la opulenta producción de la MGM
titulada The Ziegfield girl y participó en docenas de films serie B fabricados por la
Republic o la Monogram. Compartió cartel con los nombres más famosos: Gary
Cooper, John Wayne, Cagney, Bogart, Stanwyck, Bette Davis. Tal vez la mejor de
todas las películas en que actuó haya sido The roaring twenties de Raoul Walsh, un
clásico del cine de gangsters. La produjo la Warner; y ciertamente, aunque Kelly no
trabajara más para éste que para los demás estudios, había en él algo característico
de los actores de la casa. Durante los años gloriosos de la Warner Bros., ahora muy
lejanos, la mayoría de los profesionales que actuaban para el estudio no parecían
estrellas de cine, sino «gente común». Y Kelly nunca tuvo glamour; era un actor
sólido y convincente, dueño de una categórica presencia que confería credibilidad
a cualquier tipo de film. (Pese a mantener buenas relaciones con Cagney, Pat
O’Brien y Frank McHugh, fuera del plató nunca se le vio demasiado en compañía
de la famosa mafia irlandesa de la Warner. Las horas de ocio, por lo general, las
pasaba con Dottie o con unos pocos amigos íntimos).
Dotty no vivió para ser testigo de los dos grandes éxitos teatrales de Paul.
En 1947 él hizo su triunfal regreso a Broadway en el celebrado montaje que Kermit
Bloomgarden realizó de Sublime decisión, una obra de William Wister Haines. Por
su magnífica interpretación del general de brigada Dennis —duro por fuera y
compasivo por dentro—, Kelly obtuvo el Premio Donaldson, el Premio de los
Críticos de Variedades y el Tony al Mejor Actor de 1948. En 1951 regresó a
Broadway para apuntarse otra victoria encarnando al actor alcohólico Frank Elgin,
secundado por Uta Hagen en la versión que Strasberg llevara a cabo de La angustia
de vivir de Clifford Odets. Al llevar ambas obras a la pantalla, desafortunadamente,
los estudios optaron por encomendar los papeles principales a grandes astros del
momento: la primera, producida por la MGM, fue protagonizada por Clark Gable;
para la segunda, la Paramount escogió a Bing Crosby, cuya pareja fue Grace Kelly.
Ninguno logró igualar las versiones escénicas de Paul.
El primer gran palacio cinematográfico estilo Art Decó fue el Pantages de
Hollywood. Construido en 1930 en la intersección de Hollywood Boulevard con
Vine Street, había sido diseñado por el inspirado arquitecto teatral B. Marcus
Priteca. Hoy en día continúa abierto; se utiliza sobre todo para representaciones de
compañías musicales de Broadway. Nueve años antes de su inauguración, Priteca
había diseñado otro teatro para el magnate capitalista Alexander Pantages; era un
hermoso edificio en un estilo ecléctico Fin de Siglo situado en la esquina de Córner
Hill con 7th Street, en pleno centro de Los Angeles.
Fue en esta sala donde la fatídica tarde del 9 de agosto de 1929 una rolliza
adolescente, con un corto vestido rojo, salió de pronto gritando del cuarto de
limpieza situado en el entresuelo. El público pudo oír claramente su ataque
histérico por encima de la banda musical del largometraje.
Un empleado se precipitó hacia el lugar del escándalo; la chica se desplomó
en brazos del joven.
—¡Miente! ¡Está tramando algo contra mí!
El Pantages de Hollywood: obra maestra del Art Decó
La berreante damita del vestido rojo era Eunice Pringle, una fanática del
teatro, expulsada del colegio y supuesta bailarina de Garden Grove, California.
Alegó haber ido a ver al empresario teatral para interesarlo en un «número» de su
invención. Sollozando, dijo a la policía que Pantages la había encerrado en el
trastero y, tras arrancarle la ropa interior, la había violado.
La pequeña Eunice tenía un agente: Nick Dunaev. Corrió el rumor de que el
tipo era algo ladino, y de que la visita casual de su cliente a Pantages había sido
parte de una intriga concebida por él, aunque en connivencia con «altas esferas».
La muchacha había comprado un billete para el espectáculo y sin anunciarse había
irrumpido en el despacho que Pantages tenía en el entresuelo: el resto era montaje
o violación.
Pantages respondió que la chica «se había violado sola»: arrancándose la
ropa, se había desgarrado las bragas de tal manera que daba la impresión de que
una dotación completa de marineros rijosos hubiese abusado de ella. Dio un
argumento de dominio público: en Hollywood era fácil procurarse satisfacción
sexual a cada paso y un hombre como él no tenía necesidad de molestar a una
muñequita de trapo en el armario de la limpieza.
Cerrado ya el caso, una cosa quedó en evidencia: la estrella del juicio no
había sido ni el lobo ni la margarita, sino el desconocido letrado Jerry Geisler, cuya
brillante defensa de Pantages le valió una reputación que lo llevaría a convertirse
en el «abogado de las estrellas».
Eunice se presentó a los interrogatorios preliminares con su atuendo más
recatado. Interpelada por el fiscal del distrito, declaró:
—Me pidió que fuera su chica. Yo le contesté que a mí no me interesaba ser
la chica de nadie, que lo único que me importaba era el trabajo, pero él me siguió
importunando… De golpe pareció que se volvía loco… Me tapó la boca con una
mano… Me mordió en el pecho.
El Pantages de Los Angeles: marquesina en el entresuelo
Aseguró que, después de perder el conocimiento, lo había recobrado en el
trastero descubriendo que tenía el vestido levantado y que las partes de Pantages
se hallaban a la vista. Alex sostuvo que la muchacha había ido a verle varias veces,
y todas las veces él había rechazado el número que ella le ofrecía porque le parecía
«demasiado sugerente».
Cuando el juicio salió a vista en la Corte Superior de Los Angeles, Eunice se
presentó ante el público con un infantil vestidito a lo Mary Pickford y zapatos sin
tacón. Llevaba el pelo recogido en la nuca. Se hubiera dicho que tenía trece años.
Concluida la declaración preliminar, Geisler aprovechó la inminencia del
recelo para exigir que, al reemprender el juicio, la muchacha lo hiciera con la ropa
y el peinado que había llevado el día del supuesto ataque. Bajo esa nueva
apariencia, tal como se comprobó, se convertía en una seductora veinteañera.
Tablero de mandos de mármol en el Pantages de Los Angeles: el Gran Dios Pan y la
corista
Eunice Pringle: número de acrobacia
Pese a la obstinada defensa de Geisler, el jurado declaró culpable a Pantages
y el juez lo condenó a quince años de prisión.
Geisler estaba convencido de que el veredicto no era inamovible; interpuso
un recurso que dejaría huellas en la jurisprudencia. Argumentó que, si bien la
demandante era menor de edad, el hecho de no haberse aceptado testimonios
sobre su conducta había resultado perjudicial para el acusado. Hasta entonces los
jueces siempre habían rechazado esa clase de pruebas, basándose en que la moral
de los menores no constituía tema de debate porque ninguno de ellos podía dar
consentimiento en asuntos de sexo.
Geisler llevó el caso al Tribunal Supremo de California. Una resolución de
cuarenta páginas —que sentó precedente estatal en la apertura de procesos por
violación— garantizó la convocatoria de un nuevo juicio. El Tribunal observó que
«el testimonio de la querellante era lo bastante improbable como para desafiar la
credulidad» y decidió —puesto que en cualquier caso de violación la víctima bien
podría haber sido anterior objeto de daño, pero con su propia connivencia—
aceptar la presentación de toda evidencia relevante.
Abogado y cliente: Jerry Geisler y Alexander Pantages
El caso volvió a abrirse en 1931. Geisler urdió su estrategia sobre el supuesto
de que Eunice había conspirado con su agente/profesor a fin de comprometer a
Pantages. De nuevo en el estrado, Pringle admitió que una de sus habilidades de
bailarina consistía en caer al suelo con las piernas abiertas en línea recta. Jake
Ehrlich, socio de Geisler, no tuvo dificultad en convencer al jurado de que una
jovencita tan atlética como Pringle, capaz de llevar a cabo semejante proeza, bien
hubiera podido defenderse del ataque de un hombre anciano y canijo como
Pantages.
Para rematar el asunto, Geisler y Ehrlich recrearon la escena de la violación
ante el Tribunal. El corpulento Geisler hizo el papel de Pantages mientras Jake
hacía las veces de Eunice. La pareja «representó el lance con exquisito realismo, sin
detenerse hasta el momento álgido». Los abogados lograron demostrar lo que se
proponían: era imposible que una violación como la descrita por Eunice se
produjese en un cuarto trastero.
Más tarde fue la Warner la que se quedó con el teatro Pantages. El hecho de
que la mayoría de las películas de Errol Flynn se proyectaran allí no deja de ser
irónico, porque fue el caso judicial que se originó en el trastero de ese teatro el que
sentó los precedentes legales que salvarían al galán de la Warner cuando dos
adolescentes lo acusaron de violación.
La película que ofrecían en la sala el día en que Eunice Pringle se hizo pasar
por una casta jovencita brutalizada por un griego viejo verde, era ¿Por qué ser
buena?, de William A. Seiter. Cuenta las desventuras de una casta jovencita,
Colleen Moore, que pretende pasar por una «fresca» para llamar un poco la
atención.
Hija, hijo y Sra. Pantages llevan a Papá una caja de Necesidades
Una banda de música para celebrar su liberación
Joe el licorista
Joseph P. Kennedy: películas y licor clandestino
EL BANQUERO JOSEPH PATRICK KENNEDY fue la contribución
bostoniana a la historia de Hollywood en forma de cortina de encaje irlandesa,
gracias a su arrolladora conducta con Miss Gloria Swanson, Estrella, otra
pendenciera irlandesa. La lista de personajes de este drama de sexo y dinero
alcanzó también a Rose, la esposa de Joe, toda una santa, y a una recua de hijos,
algunos de los cuales alcanzarían la fama y muchos caerían víctimas de alguna
tragedia.
El carácter de Joe Kennedy fue claro desde el inicio: exento del espíritu
deportivo propio de un caballero, Joe era un rudo competidor que amaba la
victoria y odiaba perder. Los Kennedy acabarían por vencer: todo cuanto él no
pudo hacer por sí mismo acabaría por conseguirlo su ejército de vástagos. Es por
eso por lo que los había tenido. «¡A por ello!» fue el lema de Big Joe durante toda
su vida.
La libreta de calificaciones de Joe en la Boston Latin, su escuela primaria,
predecía que el muchacho haría carrera «de manera harto tortuosa». La predicción
puede considerarse visionaria, si pueden considerarse tortuosos los caminos que
pasan por Wall Street, el contrabando de whisky escocés y Gloria Swanson de
Hollywood.
En Harvard, Joe aplicó su lema «¡A por ello!» al reto deportivo. En un abrir
y cerrar de ojos fue capitán del equipo de béisbol y lo llevó a la victoria. Y, como
todo lo que tocó, el deporte le proporcionó valiosas enseñanzas para su futura
carrera. «Recuérdalo», le gustaba repetir, «si no puedes ser capitán, mejor no
juegues».
Una vez graduado en Harvard y poseedor de algunos ahorros, decidió que
a los treinta y cinco sería millonario y se salió con la suya.
Cómo, no importa; se salió con la suya.
A los veinticinco era el presidente de banco más joven de Boston. «Ser joven
no es ningún delito», comentaba. Joe Kennedy actuaba como un lobo solitario,
alerta a los rumores de Wall Street, atento a los chismes que aportaran información
aprovechable, y al mismo tiempo reservado con respecto a sus propios negocios.
Con el advenimiento de esa Gran Chifladura que fue la Enmienda Decimoctava, su
buen sentido irlandés le llevó a presentir que el ingenio humano burlaría muy
pronto aquella estúpida legislación. Poco después, barcos clandestinos cargados
del mejor whisky irlandés o escocés y el más codiciado champán de Francia
cruzaban el «Charco» rumbo a los depósitos secretos de Kennedy en ambas costas.
Ese «pequeño juego» rindió copiosos beneficios: Joe Kennedy, fundador de una
dinastía, fue durante los años veinte el máximo contacto del tráfico de alcohol en
Hollywood: el gran jefe de los licoristas. Y así, los escasos millones invertidos en el
tráfico ilegal se transformaron en una fortuna familiar multimillonaria cimentada
en una bebida que sigue fluyendo aún hoy.
Sin embargo, Kennedy no era un jugador. Él mismo analizaba la diferencia
entre el juego y la especulación: «La motivación principal de la mayoría de los
jugadores es la excitación. Los jugadores quieren ganar, pero la mayoría obtiene
placer incluso si pierde. En cambio, la fuerza motora de la especulación es, más
que la excitación, el deseo de ganar». Joe sólo se sentía feliz sentado en un trono al
pie de un Arco del Triunfo.
Uno de los amigos de Kennedy era un banquero de una pequeña ciudad
que había invertido 120.000 dólares en una película —The miracle man— con Lon
Chaney y obtenido tres millones. A Joe le pareció que Hollywood era una pera
madura que había que recoger. Su primer gambito en los dominios de la Pantalla
Plateada fue la adquisición de una cadena de treinta y seis cines en Nueva
Inglaterra. Pero su ambición no se detuvo en los confines de las trece colonias.
Kennedy planeaba hacerse con salas de cine en todo el país: las cadenas Balaban
and Katz en el Midwest serían suyas no bien encontrara su talón de Aquiles. Alex
Pantages, ese analfabeto campesino griego con sus fantásticos palacios
cinematográficos en la Costa Oeste, también estaba a punto para la cosecha.
Bastaba con detectar el punto débil… ¡y lanzarse hacia la yugular!
Joseph Kennedy y Jesse Lasky
No bien empezaron a tronar los años veinte, el cine se convirtió en una
obsesión nacional. Las satánicas factorías de Hollywood lanzaban al mercado
kilómetros de celuloide a la semana. Los sueños de huida alimentaban un negocio
creciente, favorecido por el impulso de vivir a toda velocidad y por las amorosas y
complacientes mujeres que lo poblaban. (Hacia finales de la década, iban al cine
unos 60 millones de norteamericanos, repartidos entre las 21.000 salas con que
contaba el país). Cada semana brotaban salas más grandes y más fastuosas.
Los hombres del gremio que desde las alturas se esforzaban por adivinar las
fantasías de millones de adictos eran un extraño puñado de empresarios
advenedizos y mezquinos, emigrantes recién llegados, judíos codiciosos y
hambrientos lanzados a la caza, aún marginados en el crisol étnico nacional.
Estaban el expeletero Adolph «Jesús el Susurrante» Zuckor y su futura estrella, la
Swanson, una enana; el mayorista en pieles Marcus Loew; el extrapero y chatarrero
Louis B. Mayer; el exvendedor de guantes Samuel Goldfish, que luego cambió su
apellido por Goldwyn. Muy pocos, como el productor de vodeviles Jesse Lasky,
provenían realmente del mundo del espectáculo. Temerarios, intuitivos,
desinhibidos, los fundadores de la industria del cine eran una nueva raza de
mandarines que se habían hecho a sí mismos. Joe el irlandés iba al encuentro de
una competencia muy dura. No obstante, gracias a su impulsivo «¡A por ello!»,
Kennedy fue más rápido que muchos.
El sentido de la oportunidad de Kennedy era perfecto.
Joseph Kennedy y el censor Will Hays
Se encontró con un estudio que, si bien carecía del prestigio de los grandes,
no era un mal negocio, pues producía un largometraje por semana a un coste base
de 30.000 dólares por film. La baza más alta de la empresa era Fred Thomson, el
primer cowboy del cine en dar a su caballo el rango de estrella de cartel. (Se trataba
de Silver King [Rey de Plata] un corcel que iba al trabajo en una furgoneta Packard
de lujo). Kennedy firmó con Thomson un nuevo contrato: quince de los grandes a
la semana, el doble del salario anterior.
El perfumero con perlas de Gloria Swanson: regalo de Joe
Aunque los productos de la FBO eran populares en las pequeñas ciudades,
aún no habían triunfado en los grandes mercados urbanos y en sus
correspondientes taquillas. Kennedy fue a ver a «Roxy» Samuel L. Rothafel. Dos de
los titanes de las finanzas se miraron a los ojos:
—Intenta un Fred Thomson —espoleó Joe.
—No te costará nada —deslizó Joe, y se apuntó el tanto.
La siguiente evidencia del olfato de Kennedy para el espectáculo tuvo que
ver con Red Grange, el célebre «Jinete Fantasma» del equipo de fútbol de la
Universidad de Illinois, más tarde un ídolo como profesional. Grange había
proclamado a los cuatro vientos que estaba dispuesto a entrar en el mundo del
cine, pero, uno tras otro, los estudios lo habían rechazado. Kennedy se dirigió a su
público potencial favorito y le planteó la pregunta: «¿Os gustaría ver a Red Grange
en la pantalla?». Sus hijos Joe y Jack exclamaron al instante una respuesta
afirmativa. Grange desempeñó el papel estelar en One minute to play y, dirigida con
habilidad por Sam Wood, la película rindió cuantiosos beneficios.
Como sabrán mis queridos y devotos lectores tras haberse internado en las
páginas de mi anterior volumen, no todo fue coser y cantar en la fábrica de sueños
en los años veinte. Tras una serie de desagradables escándalos, Hollywood era, a
los ojos de media América, una auténtica Babilonia moderna con Sodoma por
suburbio. Los magnates se dispusieron a limpiar la casa elevando a Will Hays, ex
inspector general de correos de Harding, a la categoría de «zar» del maquillaje
moral del cine.
En un intento de adecentar la fachada de Hollywood, Kennedy puso en
marcha la idea de enviar a un grupo de hombres prominentes de Tinseltown a dar
conferencias en la Escuela de Finanzas de Harvard. Harvard los esperaba; los
conferenciantes partieron. Es una vergüenza que no hayan quedado grabaciones
de sus charlas: hoy no tendrían precio. Los conferenciantes eran prácticamente
analfabetos y, en todo caso, la mayoría no tenía estudios superiores.
Kennedy absorbió el imperio teatral del viejo E.F. Albee ofreciéndole por el
circuito de salas de vodevil un precio que el anciano no podía rechazar. En el
momento de la transacción, las acciones del circuito KeithAlbee Orpheum se
vendían a 10 dólares; dos semanas después valían 50. Una vez más, el mágico
toque Kennedy. (Tiempo más tarde, al cabo de nuevas e inspiradas anexiones, la
sigla RKO acabaría por asentarse como marca distintiva de un famoso estudio de
prestigio).
Entretanto, la Swanson, la más glamorosa de las reinas del cine, regresaba a
Hollywood tras una encopetada temporada en Francia, donde había filmado
Madame Sans Gêne en escenarios naturales. Cuando volvió, provista de su fabuloso
nuevo título, marquesa de la Falaise de la Coudraye, Gloria envió a la Paramount
una nota con instrucciones: «Se ruega preparar ovación». Kennedy y la marquesa
Gloria se encontraron pues bajo un arco de flores entre una muchedumbre de
«ovacionadores». Fue como un detonante químico: la atracción de los opuestos,
alto y baja. Kennedy quedó encantado con la diminuta criatura; Gloria tendió sus
redes. La vamp agitó sus párpados en abanico y arrulló: «Joe, eres el mejor actor de
Hollywood».
Gloria «presentada» por Joseph P. Kennedy
Se hicieron amantes, y su relación quedó sazonada por la existencia de un
lugar secreto para los encuentros horizontales del ilícito asunto. Kennedy,
embadurnado en lujuria, perdió el olfato para los negocios entre las púrpuras
sábanas de satén de su nido de amor en Hollywood Hills. Se dedicó a financiar
películas independientes para su amante bajo el vanidoso rótulo de Gloria
Productions, Inc. Gloria no tardaría en conocer el precio de la presunción. El Reloj
del Castigo aceleraba el ritmo de su compás.
Gloria aprendió lo que significa estar aterrada: «Von» cambiaba el guión día
tras día, truco mediante el cual esperaba atraparla en un punto en el cual la
producción no pudiera dar marcha atrás. No es que el film fuese «verde»;
simplemente que, en 1928, era improyectable.
Gloria telefoneó a su amante en Nueva York: «Joe, ¡el hombre que dirige
esto es un lunático!». El católico Kennedy también estaba aterrado; sabía muy bien
que el zar Hays no dejaría pasar aquel ramillete de dioneas afrodisíacas.
Despidieron al genio von Stroheim. Kennedy se presentó en Tinseltown y, con la
ayuda de su asustada amante, hizo lo posible por salvar el pastel. Ante todo
cambió el título del film: pasó a llamarse La reina Kelly (¡aunque la majestad de la
dama consistía en reinar sobre una cadena de lupanares!). La chapucesca e
inconclusa película nunca se exhibió en los Estados Unidos; Kennedy vio cómo 800
de los grandes —una enormidad de dinero en 1928— se iban por el desagüe.
Era la primera vez que una gran operación le salía mal; lo tomó como suelen
tomarlo los malos perdedores, y durante varias semanas estuvo de un humor de
perros. Durante este mal rato Gloria perdió buena parte de la fascinación que
ejercía sobre él. La flor empezaba a marchitarse. Aunque apoyara a su amante en
su primer film sonoro y musical, The trespasser (1929), y en ese engendro Art Decó
de 1930 titulado What a widow!, tuvo lugar una amarga ruptura y Gloria acusó a Joe
de haberle dejado con una montaña de cuentas impagadas.
Otra presentación de Kennedy
Echando a Gloria y El pantano en el olvido, Kennedy puso manos a la obra
de un inicuo proyecto financiero. Se dedicó a destruir la reputación de Alex
Pantages, con el fin de caer sobre él y apoderar se de la cadena de cines Pantages.
Al demonio Joe Kennedy le quedaba una última broma por gastar, esta vez
sobre el propio Kennedy. Se retira Gloria Swanson, vestida de satén negro; entra
Eunice Pringle, vestida de satén rojo. Miss Pringle, de diecisiete años, fue enviada
al Pantages Theater, aunque no con la misión de ver una película. Acusó a
Pantages de haberla violentado sexualmente en su teatro durante una entrevista
laboral. Un jurado declaró un día a Pantages inocente.
Fracasado su satánico plan, Kennedy abandonó el mundo del cine. El último
refugio de los bribones es la política.
Joseph P. Kennedy y su esposa Rose. Gloria iba también a bordo
La legión blanca y el perrito púrpura
William Haines con su compañera Joan Crawford
El 13 de febrero de 1939, todo Hollywood se quedó de piedra al saber que a
George Cuckor, uno de los directores más profesionales y respetados del mundo
del cine, le habían echado del rodaje de Lo que el viento se llevó (pocos días más
tarde lo reemplazaría Victor Fleming). Cuando comentan la decisión del productor
David O. Selznick, los estudiosos de la historia del cine suelen interpretarla de la
siguiente manera: si bien Cuckor era conocido y admirado como un «director de
mujeres» y era brillante dirigiendo a Vivian Leigh y a Olivia de Havilland, Clark
Gable se empeñó en que lo cambiaran por su amiguete Fleming, un «director de
hombres», que le dedicaría a él mayor atención. Esta explicación es una falacia. El
motivo real del cese sí estaba relacionado con Gable, pero era de naturaleza tan
escandalosa y hasta tal punto confidencial que se destruyeron rodas las copias de
los informes de Selznick relativos al despido de Cuckor.
Gable era la clave del asunto, pero la causa real era un jovencito
quinceañero en la vida sexual de «el Rey» —y de «la Reina» [en inglés «Reina» es
«Queen» que también quiere decir en el argot gay «mariquita». (N. del T.])— «La
Reina», era William Haines, por entonces un popular astro de la MGM que no
tenía nada que ver con Lo que el viento se llevó. Lo habían echado de la MGM en
1933, cuando su descarada homosexualidad empezó a causar problemas en el
remilgado estudio.
William Haines era un «hijo del siglo». Había nacido unos minutos después
de la medianoche del 1.° de enero de 1900 en Staunton, Virginia. Fue allí a la
academia militar, estudió arte dramático y, luego de graduarse, consiguió un
trabajo de recadero en Wall Street. Aburrido del empleo, en 1922 se presentó a un
concurso de «Caras Nuevas» patrocinado por Samuel Goldwyn, y lo ganó. El
director de reparto Robert McIntyre, responsable de la búsqueda, seleccionó a
Haines entre miles de aspirantes de Nueva York. Hollywood lo admitió y el
muchacho ingresó en el cine como «pupilo artístico» de la Goldwyn Company.
Cuando la Metro y la Goldwyn se fundieron en la MGM, el nuevo estudio heredó a
Haines. Durante los seis siguientes años actuó en un promedio de media docena de
films al año para la MGM, apareciendo junto a Joan Crawford, Marión Davies, Mae
Murray, Norma Shearer y Mary Pickford y siendo dirigido por Victor Seastrom,
Clarence Brown y King Vidor.
Sus primeros films fueron muy distintos y diversos. El versátil aprendiz de
1,80 representaba dramas o comedias con expresivos recursos mímicos e igual
destreza. A finales de los años veinte era una de las estrellas más conocidas y
activas de la constelación de la MGM y se había convertido en prototipo del
personaje que sus admiradoras preferían: un joven ingenioso y encantador, aunque
a menudo arrogante, una especie de flapper masculino [las flappers eran esas
muchachas de pelo y faldas cortas, versadas en charleston y descaro, que
escandalizaron a sus pares y fueron el símbolo de los locos años veinte. (N. del T.)],
siempre animado y encandilado —solía actuar como si acabara de esnifar una tira
de coca—, al que siempre le cortaba las alas la chica de la que se enamoraba. En
Slide, Kelly, Slide, una comedia sobre el mundo del béisbol, era un engreído
lanzador; en Spring fever, un campeón de golf algo cabezota; en West Point, un
jugador de fútbol algo presumido; y en The smart set, un insolente deportista que se
presentaba como «la joya del polo norteamericano». Indefectiblemente, al final de
la película, depuesta su petulancia, demostraba que «en el fondo era un buen
chico».
Es curioso que, en su crítica a Vino de juventud de King Vidor, el «New York
Times» señalara que Hal, el personaje interpretado por Haines, hacía lo posible
«por convertir la historia en una aventura gay». En Tell it to the marines, uno de sus
films más interesantes, el sargento Lon Chaney y el recluta Haines sostenían algo
que sólo podía describirse como una relación sadomasoquista de amor y odio.
Haines fue la primera estrella de la MGM en enfrentarse al micrófono en la
película Alias Jimmy Valentine (1928). La película fue realizada como un film mudo,
pero al ver que otros estudios estaban lanzando ya productos sonoros, Irving
Thalberg ordenó que volviera a producción, y Haines y su compañero Lionel
Barrymore repitieron sus papeles, con sonido, en las escenas de los dos últimos
rollos. En esa época las técnicas eran aún primitivas y los micrófonos se escondían
en ramos de flores o debajo de las mesas. La película fue un gran éxito, pero
Haines describió la llegada del sonido a la MGM como «una segunda noche del
Titanic».
Haines era tan arrogante y chistoso dentro como fuera de la pantalla, y,
asimismo, muy popular, no sólo en la sociedad de Tinseltown, sino también entre
los técnicos, almaceneros y operarios del estudio, a quienes solía saludar con
afectuosas palmadas en el hombro. En un clima tan melindroso como era el de la
MGM, él era el bufón oficial de la MGM, relajante y glamoroso.
Con el advenimiento del sonoro, L.B. Mayer ordenó que todos los actores
bajo contrato que no tuvieran además alguna experiencia teatral debían recibir
clases de elocución. Una tarde, el profesor de voz que dictaba ejercicios labiales a
un grupo de actores, le pidió a Haines que recitara rápidamente una frase tipo
«Pronto los patos poblaron la estepa de prístinos presagios». Haines se cansó de
repetirla y comenzó a balbucear. El profesor le regañó:
—Lo que pasa, Mr. Haines, es que tiene usted el labio perezoso.
Haines (cuya fama de ser un buen mamón era legendaria en Hollywood),
replicó:
—¡Nunca hasta ahora he tenido quejas!
Lo cual dejó de una pieza a todos los presentes.
Al principio, Thalberg simpatizó con Haines y no vio inconveniente en que
acompañara por la ciudad a su hermana Sylvia, a quien, en un acto de nepotismo,
había dado un empleo muy bien pagado en el departamento de guiones de la
MGM. A menudo, Haines iba con Irving y Sylvia a pasar los fines de semana junto
al lago Arrowhead. No obstante, el precoz y genial productor aborrecía el contacto
físico con la mayoría de la gente, y Haines, como otros, también acabó añorando la
intimidad de sus modales algo aviesos. Casado a con Norma Shearer, Thalberg
llegó una noche a una fiesta que Marion Davies ofrecía en San Simeon, el palacio
«Xanadu» construido para ella por su amante William Randolph Hearst. Los dos
Thalberg iban vestidos igual: de cadetes de West Point. Haines toqueteó un poco a
Thalberg y dijo: «Perdóname, Irving, te había confundido con Norma». El
productor, a quien el chiste no hizo gracia, jamás perdonó a Haines y se lavó
discretamente las manos cuando su antiguo amigo fue despedido por L.B. Mayer.
William Haines y Hedda Hopper en A tailormade man
La tormenta se desató en 1933. Guiado por la mano de hierro de Mayer,
Howard Strickling, jefe de publicidad de la MGM, se aseguró de que los informes
periodísticos sobre las actividades de las estrellas del estudio se adecuaran a una
imagen estricta: una imagen tan pulida y controlada como la que pudiera salir del
Ministerio de Información del Tercer Reich. Se concertaban o destruían romances,
se provocaban fugas y se inducían abortos en Tijuana, todo de acuerdo con lo que
Mayer y Strickling considerasen más apto para llenar las voraces taquillas de los
cines de la cadena Loew a lo largo y ancho del país. La imagen masculina del
estudio era de extrema importancia: Gable encamaba al deportista al aire libre;
John Gilbert, al amante eximio; Wallace Berry, al grandote palurdo con un corazón
de oro (en la vida real Berry era un cerdo inmundo). Tan pronto como en las
columnas aparecieron ciertas indirectas, obviamente referidas a Haines, sugiriendo
que el actor era marica, cundió el pánico en el Departamento de Relaciones
Públicas de la MGM. De inmediato fabricaron una tonelada de material de prensa
para difundir la «noticia» de que Haines se había enamorado repentinamente de
Pola Negri. Los fans se vieron beneficiados con fotos de la enorme cama que Pola y
Billy compartían cuando se casaron.
Pero las cosas fueron de mal en peor. Haines amaba a su amigo Jimmy
Shields, su antiguo doble, pero, como a la mayoría de los homosexuales —como a
la mayoría de los hombres—, de vez en cuando le gustaba echar una canita al aire.
Sentía algo por los uniformes. Él mismo los había llevado en Tell it to the marines,
West Point y Navy Bines. Le gustaba ponerse ropa militar; pero le gustaba aún
mucho más disfrutar de soldados de verdad en los barrios bajos de Los Angeles.
L.B. Mayer, informado al instante de la redada, explotó. Hacía apenas unas
semanas que, picado por los rumores de las columnas de chismes, el inflexible,
cuadrado y braguetero cacique le había dado al hermoso conquistador gay un
ultimátum: o arrojaba a Jimmy Shields a un pozo y se agenciaba una esposa bajo la
forma de Pola Negri —o cualquier otra actriz respetable—, o podía despedirse de
su carrera. Cuando se enteró de que había sido arrestado, Mayer despidió a Haines
al instante. Por lo demás, la vieja rata decidió que aquello no era un mal negocio.
Encuestas recientes demostraban que la popularidad del actor de treinta y tres
años, el estudiante de secundaria más viejo de Norteamérica, se hallaba en declive.
(Las convicciones morales de Mayer eran tan flexibles como la gomita con que se
sujetan los billetes de dólar. Cuando, una década más tarde, otra estrella de la
MGM se vio en un brete similar, Mayer consiguió anular los cargos morales —cosa
nada difícil en una ciudad de grandes empresas como Los Angeles— y siguió
dando trabajo al muchacho. Es que el rubio en cuestión era todavía taquillero).
El «reverendo» Van Johnson asedia a la «mascota» Bob Cummings
Los capitostes eran una mafia; Mayer se cercioró de que ningún otro estudio
empleara a Haines. Este filmó dos cortos en la Mascot, un estudio de cuarta
categoría, y nunca volvió a aparecer en película alguna. Algunos libros de cine
suelen incluirlo con John Gilbert entre las víctimas del sonoro. Pamplinas. Tenía
una voz excelente, del todo adecuada a su imagen cinematográfica, como
cualquiera de sus films sonoros puede demostrar. La verdad lisa y cruda es que lo
purgaron por marica.
El decorador Haines y dos clientes, los Frederic March
Que nadie derrame lágrimas por Billy. Llevó una buena vida y muy sensata.
Estudió sus jugadas —y sus jugueteos— con el mayor cuidado. Ya en 1930,
mientras astros del cine mudo más intachables que un sacristán y renombradas
divas condenadas por tener voz de trompetín caían en la cuneta, Haines sentaba
las bases de su segunda carrera. Siempre había sido un apasionado aficionado al
diseño decorativo y tenía un excelente gusto. En 1930, inició a su «secretario» (léase
amante) y doble Jimmy Fields, en el negocio de la decoración, manteniéndose él
mismo en calidad de socio en la sombra.
La empresa funcionó moderadamente bien durante algunos años. Haines,
absorbido aún por el cine, nunca tenía tiempo de decorar una casa entera. Cuando
su carrera cinematográfica naufragó, tres grandes estrellas, que pasaron a ser
amigas para toda la vida, que apreciaban su talento, sus buenos modales y su buen
humor de chismoso y para quienes Haines era una suerte de hermano/hermana —
Carole Lombard, Joan Crawford y Marion Davies—, le ofrecieron una incalculable
ayuda para salir adelante en su nueva actividad.
(Años después, Clark Gable, ya casado con Carol, al fijarse que su mujer era
extremadamente cariñosa con todos los hombres de Hollywood, le preguntó algo
molesto: «¿No tienes acaso ninguna amiga?». Y ella contestó: «Tengo a dos grandes
amigas: Mitch Leisen y Billy Haines»).
La casa de la Lombard fue el primer gran encargo personal de Haines; lleva
su nombre inscrito en ella. Rehusó el cheque que la deliciosa rubia le había
firmado. «Me ofrecí a hacer el trabajo sin cobrar nada sabiendo que, si a la gente le
gustaba, mi negocio iría luego sobre ruedas».
Haines se hizo muy amigo de Marion Davies en 1928, durante el rodaje de
Espejismos, en la que ella encarnaba a Peggy Pepper, una valerosa muchacha que
llega a Hollywood en un Ford destartalado y se enamora de Billy Boone (Haines),
un joven actor cómico de la compañía de Mack Sennett. Cuidadosamente dirigido
por King Vidor, Haines logró su más brillante y controlada interpretación. Es una
de las pocas grandes comedias cinematográficas sobre el cine y la mejor película
tanto de Marion Davis como de Haines.
Era frecuente encontrar a Haines y Jimmy en San Simeon. Hearst era tímido
y un poco avinagrado con los amigos de Marion, pero el encantador Haines y el
escritor Gene Fowler eran de los pocos capaces de vencer su reserva. A Haines le
encantaba la mansión de Hearst y su descabellada acumulación de antigüedades
de incalculable valor, animales salvajes y domésticos y kitsch de calidad. Años
después de su expulsión de la MGM, Haines le confesaría a Hearst: «Sabes, en
realidad fuiste tú con tu San Simeon quien me inició en la decoración. Antes de
estudiar las reliquias que tienes aquí, yo no hubiera podido distinguir un jarrón de
una tetera».
Muy pocos fueron los amigos de Marion invitados al funeral de «Mama
Rose» Douras, madre de la actriz, y Haines fue uno de ellos. También estuvo
presente en la memorable velada de 1933 en la que, durante su única visita a los
Estados Unidos, George Bernard Shaw fue recibido por Hearst.
La Cuadrilla de los Listos: Bob Montgomery, Noel Coward, Joan Crawford y Bill
Haines.
El momento más brillante de Haines en San Simeon tuvo lugar durante una
fiesta en honor de Elinor Glyn. (Ella había escrito Tres semanas, una de las primeras
películas de Haines; su derecho a la fama, sin embargo, se asentaba con mayor
firmeza en la invención de «Eso». Había decidido que Clara Bow era el epítome de
«Eso». Inmediatamente se produjo un film llamado It [Eso], protagonizado por
Clara, quien así entró en los anales del cine como la chica con «eso». Miss Glyn
aparecía incluso en la película explicando de qué iba ese «eso». Lo definía como
«un extraño magnetismo que atrae a los dos sexos». Tener o no tener «eso» pronto
se convirtió en Hollywood en una de las grandes preocupaciones). La
autosuficiente Miss Glyn se encontraba cerca de la piscina intercambiando
plácemes y cumplidos, cuando de pronto se volvió hacia Haines y anunció a la
concurrencia que, definitivamente, él no tenía «eso». En aquel mismo instante,
Jerry, el bebé chimpancé de Hearst, que había estado escuchando el discurso de
Glyn, defecó y le tiró algún mojón. Mientras intentaba frenéticamente quitarse la
caca del mono de los ondulantes fulares, velos y turbantes, Haines aprovechó para
señalar: «Bueno, al menos todos podemos comprobar que usted «tiene “eso”».
Haines había trabado amistad con Joan Crawford (o Lucille LeSueur, como
se la conocía entonces) en cuanto llegó a la MGM, en 1925. Se había ocupado de
presentarle a los poderosos y de explicarle cómo debía tratarlos. Gracias a Haines,
Crawford había conocido a Carey Wilson, quien la había lanzado como Miss MGM
1925 en un corto promocional para la convención anual de exhibidores. Luego
actuarían juntos en cuatro películas: Sally, Irene and Mary, Spring Fever, West Point y
The Duke steps out.
La Legión Blanca se moviliza
Franklin Pagborn y Marcel Silver, codirector del Hollywood Ballet: invitados de
Haines
La Legión Blanca: capuchas en la noche
Una noche de 1932, Haines estaba sentado junto a Franchot Tone en una
cena chez Tallulah Bankhead. Tone contó algunas anécdotas desagradables sobre la
Crawford que circulaban por la ciudad. Haines lo reconvino: «No vuelvas a decir
una sola palabra sobre ella sin antes haberla conocido. Apuesto a que, si la conoces,
te enamoras de ella». Lo cierto es que se conocieron, actuaron juntos en Vivamos
hoy y se casaron. En realidad, meses antes de casarse ya convivían en la casa de
Joannie Brentwood, decorada por Haines con una combinación de muebles
ingleses antiguos y modernos.
La casa de Joan se transformó en una suerte de estudio, donde la estrella
podía representar a sus anchas el papel de la queridísima Mommie para mayor
placer de fotógrafos y revistas de fans. El espacio más amplio, diseñado para ella
por Haines, era el que Joan llamaba «mi taller» y tenía estricto carácter privado.
Resplandeciente de luz, de cromo y cristal, parecía un quirófano, pero de hecho era
su vestidor. Tenía mesas de masaje, un secador de pelo que desaparecía en la
pared, una extensa barra circular para colgar la ropa, cómodas de vidrio y
suficientes estantes como para sus doscientos pares de zapatos. Haines había
creado para ella un sistema de iluminación deliberadamente cruel —esa áspera luz
focal que encienden en los bares cuando quieren echar a la clientela a la hora de
cerrar—, de tal manera que, si su maquillaje era correcto allí, podía seguro pasar
bajo cualquier tipo de luz. Muchas de las horas íntimas más placenteras de Joan
transcurrían en su «taller» donde, con ayuda de los pequeños aportes de Haines,
iba creando a Joan Crawford.
Haines solía visitar a Joan con su amante, Jimmy (para ellos, la Crawford era
«Cranberry», o sea «Arándano»). No eran pocos los «tíos» que se dejaban caer por
la residencia de los Brentwood, casi siempre pará arrullar a Mamá. El «tío Willie» y
el «tío Jimmy» sólo se arrullaban mutuamente y eran grandes favoritos de
Christina Crawford. A menudo Mamá aseguraba a la niña que tío Willie y tío
Jimmy formaban el matrimonio mejor avenido de la ciudad.
Tío Willie y tío Jimmy jamás olvidarían la noche de 3 de junio de 1936: no
sería precisamente una noche idílica.
Los Hombres del Crepúsculo —apodo con el cual Hollywood obsequiaba a
los homosexuales— llevaban una vida subterránea incluso en los estudios, donde
trabajaban como actores, bailarines, diseñadores, peluqueros, modistos o
maquilladores. Como en cualquier parte, los armarios trasteros eran en la industria
cinematográfica una forma de sobrevivir, y los caballeros [en castellano en el
original (N. del T.)] gays, perseguidos por la homofobia de la gente y las continuas
redadas de la Brigada contra el Vicio, se veían obligados a andar de puntillas por
entre las farolas de Tinseltown.
Haines y su círculo de amigos habían tomado la precaución de evitar las
playas más conocidas de Santa Monica y Malibu. Haines había alquilado una casa
en Moonstone Street, arteria del balneario de El Porto, unos kilómetros al sur de
Manhattan Beach. Siguiendo sus pasos, un grupo de amigos «perfumados» se
había instalado allí para pasar el verano. Era un puñado perfectamente pacífico e
inofensivo de loquitas, un microcosmos discreto pero chispeante, que nada tenía
de las nutridas y babeantes comunidades gays que más tarde florecerían en Fire
Island. Nadie molestaba a los niños ni seducía a los maridos del lugar. Pero, aun en
los años treinta, el condado de Orange era un avispero de reaccionarios, y el
balneario pequeñoburgués de El Porto era el cuartel general de la Legión Blanca,
versión californiana del Ku Klux Klan. Para muchos de estos hombres enfermos de
odio era evidente que en su balneario había desembarcado una numerosa cuadrilla
de alienígenas emplumados y que veían como una amenaza de invasión
extraterrestre.
En un momento de debilidad, durante la Pascua de aquel año, Bill Haines
había teñido de púrpura su perrito, que respondía al nombre de Lord Peter
Whimsy. La mascota color purpúrea era para Jimmy y Billy como el hijo que no
podían traer al mundo; tan clandestino como sus amos, había sido entrenado para
sentirse a gusto en la casa, de modo que, como cualquier Franklin Pangborn de
cuatro patas, el extraño can «reinaba» sobre las fiestas de solteros que ofrecía la
pareja. La playa de El Porto parecía ser un lugar seguro. El excéntrico animalito era
visto con frecuencia corriendo por la arena, acompañado de una troupe de criaturas
alborozadas encroquetadas de arena, que provocaban el asombro de las gaviotas y
acabaron por llevar a la acción a los habitantes del lugar.
Aquella noche, cuando después de cenar Haines y sus amigos salían de la
casa para dirigirse a sus coches de regreso a Hollywood, fueron rodeados por un
grupo de hombres encapuchados con túnicas blancas, quienes les advirtieron que
no regresaran. Tumbaron a golpes a Haines y a Shields y arrojaron huevos y
tomates contra sus coches.
El incidente que había precipitado aquel pandillesco ataque había sido más
bien absurdo. Aquella mañana, en la playa, un niño de seis años, habitante del
lugar, había simpatizado con el colorido grupo de huéspedes de Haines, había
jugado con el perro y les había ido siguiendo toda la tarde. Cuando el avispado
muchachito, cuyo nombre era Jimmy Walker, les siguió de vuelta a la casa, Jimmy
Shields le dio seis céntimos y le dijo que volviera corriendo a la suya. La paranoia
paterna fraguó con esta anécdota una acusación de abusos deshonestos, que
enardeció a un centenar de lugareños y les impulsó a vestir sus túnicas de la
Legión Blanca para descargar su ira sobre la fiesta de Haines. Al día siguiente los
Walker llevaron al pequeño Jimmy a la policía para que declarara, pero la
denuncia fue rechazada por falta de pruebas. Haines nunca volvió a la playa de El
Porto.
Llevan a declarar al pequeño Jimmy Walker
El 22 de noviembre de 1969 el «New York Times» publicó un artículo de
media página titulado: «DIPLOMÁTICO GASTA UN MILLÓN EN DAR LUSTRE
A SU MANSIÓN». El texto informaba que la recién decorada mansión del
embajador de los Estados Unidos en Gran Bretaña, cuya renovación había exigido
un año y costado al dueño, el magnate de la prensa de Filadelfia, Walter
Annenberg, un millón de dólares, infundía ahora tal respeto que molestaba hasta
usar un cenicero.
Durante toda una semana, dos veces al día, Annenberg guió en persona las
visitas que periodistas de muchísimos países hicieron a la residencia. «Trabajamos
como un equipo bajo el mando de Haines», decía el embajador. Annenberg y
Haines se habían conocido cuando éste recibió el encargo de decorar la casa en el
desierto de Annenberg, en Cathedral City, cerca de Palm Springs, obra en la que
trabajó cinco años. La casa del desierto, llamada Sunnyland, había sido concebida
por el decorador como «un gran solarium con orquídeas, piedra volcánica de
México, suelos de mármol rosado de Portugal y habitaciones divididas por
plantas».
Winfield House, la vivienda del embajador en el londinense Regent’s Park,
había sido donada por Barbara Hutton al gobierno norteamericano en 1946. Estaba
repleta de Monets, Gauguins, Cézannes, Van Goghs, Renoirs y ToulouseLautrecs.
La espléndida decoración de William Haines marcó el momento culminante de su
brillante segunda carrera.
Haines murió de cáncer en diciembre de 1973. Legó todo su patrimonio a
sus dos hermanas y a Jimmy Shields. Shields se suicidó al año siguiente. La nota
que dejó escrita rezaba: «Sin Billy nada tiene sentido».
En 1937, apenas Haines hubo terminado la decoración de la espléndida casa
de George Cukor, éste le ofreció una memorable fiesta de homenaje. Se dio cita allí
el todo Hollywood, y todo el mundo recuerda el momento en que, ya de
madrugada, John Barrymore vomitó encima de un antiguo canapé tapizado de
satén.
Clark Gable: secreto inconfesable
El hampa llega a Hollywood
Billy Bioff: el hombre que robó Hollywood
Muy pocas de los millones de personas que anualmente contemplan las
insulsas y soporíferas ceremonias de entrega de los Oscar, conocen la ignominiosa
raison d’être de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. La Academia
fue una criatura pergeñada por Louis B. Mayer, quien en 1927 la lanzó en un
gigantesco banquete en el Ambassador Hotel de Los Angeles. Mayer fundó la
Academia como una «unión de empresas» para combatir la legítima
sindicalización de actores y directores, y para bloquear el surgimiento de
asociaciones de actores. Mayer y los demás propietarios de estudios concebían la
Academia como árbitro de contratos entre los estudios y las asociaciones de
actores. Al haber sido creada por los estudios, bien puede imaginarse su
imparcialidad en el arbitraje.
Todo empezó en 1934 en la Ciudad del Viento (Chicago). Browne y Bioff, un
ex macarra con el cuerpo de un levantador de pesas griego (encarcelado años antes
por dirigir un burdel), querían meterse en el «negocio de los sindicatos» y poner la
cadena teatral Balaban y Katz en un brete. Balaban, principal dirigente de la
cadena (más tarde llegaría a ser presidente y luego jefe del consejo de la
Paramount Pictures), había ofrecido a Browne, representante del sindicato, un
mezquino soborno de 150 dólares semanales para que Browne olvidara cualquier
convenio de aumento de sueldo de los empleados de teatro. Bioff, en
representación de Browne, desechó la oferta y exigió 50.000 dólares a la vista.
Balaban dijo que no. La negativa desató una serie de sabotajes en las salas de cine
de la cadena de B y K: el Oriental, el Tivoli y el Uptown; los films se pasaban hacia
atrás, el musical Una noche de amor, protagonizado por Grace Moore, fue
proyectado sin sonido, la imagen se oscureció en la escena del motel de Sucedió una
noche. Por toda la ciudad patronos en cólera clamaban por su dinero. B y K
empezaron a darse cuenta del poder de Bioff. Cerraron el trato. Pocos días
bastaron para que el alcohol ilegal y las rubias les soltaran las lenguas a Browne y
Bioff. Su reciente independencia económica y sus juergas despertaron la curiosidad
de el hampa.
El siguiente paso de Nitti consistió en proyectar a Browne a una supuesta
presidencia del sindicato a escala nacional. Si esto podía hacerse en la Ciudad del
Viento, podría hacerse también a mayor escala. La estrategia para manipular las
elecciones en la inminente convención de la IATSE en Louisville se delineó en una
serie de encuentros entre Nitti y figuras del submundo tan notorias como Paul
«Camarero» Lucca, Lepke Buchalter de Asesinatos S.A. y Lucky Luciano. Luciano
garantizó que los delegados de Nueva York apoyarían a Browne. Bioff llevó desde
Chicago un escuadrón de matones para asegurarse la elección de Browne.
El nuevo presidente se apresuró a designar a Bioff delegado internacional.
Bioff fue directamente a Tinseltown. A partir de entonces, Browne pasó a un
segundo plano y Bioff se convirtió en el principal negociador del sindicato. Pidió a
Chicago refuerzo de gorilas y matones; las asociaciones que se oponían fueron
sofocadas mediante amenazas y malos tratos. Los trabajadores disidentes de los
estudios fueron convencidos para unirse a la IATSE.
Se dio a entender muy pronto a los jefes de los estudios que si Bioff no
obtenía lo que Bioff buscaba —dinero, y en cantidad—, la industria cinematográfica
quedaría paralizada por una serie de huelgas de proyeccionistas en todo el país.
El poder de Bioff y Browne se extendió de costa a costa, hasta el punto de
que el mismo Nick Schenck, presidente de la Loew’s Inc., que controlaba la MGM
desde Nueva York, pronto les hizo una visita. Bioff exigió 2.000.000 de dólares, o
algo así. Schenck mantuvo una apresurada conferencia telefónica con Sidney Kent,
presidente de la 20th Century Fox. Decidieron formar un frente común contra los
gangsters. Les pareció claro a los dos que, cuando Bioff amenazaba de huelga hasta
el último estudio de Hollywood, no lo hacía de la boca para afuera. Al día
siguiente, Kent y Schenck visitaron a Bioff en su habitación del Warwick Hotel.
Schenck llevaba 50.000 dólares en efectivo en una bolsa de papel marrón; y Kent,
25.000.
Desde la cumbre de su poder, Bioff llegó a tratar a los jefazos de los estudios
como a botones de oficina. En cierta ocasión, cuando el portero de la Warner le
impidió pasar sin credenciales, Bioff telefoneó a Jack Warner y le ordenó que bajara
personalmente a buscarlo. En otra, cuando Bioff se negó a negociar con la
Paramount, el jefe de estudio Ernst Lubitsch se vio obligado a hacerle una visita.
Bioff, además, obligó a los estudios a nombrarlo «agente» suyo para la compra de
celuloide virgen. Jules Brulator, distribuidor de la Eastman en Hollywood, tuvo
que aceptar la extorsión si no quería que una bomba estallara en sus almacenes.
Bioff recibió una comisión de 7 % sobre todo el material comprado por la MGM, la
Fox y la Warner. De este modo el sindicato se hacía con unos 150.000 dólares
anuales.
A cambio de mantener congelados los salarios de los miembros de la IATSE,
Bioff se alzaba con jugosos sobornos. Llegó a recaudar millón y medio de dólares al
año. Estas sumas se repartían con el sindicato.
El principio del fin sobrevino para Bioff cuando sacó de sus casillas al
irritable y escrupuloso editor del «Daily Variety», el viejo Arthur Ungar. Ungar no
pudo ser sobornado ni con dinero ni con amenazas. Muy pronto empezó una
campaña contra la excrescencia de Chicago.
La gota que colmó el vaso llegó cuando el gobierno federal, que había
estado esperando una oportunidad para intervenir, fue alertado por los inspectores
de hacienda que Joseph M. Schenck había extendido a Bioff un cheque por valor de
100.000 dólares. Schenck, presidente del consejo de la 20th Century Fox y
presidente de la Asociación de Productores Cinematográficos, alegó —y más tarde
declaró bajo juramento— que había entregado el dinero a Bioff en concepto de
préstamo. Cuando salieron a la luz las circunstancias reales de ese pago, Schenck
(productor de la mayoría de las grandes películas mudas de Buster Keaton) fue
procesado por perjurio y condenado a un año de prisión. Lo privaron de la
ciudadanía norteamericana. (No obstante, por contribuir habitualmente a las
campañas del Partido Demócrata, Schenck, en seguida recibiría el indulto del
presidente Truman; se le devolvió la ciudadanía y volvió a la Fox en calidad de
productor ejecutivo).
Escarmentados, los jefes de estudios fueron confesando uno a uno cómo
habían manipulado sus libros de contabilidad para ocultar los sobornos que
entregaban al distinguido «delegado internacional» de la IATSE. El 23 de mayo de
1941, ante el tribunal federal de Nueva York, Bioff y Browne fueron acusados de
extorsionar sustanciosas sumas ala Fox, la Warner Bros., la Paramount y la MGM.
Bioff fue sentenciado a diez años; Browne a ocho.
Bioff fue enviado a Alcatraz y no pudo contener la lengua. Dio los nombres
de siete facinerosos de Chicago que lo habían ayudado a tambalear toda la
industria cinematográfica. Uno de los siete era Frank Nitti, ex colaborador de Al
Capone. El día en que se formularon públicamente los cargos, Nitti se pegó un tiro
en la cabeza junto a los raíles de un andén de carga de los suburbios de Chicago.
Una vez cumplida su condena, Bioff se estableció en Phoenix, Arizona, con
el nombre de Willie Nelson, inversor de valores. El 4 de noviembre de 1955 tenía la
intención de visitar la oficina de Phoenix para vigilar sus valores. Subió al coche,
hizo girar la llave y voló por los aires. Nunca se descubrió quién había colocado la
bomba y, si se descubrió, nunca se reveló.
Puede obtenerse una idea general de lo que fue ese sórdido asunto
rastreando en una reunión de Productores y Distribuidores Cinematográficos de
América, convocada para discutir un acuerdo con Bioff. Cuentan que en esa
ocasión Samuel Goldwyn, príncipe de los despropósitos de Hollywood, profirió su
más inefable ocurrencia: «Caballeros», dijo poniéndose el sombrero,
«considérenme metido fuera [include me out)».
Bioff y su abogado durante un descanso del juicio
Curvas peligrosas
Busby Berkeley
Busby Berkeley fue el indiscutido Genio Número Uno del musical de
Hollywood. Es el único director de Hollywood cuyo nombre fisura en un
diccionario. Tenía la imaginación más audaz de la historia de Tinseltown. Antes de
que apareciera en el mundo del cine, los musicales eran comedias teatrales
filmadas. Berkeley eliminó el arco del escenario. Colocaba su cámara en el techo —
a veces más allá del techo— y luego la bajaba con una grúa hasta dejarla a cinco
centímetros del ojo de una hermosa muchacha. Mucho más que rutinarios
números de baile y canciones, sus creaciones acabaron con el tiempo y el espacio.
Hizo fantasías musicales surrealistas, voyerísticas, eróticas y oníricas que hacían
brillar los ojos y excitar los ánimos de medio mundo. Durante la Depresión salvó a
la Warner Brothers de la quiebra y convirtió en arte la geometría de las piernas
femeninas. Y, con todo, ese gran hombre de original talento también era un niñito
de su mamá con algo de monstruo. Neurótico y alcohólico, mató a tres personas
con su automóvil deportivo y más tarde se cortó la garganta y las muñecas en un
sangriento intento de suicidio.
Buzz debutó como actor, niño aún, en una producción de Casa de muñecas en
la que su madre secundaba a la Nazimova. En 1914, se graduó en la academia
militar de Mohegan Lake; durante la primera guerra mundial, dirigió ensayos de
desfiles militares en Francia. Esta experiencia influenciaría sus hazañas de
Hollywood, en las que presidía verdaderos ejércitos de ventiladas coristas,
combinando la destreza del coreógrafo con la del instructor militar.
En 1923, Berkeley se anotaría el primer éxito teatral junto a Irene Dunne en
el papel de «Madame Lucy», un afeminado diseñador de modas, en la comedia
musical Irene. En los años veinte se daría a conocer como uno de los directores de
baile más importantes de Broadway. El hombre que se convertiría más tarde en el
mayor coreógrafo de la historia del cine carecía de toda formación coreográfica.
Berkeley y sus chicas
En 1930, Samuel Goldwyn lo llevó a Hollywood para dirigir los números de
baile de la versión cinematográfica de Whoopee, protagonizada por Eddie Cantor y
producida por Flo Ziegfeld. Entre las primeras chicas que Buzz escogió para la
película se encontraban Betty Grable, Virginia Bruce y Claire Dodd. (B.B. tenía ojo
para el talento femenino; fue también él quien ofreció los primeros papeles
importantes a Verónica Lake, Paulette Goddard y Lucille Ball). En Escándalos
romanos, realizada para Goldwyn en 1933, urdió un lascivo número de
Servidumbre Humana con chicas completamente desnudas: sólo llevaban largas
cadenas y pelucas rubias que les caían hasta las nalgas.
Cuando Darryl Zanuck le pidió a Buzz que creara las secuencias musicales
de La calle 42 para la Warner, el estudio se encontraba en números rojos. El triunfo
de La calle 42, hito en la historia del cine, fue tal que salvó al estudio de la
bancarrota. Buzz fue catapultado hacia la fama y la gloria, cosechando éxito tras
éxito, y su cartera alcanzó las más altas cotas. (No dirigiría un film completo —
trama y números musicales— hasta Melodías de Broadway 1935; más tarde, realizó
algunas películas no musicales, siendo la mejor They made me a criminal. De todos
modos, es indiscutiblemente el auteur de todos los films cuyos números de baile
concibió él. Nadie va a ver Flying high porque la haya dirigido Charles Reisner, ni
Música y mujeres porque le interese el argumento).
En la cumbre de su éxito, la violencia y la tragedia invadieron su vida real.
El 8 de septiembre de 1935 Buzz asistió a una fiesta ofrecida por William Koenig,
jefe de producción de la Warner, para celebrar el final del rodaje de Por unos ojos
negros. Para cuando abandonó la fiesta, había ya tomado una copa de más.
El sonido del claqué
Además del alcohol, andaba muy agotado (ese año había trabajado en cinco
películas, y los hermanos Warner eran patronos inflexibles). Iba a toda velocidad
por la oscura y serpenteante Pacific Coast Highway, rumbo a Santa Ménica
Canyon, cuando perdió el control del descapotable blanco y se pasó al carril de
dirección contraria. Avanzando ya a contradirección, embistió primero a un coche
y luego se estrelló contra otro. Tres de los ocupantes del segundo automóvil
murieron: William von Brieson, su madre Ada von Brieson y su cuñada Dorothy
Daley.
Busby en su adorada grúa
Busby, con su madre Gertrude y su abogado Geisler en la sala de sesiones
Buzz ensayando con Mickey Rooney
Durante estos juicios y tribulaciones, Buzz fue incubando una crisis
nerviosa. Se pasaba las noches fabricando delirios cinematográficos —una
secuencia con Dick Powell de Stage Struck lo entretenía hasta la madrugada—, y a
las nueve de la mañana se presentaba ante el tribunal acusado de asesinato. Más
tarde comentaría: «Es cierto que me declararon inocente, pero verme envuelto en la
muerte de tres personas fue una experiencia deprimente y perturbadora. Tuve
suerte de tener tanto trabajo, probablemente eso salvó mi salud mental».
La madre de Buzz murió de cáncer en junio de 1946, después de una larga y
costosa agonía. Su amada «Reina Gertrude», ella, que había sido el pilar de su
fortaleza. La crisis que le acechaba eternamente por fin hizo presa de Buzz. Bebía
como un condenado; su carrera tambaleaba; acababa de divorciarse una vez más.
En 1943, había dirigido uno de sus films más notables, Toda la banda está aquí, un
música delirante y desaforadamente imaginativo con Carmen Miranda. A
continuación había hecho el regular Cinderella Jones.
En el momento en que murió su madre, hacía dos años que no dirigía una
película. Aceptó la oferta de montar un musical en Broadway, Glad to see you,
protagonizado por Lupe Vélez. Pero la mala suerte no remitía: el show nunca llegó
a representarse en Broadway. Tras recibir algunas noticias negativas, terminó su
andadura en Filadelfia.
«Vals de la sombra» número de Vampiresas, 1933
Buzz se cortó el cuello y las muñecas pocas semanas después de la muerte
de Gertrude. Su criado japonés, Frankie Honda, lo encontró caído en los mosaicos
del baño en medio de un charco de sangre. Frankie rompió una sábana y vendó a
su patrón. Una de las cosas que Buzz dijo cuando se recobraba en la clínica fue:
«Soy historia pasada y lo sé. No me veo capaz por mucho más tiempo. Cada vez
que me caso todo parece salir mal. Estoy acabado. Cuando murió mi madre, todo
pareció acabar con ella».
Más tarde sería admitido en la sección psiquiátrica del Hospital General de
Los Angeles. He aquí la descripción que hizo de aquel laberinto: «Era una
pesadilla. Me arrojaron allí con criaturas mugrientas, balbuceantes, harapientas.
Había tan poco espacio que tuvieron que poner mi colchón en el pasillo, donde
esos seres espantosos pasaban día y noche por encima de mí. Comprendí que, si no
estaba loco, no tardaría en estarlo».
En ese lugar vivió seis semanas. Entró allí pesando 68 kilos y salió con sólo
42. Lo primero que descubrió fue que todo su capital ascendía a 650 dólares. En
1948, su antiguo jefe, Jack Warner, lo contrató para supervisar los números
musicales de Doris Day en Romanza en alta mar. Fue un lento retorno, sobre todo
porque su peor enemigo seguía siendo la botella. En 1949 convenció a Arthur
Freed de que le permitiera dirigir una vez más para la MGM. El resultado sería la
deliciosa Take me out to the ball game, protagonizada por Frank Sinatra y Gene Kelly.
Buzz no había perdido ni un ápice de su habilidad como director. Sin embargo,
aquél fue su último film como director; trabajó en ocho películas más, pero
limitándose a crear y dirigir los números musicales. Algunos de éstos se cuentan
entre los mejores que hizo: los ballets acuáticos de Escuela de sirenas y Easy to love, la
demencial escena del tótem en Rose Marie y la danza aérea de los trapecios en
Jumbo.
Busby reducido tras intentar suicidarse
Jumbo, realizada en 1962, fue la última película en la que trabajó Buzz.
Moriría en 1976. No obstante, los últimos años de su vida, no estarían
ensombrecidos por el olvido. Grandes retrospectivas de su obra se exhibieron en la
Cinemateca Francesa de París y en el Centro Cultural de Nueva York. Se
publicaron varios libros sobre sus films. Era constantemente entrevistado y varias
universidades lo solicitaron como conferenciante; la televisión había familiarizado
con su trabajo a toda una nueva generación. Pasó a ser una entrada en los
diccionarios de slang. Un Busby Berkeley ya es, por supuesto, un número musical
extremadamente elaborado.
Hilera de piernas para Footlight parade
La resurrección de Buzz llegó a su apogeo en 1970, cuando los productores
de una moderna versión de la comedia No No Nannette lo contrataron como jefe de
producción del espectáculo, protagonizado por Ruby Keeler, estrella de varios de
sus mejores films en la Warner en los años treinta. A los setenta y cinco años, pues,
volvía al espectáculo seleccionando a coristas: observando a 350 pares de piernas
entre las que debía elegir una fila de coro de 22. El espectáculo fue un gran éxito.
La noche del estreno de No No Nannette, el 19 de enero de 1971, Busby Berkeley
recibió una vez más la calurosa ovación de un público puesto en pie.
Maniobras militares: Berkeley diagrama la acción de su ballet acuático
En la piscina
Las dos caras de Tinseltown
Lionel Atwill: dos caras
«Fíjese. Uno de los lados de mi rostro es suave y amable, incapaz de
cualquier otra cosa que no sea el amor al prójimo. El otro lado, el otro perfil, es
cruel, destructivo y malvado, capaz tan sólo de lascivia y oscuras pasiones. Todo
depende del lado de mi rostro que mire usted, o la cámara. Todo depende de cuál
de los dos mira la luna cuando sube la marea».
Estas sorprendentes palabras fueron las que empleó una vez Lionel Atwill
para describirle a un entrevistador el asombroso rostro del propio Lionel Atwill.
Alfa y omega de lo angelical y lo demoníaco, aquel rostro era un don divino para
un actor que dio vida en la pantalla a cierto caballero suave, educado e
inefablemente siniestro: Mister Lucifer. Traten de oír esas palabras acariciadas por
la meliflua, barítona voz de órgano inglés de Atwill, una voz que, apoyándose en
una impecable dicción, podía hablar alto y bajo de cosas realmente terribles en
tonos matizados de estudiadas entonaciones. Escúchenla otra vez, e intenten oír la
autoritaria voz de barítono que más tarde, en la vida real, en 1941, mentiría como
un caballero en el banquillo de los testigos: «No soy culpable, Señoría».
En 1928, Atwill y un grupo de detectives irrumpieron en un apartamento
del 59 de la calle 68 Oeste en Nueva York y descubrieron juntos a Mrs Atwill (la
actriz Elsie McKay) y el protégé de él, Max Montesole. El actor pidió el divorcio y
poco después se casó con Louise Cromwell, heredera de la fortuna de los
Stotesbury de Filadelfia, que acababa de divorciarse a su vez del futuro general
Douglas MacArthur.
En 1931, Atwill recorrió el país con The silent witness; cuando la obra terminó
su temporada en Los Angeles, protagonizó la adaptación cinematográfica, su
primer trabajo en Hollywood. Interpretaba el papel de un hombre que comete
perjurio ante un tribunal. Extraña premonición de lo que le ocurriría en la vida
real.
Su siguiente película fue una de las obras de terror más extrañas de los años
treinta. En 1931, la Universal había hecho una fortuna con Drácula y Frankestein.
Entonces, como ahora, las películas de terror causaban sensación en los períodos
de crisis. Aunque la Depresión asfixiara a las masas, decenas de miles de
norteamericanos preferían a una comida, asustarse con los monstruos imaginarios
que por unas horas les ayudaban a olvidar los problemas económicos. La Warner
lanzó a Atwill en la insuperable Dr. X (1932). Esta obra singular inscribió de una
vez por todas al actor en la historia del celuloide. Con peculiar agudeza, el
historiador cinematográfico William Everson describiría los ojos de Atwill
brillando «como neones satánicos» en Dr. X. El film tiene detalles para todos los
gustos: canibalismo, descuartizamiento, violación y necrofilia, con la picante
propina de la erótica excitación de Atwill al ver cómo Preston Foster se desenrosca
el brazo artificial.
Al año siguiente, Atwill volvió a mostrarse devastador interpretando para la
Warner al desfigurado escultor de Los crímenes del Museo de Cera, dirigida, como
Dr. X, por Micnael Curtiz y con decorados de Antón Grot. Estos expertos europeos
conspiraron para dar al film una apropiadamente sórdida y sugerente atmósfera
de expresionismo alemán. Lo rodaron en un suculento pero contenido Technicolor
de dos colores, y la memorable escena cumbre ocurría cuando, Fay Wray, la Gran
Aulladora de los años treinta (ese mismo año había tenido que vérselas con King
Kong), golpeaba el rostro de Atwill para huir de él y, desgarrando la máscara,
revelaba la chamuscada faz del monstruo oculto.
A esas alturas Atwill se había convertido en la quintaesencia del científico
demente del cine de Hollywood. En el personaje del chiflado doctor Von Niemann,
en El vampiro (1933), le ofrecería a Fay Wray otra ocasión de gritar y, ese mismo
año, en Murders in the Zoo, encarnaría a un hombre que se sirve de animales para
matar a los supuestos amantes de su esposa. (La primera escena lo muestra
cosiendo los labios de una víctima, en medio de la jungla, para dejarla a merced de
las fieras). Atwill no sólo hizo gran parte de los diálogos de sus personajes
psicóticos, sino que su escalofriante voz añadía matices de depravación que los
guionistas jamás hubieran podido soñar.
Mr. A. hizo de loco en The sun never sets, Man made monster y The mad doctor
of Market Street, y lo hizo hasta su último largometraje completo, Genius at work, en
1946, en el cual da vida a un notorio asesino apodado El Cobra.
Si bien la demencia científica era su producto de mayor venta, y durante
años engrosó con esos papeles su cuenta bancaria, Atwill también era capaz de
llevar a cabo soberbias actuaciones en papeles que poco tenían que ver con sus
personajes lunáticos. Fue el caso de The devil is a woman, de Von Sternberg, basada
en la novela de Pierre Louys, La mujer y el pelele. Atwill encarna en ella a Don
Pascual, un oficial del ejército a quien su relación con Concha (Marlene Dietrich)
precipita en la debacle emocional y la ruina; en su papel de masoquista, que
consiguió hacer simpático a los ojos del público, ostentaba un misterioso parecido
físico con Von Sternberg, mentor de Marlene en la vida real. Asimismo, en El hijo
de Frankestein, por una vez del buen lado de la ley, convirtió al comisario Krogh, a
quien el monstruo había arrancado un brazo de cuajo, en un personaje inolvidable.
Los masturbatorios jugueteos con su prótesis que Krogh practica durante toda la
película —hasta el momento álgido en que el monstruo le arranca también el brazo
artificial— prefiguran extrañamente al Dr. Strangelove de Stanley Kubrick.
Atwill coprotagonista con Marlene Dietrich en The devil is a woman
En apariencia, su matrimonio con Louise Cromwell era feliz y equilibrado.
Ella llegó provista de las mejores credenciales de la buena sociedad. Los Atwill
entraron con buen pie en las esferas exclusivas de Tinseltown y eran invitados
habituales en casa de Hearst y Marion Davies. El hermano de Louise fue pronto
nombrado embajador en Canadá. La propia Mrs. Atwill era descendiente directa
de Oliver Cromwell por su padre, Oliver Eaton Cromwell, fallecido en 1909. La
madre de Louise, Eva Cromwell, dirigió su interés hacia uno de los hombres más
ricos de los Estados Unidos, y lo cazó: Edward Stotesbury, financiero internacional
y socio de J.P. Morgan. (Aunque en su vida había leído un libro, gracias a los
auspicios del marchand Duveen, adquirió una de las más importantes colecciones
de obras de arte de los Estados Unidos).
Para Eva Cromwell y sus hijos, Stotesbury hizo construir Whitemarsh Hall,
el palacete más imponente jamás alzado en la vieja Filadelfia. Eva supervisó en
persona el proyecto y la construcción de Brooklands, la inmensa mansión
georgiana que, a modo de «regalito», Stotesbury edificó en Maryland para Louise.
(Más tarde, al casarse con MacArthur, Louise la rebautizaría con el nombre de
Rainbow Hill). Henrietta Louise Brooks Cromwell MacArthur Atwill era una
mujer de múltiples facetas: una de ellas estaba obviamente interesada en la gente
de alcurnia.
El apetito sexual de los Atwill es lo que les había unido; la causa de la
primera riña seria en su Edén doméstico fue una serpiente. A Lionel le excitaba lo
exótico, las emociones peligrosas. Entre película y película su pasatiempo favorito
—no compartido por Louise— era el de presenciar en Los Angeles juicios por
asesinato. Durante el rodaje de Murders in the Zoo se encaprichó de una compañera
de trabajo: Elsie, una ondulante pitón de cinco metros entrenada para el cine, sin
hogar, y que amaba a los seres humanos. Louise etc., que no se había negado a la
eventual incorporación de una doncella o un chófer al lecho conyugal, prohibió la
entrada a Elsie. Cuando cinco metros de potenciales costosos zapatos de serpiente
diseñados por I. Miller entraron en la casa, Mrs. Atwill amenazó con irse.
En 1939, la gatita de Lionel Atwill se hartó de las fuentes de nata de su amo.
Se fue de casa para siempre y pidió la separación alegando que su marido era un
hombre de «carácter amargo». Se trasladó a Washington D.C., donde no tardaría
en atraer a sus propios fans como conductora de un popular programa radiofónico
de sátira política, titulado «Las cenas de Mrs. Atwill», en el que se ensañaba con las
más altas figuras del gobierno.
Atwill y amigas, incluida Rita Hayworth
Pero volvamos a d’Este Drive. Abandonado con su solitaria líbido en la
espaciosa finca, en compañía se amantepitón Elsie, de media docena de
dobermans entrenados para la cama y de un locuaz guacamayo llamado Cópula,
durante la semana el guardián de zoológico Lionel Atwill mantenía la rígida
disciplina laboral inherente a toda pieza del engranaje de un estudio. Pero, los
sábados y domingos, se tomaba con creces la revancha.
Atwill y Kathleen Burke en Murders in the Zoo
En el abrasador invernáculo de Hollywood, en la imaginación erótica de
Atwill habían germinado floridas fantasías que ahora podían realizarse. Al igual
que Rodolfo Valentino, tras separarse de su fata morgana, Natacha Rambova, se
dedicó a escenificar orgías para distraerse de la soledad que iba apoderándose de
él en Falcon Lair. El solitario científico demente de la pantalla podía ahora emplear
su casa como escenario de libidinosas fiestas de fin de semana. Entre los más
conocidos habitantes de Tinseltown que regularmente acudían a desmelenarse en
las partouzes de Atwill, estaban los directores Eddie Goulding y Joe Von Stemberg,
y el actor Victor Jory.
El público cinematográfico al principio de los años cuarenta, secretamente
lascivo e hipócritamente envidioso porque jamás había sido invitado a uno de los
festines de Hollywood, pronto aprendió, gracias a una avalancha de titulares
sensacionalistas, que una pareja monógama copulando en postura canónica no era
la panacea sexual. Apenas estalló el escándalo Atwill, los periódicos evocaron las
orgías de la antigua Roma y la Arabia de las 1001 noches, en las cuales los
«paganos» parecían entregarse a toda suerte de festejos carnales. Los titulares de
todo el país se hicieron eco de los cargos formulados en un tribunal de Los
Angeles: Lionel Atwill era el equivalente erótico del maestro Leopoldo Stokowski;
dirigía, no un batallón de dotados instrumentistas y conmovedoras sinfonías, sino
que bajo su batuta se organizaban excéntricos, estetizantes y artísticos grupos
humanos entregados a saturnalias.
Al igual que para la inmortal Mae, el sexo era para Lionel un hobby
absorbente. Su criterio en la preparación de la lista de invitados que podían cruzar
las puertas de su fortaleza de roble y hierro forjado era extremamente rígido: no
sólo había que poseer un buen cuerpo y cierta resistencia, sino un gusto especial,
refinado, por el ritual, el teatro y los caprichos sexuales, componentes esenciales de
las fantasías de toda auténtica imaginación erótica de envergadura. Atwill llegó al
extremo de exigir que sus invitados se sometieron a revisiones higiénicas como
precaución contra las enfermedades venéreas. Las reuniones en Casa Atwill nunca
generaron esa clase de escándalos que habrían podido provocar grietas en las
líneas de coristas de Busby Berkeley. Sin embargo, al final ocurrió algo mucho
peor: dos tías se fueron de la lengua. En cierta ocasión, el místico inglés Aleister
Crowley señaló: «¡Es inevitable que en toda reunión de trece personas alguien
resulte ser Judas!». Veintiséis invitados asistieron a la memorable fiesta que Atwill
ofreció en la navidad de 1940, y la observación de Crowley se volvió fatalmente
cierta: dos Judas con faldas hicieron lo posible para arrastrar por los pelos a su
anfitrión hasta la cima del Gólgota.
A los pocos días, con ocasión de la fiesta de Navidad ofrecida en 1940 por
Atwill, ella volvió a Este Drive con Sylvia y una despampanante peluquera
llamada Láveme Lolito. El año que estaba por terminar había estado conmovido
por distantes pero sostenidos tambores de guerra, y Norteamérica se aprestaba a
entrar en una nueva década bajo el signo del miedo y la incertidumbre. Pero,
paradójicamente, esa angst salpicaba los llanos y las colinas de Hollywood con
chispas de excitación. La desagradable realidad es que para mucha gente la guerra
es un afrodisíaco. Norteamérica se hallaba bajo el influjo de Marte. Todo podía
ocurrir, los sentidos percibían peligros inminentes, hasta el cielo podía caer.
Incluso en la bien soleada California, la gente se sentía repentinamente amenazada.
En algún lugar acechaban los japoneses…o a lo mejor los marcianos, cortesía ésta
de la versión radiofónica que hizo Orson Welles de La guerra de los mundos.
Los crímenes del Museo de Cera: culto a la pulcritud
Virginia López y Sylvia (dcha): escándalo en la farándula
En la fiesta de Atwill no había japoneses ni marcianos, pero sí un
inverosímil adorno navideño que recibía a los invitados en el umbral: en el tejado
de la casa había un desproporcionado trineo. El científico demente había decidido
que era hora de ponerse alegres. Engalanado con el disfraz de Santa Claus, Atwill
exhibía un espléndido humor; sus expresivos ojos brillaban, su barba platino.
Harlow resplandecía. Gracias a una concesión de la sección vestuario del estudio,
el cuello del traje de terciopelo rojo era de auténtico armiño. Atwill había
concebido la velada en el espíritu de los antiguos ritos precristianos de la
natividad, una fiesta de la fertilidad para saciar a Jack Frost y celebrar el solsticio
de invierno con adecuada exuberancia. Lo había programado todo hasta el último
detalle: tras la cena, el café y el coñac, una señal daría inicio a la orgía. El detonante
sería un acorde, en el gran piano de cola de Alee Templeton (el pianista ciego con
el cual se contaba por no poder ver pecado alguno) con el que empezaría «El
Danubio azul». Más de un cuarto de siglo antes de que la acariciante melodía de
Strauss se fundiera con las deslizantes imágenes rotatorias de una estación espacial
en 2001 de Kubrick, esa misma música acompañaba el ballet d’hiver
cuidadosamente urdido por Lionel Atwill.
No bien el Steinway dejó oír los primeros compases de Strauss, la barba de
Santa Claus desapareció, como una máscara en Iván el Terrible. ¡Hop!, cayó el cojín
que hacía de barriga de Santa Claus mientras desaparecían los smokings, los trajes
de noche de Adrián, los calzoncillos de Sulka y la ropa interior de Antoinette. El
reglamento de la casa obligaba a dejarse puestas las joyas: ¡aquella noche las
pulseras de brillantes decorarían más de una espalda con hermosos rasguños! El
show de Lionel Atwill hubiera merecido equipararse a las escenas censuradas a La
viuda alegre de Von Stroheim. Ninguno de los presentes olvidaría aquella noche,
aunque algunos tendrían buenos motivos para arrepentirse.
La fiesta de Navidad en Pacific Palisades pasaría a ser un caso judicial a raíz
de un pleito cuyo lugar de origen no fue California, sino una pequeña ciudad
llamada Hibbing, en Minnesota. El día en que Sylvia fue por primera vez a Este
Drive ya estaba embarazada. Algunas semanas más tarde, a comienzos de 1941, su
estado era ya manifiesto y ella no tenía ni un céntimo «para cuidarse a sí misma».
Escribió a su casa pidiendo a sus padres una considerable cantidad de dinero; su
padre, el masajista, sospechó algo y fue a ver a la policía local, que se puso en
contacto con la de Hollywood. Recogieron a Sylvia en los Apartamentos Lido y la
metieron en Juvenile Hall, un reformatorio para jóvenes. Virginia llamó enseguida
a Atwill, Frenke y Carpenter para informarles de que Sylvia estaba en manos de la
ley y que se armaría la gorda si se iba de la lengua. Aunque nadie podía haber
acusado a Atwill de ser responsable del estado de Sylvia, él se portó como un
caballero y les dijo a sus amigos que estaba dispuesto a dar a las mujeres todo el
dinero que pidiesen. Frenke temía que cualquier escándalo publicitario en torno a
él echase a perder la carrera de su esposa (aunque los días de gloria de Anna Sten
hubieran ya pasado hacía tiempo).
Carpenter, víctima de una mala racha, fracasaba una temporada a la sombra
por saldar deudas con cheques sin fondos. En la cárcel se volvió vindicativo y
decidió que él había sido quien había salvado a Atwill y que, ahora que necesitaba
ayuda para salir de allí, nadie le echaba una mano. Escribió al gran jurado diciendo
que estaba dispuesto a contar la verdad sobre la fiesta de Navidad. Carpenter le
entregó al fiscal una lista completa de los asistentes y corroboró la historia que año
antes había contado Virginia, añadiendo detalles picantes acerca de la orgía y las
películas. Atwill fue nuevamente citado y, por consejo de su abogado, se acogió al
derecho de silencio para evitar hacer declaraciones que pudieran comprometerle.
El estatuto de limitaciones se había agotado con la antigua acusación de contribuir
a la corrupción de Sylvia. Sin embargo, podían aún condenarlo por perjurio.
Aterrado como una víctima de las películas de Lionel Atwill, éste fue a ver a Isaac
Pacht, juez y abogado bien conocido en el mundo del cine, quien le aconsejó
fervientemente que dijera la verdad. Cuando se enfrentó por segunda vez con el
jurado, de pronto recordó que alguna vez había tenido unos pocos films pornos.
Los había alquilado para entretener a un amigo suyo que era oficial de la Policía
Montada del Canadá. Según admitió, el jinete había sido invitado a su casa y se
habían proyectado esas películas durante una fiesta organizada, pero él mismo no
as había visto nunca. Si en alguna ocasión alguien las había proyectado en su casa,
habría sido sin que él lo supiera; probablemente había estado fuera, jugando al
tenis. Negó toda conducta inapropiada en su casa y añadió que estaba siendo
objeto de un intento de difamación. El jurado de 1942 no se dejó convencer: dictó
un auto de procesamiento por delito de perjurio ante el jurado de 1941.
El juez McKay, responsable de la sentencia, examinó el caso y decidió: «Si
bien este tribunal no perdona violación alguna de la ley, se ve obligada a tener en
cuenta las circunstancias del caso. La persona que interpuso esta queja contra
Lionel Atwill no actuaba guiada por un sincero deseo de justicia y, por mi parte,
estoy convencido de que la justicia ha cumplido ya su fines». Exoneró a Atwill de
todos los cargos con estas palabras: «Desde ahora, Mr. Atwill, se encuentra usted
en situación de decir sinceramente que no ha sido un convicto por felonía». Atwill,
con los ojos llenos de lágrimas, dio las gracias al juez y abandonó precipitadamente
la sala en medio de una tormenta de flashes.
Louise acabó por obtener el divorcio en junio de 1943 y, aunque ya tenía una
gran fortuna propia, recibió considerables bienes a modo de indemnización.
Instalada en Washington durante las escandalosas desventuras de su esposo en los
tribunales, había recibido una tonelada de cartas llenas de odio, escritas por
potenciales linchadores, incluyendo a varias madres de personajes famosos, en las
cuales se le sugería que una mujer que era capaz de dejar a MacArthur para
entenderse con un maniático sexual de Hollywood tenía el deber patriótico de
infligirse el harakiri. Louise rehusó la propuesta y comentó ante sus amigos de
Washington que, si alguna vez se le ocurría revelar todo lo que sabía sobre el
general MacArthur y sobre Atwill, algunas personas se verían «más sacudidas que
Alaska durante el terremoto». Finalmente prevaleció la cuna y, al menos en
público, Louise mantuvo cerrada su aristocrática boca.
Atwill ya no se sentía como en su casa en Hollywood. La ciudad, enclavada
en una polvorienta región de sequías, habitada sobre todo por colonos y nómadas
del Medio Oeste era, y en más de un sentido lo sigue siendo, un Kansas de la
moralidad. El actor fue exonerado a los ojos de la justicia, pero a los ojos de
Tinseltown pasó a ser un científico demente non grato.
Se fue a Nueva York en busca de trabajo en Broadway. No tuvo ofertas.
Cuando regresó a Hollywood, si bien no lo boicotearon oficialmente, ninguno de
los grandes estudios volvió a darle nunca un papel importante. La Universal se
dignó a concederle cortas apariciones en un par de largometrajes y algunas series.
Fue entonces cuando Lionel Atwill, que había actuado en varios de los mejores y
más prestigiosos films de Hollywood en la década de los treinta, que había sido
dirigido por los directores más talentosos —Frank Borzage, Michael Curtiz,
Rouben Mamoulian, Tod Browning, James Whale, Henry Hathaway, Alian Dwan
y Josef Von Sternberg—, que había trabajado con toda una galaxia de estrellas —
Irene Dunne, Marlene Dietrich, Myrna Loy, Claude Rains, Lionel Barrymore,
Spencer Tracy, Rosalind Russell, Errol Flynn, Olivia de Havilland, Dolores del Rio
y Margaret Sullavan—, tuvo que conformarse con un empleo en el estudio más
miserable de la Cadena de la Pobreza: la Producers Releasing Corporation. Allí,
junto a artistas como Marcia Mae Jones, Douglas Fowley y Sharon Douglas, trabajó
bajo la dirección de Steve Sekely y Terry Morse. En la PRC, cuyo director era el
indómito ex contable León Fromkess, Atwill quedó relegado a películas «rápidas»
que se rodaban en cinco días. Repetir una toma se consideraba extravagante.
Cuando trabajaba en una serie llamada Lost city of tbe jungle murió repentinamente
de pulmonía. Las escenas que faltaban las completó un doble.
«Mediodedo»
Big Bill Tilden, as de la raqueta
William Tatem Tilden II, más conocido como Big Bill Tilden, era la figura
absoluta del tenis norteamericano allá por la segunda década del siglo XX.
Hollywood lo mandó amar. Provisto de sus raquetas, Tilden vino corriendo y
protagonizó varias películas mudas del estilo Buen Chico Estudiante Virginal a la
Americana. En los años treinta pasó a ser rostro habitual de los documentales
deportivos de la Universal e hizo de comentarista para algunos films de la British
Lion.
Aunque en la pista fuera una fiera, Big Bill era de una timidez tan
enfermiza, tan patológica (el embrujo de Mamá) que jamás se atrevía a desnudarse
en el vestuario ni en la ducha. No solía siquiera bañarse después de un partido
movido. Su tufo era legendario: el fétido olor a cabra que desprendían los sobacos
de Tilden bastaba para provocar el desvanecimiento de una chica a quince metros
de distancia. Si alguna vez tuvo un amigo íntimo éste jamás se lo dijo.
Tilden era la celebridad agasajada en las pistas de Hollywood durante los
años veinte: jugó con Valentino, Louise Brooks, Clara Bow, Ramón Novarro y
Chaplin.
Big Bill Tilden y Junior Coghlan en Gallagher
Tenía veintinueve años cuando una uña infectada lo condujo a una
operación durante la cual hubo que amputarle la punta del dedo mayor. No por
eso dejó de jugar bien, pero se ganó un nuevo apodo: de «Maloliente» pasó a ser
«Mediodedo».
Como suele ocurrir con las amputaciones, la parte que faltaba —el trozo del
dedo de Tilden cortado—, pasó a ser objeto de erotización.
La vida sexual de Big Bill estaba en sus dedos: los histéricos estallidos
emocionales de su mamá lo habían dejado impotente. Cuando al cabo de muchos
años de paidofilia furtiva finalmente cayó sobre él la garra de la ley —el 23 de
noviembre de 1946—, la policía de Beverly Hills lo acusó de «hacer mimos». Lo
que los polis habían visto por la ventanilla del coche de Tilden aparcado era la paja
que éste le administraba a un complaciente niño. Algo después Tilden declararía:
«Conocí en la pista a un chico que se mostraba insólitamente dispuesto. No sé muy
bien cómo, nos liamos en una relación tonta e infantil. Una tarde, al volver a casa
después de haber visto La cadena invisible en el Wiltern, empezamos a jugar a
caballitos…»
Bill y Ben Alexander: compañeros en la pantalla y en las pistas
Bill y Jack Dempsey: ídolos del deporte
El chico tan bien dispuesto resultó ser hijo de un célebre productor de la
20th Century Fox. Cuando la poli depositó a Júnior en la mansión familiar de
Beverly Hills e informó a papá que lo habían pillado en el coche de Big Bill con los
pantalones a media pierna, papá le pegó una paliza de campeonato en su
habitación atestada de trofeos. (Años más tarde, en una escena calcada de King’s
row, Júnior se vengaría abofeteando el cadáver de su padre en su estudio de Forest
Lawn).
Por jugar a caballitos con Júnior, Tilden fue recluido ocho meses en una
«granja de honor» donde, fregando la ropa y sirviendo la comida a sus
compañeros presos, volvió a ser «June» otra vez.
Después volvieron a soltarlo a esas calles de Beverly Hills atestadas de polis
rastreadores. Un día, los atentos ojos de la ley, oteando con prismáticos Zeiss, lo
siguieron, merodeando cerca de un colegio a la espera de que salieran «los niños.
Esperaron que Tilden abordara a la presa. El importunado menor de Camden
Drive identificó a Big Bill por su medio dedo: «¡Esa es la bestia de cuatro dedos que
quiso jugar con mis partes!».
Tilden y alumno: excesiva solicitud
Esta vez el castigo fue la cárcel. Después del primer arresto, el campeón que
había jugado con cuatro presidentes de los Estados Unidos, que había compartido
partidas dobles con Errol Flynn, Chaplin y Spencer Tracy y había frecuentado en
las pistas de Tallulah Bankhead a Katherine Hepburn y Greta Garbo, descubrió
que sus amigos fingían no conocerlo. Tras el segundo encierro, se quedó
totalmente solo. No tenía ni un centavo: su dinero se le había ido en inacabables
gastos legales. Los únicos dólares que le quedaban se fundieron en 1940 en una
inversión en la reposición teatral de Drácula y en la que desempeñó el papel
principal, con el que se identificaba.
Tilden, a los pies de mamá
La bruja Joan
Joan Crawford, Miss Halloween 1925
Cortejada por un robot
Joan maquillada de mulata
«Modelo artística» semidesnuda
«Modelo artística» semidesnuda
«Modelo artística» semidesnuda
Mamá y la preferida de Mamá
Hijos adoptivos de Joan: Christopher, las «gemelas» consentidas y Christina
Antes de fichar por la Pepsi (también imagen siguiente)
Dormida con el Oscar: la noche en que lo ganó
Pesadilla para una flor nocturna
Elizabeth Short, la «Dalia Negra»
«¡Mira, mami!»
La niñita señalaba un gran maniquí partido en dos, producto de una broma
pesada. Yacía a pocos metros en un solar vacío.
Mami se acercó para mirar mejor. No era un maniquí roto. Dejó escapar un
alarido ensordecedor que su hija no podrá jamás olvidar. La niña a quien su madre
acompañaba al colegio en una soleada mañana del sur de California, el 15 de enero
de 1947, a las 7.30, acababa de tropezar con un espectáculo de Grand Guignol que
provocaría para siempre en la madre y en la niña continuas pesadillas.
Mensaje de un asesino
Los dos trozos, expuestos a los viandantes como por obra de un vendedor
ambulante, eran partes del cuerpo desnudo de una joven. La habían seccionado
limpiamente por la cintura. Bertoldo y Bertoldino. Los pechos lacerados estaban
sembrados de quemaduras de cigarrillo. La boca había sido cortada en las
comisuras en una horripilante sonrisa. La cabeza de la víctima había sido
aporreada hasta hacerla irreconocible, pero eso no era lo peor. Había mutilaciones
por todo el cuerpo, la más extraña era una profunda muesca triangular en el muslo
izquierdo. El muslo había llevado antes el ornamento de un tatuaje. La autopsia
reveló la tajada de carne allí donde estaba el tatuaje, oculto en lo más hondo de su
anatomía. Marcas de ligaduras en las muñecas y la blanquísima piel de los tobillos
indicaban que la muchacha había permanecido fuertemente maniatada durante
una sesión de tortura, por lo menos durante tres días.
Naturaleza muerta en la hierba
Los restos de Elizabeth: un rompecabezas no resuelto
La intersección de la Spoth Norton Avenue con la calle 39, en la zona de
Crenshaw, al suroeste de Los Angeles, no tardó en llenarse de policías, periodistas
y curiosos: había nacido el caso de la Dalia Negra.
El ama de casa que había encontrado el cadáver aseguró luego haber visto
pasar el faro de un coche que había acelerado al oír su grito. Dijo no recordar
ningún detalle del coche.
Nombre: Elizabeth Short. Edad: 22 años. Altura: 1,65 m. Peso: 48 kg. Raza:
caucasiana. Sexo: femenino. Descripción: pelo negro, ojos azules. Rasgos
distintivos: una rosa tatuada en el muslo izquierdo.
Creció en Hyde Park, Massachusetts, sufrió una infancia acomodada como
muchas otras y a los dieciocho años se largó a Hollywood, la Tierra de la Leche y
de la Miel. No tardó mucho en caer en la prostitución. Aparte de su carnicero, el
último en verla con vida fue el portero del hotel Biltmore, en la noche del 10 de
enero de 1947, a las 22 horas, cuando la vio alejarse por la Olive Street, en dirección
al sur, vestida con un sweater y pantalones negros.
Pero, ¿quién era realmente Dalia? Más tarde se supo que el apodo de la
víctima se debía a su lustroso cabello negro, que solía caerle sobre la frente en
ondulante copete, y a la costumbre de vestirse con jerseys y pantalones negros. No
obstante, cuando se descubrió el cadáver, tenía el pelo rojo. Lo habían teñido con
henné (aunque ella jamás lo había empleado) y se lo habían lavado con shampú y
peinado con esmero. Muerta, era la Mujer Escarlata. La maniática meticulosidad de
todo ello era escalofriante. Habían desangrado los restos hasta la última gota y los
habían lavado en el mejor estilo kosher [proceso a que, prescriptivamente, los
matarifes judíos someten la carne de la vaca. (N. del T.)]. Era obvio que el asesino
deseaba dejar de sí una última imagen imborrable.
El informe del comisario fue lacónico. Calculaba que la víctima había sido
torturada durante unas setenta y dos horas que probablemente terminaron con una
metódica vivisección. Una vez drenada la sangre, habían limpiado los trozos,
lavado, teñido y peinado el cabello y, por fin, depositado las dos mitades de
Elisabeth Short en el cruce de la calle 39 con la avenida Norton.
El hallazgo del cadáver puso en movimiento la mayor redada que recuerda
el Departamento de Policía de Los Angeles en la historia de la ciudad. Doscientos
cincuenta oficiales mantuvieron entrevistas puerta a puerta en los alrededores del
lugar en que se encontró el cuerpo. Falsas pistas y falsas confesiones lanzaron a los
polis a un buen número de locas persecuciones sin objeto.
Fotos policiales
El cinéfilo Bob Chatterton, amigo de Elizabeth
A Dean le dio por dejarse caer por el Club, un bar de Hollywood Este muy
concurrido por amantes del cuero. Depredatorio animal nocturno, en busca de
sexo anónimo, acababa de descubrir el mundo mágico del sadomasoquismo. Se
había metido en el mundo de los azotes, las botas, las correas y las escenas de
humillación. Los habituales del Club le habían colgado un apodo singular:
Cenicero Humano. Cuando estaba «colocado», era capaz de desnudarse el pecho y
rogar a sus amos que se lo pisotearan con sus botas. El perito que examinó el
cadáver de Jimmy después de su fatal accidente señaló que tenía «una constelación
de cicatrices» en el torso.
Dean había evitado servir en Corea enfrentándose con la junta de
reclutamiento: informó a la Unidad de Servicio Selectivo de Fairmount que era
homosexual. Cuando Hedda Hopper le preguntó cómo había hecho para eludir el
ejército, Jimmy le contestó: «Le di un beso al médico».
Poco después de llegar a Hollywood, Dean había tomado el mismo camino
que otros aspirantes a actores: se había ido a vivir con un hombre mayor que él. Su
protector era el director de TV Rogers Brackett, que vivía en el elegante Sunset
Plaza Drive. Las revistas de fans hablaban de una relación padrehijo. De ser así,
rozaba el incesto.
J. D. con Natalie Wood en Rebelde sin Causa
En el período inmediatamente anterior a su muerte, Dean contaba con
enormes posibilidades de ganarse una silla en la cima del mundo. Al este del Edén,
recién estrenada, causaba sensación. Dean tenía veinticuatro años. Rebelde sin causa
y Gigante habían concluido; ninguna de las dos se había estrenado, pero era
evidente, por el preestreno de la primera, que serían un éxito rotundo. Le esperaba
una brillante carrera.
J. D. y Nick Ray: consejos paternales
Marlon Brando alienta a su admirador Jimmy
¿O no? Dean era retraído, compulsivamente promiscuo, pero sin amigos,
suspicaz, voluble, insolidario, rudo y grosero. De vez en cuando podía ser
encantador; la mayoría de las veces era un necio insoportable. Delataba una
personalidad psicópata con períodos de abatimiento que alternaban con otros de
violenta exaltación. El clásico maníacodepresivo. No era lo que se dice Mr. Buen
Chico, y, sin embargo, su imagen cinematográfica tocaba alguna fibra en hombres
y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes.
Escena de alcoba en Al Este del edén
Escultura en recuerdo de Dean
Por poca que fuera su experiencia en el teatro o en el cine, se consideraba
autorizado a ordenar cambios en el guión y las encuadraturas de la cámara.
Cuando no tomaban en cuenta sus sugerencias se ponía hecho una fiera. Los
directores le hacían bromas y cuando él les daba la espalda lo maldecían. Su
necesidad infantil de llamar la atención era la comidilla de Hollywood. Se
presentaba a reuniones de gala vestido con tejanos y camiseta; durante una cena
con Elia Kazan, Tony Perkins y Karl Malden esperó a que llegaran los filetes para
tirar el suyo por la ventana. Escupía a los retratos de Bogart, Cagney y Muni que
adornaban las paredes de la sala de recepción de la Warner. En el Chasen’s
llamaba a los camareros aporreando la mesa y haciendo sonar la vajilla.
La víspera del accidente había asistido a una fiesta gay en Malibu, que
terminó a gritos con un ex amante que lo acusaba de salir con mujeres sólo para
complacer a la prensa. El 30 de septiembre de 1955 puso su Porsche plateado a 150
kilómetros por hora en la autopista 41 que pasa por Chalome, cerca de Paso
Robles. Aceleraba rumbo a una carrera de coches que tenía lugar en Salinas cuando
se estrelló contra otro coche. Triturado como por una apisonadora, ingresó muerto
en el hospital de Paso Robles.
Chicos de todo el país se identificaban con el atormentado joven, hombre
niño y antihéroe interpretado por Dean en Rebelde sin causa. La Warner se dio
cuenta de que tenía en las manos un tesoro, calientefrío. A medida que el culto se
extendía, se subastaban a precios altísimos recuerdos del actor: esculturas en
plástico de su cabeza, trozos de su coche destrozado, piezas de su moto.
Es muy probable que, incluso si no hubiese muerto, Dean no hubiera hecho
más películas después de Gigante.
Mucho antes de que fuera aniquilado con su coche, desgarrado por dentro,
se había metido ya en el camino de la autodestrucción.
La lápida de la tumba donde yace en Fairmount, Indiana, tan sólo lleva
grabado su nombre y las fechas «19311955». Un breve epitafio podría haber sido
«Todo un gamberro». No obstante, si hoy en día Richard Gere, Matt Dillon u otro
de los miembros de este aburrido ejército de imitadores de James Dean, fabricados
por Francis Ford Coppola para Rebeldes, sufriera la suerte de Dean, ¿habría cultos,
suicidios de fans en cadena, llegarían al estudio miles de cartas treinta años
después de su muerte? Lo dudo: tal vez Jimmy tuviera ladillas, pero además tenía
un carisma perdurable.
Poniendo el Porsche en marcha: antes y después (siguiente)
Dean: cambio y fuera
Extrañas parejas
Pareja sinfónica: Greta y Leopold
Hollywood es un lugar curioso donde individuos que se odian
visceralmente están obligados a besarse con pasión bajo focos abrasadores,
mientras una multitud de hostiles espectadores los observa con atención sostenida.
Si bien tuvo lugar lejos de Hollywood, la anécdota resume la situación con gran
claridad: se estaba rodando Bolero cuando Bo Derek, después de una semana de
besos febriles con un italiano, descubrió que en los labios de su hermoso
compañero despuntaba un herpes muy activo. La pequeña Bo quedó aterrada.
Hubo que despedir al pobre chico y reemplazarlo por otro; al maridito John le
costó algún discursito tierno convencerla de que continuara con otro galán.
Flotando en la dicha doméstica: los Karloff en su casa
¡El Beso del Herpes! Así acaba nuestro romance con Hollywood.
Aun así, Hollywood ha sido escenario de algunas grandes parejas. Amar de
verdad. Pasión genuina. Toma 1: Carole Lombard y Russ Columbo. Toma 2: Carole
Lombard y Clark Gable. Toma 3: Carole y los bonos de guerra. Fundido en negro.
Mitch Leisen y Billy Daniels, la pareja gay de Hollywood, en apariencia semper
fidelis hasta que Mitch descubrió una indiscreción de Billy y empezó a conmover a
medio mundo con sus lamentos. Billy se hizo humo.
Más comunes han sido siempre los intensos romances pasajeros. ¿Quién
estaría dispuesto a asegurar que las fabulosas aventuras de una noche son menos
gratificantes que toda «una vida de lealtad»? De modo que permítanme exponer a
su contemplación las parejas más inverosímiles que se hayan formado en
Tinseltown, y no me refiero a ir cogiditos de la mano.
Dos amores de Tallulah: Hattie McDaniel y Patsy Kelly
Marlene Dietrich y Claudette Colbert
¿Están preparados para la entrada de Tallulah? Bien conocida es su
naturaleza ambidiestra, de corriente alterna. Don Juan hecho mujer, la conquista lo
era todo para ella. Fue lo que la llevó a arriesgarse con la incorruptible Semple
MacPherson, como quien dice: «También tú puedes caer».
Patsy Kelly, por otro lado, era una chica estable, con mucho más aguante
que un zapato viejo.
A Taloo le gustaba de vez en cuando escabullirse de la multitud apretujada
de Hollywood y refugiarse en Darktown, hacia West Adams, en L.A., donde
Hattie, «harta de los tíos» después de un penoso divorcio, buscaba alivio en el
regazo de otra sureña, y por eso «esas damas no eran unas cualesquiera» [alusión a
la célebre canción cantada por Sinatra cuyo último verso dice: «Thats why the lady
is a tramp» («Por eso la dama es una cualquiera»). (N. del T.)]
¿Están preparados para ver a Clara Bow, la encendida pelirroja de Brooklyn,
dedicándose al sexo loca y apasionadamente con Bela Lugosi? Así es. En 1928,
Clara, por lo general la más lanzada, vio a Lugosi representando Drácula en un
teatro del Biltmore y se lo ligó. Tres años antes, Bela iniciaba una nueva etapa en
los viejos estudios de la Universal. Tres años antes de que una depresión nerviosa
alejara a Clara demasiadodetodo Tinseltown rumbo a veinte años de insomnio en
Nevada. Más tarde, ella hablaría cariñosamente de Bela. Barcos que se cruzan en la
noche.
Atracción de los opuestos: Clara Bow y Bela Lugosi
Pero aún hay otro motivo por el cual William Randolph Hearst hubiera
querido ahorcar a Mankiewicz y a su secuaz, el locutor de radio bromista y
engreído llamado Orson Welles, el «Niño Prodigio». El amoroso nombre secreto
que Hearst daba al húmedo «cofrecito» de su «niña», el mote que ambos habían
elegido para referirse a los genitales de Marion y a su hipersensible «botón de
amor» —el clítoris de Marion— era el de Rosebud (Pimpollo), tan adorable como
gráfico. Marion desde luego bebía (éste era el único rasgo de carácter que
compartía con la Susan Alexander de la ficción), y alguien compartió la confidencia
apenas susurrada —¿habrá sido Louise Brooks? Bien, como suele suceder, el rumor
fue de boca a oído hasta que la mente de Hermán Mankiewicz, más infalible que
una trampa de acero, tomó nota de la información: Marion DaviesRosebud.
Todo el mundo sabe ahora cómo acabó Rosebud: en los labios agonizantes
de Charles Foster Kane. Al viejo y herrumbrado «modelo de referencia» de la
película de la RKO (cuyo título original era simplemente American), el ligeramente
encorvado tótem viviente W.R. Hearst, ya le amargó bastante la vida el que el
clítoris de Marion Davies se mencionara a lo largo de Ciudadano Kane —medio
mundo recuerda Rosebud, jugando con la palabrita como juegan los niños con los
dientes flojos—, ¡pero mucho peor para Hearst fue que el anciano Kane muriese
con Rosebud en los labios!
Pero, puesto a prueba casi más allá de lo humanamente soportable, el viejo
dragón Fafner que era Hearst, demostró poder portarse como un caballero. Él no era
un tipo de Texas. No recurrió a las armas. Orson y Herman se salvaron por los
pelos y su triunfo no fue material. Ciudadano Kane: una magnífica mala pasada del
cine.
Charlie Chaplin y Marion Davies: romance ante las narices de Hearst
Gable y Olivier: Edna May tuvo suerte
Graciosa pareja: Cary Grant y Randy Scott
Cary y Randy: en casa, en la piscina, improvisando y en el boxeo
El secreto está en las manos: Conrad Veidt y un amigo
Edgar y Charlie: entre amigos no hay pelea que dure
Bobby y Billy Mauch: más íntimos que íntimos
Rubias estrechamente vigiladas
El famoso mercader del miedo se había arrellanado en un costoso sillón
orejero hecho a medida para su notable tamaño. En aquel momento de su carrera
se parecía al abuelo de E.T. Tenía la cabeza pegada al ocular de un poderoso
telescopio, sostenido por un trípode, que asomaba por una ventana a la suave
noche de Laurel Canyon.
La escopofilia —gratificación del deseo sexual por medio de la mirada oculta
— es el más limpio de los vicios. El escopófilo se mantiene a salvo de los peligros
del contagio carnal, de los gérmenes y de las deplorables escenas que suele causar
el rechazo. Vinculada como estaba ella a él sólo por las pulidas lentes ópticas por
encima del abismo, la hermosa ex modelo de Filadelfia, glacialmente rubia, había
consentido complacer al mirón de Al sólo por esa vez. Todo terminaría en unos
escasos cinco minutos, al apagar ella las luces.
La joven Grace Kelly: belleza al sol
Años más tarde, liberada ya la muchacha de su control y cuando ella había
conquistado ya una de las pocas coronas que aún quedaban en Europa, se oiría de
vez en cuando al petulante Hitchcock farfullar infundios sobre el monarca de un
pequeño país de jugadores y su esposa, una ex actriz, a quien él siempre llamaba
«Princesa Desgracia».
Durante el rodaje de Los pájaros «Tippi» accedió a las exigencias del Maestro
del Suspense: debería permanecer maniatada, mientras pájaros vivos, arrojados
sobre su cuerpo, le picoteaban los miembros. Poco faltó para que un zapapico la
dejara ciega; la dama sufrió un colapso nervioso.
La misoginia de Hitchcock, ese placer suyo en maltratar a mujeres guapas
en la pantalla, había alcanzado su momento cumbre pocos años antes, en 1959, al
negarse Audrey Hepburn a trabajar en No hay fianza para el juez, una película que el
director había pensado especialmente para ella. Debía incluir una escena de
violación tan gráfica como repugnante. Demasiado gráfica para Audrey, quien
hacía muy poco había sido aclamada por su papel de religiosa en Historia de una
monja. De modo que pidió excusas y alegó embarazo: el mismo argumento que dos
años antes ofreciera Vera Miles para retirarse de Vértigo. Hitchcock dejó de lado el
proyecto de No hay fianza para el juez —con la pérdida de 200 de los grandes—, y en
su lugar hizo Psicosis, con su asesinato en la ducha que parece una violación. Sus
últimas películas parecen echar a las mujeres la culpa de las incontrolables
pasiones que se agitan en los hombres.
Pese a la casta devoción de Hitch por su esposa Alma —la mujer que, según
solía bromear, lo había salvado de «volverse loco»—, desarrolló una violenta
obsesión romántica y sexual por Hedren.
Grace Kelly: un número de calidad
Con el siguiente film, Hitchcock se volvería aún más posesivo y dominante.
Durante el rodaje de Los pájaros había acosado a Hedren con martinis durante los
ensayos. Durante la filmación de Marnie, además de la escopofilia, se los
administraba él mismo.
Esta extraña relación entre Bella y Bestia se prolongó cierto tiempo. Durante
ésta, Hitch envió un peculiar regalo a Melanie, la hija de cinco años de Hedren: una
muñeca que representaba a su madre, vestida y peinada como el personaje que
había encarnado en Los pájaros, y metida en un pequeño ataúd de madera de pino.
Hitch: inveterado voyeur
A partir de Marnie, la decadencia física y moral se precipitaría. Seriamente
deprimido, Hitchcock insertó en Frenesí la escena de violación más brutal y
aterradora que jamás había puesto en una película.
Warren William: un trago más, para el camino
Richard Barthelmess y Jack Oakie volados en una juerga
D. W. Griffith y George Bancroft
W. C. Fields mortalmente corroído por el gin
Mae West con el abstemio Billy Sunday: todo por una risa
John Barrymore da positivo en una prueba de alcohol
Mary Pickford: como una cuba
Errol Flynn a lomos de una yegüita adolescente
Dan Dailey abrocha a Broderick Crawford
Intérpretes sedientos: Bruce Cabot, Dan Duryea y Timothy Carey
Robert Walker detenido: y con los nudillos machacados
Dixie Lee Crosby: Bing la llevó a la bebida
Lawrence Tiesney después de una pelea de borrachos
Cass Daley murió de una caída de borracha.
Bob Mitchum: chequeo al salir de la clínica Betty Ford
Shelley Winters y Tony Franciosa siguen peleándose en la comisaría
Un niño descarriado
Realizada por Ted Tezlaff cuando Bobby Driscoll tenía doce años, La
ventana (1949) fue la mejor película del irresistible astro precoz. Driscoll
interpretaba en ella a Tommy Woodry, hijo de una familia de obreros de Nueva
York. Vista hoy, este apasionante thriller sobre la paranoia que inspiran en los
niños los adultos, adquiere sombrías resonancias, amargamente irónicas. Hay un
momento en que la madre de Tommy (Barbara Hale) le prohíbe salir del humilde
apartamento de alquiler en donde viven, en el bajo East Side. Tommy contesta:
«No tengo a donde ir». Tras una carrera temprana, brillante y prometedora (una
estrella a los seis años, ganador del Oscar a los once, treinta películas en su haber,
la mayoría de ellas junto a las máximas figuras de Hollywood), a los diecisiete
años, Driscoll ya era un ex yonqui y había sido detenido varias veces con distintos
cargos. En 1968, descubrieron su cadáver en un edificio abandonado del bajo East
Side de Nueva York —escenario de su film más impresionante—. En el momento
en que encontraron el cuerpo no pudo ser identificado, y el premiado actor que
había llegado a ganar 60.000 dólares al año fue a parar a una fosa común.
Bobby Driscoll había nacido en Cedar Rapids, Iowa, en 1937. Tenía seis años
cuando la familia se trasladó a California. Un barbero que le cortaba el pelo fue
tajante: este chico tan listo debería estar en el cine. Una visita a la MGM para una
prueba demostró que el barbero sabía lo que decía: le dieron un papel en Lost angel,
protagonizada por Margaret O’Brien, la presumida niña mimada, sensación del
momento. (También O’Brien estaba destinada a no graduarse nunca para papeles
de adulta; no obstante, la vida le ahorró la tragedia que acabó con Bobby).
Bobby Driscoll: el niño de oro favorito de Disney
Todo un as para memorizar diálogos, Bobby era también un actor
espontáneo y natural. Los estudios empezaron pronto a disputárselo. Para la Fox
actuó con Anne Baxter en Sunday dinner for a soldier de Lloyd Bacon; para la
Paramount, con Veronika Lake y Lilian Gish en Pensión histórica y con Alan Ladd
en OSS. Contratado por la Universal para So goes my love, causó una profunda
impresión entre los veteranos. Mirna Loy señaló: «Tiene tal encanto que si Don
Ameche y yo no nos hubiéramos esmerado, el público miraría sólo al niño y a
nosotros no nos haría caso». Ameche afirmó: «Tiene un gran talento. He trabajado
con un montón de niños actores en mi vida, pero ninguno tenía tanto futuro como
parece tener Driscoll».
Su infantil seducción también aparece evidente en De hoy en adelante, con
Joan Fontaine; The happy time, con Charles Boyer; The scarlet coat, con Cornel Wilde
y George Sanders; y When I Grow up, con Robert Preston. En esta última Bobby
Driscoll se las ingenia para huir de casa, algo que en varias películas anteriores
había intentado ya.
En 1946, cuando firmó con Disney para La canción del Sur, Bobby se convirtió
en su primer intérprete de carne y hueso. En ella, encarna al pequeño Johnny que
vive en la plantación de su abuela y está secundado por la gran Hattie McDaniel. A
medida que avanza la historia, el tío Remus (James Baskett) le va contando a
Johnny cuentos para evitar que se vaya de casa. Su moraleja, resumida por el
mismo Remus para el niño, es que «no se puede huir de los problemas: no hay
lugar alguno más allá». (¡Lástima que el verdadero Driscoll no escuchara al tío
Remus!) Este bello y gratificante film sería para Disney una mina de oro: dio aún
más dinero cuando la repusieron en 1956 y en 1972. En realidad debería volver
todos los años.
Bobby en sus comienzos: un niño disciplinado
El personal de los estudios se dio cuenta de que el encanto de Bobby obraba
maravillas en el «Gruñón» de Disney; algunos comentaban que el jefe parecía
haberse enamorado del chiquillo. Algo de verdad pudo haber y, si la hubo, fue un
amor que creció con las fuertes recaudaciones de taquilla que las películas de
Bobby aportaron al tío Walt: las cinco fueron rotundos éxitos económicos. En
Melody time (1948), Bobby le pregunta a Roy Rogers por qué aúllan los coyotes, y
entonces el vaquero le cuenta la fascinante historia de Pecos Bill, un niño criado
por los coyotes. En So dear to my heart, estrenada el mismo año, Bobby aparece
junto a los veteranos Beulah Bondi, Harry Carey y Burl Ives. El crítico de la revista
«Time» escribió: «Bobby Driscoll es una excepción entre los actores infantiles; si
está relajado resulta un niño de lo más atractivo y, cuando actúa no es en absoluto
repelente».
El niño no repelente recibió un Premio Especial de la Academia al «actor
juvenil más destacado de 1949» por su trabajo en So dear to my heart y La ventana.
En La isla del tesoro, filmada en 1950 por Disney en Inglaterra, Driscoll
lograría una de sus más memorables actuaciones, superior en todos los aspectos a
la que del mismo papel de Jim Hawkins hiciera Jackie Cooper en la versión
producida por la MGM en 1934. El entusiasmo de Disney fue recíproco: Driscoll
parecía querer realmente al tío Walt. Se dejaba dirigir mejor que cualquier otro
niño; en el estudio todo el mundo se deshacía en alabanzas. En 1953, Bobby prestó
su voz a Peter Pan, y su interpretación del protagonista fue filmada y traducida a
los dibujos animados de la película Peter Pan.
El triunfo de Bobby: The window
Tenía diecinueve años cuando se casó con Marilyn Brush en 1956. Tuvieron
tres hijos, pero el matrimonio terminó con una penosa separación. 1956 fue
asimismo el año en que su carrera se embarrancó. Bobby y un amigo fueron
atrapados por una denuncia por posesión de narcóticos. Vestido con unos tejanos y
un jersey sucio, lo arrestaron en su casa de Pacific Palisades. Todavía era un joven
muy apuesto. Más tarde su madre declararía: «La droga lo cambió. No se bañaba,
se le estropearon los dientes… Tenía un coeficiente mental altísimo, pero los
narcóticos le afectaron el cerebro. Nosotros no sabíamos qué le pasaba. Llegó a los
diecinueve años sin que nos diéramos cuenta».
Después de tres años de ausencia, volvió a la pantalla en 1958, en un film de
serie B: The party crashers de Bernard Girard. Quiso la casualidad que la coestrella
del film fuese Frances Farmer que estaba lobotomizada y que volvía torpemente al
cine tras dieciséis años de inactividad. The party crashers sería la última película
para esas dos trágicas figuras.
Bobby en The party crashers
En 1959, cuando los polis del sheriff advirtieron que Bobby tenía huellas de
pinchazos en los brazos y le encontraron «una provisión de narcóticos», lo
arrestaron por consumo de heroína y lo encerraron en la cárcel por drogadicto.
En 1960, lo acusaron de agresión con un arma mortal. Driscoll dijo que un
grupo de provocadores se había acercado a molestarle mientras él lavaba el coche
de un amigo. Parece ser que había zurrado a uno de la pandilla con una pistola.
Driscoll alegó que el tipo «se había lanzado contra el arma».
A principios de 1961, fue arrestado por atraco a una clínica de animales. Ese
mismo año volvieron a detenerlo por falsificar un cheque robado y por varios
delitos relacionados con drogas. Fue enviado durante seis meses al Centro de
Rehabilitación para Drogadictos de la penitenciaría de Chino State. Estas fueron
sus palabras ante el tribunal: «Lo tenía todo… ganaba más de 50.000 dólares al año,
me daban trabajo y buenos papeles. Entonces empecé a emplear todo mi tiempo
libre en pincharme. La primera vez que probé drogas tenía diecisiete años… como
no me faltaba dinero, compraba sobre todo heroína. Ahora nadie quiere
contratarme por mis detenciones. Espero ansiosamente los próximos meses en
Chino».
Cuando lo liberaron, Bobby se esfumó. Anduvo de un lado para otro hasta
que por fin aterrizó en el bajo East Side de Nueva York, en aquella época un
infernal paraíso de drogas para hippies y yonquis. Para entonces, era la estampa
viva del freak siempre acelerado, que le robaba hasta a los amigos. El 30 de marzo
de 1968, dos niños que jugaban en un edificio desierto cerca de la avenida A
descubrieron el cadáver de un hombre joven, rodeado de objetos religiosos y
basura. No llevaba en la ropa ninguna identificación, pero tenía huellas en los
brazos y metedrina en la sangre. Se le tomaron las huellas dactilares y fue
enterrado en tierra de desechos: Hart Island, más allá del Bronx.
Bobby adolescente: poco solicitado
Diecinueve meses más tarde, ejecutivos de la Disney recibieron una llamada
telefónica de la madre de Bobby: el padre se estaba muriendo y quería ver a su
hijo. Había acudido al FBI para que la atendieran, pero en vano. Peter Pan seguía
sin aparecer. Gracias a los esfuerzos de la gente de Disney y del departamento de
Justicia del condado de Los Angeles, por medio de un examen dactilar se
descubrió que el cuerpo hallado el año anterior en Nueva York y enterrado en una
fosa común era el de Bobby. El descubrimiento tuvo lugar dos semanas después de
la muerte de Papá Driscoll.
Tres años más tarde, Disney repuso Song of the South. La película dio más
dinero que nunca. Bobby ya no estaba allí para presenciar el tributo que una nueva
generación de admiradores rendía a su trabajo, ni para compartir los beneficios
obtenidos por la Disney gracias a la reposición.
Adiós, Bobby. Adiós.
Driscoll en la zona baja del East Side: acercándose al fin
Sor Atila
La Loretta otoñal
«La viuda negra recubierta de chocolate» no evoca la imagen de uno de los
más bellos rostros de Hollywood, pero no deja de ser uno de los apodos más
cariñosos que, a lo largo de los años, se emplearon para describir a Loretta Young.
Había nacido en Salt Lake City, en 1913, con el nombre de Gretchen Young. Sus
íntimos solían llamarla «Gretcb, the Wretch» («Gretch, la Miserable»). «Mariposa
de acero», «La hermosa carcelera de Hollywood», «La Manipuladora», o bien
«Alondra con espinazo de hierro». Cuando, ya mayor, se cubrió con el manto de la
rectitud moral, pasó a ser «Santa Loretta» o «Sor Atila». En cierta ocasión, durante
una fiesta chez Joan Crawford, el productor Ross Hunter estaba por acomodar el
trasero en una silla confortable cuando la Crawford le advirtió justo a tiempo: «Ahí
no, que acaba de sentarse Loretta Young. Ha dejado la señal de la cruz en el
asiento». En una comida al aire libre, le regalaron a Jack Hellman un tazón de agua
«sobre la cual había caminado Loretta Young». Sin embargo, de la taza a la boca
había desaparecido la sopa…
En 1930, a los diecisiete años, se fugó con el actor Grant Withers poco
después de que los dos protagonizaran The second floor Mystery. Withers no era
católico; no se casaron ante un cura. Durante un año le negaron a ella la comunión:
a los ojos de la Iglesia no estaba casada. En 1931 fue anulado el matrimonio. La
carrera de Withers se derrumbó; más tarde se suicidaría.
Clark y Loretta en La llamada de la selva: las cosas tal como eran
A quien haya presenciado las apariciones de la Loretta crepuscular en las
ceremonias de entrega de los Oscar, sonriendo lánguidamente mientras despotrica
contra las «porquerías» que salen en las películas actuales, o a quien haya visto sus
virginales contoneos de Madre Superiora del glamour, en sus shows televisivos, le
costará creer que esa señora impecablemente conservada, con una actitud grave,
fue décadas atrás una de las chicas «salvajes» de Hollywood. Lo cierto es que había
sido la chica de La llamada de la selva. Corría entonces el año 1935.
Junto a Clark Gable, «La Manipuladora» había sido elegida para la versión
cinematográfica que William Wellman realizó de la saga de Jack London. Sobre un
hombre, una mujer y un perro en las gélidas tierras de Klondike. Loretta Young
interpretaba a la mujer.
Loretta se reintegró al trabajo después de todo un año de ausencia. El 11 de
mayo de 1937, volvió a especularse en torno al romance con Gable porque, pese a
las leyes vigentes en California que prohibían la adopción de un niño por una
persona soltera, la actriz se las ingenió para adoptar una criatura. Adujo que se
había enamorado de la chiquilla al verla decorar un árbol de Navidad en un
orfanato de San Diego. Por la época en que la noticia se hizo pública, la pequeña
Judy tenía veintitrés meses; había nacido semanas después del rodaje de La llamada
de la selva, en pleno «retiro» de Loretta.
Interrogado, el director Wellman respondió: «Todo lo que sé es que Loretta
y Clark se hicieron muy amigos mientras rodábamos, y allá en el norte hace un frío
terrible. Una vez acabado el film, ella desapareció por un tiempo y luego se
presentó con una hija que tiene las orejas más granes jamás vistas salvo en un
elefante». (Pocos años después de la adopción, Loretta se encargó de que Judy
fuera sometida a cirugía plástica; que mejoró sustancialmente sus apéndices
auditivos).
Judy Lewis: asombroso parecido con la madre
Cuando en 1940 Loretta se casó con el ejecutivo publicitario Thomas Lewis,
la niña pasó a llamarse legalmente Judy Lewis. Un año antes de su segunda boda,
Young volvió a aparecer en los grandes titulares a causa de un tenebroso asunto
financiero. Su amiguito en aquel momento, William Buckner, fue condenado por
estafar a ciertas personalidades de Hollywood vendiéndoles acciones inservibles
de los Ferrocarriles Filipinos. Lo enviaron a la cárcel.
El matrimonio con Lewis parecía un éxito. Loretta desplegó cada vez más
signos exteriores de devoción católica. Frente a cada puerta de su casa instaló una
pila de agua bendita. El hobby preferido de Lewis consistía en tomar fotografías
devotas de su mujer, siempre en la actitud de la Santísima Virgen. El destino quiso,
sin embargo, que, cuando en 1950, ella y Clark volvieron a ser amantes en la
pantalla, tuvieran que llevarla de urgencia al hospital desde el estudio donde
rodaban: más tarde se supo que había tenido un aborto.
Santa Loretta
En 1970, se movió para obtener una orden judicial que obligara a la 20th
Century Fox a suprimir el pasaje de La llamada de la selva que se ve en Myra
Breckenridge, corrosivo film basado en la novela homónima de Gore Vidal. Miss
Young denunciaba la utilización de una escena sacada de una de sus películas en
un film que «describía prácticas sexuales antinaturales». Tres años más tarde, su
propio hijo, Christopher Lewis, era detenido bajo acusación de «comportamiento
lascivo con dos niños de trece años». Chris no recurrió contra la acusación de
abuso de unos niños, lo cual quería decir que se consideraba culpable. Lewis, que
tenía veintinueve años, fue descrito como realizador para la Lyric Productions.
Una de las obras «líricas» por él dirigida fue Genesis’s Children, definida como
película porno con niños. Se la habían encautado en el laboratorio. (Para algunos
de los pocos que la vieron, era un «film nudista de bebés»; para otros, «el festival
de la picha»). Entre los defensores, figuraban un instructor de scouts, un consejero
de campo y el heredero de una fortuna petrolera de Texas. La prensa los bautizó
«pandilla de soplapollas».
El detective Lloyd Martin, de la Brigada contra el Vicio, definió a los testigos
de la defensa como a «un grupo, no de homosexuales, sino de abusadores de niños
que sólo logran desacreditar a la colectividad gay». Martin aseguró que los niños,
cuyas edades oscilaban entre los cinco y los diecisiete años, «eran inducidos,
mediante halagos, dinero y trucos como falsos paseos a caballo, a perpetrar frente a
la cámara actos sexuales entre ellos y también con los mayores».
En 1976, se anunció que Loretta Young interpretaría a la Madre Cabrini en
una biografía cinematográfica de la primera santa norteamericana; la dirección del
film correría a cargo de Martin Scorsese. Scorsese declaró que, según él, la Madre
Cabrini era «una santa nada santa que había hecho la calle y se había abierto
camino a codazo limpio en la sociedad». Otorgar el papel a «Sor Atila» era una
idea fascinante. Lamentablemente la película nunca se rodó. El regreso de Santa
Loretta quedó en la nada.
Loretta en Kismet: destino de mujer
La magia de la autoeliminación
George Sanders: aburrido de la vida
Para el público de cine el suicidio de una estrella siempre ha sido el
escándalo final. Si bien no aceptaba el adulterio, la vida disoluta, los múltiples
casamientos, el alcoholismo y la drogadicción, ante los casos de suicidio, el público
aún podía perdonar, si la estrella había sabido proyectar calidez y simpatía. Pero,
para una estrella —e incluso para el último actor de reparto—, quitarse la vida era
algo impensable. Tenían fama, dinero, todo lo que nosotros hemos deseado: ¿no les
bastaba con eso? Debían de estar enfermos.
Y a menudo lo estaban. Además del ocasional suicidio por pasión, la larga
lista de suicidas de Tinseltown incluye a aquellos que habían perdido, o estaban
perdiendo la salud, así como a los que sentían pánico de perder la juventud y el
atractivo. (Pier Angeli, aún arrebatadoramente hermosa, se mató a los treinta y
nueve porque «a los cuarenta se acabaría todo»). Delatar ante las cámaras una
enfermedad o cualquier debilidad física era la peor de las maldiciones. Para
aquéllos que se habían dejado comer el coco por su belleza y encanto para quienes
perder a su público, las cartas de los fans, su «imagen» equivalía a perder la
identidad, el suicidio resulta a menudo preferible a una lenta recuperación.
Los suicidas de la industria cinematográfica siempre han sido en su mayoría
actores y actrices. Muy pocos son los montadores seniles, los técnicos de sonido
arrugados, las Scripts artríticas, los maquilladores avejentados o los tramoyistas
desgraciados en amor que hayan buscado refugio en los barbitúricos o en la
pistola. Las píldoras solían ser el sistema preferido de las estrellas —varones o
mujeres— que deseaban llegar en seguida a la gran sala de proyección celestial. La
mayoría de los que emplearon armas de fuego eran nombres. Eran hombres los
ahogados. También era cosa de hombres el monóxido de carbono.
Tyler Brooke (con bastón): el Alma de la Fiesta
SUICIDIO POR ENVENENAMIENTO CON MONÓXIDO DE CARBONO
El 2 de marzo de 1943 el actor secundario TYLER BROOKE subió a su coche,
puso en marcha el motor y murió asfixiado. Sus interpretaciones más notables
habían sido en El príncipe azul de Howard Hawks, en Dinamita de Cecil B. De Mille
(donde era El Alma de la Fiesta) y en Ámame esta noche de Rouben Mamoulian (en
la cual era El Compositor).
El popular actor cómico SPENCER CHARTERS, que solía hacer papeles de
juez, subió a su coche el 25 de enero de 1943, se tomó un frasco de píldoras para
dormir, puso en marcha el motor y murió asfixiado. Durante una larga carrera de
treinta y seis años había actuado en 479 obras y en docenas de comedias de George
M. Cohan. En Whoopee, el musical de Florenz Ziegfeld que causara sensación en
Broadway, había creado el personaje de Jerome Underwood, y lo habían traído a
Hollywood para que repitiera el papel, junto a Eddie Cantor, en la versión
cinematográfica que, con coreografía de Busby Berkeley, Sam Goldwyn produjo en
Technicolor de dos tonos. Charters apareció en unas doscientas películas: Primera
plana, Palmy days, Wonder bar, El cuervo, Huracán sobre la isla (en el papel de El Juez),
Tambores en el Mohawk (como Fisk, el posadero), El joven Lincoln (como el juez Bell)
y El jorobado de Notre Dame entre otras. En uno de sus mejores films, The bat
whispers, de Roland West, Charters aparece junto a Chester Morris, otro candidato
al suicidio. Charters y Tyler Brooke actuaron en Chicago de Henry King, quien
convirtió ese desastre de película en un film sobre un doble suicidio con monóxido
de carbono.
Spencer Charters estrangula a Una Merkel
JACK DOUGHERTY fue durante los años veinte un apuesto actor
secundario de westerns y películas de aventuras (Una llama en el espacio, The
burning trail, Arizona Express), aunque quizás haya sido aún más conocido como
marido de la actriz Virginia Brown Faire y luego de la alcohólica Barbara La Marr,
quien murió de una sobredosis. En 1933, Dougherty intentó suicidarse y le salió
mal. Pero, ya se sabe, si no sale bien a la primera… El 16 de mayo de 1938, se metió
en el coche, puso en marcha el motor y murió asfixiado.
AUTOCIDIO
Oficialmente la muerte de Butterworth figura como un accidente, pero la
verdad es que se dio muerte. Dusty Negulesco, esposa del director Jean Negulesco
y amiga íntima de Butterworth y de su pareja, el humorista Robert Benchley,
recuerda que, tras la muerte de éste, el actor quedó inconsolable. Pocos meses
después, el 14 de junio de 1946, salió con su coche y se mató.
MUERTE POR AGUA
JOHN BOWERS fue el apuesto galán de muchas películas mudas; hoy pocos
son los que lo recuerdan. El nombre de Norman Maine, en cambio, es moneda
corriente para los cinéfilos —¿quién puede olvidar a Judy Garland afirmando «¡Te
presento a la señora de Norman Maine!»?— Ocurre que Norman Maine era John
Bowers o, más bien, la vida y la trágica muerte de John Bowers sirvieron de
inspiración a las tres versiones fílmicas de Ha nacido una estrella.
Bowers era en realidad John Bowersox, de Indiana, y había entrado en el
mundo del cine en 1916. Se había casado con la estrella Marguerite De La Motte,
una morenita que había estudiado baile con la Pavlova y que se dio a conocer en
muchas películas al lado de Douglas Fairbanks. Bowers y De La Motte actuaron
juntos más de una vez: en Ricardo Corazón de León, en Pals in paradise y en Ragtime.
Bowers fue uno de los muchos actores sometidos a prueba para el papel
protagonista de Ben Hur. No consiguió el trabajo y, con el advenimiento del
sonoro, su carrera quedó empantanada. De La Motte se divorció de él. Actuó en
tres películas habladas —en papeles de ínfima importancia—, pero después no
pudo encontrar ni una sola película más.
Perdió todos sus ahorros apoyando una escuela de aviación que se fundió.
Alcohólico, cierta vez le confesó a un amigo que se mataría «cogiendo una barca y
navegando hacia el crepúsculo». (La navegación era su pasatiempo favorito.) Y fue
lo que hizo. A los treinta y seis años, el ex galán alquiló un velero el 15 de
noviembre de 1936. Pocos días después la marea depositaba su cuerpo en la playa
de Malibu.
La primera versión de Ha nacido una estrella, con Janet Gaynor en el papel de
Vicki Lester y Fredric March en el de Norman Maine, se realizó cuando el suicidio
de Bowers aún estaba fresco en el recuerdo de muchos, en especial en el de
Dorothy Parker, autora del guión. El film es, por supuesto, la historia de la
ascensión y la caída de una joven de una pequeña ciudad que alcanza la fama en
Hollywood y gana un Oscar. Su marido, un ex astro, se adentra caminando en el
Pacífico.
John Bowers: navegando hacia el crepúsculo
En 1936, se encontró flotando en el río Hudson el cadáver de un vagabundo
harapiento y barbudo. Era JAMES MURRAY, figura estelar de Y el mundo marcha,
una obra de King Vidor que se encuentra entre los mejores films norteamericanos.
Murray había nacido en el Bronx y estudiado en Yale, donde participó en un
cortometraje estudiantil. Marchó luego a Hollywood para hacer carrera en el cine.
Hasta el día en que, hallándose a la puerta de la oficina de repartos de la MGM,
atrajo la atención de King Vidor, Murray no había obtenido más que papeles
irrelevantes y de extra. Vidor planeaba realizar un film cuyo protagonista, si bien
no insulso, fuera «sólo uno de tantos», una excepción dentro de los rostros de
Hollywood. Al ver a Murray comprendió que era el hombre que buscaba. Lo
abordó, se dio a conocer, le entregó su tarjeta y le pidió que le llamara al día
siguiente. Murray no llamó. Vidor le siguió la pista por todo el estudio; resultaba
que Murray no se había creído que aquel hombre era realmente el director de El
gran desfile y pudiese darle un empleo. Le hicieron una prueba y, cuando se la
enseñaron a Irving Tharberg, el productor, confirmó a Vidor que se hallaban ante
uno de los mejores actores intuitivos que habían desfilado por allí.
A continuación Murray hizo en RoseMarie, junto a Joan Crawford, el papel
de Jim, el misterioso soldado de fortuna. Por desgracia, se había convertido en un
alcohólico crónico, que no podía parar de beber en el plato y, aunque obtuvo
trabajo en otras películas, su carrera declinó con rapidez.
James Murray: la llamada del río
JAMES WHALE se dio muerte el 29 de mayo de 1957. Entre 1930 y 1936 este
gran director había hecho una docena de las películas más entretenidas y
sofisticadas nunca producidas por los estudios de Hollywood.
La nota que dejó Whale fue descubierta por una criada, quien la entregó al
representante del director. Al morir éste, la nota pasó a manos de David Lewis,
compañero de Whale durante muchos años. Whale era homosexual y tenía un
círculo de amigos íntimos de ambos sexos, tan brillantes como devotos a él. Pero,
más allá de ese círculo, ese artesano difícil, agudo, exigente y cáustico no era muy
querido en Hollywood. Por cierto tiempo la nota del suicidio permaneció en
secreto y mientras no salió a la luz, circularon insistentes rumores de que algo
sucio había en torno a la muerte del director en la piscina de su casa.
Bajo la batuta de los sultanes Cari Laemmle y Cari Laemmle Jr., Whale había
disfrutado en el estudio de amplia libertad creativa.
James Whale: la primera y última vez que se metió en su piscina
Como los films se vendían bien, le permitían elegir los actores y dirigirlos a
su modo; sólo se supervisaba el producto final. En 1935, Laemmle se vio obligado a
vender la Universal y Júnior tuvo que renunciar a su puesto de jefe de producción.
Uno de los mayores triunfos de Júnior había sido Sin novedad en el frente (1930),
basada en la famosa novela antibélica de Erich María Remarque. Había ganado dos
Oscars a la mejor película y al mejor director y contribuido mucho a aumentar el
prestigio de la Universal. Aún hoy se la considera como una de las mejores
películas sobre la primera guerra mundial. En 1936, asignaron a Whale la dirección
de otra obra de Remarque sobre la guerra, situada en Alemania, De regreso.
En pleno rodaje del film, el cónsul alemán en Los Angeles se dirigió por
carta a los veinte actores principales, al equipo de producción y a los ejecutivos de
la Universal, amenazando con boicotear la actividad posterior de los implicados en
aquel rodaje; serían boicoteados en Alemania para siempre si no abandonaban la
película. El rodaje terminó según lo previsto. La revista «Life» envió a sus críticos
al preestreno, nombró la obra Película de la Semana y le dedicó un encendido
elogio. Entretanto, el Ministerio nazi de Propaganda había aumentado la presión
sobre la Universal: si De regreso se distribuía sin cambiar drásticamente algunas
secuencias, en Alemania se impediría la difusión de cualquier film pasado y futuro
de la Universal. Todo lo que se considerase ofensivo para la Raza Dominante debía
someterse a censura.
Charles R. Rogers y J. Cheever Cowdin, que habían comprado el estudio a la
familia Laemmle, se rindieron a los nazis sin chistar. Con este escándalo del
Hollywood de 1937 —infinitamente más repulsivo que una historia de
drogadicción o que las peculiares inclinaciones de ciertas estrellas—, Adolf Hitler
se permitía dar órdenes a un estudio cinematográfico norteamericano (fundado
por judíos) de cómo debía nacer las cosas. El film se retiró del circuito comercial y
fue adecentado; secuencias enteras fueron cortadas. El total de cortes fue de
veintiuno, y las secuencias eliminadas se reemplazaron por estúpidas escenas de
humor interpretadas por un cómico de segunda, Andy Devine. En realidad, la
película fue rehecha por otro director, Ted Sloman, y otro montador, de tal modo
que acabó por obtener la venia del gobierno nazi. Whale, que odiaba la guerra y
aún más a los nazis, no salía de su perplejidad. Habían estropeado De regreso,
originalmente una de sus mejores obras. Sólo la versión cortada y manipulada
sobrevive hoy.
Amargado, el director aceptó entonces trabajo para la MGM y la Columbia,
cuyos respectivos burócratas le asignaban flojos guiones que no le permitían
mejorar. Él no solía tener tacto con los productores y pronto perdió todo interés en
hacer películas sobre las cuales no tenía control creativo alguno. Sus últimas obras
llevan apenas la impronta de su genialidad: Whale no sabía qué hacer con historias
de tercera clase como las de They dare not love o Green Hall, protagonizada por
George Sanders, otro suicida.
Whale compró una casa en el 788 de Amalfi Drive, Pacific Palisades (entre
Beverly Hills y Malibu), y Lewis se fue a vivir con él.
En la MGM, como productor ejecutivo de un film con la Garbo Camille, y de
otras obras importantes, Lewis disfrutó de una trayectoria triunfal. Tras la muerte
de Thalberg, trabajó un tiempo para la Warner Bros, donde fue productor asociado
de King’s row (en la que Ronald Reagan desempeñó su mejor papel: «¿Y dónde está
lo que queda de mí?») y de El cielo y tú con Bette Davis. Su última gran película fue
El árbol de la vida.
Fue más o menos por esa época cuando Whale se hizo construir una piscina.
Como no sabía nadar, la piscina servía sobre todo para las fiestas en las que el
director disfrutaba viendo a los jovencitos en bañador. En esas fiestas al lado de la
piscina, Whale solía leer a sus invitados un diario íntimo de sus fantasías sexuales
homosexuales. No a todos les hacía gracia.
La salud de Whale empezó a flaquear en 1956. Sufrió varios achaques y lo
tuvieron que hospitalizar; innecesaria y estúpidamente, le sometieron a un
tratamiento de electroshocks. A principios de 1957, le dieron de alta, pero ya no
podía pintar, ni conducir, ni leer un libro. Su existencia carecía de sentido. Hacia
finales de mayo, había tomado ya la decisión. El director de Frankestein encontraba
que la vida se había convertido en algo demasiado monstruoso para ser vivida, a
pesar de su riqueza y de su brillante entorno. Se puso su traje favorito y se sentó en
su gabinete a escribir una nota:
A TODOS LOS QUE QUIERO
No me compadezcáis. Tengo los nervios destrozados y desde hace un año,
día y noche, me siento agonizar, salvo cuando las píldoras me hacen dormir… He
gozado de una vida maravillosa, pero se ha acabado y mis nervios están cada vez
peor y me temo que al fin tendrán que volver a internarme… El futuro no es más
que vejez y dolor… Mi último deseo es ser cremado para que nadie pueda llorar
sobre mi tumba. Nadie tiene la culpa.
Jimmy
Era la primera y última vez que Whale utilizaba su piscina.
LAS CHICAS DEL GAS
Trabajó en la Warner dos años; uno de sus mejores papeles fue en June bride
con Bette Davis. Compartió el papel estelar con Danny Kaye, en El inspector general,
pero por insistencia de Sylvia Fine, señora de Kaye, se suprimieron muchos metros
de película en los que salía Barbara. Se sentía desdichada en la Warner y tuvo
problemas personales. Hizo entonces el primero de una serie de intentos de
suicidio, pero Los Angeles es una ciudad de cotillas, y el estudio se cuidó de
mantener a los periódicos alejados. Para la Fox trabajó en Trece por docena y
apareció en una escena clave al final de Eva al desnudo, encarnando a Phoebe, la
ambiciosa muchacha que trata de congraciarse con Ann Baxter. (Obviamente
Phoebe es una Eva en potencia). Su papel en ese memorable film era breve, pero
gracias a él la recordaremos siempre. (Eva fue una película SSS, o «tres veces
suicida»; además de Barbara, integraban el reparto George Sanders y Marilyn
Monroe).
A continuación Bates participó en Marino al agua de Richar Quine. (Este fue
SS, ya que junto a Barbara aparece Ray McDonald). El director Quine señaló: «Se
trabajaba bien con ella, pero tenía tendencia a la depresión». En 1953 hizo el papel
de novia de Jerry Lewis en El caddy y en 1954 la MGM la contrató para hacer de
estudiante de música junto a Elisabeth Taylor en Rapsodia. Los problemas
personales empezaron a interferir en la labor profesional: la retiraron de dos
películas importantes cuando ya se había iniciado el rodaje. Su última película fue
Apache territory (1958) para la Columbia. Se la veía cansada; su fulgor se había
apagado. Su marido, un inglés bastante mayor que ella llamado Coan, murió de
cáncer. Bates consiguió un trabajo de asistente en un consultorio dental. Cortó
todos los vínculos con Tinseltown y regresó a Denver, donde encontró trabajo en
un hospital y se casó con un novio de la infancia. Poco después, el 18 de marzo de
1969, abrió la llave del gas.
En junio de 1951, el sultán de la Fox Darryl Zanuck y su esposa Virginia se
encontraban en París. Una mañana vieron a un actor amigo de ellos, Alex D’Arcy,
sentado en la terraza de un café de los Campos Elíseos. (D’Arcy era especialista en
papeles de gigoló). Lo acompañaba una muchacha muy sensual que de inmediato
interesó a Zanuck. De todos los caciques algo «marranos» de Hollywood, Zanuck
era el que tenía mejor olfato para descubrir intérpretes. La muchacha era Bayla
Wegier, nacida en Polonia. A los doce años, los nazis la habían encerrado en un
campo de concentración. En 1950, se había casado con el acaudalado comerciante
Alban Cavalade y junto a él había conocido todas las mesas de juego de la Riviera.
Pronto se divorciaron.
Al día siguiente del encuentro en los Campos Elíseos, Bayla envió un ramo
de flores a Mrs. Zanuck. Poco después, Mr. Zanuck empezó a «mimar» a la
polaquita. Ella le contó que había tenido que vender toda su ropa para pagar
deudas de juego. Zanuck fe dio 2.000 dólares para cancelar sus deudas con los
casinos y la invitó a Hollywood. Llegó a Tinseltown en noviembre de 1952 y fue
directamente a la casa de Zanuck en la playa de Santa Mónica. Susan Zanuck —
hija del magnate— y la polaca advenediza se odiaron a primera vista.
Zanuck le hizo una prueba a Bayla y cambió su nombre por el de BELLA
DARVI, de Darryl y Virginia. (Se dice que durante un tiempo los Zanucks y Darvi
formaron un ménage à trois. Lo cierto es que Mrs. Zanuck había hecho sus pinitos
en el cine en su juventud: bajo el nombre de Virginia Fox había actuado junto a
Buster Keaton en varios cortos hechos por el gran cómico a principios de los años
veinte).
Bella Darvi: gas en Montecarlo
Zanuck encerró a la «muñeca francesa» en un submarino, en el papel de hija
de un científico francés destinado a una misión secreta en aguas del Ártico junto a
una banda de adustos marineros. La película era El diablo en aguas turbias de
Samuel Fuller.
Luego la eligió para la cortesana Nefer en la versión en cinemascope de
Sinué, el egipcio, bestseller de Mika Waltari. El coprotagonista debía ser Marlon
Brando. Se acordó programar unas cuantas lecturas con los dos actores antes de
empezar el rodaje. La noche después de su primera sesión de lectura con el
director Michael Curtiz, Zanuck recibió una llamada telefónica del agente de
Brando. Marlon acababa de marcharse a Nueva York, había decidido no hacer la
película. «No puede soportar a Bella Darvi», informó el agente del actor.
A Zanuck le picó lo que los franceses llaman le démon du midi, sin
eufemismos: la locura menopáusica del macho maduro. Empezó a comportarse
como un colegial enfermo de amor. En una fiesta de disfraces en el Ciro’s para dar
la bienvenida a Terry Moore, que había estado entreteniendo a «los muchachos» en
Corea, totalmente borracho se quitó los tirantes y empezó a hacer números de
acrobacia encima de la mesa. Quería demostrar que aún gozaba de las fuerzas de
un potrillo. Los fotógrafos se pusieron las botas. Virginia tuvo que llevárselo a casa
a rastras. Al día siguiente, Zanuck telefoneó a su amigo Henry Luce de Nueva
York para pedirle que borrara todo testimonio gráfico de sus payasadas. Sin
embargo, «Life» publicó toda una página de fotos del magnate haciendo el indio en
el trapecio. Susan le aseguró a Virginia que el comportamiento del marrano de su
papá se debía a su encoñamiento con la Darvi. Virginia echó a Bella de la casa.
Bella regresó a Francia. Zanuck fue tras ella. Era el comienzo del fin de su
carrera (si bien es cierto que al menos una vez más se apuntaría un triunfo con El
día más largo). Había sido jefe de producción de la Fox durante veinte años. Pero los
tiempos estaban cambiando; el viejo Hollywood estaba por irse al traste. En lugar
de permanecer sobre el terreno para consolidar su posición, Zanuck se había
largado a Europa detrás de un par de piernas. En 1956, renunció a su cargo de jefe
de producción de la Fox. Haría películas independientes —cuyos guiones podrían
haber sido escritos especialmente para su amante.
Darvi volvió muy pronto a las mesas de juego de Montecarlo, y perdió una
fortuna. Zanuck andaba mal de dinero. Tuvo, que pedirle prestado a Howard
Hughes para pagar las deudas de Bella. Y el romance, tuvo un final amargo.
Zanuck se consoló entre los brazos de Juliette Greco, y luego entre los de Irina
Demick y más tarde entre los de Geneviève Gilles.
Darvi intentó suicidarse en Mónaco en agosto de 1962, en Roquebrune en
abril de 1966 y en su hotel de Montecarlo en junio de 1968, y fracasó en cada uno
de los intentos. La encerraron entonces en una clínica de la Costa Azul. Tenía la
cara abotargada, llena de manchas y espinillas; ya no era ni chichi ni très élégante.
El Hotel de París de Mónaco le había confiscado la ropa a cambio de una factura
impagada. Zanuck se ocupó de saldar la deuda. Ella se apresuró a volver al tapete
y encontró un nuevo acompañante dispuesto a tapar agujeros… temporalmente.
Pronto se halló en la ruina, sin amigos y abrumada de deudas. Zanuck ya no
estaba dispuesto a sacarla de apuros. El telón caería para ella el 10 de septiembre
de 1971. Abrió los grifos del gas de la cocina de su modesto apartamento de
Montecarlo. Una semana después, descubrieron su cadáver ya descompuesto.
26 DISPAROS EN MEMORIA DE LOS SUICIDAS DE HOLLYWOOD
Alto, buen mozo y elástico, ROSS ALEXANDER había nacido en Brooklyn
en 1907. Actuó en una comedia de Broadway titulada Let us be gay, fue contratado
por la Paramount y vino a Hollywood en 1932. La mayor parte de su carrera
posterior transcurrió en la Warner Bros., donde sus films más importantes fueron
Flirtation walk de Frank Borzage, en el papel de Oskie; Sueño de una noche de verano,
de Max Reindhart, donde era Demetrio, y El capitán Blood de Michael Curtiz, en la
cual secundaba a Errol Flynn encarnando a Jeremy Pitt. Su primera esposa, la
actriz Aleta Freel, no tuvo una carrera muy afortunada; en 1935 se mató con un
rifle.
Ross Alexander: reemplazado por Reagan
Alexander se casó entonces con otra actriz de la pantalla, Anne Nagel, que
apareció con él en varias películas. El 2 de enero de 1937, abrumado por las
deudas, el actor, con veintinueve años, entró al establo de su rancho y se pegó un
tiro en la cabeza. Meses después, Ronald Reagan iniciaba su carrera en la Warner.
Se dijo en más de una ocasión que el estudio contrató a Reagan para sustituir a
Alexander, y que su voz y sus gestos se parecían a los del actor difunto. (Los dos
tenían una voz de locutor radiofónico). La diferencia estribaba en que Alexander
poseía talento y encanto.
Pedro Armendáriz: disparo en el hospital
Participó en Sinners in paradise, dirigida por el también suicida James Whale,
así como en varios films de Howard Hawks: Avidez de tragedia, Sólo los ángeles
tienen alas y Río Lobo. Durante la histeria anticomunista del período McCarthy, los
productores le pidieron que cambiara de nombre («Red» significa «Rojo»). Cuando
Barry se negó, las revistas de fans publicaron artículos explicando que el apodo de
«Red» no provenía de las inclinaciones políticas del actor, sino de su cabello
pelirrojo, tan reluciente como el de Susan Hayward —con quien actuó en I’ll cry
tomorrow—. En 1953, Barry dirigió y protagonizó Las mujeres de Jesse James. Es
posible verle asimismo en Orca y SOS tidal wave.
Se casó con la actriz Peggy Steward. El 17 de julio de 1980, después de una
discusión con su esposa, «Red» Barry se disparó un tiro y se dio muerte.
Don «Red» Barry: reservó para sí la última bala
El guionista, productor y director PAUL BERN escribió guiones para
Lubitsch (The marriage circle) y Von Sternberg antes de llegar a ser primer asistente
de Irving Thalberg en la MGM, donde supervisó la producción de muchos films de
Greta Garbo. Cuando en 1932 se casó con Jean Harlow, tenía el doble de años que
ella. Parece ser que este hombre lleno de talento era impotente. Tan sólo dos meses
después de la boda, se incrustó una bala en el cráneo con una pistola calibre 38 en
el dormitorio de su mujer. En la nota dejada por Bern, pedía disculpas a la Harlow
por lo ocurrido la noche anterior. Al parecer, había intentado penetrar a la estrella
rubia platino con un consolador.
Paul Bern: decepcionó a la Harlow
HERMAN BING fue uno de los cómicos más adorables y divertidos de la
historia del cine. Había nacido en Frankfurt; su padre, Max Bing, era un famoso
barítono lírico. Hermán había actuado en circos y espectáculos de vodevil en
Alemania. En 1926, llegó a Hollywood en la comitiva del gran director germano
F.W. Murnau, a quien la Fox había invitado a visitar los Estados Unidos. Murnau
hablaba el inglés muy mal, y Bing le hacía de intérprete. Trabajó para Murnau
como guionista y asistente de dirección, sin por ello dejar de servirle de recadero y
chivo expiatorio.
El día en que Murnau se mató en un accidente automovilístico cerca de
Santa Barbara, Bing y un grupo de amigos iba en otro coche pocos metros detrás.
(Murnau se dirigía a Nueva York para asistir al estreno mundial de Tabú. Un
astrólogo le había advertido que no viajara en automóvil, pues, de hacerlo, sufriría
un accidente catastrófico. Cambió sus planes, decidió embarcarse en San Francisco
y llegar a Nueva York por el Canal de Panamá. El fatal accidente tuvo lugar
camino del barco).
Muerto Murnau, Winfield Sheehan, jefe de producción de la Fox, le ofreció a
Bing un trabajo de actor. Bing hacía vibrar las erres con increíble intensidad y no
tardó en conquistar al público sometiendo de un modo cómico el idioma inglés a
una deliciosa mutilación cómica. Lo llamaban «el dialéctico de la lengua oscilante».
Su voz fue una vez comparada a la de un perro grifón hablando en sueños.
Bing apareció en docenas de películas, entre ellas Cena a las ocho, The Bowery,
La comedia de la vida, El gato negro, Desfile de candilejas —es una delicia verle, en el
papel de director musical de James Cagney, recitar al estilo Bing los nombres de
todas las canciones que recuerda cuyo título incluye la palabra «garita»—, The
music goes round, The Great Ziegfeld, Primavera, Every day’s a holiday con Mae West y
El gran vals.
El 10 de enero de 1948 su hija y su yerno estaban desayunando en su casa de
Los Angeles cuando oyeron un estampido. Bing se hallaba de visita. Se
precipitaron a su dormitorio y encontraron al pobre hombre en el suelo con una
herida en el corazón y un anticuado revólver en la mano. La nota dirigida a su hija
era sucinta: «Querida Ellen, ¡ese insomnio! Voy a tener que suicidarme. Papá». Su
última película se había titulado ¿Y adónde vamos ahora?
Herman Bing: cura para el insomnio
Bruckman dirigió algunas de las mejores películas de Stan Laurel y Oliver
Hardy: Putting pants on Philip, en la cual intercaló una serie de escandalosos gags
homosexuales, La batalla del siglo, que incluye la mejor secuencia de pasteles de
nata que pueda verse, Leave’em laughing y The call of the cuckoo. Dirigió además a
W.C. Fields en dos de sus obras memorables: The fatal glass of beer y The man on the
flying trapeze.
En 1955, le pidió prestada a Keaton una pistola «para hacer un poco de tiro
al blanco». Escribió a su esposa una nota en la cual le explicaba que iba a buscar un
lugar fuera de casa porque no quería estropearle un salón tan bonito. Y añadió:
«No tengo dinero para pagar el entierro». Fue entonces hasta una cabina telefónica
de Santa Monica Boulevard y se voló la tapa de los sesos.
WILFRED BUCKLAND, fue el primer gran director artístico de Hollywood
y fue llamado «fundador del arte cinematográfico de Hollywood». Antes de que él
llegara a Hollywood, Cecil B. De Mille nunca había recurrido a un asistente
dedicado específicamente al diseño de decorados. Fue la madre del director quien
le recomendó a Buckland, pues éste había sido responsable de la belleza escénica
de los montajes teatrales de David Belasco. Durante años, Buckland trabajó siete
días a la semana y ocho horas diarias, enfrentado a menudo en ásperas discusiones
con De Mille.
Son varias las innovaciones decisivas que se le deben atribuir, entre ellas el
uso de la lámpara Klieg. Él fue quien concibió la iluminación interior en la
industria cinematográfica norteamericana. Hasta entonces, los directores confiaban
en la luz natural. El empleo que hizo Buckland de las lámparas de arco voltaico
produjo por primera vez en la pantalla una iluminación dramática. Fue el
responsable de los decorados de tres películas de De Mille: La marca del fuego, Juana
de Arco con Geraldine Farrar y Macho y hembra con Gloria Swanson. Los cuartos de
baño de las heroínas de De Mille, concebidos como «altares» de la belleza
femenina, fueron íntegramente diseñados por Bucland. De Mille lo trataba
generalmente de una manera abominable; durante años, ese hombre mezquino
pagó tan sólo 75 dólares semanales a su director artístico. Después de muchas
amargas discusiones, Buckland se separó de De Mille a mediados de los años
veinte. Como diseñador independiente, su mayor logro fue la monumental
escenografía para el Robin Hood de Douglas Fairbanks (1922).
En los años siguientes, cumplió algunos encargos de la MGM, e incluso con
más de ochenta años, seguía yendo cada día al estudio en busca de trabajo. El
anciano era por entonces vagamente parecido a Teddy Roosevelt. En Europa una
figura como la de Buckland habría recibido todos los honores por su contribución
al arte cinematográfico. En Hollywood, pasó sus últimos años olvidado y sin
trabajo. La Depresión lo había dejado sin un céntimo.
Para el viejo Wilfred estaba claro que su hijo nunca llegaría a encarrilarse
del todo —y que jamás sería un hombre «normal»—. Cayó en la cuenta de que él
mismo no tenía mucha vida por delante y sabía que, cuando muriese, nadie se
haría cargo de su hijo alcohólico y homosexual. El 18 de julio de 1946, mientras Bill
dormía, su padre le disparó un tiro en la cabeza con una Mauser automática calibre
32 y después se disparó a sí mismo. La nota que dejó decía: «Me llevo a Billy
conmigo».
Buckland tenía fama de gran tirador. Uno de sus refugios favoritos era la
sala de tiro en el sótano. Le encantaba enseñar a los jóvenes cómo manejar una
pistola. Un artículo, publicado en 1917, en «Picture Play» concluía de esta manera:
«Su hobby es el tiro, y en las paredes de su casa hay armas de fuego de todas las
hechuras desde el tiempo en que las inventaron. Tiene tanto el largo mosquetón
árabe como el trabuco más corto. Por más atareado que esté en el estudio, no deja
pasar semana sin disparar».
Arthur Edmund Carew: un deslumbrante Svengali
Carew alcanzó la cima de su carrera en Trilby (1923), donde encarnó a
Svengali. Fue todo un éxito de público y crítica. Bajo el título de «Un Svengali
Saturnino», el «New York Times» señalaba: «Pero por más encantadora que sea la
Trilby encarnada por Andrée Lafayette, lo que domina el film es la reveladora
interpretación que Arthur Edmund Carew hace de Svengali. Su maquillaje es tan
auténtico como el acero. Tiene los dedos largos, la afilada nariz aguileña, las
cavernosas mejillas cadavéricas, la barba negra e hirsuta y el pelo enmarañado del
Svengali del libro. Sus ojos negros son relucientes y horribles». Poco después de
rodar El secreto de Charlie Chan, sufrió un ataque de parálisis y acabó con su vida de
un tiro el 23 de abril de 1937.
KARL DANE, nacido en Copenhage en 1886, era un tipo alto, simpático y
desgarbado que había llegado a Hollywood durante la primera guerra mundial y
se había integrado al reparto de dos films de propaganda antialemana: My four
years in Germany y To the hell with the Kaiser. Su carrera cinematográfica no fue gran
cosa hasta 1925, cuando causó gran impacto en el papel de Slim, temerario
reparador de chimeneas que es reclutado por el ejército y muere en tierra de nadie
en El gran desfile de King Vidor. La película fue un rotundo éxito; en el teatro Astor
de Broadway estuvo en cartel dos años seguidos, contribuyendo en gran medida a
cimentar la MGM como un gran estudio. «El gran desfile», declaró Vidor,
«impulsó a Karl Dane escalera arriba hacia la fama».
Los peldaños eran resbaladizos. Dane actuó junto a Tom Mix, luego junto a
Marion Davies y desempeñó el papel de un moro astuto junto a Valentino en: El
hijo del jeque. Hacia el final de la era del cine mudo, participó en una serie de
populares cortos humorísticos en pareja con George K. Arthur. Su última película
importante fue El presidio, de George Hill en 1930.
Por desgracia, Dane no pudo librarse de su impenetrable acento danés. Hizo
un serial de ínfima categoría, pero la ex estrella de la MGM terminó vendiendo hot
dogs frente a la entrada principal del estudio. El 14 de abril de 1934, cogió una pila
de viejos recortes de prensa, las reseñas más elogiosas, los contratos con la MGM, y
lo esparció todo encima de la mesa de su deprimente hogar. Apoyado en los
recortes, se alojó una bala en la cabeza.
Karl Dane: un acento incorregible
El apuesto rubio de Texas TOM FORMAN irrumpió en el mundo del cine
con Lasky, para luego ser actor y director de varias películas de la Paramount.
Hizo pareja con Gloria Swanson en el film de De Mille Abnegación (1919) y dirigió a
Lon Chaney en Shadows (1922). Se estaba recuperando de una crisis nerviosa en la
casa de sus padres en Venice, California, cuando, el 7 de noviembre de 1926,
apuntó un arma a su corazón y apretó el gatillo. Murió a los treinta y cuatro años.
Dana Viola fue su compañera de reparto en su última película: Kosher Kitty Kelly.
Trabajó con William Haines en Three wise fools de Vidor; una de sus últimas
películas mudas fue Ham and eggs at the front. Sus películas sonoras son: Dumbbells
in Ermine, Papaíto piernas largas con Janet Gaynor, Broadway’s Bill de Frank Capra,
Historia de dos ciudades en donde encarnaba a Jarvis Lorry y Prisionero del odio de
John Ford.
En 1936, mientras rodaba con Jack Oakie una escena de Florida Special para
la Paramount, Gillingwater cayó de una plataforma, se lesionó la espalda y a partir
de entonces tuvo serios problemas para seguir actuando. Su mujer murió y la
depresión se apoderó de él. El 1 de noviembre de 1939 se voló los sesos en su casa
de North Bedford Drive, en Beverly Hills. Así rezaba la nota que dejó: «A la
Policía: he acabado con mi vida porque, dada mi avanzada edad y el grado de mi
deterioro físico, no tengo oportunidad alguna de volver a encontrarme bien y me
resisto a convertirme en un inválido desvalido».
Claude Gilligwater: basta es basta
En un film que en 1943 Tay Garnett realizó para la MGM, Bataan, aparece
JOSE ALEX HAVIER en el papel de Yankee Salazar. Volvió con Brack to Mataan al
lado de John Wayne en 1945 en la película de la RKO del mismo nombre. Otra vez
junto a Wayne, haría después el papel de Benny en una saga de barcos torpederos
rodada por John Ford con el título de They were expendable. Havier se pegó un tiro
el 18 de diciembre de 1945. Su último film, Nadie es inmortal se estrenó en 1946,
cuando él ya estaba muerto.
GEORGE HILL empezó a trabajar en el cine como tramoyista, guionista y
cameraman en los estudios de la Biograph. Durante la primera guerra mundial
combatió en Gallipoli. Era alto, moreno y apuesto.
En 1921, se inició como director e hizo Tell it to the marines, una de las
mejores películas de Lon Chaney. Dirigió las soberbias escenas bélicas nocturnas
de El gran desfile de King Vidor, pero tal vez su obra maestra sea El presidio (1930),
primera cinta sonora importante sobre el mundo de la delincuencia. En 1934,
Thalberg envió a China un equipo de filmación encabezado por Hill, quien había
sido elegido para dirigir La buena tierra. Hill regresó cargado con muchos metros de
imágenes de ciudades y paisajes campestres y con dos búfalos de agua vivos. En
una clara mañana de 1934, pocos días antes de la fecha señalada para iniciar el
rodaje de La buena tierra, George Hill se voló el cráneo con un rifle de caza.
Cuando D.W. Griffith llegó a los estudios Biograph de calle 14 en Nueva
York, el jefe era el «Viejo» McCutcheon, que había dirigido algunos de los primeros
cortos para las primeras salas de espectáculo que proyectaban imágenes. El Viejo le
compró a Griffith un guión y lo contrató como actor. McCutcheon trabajaba a
ritmo lento; sacando sólo una película por semana. Cuando le dio a Griffith la
oportunidad de dirigir, éste trabajó aprisa y pronto pasó a hacer todos los films de
la Biograph. El resto es historia.
Por la época en que Griffith llegó al estudio, el hijo del Viejo, WALLACE
MC CUTCHEON JR., desempeñaba allí muchos empleos. A finales de 1908,
abandonó la Biograph. Pese a ser norteamericano, al estallar la primera guerra se
alistó en el ejército inglés; en recompensa a su valor lo promovieron al grado de
mayor. Fue herido por una granada y le tuvieron que colocar una placa de plata en
el cráneo.
Finalizada la guerra, regresó a Nueva York, se casó con Pearl White y formó
pareja con ella en la serie The black secret, y en 1920 protagonizó The thief. Más tarde
se divorciaron y poco después McCutcheon fue internado en una clínica privada.
El 27 de enero de 1928 se pegó un balazo en la cabeza. Cuando lo encontraron tenía
el revólver en la mano y los bolsillos llenos de recortes que hablaban de Pearl
White.
Tres pistolas para tres actores. NELSON MC DOWELL (El último de los
mohicanos de Maurice Tournar, Scaramouche con Ramón Novarro, College Swing con
Bob Hope). JOHN MITCHELL (Mr. Skeffington con Bette Davis). BERT
MOORHOUSE (El Crespúsculo de los dioses y The big hangover). Los tres se pegaron
un tiro y murieron el 3 de noviembre de 1947, el 19 de enero de 1951 y el 26 de
enero de 1954, respectivamente.
¡Superman se mata a sí mismo! No, no se trata de un nuevo episodio de la
serie. Fue en serio. En 1959, GEORGE REEVES hizo lo que nadie se había atrevido
a intentar: mató al Hombre de Acero.
George Reeves: asesinado por Superman
Reeves, cuyo nombre verdadero era George Bessolo, había nacido en 1914
en Iowa y estudiado arte escénico en la Casa del Teatro de Pasadena. Su primera
interpretación cinematográfica fue el personaje de Brent Tarleton en Lo que el viento
se llevó. A continuación actuaría en Torrid zone, Argentine nights, con las Andrews
Sisters, Strawberry blonde de Raoul Walsh, Sangre y arena como el capitán Pierre
Lauren, Jim de la jungla, Sansón y Dalila de De Mille, donde era El Mensajero
Herido, Encubridora de Fritz Lang y Superman y el Hombre Montaña. Una musculosa
constitución de 1,85 m de altura y firmes conocimientos de judo fueron
importantes elementos para hacerse con el uniforme y la capa del Superman
televisivo. Popular no sólo en los Estados Unidos, la serie pasó a ser uno de los
programas punta del Japón, y el emperador Hiroito envió a Reeves una carta
contándole cuánto disfrutaba con el espectáculo. Reeves no pudo soportar la
desazón que le causó el hundimiento de su carrera cuando dejó de trabajar en la
serie de Superman.
Hubo en torno a su muerte algunos detalles curiosos. El 16 de junio de 1959
se pegó un tiro en la cabeza con una Luger 9 mm y lo encontraron desnudo, en la
cama, en su casa de Benedict Canyon. Segundos antes de que se oyera el disparo,
su novia, Leonore Lemmon, de la alta sociedad neoyorquina, predijo ante algunos
invitados que Reeves se suicidaría. Miss Lemmon estaba en la planta baja de la
casa cuando, alrededor de la 1 de la madrugada, un grupo de amigos llamó a la
puerta. Furioso de que le molestaran a semejantes horas, Reeves bajó la escalera y
les amenazó con echarlos. Cuando volvió a subir, Miss Lemmon observó: «Ahora
debe de estar abriendo el cajón para coger la pistola». Entonces, se oyó un disparo:
«¿Veis? Ya os lo había dicho: se ha pegado un tiro». Dos meses antes de morir,
Reeves había ido a la oficina del fiscal general de Los Angeles para informar de
que estaba siendo víctima de unas llamadas telefónicas anónimas cuya voz él
atribuía a Mrs. Toni Manix, esposa de Eddie Manix, vicepresidente de la Loew’s
Inc. y ex gerente general de la MGM. Mas a pesar de ello Reeves legó a la señora
Manix el grueso de sus bienes.
Su novia echó a Superman la culpa de la muerte de Reeves. Dijo que el
personaje había dominado hasta tal punto la vida del actor, se había identificado
de tal manera con el papel, que se había vuelto imposible para él representar otros
papeles.
Nacido en Checoslovaquia, Leo Slezak fue uno de los grandes tenores líricos
de nuestro siglo. Por más de veinticinco años fue la figura central de la Ópera de
Viena y el ídolo del público austríaco. Solía interpretar papeles de Wagner en el
Metropolitan. También fue estrella de cine y actuó en muchas películas en Austria
y Alemania (Rendezvous in Wien, Die blonde Carmen).
WALTER SLEZAK, hijo de Leo, había nacido en Viena en 1902 y estudiaba
medicina cuando el director Michael Curtiz lo descubrió. Apareció en una cinta
épicobíblica, Sodoma y Gomorra, que el director rodó en 1922. La más memorable
de sus interpretaciones tempranas es la del protagonista de Mikaël (1914). Esta obra
maestra, dirigida por el danés Karl Dreyer en Berlín fue la primera película
importante en abordar el tema de la homosexualidad. Es una historia de amor
entre un pintor de mediana edad (encarnado por el cineasta danés Benjamín
Christensen) y su joven modelo (Slezak).
Cuando actuó en Mikaël, Slezak era delgado, juvenil y epiceno. En pocos
años ganó muchos kilos y ya no pudo interpretar papeles de galán romántico.
Pronto se vio relegado a personajes secundarios. Viajó entonces a los Estados
Unidos y participó en varios espectáculos de Broadway, haciendo su debut en la
pantalla norteamericana en 1942. En 1955, su trabajo en la obra Fanny en
Broadway, le valió a un tiempo el Tony y el Premio de la Crítica Neoyorquina. En
1957, actuó en El barón gitano en el Metropolitan. Se le puede ver junto a Ronald
Reagan en Bedtime for Bonzo, y con la también suicida Barbara Bates, en una
película de Danny Kaye, The inspector general. Una de sus interpretaciones más
impresionantes fue la de novio de Judy Garland, Don Pedro Vargas, en el film de
Vincent Minnelli El pirata.
(El pirata es un «Triple S», o sea una película que albergó a tres suicidas.
Además de Slezak, estaban, en calidad de supervisora de vestuarios, Irene y, como
arreglista musical, Conrad Salinger, dos talentosos artistas que acabaron con sus
vidas).
Durante la segunda guerra mundial, Adolf Hitler, cinéfilo por excelencia,
vio a Walter como capitán del submarino de Náufragos de Alfred Hitchcock y en un
film de propaganda antinazi dirigido por Jean Renoir, Esta tierra es mía. Al Führer
no le gustó nada lo que estaba viendo y decidió imponer a Leo Slezak una multa
de 100.000 marcos. El padre tuvo así que «pagar» los pecados de su hijo.
La última película de Walter Slezak fue en 1976 The mysterious house of Dr.
C., en la cual desempeñaba el papel del Dr. Coppelius. Una persistente dolencia
cardíaca sumía por entonces al actor en fuertes depresiones. En 1983, en su casa de
Manhasset, Long Island, se mató de un tiro con un revólver calibre 38.
Walter Slezac: sin ánimos para vivir
Luego de hacer Veneno implacable con Bette Davis, se enroló en el cuerpo de
Guardacostas en el que prestó servicio durante tres años. Su segunda esposa,
Sophie Rubinstein, instructora de actores en la Warner, murió de cáncer poco
después de la boda. Young era alcohólico. En Come fill the cup (1951), encarnó a un
alcohólico a quien James Cagney lograba apartar del suicidio. En 1956, Young se
casó con Elisabeth Montgomery; se divorciaron en 1963. Su interpretación del
animador de la maratón de baile en ¿Acaso no matan a los caballos? (1969) le valió el
Oscar al mejor actor secundario.
MUERTE POR AHORCAMIENTO
Por una llamativa coincidencia ALBERT DEKKER, que acabó ahorcándose,
hizo su debut cinematográfico en The great Garrick, film dirigido por James Whale,
quien se ahogó voluntariamente. (Dekker, encarnaría más tarde al fatuo Luis XIII
en otra retorcida obra de Whale, El hombre de la máscara de hierro).
Este actor de sombrío aspecto, cuyo verdadero nombre era Albert van
Dekker nació en Brooklyn. Siendo estudiante trabó amistad con Alfred Lunt, y
luego apareció en Broadway en una obra de Eugene O’Neill: Marco millions, en la
que Lunt hacía el papel de Marco Polo. Entre 1944 y 1946, Dekker trabajó como
asambleísta demócrata por el Distrito 57 en la legislatura de California.
Dekker actuó también en Suspense, Forajidos, Tarzán y La fuente mágica, Slave
girl, Destination murder, Kiss me deadly, Al este del Edén, De repente en el último verano
y en un largo melodrama de suspense, Noche en el alma, con Hedy Lamarr. En Entre
los vivos, con Susan Hayward, Dekker interpretó a dos hermanos gemelos, uno de
los cuales era un maníaco homicida. En De isla en isla logró por fin conquistar a la
chica y se alejó navegando hacia el crepúsculo con Marlene Dietrich, quien llevaba
un modelo diseñado por Irene (otra suicida).
En 1967, el hijo de Dekker, Jan, de dieciséis años de edad, fue hallado sin
vida con una bala en el cuerpo, en HastingsonHudson, Nueva York. Las
autoridades concluyeron que se había suicidado. El 5 de mayo de 1968 apareció el
cadáver de Albert Dekker en su apartamento de Hollywood. Estaba esposado,
llevaba una mordaza y colgaba del caño de la ducha. El cuarto de baño había sido
cerrado por dentro con cerrojo. El cuerpo iba ataviado con delicadas prendas
interiores femeninas de seda, y Dekker había dedicado sus postreros momentos a
garabatear sobre su cuerpo, con lápiz de labios, frases que no pueden reproducirse
aquí.
Albert Dekker: colgado de la ducha
Ziegfeld descubrió a las Dolly Sisters bailando en un vodevil. Se apresuró
entonces a contratarlas para su revista de 1911. Eran gemelas idénticas, pequeñas y
morenas, con un exótico encanto oriental. Nacidas en Hungría y criadas en el bajo
East Side de Nueva York, Jancsi había cambiado su nombre por el de JENNY
DOLLY y Roszicka al de Rosie.
El gran Ziegfeld les puso faldas hechas con docenas de plumas blancas, las
coronó con diademas de diamantes y las puso a bailar en sus espectáculos. Jim
«Diamante» Brady las vio y se enamoró de ellas; pronto tuvieron a sus pies a todos
los millonarios de Nueva York. En 1915, Jenny protagonizó el film Call of the dance
producido por los estudios Kalem, y luego las dos coprotagonizaron para la MGM
Muñecas millonarias (1918).
Fueron a Europa, y Jenny se convirtió en la reina de las mesas de ruleta de
Montecarlo. Perdió y ganó sumas fabulosas, y cambió sus ganancias por la mayor
colección de diamantes que jamás ser humano había visto en la Riviera. Era el
alegre cascabel; Rosie era menos retozona que su hermana. Mientras Jenny seguía
jugando a la ruleta, Rosie volvió a su país de origen y dedicó algún tiempo a
practicar la caridad entre huérfanos húngaros.
Luego se presentaron juntas en el Casino de París y conquistaron la ciudad.
Introdujeron el charleston y el black bottom en Europa. Compraron un castillo en
Fontainebleau donde ofrecieron extravagantes y sofisticadas fiestas. Uno de los
más fervientes admiradores de Jenny era el príncipe de Gales, más tarde duque de
Windsor. El rey Christian de Dinamarca y el rey Carol de Rumanía las aplaudieron
de muy cerca. Aparecieron en el Moulin Rouge de París, donde recibieron el
beneplácito de Maurice Chevalier.
Jenny se enamoró de un aviador francés, Max Constant. Fue una historia
demencial, salpicada de rupturas y reconciliaciones. Después de una pelea con
Max, se lió con Gordon Selfridge, propietario de los famosos grandes almacenes de
Londres. Él le ofreció 10 millones de dólares a cambio de su mano. Jenny seguía
amando a Max, pero amaba aún más los diamantes. Antes de casarse con Selfridge
decidió pasar un último fin de semana con Max Constant. El coche del amante
tuvo un accidente cerca de Bordeaux y Jenny estuvo a punto de morir. Estuvo
meses enteros sometiéndose a operaciones en el Hospital Americano de París.
Selfridge contrató a los cirujanos plásticos más sobresalientes del mundo en un
intento por recuperar su belleza. Pero no funcionó. El cuerpo de Jenny
permanecería tan destruido como su alma.
Rosie se había casado con un rico empresario de Chicago. Ella y él trajeron a
Jenny de regreso a los Estados Unidos. Unos años después, se habló de un posible
regreso, pero la reaparición no se produjo nunca. El 1 de junio de 1941, Jenny
anudó unas telas y se colgó de la ducha en su piso de Hollywood.
Mae West tenía debilidad por los boxeadores. Puede verse al fornido púgil
JOHN INDRISANO junto a Mae en uno de los mejores films de ésta, Every day’s a
Holiday. Los dos grandes amores de Mae hacia finales de los años treinta fueron
Indrisano y Chalky Wright, un luchador que se convertiría en chófer. Mae vivió
con Indrisano cierto tiempo. Lo dominaba totalmente, pero le encantaban los
ejercicios gimnásticos a los que él la sometía. John llevaba a La West a hacer
jogging y la entrenaba como a un boxeador. El musculoso Johnny también apareció
en Two fisted, Ringside Maisie, In this corner y Joe Palooka in the counterpunch, films
todos ellos en los que podía exhibir sus dotes pugilísticas. Otras películas suyas
fueron Lost in a harem, Lulu Belle, Dirección prohibida con Barbara Stanwyck, The
yellow cab man y Una casa no es un hogar. Indrisano se ahorcó en su casa de San
Fernando Valley el 9 de julio de 1968.
Christine Jorgensen story, penúltimo film de Irving Rapper, no correspondía
precisamente al mejor momento creativo del autor. (Éste había sido sin duda La
extraña pasajera, el melodrama más inspirado de Bette Davis. Rapper también
dirigió The gay sisters, a partir de la cual adoptó su nombre artístico el futuro
suicida Gig Young). Pero pocos de los que lo hayan visto podrán olvidar ese film
testimonial de 1970 sobre el cambio de sexo más famoso de Norteamérica. Uno de
sus aciertos era una criaturita rubia llamada TRENT LEHMAN, que hizo el papel
de Christine cuando varón (es decir, de George Jorgensen antes de convertirse en
Christine). En una escena, George se pone un largo vestido blanco de su madre y
se embadurna su adorable pequeño pito con lápiz de labios. Esa actuación sirvió
para que Trent fuera elegido para el Butch Everett de Nanny and the professor, una
serie televisiva de la ABC que se emitió durante 1970 y 1971. Aquél fue su único
verdadero fallo. Lo encasillaron en el papel de Butch, su condición de adolescente
en rápido desarrollo le acarreó dificultades para encontrar trabajo, y en los diez
años que siguieron a Nanny no consiguió ningún tipo de trabajo. Empezó a
cansarse de llamar a las puertas. A los diez años ganaba 1.200 dólares a la semana;
a los veinte, no podía encontrar un empleo de a cuatro dólares la hora. Después de
su suicidio, su madre dijo que le destrozaba el corazón ver cuán poco caso le
hacían a su hijo, él, que en otro tiempo había sido tan popular. Los rechazos
cambiaron su personalidad. A partir de los trece años se volvería cada vez más
huraño y retraído. Cuando Bobbi Lehman se dio cuenta de que su hijo andaba con
chicos metidos en alcohol y drogas, decidió que lo mejor era marcharse de
Hollywood. Volvió a instalar a la familia en Colorado Springs, su tierra natal. Por
un tiempo las cosas pintaron mejor. Trent se hizo miembro de la Asociación de
Fomento del Trabajo. Cuatro años después, en el verano de 1981, metió sus cosas
en la maleta y se largó otra vez a Hollywood. Meses después era cocainómano.
Cuando su madre volvió a verle, insistió en que se sometiera a terapia. Trent se
negó.
Trent Lehman: reunión de alumnos
Una gélida noche de enero de 1982, Joseph Alien, antiguo compañero de
colegio de Trent, regresaba a su casa en Arleta, cerca de North Hollywood. Era la
1:45. Encaminó su coche hacia la entrada a su casa, justo en frente de la Escuela
Básica de Vena Avenue donde Trent y él habían estudiado y en cuyo patio habían
pasado muchas horas felices. Al bajar del coche, vio una grotesca imagen delante
del edificio de la escuela. Alguien se había atado un cinturón de cuero al cuello,
había trepado a lo alto de la reja, anudado el otro extremo del cinturón al
travesaño, se había dejado caer… y estaba muerto. A medida que fue acercándose,
Alien fue reconociendo a su antiguo compañero, el ex niño prodigio de la pantalla
Trent Lehman, que había vuelto a su antigua escuela para morir. En el Bolsillo
había una nota de despedida.
El batería y actor BEN POLLACK fue un ser polifacético. Escribió canciones,
dirigió una banda y actuó en muchos de los primeros cortometrajes sonoros, en
particular Ben Pollack and his Park Central Orchestra. Los puntos culminantes de su
carrera en la pantalla fueron Música y lágrimas, realizada en 1954 por Anthony
Mann y protagonizada por James Stewart y June Allyson, y The Benny Goodman
story (1955). Pollack se ahorcó en Palm Springs el 7 de junio de 1971.
EL SALTO DE LA MUERTE
La actriz cinematográfica LOIS BERNARD saltó hacia la muerte el 25 de
abril de 1945. Sin embargo, el salto mortal más celebrado de Hollywood fue el de
aquella chica que sólo hizo una película. PEG ENTWISTLE había nacido en
Londres con el nombre de Lillian Millicent Entwistle. En 1929, cosechó excelentes
reseñas por su papel en un triunfal espectáculo de Broadway, Tommy, y después
apareció en algunas producciones de la Theater Guild. Instalada ya en Hollywood,
aún actuó en una obra más, The mad hopes, con Billie Burke. La crítica habló bien de
Peg, pero la obra fracasó después de dos semanas en Los Angeles con la sala a
medio llenar. Pero al fin Peg consiguió un trabajo en una película de misterio y
asesinatos, Trece mujeres, con Mirna Loy. Pese al buen reparto, el film no tuvo éxito,
y a Peg las cosas se le pusieron cuesta arriba. Hollywood es un lugar hostil para
aquéllos que no consiguen salir adelante; sólo se estrecha la mano de los que lo
consiguen. Cuando se confirmó que el film no había ido bien de taquilla, en el
estudio le dijeron a Peg que «de momento» no tenían nada para ella. Se pasó
semanas tratando de encontrar trabajo en alguna otra, película, semanas de
esfuerzo por hacer buena cara cada vez que se cruzaba con alguien que la había
conocido en sus tiempos de cotizada actriz de Broadway.
La actriz GLADYS FRAZIN (cuya carrera quedó prácticamente limitada a la
década de los años veinte) saltó por la ventana de su apartamento neoyorquino el 9
de marzo de 1939. Había estado casada con el cómico Monty Banks, que había
actuado en varios films con Fatty Arbuckle y luego había dirigido a Laurel y
Hardy en Great guns. Después de su divorcio, Banks se casó con Gracie Fields. La
mejor película de Frazin fue Let no man put asunder, un drama sobre el divorcio,
realizado en 1924, protagonizado por Lou Tellegen, quien también se suicidaría.
Los Gleason
IRENE (Irene Gibbons) pasó los primeros dieciséis años de su vida en el
rancho de su padre en Montana. Fue a la escuela de diseño y luego abrió una
modesta tienda de ropa en Los Angeles cerca de la Universidad de California del
Sur. Un día, por casualidad, entró allí Dolores del Río y quedó asombrada por la
altísima calidad del trabajo de Irene. La actriz se compró varios vestidos e informó
a sus amigas acerca del lugar. Irene se puso de moda. En 1936, se casó con Eliot
Gibbons, guionista (Give us wings, Flight at midnight, Honeymoon deferred) y
hermano de Cedric Gibbons, célebre director artístico de la MGM. Muy pronto
Irene abandonó su sencilla tienda para dirigir el «superlujoso salón» de Bullock’s
Wilshire en el centro de Los Angeles. En 1938 empezó a diseñar trajes para
películas, sobre todo por encargo de la Universal.
En 1941, Adrián, el genial jefe de diseñadores de moda de la MGM, declaró
que estaba hasta las narices del estudio. Durante años nadie había impuesto límites
al presupuesto de las extravagantes creaciones para las más sofisticadas estrellas.
No obstante, en los últimos tiempos, había recibido el encargo de vestir a la Garbo
de un modo más parecido al de la mujer media norteamericana, y los ejecutivos de
la corporación habían empezado a limitar presupuestos. Adrián abandonó la
MGM para abrir su propio salón de costura. Irene dejó Bullock’s para ocupar el
puesto de Adrián como diseñadora ejecutiva de la MGM. Con los años crearía
hermosos vestidos para Marlene Dietrich, Elizabeth Taylor, Claudette Colbert,
Hedy Lamarr, Judy Garland, Lana Turner y muchas más; sus creaciones soufflé se
hicieron célebres.
En una etapa posterior, trabajó en varios films de Doris Day. La actriz y la
diseñadora se hicieron amigas. Day se dio cuenta de que Irene, generalmente
nerviosa e introvertida, bebía demasiado. Veía poco a su marido, que vivía en otro
Estado. A Irene le había gustado disparar e ir de caza, pero había perdido el gusto
por estas actividades. Le confesó a Day que estaba enamorada de Gary Cooper y
que era el único hombre al que habría querido en su vida. Cooper murió en 1961.
El 15 de noviembre de 1962, Irene alquiló una habitación en el Hotel Knickerbocker
de Los Angeles bajo un nombre falso. Se cortó las venas. Como la muerte tardaba
en llegar, saltó por la ventana desde el décimo cuarto piso. Se encontró una nota
que decía: «Lo siento. Esto es lo mejor. Conseguid un buen diseñador y sed felices.
Os amo a todos. Irene».
Irene: se tiró por la ventana
Linda Christian nunca alcanzó mucha fama como primera actriz, pero,
gracias a las revistas de chismes, se dio a conocer por sus romances en la vida real.
Terminó casándose con Tyrone Power. En 1958, él subió para siempre al gran plato
celestial. En 1964, Linda fue requerida por Francesco Rosi para hacer el papel de
una actriz norteamericana en una corproducción ítaloespañola, El momento de la
verdad, historia sobre la vida de un torero. Se aficionó a los toreros que conoció
durante el rodaje y tuvo un romance con el más famoso de todos, Luis Miguel
Dominguín. Acabada la película, regresó a Roma y a su ático con terraza en un
rascacielos de Parioli, el barrio más lujoso de la capital italiana. Allí solían visitarla
los matadores amigos suyos, algunos de los cuales le llevaban de regalo las orejas
de los toros abatidos. El chihuahua de Linda, MOUSIE, que desde cachorro había
compartido la cama de su dueña, empezó a sentir crecientes celos de los toreros
que la visitaban; en cierta ocasión destrozó a dentelladas una de las orejas
destinadas a la colección de Linda. Demasiadas veces tuvo Mousie que desalojar la
cama para dejar lugar a los toreros. El momento de la verdad llegó para el
chihuahua celoso en junio de 1964; la neurótica mascota, que desde hacía un
tiempo recibía cada vez menos atenciones, saltó finalmente desde la terraza en un
rapto de auténtica desesperación canina.
Linda Christian, «estrella de la escena, la pantalla y los entierros» con Mousie
PÍLDORAS Y VENENOS
Hizo muchísimos seriales (In the days of Buffalo Bill, The Oregon Trail), trabajó
para Bison y, a mediados de los años veinte, ya protagonizaba largometrajes para
la Universal. Se casó con Louise Lorraine, su compañera en The Oregon trail. Acord
era un temerario; pequeño y resistente, no era un hombre fácil de matar. Una vez,
fue hospitalizado y dado por muerto después de rodar una escena en la cual
trepaba a caballo un peñasco, pero el caballo acabó cayendo encima de él.
Acord fue la única figura importante del western que no pudo adaptarse al
sonoro. Tenía problemas de voz, pero eso se hubiera remediado con un poco de
práctica. Estaba demasiado ocupado buscando camorra y bebiendo para
preocuparse por su voz, con lo cual se quedó sin trabajo en las películas habladas.
Estuvo preso por comerciar con ron y después trabajó por un tiempo de minero en
México. Aunque había perdido todo su dinero, se negó a someterse a la disciplina
de unas clases de dicción. Creía que, con el apoyo de cierta publicidad, podría
volver a la pantalla, de modo que fraguó un autosecuestro con la complicidad de
un grupo de maleantes mexicanos. El plan fracasó. Cuando intentó suicidarse en el
Palacio Hotel de Chihuahua, un amigo norteamericano le quitó de las manos el
frasco del veneno. Pero Art había escondido más cianuro en el cuarto. Tal vez a
otros les resultase un hombre difícil de matar, pero al fin él pudo consigo mismo, el
4 de enero de 1931. El cadáver se pudrió una semana entera en Chihuahua antes de
que su familia se presentara para reclamarlo.
ABIGAIL ADAMS estaba casada con Lyle Talbot, un actor destinado ante
todo a papeles de gánster en películas serie B de la Warner Bros, y que más tarde
aparecería en el show televisivo de Burns y Alien. A los veintisiete años, Abigail se
divorció de Talbot. La Columbia seguía considerándola una «starlet prometedora».
Ella no quería riquezas; sólo quería ser una estrella. En 1950 se cortó las muñecas,
pero un médico interno de un hospital le salvó la vida. Luego se comprometió con
George Jessel, productor de la Fox muy conocido como «America’s Toastmaster
General» (algo así como el «Maestro del Brindis Americano»). Adams siguió
siendo una starlet y se fue aficionando a los bares nocturnos. El estrellato la
esquivaba, pero, en 1955, logró llenar las páginas de sucesos después de ingerir
una cuantiosa dosis de Seconal mezclado con etileno. Jessel observaría: «Tuvo
realmente una vida frustrada, pero, naturalmente, nunca se sabe por qué la gente
hace estas cosas».
El productor Sam Spiegel [La ley del silencio, El puente sobre el río Kwai,
Lawrence de Arabia, Betrayal) se casó con la starlet LYNNE BAGGET en 1948. En
1954 Mrs. Spiegel aparecería en los titulares cuando su coche se estrelló contra una
camioneta llena de niños que volvían de una colonia de vacaciones, hiriendo a
cuatro de sus ocupantes y matando a una quinta, que tenía nueve años y se
llamaba Joel Wathick. Ella se dio a la fuga. La procesaron por homicidio, pero sólo
cumpliría una sentencia de cincuenta días de cárcel por conducir con negligencia.
Spiegel se divorció de ella en 1955.
La actriz apareció en Con las horas contadas con Edmund O’Brien, The times of
their lives y The gost steps out. Nunca llegaría al estrellato. Hacia 1959, su carrera
languidecía seriamente. Intentó suicidarse con píldoras, pero sin éxito. Dos meses
más tarde, en un extraño accidente, estuvo atrapada durante dos días en una cama
plegable. En 1960, recibía terapia contra la adicción a barbitúricos cuando su
enfermera la encontró muerta debido a una sobredosis de píldoras para dormir.
SCOTTY BECKETT, uno de los niños precoces más listos de la pantalla,
nació en Oakland en 1929. A los tres años debutó en el cine en una comedia de
pandillas infantiles. Interpretó al joven Anthony en El caballero Adverse, al Delfín de
Francia en María Antonieta y a Parris Mitchell en King’s Row. Hizo de hijo de
Barbara Stanwyck en Mi reputación y de Al Jolson adolescente en The Jolson story. El
primero de sus muchos encuentros con la ley ocurrió en 1948 cuando fue detenido
por conducir borracho. En 1954, volvieron a detenerlo por llevar un arma
escondida. En 1957, en la frontera mexicana, por estar en posesión de drogas duras.
En 1960, lo condenaron a 180 días de prisión bajo fianza por haber golpeado a su
hijastra con una muleta. En 1962, se cortó las venas; pero, recuperado, se hizo
vendedor de coches y acabó por suicidarse con barbitúricos, en Hollywood, el 10
de mayo de 1968.
Scotty Beckett: hacerse mayor no es divertido
CLARA BLANDICK es un rostro de ama de casa, cuando no de todo un
mundo doméstico. Todo el mundo la recuerda como la bondadosa Tía Em de Judy
Garland en El mago de Oz. Nacida en 1881 a bordo de un buque norteamericano
fondeado en el puerto de Hong Kong, entró en el mundo del cine en 1929 y actuó
en más de un centenar de películas. Con frecuencia hacía el papel de tía bondadosa
—de Jackie Coogan, por ejemplo, tanto en Tom Sawyer como en Huckleberry Finn—,
pero también era capaz de transformarse en memorable ramera, y en la inolvidable
odiosa suegra de Barbara Stanwyck en Cruel desengaño. También se la puede ver en
La amargura del general Yen, Broadway Hill, Una vida robada, Gentleman Jim y El
caballero Adverse.
El 15 de abril de 1962 decidió no seguir soportando los tremendos dolores
de su artrosis y la progresiva pérdida de visión. La vieja dama salió a la calle, fue a
la peluquería, se puso su mejor traje de los domingos y desparramó por el
apartamento fotos y recuerdos de su prolongada carrera. Tomó una buena
cantidad de somníferos y, para asegurarse de que no sobreviviría, enfundó la
cabeza en una bolsa de plástico. Poco después, como en la canción, Tía Em estaba
más allá del arco iris (Over the rainbow).
Clara Blandick: más allá del arco iris
Charles Boyer no pudo vivir sin ella
Hija de un clérigo, DOROTHY DANDRIDGE vino al mundo en Cleveland
en 1923. Junto a su hermana Vivian aprendió a cantar con la madre, y a la edad de
cuatro años, la pequeña Dorothy se inició en el mundo del espectáculo en una obra
de baile y canciones llamada «The Wonder Children». En la pantalla, debutó junto
a los hermanos Marx en Un día en las carreras. Fue una de las primeras intérpretes
negras en acceder al verdadero estrellato en el cine norteamericano de categoría.
Esto ocurrió en los años cincuenta, gracias a dos películas dirigidas por Otto
Preminger: Porgy and Bess y Carmen Jones. En la primera, aunque doblada por
Adele Addison, Dorothy encarnaba a Bess; en Carmen Jones la dobló Marilyn
Home. En 1963, se arruinó al perder todo el dinero que poseía en una inversión
petrolera de beneficios inmediatos. El 8 de septiembre de 1965 encontraron a la
actriz, a sus cuarenta y un años, muerta en el cuarto de baño de su apartamento de
Sunset Strip, en Hollywood. Una abundante dosis de píldoras para dormir la había
curado de amnesia para siempre.
Dorothy Dandridge logró curarse la amnesia
Pese a ser bajito y a esa expresión suya de cartón piedra, ALAN LADD labró
para sí la leyenda de uno de los duros más memorables del cine. Empezó a trabajar
como extra y durante años fue un actor ocasional, trabajando en películas serie B,
producidas por la Republic o la Monogram. Su primer triunfo se debió a la
tenacidad de su segunda esposa, la agente Sue Carol, que siguió apostando por él.
Carol consiguió que en 1942 la Paramount le concediera un papel jugoso en El
cuervo. Era un buen pequeño thriller, con Veronika Lake; multitud de admiradoras
se derritieron ante la imagen de un Ladd todo sensibilidad y rudeza a la vez. Su
siguiente trabajo para la Paramount, nuevamente con la Lake, en La llave de cristal
no hizo sino confirmar su popularidad. Encabezó repartos con Loretta Young,
Dorothy Lamour y Deborah Kerr, y hacia 1947 se colocaba como uno de las diez
principales estrellas cinematográficas del país. Será probablemente recordado ante
todo por un film de George Stevens, Raíces profundas (1953), con el cual obtuvo un
triunfo resonante en el papel de un misterioso pistolero. Después de Raíces
profundas, su carrera inició un declinio y la mayoría de sus últimos films fueron
rutinarias historias de aventuras. En Hollywood nadie ignoraba que ya por
entonces el alcoholismo de Ladd había alcanzado un grado peligroso. En 1963, se
disparó un tiro en el pecho mientras, muy entrada la noche «perseguía a un
supuesto ladrón» en su rancho. Un año después de este incidente, que tenía todas
las apariencias de un suicidio fallido, Ladd dio en la tecla. El 29 de enero de 1964, a
los cincuenta años, se dio muerte con «una fuerte cantidad de alcohol mezclado
con tres medicamentos y somníferos». La madre se había suicidado en 1937.
Alan Ladd, de tal madre, tal hijo
Un millón de años antes de Cristo, película de Hal Roach en la cual CAROLE
LANDIS hacía de mujer de las cavernas, lanzó a la fama a la ondulante rubia. El
suicidio de ésta, el 14 de julio de 1948, motivado por el rechazo de Rex Harrison,
desató un alboroto descomunal entre los peliculeros de ambos sexos. Rex encontró
el cuerpo de Carole en el suelo del cuarto de baño de la casa de Pacific Palisades, la
cabeza descansando encima de un cofre de joyas y la mano aferrada a un arrugado
sobre con una última píldora para dormir. En el tocador del dormitorio había una
nota dirigida a su madre. Harrison estaba entonces casado con Lilli Palmer. Había
cenado con la Landis la noche del suicidio. Landis estaba casada con el productor
de Broadway W. H. Schmidlapp. Cuando le informaron de que su mujer había
sido encontrada muerta, Mr. W. H. Schmidlapp exclamó: «¡Oh, Santo Cielo!».
Carole Landis: un corazón destrozado
Los agentes de prensa de Tinseltown idearon el apodo de «El Cuerpo» para
MARIE MCDONALD, y el nombre cuajó. Del talento interpretativo de Marie no
había mucho que decir. La chica había sido modelo y bailarina en Kentucky, y
actuó en películas tan memorables como Pardon my sarong o Getting Gertie’s garter.
Contrajo matrimonio siete veces y se dice que afirmó alguna vez: «Es más fácil
encontrar maridos que buenos representantes». Pero incluso los buenos
representantes no pudieron convertirla en una auténtica estrella. En enero de 1957,
la encontraron en pijama en un camino desierto cerca de Indo, California. Dijo que
un par de sujetos la habían secuestrado en su casa. Era evidente que el asunto era
un truco publicitario para relanzar su agrietada carrera. Poco después la
detuvieron por drogadicta y más adelante por conducir en estado de ebriedad. En
1963, se hallaba de gira por Australia cuando le sobrevino un colapso nervioso. Ese
mismo año la detuvieron bajo acusación de falsificar recetas de Percodán, un fuerte
calmante. En octubre de 1965, por fin obtuvo todo el Percodán que andaba
buscando: el suficiente como para matarse. Y lo hizo.
Marie McDonald: nada quedó de «El cuerpo»
MAGGIE MAC NAMARA nació en Nueva York en 1928. Exitosa maniquí
durante su adolescencia, apareció dos veces en la portada de la revista «Life». Tras
haber protagonizado The moon is blue en Broadway, esta diminuta y sensitiva
morena debutó en 1953 en la pantalla en la polémica versión cinematográfica que
Otto Preminger realizó de esta obra; en ella MacNamara interpreta a una virgen
recatada que se defiende del asedio de William Holden. La Oficina Breen se negó a
dar el visto bueno al film hasta que se eliminara de los diálogos la palabra
«virgen»; los católicos lo condenaban desde el púlpito. Preminger se negó a cortar
la película y la United Artists le ayudó a transgredir la norma impuesta por la
Oficina Breen accediendo a distribuir el producto sin el sello del Código de
Producción. Fue un éxito esplendoroso. McNamara fue nominada para el Premio
de la Academia a la mejor interpretación femenina.
La carrera de Maggie continuó con Tres monedas en la fuente (1954) y Prince of
players (1955). Entonces, repentinamente, desapareció de la pantalla, se divorció de
su marido, el director Don Swift, y fue víctima de una crisis nerviosa. En 1963,
regresó fugazmente al cine, cuando Preminger le ofreció un pequeño papel en El
cardenal. Durante un tiempo trabajó como mecanógrafa. En 1978, se suicidó
ingiriendo una sobredosis de somníferos dejando una nota. El informe del
investigador hacía referencia a un historial clínico de enfermedad mental.
Seguramente se deba al azar, pero lo cierto es que Otto Preminger ostenta el
récord de dirección de primeras figuras femeninas que se suicidaron: McNamara,
Dorothy Dandridge y Jean Seberg.
Demasiada tinta ha corrido ya en especulaciones sobre una oscura trama de
asesinato en torno a la muerte de MARILYN MONROE. En 1962, sobre la base de
la autopsia practicada por el patólogo Thomas T. Noguchi, por entonces un joven
médico investigador, el forense Theodore J. Curphey concluyó que la estrella había
muerto de una sobredosis de Nembutal y de comprimidos de cloralhidrato. En
1982, veinte años después y pese a la maraña de discusiones al respecto, Noguchi
consideraba el suicidio de la Monroe «muy probable». Por el momento no se ha
aportado ni una prueba capaz de refutar seriamente su conclusión.
Marilyn Monroe: ¡del suyo tampoco!
La policía se lleva a Jewel, el perrito de Marilyn
El dormitorio de Marilyn
Se llevan el cuerpo de Marilyn
Sellando su nicho
Las pieles de la Monroe
CHESTER MORRIS nació en Nueva York en 1901. Tanto el padre como la
madre eran conocidos actores de teatro. Los Morris eran viejos amigos de los De
Mille; y fue Cecil B. De Mille quien ofreció a Chester Morris su primer papel
cinematográfico, como extra en La huella del pasado. Fue D.W. Griffith, en cambio,
quien le llevó al primer éxito en un papel de protagonista: lo propuso al director
Roland West como protagonista de Coartada. La obra resultó ser una espléndida
película de gánsters y Morris fue nominado para el Oscar al mejor actor por su
creación de Chick Williams, un inescrupuloso delincuente que se enamora de la
hija de un policía. El actor volvería a triunfar muy pronto en la convincente
encarnación de un convicto en El presidio de la MGM. Chester Morris desarrolló
rápidamente una personalidad atractiva y carismática de buen profesional que
nunca realizó una mala interpretación pero que tampoco logró convertirse en una
gran estrella. Demostró ser un perfecto compañero para Jean Harlow en La
pelirroja. En Blind alley, realizada en 1939 por la Columbia, estuvo soberbio en su
papel de asesino fugitivo y demente. Pasó a ser el personaje principal de la popular
serie sobre el personaje de «Boston Blackie», cortos serie B y en los que estuvo
actuando entre 1941 y 1949. (Hizo el papel de Blackie en catorce películas). Su
mejor película fue el ingenioso thriller de Roland West The bat whispers (1930), en el
cual interpreta tanto al detective como al asesino psicópata. La última de sus cintas
fue La gran esperanza blanca, que se estrenó en 1970, cuando Morris acababa de
suicidarse.
A mediados de los años cuarenta parecía evidente que GAIL RUSSELL tenía
por delante una gran carrera. La hermosa joven de ojos azules y cabello negro
azabache llegó directa de Santa Monica High para firmar un contrato con la
Paramount. Obtuvo un éxito en su primer film, The uninvited, una eficaz historia de
fantasmas en la cual apareció con Ray Milland. Las cosas pintaban todavía mejor
después de sus correctas interpretaciones en Misterio en la noche y Los mil ojos de la
noche. Sin embargo, la Russell tenía una neurosis grave, y las depresiones
inherentes a todo estrellato prematuro en Tinseltown fomentaron su inclinación
por el alcoholismo. La detuvieron varias veces por conducir borracha. En 1954, se
divorció de su giboso maridito, Guy Madison. Después de algunos intentos de
suicidio, su carrera artística pasó a ser un mero recuerdo y, en agosto de 1961, a los
treinta y seis años, la encontraron muerta en su apartamento de West Hollywood.
El cadáver estaba rodeado de botellas de vodka vacías y de tubos de somníferos no
menos vacíos.
Gail Russell: persevera y triunfarás
Terminado el colegio, Sanders consiguió trabajo en una empresa tabacalera
argentina pasó muchas horas en los burdeles de Buenos Aires. De regreso a
Londres, actuó en varias obras teatrales y luego debutó en la pantalla como un dios
montado a caballo en The man who could work miracles. Más tarde, se trasladó a
Hollywood, obtuvo un contrato con la Fox y pronto lo encorsetaron en el prototipo
del cínico. En varias películas hizo el papel del bruto nazi. Fue Charles Strickland
(personaje basado en Gauguin) en La luna de seis peniques y lord Henry Wotton en
El retrato de Dorian Gray. Los críticos lo adoraron en Eva al desnudo, en la cual
aparecía como el acerbo amante de Marilyn Monroe. Este papel le valió el Oscar al
mejor actor secundario.
Primero se casó con Zsa Zsa Gabor y luego con la hermana de ésta, Magda.
Tuvo cuatro esposas y siete psiquiatras. La mayoría de las últimas películas son
basura. El único papel interesante en los últimos diez años de su vida es el de una
loca venida a menos en La carta del Kremlin. Su amigo Brian Aherne escribió que
Sanders perseguía a las mujeres por su dinero y que las abandonaba apenas
descubría que no eran lo bastante ricas.
El 25 de abril de 1972, se mató en Barcelona con cinco tubos de Nembutal.
La nota que dejó rezaba así: «Querido mundo: me marcho porque estoy aburrido.
Os dejo con vuestras preocupaciones en esta dulce letrina».
En 1957, un taxista la encontró en el puente de Waterloo y la entregó a la
policía londinense. Los amigos aseguraron que, angustiada por la muerte de su
madre, planeaba arrojarse al Támesis. A principios de los años setenta empezó a
beber seriamente y a fumar marihuana desaforadamente; intentó suicidarse para
huir del mal recuerdo de una carrera marchita y del fracaso matrimonial con el
agente de bolsa Don Burnett.
El 7 de febrero de 1971, ingirió insecticida y estuvo tan cerca de la muerte
que llegaron a administrarle la extremaunción. Más adelante en aquel mismo año,
un amigo informó que desde hacía tiempo siempre que la visitaba la encontraba
borracha y que en varias ocasiones había entregado cuchillos a sus amistades
rogándoles que la apuñalaran como un favor. Llegó a coleccionar citaciones por
ebriedad y una por pasearse por Hollywood vestida sólo con un par de bragas. En
mayo de 1971, durante la comparecencia a un juicio por conducir en estado etílico,
se desmayó en la sala de juicios de Ventura y el juez la envió al hospital del Estado
para que la examinara un psiquiatra. Dos meses después la condenaron a pagar
una multa de 125 dólares y a vivir dos años en libertad condicional por perturbar
el orden público (se había peleado con un vigilante de parking por cincuenta
centavos). El documento que la condenaba a libertad vigilada rezaba: «Salud
mental dudosa. Gasta el dinero en alcohol y es de temer que se emborrache hasta
la muerte». El oficial responsable de controlarla añadiría: «Su manera de ser parece
haber sido algo extraña durante mucho tiempo». El juez nombró a un albacea que
endosara todos los cheques firmados por Gia Scala. Luego resultó herida al volcar
su coche en una carretera cercana a Hollywood. El 30 de abril de 1972, se mató
ingiriendo gran cantidad de drogas regadas con abundante alcohol. El cadáver fue
descubierto por uno de los tres hombres que vivían en su casa.
Gia Scala: una mujer extraña
La saga de JEAN SEBERG ha inspirado ya toneladas de artículos, folletines,
libros, videohistorias y hasta, recientemente, una «tragedia musical» montada hace
poco por el British National Theater y titulada precisamente Jean Seberg. El centro
de tanta atención era una estudiante preuniversitaria de Iowa cuando Otto
Preminger la eligió para protagonizar su Juana de Arco. La película fue un desastre
comercial; los críticos no se mostraron amables con la joven de Iowa. Preminger,
sin embargo, volvió a ponerla en Buenos días, tristeza. La carrera de la Seberg podía
haber concluido ahí de no haber sido por su aparición en A bout de souffle, de Jean
Luc Godard, una película de la Nueva Ola francesa que suscitó un considerable
alboroto entre los críticos. Seberg solamente hizo un film norteamericano más de
cierto interés: Lilith de Roben Rossen, en el cual encarnó el vívido retrato de una
bisexual catatónica.
El novelista Romain Gary, marido de Seberg, declararía más tarde que el
responsable directo del suicidio de la actriz había sido el FBI. El niño murió al
nacer. Ella llevó el cadáver del niño a su pueblo natal de Iowa y lo exhibió en un
ataúd de cristal para que todos pudieran comprobar que era blanco. Romain Gary
añadió: «Después de aquello, Jean entró en un proceso psicótico. Cada año
intentaba suicidarse cuando se acercaba la fecha del aniversario de la desgracia».
En 1938 se integró al Mercury Theater de Orson Welles y con éste vino a
Hollywood.
Realizó una interpretación extremadamente conmovedora en su debut en la
pantalla en el personaje de Bernstein en Ciudadano Kane. Igualmente bien estuvo en
el papel de Kopeikin en Viaje al miedo. Todavía mejor fue su creación de Arthur
Bannister, el marido impotente de Rita Hayworth en ese memorable fracaso de
Orson Welles que fue La dama de Shangai. Los dos últimos papeles que Sloane
interpretó sirvieron de soporte a Jerry Lewis. Pero se estaba quedando ciego y, el
11 de julio de 1965, bajó el telón de una estupenda trayectoria con un puñado de
somníferos en su casa de Los Angeles.
Everett Sloane: que apaguen las luces
INGER STEVENS apareció en trece películas y no estuvo interesante en
ninguna de ellas. Había nacido en Suecia en un hogar deshecho. Viajó a los Estados
Unidos con su padre, pero muy pronto huyó de él y, a los dieciséis años, se inició
en el espectáculo en una vulgar sala de revistas de Kansas City. Luego fue a Nueva
York y se hizo corista en el Barrio Latino. Fue alumna del Actor’s Studio y llegó a
ganar una discreta fama gracias a la serie televisiva «The farmer’s daughter».
Su debut cinematográfico se produjo en 1957 con Man on fire. Su agitado
romance con un compañero de rodaje, Bing Crosby, la colocó fugazmente en los
titulares de la prensa. Se casó con su agente; el matrimonio duró cuatro meses. A
una amiga le confesó: «Muchas veces me siento deprimida. Vengo de un hogar
destrozado, mi matrimonio fue un desastre y casi siempre estoy sola». En su
penúltimo film, Castillo de naipes parecía una pálida zombie.
Recibió el Año Nuevo de 1959 tragando veintinueve pastillas para dormir y
medio frasco de amoníaco, pero el intento de suicidio fracasó. El día 1º de mayo de
1970 apostó más fuerte: se zampó una enorme dosis de barbitúricos. Cuando la
encontró la amiga con quien compartía una casa de Laurel Canyon estaba todavía
con vida, pero murió camino del hospital.
Inger Stevens: ingresó muerta
En 1956, abandonó los ensayos del espectáculo televisivo que protagonizaba
para internarse en una clínica privada de Massachusetts. Tres años después
decidió regresar a las tablas y trabajó en New Haven en Sweet love remembered en
un período de prueba antes de que se estrenase en Broadway. La obra se hallaba en
cartel cuando, el día de Año Nuevo de 1960, en el Taft Hotel de New Haven,
Margaret se mató con una sobredosis de somníferos.
Margaret Sullavan: algo se desbarajustó
LUPE VÉLEZ, el «Huracán Mexicano», fue uno de los mitos vivientes de
Hollywood. Había nacido al sur de la frontera para ser bautizada con el nombre de
María Guadalupe Vélez de Villalobos.
Educada en el convento de San Antonio, irrumpió en el mundo del cine en
1926. Causó enorme impresión como compañera de Douglas Fairbanks en The
gaucho. Fue notable su aportación a Drama de arrabal de D.W. Griffith, sin por ello
dejar de gozar de una gratificante vida privada: tras una breve relación con John
Gilbert, se lió con el joven galán Gary Cooper. En 1933, se casó con Johnny
Weissmuller, Tarzán, el Hombre Mono, y una vez divorciada de él pasó por los
distintos brazos de un pequeño regimiento de amantes: vaqueros, acróbatas y
gigolós norteamericanos. Pero su carrera se fue desmoronando y durante los
últimos años casi no actuó más que en comedias serie B junto al deprimente León
Errol.
En 1944, endeudada hasta el cuello y embarazada de su más reciente
amante, Harald Ramond, Lupe decidió escenificar con sumo cuidado la última
noche de su vida. Encargó un inmenso ramo de flores, invitó a dos amigas a la
Última Cena y luego, a las tres de la mañana, se quedó sola en su falsa hacienda de
Rodeo Drive. El dormitorio era un mar de nardos y gardenias; resplandecían las
llamas de varias docenas de velas. Vestida de lamé plateado, la Lupe se instaló en
aquel altar a la propia muerte, escribió una nota de despedida al padre del feto,
abrió un frasco de Seconal y se zampó las setenta y cinco bolitas. Las manos
enlazadas en ademán de plegaria, se tendió en la cama escefinicando así lo que ella
vería como una imagen fotográfica final de exquisita belleza. Precisamente esa foto
no se tomaría nunca. El Seconal no quiso mezclarse bien con la picante Última
Cena. Lupe empezó a vomitar, dejando una hedionda estela de vómito desde la
cama hasta el baño, donde resbaló en las baldosas y cayó dándose de cabeza contra
el borde del lavabo. A la mañana siguiente el cadáver fue descubierto por Juanita,
la doncella. La imagen no era bella ni conmovedora.
Lupe Vélez con Blackie y Withie
Madre y hermanas de Lupe llorando en el funeral de Lupe Vélez
En 1917, GEORGE WESTMORE fundó el primer departamento de
maquillaje de la historia del cine. Westmore sembró mucho más: toda una dinastía
que, a lo largo de los años, se encargaría de los departamentos de maquillaje de la
Universal, la Warner Bros., la RKO, la Paramount y la Selznick. Perc Westmore,
que presidió durante muchos años la Warner, se casó con Gloria Dickson, hermosa
protagonista de They won’t forget, que moriría trágicamente en un incendio. Bud, el
más guapo de los hijos de George, no sólo reinó sobre las cajas de polvos de la
Universal, sino que además encontró tiempo y ganas para casarse con Martha
Raye. En su noche de bodas, La Raye durmió con un revólver bajo la almohada por
si el marido intentaba propasarse. Era evidente que el matrimonio no tenía gran
porvenir. Y así fue. Buddy no tardó en encontrar una vida de dicha hogareña más
satisfactoria junto a Rosemary Lane.
GRANT WITHERS nació en 1904 en Pueblo, Colorado. A comienzos de la
década de los años veinte llegó a California como reportero de «Los Angeles
Record» y en 1926 se dejó tentar por el cine. Protagonizó algunas películas serie A,
pero pronto fue relegado a seriales, films de bajo presupuesto y papeles
secundarios. Trabajó más de una vez para John Ford. Entre sus películas están
Jungle Jim, Mr. Wong, detective, Tennessee Johnson, The fighting seabees, Pasión de los
fuertes, Fuerte Apache, Río Grande y The Sun shines bright. Cuando más se acercó a la
fama, fue cuando contrajo matrimonio en 1930 con Loretta Young, quien entonces
tenía diecisiete años y triunfaba como «Wampas Baby». Causó sensación en la
prensa. El casamiento fue anulado al año siguiente. John Wayne fue testigo en la
boda de Withers con su quinta mujer, la bailarina cubana Estelita Rodríguez. Hacia
el final, su actividad se reducía a series de televisión.
El cadáver de Withers, tendido en la cama de su apartamento de soltero en
North Hollywood, con las gafas puestas y el auricular del teléfono en la mano, fue
descubierto el 28 de marzo de 1959.
El actor se había suicidado con una sobredosis de píldoras para dormir.
Dejó una nota que decía: «Os ruego me perdonéis. He sido muy desgraciado. Esto
es lo mejor. Gracias a todos mis amigos. Siento dejaros en la estacada». El
mayordomo declaró que desde nacía tiempo le preocupaba su situación financiera.
En cuanto a Loretta Young, informada de la muerte de su exmarido cuando
regresaba del servicio religioso de Viernes Santo, exclamó: «Oh, cuánto lo siento».
EL FILO DE LA NAVAJA
En Nueva York rodaron para la Fox varios hilarantes cortometrajes, cuyo
éxito fue tal que el estudio los trajo a Hollywood para que protagonizaran una
serie de films sonoros de duración media. Sus films, producidos por la RKO a
comienzos de los años treinta, estaban repletos de gags insolentes. Las obras más
notables de aquel período son Pig’s eye, In the Devil’s doghouse, Melóndrama y, sobre
todo, Odor in the court, de un nihilismo tan alocado como el de los mejores films de
los hermanos Marx.
Groucho Marx como Lydia, la Reina del Tatuaje
¿De qué se ríe? Sabe que no puedo publicar una foto indiscreta de él
Hospital de Hollywood
Rita Hayworth en el aeropuerto: primeras señales del mal de Alzheimer
¡Con tanto loco aquí dentro, acabaré como uno de esos chiflados!
Esto decía la carta que MARILYN MONROE garabateó desesperadamente
en la Última Estación, el manicomio. (La madre de la actriz había bajado del tren
en la misma estación, y allí había acabado sus días). Para Marilyn aquello era el
Nido de Víboras, el Depósito de los Malditos.
La verdad es que Marilyn sí estaba emocionalmente enferma, pero la Clínica
Menninger de Kansas City no era el lugar más indicado para internarla. El ruego
que dirigió a Lee Strasberg quedó sin respuesta; el insigne profesor dramático
carecía de «autoridad» para rescatarla del «cuidado de los médicos».
Hollywood y la enfermedad mental. ¿Acaso no están todos chalados allí?, he
oído preguntar. No, algunos se lo han montado muy bien, gracias. Allá por los
años treinta, el «loco» de Bob Hope compró, con el dinero de su primera película
importante y de los programas de radio, hectáreas y hectáreas de desierto
alrededor del minúsculo poblado de Palm Springs. ¡Loco como una cabra! Crosby
y él se peleaban por comprar terrenos baratos, cuando aún había terrenos baratos.
Atraviesen ustedes en coche el valle de San Fernando de un extremo al otro. Pues
bien, habrán entrado en lo que antaño era la Der Bingle Land y, hoy, la Bob Hope
Land: kilómetros y kilómetros de aburridas y brumosas urbanizaciones. Allí solían
crecer nogales.
A otros no les fue tan bien. Algunos perdieron la cabeza. La demencia senil
cayó sobre la Diosa del Amor, RITA HAYWORTH. Al menos sabemos que se trata
del mal de Alzheimer. Ahora Rita lleva pañales y le tienen que llevar la cuchara a
la boca. Por suerte tiene a una hija que le dedica su vida.
Rita vigilada por guardias de seguridad
Bea Lillie: grande es el olvido
También BEA LILLIE, quien por lo menos está más cerca de la edad en que
se supone que las cosas ya no pueden ir tan bien, es presa de demencia senil.
Durante su última aparición en el Museo de Arte Moderno, tuvieron que ayudarla
a subir al escenario del Titus Auditorium, donde procedió a desabotonarse la blusa
ante una fascinada audiencia de cinéfilos que se flipaban ante dos péndulos y sus
ajados pezones. (Un enjambre de agentes de seguridad del Museo se apresuró a
rodearla y a sacarla de allí ante sus atronadoras protestas. ¡Bastardos! ¡La estrella
de On approval se lo estaba pasando en grande!).
Gene Tierney: malos tiempos
GEORGE ZUCCO. Este maravilloso actor de reparto, el perfecto Sacerdote
Mayor de la Atlántida de Satán, el hombre de los inquietantes ojos vidriosos, de los
gestos veloces y desconcertantes, y de la voz gatuna, terminó sus días en un
manicomio, tras empezar a creerse el villano que tanto la Monogram como la PNC
le obligaban a seguir encarnando. Unos tipos en bata blanca se llevaron un día al
Gran Sacerdote Mu de Egipto y la Atlántida, vestido de espectro de la muerte con
ropa robada a la Monogram.
Sus fieles mujer e hija se trasladaron con él al manicomio, con la esperanza
de que su presencia lo ayudaría a recobrar su sentido de la realidad. Pero no fue
así. George Zucco se deslizó definitivamente por los bancos de niebla del Atlántico,
en una noche tenebrosa, debatiéndose contra un paroxismo de terror y hastío,
gritando que la estaca del gran dios Cthulu le atravesaba el cuerpo.
Llámenlo Ángel de la Calma. Pero quien llamó fue el Príncipe Sirki.
George Zucco: muerte en el manicomio
Maria Oupensikaya y Linda Darnell: dos víctimas de las llamas
El infierno de Linda Darnell
María Montez: murió escaldada
Monty Clift después del accidente
Susan Hayward: tumor cerebral
Marlene Dietrich y su escayola de un millón de dólares
Ellie Powell y William Powell: valientes víctimas del cáncer
La princesa púrpura
Taylor en 1979: tal como era, mucha Liz
Lizzie, ¿la mujer gorda del circo?
Hollywood Drustore
Lon Chaney fumando una pipa de opio
La Nueva Ola de la Droga irrumpió en Hollywood con buena estrella el día
en que Louise Lasser (¿se acuerdan de «Mary Hartman»?), señora de Woody Allen,
se sentó aturdida en la moqueta de una lujosa boutique de Rodeo Drive y empezó a
hurgar en su bolso aparentemente sin fondo en busca de algo que tenía que
encontrar, y a arrojar en remolino al suelo cachivaches de mujer, utensilios
higiénicos y de maquillaje hasta dejar la espesa moqueta cubierta de objetos
revueltos. El Círculo del Caos.
¡Pero la perseverancia obtiene recompensa! La indomable Louise encontró
al fin el paquetito de papel metálico que estaba buscando —¿un chiclé con su sabor
favorito, tal vez?—, y ya se iba a incorporar cuando los polis de Beverly Hills —
avisados por la lívida dueña de la tienda, quien por otra parte hubiera debido
darse cuenta— apareció y se la llevó presa. Y ahí estaba Mary Hartman, la de las
trenzas, la heroína de manual del hogar electrónico norteamericano, en las
primeras planas de todo el país, en titulares tipo MARY HARTMAN DETENIDA
POR CONSUMO DE COCAÍNA que, según el periódico, sufrían sólo ligeras
variaciones.
Louisse Lasser: detenida por llevar cocaína
Todo esto figura en los archivos policiales y queda en remojo en el
hispanizante Cuartel General de la Policía de nuestra ciudad más rica, Beverly
Hills. De modo que, puesto que es caso archivado, los líos legales de mis propios
hombres en la oficina de información me permiten escribir sobre esto. (¿Pero
cómo? ¿Un tipo como yo, libre de escribir sobre lo que se me antoje? ¡En el retrete
del Studio 54, tal vez!).
Barbara La Marr tenía su coca encima del gran piano de cola en una bandeja
de plata. En aquella época, no sólo había rostros, también tenían clase y buen
gusto.
Barbara La Marr: pionera de la permisividad
A cada cual su icono, porque cada cual se lo ha hecho.
¿Dónde está el estilo de un Richard Dreyfuss, ciego de coca, estrellándose
contra una palmera?
¿Dónde el estilo en ese exculpatorio mea culpa de Roben Evans, una llamada
«advertencia a la juventud», película que, por indicación del juez, se suponía que
estaba obligado a hacer sobre el peligro de ir por ahí jugueteando con drogas? ¿No
fue en definitiva su propio caso el que Evans, ese jugador de agua dulce, quiso
reflejar en el presuntuoso mensaje antidroga encubierto de su pequeño testimonio
personal? ¿O, como se rumorea, hizo Cotton Club, para darse tono?
Ahora de lo único que se preocupa Coppola es de su adicción a la comida, el
llamado Síndrome de Liz Taylor. Las enfermizas juergas de Francis, legendarias en
los días de Apocalypse, han escaseado por culpa de las dosis diarias de lithium,
droga que, tomada en cantidades equivocadas, es un veneno mortal, pero que los
genios de la medicina y los matasanos en general consideran el remedio contra la
Gran MD (Manía Depresiva: ¿conoces?).
El chequeo que Liz Taylor se hizo en una clínica no era tanto para quitarse
unos kilos de encima —aunque, después de que en Private lives se rieran de ella,
medio mundo empezó a repetir el chiste de «es como querer meter diez kilos de
mierda en una bolsa de cinco»— sino para intentar ejercer cierto control sobre todo
el arco iris de píldoras que día y noche se metía en el cuerpo. Liz Cabeza de Pastilla.
Pero ¿será posible? ¡En esa «clínica» de reposo y baños se les ocurrió someterla a
sesiones de psicodrama sadomasocas, terapia Hollygrotesca que incluía fregar
alfombras a lo Joan Crawford (para expiar la culpa), lavar la ropa, barrer y, cómo
no, ¡sacar el cubo de la basura! ¡Y la pobre Liz con una hernia discal!
Pero si hasta a la chica de El exorcista, la chiquilla Blair, la pillaron con restos
de polvo blanco en el bolso (bueno, era sólo polvo para esnifar), y la heroína de
cierto disparo, Jodie Foster, olvidó esconder el gramo de polvo en su bolso al pasar
por el control del Aeropuerto Logan de Boston.
En Hollywood, la diferencia entre la Droga de Ahora y la Droga de Antes es
que hoy en día se ha vuelto democrática. Quiero decir que ahora todo el mundo se
atiborra a gusto: mensajeros, tramoyistas, responsables de efectos especiales, hasta
los chicos que revelan los rollos en el laboratorio y algo de eso pasa a la pantalla.
Ha habido algunos errores. A algunos especialistas varones les ha ido francamente
mal. Otros especialistas mujeres se han quedado paralizadas. Algunos helicópteros
han caído al suelo como pesos muertos, decapitando a actores y esto no estaba en
el guión, a pesar de que Hollywood suela revolcarse en un charco de sangre.
Oh, Cocaína, ¿dónde está tu aguijón?
Bob Evans y Ali McGraw: por la vía rápida
Imagínese una inmensa fuente de cocaína pura —estoy hablando aquí de
pasta grande— apilada en una pirámide alta y condenadamente blanca y
resplandeciente, y luego imagínese al burdo, sudoroso cómico con cara de cerdo —
un actor de Comedia Barata, muy barata— sumergiéndose en ese montón hasta
salir casi ahogado, como una empolvada y paródica versión de Pierrot. Luego, un
destacamento de secretarias —y toda la cuadrilla de chicas Playboy, responden a la
llamada de ese empolvado comediante— al fin y al cabo él lo ha pagado, o, mejor
dicho, le pagaron con eso— para lamerse la grande y oronda cara de luna.
Liquidación total en John Belushi, el Clown de la Coca. En la carretera del Chateau
Marmont.
Esto ocurrió durante el largo, larguísimo rodaje de Granujas a todo ritmo,
cuando Byrne, el alcalde de Chicago, concedió a cierto bar inmunidad total y
permiso para permanecer abierto las 24 horas. (Ahora bien, yo pregunto: esa
multitud de coches destrozados, la locura general, esa confusión, ¿les pareció a
ustedes tan gracioso? Entonces, ellos, los muchachos que idearon esa película de
choques pensaban que el film era divertidísimo —¡un despelote!— Mal asunto, pero
pudieron flipar a todo su público). Pero, hablando de tormentas de polvo, ¿se
acuerdan de 1941?
Nadie se sorprenderá de que tanta temeridad, tan demencial imprudencia,
haya desembocado en una triple tragedia, en la Región de las Penumbras. Tarde o
temprano, Karma aparece: hasta los nuevos «atrevidos» jóvenes de oro de
Tinseltown tienen que pagar su tributo.
Bueno, ahora dicen que hay productos para acabar con la cocadicción y que
el resto de los norteamericanos sonados pueden llamar al 800COCAINE
pidiendo ayuda.
¡Salud al fulgurante e indómito cometa Richard Pryor, que destella en la noche de
Tinseltown! ¿Alguien quiere gasa para heridas?
Escandalosa película de los veinte: Ruinas humanas
Cocaína, el escalofrío que mata: título profético
Carmen Miranda escondía la coca en las plataformas de los zapatos
Nita Naldi: elegante estrella
Nita Naldi, elegante adicta horas antes de morir
Jornadas en el Valle de la Muerte
Mentalidad de búnker: Nancy y Ronnie
¡Cortadle las piernas!
Sam Wood
Hedda, Louella y todos en Hollywood consideraban que Jane y Ronnie eran
el matrimonio joven más encantador, simpático y feliz de la ciudad. Cuando en
1949 se divorciaron, hubo tristes olas de desánimo. Resulta por demás curioso que
fuese aquél el único caso de divorcio de la historia en el cual dos películas de la
Warner Bros, fueron incluidas como causantes del divorcio. En 1948, Reagan le
había adelantado a Hedda Hopper: «Creo que si esto acaba en divorcio, diré que el
cómplice de la demandada es Belinda». La buena estrella de la Wyman iba
elevándose cada vez más, mientras que la de él declinaba. Ella había ganado un
Oscar; él no. La Wyman ganó el Premio de la Academia por su soberbia
interpretación de una muda en Belinda (1949) de Jean Negulesco. Cierta vez la
pareja se hallaba mirando la carta en un restaurante cuando el camarero se volvió
hacia Reagan y le preguntó:
—¿Y qué va a tomar el señor Wyman?
La única interpretación sensible y convincente de Reagan en toda su carrera
fue la del disminuido físico Drake McHugh en King’s row, dirigida en 1942 por Sam
Wood. Fue toda su vida su película favorita. No se cansaba de infligir la película
una y otra vez a todos sus invitados a cenar. «No podía ni mirar ya aquella maldita
película», exclamaría la Wyman más tarde. Durante los trámites del divorcio, se
conformó con afirmar que Reagan se hallaba demasiado inmerso en la política.
Nuestra actual Primera Pareja se conoció de un modo muy carca y muy
significativo en un contexto político. Reagan conoció a la joven, púdica y
conservadora actriz Nancy Davis cuando la ayudó a limpiar su historial de toda
sospecha de filiación comunista. El nombre de ella había aparecido en una lista de
los cazadores de brujas. Reagan era por entonces presidente liberal del Sindicato
de Actores de la Pantalla. La primera cita tuvo lugar cuando él la invitó a cenar y la
informó de que se hallaba limpia de toda sospecha (la que figuraba en la lista de
comunistas era otra Nancy Davis). Siguieron saliendo juntos. Al año siguiente
Nancy alcanzó la cota más alta de su endeble carrera cinematográfica cuando, en el
papel de ama de casa embarazada, oyó por radio la voz de Dios en The next voice
you hear. El paso lógico siguiente consistió en casarse con Ronald Reagan. La boda
tuvo lugar en 1952.
«A Ronnie empiezan a cargarle un poco esos papeles de buen chico que
siempre le dan. Por una vez le gustaría hacer un papel de carácter».
Ruth Román en «Movieland», abril de 1950.
Extraños compañeros de lecho en Bedtime for Bonzo
Ronnie y Nancy, publicitando malas camisas y perlas falsas
Patricia Neal, que protagonizó con él tres películas de la Warner, opinó una
vez: «Reagan era un hombre liberal cuando lo conocí. Y pienso que lo siguió siendo
hasta que conoció a su actual mujer».
Nancy consideraba a su padrastro, un cirujano de Chicago llamado Loyal
Davis, como a su verdadero padre. Se dice que este caballero observaba una
conducta «intolerante con las minorías». En 1980, mientras se encontraba en
Chicago recolectando fondos para la campaña presidencial, Nancy habló con su
marido a través del micrófono y, ante los oídos de una multitud de periodistas,
manifestó cuánto le habría gustado que él estuviera allí para ver «tanta hermosa
gente blanca reunida».
Grace Fischler en «Motion Picture», junio de 1951
Después de su segundo matrimonio, la carrera de Reagan se vio confinada a
un puñado de fiascos serie B. En 1954, iniciaría una segunda andadura en la
televisión. «Recuerdo que Ronnie nos pedía a todos que no entráramos a la tele
porque era la peor enemiga del cine», cuenta Ann Sheridan. «Pero antes de que
pudiéramos percatarnos ya aparecía en los entreactos del “General Electric
Theater” leyendo anuncios con sus lentes de contacto». En 1961, Reagan habló en
un acto en favor de la reelección del congresista John Rousselot, de la John Birch
Society. En 1962, pasó del todo a las filas republicanas. Ese mismo año lo echaron
del programa patrocinado por la General Electric porque los discursos que
pronunciaba fuera de la pantalla eran demasiado de derechas incluso para el gusto
de la compañía.
«Era un niño muy tonto. Todos lo llamaban el Pequeño Ronnie Reagan».
Bette Davis
No necesariamente los amigos del gobernador Reagan son amigos del presidente
Reagan.
(Titular) Dice el Gob. Reagan:
ALGUNOS DE MIS MEJORES AMIGOS SON HOMOSEXUALES.
Poco después de ser elegido gobernador de California, no vaciló en cesar a
dos de sus colaboradores de Sacramento al enterarse de que eran gays. Reagan
considera la homosexualidad como «un trágico mal», que debería permanecer
fuera de la ley. «La Biblia nos dice», confió una vez al escritor Robert Scheer, «que
a los ojos del Señor es abominable». A los ojos de muchos californianos su carrera
como gobernador lo fue aún más.
Al poco tiempo de asumir sus funciones de amo de la Casa Blanca, decidió
quitar el retrato de Harry Truman, colocar en su lugar uno de Calvin Coolidge y,
en cuanto se lo permitían los asuntos de Estado, invitar a sus amiguetes de la
antigua pandilla de Hollywood a que se dejaran caer para probar la comida
comprada que servía Nancy. Entre los pocos y marchitos elegidos estaban Charlton
«Moisés» Heston, Jimmy Stewart, la entusiasta estirada antiroja Ginger Rogers,
Shirley Temple y Claudette «Cleopatra» Colbert, de quien se cuenta que fue una de
las primeras en aconsejar a Reagan que invadiera Granada (pues no la ilusionaba
en exceso la perspectiva de tener una isla llena de rojos tan cerca de su palaciega
finca de Barbados). Cuando llama el presidente Ronnie, las viejas glorias del
glamour acuden corriendo: el exdemócrata Frank Sinatra, Audrey Hepburn o ese
imperecedero pilar de la reacción llamado Bob Hope, el de la nariz en forma de
esquí. (Cierta anciana y piadosa estrella desató una vez un pequeño alboroto; el
tubo colónico de metal, que llevaba oculto en los pliegues del vestido, puso en
marcha las alarmas de seguridad). Lo que ocurre en estas reuniones se parece un
poco al último volumen de El tiempo recobrado de Proust, en el cual todas las
atractivas criaturas que había encontrado antes en sus gloriosos días de juventud
vuelven a reunirse en una fiesta… pero transformadas por el tiempo en gárgolas
irreconocibles.
Henry Fonda, «Playboy», diciembre de 1981
La Primera Dama se pone cariñosa
Mutua admiración
Alexis Smith gozó del señalado honor de ser el único emisario de
Tinseltown en una cena que, en octubre de 1982, se ofreció en la Casa Blanca para
agasajar a Suharto, presidente de Indonesia. Alexis saboreó tanto la ternera a la
béarnaise como el sorbete de pera, mientras compartía el pan con el jefe de Estado
indonesio cuyo régimen se consolidó mediante el fusilamiento de unos quinientos
mil seres humanos, cuyos Escuadrones de la Muerte han ejecutado sumariamente a
otras cuatro mil personas en los últimos meses, y que practica el genocidio en el
Timor Oriental.
«Nunca trabajé con Ronald Reagan. No me alegra que sea presidente. En
algún momento tuve ganas de darle una oportunidad. Pero ahora está
destruyendo todo aquello por lo que yo he vivido».
Myrna Loy, en el programa televisivo «Legends of the Screen», 1982
Ha hecho añicos la política de entendimiento cuidadosamente llevada por
anteriores administraciones y ha vuelto a convertir al Tío Sam en el policía del
planeta, utilizando la CIA para fomentar la guerra contra Nicaragua. Durante la
invasión a Granada, instituyó un control de prensa sin precedentes en el país.