Cuentos de Jack London

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CUENTOS DE

JACK LONDON
Aunque siempre vivió acuciado por la falta de dinero, Jack
London (San Francisco, 1876 – Glen Ellen, California, 1916) lle-
gó a ser el escritor mejor pagado de su país. No obstante,

JACK LONDON
antes de convertirse en un aclamado autor, desempeñó
muchos trabajos, entre los cuales cabe citar los de pesca-
dor furtivo de ostras en la bahía de San Francisco, patru-
llero de costas, cazador de focas o buscador de oro en la
región del río Klondike. Todas estas experiencias dejaron en
él una marca indeleble y se encuentran destiladas con una
maestría deslumbrante en sus narraciones.

Ambientados en las soleadas islas del Pacífico, como «El

CUENTOS DE
chinago» o «Koolau el Leproso», o en los territorios glaciales
del Yukon, como «Ley de vida» o «Encender una hoguera»,
los cuentos recogidos en esta antología constituyen una
muestra representativa de algunos de los temas tronca-
les de la obra del autor, como la lucha feroz por la existen-
cia, la insignificancia del individuo frente a la crueldad y
el carácter implacable de la naturaleza o el poder del hom-
bre blanco.

10344976
AUSTRALCUENTOS
UNIVERSALES

www.australeditorial.com
9 788408 288275
www.planetadelibros.com
CUENTOS DE

JACK LONDON

Traducción
Javier Calvo

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Títulos originales de los cuentos: To the Man on Trail, The Law of Life,
Bâtard, To Build a Fire, The Chinago y Koolau the Leper

© de la traducción: Javier Calvo, 2024

© Editorial Planeta, S. A., 2024


Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibros.com

Diseño de la colección: Austral / Área Editorial Grupo Planeta


Ilustración de la cubierta: © Núria Just
Primera edición en Austral: mayo de 2024

Depósito legal: B. 6.489-2024


ISBN: 978-84-08-28827-5
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: CPI Black Print
Printed in Spain - Impreso en España

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Índice

Salud al hombre que está en el camino . . . . . . 7


Ley de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Bâtard . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Encender una hoguera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
El chinago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
Koolau el Leproso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

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Salud al hombre que está en el camino

—Échalo .
—Pero, Kid, ¿no crees que te estás pasando? El
whisky y el alcohol ya son una mezcla explosiva,
pero encima el coñac, la salsa de pimienta y . . .
—Échalo . ¿Quién está haciendo este ponche,
eh? —Y Malemute Kid le dedicó una sonrisa benig­
na a través de las nubes de vapor— . Cuando lleves
tanto tiempo como yo en estas tierras, hijo, y hayas
sobrevivido siguiendo rastros de conejos y comien­
do vísceras de salmón, entenderás que la Navidad
solo es una vez al año . Y una Navidad sin ponche es
como abrir un agujero en el lecho de roca y no en­
contrar ningún filón .
—Cárgalo bien, ya verás qué fiesta —dijo en
tono de aprobación Big Jim Belden, que había baja­
do de su concesión en el Mazy May para pasar la
Navidad, y que, como sabía todo el mundo, se había
pasado los dos meses anteriores alimentándose de
carne de alce a palo seco— . No os habéis olvidao del

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matarratas que les hicimos a los tanana, ¿verdá
que no?
—Pues parece que sí . Chavales, os habría alegra­
do los corazones ver a aquella tribu entera peleando
borracha, y todo gracias al fermento milagroso del
azúcar y la masa madre . Tú no habías nacido —dijo
Malemute Kid, dirigiéndose hacia Stanley Prince,
joven minero experto que llevaba allí dos años— .
En aquella época por aquí no había mujeres blancas,
y Mason se quería casar . El padre de Ruth era el jefe
de los tanana y la idea no le hacía ninguna gracia, ni
tampoco al resto de la tribu . ¿Si cargué el ponche?
Caray, usé mi última libra de azúcar; en ese sentido
fue de lo mejorcito que he hecho en mi vida . Ten­
drías que haber visto la persecución, río abajo y car­
gando a ratos con las canoas .
—¿Y lo de la india? —preguntó Louis Savoy, el
alto francocanadiense, interesándose porque había
oído hablar de aquella aventura descabellada estan­
do el invierno anterior en Forty Mile .
Y entonces Malemute Kid, que era un narrador
nato, contó sin adorno alguno la historia del Lochinvar
de las tierras del norte . Más de un curtido aventurero
del norte sintió que aquello le tocaba la fibra sensible y
experimentó una vaga nostalgia de los pastos soleados
de las tierras del sur, donde la vida prometía algo más
que un estéril combate con el frío y la muerte .
—Habíamos llegado al Yukon justo después de la
primera bajada del hielo —concluyó—, y solo le lle­
vábamos un cuarto de hora de ventaja a la tribu . Pero
eso nos salvó, porque la segunda bajada del hielo
rompió la obstrucción de encima y les cerró el paso .

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Cuando por fin llegaron a Nuklukyeto, ya los estaba
esperando el puesto entero . En cuanto a los esponsa­
les, preguntadle al padre Roubeau, aquí presente: la
ceremonia la ofició él .
El jesuita se sacó la pipa de los labios, pero solo
pudo expresar su satisfacción por medio de sonrisas
patriarcales, mientras protestantes y católicos aplau­
dían con vigor .
—¡Voto a bríos! —exclamó Louis Savoy, que pare­
cía cautivado por el romanticismo de todo aquello— .
La petite squaw; mon Mason brav . ¡Voto a bríos!
Y entonces, cuando empezaron a circular de mano
en mano los primeros tazones de latón con ponche,
Bettles el Insaciable se puso en pie de golpe y entonó
su canción tabernaria favorita:

Henry Ward Beecher está


con mil meapilas detrás
bebiendo una triste infusión;
mas no te quepa duda
que si miras con lupa
verás que es destilado
de la prohibida fruta.

¡De la prohibida fruta!

Y bramó el coro de la bacanal:

¡Mas no te quepa duda


que si miras con lupa
verás que es destilado
de la prohibida fruta!

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El temible brebaje de Malemute Kid surtió efec­
to; los hombres de los campamentos y las rutas se
relajaron como resultado de su amable calor, y cir­
cularon en torno a la mesa las bromas, las canciones
y los relatos de aventuras pasadas . Extranjeros de
una docena de tierras distintas brindaron por igual .
El inglés, Prince, brindó por «el Tío Sam, ese precoz
infante del Nuevo Mundo»; el yanqui, Bettles, bebió
por «la reina, que Dios la bendiga», y al alimón, Sa­
voy y Meyers, el mercader alemán, entrechocaron
sus tazas por Alsacia y Lorena .
Por fin Malemute Kid se puso de pie, taza en mano,
y echó un vistazo a la ventana de papel engrasado, don­
de se acumulaban casi diez centímetros de hielo .
—Salud al hombre que está en el camino esta no­
che —dijo—; que le alcance la comida; que los pe­
rros le protejan las piernas; que nunca les falte el
fuego a sus cerillas .

¡Chas! ¡Chas! Oyeron la música familiar del látigo,


los aullidos lastimeros de los perros malemute y el
crujido de un trineo que se acercaba a la cabaña . Las
conversaciones languidecieron mientras esperaban
al recién llegado .
—Es un veterano; se ocupa primero de sus pe­
rros y después de sí mismo —le susurró Malamute
Kid a Prince, mientras escuchaban las dentelladas,
los gruñidos lobunos y los gañidos de dolor que pro­
clamaban ante sus oídos avezados que el desconoci­
do estaba manteniendo a raya a los perros de los
demás mientras alimentaba a los suyos .

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Por fin llegaron los esperados golpes en la puer­
ta, bruscos y decididos, y entró el desconocido .
Deslumbrado por la luz, vaciló un momento en la
puerta, dándoles a todos la oportunidad de escru­
tarlo . Era un personaje imponente, y también pinto­
resco, con su atuendo ártico de lana y pieles . Debía
de medir metro noventa, con una anchura de espal­
das y un pecho fornido proporcionales, y la morde­
dura del frío le había dejado la cara bien afeitada de
un rosa reluciente; tenía cubiertas de hielo blanco
las largas pestañas y las cejas, llevaba un poco levan­
tadas las orejeras y el protector de cuello de su enor­
me gorro de piel de lobo y parecía verdaderamente
el Rey Escarcha, recién salido de la noche . Abrocha­
do por encima del chaquetón de lana lucía un cintu­
rón de cuentas con dos revólveres Colt de gran
tamaño y un cuchillo de caza, y en las manos empu­
ñaba, además del inevitable látigo para los perros,
un rifle de pólvora sin humo del calibre más grande
y del último modelo . Cuando echó a andar, por mu­
cho que sus pasos fueran firmes y elásticos, todos
pudieron ver que la fatiga le pesaba considerable­
mente .
Se había hecho un silencio incómodo, pero su
cordial «¿qué se celebra, muchachos?» tranquilizó
enseguida a los presentes, y al cabo de un instante
Malamute Kid y el recién llegado ya se habían dado
un apretón de manos . Aunque no se habían conoci­
do en persona, habían oído hablar el uno del otro, y
el reconocimiento fue mutuo . Antes de que el viaje­
ro pudiera explicar qué lo traía allí, fue agasajado
con una presentación general y un tazón de ponche .

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—¿Cuánto hace que pasó ese trineo de canasta
con tres hombres y ocho perros? —preguntó .
—Te llevan dos días justos de ventaja . ¿Les vas
detrás?
—Sí; son mis perros . Me los robaron delante de
mis narices, los cabrones . Ya les he recortado la ven­
taja en dos días; los alcanzaré en el próximo trecho .
—¿Crees que te darán batalla? —preguntó Bel­
den, a fin de seguir la conversación, porque Male­
mute Kid ya tenía la cafetera en el fuego y estaba
ocupado friendo beicon y carne de alce .
El desconocido dio un golpecito significativo a
sus revólveres .
—¿Cuándo saliste de Dawson?
—A las doce en punto .
—¿De anoche? —Era una pregunta retórica .
—De hoy .
Recorrió el círculo un murmullo de sorpresa . Y
no era para menos, porque acababa de dar la media­
noche, y recorrer en doce horas ciento veinte kiló­
metros de agreste pista fluvial no era moco de pavo .
La conversación no tardó en volverse imperso­
nal, sin embargo, y viró hacia los avatares de la in­
fancia . Mientras el joven desconocido se comía la
rudimentaria cena, Malemute Kid le examinó el ros­
tro con atención . No tardó en decidir que era un
rostro agradable, honrado y franco, y que le caía
bien aquel individuo . Aunque no había dejado atrás
la juventud, sus arrugas habían sido trazadas con
firmeza por el esfuerzo y las penurias . Vivaces cuan­
do conversaba, y apacibles en los momentos de re­
poso, los ojos azules prometían pese a todo el duro

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destello del acero cuando era necesario pasar a la
acción, sobre todo en condiciones adversas . La man­
díbula fuerte y el mentón cuadrado transmitían per­
tinacia e indomabilidad . Y pese a estar presentes los
atributos del león, tampoco faltaba esa blandura
evidente, ese asomo de feminidad, que delataban
una naturaleza emotiva .
—Y así fue como la parienta y yo nos arrejunta­
mos —dijo Belden, concluyendo la emocionante
historia de su cortejo— . «Aquí estamos, padre», dijo
ella . «Y condenada seas», le dijo su padre, y después
se dirigió a mí . «Y tú, Jim, sal a esas tierras de ahí
fuera . Quiero que esté arada la mayor parte de esas
veinticinco fanegas antes de la cena .» Y luego se giró
hacia ella y le dijo: «Y tú, Sal, tú te encargas de los
platos» . Y soltó un bufido y le dio un beso . Y me
quedé la mar de contento, pero él me vio y me soltó
un berrido: «¡Andando, Jim!» . Y salí corriendo pa’l
establo .
—¿Tienes críos en Estados Unidos? —preguntó
el desconocido .
—No; Sal se murió antes de tenerlos . Por eso
estoy aquí . —Belden se puso a encenderse la pipa
con aire abstraído, aunque no se le había apagado, y
por fin dijo en tono animado— . ¿Y tú qué, viajero?
¿Estás casao?
A modo de respuesta, el recién llegado se abrió
el reloj, lo sacó de la correa que le servía de cadenilla
y se lo pasó . Belden cogió la candela de aceite, exa­
minó el interior del estuche del reloj con expresión
crítica y, soltando una palabrota de admiración por
lo bajo, se lo dio a Louis Savoy . Habiendo exclama­

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do varias veces «¡diantre!», por fin Savoy se lo en­
tregó a Prince, y todos vieron que a este le tembla­
ban las manos y que se le humedecían de forma
peculiar los ojos . Y así fue pasando, de mano enca­
llecida a mano encallecida, la fotografía montada en
el estuche de una mujer, de esas zalameras que les
gustan a ese tipo de hombres, con un bebé en el re­
gazo . Quienes todavía no habían presenciado el
prodigio estaban llenos de curiosidad; quienes ya lo
habían visto se quedaron callados y meditabundos .
Podían afrontar las punzadas del hambre, el ataque
del escorbuto o la muerte rauda del campo abierto y
las inundaciones; pero el retrato de una mujer des­
conocida con su criatura los convertía a todos en
mujeres y criaturas .
—Al crío todavía no lo he visto nunca; es niño,
me dice ella, y tiene dos años —dijo el desconocido
mientras le devolvían el tesoro . Se lo quedó mirando
un momento más y por fin cerró el estuche y se giró,
aunque no lo bastante deprisa como para esconder
las lágrimas que intentaba refrenar .
Malemute Kid lo llevó hasta un camastro y lo
invitó a acostarse .
—Despertadme a las cuatro en punto . No me
falléis —fueron sus últimas palabras, y al cabo de un
momento ya estaba respirando con esa pesadez del
sueño exhausto .
—¡Por Dios! Tiene agallas, el chaval —comentó
Prince— . Tres horas de sueño después de ciento
veinte kilómetros con los perros y de vuelta al cami­
no . ¿Quién es, Kid?
—Jack Westondale . Lleva ya casi tres años por

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aquí, sin nada más que su fama de trabajar como un
caballo y un cargamento de mala suerte a sus hom­
bros . No lo conocía en persona, pero Sitka Charley
me había hablado de él .
—Qué desgracia que un hombre con una mujer
joven y dulce como esa tenga que pasarse la vida en
este agujero dejado de la mano de Dios, donde cada
año cuenta como dos .
—Su problema son las puras agallas y la testaru­
dez . Dos veces ha estado a punto de retirarse con
una buena tajada, pero las dos veces lo ha perdido
todo .
Llegado este punto la conversación se vio inte­
rrumpida por un bramido de Bettles, a quien se le
había empezado a pasar el efecto de la visita . Y ense­
guida el recuerdo de los lúgubres años de comida
monótona y trabajo demoledor dio paso a la tosca
diversión . Solo Malemute Kid parecía incapaz de
entregarse al esparcimiento, y no paraba de echar
miradas nerviosas a su reloj . En un momento dado
se puso los mitones y el gorro de piel de castor, salió
de la cabaña y fue a rebuscar entre las provisiones .
Tampoco pudo esperar a la hora indicada, sino
que fue a despertar a su invitado con quince minutos
de antelación . El joven invitado se había quedado
tieso, y fue necesario darle unas friegas vigorosas
para que se pusiera de pie . Salió dando tumbos do­
loridos de la cabaña y se encontró a los perros ya en
el arnés y todo listo para partir . La compañía le de­
seó buena suerte y una persecución corta, mientras
que el padre Roubeau lo bendijo a toda prisa y enca­
bezó la estampida de regreso al interior de la cabina;

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y no es de extrañar, porque no es agradable enfren­
tarse a sesenta grados bajo cero con las orejas y las
manos desnudas .
Malemute Kid lo acompañó hasta el camino
principal, y allí, con un fuerte apretón de manos, le
dio sus consejos:
—Encontrarás cincuenta kilos de huevas de sal­
món en el trineo —dijo— . Los perros te aguantarán
tanto con eso como con setenta y cinco de pescado,
y en Pelly no encontrarás comida de perro, como ya
te imaginarás . —El desconocido tuvo un sobresalto
y se le iluminaron los ojos, pero no lo interrumpió— .
No encontrarás ni un gramo de comida para perro
ni para hombre hasta que llegues a Five Fingers, y
eso queda a trescientos kilómetros largos . Cuidado
con los tramos deshelados en el río Thirty Mile, y
asegúrate de coger el atajo principal después de pa­
sar Le Barge .
—¿Cómo lo has sabido? No puede ser que me
preceda la noticia . . .
—No lo sé; y, es más, no lo quiero saber . Pero
ese tiro de perros que persigues no es tuyo . Se lo
vendió a esos tipos Sitka Charley la primavera pasa­
da . Pero Charley me dijo una vez que eras un tipo
decente y le creo . Te he visto la cara y me caes bien .
Y he visto . . . en fin, maldita sea, encuentra la fortuna
que buscas y reúnete con esa mujer tuya, y . . . —Lle­
gado este punto, Kid se quitó el mitón y sacó su
bolsa .
—No, no me hace falta —dijo el joven, y las lágri­
mas se le congelaron en las mejillas mientras le estre­
chaba convulsivamente la mano a Malemute Kid .

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—Pues no des descanso a los perros; en cuanto
caigan rendidos, sácalos de los arneses; compra
otros, creo que los puedes conseguir a veinte dólares
el kilo . Los conseguirás en Five Fingers, en Little
Salmon y en el Hootalinqua . Y ten cuidado con los
pies mojados —fue su consejo de despedida— . Si­
gue adelante si no estás por debajo de los cuatro
grados bajo cero, pero si estás por debajo, enciende
una hoguera y cámbiate de calcetines .

Apenas habían pasado quince minutos cuando un


tintineo anunció que llegaba alguien más . Se abrió la
puerta y entró un policía montado del territorio no­
roeste, seguido de dos conductores de trineo mesti­
zos . Igual que Westondale, iban fuertemente arma­
dos y mostraban señales de fatiga . Los mestizos
habían sido criados para el camino y lo soportaban
con facilidad; pero el joven policía estaba completa­
mente agotado . Aun así, la terca obstinación de su
raza lo obligaba a mantener el ritmo que se había
impuesto, y lo seguiría haciendo hasta que cayera
redondo .
—¿Cuándo ha salido Westondale? —pregun­
tó— . Ha parado aquí, ¿verdad? —La pregunta esta­
ba de más, porque los rastros le contaban la historia
con todo lujo de detalle .
Malemute Kid intercambió una mirada con Bel­
den, que, oliendo el percal, dio una respuesta evasiva:
—Ya hace bastante .
—Venga, amigo; dímelo —lo reprendió el po­
licía .

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—Parece que tenéis muchas ganas de cogerlo .
¿Ha estado alborotando por Dawson?
—Le ha estafado cuarenta mil dólares a Harry
McFarland; los ha canjeado en el economato por un
cheque contra un banco de Seattle; ¿y quién le va a
impedir que lo cobre si no lo alcanzamos? ¿Cuándo
se ha ido?
Todas las miradas reprimieron su excitación,
porque Malemute Kid les había hecho una señal, y el
joven policía se encontró caras inexpresivas allí don­
de mirara .
Se acercó dando zancadas a Prince y le for­
muló la pregunta . Aunque le dolió mirar a la cara
honesta y franca de su compatriota, este dio una
respuesta intrascendente sobre las condiciones del
camino .
Luego atisbó al padre Roubeau, que no podía
mentir .
—Hace un cuarto de hora —contestó el sacerdo­
te— . Pero ha tenido cuatro horas para descansar, él
y sus perros .
—¡Quince minutos de ventaja y está descansa­
do! ¡Dios mío! —El pobre tipo se tambaleó hacia
atrás, medio desmayado por el agotamiento y la de­
cepción, murmurando que habían hecho todo el
trayecto desde Dawson en diez horas y que los pe­
rros estaban a punto de desfallecer .
Malemute Kid le puso una taza de ponche en la
mano; luego se dirigió a la puerta y ordenó a los con­
ductores de trineo que lo siguieran . Pero el calor y la
promesa del descanso eran una tentación demasiado
grande, y los conductores protestaron con vigor .

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Kid dominaba su patois francés y se dedicó a escu­
charlos con nerviosismo .
Juraban que los perros ya no daban para más;
que a Siwash y a Babette habría que pegarles un tiro
antes de que recorrieran el primer kilómetro; que el
resto estaban casi igual de mal; y que sería mejor que
descansaran todos .
—¿Me puedes prestar cinco perros? —preguntó
el policía, dirigiéndose a Malamute Kid .
Pero Kid negó con la cabeza .
—Te firmaré un cheque por valor de cinco mil
dólares en nombre del capitán Constantine . . . Aquí
tienes mis documentos; estoy autorizado para usar
fondos a mi discreción .
Obtuvo de nuevo una negativa silenciosa .
—Pues entonces los requisaré en el nombre de la
reina .
Con una sonrisa incrédula, Kid echó un vistazo a
su copioso arsenal, y el inglés, consciente de su im­
potencia, echó a andar hacia la puerta . Pero los con­
ductores de trineos seguían protestando, así que se
giró hacia ellos y los llamó mujeres y perros . La cara
morena del mestizo de más edad se ruborizó con
furia mientras se levantaba y prometía en términos
inconfundibles que iban a matar de agotamiento al
líder de su tiro, y que entonces estaría encantado de
dejarlo tirado en la nieve .
El joven oficial, haciendo acopio de toda su fuer­
za de voluntad, caminó con firmeza hacia la puerta,
haciendo un despliegue de vigor que no poseía . Pero
todos veían y apreciaban el esfuerzo orgulloso que
estaba haciendo; y tampoco conseguía disimular las

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punzadas de agonía que le pasaban por la cara . Cu­
biertos de escarcha, los perros estaban encogidos en
la nieve . Las pobres bestias gimieron bajo los resta­
llidos del látigo, porque los conductores eran hom­
bres crueles y estaban furiosos; hasta que le cortaron
las correas a Babette, la líder, no pudieron sacar de
allí el trineo y ponerse en marcha .
—¡Qué sucio granuja mentiroso!
—¡Por Dios, qué villano!
—¡Ladrón!
—¡Peor que un indio!
Saltaba a la vista que los hombres estaban furio­
sos; en primer lugar, por haber sido engañados; y en
segundo, por aquella vulneración de la ética de las
tierras del norte, donde la sinceridad por encima de
todo era la mayor virtud de un hombre .
—Y le hemos echado una mano al desgraciado,
aun sabiendo lo que había hecho .
Todas las miradas se estaban volviendo acusado­
ramente hacia Malemute Kid, que se levantó del
rincón donde había puesto cómoda a Babette y va­
ció en silencio el cuenco para preparar una última
ronda de ponche .
—La noche es fría, muchachos . . . fría de verdad
—fue el irrelevante inicio de su defensa— . Todos
habéis viajado por estos caminos y sabéis lo que eso
representa . No ataquéis a un perro cuando ya está
abatido . Solo habéis oído una versión de los hechos .
Nunca un hombre más honrado que Jack Weston­
dale comió de la misma olla ni compartió una manta
con vosotros ni conmigo . El otoño pasado le dio a
Joe Castrell toda su liquidación, cuarenta mil dóla­

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res, para que comprara acciones de la Dominion .
Hoy sería millonario . Pero mientras él se quedaba en
Circle City, cuidando a un compañero suyo que es­
taba con escorbuto, ¿qué hizo Castrell? Pues se fue
al casino de McFarland, arriesgó más de lo que de­
bía y perdió la fortuna entera . Lo encontraron muer­
to en la nieve al día siguiente . Y entretanto el pobre
Jack haciendo planes para volver este invierno con
su mujer y con el crío al que no ha visto nunca . Fi­
jaos en que se ha llevado exactamente lo que perdió
su compañero: cuarenta mil . En fin, se ha ido; ¿y qué
vais a hacer al respecto?
Kid recorrió con la mirada el círculo de sus jue­
ces, reparó en que habían suavizado las expresiones
y levantó su taza para brindar .
—Así pues, salud al hombre que está en el ca­
mino esta noche; que le alcance la comida; que los
perros le protejan las piernas; que nunca les falte
fuego a sus cerillas . Que Dios le dé prosperidad, que
lo acompañe la suerte y . . .
—¡Y Dios confunda a la policía montada! —gri­
tó Bettles, entre el estrépito de las tazas vacías .

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