Código Civil Comentado Tomo VIII 4th Edition Manuel Muro Rojo Manuel Alberto Torres Carrasco Full Chapter Download PDF

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Código Civil comentado Tomo VIII 4th

Edition Manuel Muro Rojo Manuel


Alberto Torres Carrasco
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CODIGO
CIVIL
C O M E N TA D O
COMENTAN MÁS DE 200 ESPECIALISTAS
EN LAS DIVERSAS MATERIAS DEL DERECHO CIVIL

COORDINADORES
Manuel Muro Rojo
Manuel Alberto Torres Carrasco

TOMO VIII
Artículos 1529- 1712
Fuentes de las Obligaciones:
Contratos nominados

ACETA
JU R ID IC A
CÓDIGO CIV IL COMENTADO
Tomo VIII

© Gaceta JurídicaS.A.

Coordinadores:
M a n u e l M u r o R o jo
M a n u e l A lb e r to T o rre s C a r r a s c o

C u a r t a e d ic ió n : ju lio 2 0 2 0
2220 e je m p la re s
H e c h o el d e p ó sito le g a l en la B ib lio te c a N a c io n a l d el P erú
2 0 2 0 -0 1 5 7 0
I S B N O b r a c o m p le ta : 9 7 8 -6 1 2 -3 1 1 -7 0 2 -3
I S B N T o m o V I I I : 9 7 8 -6 1 2 -3 1 1 -7 1 0 -8
R e g istr o d e p ro y e cto e d ito ria l
31501222000094

P ro h ib id a su r e p ro d u c c ió n to ta l o p a r c ia l
D .L e g . N ° 8 2 2

D ia g r a m a c ió n d e c a r á tu la : C a r lo s H id a lg o D e la C r u z
D ia g r a m a c ió n d e in te rio res: R o s a A la r c ó n R o m e ro

G a c e t a J u r íd ic a S .A .

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J u lio 2 0 2 0
P u b lic a d o : ju lio 2 0 2 0
AUTORES DE ESTE TOMO
(Según el orden de los comentarios)

MANUEL DE LA PUENTE Y LAVALLE Ciencias A plicadas y la U niversidad Ricardo Palma.


A bogado y Doctor en Derecho por la Pontificia Univer­ D ocente en la U N M S M y la P U C P . A sociad o del
sidad Católica del Perú. Fue profesor de Derecho de los Estudio Sparrow, H un d skopf & Villanueva Abogados.
C ontratos en dicha universidad. Integró la C om isión
Reform adora del C ódigo Civil de 1936 y fue presidente WALTER GUTIÉRREZ CAMACHO
honorario de la C om isión Especial para la Reforma del A bogado por la Universidad de San M artin de Porres
C ód ig o Civil. A sim ism o, fue A cadém ico de N úm ero (U SM P ). E stu dios en M aestría en Derecho Em presa­
por la A cadem ia Peruana de Derecho. rial en la Universidad de Lim a y diplom a de posgrado
en D erecho C ivil en la U niversidad de Salam an ca.
MANUEL MURO ROJO E stu d ios de D octorado en la Universidad de Sevilla
A bogado por la Universidad de San M artín de Porres (España). Defensor del Pueblo.
(U SM P). Estudios de posgrado en la M aestría de Dere­
cho de la E m presa por la Pontificia Universidad C ató ­ NELWIN CASTRO TRIGOSO
lica del Perú. H a sido profesor de Derecho Civil en la A bogado por la U niversidad N acional M ayor de San
U S M P y en la U niversidad de Lim a. D irector legal de M arcos (U N M S M ), con estudios de m aestría en Socio­
G aceta Jurídica. logía en la Pontificia U niversidad C atólica del Perú
(PU CP). H a sido profesor adjunto de Derecho Civil
CÉSAR A. AYLLÓN VALDIVIA en la PUCP, y tam bién ha sido asistente de docencia de
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú Derecho Civil en la U N M S M , P U C P y la Universidad
(PU C P ) y M agíster en Finanzas y Derecho C orpora­ de Lim a. H a sido m iem bro de la D ivisión de E stu dios
tivo por la U niversidad E S A N . D ocente de Derecho Legales de G aceta Ju ríd ica. Ejecutivo de la C om isión
C ivil Patrim onial en la P U C P y otras universidades, de E lim inación de Barreras Burocráticas del Indecopi.
así com o en la A cadem ia de la M agistratura (AM AG).
MARIO CASTILLO FREYRE
MIGUEL TORRES MÉNDEZ A bogado por la Pontificia U niversidad C atólica del
A b ogad o por la Pontificia U niversidad C atólica del Perú (PU C P ). M agíster en Derecho C ivil y doctor en
Perú. M agíster en Derecho C ivil y D octor en D ere­ Derecho por la referida universidad. Profesor de O bli­
cho por la referida universidad. Profesor en la M aes­ gaciones de la PU C P, la U niversidad Fem enina del
tría de Derecho Civil de la Universidad de San M artín Sagrado C orazón y la Universidad de Lim a. M iem ­
de Porres y en diversas universidades. E x juez superior bro de N úm ero de la A cadem ia Peruana de Derecho.
de la C orte Superior de Ju sticia del C allao. Exdecano de la Facultad de Derecho de la Universi­
dad C atólica San Pablo de Arequipa.

LEONI RAÚL AMAYA AYALA


A bogado por la Universidad N acional M ayor de San GLORIA SALVATIERRA VALDIVIA
M arcos (U N M S M ), M agíster por la Pontificia U n i­ A bogada y M aster en D erecho Em presarial por la U n i­
versidad C atólica del Perú (PU C P ) y M aster en E co ­ versidad de Lim a. E stu d ios de posgrado en Derecho
nom ía y Derecho de C onsum o por la Universidad de R egistral (C A D R I) en la Universidad A utónom a de
C astilla-La M ancha. C uenta adem ás con estudios de M adrid. Vocal de la Primera Sala del Tribunal R egis­
especialización en E SA N , la U niversidad Peruana de tral de la Sunarp.
A U T O R E S DE E S T E TOM O

EDUARDO BARBOZA BERAÚN ERIC PALACIOS MARTÍNEZ


A bogado por la Pontificia U niversidad C atólica del A b ogad o por la Pontificia U niversidad C atólica del
Perú, con M aestría en Derecho (L L .M .) en la Univer­ Perú (PU C P ). Profesor en dich a universidad y en la
sidad de V irginia (E stados Unidos). Profesor de C o n ­ A cadem ia de la M agistratu ra. Á rbitro en controver­
tratos Privados en la Pontificia U niversidad C atólica sias relacion adas a tem as de contratación estatal y
del Perú. D erecho Civil.

VERONIKA CANO LAIME


JUAN CARLOS ESQUIVEL OVIEDO A bogada por la U niversidad Inca G arcilaso de la Vega,
A bogado por la Universidad de San M artín de Porres con estudios de Segu nda E specialidad en Derecho del
(U SM P ). E gresado de la M aestría de Derecho de la Trabajo y de la Seguridad Social en la Pontificia U n i­
Em presa por la Pontificia Universidad Católica del Perú versidad Católica del Perú (PU C P ). H a sido adjunta
(PU CP). Director ejecutivo de las revistas D iálogo con de cátedra de Derecho Civil en la PUCP, asistente de
la Jurisprudencia y A ctualidad Jurídica. docencia de la A cadem ia de la M agistratura (A M A G )
y asistente de la O ficina Legal de la PUCP.
CÉSAR A. FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ
A bogado por la Universidad de San M artín de Porres
(U SM P ). D octor en Filosofía con mención en A d m i­ ANÍBAL TORRES VÁSQUEZ
nistración de Em presas por la A tlantic International A bogado por la U niversidad N acional M ayor de San
University o f M iam i (E stados Unidos). E stu dios de M arcos (U N M S M ). D octor en Derecho por la referida
m aestría en Derecho Civil por la Pontificia Universi­ universidad. H a sido decano de la Facultad de D ere­
d ad C atólica del Perú y D octorado en Derecho por la cho y Ciencias Políticas de la U N M S M . Socio princi­
U SM P. Profesor en Derecho C ivil y Derecho Em pre­ pal del estudio A níbal Torres.
sarial en la Universidad Fem enina del Sagrado C ora­
zón (U N IF E ). ALFONSO REBAZA GONZÁLEZ
A b ogad o por la Pontificia U niversidad C atólica del
JAVIER PAZOS HAYASHIDA Perú (PU C P ). H a sido profesor de la referida univer­
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú sidad y socio del E stu d io O sterling. Gerente legal en
(PU CP). M aster en Econom ía y Derecho del C onsum o Volcán C ía. M inera.
por la U niversidad de C astilla-La M an cha (España) y
en Gerencia Social por la PUCP. D octor en Ciencias JUAN GUILLERMO LOHMANN LUCA DE
Ju rídicas y Políticas por la U niversidad Pablo de Ola- TENA
vide (España). Profesor en la PUCP.
A bogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú
y por la Universidad C om plutense (M adrid, España).
CLAUDIA CANALES TORRES H a sido m iem bro de las com isiones de reform a del
A b ogad a por la Universidad de Lim a. E gresada de la C ód igo C ivil y del C ód igo Procesal Civil. Socio del
M aestría de Derecho C ivil y Com ercial por la Univer­ estudio R odrigo, E lias & M edrano.
sidad N acional M ayor de San M arcos.
NÉLIDA PALACIOS LEÓN
MOISÉS ARATA SOLÍS A b ogad a por la Universidad N acional M ayor de San
A bogado por la Universidad N acional M ayor de San M arcos. H a sido asesora de la G erencia G eneral de
M arco s (U N M S M ). M ag iste r en D erecho C iv il y la Sunarp. Asesora de la D irección Técnica R egistral
Com ercial por la Universidad de San M artin de Porres de la Sunarp.
(U SM P ). Profesor en la Pontificia U niversidad C ató ­
lica del Perú, Universidad de L im a, U S M P y Univer­ EMILIA BUSTAMANTE OYAGUE
sidad San Ignacio de Loyola. Socio del E stu d io D e la
A b o g ad a por la Pontificia U niversidad C atólica del
Flor, G arcía M ontufar, A rata & A sociados.
Perú (PU C P ). M agister en Investigación Ju ríd ica por
la referida universidad. M áster en Argum entación Ju rí­
DANIEL ALEGRE PORRAS dica por la U niversidad de A licante (España). D octo-
A bogado por la por la U niversidad N acional M ayor randa en D erecho por la Universidad N acional M ayor
de San M arcos (U N M S M ). E gresado de la M aestría de San M arcos. E x profesora en la PUCP, Universi­
en Derecho C ivil de la Pontificia U niversidad C ató ­ d ad de San M artín de Porres y en la A cadem ia de la
lica del Perú. A sociado en E stu dio D e L a Flor, G arcía M agistratura. Ju eza superior titular de la C orte Supe­
M ontúfar, A rata & A sociados. rior de Ju sticia de Lim a.
A U T O R E S DE E S T E TOM O

FERNANDO TARAZONA ALVARADO de la C om isión Revisora del C ód igo Civil de 1984 y


A bogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú coautor del Proyecto del Libro de Registros Públicos
(PU C P ). Egresado de la M aestría en Derecho Civil en del C ód igo Civil. H a sido árbitro del C entro de A rbi­
la PU C P. E stu d ios de posgrado en Derecho Registral traje de la C ám ara de C om ercio de Lim a.
en la Universidad Autónom a de M adrid. E x vocal del
Tribunal Registral y ex registrador del Registro de Pro­ IVÁN GÁLVEZ ALIAGA
piedad Inm ueble de Lim a - Sunarp. N otario de Lim a. A bogado por la U niversidad N acional M ayor de San
M arcos (U N M S M ), con estudios de especialización
JACK BIGIO CHREM en Derecho Civil, Derecho N otarial, Derecho Regis-
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú tral y Derecho Inm obiliario. Egresado de la M aestría
(PU C P ), con especialización en Derecho Civil, D ere­ en Derecho Civil y Com ercial de la U N M S M . H a sido
cho Com ercial y Derecho C orporativo. H a sido pro­ analista legal de la Sunarp. Asesor legal de la N o ta­
fesor de Derecho Civil en la PUCP. H a sido miembro ría G onzales Loli.

7
LIBRO VII
FUENTES
DE LAS
OBLIGACIONES
(Continuación)
SECCIÓN SEGUNDA
CONTRATOS NOMINADOS
TÍTULO I
COMPRAVENTA

CAPÍTULO PRIMERO
Disposiciones generales

D efin ició n de co n trato de co m p rav en ta

Artículo 1529.- Por la compraventa el vendedor se obliga a transferir la propiedad de un


bien a l comprador y este a p agar su precio en dinero.
C o n c o r d a n c ia s :
C.C. arts. 947, 948, 949, 1531, 1549 y ss., 1558y ss.

M anuel D e la P uen te y L avalle

Según Badenes, con la expresión “compraventa” se menciona una tipificación caracte­


rística. La palabra venta y la palabra compra están indisolublemente unidas y solo represen­
tan dos aspectos de una misma verdad conceptual. Aún más, se podría decir simplemente
venta o se podría decir simplemente compra, porque la primera comporta correlativamente
la segunda y viceversa.

El artículo 1529 del Código Civil peruano define el contrato de compraventa de la


siguiente manera: “Por la compraventa el vendedor se obliga a transferir la propiedad de un
bien al comprador y este a pagar su precio en dinero”.

Conviene establecer el origen y los alcances de esta definición. Sin embargo, antes de
analizar su contenido es aconsejable conocer su fundamento.

Existen dos maneras de entender la compraventa. Una de ellas es usando el sistema de


“separación del contrato”, que requiere para la transmisión de la propiedad por compraventa
que el contrato obligacional de compraventa vaya unido a un contrato real de transmisión de
la propiedad. Y la otra forma es de acuerdo al sistema de la “unidad del contrato”, según el cual
el acuerdo para la transmisión de la propiedad está contenido en el contrato de transferencia.

No es este el lugar apropiado para narrar las vicisitudes de la evolución de la transfe­


rencia contractual de la propiedad. Es más propio e interesante conocer el estado actual de
la legislación mundial sobre el particular.

La primera forma de transmisión de la propiedad se dio en los albores del Derecho


Romano, a través primero de la mancipatio, que era una venta celebrada por medio de un
acto formal, y de la traditio, que era una simple entrega y, como tal, desprovisto de forma.

11
ART. 1529 CONTRATOS NOMINADOS

Numerosos países han adoptado el sistema de la transmisión mediante el consenti­


miento, que ha sido acogido por el Código Napoleón, en virtud del cual el adquirente no es
ya acreedor de la transmisión de la propiedad, pues ya es propietario.

La segunda forma de legislar la transmisión de la propiedad por compraventa es el sis­


tema en virtud del cual se considera a la compraventa como un contrato consensual, en el
sentido que, como contrato, queda perfeccionado con el consentimiento pero no transfiere,
por sí solo, la propiedad, siendo necesario para esto último, bien sea la tradición tratándose
de bienes muebles o bien el concurso de la constitución de un derecho real. Del contrato de
compraventa solo surge, por lo tanto, la obligación del vendedor de transferir la propiedad
del bien, esto es una cosa o un derecho, y la obligación recíproca del comprador de pagar un
precio en dinero, pero no se constituye un derecho real sobre el bien.

Este sistema es conocido también como el del título y el modo. Según Ruiz Serrama-
lera(1), “adopta nuestra legislación (la española) en materia de adquisición derivativa por con­
trato de los derechos reales, el sistema romanista inspirado en la teoría del título y el modo,
según el cual la propiedad o cualquier otro derecho real no se adquieren sino por la concu­
rrencia de dos requisitos esenciales; por una parte la causa jurídica de la adquisición -llamada
título- y, por otra parte, la transmisión efectiva de la posesión de la cosa o tradición -lla­
mada modo—; si faltare cualquiera de estos requisitos no se produce la adquisición del dere­
cho, puesto que el contrato (título) solo origina un vínculo obligacional, dirigido en estos
casos, precisamente, a la entrega de la cosa (contenido de la prestación), y el modo (tradición)
no es suficiente tampoco para la validez y eficacia de los negocios jurídicos, sino que es pre­
ciso que la entrega tenga un fundamento anterior, sin el cual solo se produce, como máximo,
el nacimiento de la posesión (por ser el resultado, únicamente, de una situación de hecho)”.

Conviene ahora determinar cuál es el sistema adoptado por el Código Civil peruano
de 1984.

Téngase presente, al efecto, que el artículo 947 del Código Civil dispone que la trans­
ferencia de propiedad de una cosa mueble determinada se efectúa con la tradición a su acree­
dor, salvo disposición legal diferente. Por su parte, el artículo 949 del mismo Código esta­
blece que la sola obligación de enajenar un inmueble determinado hace al acreedor propieta­
rio de él, salvo disposición legal diferente o pacto en contrario.

Es necesario establecer cuál es, según la definición del artículo 1529, el sistema de trans­
ferencia de propiedad por compraventa aplicable al Código Civil peruano.

Obsérvese, en primer lugar, que el Código Civil peruano, a diferencia del Código Civil
francés, no establece que por la compraventa se transfiere la propiedad, sino que por la com­
praventa se obliga a transferir la propiedad, lo cual es distinto.

Inicialmente, cuando se elaboraba el Título de compraventa del Código Civil vigente,


la tendencia de los codificadores fue adoptar el sistema francés de transmisión de la propie­
dad, o sea la transferencia solo consensu. Sin embargo, se adujeron dos razones importantes
a favor del sistema español:

(1) RUÍZ SERRAM ALERA, Ricardo. Derecho Civil. Servicio de Publicaciones de la Universidad Complutense, Facul-
12 tad de Derecho. Madrid, 1981, p. 29.
COMPRAVENTA ART. 1529

1. Conservar la tradición del Código Civil de 1936, cuyo artículo 1383 se copió casi
literalmente. Los jueces y abogados peruanos se habían familiarizado con ese sis­
tema y lo manejaban con gran facilidad.

2. El Proyecto del Libro de Derechos Reales ya había sido redactado y aprobado por
la Comisión Reformadora. En dicho Libro se había adoptado el sistema del título
y el modo tanto para los bienes muebles como para los inmuebles.
Estas razones fueron consideradas determinantes.

Según el sistema adoptado, la compraventa constituye solo un título, y este es insufi­


ciente por sí solo para convertir al comprador en propietario. Esto último requiere la concu­
rrencia de un modo válido de adquisición, que puede consistir en la tradición o en la inscrip­
ción registral, según la naturaleza de la cosa vendida.

El problema surgió cuando la Comisión Revisora sustituyó la clasificación de bienes


registrados y no registrados por la de bienes inmuebles y muebles, disponiendo que en el caso
de un bien inmueble la sola obligación de enajenarlo hace al acreedor propietario de él, salvo
disposición legal diferente o pacto en contrario.

No se ha dado explicación plausible alguna para estos cambios, que la necesitan angus­
tiosamente, en especial el referente a la adquisición de la propiedad inmueble, que se plasmó
posteriormente en el artículo 949 del Código Civil.

Este artículo tiene su antecedente inmediato en el artículo 1172 del Código Civil de
1936, ubicado en el Título correspondiente a las obligaciones de dar una cosa inmueble deter­
minada, según el cual la sola obligación de enajenar un inmueble determinado hace al acree­
dor propietario de él, salvo pacto en contrario, no teniendo relación alguna con la transmi­
sión contractual de la propiedad por compraventa.

D O C T R IN A
A L B A L A D E JO , M anuel. Derecho Civil. Tom o III. Vol. I. Librería Bosch. Barcelona, 1974; A L B A L A D E JO ,
M anuel. E l negocio jurídico. Librería Bosch. Barcelona, 1958; B A D E N E S G A SSE T , Ram ón. E l contrato de
com praventa. Tom o I. Librería Bosch. Barcelona, 1979; B IA N C A , Cesare M assim o. L a vendita e la perm uta.
Unione Tipográfico Editrice Torinese. Torino, 1972; B IG IO C H R E M , Ja c k . L a com praventa y la transm isión
de propiedad. En: Para Leer el C ódigo Civil. Tom o I. Fondo Editorial de la Pontificia U niversidad Católica
del Perú. L im a, 1986; B U L L A R D , Alfredo. L a relación jurídico patrim onial. Lluvia Editores. L im a, 1990;
C O L IN , A m brosio y C A P IT A N T , H enri. C urso elem ental de D erecho Civil. Tom o I. In stituto E ditorial Reus.
M adrid, 1952; D E D IE G O , Clemente. Instituciones de D erecho Civil español. Tom o II. A rtes G ráficas Ju lio
San M artín. M adrid, 1959; D ÍE Z -P IC A Z O , Luis. Fundam entos del D erecho Civil patrim onial. Vol. I. E d i­
torial Tecnos. M adrid, 1979; E N N E C C E R U S , Ludw ig. Tratado de D erecho Civil. D erecho de O bligaciones.
Vol. II. Prim era Parte. Bosch C asa E ditorial. Barcelona, 1966; F E R N A N D E Z D E V IL L A V IC E N C IO ALVA-
R E Z -O S S O R IO , M aría del C arm en. C om praventa de cosa ajena. Jo s é M aría B osch Editor. Barcelona, 1994;
F O R N O F L O R E S , H ugo. El contrato con efectos reales. En: R evista Ius et Veritas. A ño IV. N ° 7. L im a,
1993; G A L G A N O , Francesco. E l negocio jurídico. T iran t lo Blanch. V alencia, 1992; G A R C ÍA A M IG O ,
M anuel. Instituciones de Derecho Civil. Tom o I. E d itorial R evista de D erecho Privado. M ad rid , 1979; G A R ­
C ÍA C A N T E R O , G abriel. En: Com entarios al C ód igo C ivil y com pilaciones ferales. Tom o X I X . D irigid o por
M anuel A lb alad ejo. Edersa. M adrid, 1980; L A N G L E Y R U B IO , E m ilio. E l contrato de com praventa m er­
cantil. B osch C a sa E ditorial. Barcelona, 1958; L A R E N Z , K arl. D erecho de O bligaciones. Tom o II. E ditorial
R evista de D erecho Privado. M adrid, 1959; L E Ó N B A R A N D IA R Á N , Jo sé . Com entarios al C ód igo Civil
peruano. O bligaciones. Tom o II. Ediar. Buenos A ires, 1956; L O P E Z D E Z A V A LÍA , Fernando J . Teoría de
los contratos. P arte G eneral. V íctor P. D e Z avalía Editor. Buenos A ires, 1971; M A Z E A U D , H enri, Léon y
Je a n . Lecciones de D erecho Civil. P arte II. Vol. IV. Ediciones Ju ríd icas Europa-A m érica. Buenos A ires, 1960;
P L A N IO L , M arcelo y R IP E R T , Jo rg e. T ratad o práctico de Derecho Civil francés. Tom o III. C ultural S.A .
ART. 1529 CONTRATOS NOMINADOS

L a H ab an a, 1946; R U IZ S E R R A M A L E R A , Ricardo. Derecho Civil. U niversidad C om pultense. Facu ltad de


D erecho. Servicio de Publicaciones. M adrid, 1981; T O R R E S M E N D E Z , M iguel. E stu d ios sobre el contrato
de com praventa. E ditorial Ju ríd ica Grijley. Lim a, 1993; W A Y A R , Ernesto C. C om praventa y perm uta. E d i­
torial A strea. Buenos A ires, 1984.

JU R IS P R U D E N C IA
P L E N O S C A S A T O R IO S

E l c o n tra to d e c o m p ra v e n ta : N o c ió n , e fe c to s y alc a n c e s.

E l contrato de compraventa es aquél por medio del cual un sujeto (denominado, vendedor) transfiere o se obliga a transfe­
rir la propiedad de un bien a otro (denominado, comprador) y éste se obliga a pagar su precio en dinero. En efecto, tratán­
dose de un bien inmueble, la transferencia de la propiedad se producirá con el solo acuerdo entre las partes sobre el bien y
el precio, salvo disposición legal diferente o pacto en contrario (interpretación sistemática de los artículos 949 y 1529 del
Código Civil), mientras que, tratándose de un bien mueble, sí se genera una obligación de transferir la propiedad que se
ejecutará con la entrega del bien (interpretación sistemática de los artículos 947 y 1529 del Código Civil). Como se ha
visto, este contrato genera una serie de efectos obligacionales, tales como: la obligación de pagar el precio (artículo 1558
del Código Civil), la obligación de entregar el bien (artículo 1549 y 1550 del Código Civil), la obligación de entregar los
documentos y títulos relativos a la propiedad del bien (artículo 1551 del Código Civil), la obligación de form alizar el con­
trato (artículo 1549 del Código Civil), etc. (C as. N ° 4442-2015-M oquegua. Sen ten cia d e l N oveno Pleno C asa-
torio Civil, fu n d a m e n to 67).

CO RTE SU PR EM A

L a n a tu r a le z a ju r íd ic a d e la c o m p r a v e n ta e s la d e u n c o n tr a to m e ra m e n te c o n se n s u a l

{E}1 contrato de compraventa, por su naturaleza consensual, se forma por el acuerdo en la cosa y el precio, pues, como pres­
cribe el artículo 1529 del Código Civil, por la compraventa el vendedor se obliga a transferir la propiedad a l comprador y
éste se obliga a pagar su precio en dinero (Cas. N ° 3041-2008-P un o).

P a r a la c o n fig u r a c ió n d e la c o m p r a v e n ta e s im p r e sc in d ib le la e x iste n c ia d e l p r e c io

{A}1 no existir en este caso un pago por la transferencia del inmueble no puede colegirse de ninguna manera que se trate de
una compraventa u otra clase de contrato ( ...) (C as. N ° 319-2005-L am b ayequ e).

14
G a sto s d e e n treg a en la co m p rav e n ta

Artículo 1530.- Los gastos de entrega son de cargo del vendedor y los gastos de transporte
a un lugar diferente del de cumplimiento son de cargo del comprador, salvo pacto distinto.
Concordancias:
C.C. arts. 1141, 1364

M anuel M uro R o jo

1. G asto s del contrato


Es valor entendido que en la mayoría de casos los contratos generan, o pueden gene­
rar, gastos en sus diferentes etapas; desde la negociación, en el momento de la celebración
y, desde luego, posteriormente en la fase de ejecución.

La asunción de dichos gastos podría parecer un tema superfluo, pero no lo es, en la


medida en que los mismos pueden llegar a ser de montos significativos en función del volu­
men económico de la operación jurídica que se realice. En cuanto al contrato de compraventa,
no es lo mismo si este versa sobre un bien mueble pequeño o mediano cuya entrega no solo
es fácil de hacer, sino que puede no generar gasto alguno o, de generarlo, este es de escaso
monto (piénsese en un libro, una prenda de vestir, una radio portátil, etc., y que además se
entregue en forma inmediata), que un contrato de compraventa respecto de una maquina­
ria pesada, de un conjunto de numerosos bienes de regular o buen tamaño, de bienes frági­
les o delicados, o de bienes que deben llevarse a un lugar distante; en todos estos casos no
cabe duda de que el monto de los gastos que suponga realizar la entrega podría representar
un costo importante para la parte que los asuma.

Es por ello que el Código Civil contiene disposiciones relativas a los gastos del contrato
(aunque de aplicación supletoria), debiendo distinguirse en este punto la regulación que aque­
llas normas establecen respecto de los gastos que se suscitan, o pueden suscitar, tanto en la
etapa de celebración como en la etapa de ejecución del contrato.

En cuanto a los gastos en los que las partes pudieran incurrir en la etapa de negociación
contractual más bien el Código guarda justificado silencio, entendiéndose que cada una de las
partes debe asumir los que les corresponde, habida cuenta que, tal como expresamos en el volu­
men anterior de esta obra (comentario al artículo 1364 del Código Civil, vid. MURO ROJO,
p. 183), la ley excluye la regulación de estos gastos porque hasta entonces no existe la voluntad
común, no hay contrato y nada es exigióle entre las partes, de modo que los gastos que efectúa
cada una de ellas vienen a ser de su entera cuenta y riesgo, constituyendo el costo económico o
inversión necesaria para evaluar la posibilidad de celebrar o no un contrato.

Con relación a los gastos en la etapa de celebración, estos se hallan regulados en el


artículo 1364 del Código Civil (ubicado en la Parte General de los Contratos), cuyo antece­
dente es el artículo 1391 del Código de 1936, el que no obstante haber estado ubicado dentro
de las normas sobre compraventa, se podía hacer extensivo a todo tipo de contrato. Conforme
a dicha regla, que ahora se reitera en el artículo 1364, los contratantes asumen por mitades
los gastos (e impuestos) del contrato, con la precisión que la norma vigente hace de forma
expresa en el sentido de que la referencia es a los gastos (y tributos) que origine la celebración.

15
ART. 1530 CONTRATOS NOMINADOS

Si bien una regla de tal naturaleza aparece como la más justa y la que más encarna el
sentido común, nada impide que las partes establezcan un régimen diferente de acuerdo a sus
intereses, lo cual es permitido por el artículo 1364 que admite el pacto en contrario.

De otro lado, no obstante que de una primera lectura el texto de la norma es aparen­
temente claro, la expresión .. que origine la celebración de un contrato”, no está exenta de
generar dos interpretaciones, conforme lo manifestamos en nuestro comentario al artículo
1364 del Código Civil (Vid. M URO ROJO, p. 183), en los siguientes sentidos:

Que se trate de los gastos “que origine la celebración de un contrato”, con el énfa­
sis en la voz “origine”, lo que podría dar a entender que se refiere a todos los gastos
que surgen “a partir” de la celebración del acto y de ahí en adelante hasta la total
ejecución de las prestaciones.

Que se trate solo de los gastos “que origine la celebración de un contrato”, con el
énfasis en la voz “celebración”, dándose a entender que son únicamente los concer­
nientes a esta etapa o fase contractual, excluyéndose por consiguiente los anterio­
res (negociación) y los posteriores (ejecución o cumplimiento).

Ya expresamos nuestro parecer de que la norma del artículo 1364 debe entenderse en
este segundo sentido y, por tanto, referida a todos los gastos que las partes deben asumir por
mitades (si no hay pacto o norma legal en contrario) a efectos de concluir o perfeccionar el
contrato y para tenerlo por celebrado; esto es, los gastos relativos a la formalización e instru-
mentalización de la voluntad contractual (por ejemplo, los gastos notariales, etc.).

Esta posición se refuerza con el hecho de que el Código Civil contiene otras normas que
se refieren expresa y puntualmente a los gastos del contrato en su fase de ejecución, como ocu­
rre particularmente en el contrato de compraventa, según lo dispuesto por el artículo 1530
materia de este comentario.

En efecto, si revisamos diversas partes del Código podremos advertir la existencia de dis­
posiciones especiales sobre gastos en la fase de ejecución contractual, según las cuales dichos
gastos no se asumen por mitades, ya que son distintos a los gastos de celebración, por lo que
su asunción se atribuye a la parte a quien corresponde ejecutar una prestación determinada.

Así, por ejemplo, podemos citar el artículo 1141 (los gastos de conservación del bien en
las obligaciones de dar son de cargo del propietario desde que se contrae la obligación hasta
que se produce la entrega); el artículo 1241 (los gastos que ocasione el pago son de cuenta del
deudor); el artículo 1682 (en el caso de reparaciones urgentes, el arrendatario debe realizarlas
directamente con derecho a reembolso, es decir que aquí los gastos los termina asumiendo el
arrendador, y en los demás casos los gastos de conservación y mantenimiento ordinario son
de cargo del arrendatario, salvo pacto distinto); el artículo 1735 (es obligación del comodante
pagar los gastos extraordinarios que hubiese hecho el comodatario para la conservación del
bien); el artículo 1738 (es obligación del comodatario pagar los gastos ordinarios indispen­
sables que exijan la conservación y uso del bien); el artículo 1740 (los gastos de recepción y
restitución del bien entregado en comodato corren por cuenta del comodatario); el artículo
1796 (el mandante está obligado frente al mandatario a reembolsarle los gastos efectuados
para el desempeño del mandato); el artículo 1849 (los gastos de entrega y de devolución del
bien materia de depósito son de cuenta del depositante); y el artículo 1851 (el depositante
está obligado a reembolsar al depositario los gastos hechos en la custodia y conservación del
bien, o sea que aquel asume finalmente los gastos del depósito).
COMPRAVENTA ART. 1530

Todos los supuestos citados están referidos a gastos posteriores a la celebración del con­
trato que da lugar a la relación jurídica, perteneciendo por tanto a la etapa de ejecución. Este
es el caso también del artículo 1530 del Código Civil que, en materia de compraventa, alude
a los gastos de entrega; es decir, a los que ha de asumir una de las partes (el vendedor) luego de
haber quedado celebrado el contrato y al momento de ejecutar la prestación relativa a entre­
gar el bien a la otra parte (el comprador).

2. G asto s de entrega
Tal como ha quedado dicho, el artículo 1530 del Código Civil regula, pues, lo relativo
a los gastos de entrega del bien vendido, por lo tanto circunscritos dichos gastos a la etapa
de ejecución del contrato.

Antes de analizar esta norma conviene precisar una cuestión de sistemática, en el sentido
de que la misma, a nuestro parecer, debería estar ubicada no entre las disposiciones genera­
les sobre la compraventa -que es su ubicación actual- sino dentro de las normas sobre obli­
gaciones del vendedor y particularmente después del artículo 1553 que se refiere al lugar de
entrega del bien, puesto que tiene estrecha relación con este y, además, los artículos ante­
riores (1550 a 1552), concernientes al perfeccionamiento de la transferencia, regulan diver­
sos aspectos de la entrega, tales como el estado del bien, documentos y títulos, y la oportu­
nidad de hacer la entrega; de modo que la norma del numeral 1530 sería complementaria de
esta obligación del vendedor, al establecer que es este quien debe asumir los gastos que irro­
gue la entrega. El hecho de que la norma admita el pacto en contrario o que la asunción de
los gastos se traslade al comprador cuando se altere el lugar de entrega, no desnaturalizan a
esta obligación como propia y normal del vendedor, como regla general, no siendo pues una
obligación común (como sugiere LEON BARANDIARAN, pp. 75-76), habida cuenta que
está vinculada a la prestación que el vendedor debe ejecutar para perfeccionar la transferen­
cia de la propiedad a favor del comprador, o en otras palabras, “[dichos gastos] no son sino
una consecuencia de la obligación de entregar la cosa que es de su incumbencia [del vende­
dor]” (CORNEJO, p. 220).

Un segundo tema es el referente a qué debe entenderse como “gastos de entrega”. A


nuestro juicio esta expresión comprende una variedad de conceptos, tales como: el embalaje,
los elementos de seguridad, la carga, la descarga, el transporte y flete, los seguros de riesgo y
todos aquellos que tengan relación con el hecho de materializar la toma de posesión por parte
del comprador; incluyendo los gastos de recepción como bien apunta Arias Schreiber (p. 37).

El tercer aspecto es determinar cuál de las partes debe asumir dichos gastos de entrega
en su integridad o solo algunos de ellos; para cuyo efecto es necesario que el tema de los gas­
tos se relacione con el lugar de entrega del bien.

Bajo este entendido, si realizamos un examen comparativo, observaremos que la redac­


ción de la norma contenida en el artículo 1530 del Código Civil vigente corrige el defecto
normativo que presentaba su antecedente, el artículo 1399 del Código de 1936, según el cual
los gastos de entrega eran de cargo del vendedor y los gastos de transporte eran de cargo del
comprador, salvo pacto en contrario. Este régimen resultaba en algunos casos perjudicial para
el comprador, considerando que los gastos de transporte es uno de los conceptos específicos
que está comprendido dentro del género “gastos de entrega”.

De esta forma, aplicando el régimen del Código derogado podía ocurrir lo siguiente:
el artículo 1400 establecía que el lugar de entrega era donde estuvo el bien al tiempo de la
17
ART. 1530 CONTRATOS NOMINADOS

venta o el señalado en el contrato; cualquiera de estos lugares podía ser el domicilio del ven­
dedor, el domicilio del comprador o un lugar distinto al domicilio de ambos, según como
se presentara el caso. A falta de pacto expreso sobre la asunción de los gastos de entrega, se
aplicaba supletoriamente el numeral 1399, de modo que si el lugar de entrega era el domi­
cilio del vendedor (sea porque allí estaba el bien o porque así se pactó), se entendía que este
cumplía con su obligación de entrega poniendo a disposición del comprador el bien vendido,
asumiendo solo los gastos de embalaje y carga, pero naturalmente eran de cuenta y costo del
comprador los gastos de transporte a fin de trasladar el bien al lugar que este deseara. En otras
palabras, siendo el lugar de entrega el domicilio del vendedor no había, pues, obligación de
transporte a cargo de este. Sin embargo, si el lugar de entrega era el domicilio del comprador
u otro lugar distinto (que no fuera el domicilio del vendedor), debía entenderse que el ven­
dedor estaba obligado a trasladar el bien en ejecución de su normal obligación de entrega,
empero ocurría que -a falta de pacto sobre la asunción de gastos y conforme al mandato del
artículo 1399- el comprador era quien debía asumir el gasto del transporte para poder llevar
el bien al lugar de entrega constituido por su propio domicilio (u otro lugar distinto al domi­
cilio del vendedor), lo que en los hechos significaba que el comprador cargaba con los gastos
correspondientes a una obligación del vendedor.

Con la actual redacción de la norma contenida en el artículo 1530 del Código Civil de
1984, queda aclarado que -a falta de pacto expreso- todo gasto de entrega, incluso el de trans­
porte, es de cargo del vendedor, lo cual parece correcto porque de él es la obligación de entrega.

Siendo esto así, la aplicación de esta norma debe hacerse también en armonía con la que se
ocupa del lugar de entrega en el Código vigente, que es el artículo 1553. De acuerdo con esta dis­
posición primero rige el pacto expreso, y en defecto del mismo el bien debe entregarse en el lugar
donde se encontraba en el momento de celebrarse el contrato. Al igual que el régimen derogado,
el lugar pactado o el de ubicación puede ser el domicilio del vendedor, el domicilio del compra­
dor o un lugar distinto al domicilio de ambos. La norma vigente agrega que en el caso de bienes
inciertos el lugar de entrega es el domicilio del vendedor una vez realizada la elección.

Aplicando concordadamente los artículos 1530 y 1553 vigentes se desprende lo siguiente:


a falta de pacto expreso sobre la asunción de los gastos de entrega, se aplica supletoriamente
el numeral 1530, de modo que si el lugar de entrega es el domicilio del vendedor, este cum­
ple con la entrega poniendo a disposición del comprador el bien vendido, asumiendo solo
los gastos de embalaje y carga, pero no los de transporte, ya que es el comprador quien debe
recoger el bien para llevárselo al lugar que desee; salvo que el bien no estuviera en el domici­
lio del vendedor y hubiera que llevarlo ahí para efectos de la entrega, en cuyo caso el trans­
porte lo paga el vendedor. Si el lugar de entrega es el domicilio del comprador u otro lugar
distinto al domicilio de ambas partes, es lógico que el vendedor corra con los gastos de trans­
porte para efectos de cumplir con su obligación de entrega, tal como manda correctamente
la primera parte del artículo 1530.

En todo caso, el comprador solo asume los gastos de transporte cuando se da la hipó­
tesis contenida en la segunda parte del numeral 1530, que es cuando el bien debe llevarse “a
un lugar diferente del de cumplimiento”, salvo pacto distinto.

Con relación a este aspecto de la norma, Castillo hace una muy pertinente aclaración, en
el sentido de que aquella presenta un defecto de redacción, toda vez que en materia de obli­
gaciones y contratos resulta imposible que el pago o cumplimiento de la prestación se efectúe
en un lugar distinto al pactado como el de cumplimiento (CASTILLO FREYRE, p. 28); lo
jg que en buena cuenta significaría más bien un incumplimiento del contrato.
COMPRAVENTA ART. 1530

En tal sentido, siguiendo la idea de este autor, resulta que la norma en realidad presu­
pone que las partes han convenido en modificar el lugar de cumplimiento o específicamente
el lugar de entrega del bien, de manera que si para efectuar dicha entrega en el nuevo lugar
acordado hubiera que utilizar transporte, el gasto de este es de cuenta y costo del comprador.
Esta solución que da la ley es plausible, considerando que la alteración del lugar de entrega, no
obstante mediar acuerdo de partes, se entiende que es motivada por iniciativa del comprador.

Finalmente, cabe advertir que esta segunda parte de la norma da lugar a preguntarse
qué ocurriría si el comprador desea que el bien sea llevado a un nuevo lugar distinto al ori­
ginalmente pactado y el vendedor no conviniera en ello; en este caso ciertamente el vende­
dor no podría ser conminado a aceptar tal cambio, pues ya hemos dicho que la norma fun­
ciona cuando hay acuerdo entre las partes para modificar el contrato, por lo que el vendedor
bien podría cumplir con la entrega consignando el bien si esto le resulta más conveniente que
trasladarlo a un nuevo lugar que puede resultar muy remoto, aun cuando los gastos deban
ser cubiertos por el comprador.

D O C T R IN A
A R IA S S C H R E IB E R PEZ ET , M ax. Exégesis del C ódigo Civil peruano de 1984. Tomo II. G aceta Ju rídica,
Lim a, 2 0 0 0 ; C A ST IL L O L R E Y R E , Mario. Com entarios al contrato de compraventa. G aceta Ju ríd ica, Lim a,
2 0 0 2 ; C O R N E JO , A ngel G ustavo. C ódigo Civil. Exposición sistem ática y comentario. Tomo II, Vol. II. Libre­
ría e Im prenta G il, L im a, 1937; D E L A P U E N T E Y LA V A LLE, M anuel. E stu dios sobre el contrato de com ­
praventa. G aceta Ju ríd ica, L im a, 1999; L E Ó N B A R A N D IA R A N , José. T ratad o de D erecho Civil. Tom o V.
W .G . Editor, Lim a, 1992; M U R O R O JO , M anuel. G asto s y tributos del contrato (comentario al artículo 1364
del C ódigo Civil. En: AA.VV. C ódigo Civil comentado. Tom o V II. G aceta Ju ríd ica, L im a, 2 0 0 4 .

19
P recio m ix to y calificación d el co n trato co m o co m p rav e n ta o p e rm u ta

Artículo 1531.- S i el precio de una transferencia se fija parte en dinero y parte en otro
bien, se calificará el contrato de acuerdo con la intención m anifiesta de los contratantes,
independientemente de la denominación que se le dé.
S i no consta la intención de las partes, el contrato es de perm uta cuando el valor del bien
es igual o excede a l del dinero; y de compraventa, si es menor.
Concordancias:
C.C. arts. 168, 169, 170, 1361, 1362, 1602, 1603

C é sa r A. Ay lló n Valdivia

Conforme a la interpretación tradicional del primer párrafo del artículo 1531 del Código
Civil, estamos frente a un caso particular de transmisión de bienes, en que la posibilidad de
elegir entre un contrato de permuta o de compraventa dependerá en primera instancia de la
manifiesta intención de las partes, al margen de la denominación que le hayan dado al nego­
cio; es decir, la configuración del contrato debe ser de tal manera que no exista duda acerca
del tipo contractual que ellas han elegido, pues, de lo contrario, la calificación que le otorguen
no tendrá mayor significado ni trascendencia jurídica que la de un simple título.

Respecto al segundo párrafo del mismo artículo: “Si no consta la intención de las partes,
el contrato es de permuta cuando el valor del bien es igual o excede al del dinero; y de com­
praventa, si es menor”; es decir, como lo expresamos en un inicio, si la determinación del tipo
contractual no es clara, la doctrina tradicional considera que, ya sea porque las partes creye­
ron hacer un contrato de compraventa y le pusieron el título de “compraventa” pero, por el
contenido del contrato y de su intención manifiesta, se deduce que en realidad se trata de un
contrato de permuta, entonces en aplicación, de manera supletoria, de este segundo párrafo
se determinará de la siguiente manera: si el valor del bien resulta equivalente al valor de la
prestación dineraria, el contrato es de permuta; si el valor del bien es mayor al de la presta­
ción en dinero, el contrato es también de permuta; y si el valor del bien resulta menor al de
las prestaciones en dinero, el contrato es de compraventa.

Con relación a la calificación del contrato en atención a los contratantes, José Luis
Marino Hernández manifiesta: “(...) para calificar un determinado contrato de compraventa
o de permuta, en puridad de criterios habría que atender primordialmente a la real intención
de las partes, al ánimo serio que les ha movido a realizar la transacción. Si este ha sido esen­
cialmente la obtención de una determinada cantidad en metálico, lo cual suele ir unido a la
intención de lograr un concreto lucro proveniente de la plusvalía del objeto transmitido o a
transmitir, parece entonces debería calificarse el contrato, sin duda alguna, como compraventa.
Por el contrario, si esta intención crematística no existe, o existe pero con un carácter podría­
mos llamar secundario; si lo que realmente hay es una clara voluntad de acomodar dos anhelos
adquisitivos de dos cosas concretas y determinadas, cuyos propietarios se ponen en relación,
lo que de ello resulta, también a las claras, es un contrato de permuta (.. .)”(1).

Entiende José León Barandiarán® que se impone un criterio cuantitativo de prevalen­


cia, según el cual el importe en dinero será mayor o menor que el valor asignable a la cosa

(1) Diario oficial El Peruano. “Exposición de Motivos del Código Civil”. Lima, diciembre 1989, pp. 4 y 5.
20 (2) LEÓ N BA RA N D IA R Á N , José. Tratado de Derecho Civil. Tomo V, W G Editor, Lima, 1992, pp. 151 y 152.
COMPRAVENTA ART. 1531

que junto con aquel ha de pagarse, para reputar que se trata, en uno y otro caso, de una com­
praventa o una permuta.

Georges Ripert®, por su parte, expone que en el caso de la permuta con compensación
es raro que las cosas permutadas tengan un mismo valor, por lo que es necesario recurrir a
la compensación, la misma que consiste en una suma de dinero que pagará el copermutante
que recibe el bien más importante. En principio esto no altera la naturaleza de este contrato.
No obstante si la compensación es tan importante que la suma de dinero puede ser consi­
derada como el objeto principal de la obligación de una de las partes, el contrato deberá ser
tratado como una venta mal calificada y la prestación de la cosa en especie dada por el deu­
dor de la compensación no sería más que una dación en pago por una parte del precio. Es
decir, se aplica a priori la calificación objetiva de las prestaciones, sin importar la intención
de las partes contratantes.

Sostiene Federico Puig Peña3(4)5, que el Código español prevé esta situación de acuerdo
con dos criterios, uno objetivo y otro subjetivo. Al primero se refiere el artículo 1446 al decir
que “si el precio de la venta consistiera parte en dinero y parte en otra cosa se calificará el
contrato por la intención manifiesta de los contratantes”. Es pues, necesario acudir a la inten­
ción de las partes, y afirma, como Manresa, Castán y Pérez González y Alguer, que no es lo
mismo la intención que la denominación. Las partes pueden considerarlo permuta pero, en
realidad, deberá merecer la calificación de compraventa. Por esto, la calificación provisional
que las partes le otorguen no es suficiente ni decisiva por sí sola, pero quedará acreditado
este designio de sustraer este negocio a la regulación jurídica de la permuta y someterlo a la
compraventa, caso en el cual la intención debe prevalecer. Si la intención de estas partes no
se exterioriza o no se acredita, entonces entrará a tallar el criterio objetivo, al que se refiere el
párrafo segundo del mismo artículo, al decir que al no constar la intención “se entenderá por
permuta si el valor de la cosa dada en parte del precio excede al del dinero o su equivalente,
y por venta, en el caso contrario”®.

(3) RIPERT, Georges y BO U LAN GER, Jean. Tratado de Derecho Civil. La Ley, Buenos Aires, 1967, p. 183.
(4) PUIG PENA, Federico. Tratado de Derecho Civil español. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1974, p. 167.
(5) Ramón Badenés Gasset nos dice que, de conformidad con el artículo 1446 del Código Civil español, se calificará,
en primer término, la intención de los contratantes, aplicación concreta del artículo 1281 del mismo Código, y en
segundo término, de no constar dicha intención, se entenderá al contrato como de permuta si el valor de la cosa
dada en parte de la valoración excede al del dinero o su equivalente, y por venta en caso contrario. A continuación
el mismo autor nos hace una descripción de la legislación comparada. En el Derecho francés no hay precepto
alguno que venga a regular la cuestión, por lo que solo existe un criterio uniforme en considerar que la soulte esti­
pulada no altera, en modo alguno, la naturaleza del contrato de permuta convenido, salvo en casos notoriamente
excepcionales en los que puede apreciarse una evidente mala fe de los contratantes, tendente a desvirtuar la esencia
misma del convenio. Por otro lado, en el Derecho italiano no existe un criterio unificado ni en la doctrina ni en la
jurisprudencia, si bien esta parece inclinarse a favor del sistema de la consideración del objeto preponderante en el
contrato, para calificar este de compraventa o de permuta, en parte sobre la base del antiguo Código Civil de 1865.
Las legislaciones que expresamente aluden a la permuta con compensación dineraria son las siguientes: La Ley
Búlgara de las Obligaciones y Contratos, que establece en su artículo 332 que “si ha sido convenido que uno de los
copermutantes pagará un suplemento en dinero, que sobrepase el valor de la cosa entregada por él en cambio, tal
contrato será reputado como venta”. A contrario sensu se deduce que si el monto del dinero dado en compensación
es igual o inferior al valor de la cosa dada en permuta, el contrato mantendrá su carácter de tal. En el Código Civil
de la República de China se afirma, en su artículo 399, que “si una de las partes ha convenido entregar a la otra
una suma de dinero además de la transmisión de los derechos patrimoniales previstos en el artículo precedente,
las disposiciones de la venta relativas al precio reciben aplicación correspondiente en lo que concierne a esta suma
dineraria”. Mientras en la Ley Búlgara lo que se prevé es la conversión del contrato de permuta en compraventa,
como consecuencia de la soulte establecida, ello al parecer, sobre la base de mantener el criterio de la unidad
contractual; por el contrario, en el Código chino se da entrada a esta escisión al determinar la aplicación de las
normas de la compraventa relativas al precio, a la compensación dineraria convenida en la permuta de esta clase. 21
ART. 1531 CONTRATOS NOMINADOS

Como vemos, esta forma de unir dos contratos que por su naturaleza parecieran ser
distintos, obedece, entre otras razones, a la interpretación que se ha hecho sobre el precio.
Muchos estudiosos del Derecho al tratar de definir el precio inmediatamente lo relacionan
con el dinero, por tanto su origen sería el mismo. Esto que aparentemente resulta muy enten-
dible para varios de nosotros que vivimos en una sociedad con una economía de mercado,
no lo sería tanto en las sociedades de la antigüedad, donde si bien es cierto existía el precio,
esto no necesariamente significaba la existencia del dinero.

En Roma, al tener en sus inicios una economía eminentemente agrícola, centrada en


el domus, que constituía una comunidad de vida y de trabajo del grupo familiar encabezado
por el pater familias, surge el mercado de animales agrícolas, entre los cuales destacaban el
ganado ovino y el bovino, que permitían un intercambio y una renovación constante de los
animales, los mismos que eran utilizados en las labores agrícolas; estos constituían la pecu­
nia; asimismo se utilizaba el metal informe, llamado aes rude, aes signatum. En ambos casos
eran bienes susceptibles de intercambio y préstamo, adecuados para constituir unidades de
medida y de valor económico. La pecunia comienza así a adquirir su sentido de dinero que
dará lugar a la economía monetaria y a la obligación pecuniaria(6).

Algunos estudiosos del Derecho como Wayar(7)8,Planiol®, Lafaille(9), Planiol y Ripert(10)1,


Bonnecasse(11), Mazeaud(12), Gasca(13), Colín y Capitant(14), León Barandiarán(15), relacionan el

En sentido similar al Código de la República China se manifiesta en el de Etiopía, en cuyo artículo 2408, apartado
2, se lee: “El permutante que debe, en virtud del contrato de permuta, pagar una compensación en dinero queda
sujeto, en lo que concierne al pago de esta, a las obligaciones propias del comprador”. Cabe también mencionar que
en el antiguo Código portugués, donde manteniendo con mayor precisión el criterio de la unidad contractual, en
atención al valor de la soulte, en su artículo 420 disponía que “habrá venta o permuta según que la suma entregada
sea o no superior al valor de la cosa transmitida” (BADENES GASSET, Ramón. El contrato de compraventa. Bosch,
Barcelona, 1979, pp. 231 y 232).
(6) FERNADEZ DE BU JA N , Antonio. El precio como elemento comercial en la compraventa romana. Editorial Reus, Ma­
drid, 1993, pp. 49 y 50 (ver sobre el tema: W ILL, E. “De L’aspect éthique des origines greckers de la monnaie”.
En: Revue Historique, 212, 1954, pp. 209-231; AUSTIN, M. y VIDAL’NAQUET, R Economies et societes en Gr ce
ándeme. París, 1972, p. 250; PIZZAMIGLIO. Storia della moneta romana. Roma, 1867, p. 459; PARETI. Storia di
Roma e del mondo romano, I. Turin, 1962, pp. 644 y 328; ROMANO, Rugero. “Fundamentos del sistema económico
colonial”. En: Consideraciones. Siete estudios de Historia. Fomciencias, Lima, pp. 23-66; ASSAD O URIAN , Carlos.
El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio económico. IEP. Lima, 1982; H ARRIS, Olivia;
LARSON, Brooke y TA ND ETER, Enrique. L a participación indígena en los mercados surandinos. Estrategias y repro­
ducción social. Ceres, La Paz, 1987, pp. 65-110; MACERA, Pablo. “El feudalismo colonial americano”. En: Trabajos
de Historia. Tomo I, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1977; GLAVE, Luis Miguel. Trajinantes.
Caminos indígenas en la sociedad colonial. Siglo XVI/XVI1. Primera parte. Instituto de Apoyo Agrario, Lima, 1989;
M URRA, John. Formaciones económicas y políticas del mundo andino. IEP, Lima, 1975; MAYER, Enrique. “Los tribu­
tos del hogar. Economía doméstica y la encomienda en el Perú colonial”. En: Revista Andina 4, Año 2, N ° 2, 1984,
pp. 557-590.
(7) WAYAR, Ernesto. Compraventa y permuta. Editorial Astrea, Buenos Aires, 1984, p. 249.
(8) PLANIOL, Marcel. Traite elémentari de Droit Civil. Livrairie Genérale de Droit et de Jurisprudence, París,
p. 468.
(9) LAFAILLE, Héctor. Curso de contratos. Tomo II, Buenos Aires, p. 64.
(10) PLANIOL, Marcel y RIPERT, Georges. Traitepratique de Droit Civilfrancais. Tomo X , Livrairie Genérale de Droit
et de Jurisprudence, París, p. 28.
(11) BO N NECASSE, Julien. Elementos de Derecho Civil. Tomo II, París, p. 529.
(12) MAZEAUD, Henry, León y Jean. Tratado de Derecho Civil. Parte III, Volumen III, p. 138.
(13) Citado por WAYAR, Ernesto. Ob. cit., p. 248.
(14) Citado por BADENÉS GASSET, Ramón. Ob. cit., p. 153.
(15) LEON BA RA N D IA R A N , José. Contratos en el Derecho Civil peruano. Tomo I. Universidad Nacional Mayor de San
Marcos. Lima, p. 16.
COMPRAVENTA ART. 1531

precio inmediatamente con el dinero. Pero otros como Rezzónico(16), Rubino(17), Laurent(18),
la Real Academia de Lengua Española(19)20,Sánchez Román{20), en algunos casos, lo relacionan
con el valor pecuniario, definición que por cierto se acercaría más a su verdadero significado.

No obstante, cabe aclarar que el dinero es, simplemente, una de las formas que el hom­
bre ha inventado para reducir los costos de transacción, para hacer más rápidas y eficien­
tes sus transferencias, pues, como vimos, en la antigüedad el uso de bienes como medio de
pago, poco a poco, fue resultando menos adecuado. Así, la permuta, que sirvió como medio
de intercambio, en su real sentido, fue desapareciendo. La valorización absolutamente subje­
tiva que las partes hacían de sus prestaciones en el contrato de permuta tuvo que dejar paso a
su sucesora: la compraventa. El precio, entonces, no es igual al dinero. El dinero es tan solo
una de las formas como se ve representado, el cual es visto como uno de los medios más úti­
les para minimizar los costos de transacción y maximizar los beneficios que provienen del
intercambio de bienes(21).

A este respecto, resulta fundamental comprender la distinción entre valor de uso y valor
de cambio, para ver la manera cómo se llegan a establecer los precios. Este problema fue plan­
teado por primera vez por el padre de la Economía, Adam Smith, a través de “la paradoja del
agua y el diamante”. Dicho economista indicaba que nada es más útil que el agua, pero que
con ella difícilmente podría comprarse algo, o muy pocas cosas podrían intercambiarse con
ella. Por el contrario, un diamante con dificultad posee un valor de uso, pero frecuentemente
puede intercambiarse con él una gran cantidad de bienes. Los teóricos clásicos no pudieron
resolver este dilema porque pensaban en términos de la utilidad total que el agua y los dia­
mantes proporcionaban a los consumidores y no comprendían la importancia de la utilidad
marginal. Los economistas marginalistas, en cambio, propusieron que no es la utilidad total
de un bien la que ayuda a averiguar su valor de cambio, sino la utilidad de la última unidad
consumida. Así, por ejemplo, el agua es ciertamente útil, necesaria para la vida, pero como es
relativamente abundante, el consumo de un vaso más irá disminuyendo hasta tener un valor
relativamente bajo. Los marginalistas redefinieron el concepto de valor de uso sustituyendo
la idea de la utilidad total por la idea de utilidad marginal o adicional, es decir, la utilidad de
una unidad adicional de un bien(22).

El intercambio es una actividad económica dirigida a obtener el máximo beneficio con


los medios disponibles y se debe, simplemente, a la existencia de diferencias en las valuacio­
nes subjetivas que de los mismos bienes hacen los individuos. El intercambio solo podrá tener
lugar cuando sea ventajoso para las dos partes, cuando cada cual obtenga subjetivamente
más de lo que da. Así, por ejemplo: si “A” da a una unidad de “X ” mayor valor que a una de
“Y”, y “B” da a una unidad de “Y” mayor valor que a una de “X ”, entonces será posible el
intercambio. Por ello, el primer intercambio de una porción de “X ” por una porción de “Y”

(16) REZZÓNICO, Luis María. Estudio de los contratos en nuestro Derecho Civil. Tomo I, p. 153.
(17) Citado por BADENES GASSET, Ramón. Ob. cit., p. 188.
(18) LAURENT, F. Principes de Droit Civilfrancais. Tomo XX V , p. 76.
(19) REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Diccionario de la Lengua Española. Tomo II, p. 1095.
(20) SÁ NCH EZ ROMÁN, Felipe. Estudios de Derecho Civil. Tomo IV, p. 557.
(21) Al respecto precisaremos que el dinero es una creación abstracta y artificial que el hombre ha encontrado para
que le sirva como unidad de medida en el intercambio de las cosas, como unidad de valor a lo que todo se reduce.
Ahora bien, la moneda será, entonces, el sustrato material y corpóreo de ese concepto abstracto que es el dinero; la
moneda es la apariencia, el dinero es la realidad sustancial; el valor de la moneda está dado por lo que representa
(FERNADEZ DE BU JA N , Antonio. Ob. cit., p. 49).
(22) Que tiene entre sus más importantes representantes a los marginalistas: Gossen, Jevons, Menger y Walras. 23
ART. 1531 CONTRATOS NOMINADOS

es muy ventajoso para ambas partes. El segundo intercambio ya lo será menos, puesto que
ambas partes le atribuirán un menor valor a lo que reciben y algo más a lo que dan. La rela­
ción entre los valores subjetivos de las mercancías para cada individuo se modificará hasta
que sea igual para ambos. En este punto cesará el intercambio puesto que no habrá incen­
tivo para continuarlo(23).

El precio, entonces, revela las valorizaciones subjetivas de las partes contratantes. Si


alguien pagó un precio por algo es porque lo valoriza en más de lo que pagó y si alguien
estuvo dispuesto a venderlo es porque lo valoriza en menos del precio pactado.

En un mercado imaginario, por ejemplo, donde existen tres compradores que desean una
misma silla de distinta manera: “C l” la valora en $10.00, “C2” en $15.00 y “C3” en $20.00;
y el vendedor “V I” la valora en $15.00. Conforme a las reglas de la economía de mercado,
“V I” no transferiría su silla a favor de “C l”, pues perdería $5.00, tampoco lo haría a favor de
“C2”, ya que “V I” valora su bien en $15.00 y le daría lo mismo tener la silla o $15.00, por lo
que si se le ofrece esa suma, al no obtener ninguna ganancia, no incurriría en la molestia de
efectuar el cambio. Solo si el precio es superior a $15.00 hay un vendedor y un comprador.
En nuestro ejemplo, la única posibilidad que resulta beneficiosa para “V I” es la que le ofrece
“C3”, por lo que el precio se fijará en algún punto entre el límite superior marcado por el
comprador efectivo (“C3”) y el límite superior marcado por el vendedor efectivo (“V l”)(24).

De esta manera, podemos explicar la razón por la cual un mismo bien puede llegar a
tener distintos precios o valores de intercambio, sin que ello signifique negar su valor de uso.
Las personas son las que determinan el precio de cada una de sus transacciones de manera
absolutamente subjetiva. Al respecto debemos recordar que según el principio del costo-
beneficio, cada persona buscará realizar una actividad si y solo si los beneficios que espera
son superiores a sus sacrificios; no obstante, dichos beneficios tenderán a ser decrecientes a
medida que se obtenga una unidad más de la misma cosa(25). Asimismo, en cuanto al prin­
cipio del costo de oportunidad, que consiste en optar por una alternativa sacrificando varias
opciones, nuestro costo de oportunidad viene a estar dado por la mejor de las opciones que
dejamos de lado por obtener lo que buscamos(26).

(23) A este respecto cabe precisar que Adam Smith había exhumado de la literatura anterior la vieja paradoja del
diamante-agua: los diamantes tienen un precio elevado pero son de poca utilidad; en tanto que el agua tiene un
precio bajo, pero tiene una gran utilidad. Los teóricos clásicos no pudieron resolver esta paradoja porque pensaban
en términos de la utilidad total que el agua y los diamantes proporcionaban a los consumidores y no comprendían
la importancia de la utilidad marginal (ROLL, Eric. Historia de las doctrinas económicas. Tomo 1, Fondo de Cultura
Económica, México D.F., 1942, p. 357).
(24) Ver BEN EGAS LYNCH , Alberto. Fundamentos del análisis económico. Diana, México D.F., 1978, pp. 21-112.
(25) Así, por ejemplo, en el caso de que estemos sentados cómodamente escuchando un disco antiguo cuando nos da­
mos cuenta de que las canciones que vienen no son de nuestro agrado, es en ese momento en que decidiremos entre
levantarnos y saltar esas canciones o quedarnos quietos. El beneficio será evitar esas canciones que no nos gustan y
el costo será la molestia de levantarnos de la silla. Si estamos cómodos y la música no es muy molesta probablemen­
te no nos levantemos, pero si es muy molesta seguramente sí lo haremos. Según los economistas, aun en decisiones
muy sencillas como estas, es posible expresar los costos y beneficios relevantes en términos monetarios. Entonces,
si consideráramos el costo de levantarnos de la silla, encontraríamos que si a una persona de clase media le ofrecen
un céntimo de sol por levantarse probablemente no lo aceptaría, pero si le ofrecen cien soles seguramente lo haría
de inmediato. Aunque, evidentemente, habrá un precio mínimo por el cual estaríamos dispuestos a levantarnos de
la silla (FRA N K , Robert H. Microeconomía y conducta. Mac Graw-Hill. Madrid, 1992, pp. 5 y 6).
(26) Así, por ejemplo, si una persona nos pregunta cuánto cuesta ir al cine, no podríamos darle una respuesta completa,
pues en primer lugar, el coste no es tanto la “x” cantidad de dinero que tenemos que pagar por la entrada al cine,
sino las otras cosas que podríamos comprar con dicha cantidad. Por otra parte, nuestro tiempo es un recurso escaso
que debe figurar en dicho cálculo. Tanto el dinero como el tiempo representan oportunidades perdidas por ir al
24 cine o lo que los economistas denominan “coste de oportunidad”. Destinar un recurso a un fin significa no poder
COMPRAVENTA ART. 1531

Sobre el particular, cabe resaltar que la racionalidad de los agentes que interactúan en el
mercado constituye un problema fundamental de la teoría económica. No existe un modelo
de racionalidad aplicable a todas las personas, cada cual actúa de acuerdo a distintas motiva­
ciones que escapan a una regla general. No es posible, entonces, establecer un criterio obje­
tivo para determinar quién es irracional o racional a la hora de tomar decisiones económicas,
pues la mayor parte de las veces, por las deficiencias del mercado, como es la falta de infor­
mación, decidimos de manera intuitiva(27).

Contrariamente a ello, al parecer nuestro codificador considera que la valorización sub­


jetiva que realizan las potenciales partes de un contrato sobre sus prestaciones, debe conver­
tirse en objetiva al ser revalorada por el ordenamiento en función del interés económico-
social, utilizando supuestamente las reglas de mercado; lo que no resultaría ser lo más ade­
cuado teniendo en cuenta que el llamado “precio de mercado” es un precio más al que algunos
compran y al que algunos venden, no significando ningún valor óptimo ni eficiente que
pueda representar el parámetro ideal que el ordenamiento busca para regir nuestros intereses
al momento de interactuar en el mercado de bienes y servicios.

Por otro lado, tenemos que el artículo 1531 del Código Civil implica el análisis de dos
instituciones jurídicas de suma importancia, como son la compraventa y la permuta. Acerca
de esta última, la tendencia en la doctrina mayoritaria se ha inclinado a considerarla como
una doble venta. En cambio, el otro sector doctrinario se inclina a defender la autonomía
de la permuta como un contrato distinto a la compraventa. Dentro de esta tendencia están
quienes diferencian dichos contratos por la manera cómo las partes contratantes valoran los
bienes que intercambian. Así, consideran que la permuta “simple” es aquella en que las par­
tes contratantes no valoran los bienes que intercambian, lo que parecería más una donación
mutua. En tanto que, en la permuta “estimatoria”, sí lo harían, pero de manera absoluta­
mente subjetiva tratando de que sean equivalentes. Esta última es la que se asemejaría más
a la compraventa, con la diferencia de que en este contrato las partes valoran los bienes que
intercambian pero de acuerdo a su valor “real”, valor “venta” o valor de “mercado”. Esta sería
la explicación del por qué a menudo en la permuta “estimatoria” se intercambian bienes sin
realizarse ninguna compensación dineraria. Pero en el caso de que esta existiera, además de
que su establecimiento deba ser convenido voluntariamente por las partes, será preciso que
los contratantes hayan inicialmente asignado un determinado valor a los diferentes bienes
objeto del intercambio, con la salvedad de que dicha valoración sería puramente subjetiva y
su resultado no ha de ser precisamente el que tengan tales bienes en el mercado ordinario,
como sí sucedería, según esta posición, en el caso de la compraventa.

destinarlo a otro, por lo tanto, cuando pensamos destinar un recurso cualquiera a un fin, debemos considerar
el siguiente mejor uso que hubiéramos podido darle. Este siguiente mejor uso es la medida formal del costo de
oportunidad (PINDYCK, Robert S. y RUBINFELD, Daniel L. Microeconomía. 4a edición, Prentice Hall. Madrid,
1998, p. 56).
(27) Así, por ejemplo, Herbert Simón fue el primero en decir que los seres humanos son incapaces de comportarse
como los seres racionales que describen los modelos convencionales de la elección racional. Como pionero de la
inteligencia artificial llega a esta conclusión justamente cuando trataba de enseñar a una computadora a razonar
un problema. Simón descubre que cuando nos encontramos ante un enigma raras veces llegamos a una solución
clara y lineal, más bien buscamos de una manera casual hechos e información potencialmente relevantes y normal­
mente desistimos cuando logramos un umbral que supuestamente resuelve el problema, por lo que las conclusiones
generalmente son incoherentes e incluso incorrectas. Pese a ello, las soluciones a las que arribamos nos son útiles
aunque imperfectas. En palabras de Simón, somos “satisfacedores”, no maximizadores (FERN AN DEZ BACA,
José. Microeconomía: teoría y aplicaciones. Vol. I, Universidad del Pacífico, Lima, 2000, pp. 259 y 260). 25
ART. 1531 CONTRATOS NOMINADOS

Por nuestra parte, si bien estamos de acuerdo con la posición doctrinaria que ha inten­
tado defender la autonomía de la permuta, no lo estamos en la manera en que se ha intentado
diferenciar el contrato de permuta del contrato de compraventa, utilizando una concepción
equivocada de la teoría del valor.
Efectivamente, la equivocada teoría del valor que defiende el sector jurídico mayorita-
rio ha servido también para distinguir entre la llamada permuta “estimatoria” y la compra­
venta, arguyendo que, en la primera, las partes contratantes valoran los bienes que intercam­
bian de manera absolutamente subjetiva y, en la segunda, de manera objetiva. Sin embargo,
más adelante hemos demostrado que el precio o valor de cambio obedece a una apreciación
absolutamente subjetiva de las partes contratantes y no a una apreciación objetiva como la
abrumadora mayoría de la doctrina jurídica consultada considera que ocurre en el contrato
de compraventa; por lo que dicho argumento no puede ser utilizado para diferenciar estos
contratos, pues en ambos casos las partes contratantes valoran los bienes que intercambian
de manera absolutamente subjetiva.
De acuerdo a este planteamiento, en el supuesto del “precio mixto” consagrado en el
artículo 1531 del Código Civil, resulta muy difícil distinguir cuándo estamos ante una per­
muta “estimatoria”, donde las partes valoran subjetivamente los bienes que intercambian; o
cuándo estamos ante una compraventa, donde supuestamente los bienes se valoran objetiva­
mente. Según esta postura doctrinaria debería primar el criterio subjetivo, es decir, para dis­
tinguir entre uno u otro contrato habría que tomar en cuenta la voluntad de las partes con­
tratantes. Sin embargo, al no ser suficiente la denominación que estas le hayan dado al con­
trato para poder verificar cuál ha sido su intención manifiesta, habría que revisar el contrato
en su integridad(28).
Tal vez esta sea una de las razones del por qué el sector jurídico mayoritario se ha incli­
nado a asimilar a la permuta como una doble venta con precios compensados y que, en el
caso del “precio mixto”, haya primado el criterio objetivo, es decir, se haya considerado que
estamos ante una compraventa o una permuta, según sea mayor el valor del dinero o del bien,
respectivamente, independientemente de la voluntad de las partes contratantes, resultando
el gran tema de discusión cómo se debería calificar el contrato cuando el valor del bien y del
dinero sean iguales.

Sin embargo, nosotros pensamos que la permuta o trueque es un contrato mucho más
complejo de lo que ha considerado la doctrina jurídica en general. A través de su análisis
podemos constatar que es un contrato vigente en muchos lugares del Perú y del resto del
mundo, y que la compraventa es una de sus tantas variantes, tal como lo ha sustentado un
sector de la doctrina jurídica.
Así pues, tan solo en lo que respecta a la manera cómo las partes contratantes valoran
los bienes que intercambian, no obstante obedecer a una apreciación absolutamente subje­
tiva, existen muchos matices que irán variando según el contexto en el cual se realicen, per­
mitiéndonos identificar cuándo estamos ante un caso de trueque directo, trueque indirecto
o una compraventa, por citar los casos más genéricos.

(28) Ver ARIAS SCH REIBER PEZET, Max. Exégesis del Código Civil peruano de 1984. Tomo II, Gaceta Jurídica, Lima,
2000, pp. 38-40; y CASTILLO FREYRE, Mario. El precio en el contrato de compraventa y el contrato de permuta. Bi­
blioteca para leer el Código Civil. Vol. XIV, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima,
26 1993, pp. 91 y 92.
COMPRAVENTA ART. 1531

Si bien ha quedado descartada la suposición de quienes afirmaban que la diferencia entre


la compraventa y la permuta está en la manera cómo las partes contratantes valoran los bienes
que intercambian, tampoco podemos estar de acuerdo con quienes suponen que la diferencia
más importante entre ambos contratos está en que en la permuta hay un intercambio de un
bien por otro bien y en la compraventa un intercambio de un bien por dinero.

Efectivamente, en la realidad de los hechos se pueden identificar básicamente dos tipos


de permuta o trueque: el trueque directo y el trueque indirecto. En el primero, las partes
contratantes intercambian sus bienes directamente, en tanto que, en el segundo, las partes
intercambian sus bienes utilizando un tercer bien como medio de cambio y como unidad
de valor o cuenta. Dentro de esta clasificación, encontramos que la compraventa es tan
solo una especie del trueque indirecto en que las partes contratantes valoran los bienes que
intercambian a través de un medio de cambio generalizado como es el dinero.

Sin embargo, el problema no se reduce a esta simple categorización, pues existirían


muchos elementos que dificultarían su identificación, tal como sucedería si tomáramos en
consideración el contexto en el cual se realizan dichos intercambios.

A fin de entender mejor nuestro parecer, plantearemos algunos ejemplos acerca de las
permutas o trueques que, al realizarse en distintos contextos, complican su categorización.

Así, por ejemplo, si hiciéramos un intercambio de bienes en una economía de mercado,


donde se utiliza el dinero como medio de intercambio y como unidad de valor o cuenta,
entonces las partes contratantes seguramente valorarían los bienes que intercambian utili­
zando el dinero como unidad de valor o cuenta.

Si, por el contrario, hiciéramos el mismo intercambio en una economía de subsisten­


cia, donde no se utiliza el dinero como medio de cambio ni como unidad de valor o cuenta,
entonces sucedería que las partes contratantes seguramente no tendrían ningún medio de
cambio que les sirviera como unidad de valor o cuenta para valorar los bienes que intercam­
bian, por lo que se dejarían guiar por su simple percepción.

En este ejemplo podemos observar que un mismo intercambio directo de bienes, es decir,
un trueque directo, en distintos contextos haría variar nuestra percepción de si estamos ante
un contrato de compraventa o de permuta. Justamente, bajo la concepción jurídica de quie­
nes consideran que la permuta es un intercambio de un bien por otro bien, no habría duda
de que estamos ante un contrato de permuta en ambos casos.

En ese orden de ideas, la concepción doctrinaria de quienes defienden el criterio objetivo


para determinar la calificación del contrato en el caso del “precio mixto” no podría ser apli­
cada en el primer caso de nuestro ejemplo, pues es evidente que las partes contratantes que
realizan un trueque directo en el contexto de una economía de subsistencia no utilizarían el
dinero como medio de cambio ni como unidad de valor o cuenta.

Pero el mundo económico es mucho más complejo que esta división entre economía
de mercado y de subsistencia(29), pues la realidad presenta una serie de matices que hará más
complicada esta identificación. Esta complejidad ocurrirá no solo en los casos de trueques
directos sino, más aún, cuando se realicen trueques indirectos.

(29) Ver HEILBRONER, Robert y MILBERG, William. La evolución de la sociedad económica. 10a edición, Prentice Hall,
México D.F., 1999. 27
ART. 1531 CONTRATOS NOMINADOS

En este punto, con el fin de entender mejor nuestro parecer, nos ubicaremos en un con­
texto económico donde se realizan trueques indirectos y donde se utilizan muchos bienes
como medios de cambio.

Así, por ejemplo, imaginemos el caso de un productor de “pimienta” del pueblo “Moderno”
donde se utiliza el “dinero” como medio de cambio, que llega al pueblo “Tradicional” donde
se utiliza la “sal” como medio de tcambio. El se propone intercambiar una cantidad de su
producto por una cantidad de “maíz”. Cuando finalmente encuentra al productor de “maíz”
del pueblo “Tradicional”, este accede a efectuar dicho intercambio pero con la condición de
que, además de recibir una cantidad de la “pimienta” que le ofrece el productor del pueblo
“Moderno”, obtenga también una cantidad de “dinero” que posteriormente utilizará para
adquirir algunos productos que se cultivan en el pueblo “Moderno”, donde solo se acepta el
dinero como medio de cambio. Finalmente, el deseado intercambio se realiza en estos térmi­
nos: el productor del pueblo “Tradicional” recibe una cantidad de “pimienta” y una cantidad
de “dinero”, y el productor del pueblo “Moderno” recibe una cantidad de “maíz”.

Ahora, si quisiéramos complicar aún más nuestro ejemplo, podríamos imaginar que el
poblador del pueblo “Tradicional” se anima también a viajar al pueblo “Mundano”, donde
se utilizan las “perlas” como medio de cambio. De esta manera, luego de efectuar muchos
intercambios y obtener la mayoría de los productos que necesitaba para su familia, le quedan
unas cuantas “perlas” que había obtenido para dichos intercambios. El se dispone a efectuar
el último intercambio, pues desea obtener una cantidad de “manzanas” que su esposa le ha
encargado con mucha insistencia. Entonces, cuando por fin encuentra al productor de “man­
zanas” del pueblo “Mundano”, el poblador del pueblo “Tradicional" le ofrece a cambio de sus
“manzanas” las últimas “perlas” que le quedaban y el resto de “maíz” que había traído para
intercambiar. Con mucha suerte el productor del pueblo “Mundano” accede a este ofreci­
miento, pues en ese momento necesitaba una cantidad de “maíz” para su cocina y las “per­
las” que recibiría le servirían luego para obtener los productos que le faltaban. Entonces, al
final, el productor del pueblo “Tradicional” recibe la cantidad de “manzanas” que necesitaba,
y el productor del pueblo “Mundano” la cantidad de “maíz” que requería junto con las “per­
las” que luego utilizaría como medio de cambio para obtener los productos que le faltaban.

En este ejemplo encontramos tres productores pertenecientes a pueblos distintos que


tienen sus propios medios de intercambio, y donde cada cual se empeña en adecuarse a las
circunstancias, con el fin de satisfacer de la mejor manera posible todas sus necesidades. Pero
lo interesante de este ejemplo es que nos permite apreciar lo limitada que resulta la defini­
ción jurídica del contrato de compraventa y la permuta en un contexto parecido al planteado.

Efectivamente, en el primer caso de nuestro ejemplo, donde el productor del pueblo


“Tradicional” recibe una cantidad de “pimienta” y una cantidad de “dinero”, y el productor
del pueblo “Moderno” recibe una cantidad de “maíz”, algunos podrían decir que estamos
frente a un caso de “precio mixto”; sin embargo, no estaríamos considerando el contexto en
el cual se realiza dicha transacción, pues si recordamos que el lugar donde se efectúa dicho
intercambio es en el pueblo “Tradicional”, donde el medio de cambio utilizado es la “sal” y
no el “dinero”, entonces tenemos que el dinero en ningún momento fue utilizado ni como
medio de cambio ni como unidad de valor o cuenta, tal como sucedería en el caso de la com­
praventa, o como una unidad de valor o cuenta, en el caso de una permuta, tal como han
sido definidos dichos contratos por la doctrina jurídica mayoritaria y por nuestro codificador.

En el segundo caso de nuestro ejemplo se realiza un intercambio entre el productor


28 del pueblo “Tradicional”, que recibe una cantidad de “manzanas”, y el productor del pueblo
COMPRAVENTA ART. 1531

“Mundano”, que recibe una cantidad de “maíz”, además de otro tanto de “perlas” que en
dicho lugar son utilizadas como medio de cambio. Entonces, de acuerdo a la manera como
ha sido definido el contrato de permuta por la doctrina jurídica mayoritaria y nuestro codi­
ficador, este sería un contrato de permuta sin duda alguna. Sin embargo, resultaría prácti­
camente imposible saber cuál fue el valor en “dinero” al que se intercambiaron dichos pro­
ductos, pues el dinero en ningún momento fue utilizado como medio de cambio ni como
unidad de valor o cuenta, ya que en el pueblo “Mundano”, donde se realizó el intercambio,
fueron las “perlas” las que desempeñaron dichas funciones.

Y así, podríamos seguir complicando e imaginándonos muchos casos más en que se hace
evidente el alejamiento de la doctrina jurídica del estudio de la teoría del valor y su íntima
relación con los contratos de compraventa y permuta.

Tal como hemos visto, la calificación que propone el artículo 1531 del Código Civil es
el resultado de la manera cómo se han definido y distinguido los contratos de compraventa
y permuta.

Pero el objetivo de este análisis no es discutir la complejidad que encierra cada una de
estas formas contractuales, sino poner en evidencia el alejamiento de la doctrina jurídica de
muchos de los avances que ha experimentado la doctrina económica en lo que se refiere a la
teoría del valor y de los aún escasos pero, a la vez importantes, estudios que se han realizado
en los últimos tiempos acerca del contrato de permuta o trueque desde distintos puntos de
vista, que nos ayudarían a mejorar muchas de las concepciones que han primado hasta la
actualidad y entre las cuales estaría la del “precio mixto”, consagrado en el artículo 1531 del
Código Civil.

Nosotros no pretendemos que se realice una reforma de todos los artículos pertinen­
tes al contrato de compraventa y permuta o trueque, sino tan solo hemos querido demos­
trar que la solución que propone el artículo 1531 tiene su fundamento en la manera cómo
se han definido y diferenciado dichos contratos, lo cual pone en evidencia la gran variedad
de dudas y problemas que surgen de la manera cómo la doctrina jurídica ha tratado el tema
del “precio mixto”(30).

Visto así el tema, pensamos que tanto el supuesto del “precio mixto” como la definición
de lo que es el contrato de compraventa, que ha regulado nuestro codificador, son variantes
del contrato de permuta o trueque.

En ese orden de ideas, acerca de la primera parte del artículo 1531 del Código Civil,
donde ha primado el criterio subjetivo que ha propuesto la doctrina jurídica minoritaria, es

(30) Así, por ejemplo, en una economía de mercado, donde se utiliza el dinero como medio de cambio y como unidad
de valor o cuenta, las partes contratantes valoran los bienes que intercambian de manera absolutamente subjetiva,
utilizando el dinero como medio de cambio y como unidad de cuenta. Ello quiere decir que, en este contexto
económico, las partes contratantes podrían intercambiar sus bienes ya sea utilizando el dinero como medio de
cambio, es decir, como una especie de trueque indirecto o podrían intercambiar sus bienes directamente como una '
especie de trueque directo, pero en el que se utiliza el dinero como unidad de cuenta. El problema surge cuando se
pretende aplicar el mismo procedimiento para regular todos aquellos tipos de trueque directo y trueque indirecto
que se realizan en muchos lugares del Perú y del resto del mundo, donde el dinero no se utiliza ni como medio de
cambio ni como unidad de valor o cuenta. Este es el verdadero problema que queda sin resolver y que debería ser
estudiado a fin de responder a las necesidades de un gran sector de nuestra población que nadie se ha ocupado en
atender y que constituye la realidad, también, de la mayoría de países del resto del mundo que no han alcanzado
los estándares de los países más desarrollados. 29
ART. 1531 CONTRATOS NOMINADOS

decir, cuando la intención de las partes consta en forma manifiesta, esta circunstancia es la
que debería determinar si se trata o no de un contrato de permuta o compraventa, al mar­
gen de la denominación que se le haya dado al negocio, pensamos que se trata de una defini­
ción sumamente confusa, cuyos fundamentos no guardan ninguna relación con la realidad.

Con respecto a la segunda parte de dicho artículo, que responde al criterio objetivo
que defiende la doctrina mayoritaria, es decir, cuando no conste la intención de las partes
en forma manifiesta, la calificación del contrato queda a la valoración comparativa entre las
prestaciones, pudiendo ser de permuta cuando el valor del bien resulte equivalente o mayor
al valor de la prestación dinerada; y de compraventa cuando el valor del bien resulte menor
al de las prestaciones en dinero, pensamos que tampoco es una solución adecuada porque,
entre otras cosas, se está reduciendo el contrato de permuta o trueque a una doble venta con
precios compensados.

Finalmente, queremos indicar que nuestro análisis se ha limitado a un asunto puntual,


pero a la vez fundamental, que ha revelado toda una serie de problemas que se pueden des­
entrañar del análisis del artículo precitado, el cual, tal como había sido analizado por la doc­
trina jurídica tradicional, aparecía como un asunto netamente teórico y tal vez sin importan­
cia. Pero que, como hemos visto, resulta vital para resolver muchos de los problemas existentes
hoy en día, ya que se convierte en el punto de partida para entender mejor muchas de nuestras
instituciones jurídicas que han ido evolucionando con el transcurrir de los tiempos y que, con
los avances experimentados en distintas áreas en el estudio de la sociedad, hoy podemos estu­
diarlas desde nuevos puntos de vista que resultan mucho más coherentes, que reflejan mejor
la realidad en que vivimos y que, por ende, hacen más eficiente también nuestro Derecho.

D O C T R IN A
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30 tale de D roit et de Jurisprudence, París; P L A N IO L , M arcel y R IP E R T , G eorges. Traité pratique de D roit Civil
COMPRAVENTA ART. 1531

francais. Tom o X . Livrairie Genérale de D roit et de Jurisprudence, París; P U IG P E Ñ A , Federico. T ratado de


Derecho Civil español. Revista de D erecho Privado. M adrid, 1974; R E A L A C A D E M IA E SP A Ñ O L A . D iccio­
nario de la Len gu a E spañola. Tom o II; R E Z Z O N IC O , Luis M aría. E studio de los contratos en nuestro D ere­
cho Civil. Tom o I; R IP E R T , G eorges y B O U L A N G E R , Je a n . T ratado de D erecho Civil. L a Ley. Buenos Aires,
1967; R O LL, Eric. H istoria de las doctrinas económicas. Tom o 1. Fondo de C ultura Económica. M éxico D.F.,
1942; R O M A N O , Rugero. Fundam entos del sistem a económico colonial. En: Consideraciones. Siete estudios
de H istoria. Fom ciencias. L im a; S Á N C H E Z R O M Á N , Felipe. Estudios de D erecho Civil. Tom o IV; W AYAR,
Ernesto. C om praventa y perm uta. Editorial A strea. Buenos A ires, 1984; W IL L , E. D e L’aspect éthique des
origines greckers de la monnaie. En: Revue historique, 212, 1954.

31
CAPÍTULO SEGUNDO
El bien materia de la venta

B ie n e s q u e p u e d e n ser o b je to de co m p rav e n ta
Artículo 1532.- Pueden venderse los bienes existentes o que puedan existir, siempre que
sean determinados o susceptibles de determinación y cuya enajenación no esté prohibida
por la ley.

Concordancias:
C. art. 2 inc. 14); C.C. arts. V, 6, 219 inc. 4), 312, 440, 481, 488, 1142, 1143, 11 4 6 ,1 1 4 7 , 1403, 1403, 1406, 1409

M a n u el M u r o R o jo

1. Bienes susceptibles de com praventa


El bien lo mismo que el precio, constituyen los elementos esenciales de carácter particu­
lar propios del negocio jurídico conocido como compraventa. Para que haya tal negocio es
imprescindible que exista (o que pueda existir) un bien cuya propiedad sea transferida y un
precio en dinero que se paga por él; tal como se expresa en la fórmula legal de este tipo con­
tractual, contenida en el artículo 1529 del Código Civil.

Respecto del bien, conforme se observa del artículo 1532 que complementa al 1529,
deben presentarse concurrentemente los requisitos legales que en dicha norma se mencio­
nan. Sin embargo, cabe señalar que además de aquellos deben tenerse presente ciertos pre­
supuestos y caracteres correspondientes al bien que fluyen de otras disposiciones del mismo
Código y de la doctrina jurídica.

En principio hay que atender al concepto “bien” que se utiliza desde el artículo 1529
definitorio de la compraventa y que se repite a lo largo del articulado relativo a este contrato
-y en realidad en el articulado de casi todos los tipos contractuales legislados en el Código
Civil- para advertir que, de acuerdo al parecer unánime de la doctrina, el referido concepto
comprende tanto a las cosas materiales como a los derechos, o dicho de otro modo, a los bie­
nes corporales y a los bienes incorporales.

En tal sentido, y a diferencia de lo que ocurría en el régimen del Código de 1936 ati­
nente a este contrato, en cuyo artículo 1383 se empleaba el término “cosa”, en el sistema
actual y de acuerdo con lo expresado en el artículo 1529 y siguientes, por la compraventa se
puede transmitir, en línea de principio, la propiedad de cosas (bienes corporales) y también
de derechos (bienes incorporales).

Acerca de los bienes corporales, pueden ser materia de compraventa las cosas muebles
y las cosas inmuebles, en su definición clásica y tomando con cautela la clasificación que se
hace en los artículos 885 y 886 del Código Civil para efectos reales. Respecto de los bienes
incorporales (derechos) el tema no fluye con la misma claridad, pues considerando que los
derechos a su vez se clasifican en reales y personales, se plantea cómo es que podría transfe­
rirse por compraventa un derecho real distinto al de propiedad, como podría ser, por ejem­
plo, el de usufructo, el de uso o el de habitación.

32
COMPRAVENTA ART. 1532

A este particular se refiere con maestría De la Puente y Lavalle, cuando explica los
antecedentes del artículo 1529 vigente, en el sentido de que la clasificación antes aludida ha
pasado desapercibida, por lo que la doctrina en general (salvo la opinión de Albaladejo) no
se cuestiona si el bien materia de la venta es la cosa o el derecho sobre la misma. Según Alba­
ladejo, a quien De la Puente cita, “se podría decir que la compraventa lo es siempre de dere­
chos, ya que cuando se vende una cosa, se trata -a l menos tendencialmente- de transmitir
la propiedad de la misma, es decir, un derecho sobre ella; razón por la que la compraventa
tendería en todo caso -como ya ha puesto de relieve incluso algún Código moderno (el ita­
liano, artículo 1.470)- al cambio de un derecho (de propiedad o de otra clase) por un pre­
cio” (ALBALADEJO, p. 8).

Precisa De la Puente que esta atingencia es pertinente con respecto al Código Civil
peruano, puesto que el artículo 1529 establece que por la compraventa el vendedor se obliga
a transferir la propiedad de un bien, de modo que si el contrato versa sobre un bien corporal
(cosa), en realidad el bien materia de la venta no es la cosa sino el derecho de propiedad sobre
la misma. Tal es la forma como está legislada la compraventa en el Código Civil italiano,
pues según su artículo 1.470 la venta es el contrato que tiene por objeto la transferencia de
la propiedad de una cosa o la transferencia de otro derecho, poniéndose de manifiesto que lo
que se transfiere es el derecho de propiedad, permitiéndose que por la compraventa también
pueda transferirse otro tipo de derecho distinto al de propiedad. En el Derecho nacional, si
bien esta fórmula fue tomada para incorporarse en el artículo 1556 del Proyecto de la Comi­
sión Reformadora, fue finalmente modificada en la versión final del actual artículo 1529 que
propuso y aprobó la Comisión Revisora, la cual al parecer no se percató —dice De la Puente-
que cuando el artículo 1.470 del Código Civil italiano habla de “o la transferencia de otro
derecho” no se está refiriendo a la transferencia de la propiedad de otro derecho sino a la trans­
ferencia de un derecho distinto al de propiedad, como puede ser el usufructo, el derecho de
autor, el derecho de inventor, etc. El autor citado concluye -no obstante y admitiendo que el
Código actual permite la compraventa respecto de cosas y derechos- que ha de entenderse
que cuando se habla de la transferencia de la propiedad de un bien, la ley “se está refiriendo
a la transferencia de la propiedad de una cosa (bien corporal) o [a la transferencia de propie­
dad] de un derecho (bien incorporal), y que cuando [el Código] habla del bien materia de la
venta se está refiriendo al derecho de propiedad sobre una cosa o [al derecho de propiedad]
sobre un derecho (Vid. DE LA PUENTE, pp. 37-38).

Para terminar su explicación, De la Puente agrega que, respecto de la transferencia de


la propiedad de tales bienes y aplicando la teoría del título y del modo que acoge el Dere­
cho peruano, tenemos que en la transferencia por compraventa de cosas muebles el título es
el contrato y el modo es la tradición (entrega); en la transferencia por compraventa de cosas
inmuebles el título es también el contrato y el modo está dado por la aplicación del artículo
949 del Código Civil (la sola obligación de enajenar un inmueble determinado hace al acree­
dor propietario de él); y, finalmente, en el caso de la transferencia de derechos por compra­
venta el título es igualmente el contrato y el modo es la cesión de derechos regulada en el
numeral 1206 del Código actual (Vid. DE LA PUENTE, p. 38).

Por otra parte, y en relación a ciertos presupuestos concernientes al bien materia de la


venta distintos a los requisitos legales que veremos más adelante, León Barandiarán aclara
que la compraventa puede versar sobre un solo bien, mueble o inmueble (o un derecho, agre­
gamos), o sobre varios bienes o universalidad de bienes que se venden en conjunto y, tam­
bién, sobre bienes que son o no de propiedad del vendedor, de ahí que la ley permita la venta
de bienes ajenos.
33
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On Wednesday night, when Catherine went to bed, her reflections were
definitely darker. This was the day she had, at Mrs. Colquhoun’s invitation,
looked in at the Rectory after lunch, bearing with her a message from
Virginia to the effect that she hoped her mother-in-law would come back
with her mother to tea.
Mrs. Colquhoun had refused.
‘No, no, dear Mrs. Cumfrit,’ she had said. ‘We must take care of our
little girl. She mustn’t be overtired. Too many people to pour out for aren’t
at all good for her just now.’
‘But there wouldn’t be anybody but us,’ Catherine had said. ‘And
Virginia says she hasn’t seen you for ages.’
‘Yes. Not since the day you arrived. It does seem a long while to me too,
but believe me it wouldn’t be fair to the child to have all of us there at
once.’
She had then busily talked of other matters, entertaining her visitor with
tales of her simple but full life, explaining how she didn’t know, owing to
never being idle a moment, what loneliness meant, and couldn’t understand
why women should ever want to be anywhere but in their own homes.
‘At our age one wants just one’s own home, doesn’t one, dear Mrs.
Cumfrit. However small it is, however modest, it is home. Don’t you too
feel how, as one gets older, one’s own little daily round, one’s own little
common task, gone cheerfully, done thoroughly, become more and more
satisfying and beautiful?’
Catherine said she did.
Mrs. Colquhoun begged her to take some refreshment after her walk,
declaring that after a certain age it was one’s duty not to overtax the body.
‘We grandmothers——’ she said, smiling.
Catherine endeavoured to respond to Mrs. Colquhoun’s playfulness, by
more on the same lines of her own.
‘Oh, but we mustn’t count our grandchildren before they’re hatched,’ she
had said with answering smiles.
And Mrs. Colquhoun had seemed a little shocked at that. The word
hatched, perhaps ... in connection with Stephen’s child.
‘Dear Mrs. Cumfrit——’ she had murmured, in the tone of one
overlooking a lapse.
But it wasn’t her visit to Mrs. Colquhoun that was making her undress so
thoughtfully on Wednesday night, but the fact, most disagreeable to have to
admit, that she was tired of Stephen. From the beginning of the tête-à-tête
walks she had been afraid that presently she might get a little tired of him,
and now, after the tenth of them, the thing she feared had happened.
This dejected her, for it was her earnest wish not to get tired of Stephen.
He was her Virginia’s loved husband, he was her host; and she wished to
feel nothing towards him but the warmest affectionate interest. If she saw
less of him, she reflected as she slowly, and with the movements of fatigue,
got ready for bed, it would be easier. Wisdom dictated that Stephen should
be eked out; but how could one eke out a host so persistent in doing his
duty? It was difficult. It was very, very difficult.
She sat a long time pensive by the fire, wondering how she was going to
bear any more of these walks to and from church. Good to have a refuge,
but sometimes its price....
And while she was sitting thus, Stephen in their bedroom was saying to
Virginia: ‘I miss our mother.’
‘Which one?’ asked Virginia, not at first quite following.
‘Ours,’ said Stephen. ‘She hasn’t been here since yours arrived. Have
you noticed that, darling?’
‘Indeed I have. And I miss her very much, too. I asked her to come to tea
this afternoon, but she didn’t. The message mother brought back wasn’t
very clear, I thought.’
There was a pause. Then Stephen said: ‘She is full of tact.’
‘Which one?’ asked Virginia again, who felt—and how mournfully—
that he could no longer mean her mother, but tried to hope he did.
‘Ours,’ said Stephen, stroking Virginia’s hair; and presently added, ‘We
must make allowances.’
Virginia sighed.
On Thursday night, when Catherine was once more going to bed, she sat
for a long while without undressing, staring into the fire. She was too tired
to undress. Her mind was as tired as her body. Her spirits were low. For,
while the night before she had been facing the fact that she was tired of
Stephen, to-night she was facing the much worse fact that he was tired of
her. She hadn’t been able to help noticing it. It had become obvious on their
twelfth walk; and it had added immensely to her struggles.
For what can one say to somebody who, one feels in one’s bones, is tired
of one? How difficult, in such a case, is conversation. It had been difficult
enough before, but that day, on making her discovery, it had become as
good as impossible. Yet there were the conventions; and for two grown-up
people to walk together and not speak was absurd. They simply had to. And
as Catherine was more practised than Stephen in easy talk, it was she who,
struggling, had had to do more and more of it until, as he grew ever dumber,
she had to do it all.
In the house, too, the same thing had happened. The meals had been
almost monologues—Catherine’s—for the honest Virginia was incapable of
talking if she had nothing she wished to say, or, rather, nothing she
considered desirable should be said. They would have sat at the table in
dead silence but for Catherine’s efforts. As it was, she only succeeded in
extracting occasional words, mostly single, from the other two.
Well, it was evident that in ordinary cases, having tired one’s host, one
would go away. But was this quite an ordinary case? She couldn’t think so.
She couldn’t help remembering, though it was a thing she never thought of,
that she had made way without difficulty for Stephen to come and live in
this very house, giving him everything—why, with both hands giving him
everything—and she couldn’t help feeling that to be allowed to stay in it for
a few days, or even weeks, wasn’t so very much to want of him. Not that he
didn’t allow her to stay in it; he was still assiduous in all politenesses,
opening doors, and lighting candles, and so on. It was only that she knew he
was tired of her; tired to the point of no longer being able to speak when she
was there.
Catherine wasn’t very vain, but what vanity she had was ruffled. She
tried, however, to be fair. She had been tired of Stephen first, and had
thought it natural. Now that he, in his turn, was tired of her, why should she
mind? She did, however, mind. She had taken such pains to be agreeable.
She had walked backwards and forwards to church so assiduously—walked
miles and miles, if one counted all the times up. And she had really tried
very hard to talk on subjects that interested him,—the parish, the plans, the
services, even adventuring into the region of religion. Why should he be
tired of her? Why had this blight descended on him? Why had he become
speechless? Why?
As she sat by her fire on Thursday night she felt curiously down and
lonely. Stephen and Virginia, she had become conscious during the week,
were very much one, and a fear stole into her heart, a small flicker of fear,
gone as soon as come, that perhaps they were one too in this, and that
Virginia too might be....
No, she turned her head away and wouldn’t even look in the direction of
such a fear. But, sitting there in the night, with the big house with all its
passages and empty rooms on the other side of her door dark and silent, the
feeling came upon her that she was a ghost injudiciously wandered back to
its old haunts, to find, what it might have known, that it no longer had part
nor lot in them.
From this feeling too she turned away, and impatiently, for it was a
shame to feel like that when there was Virginia.
And while she sat looking at the fire, her hands hanging over the sides of
the chair, too weary to go to bed, Stephen in their room said to Virginia:
‘What a very blessed thing it is, my darling, that each day has to end, and
that then there is night.’
And Virginia said, ‘Oh, Stephen—isn’t it!’

XV
On Saturday Stephen would have to go up to London for his two last
Lenten sermons in the City, and Catherine made up her mind that she would
stay over the week-end, because he wouldn’t then be there to be oppressed
by her, and she would go away on Monday before he came back.
Gradually, in bed on Friday morning during the interval between
drinking her tea and getting up, she came to this decision. In the morning
light—the sun was shining that day—it seemed rather amusing than
otherwise that her son-in-law should so quickly have come to the end of his
powers of enduring her. Hers, after all, was to be the conventional fate of
mothers-in-law. And she had supposed herself so much nicer than most!
She thought, ‘How funny,’ and tried to see it as altogether amusing; but it
was not altogether amusing. ‘You’re vain,’ she then rebuked herself.
Yes; she would follow Mrs. Colquhoun’s example, and stay in her own
home. Perhaps that was the secret of Mrs. Colquhoun’s success as a mother-
in-law, and she, very obviously, was a success. She would emulate her; and
from her own home defy Christopher.
It was all owing to him that she had ever left her home. How unfortunate
that she should have come across somebody so mad. Oughtn’t Stephen and
his mother, if they knew the real reason for her appearance in their midst,
applaud her as discreet? What could a woman do more proper than, in such
circumstances, run away? But they would be too profoundly shocked by the
real reason to be able to do anything but regard her, she was sure, with
horror. Her, not Christopher. And she was afraid their attitude would be
natural. ‘We grandmothers....’
Catherine turned red. Mercifully, no one would ever know. Down here,
in this atmosphere where she was regarded as coeval with Mrs. Colquhoun,
those encounters with Christopher seemed infinitely worse than in London,
—so bad, indeed, that they hardly seemed real. She would go back on
Monday, declining to be kept out of her own home longer, and take firm
steps. Christopher should never see her again. If he tried to, she would write
a letter that would clear his mind for ever, and she would, for what was left
to her of life, proceed with undeviating dignity along her allotted path to old
age. And after all, what could he really do? Between her and him there was,
first, the hall porter, and then Mrs. Mitcham. To both of these she would
give precise instructions.
In this state of mind, a state more definite than any she had been in that
week, as if a ray of light, pale and wintry, but yet light, had straggled for a
moment through the mists, did Catherine get up that morning; but not in
this state of mind did she that evening go to bed, for by the evening she had
made a further discovery, and one that took away what still was left of her
vitality: Virginia was tired of her too.
Virginia. It seemed impossible. She couldn’t believe it. But, believe it or
not, she knew it; and she knew it because that afternoon at tea, before
Virginia had had time to take care, her face had flashed into immense,
unmistakable relief when her mother said, in answer to some inquiry of
Mrs. Colquhoun’s, who had at last consented to come round, that she would
have to go back to London on Monday. Instantly the child’s face had
flashed into light; and though she had, as it were, at once banged the
shutters to again, the flash had escaped, and Catherine had seen it.
After this her spirits were at zero. She allowed herself to be taken away
to church—though why any longer bother to try to please Stephen?—
because she was too spiritless to say she preferred to stay at home. She went
there one of four this time, Mr. Lambton having come in too to tea, and
walked silent among them. The others were very nearly gay. The effect of
her announcement had been to restore speech to Stephen, to make Mrs.
Colquhoun more cordial than ever, and even to produce in Mr. Lambton,
who without understanding the cause yet felt the sudden rise of
temperature, almost a friskiness. It was nice, thought Catherine drearily,
trying to be sardonic so as not to be too deeply hurt, to have the power of
making four people happy by just saying one was going away.
She walked among them in silence, unable to feel sardonic long, and
telling herself that it wasn’t really true that Virginia was tired of her, for it
wasn’t Virginia at all,—it was Stephen. Virginia, being so completely one
with him, had caught it from him as one catches a disease. The disease
wasn’t part of Virginia; it would go, and she would be as she was before.
Catherine, however, would not stay a minute longer than Monday morning.
She would have liked to go away the very next day, but to alter her
announced intention now might make Virginia afraid her mother had
noticed something, and then she would be so unhappy, poor little thing,
thinking she had hurt her. For, after that one look of relief, she had blushed
painfully, and what she was feeling had opened out before Catherine like a
book: she was glad her mother was going, and was unhappy that she should
be glad.
No; Catherine would stay till Monday, so that Virginia shouldn’t be hurt
by the knowledge that she had hurt her mother. Oh, these family tangles and
tendernesses, these unexpected inflamed places that mustn’t be touched,
these complicated emotions, and hurtings, and avoidances and
concealments, these loving intentions and these wretched results! It wasn’t
easy to be a mother successfully, and she began to perceive it was difficult
successfully to be a daughter. The position of mother-in-law, which she had
taken on so lightly as a natural one, not giving it a thought, wasn’t at all
easy to fill either, being evidently a highly complicated and artificial affair.
She thought she saw, too, that sons-in-law might have their difficulties; and
she ended, as the party approached the churchyard, by thinking it
extraordinarily difficult successfully to be a human being at all. She felt
very old. She missed George.
Mr. Lambton opened the gate for the ladies, and, with his Rector, stood
aside. Mrs. Colquhoun was prepared to persuade Catherine to pass through
first, but Catherine, in deep abstraction, and seeing an open gate in her path,
passed through it without persuasion.
‘Absent-minded,’ thought Mrs. Colquhoun, explaining this otherwise
ruffling lapse from manners. ‘Ageing,’ she added, explaining the absent-
mindedness; and there was something dragging about Catherine’s walk
which really did look rather old.
The others caught her up. ‘A penny, dear Mrs. Cumfrit,’ said Mrs.
Colquhoun, rallying her, ‘for your thoughts.’
They happened to be passing George’s tomb—George, the unfailingly
good, the unvaryingly kind, the steadfastly loving, George who had been so
devoted to her, and never, never got tired of her—and Catherine, roused
thus suddenly, said absently, ‘I miss George.’
It spread a chill, this answer of hers. It was so unexpected. Mr. Lambton,
though unaware of the cause, for he didn’t know, being new in the parish,
what George was being missed, felt the drop in the temperature and
immediately dropped with it into silence. Neither Mrs. Colquhoun nor
Stephen could think for a moment of anything to say. Poor Mr. Cumfrit had
been dead twelve years, and to be missed out loud after twelve solid years
of death seemed to them uncalled for. It put them in an awkward position. It
was almost an expression of dissatisfaction with the present situation. And,
in any case, after twelve years it was difficult to condole with reasonable
freshness.
Something had to be done, however, if only because of Mr. Lambton;
and Stephen spoke first.
‘Ah,’ he said; and then, because he couldn’t think of anything else, said
it again more thoughtfully. ‘Ah,’ said Stephen a second time.
And Mrs. Colquhoun, taking Catherine’s arm, and walking thus with her
the rest of the way to the porch, said, ‘Dear Mrs. Cumfrit, I do so
understand. Haven’t I been through it all too?’
‘I can’t think why I said that,’ said Catherine, looking first at her and
then at Stephen, lost in surprise at herself, her cheeks flushed.
‘So natural, so natural,’ Mrs. Colquhoun assured her; to which Stephen,
desirous of doing his best, added, ‘Very proper.’
That night in their bedroom Stephen said to Virginia: ‘Your mother
misses your father.’
Virginia looked at him with startled eyes. ‘Oh? Do you think so,
Stephen? Why?’ she asked, turning red; for how dreadful if her mother had
felt, had noticed, that she and Stephen.... Yet why else should she suddenly
begin to miss....
‘Because she said so.’
Virginia stood looking at Stephen, the comb with which she was
combing out her long dark hair suspended. It wasn’t natural to begin all
over again missing her father. Her mother wouldn’t have if she hadn’t
noticed.... How dreadful. She would so much hate her to be hurt. Poor
mother. Yet what could she do? Stephen, and his peace and happiness, did
come first. Except that she couldn’t imagine such expressions applied to
either of them, she did feel as if she were between the devil and the deep
sea.
‘Do you think—do you suppose——’ she faltered.
‘It is not, is it my darling, altogether flattering to us,’ said Stephen.
‘Oh, Stephen—yes—I know you’ve done all you could. You’ve been
wonderful——’
She put down the comb and went across to him, and he enfolded her in
his arms.
‘I wish——’ she began.
‘What do you wish, my beloved wife?’ he asked, laying one hand, as if
in blessing, on her head. ‘I hope it is something nice, for, you know,
whatever it is you wish I shall be unable not to wish it too.’
She smiled, and sighed, and nestled close.
‘Darling Stephen,’ she murmured; and after a moment said, with another
sigh, ‘I wish mother didn’t miss father.’
‘Yes,’ said Stephen. ‘Indeed I wish it too. But,’ he went on, stroking the
long lovely strands of her thick hair, ‘we must make allowances.’

XVI
The next morning Catherine went to church for the last time—for when
Stephen was in London, and not there to invite her to accompany him,
which he solemnly before each separate service did, there would be no
more need to go—and for the last time mingled her psalms with Mrs.
Colquhoun’s.
The psalms at Morning Prayer were said, not sung, and she was in the
middle of joining with Mrs. Colquhoun in asserting that it was better to
trust in the Lord than to put any confidence in man, which at that moment
she was very willing to believe, when she felt she was being stared at.
She looked up from her prayer-book, but could see only a few backs,
and, one on each side of the chancel, Stephen and Mr. Lambton tossing the
verses backwards and forwards across to each other, as if they were a kind
of holy ball. She went on with her psalm, but the feeling grew stronger, and
at last, contrary to all decent practice, she turned round.
There was Christopher.
She stood gazing at him, her open prayer-book in her hand, for such an
appreciable moment that Mrs. Colquhoun had to say the next verse without
her.
The same stone, said Mrs. Colquhoun very loud and distinctly, and in a
voice of remonstrance—for really, what had come over Virginia’s mother,
turning her back on the altar in this manner?—which the builders refused is
become the head-stone of the corner.
She had to say all the other verses without her as well, and all
subsequent responses, because Virginia’s mother, though she presently
resumed her proper eastward position, was thenceforth—such odd
behaviour—dumb.
Perhaps she was not feeling well. She certainly looked pale, or, rather,
yellow, thought Mrs. Colquhoun, observing her during the reading of the
first lesson, through which she sat with downcast eyes and grew, so it
seemed to Mrs. Colquhoun, steadily yellower.
‘Dear Mrs. Cumfrit,’ whispered Mrs. Colquhoun at last, bending towards
her, for she really did look sick, and it would be terrible if she—‘would you
like to go out?’
‘Oh no,’ was the quick, emphatic answer.
The service came to an end, it seemed to Catherine, in a flash. She
hadn’t had time to settle anything at all in her mind. She didn’t in the least
know what she was going to do. How had he found her? Had Mrs. Mitcham
betrayed her? After her orders, her strict, exact orders? Was everybody
failing her, even Mrs. Mitcham? How dared he follow her. It was
persecution. And what was she to do, what was she to do, if he behaved
badly, if he showed any of his idiotic, his mad feelings?
She knelt so long after the benediction that Mrs. Colquhoun began to
fidget. Mrs. Colquhoun couldn’t get out. She was hemmed into the pew by
the kneeling figure. The few worshippers went away, and still Virginia’s
mother—really most odd—knelt. The outer door of the vestry was banged
to, which meant Stephen and Mr. Lambton had gone, and still she knelt.
The verger came down the aisle with his keys jingling to lock up, and still
she knelt. ‘This,’ thought Mrs. Colquhoun, vexed by such a prolonged and
ill-timed devoutness, ‘is ostentation.’ And she touched Catherine’s elbow.
‘Dear Mrs. Cumfrit——’ she reminded her.
Catherine got up, very pale. The moment had come when she must turn
and face Christopher.
But the church was empty. No one was in it except the verger, waiting
down by the door with his keys and looking patient. If only Christopher had
gone right away—if only something in the service had touched him, and
made him see he was behaving outrageously, and he had gone right away....
The porch, too, was empty. Perhaps he had really gone. Perhaps—she
almost began to hope he had never been there, that she had imagined him.
She walked slowly beside Mrs. Colquhoun along the path to the churchyard
gate. Stephen had hurried off to a sick-bed, Mr. Lambton had withdrawn to
his lodgings to prepare his Sunday sermons.
‘I’m afraid you felt unwell in church,’ said Mrs. Colquhoun, suiting her
steps to Catherine’s, which were small and slow, which, in fact, dragged.
‘I have rather a headache to-day,’ said Catherine, in a voice that trailed
away into indistinctness, for, on turning a bend in the path, there once more
was Christopher.
He was examining George’s tomb.
Mrs. Colquhoun saw him at the same moment, and her attention was at
once diverted from Catherine. Strangers were rare in that quiet corner of the
world, and she scrutinised this one with keen, interested eyes. The young
man in his leather motoring-clothes pleased her, for not only was he a well-
set-up young man, but he was reading poor Mr. Cumfrit’s inscription
bareheaded. So, in her opinion, should all hic jacet inscriptions be read. It
showed, thought Mrs. Colquhoun, a rather delicate reverence, not usually
found in these wild scorchers of the road. If Mr. Cumfrit had been the
Unknown Warrior himself his inscription couldn’t have been read more
respectfully.
She was pleased, and wondered complacently who the stranger could be;
and almost before she had had time to wonder, he turned from the tomb and
came towards them.
‘Why, he seems——’ she began; for the young man was showing signs
of recognition, his face was widening in greeting, and the next moment he
was holding out his hand to her companion.
‘How do you do,’ he said, with such warmth that she concluded he must
be Mrs. Cumfrit’s favourite nephew. She had never heard of any nephews,
but most families have got some.
‘How do you do,’ replied her companion, with no warmth at all—with,
indeed, hardly any voice at all.
The newcomer, standing bareheaded in the sun, seemed red all over. His
face was very red, and his hair glowed. She liked the look of him. Vigour.
Life. A relief after her bloodless companion.
‘Introduce us,’ she said briskly, with the frankness she felt her age
entitled her to when dealing with young folk of the other sex. ‘I am sure,’
she said heartily, holding out her hand in its sensible, loose-fitting wash-
leather glove, ‘you are one of Mrs. Cumfrit’s nephews, and our dear
Virginia’s cousin.’
‘No, I’m dashed if I am,’ exclaimed the stranger. ‘I mean’—he turned an
even more fiery red—‘I’m not.’
‘Mr. Monckton,’ said Catherine, in a far-away voice.
‘She doesn’t tell you who I am,’ smiled Mrs. Colquhoun, gripping his
hand, still pleased with him in spite of his exclamation, for she liked young
men, and there existed, besides, a tradition that she got on well with them,
and knew how to manage them. ‘Have you noticed that people who
introduce hardly ever do so completely? I’m the other mother-in-law.’
A faint hope began to flutter in Catherine’s heart. Christopher had the
appearance of one who doesn’t know what to say next. She had never
known him not know that before. If Mrs. Colquhoun could reduce him to
silence, she might yet get through the next few minutes not too
discreditably. ‘Mrs. Cumfrit and I,’ explained Mrs. Colquhoun, putting her
arm through Catherine’s, as though elucidating her, ‘are both the mothers-
in-law of the same delightful couple—I of her daughter, she of my son. We
are linked together, she and I, in indissoluble bonds.’
Christopher wished to slay her as she stood. The liberal days were past,
however, when one could behave simply, and as he couldn’t behave simply
and slay her, he didn’t know how to behave to her at all.
‘The woman has a beak,’ he thought, standing red and tongue-tied before
her. ‘She’s a bird of prey. She has got her talons into my Catherine. Linked
together! Good God.’
Convention preventing his saying this out loud, or any of the other things
he was feeling, he turned in silence and walked with them, on the other side
of Catherine, towards the gate.
A faint desire to laugh stole like a small trickle of reviving courage
through Catherine’s cowed spirit. It was the first desire of the kind she had
had since she got to Chickover, and it arrived, she couldn’t help noticing, at
the same time as Christopher.
Mrs. Colquhoun was a little surprised at the silence of her two
companions. Mr. Monckton, whoever he might be, didn’t respond to her
friendliness as instantly as other young men she had dealt with, and Mrs.
Cumfrit said nothing either. Then she remembered her friend’s attack in
church, and made allowances; while as for Mr. Monckton, whoever he
might be, he probably was shy. Well, she knew how to manage shy young
folk; they never stayed shy long with her.
‘Mrs. Cumfrit,’ she explained over the top of Catherine’s head to
Christopher, ‘isn’t feeling very well to-day.’
‘Oh?’ said Christopher quickly, with a swift, anxious look at Catherine.
‘No. So we mustn’t make her talk, Mr. Monckton. She turned a little
faint just now in church’—again the desire to laugh crept through
Catherine. ‘She’ll be all right presently, and meanwhile you and I will
entertain each other. You shall tell me all about yourself, and how it is
you’ve dropped out of the clouds into our quiet little midst.’
Christopher’s earnest wish at that moment was to uproot one of the
tombstones and with it fell Mrs. Colquhoun to the ground. That old jackdaw
Stephen’s mother ... birds of a feather ... making him look and be a fool....
‘Do tell us,’ urged Mrs. Colquhoun pleasantly, across the top of
Catherine’s head, as he said nothing.
Catherine, walking in silence between them, began to feel she was in
competent hands.
‘There isn’t much to tell,’ said Christopher, thus inexorably urged, and
flaming red to the roots of his flaming hair.
‘Everything,’ Mrs. Colquhoun assured him encouragingly, ‘interests us
here. All is grist to our quiet little mills—isn’t it, dear Mrs. Cumfrit. Ah, no
—I forgot. You are not to be made to talk. We will do it all for you, won’t
we, Mr. Monckton.’
They had got to the gate. Christopher lunged at it to open it for them.
As Catherine went through it he said to her quickly, in a low voice, ‘You
look years older.’
She raised her eyes a moment. ‘I always was,’ she murmured, with, she
hoped, blood-curdling significance.
‘Older?’ repeated Mrs. Colquhoun, whose hearing, as she often told her
friends, was still, she was thankful to say, unimpaired. ‘That, my young
friend, is what may be said daily of us all. No doubt Mrs. Cumfrit notices a
change even in you. Have you not met for a long while?’
‘Not for an eternity,’ said Christopher, in the sort of voice a man swears
with.
A motor-cycle with a side-car was in the road outside the gate, and Mrs.
Colquhoun paused on seeing it.
‘Yours, of course, Mr. Monckton,’ she said. ‘This is the machine in
which you have dropped out of the skies on us. And with a side-car, too. An
empty one, though. I don’t like to think of a young man with an empty side-
car. But perhaps the young lady has merely gone for a little stroll?’
‘I have brought it to take Mrs. Cumfrit back to London in,’ said
Christopher stiffly; but of what use stiffness, of what use dignity, when one
was being made to look and be such a hopeless fool?
‘Really?’ said Mrs. Colquhoun, excessively surprised. ‘Only, she doesn’t
go back till Monday—do you, dear Mrs. Cumfrit. Ah, no—don’t talk. I
forgot.’
‘Neither do I,’ said Christopher.
‘Really?’ said Mrs. Colquhoun again; and was for a moment, in her turn,
silent.
A side-car seemed to her a highly unsuitable vehicle for a person of Mrs.
Cumfrit’s age. Nor could she recollect, during all the time she had, off and
on, known her, ever having seen her in such a thing. Instinct here began to
warn her, as she afterwards was fond of telling her friends, that the situation
was not quite normal. How far it was from normal, however, instinct in her
case, being that of a decent elderly woman presently to become a
grandmother, was naturally incapable of guessing.
‘You didn’t tell us, dear Mrs. Cumfrit,’ she said, turning to her pale and
obviously not very well companion, ‘that this was to be your mode of
progress. Delightful, of course, in a way. But personally I should be afraid
of the shaking. Young people don’t feel these things as we do. Are you,
then,’ she continued, turning to Christopher, ‘staying in the neighbourhood
over Sunday?’
‘Yes,’ said Christopher, taking a rug out of the side-car and unfolding it.
‘I wonder where. You’ll think me an inquisitive old woman, but really I
wonder where. You see, I know this district so well, and there isn’t—oh, I
expect you’re with the Parkers. They usually have a houseful of young
people for the week-end. You’ll enjoy it. The country round is—What, are
you going on, dear Mrs. Cumfrit? Then good-bye for the present. I shall see
you at lunch. Virginia always likes me to come in on these Lenten
Saturdays while Stephen is away. It has become a ritual. Now take my
advice, and lie down for half an hour. I’m a very sensible person, Mr.
Monckton, and know that one can’t go on for ever as if one were still
twenty-five.’
Christopher stepped forward, intercepting Catherine. ‘I’ll drive you
back,’ he said.
‘I’d rather walk,’ she said.
‘Then I’ll walk with you.’ And he threw the rug into the side-car again.
‘What? And leave your motor-cycle and rug and everything
unprotected?’ exclaimed Mrs. Colquhoun, who had listened to this brief
dialogue with surprise. Mr. Monckton, whoever he might be, was neither
Mrs. Cumfrit’s son, for she hadn’t got one, nor her nephew, for he had
himself said, with the emphasis of the male young, that he wasn’t, and his
masterfulness seemed accordingly a little unaccountable.
‘You’d better let me drive you,’ he persisted to her pale companion,
taking no notice of this exclamation. ‘You oughtn’t to walk.’
Was he, perhaps, thought Mrs. Colquhoun, a doctor? A young doctor?
Mrs. Cumfrit’s London medical adviser? If so, of course.... Yet even then,
her not having mentioned his expected arrival, and her plan for motoring up
with him on Monday, was odd. Besides, nobody except the very rich had
doctors dangling after them.
‘Let me drive you,’ said the young man again.
And Mrs. Cumfrit said—rather helplessly, Mrs. Colquhoun thought, as if
she were seriously lacking in backbone, ‘Very well.’
It was all extremely odd.
‘Virginia will wonder,’ remarked Mrs. Colquhoun, looking on with a
distinctly pursed expression while her colleague was being rolled into the
rug as carefully as if she were china,—rolled right up to her chin in it, as if
she were going thousands of miles, and at least to Lapland. ‘But no doubt
you have told her Mr. Monckton was coming down.’
‘I shall only drive part of the way,’ answered Mrs. Cumfrit—there was a
tinge of colour in her face now, Mrs. Colquhoun noticed; perhaps the tight
rug was choking her—‘but I shall get back quicker like this.’
‘I wonder,’ said Mrs. Colquhoun grimly.
She watched them disappear in a cloud of dust, and then turned to go
home, where she had several things to see to before lunching at the Manor;
but, pausing, she decided that she would walk round into the village instead,
and see if she could meet Stephen. Perhaps he would be able to explain Mr.
Monckton.
And Catherine did not, after all, get back quicker. No sooner was she off,
at what seemed to her a great pace, than she began to have misgivings about
it, for it occurred to her that on her feet she could go where she liked, but in
Christopher’s side-car she would have to go where he did.
‘That’s the turning,’ she called out—she found she had to speak very
loud to get heard above the din the thing made—pointing to a road to the
right a short distance ahead.
‘Is it?’ Christopher shouted back; and rushed past it.

XVII
The noise, the shaking, the wind, made it impossible to say much. Perhaps
up there above her on his perch he really didn’t hear; he anyhow behaved as
if he didn’t. Getting no answer to any of the things she said, she looked up
at him. He was intent, bent forward, his mouth tight shut, and his hair—he
had nothing on his head—blown backwards, shining in the sun.
The anger died from her face. It was so absurd, what was happening to
her, that she couldn’t be angry. All the trouble she had taken to get away
from him, all she had endured and made Stephen and Virginia endure that
week as a result of it, ending like this, in being caught and carried off in a
side-car! Besides, there was something about him sitting up there in the sun,
something in his expression, at once triumphant and troubled, determined
and anxious, happy and scared, that brought a smile flickering round the
corners of her mouth, which, however, she carefully buried in her scarf.
And as she settled down into the rug, for she couldn’t do anything at that
moment except go, except rush, except be hurtled, as she gave herself up to
this extraordinary temporary abduction, a queer feeling stole over her as if
she had come in out of the cold into a room with a bright fire in it. Yes, she
had been cold; and with Christopher it was warm. Absurd as it was, she felt
she was with somebody of her own age again.
They were through the village in a flash. Stephen, still on his way to the
sick-bed he was to console, was caught up and passed without his knowing
who was passing. He jumped aside when he heard the noise of their
approach behind him,—quickly, because he was cautious and they were
close, and without looking at them, because motor-cycles and the ways of
young men who used them were repugnant to him.
Christopher rushed past him with a loud hoot. It sounded defiant.
Catherine gathered, from its special violence, that her son-in-law had been
recognised.
The road beyond Chickover winds sweetly among hills. If one continues
on it long enough, that is for twenty miles or so, one comes to the sea. This
was where Christopher took Catherine that morning, not stopping a
moment, nor slowing down except when prudence demanded, nor speaking
a word till he got there. At the bottom of the steep bit at the end, down
which he went carefully, acutely aware of the preciousness of his passenger,
where between grassy banks the road abruptly finishes in shingle and the
sea, he stopped, got off, and came round to unwind her.
This was the moment he was most afraid of.
She looked so very small, rolled round in the rug like a little bolster,
propped up in the side-car, that his heart misgave him worse than ever. It
had been misgiving him without interruption the whole way, but it misgave
him worse than ever now. He felt she was too small to hurt, to anger, even
to ruffle; that it wasn’t fair; that he ought, if he must attack, attack a woman
more his own size.
And she didn’t say anything. She had, he knew, said a good many things
when they passed that turning, none of which he could hear, but since then
she had been silent. She was silent now; only, over the top of her scarf,
which had got pushed up rather funnily round her ears, her eyes were fixed
on him.
‘There. Here we are,’ he said. ‘We can talk here. If you’ll stand up I’ll
get this thing unwound.’
For a moment he thought she was going to refuse to move, but she said
nothing, and let him help her up. She was so tightly rolled round that it
would have been difficult to move by herself.
He took the rug off, and folded it up busily so as not to have to meet her
eyes, for he was afraid.
‘Help me out,’ she said.
He looked her suddenly in the face. ‘I’m glad I did it, anyhow,’ he said,
flinging back his head.
‘Are you?’ she said.
She held out her hand to be helped. She looked rumpled.
‘Your little coat——’ he murmured, pulling it tidy; and he couldn’t keep
his hand from shaking, because he loved her so—‘your little coat——’
Then he straightened himself, and looked her in the eyes. ‘Catherine, we’ve
got to talk,’ he said.
‘Is that why you’ve brought me here?’
‘Yes,’ said Christopher.
‘Do you imagine I’m going to listen?’
‘Yes,’ said Christopher.
‘You don’t feel at all ashamed?’
‘No,’ said Christopher.
She got out, and walked on to the shingle, and stood with her back to
him, apparently considering the view. It was low tide, and the sea lay a
good way off across wet sands. The sheltered bay was very quiet, and she
could hear larks singing above the grassy banks behind her. Dreadful how
little angry she was. She turned her back so as to hide how little angry she
was. She wasn’t really angry at all, and she knew she ought to be.
Christopher ought to be sent away at once and for ever, but there were two
reasons against that,—one that he wouldn’t go, and the other that she didn’t
want him to. Contrary to all right feeling, to all sense of what was decent,
she was amazingly glad to be with him again. She didn’t do any of the
things she ought to do,—flame with anger, wither him with rebukes. It was
shameful, but there it was: she was amazingly glad to be with him again.
Christopher, watching her, tried to keep up a stout heart. He had had
such a horrible week that whatever happened now couldn’t anyhow be
worse. And she—well, she didn’t look any the happier for it, for running
away from him, either.
He tried to make his voice sound fearless. ‘Catherine, we must talk,’ he
said. ‘It’s no use turning your back on me and staring at the silly view. You
don’t see it, so why pretend?’
She didn’t move. She was wondering at the way her attitude towards him
had developed in this week. All the while she was so indignant with him
she was really getting used to him, getting used to the idea of him. Helped,
of course, by Stephen. Immensely helped by Stephen, and even by Virginia.
‘I told you you’d never get away from me,’ he said to the back of her
head, putting all he had of defiance into his voice. But he had so little; it
was bluff, sheer bluff, while his heart was ignominiously in his boots.
‘Your methods amaze me,’ said Catherine to the view.
‘Why did you run away?’
‘Why did you force me to?’
‘Well, it hasn’t been much good, has it, seeing that here we are again.’
‘It hasn’t been the least good.’
‘It never is, unless it’s done in twos. Then I’m all for it. Don’t forget that
next time, will you. And you might also give the poor devil who is run from
a thought. He has the thinnest time. I suppose if I were to try and tell you
the sort of hell he has to endure you wouldn’t even understand, you
untouched little thing,—you self-sufficing little thing.’
Silence.
Catherine, gazing at the view, was no doubt taking his remarks in. At
least, he hoped so.
‘Won’t you turn round, Catherine?’ he inquired.
‘Yes, when you’re ready to take me back to Chickover.’
‘I’ll be ready to do that when we’ve arrived at some conclusion. Is it any
use my coming round to your other side? We could talk better if we could
see each other’s faces.’
‘No use at all,’ said Catherine.
‘Because you’d only turn your back on me again?’
‘Yes.’
Silence.
‘Aren’t we silly,’ said Christopher.
‘Idiots,’ said Catherine.
Silence.
‘Of course I know you’re very angry with me,’ said Christopher.
‘I’ve been extraordinarily angry with you the whole week,’ said
Catherine.
‘That’s only because you will persist in being unnatural. You’re the
absurdest little bundle of prejudices, and musty old fears. Why on earth you
can’t simply let yourself go——’
Silence.
She, and letting herself go! She struggled to keep her laughter safe
muffled inside her scarf. She hadn’t laughed since last she was with
Christopher. At Chickover nobody laughed. A serious smile from Virginia,
a bright conventional smile from Mrs. Colquhoun, no smile at all from
Stephen; that was the nearest they got to it. Laughter—one of the most
precious of God’s gifts; the very salt, the very light, the very fresh air of
life; the divine disinfectant, the heavenly purge. Could one ever be real
friends with somebody one didn’t laugh with? Of course one couldn’t. She
and Christopher, they laughed. Oh, she had missed him.... But he was so
headlong, he was so dangerous, he must be kept so sternly within what
bounds she could get him to stay in.
She therefore continued to turn her back on him, for her face, she knew,
would betray her.
‘You haven’t been happy down here, that I’ll swear,’ said Christopher. ‘I
saw it at once in your little face.’
‘You needn’t swear, because I’m not going to pretend anything. I haven’t
been at all happy. I was very angry with you, and I was—lonely.’
‘Lonely?’
‘Yes. One misses—one’s friends.’
‘But you were up to your eyes in relations.’
Silence.
Then Catherine said, ‘I’m beginning to think relations can’t be friends—
neither blood relations, nor relations by marriage.’
‘Would you,’ asked Christopher after a pause, during which he
considered this remark, ‘call a husband a relation by marriage?’
‘It depends,’ said Catherine, ‘whose.’
‘Yours, of course. You know I mean yours.’
She was quiet a moment, then she said cautiously, ‘I’d call him George.’
He took a quick step forward, before she had time to turn away, and
looked at her.
‘You’re laughing,’ he said, his face lighting up. ‘I felt you were. Why, I
don’t believe you’re angry at all—I believe you’re glad I’ve come.
Catherine, you are glad I’ve come. You’re fed up with Stephen and
Virginia, and the old lady with the profile, and I’ve come as a sort of relief.
Isn’t it true? You are glad?’
‘I think they’re rather fed up, as you put it, with me,’ said Catherine
soberly.
‘Fed up with you? They? That ancient, moulting, feathered tribe?’
He stared at her. ‘Then why do you stay till Monday?’ he asked.
‘Because of Virginia.’
‘You mean she, of course, isn’t fed up.’

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