Siete Noches Con El Duque - Alyssa Clarke

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Serie Those Very Bad Fairbanks (4)

Alyssa Clarke

Traducción: Manatí
Corrección: Shadow
Lectura Final: Bicanya
Maquetado: Amber

La señorita Elizabeth 'Lizzy' Fairbanks no puede olvidar unos momentos de


abandono con Rannulf Headley, el Duque de Ravenswood. Su romance había
comenzado por accidente hasta que terminó cuando ella descubrió que eran
mundos aparte.
Ahora que su hermano es el nuevo Conde de Celdon, los muy malos Fairbanks
han estado intentando comportarse y encajar en la sociedad londinense. Lizzy está
decidida a no dejarse tentar por Rannulf, pero el duque no quiere otra cosa que
hacerla suya.
Sin embargo, Lizzy se debate entre el deseo que siente por el duque y el hecho
de saber que él nunca podría convertir en duquesa a una dama con su reputación.
Es innegable que el duque es una peligrosa tentación a la que Lizzy no podrá
resistirse... hasta que se da cuenta de lo peligroso que es para su corazón haber
aceptado su perverso trato.

La presente traducción fue realizada por y para fans. Y no pretende ser o sustituir al libro
original.
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Tres años antes…


La señorita Elizabeth Rose Fairbanks, Lizzy para los amigos y la familia, había
sido testigo de cómo un gran semental negro se encabritaba y resoplaba con gran
vigor, casi desbancando al caballero. Su dominio anterior de la bestia demostraba
que era un espléndido jinete. Si es que se le podía conceder el apelativo de caballero
cuando iba vestido con una sencilla camisa leonada abierta por el cuello para revelar
unos músculos fibrosos y unos pantalones azul oscuro que se ceñían a unos fuertes
muslos antes de desaparecer en sus botas de montar. El pelo negro del hombre
necesitaba un corte, ya que se le enroscaba sobre la frente y por encima del cuello de
la camisa.
Lizzy se quedó quieta mientras lo observaba tratando de dominar al caballo con
mano firme pero suave. El semental salió desbocado como si lo hubieran picado y,
por instinto, ella instó a su caballo y lo persiguió. Si bien el hombre hacia todo lo
posible por controlar su montura, todo era en vano. Lizzy jadeó, pues el animal no
modificaba su curso y se dirigía galopando hacia el lago que se extendía kilómetros
en el bosque de Penport.
Ella refrenó a su caballo cuando el semental se encabritó sobre sus dos patas
traseras y se estrelló contra la tierra con una fuerza despiadada. El hombre voló por
encima de la cabeza del animal y aterrizó con un gran chapoteo en las aguas del lago.
El semental echó a correr, sin importarle haber arrojado a su amo al agua. Lizzy
observó el lago, esperando a que el hombre saliera a la superficie. Pasaron varios
momentos y, para su sorpresa, comprendió que podía estar ahogándose.
¡Santo cielo!
No había tiempo que perder. Se apresuró a desmontar y se quitó las botas
mientras corría hacia la orilla del lago. Con una maldición murmurada, Lizzy
empezó a quitarse el vestido. Era una nadadora mediocre y había oído muchas
historias de Colin sobre vestidos y enaguas de damas que las arrastraban hasta el
fondo de lagos y ríos para no salir nunca a la superficie. Si iba a intentar salvar a
alguien, debía dejar a un lado todo su pudor de doncella por la vida de esa persona.
Esperaba que su rescate fuera oportuno y que él siguiera vivo.

—¿Qué he hecho yo para merecer esta buena suerte?—, preguntó una voz grave
con aire de asombro.
Lizzy dio un grito ahogado y levantó la cabeza cuando el desdichado comenzaba
a salir del lago, con una expresión de hambre y azoro en el rostro. Sus ardientes ojos
verdes la recorrieron con una intensidad rápida pero minuciosa. Ella se llevó
apresuradamente la mano a los pechos, consciente de que solo llevaba puesta una
camisola y calzones ante un desconocido empapado que la miraba como si quisiera
devorarla. —Venía a salvarlo—, gritó, completamente conmocionada. —Usted no
resurgía a la superficie, y yo... yo... ¡pensaba que se ahogaba, señor!
—Volveré al agua—, replicó él al instante, sumergiendo su cuerpo en el lago.
—No sea tonto, ¿por qué razón?
—Para que pueda rescatarme, es evidente—, fue la áspera respuesta.
Ella no sabía si divertirse o sentirse incómoda. —¡No voy a entrar ahí!
Sus ojos brillaron mientras se levantaba completamente del lago. —Qué lástima.
Habría disfrutado con sus brazos a mi alrededor.
—¡Es usted un canalla!
—Algunos me han acusado de ello—, contestó secamente y sin vergüenza.
—Por favor, dese la vuelta, señor—, susurró ella, consciente de que todo su
cuerpo se ruborizaba. Aquello irritó a Lizzy, pues no era el tipo de dama que se
desmayaba, se ponía histérica o se sonrojaba ante las atenciones de un caballero.
El hombre aspiró con fuerza, hizo lo más caballeroso y se volteó. Lizzy se movió
con premura y arrastró el vestido por encima de la cabeza, dejándolo caer sobre su
cuerpo hasta los tobillos. Volvió a meter los pies en las botas y se las ató con
movimientos aún más rápidos. Sin mirar atrás, corrió hacia su caballo. Rápidamente
montó a horcajadas, e impulsó a su montura hacia él, frenando justo a sus pies. Su
expresión era curiosa y quizás un poco desconcertada cuando la miró fijamente.
—Pronto llegarán las lluvias y ha perdido su caballo.
Él se quitó los guantes empapados y se los metió en los bolsillos de la chaqueta,
dejando al descubierto unos dedos largos y finos. —Plutón no estaba tan preparado
para montar como suponía—. Miró al cielo. —Las nubes están hinchadas, pero no
creo que la lluvia sea inminente.
—Los aldeanos llevan murmurando desde ayer que se anuncia una tormenta.
Creo que esa tormenta es...— una áspera ráfaga de viento le arrancó las palabras, y
un escalofrío recorrió el cuerpo de Lizzy. El cielo se oscureció rápidamente y las

primeras gotas de lluvia cayeron con fuerza y un frío glacial. —Sólo faltan unos
minutos para esa tormenta, señor.
—Deduzco que sí—, dijo con firmeza, mirando a su alrededor, tal vez en busca
de su caballo que hacía tiempo que se había escapado. —Creo que podría necesitar
un rescate—. Se pasó los dedos por el pelo. —Maldita sea—. Una mueca cruzó su
hermoso rostro. —Perdóneme por maldecir en su presencia. Estuvo mal por mi
parte.
Un humor suave la invadió. Lizzy había oído cosas peores de sus hermanos,
pero no lo dijo. —¿Su casa está lejos de aquí, señor?
Hubo una leve vacilación, y luego respondió: —Soy huésped en casa de Sir
Roger Henry durante el fin de semana.
¿El nuevo terrateniente de Penporth? Así que se trataba de uno de los amigos
londinenses de Sir Roger, de quien le encantaba presumir. Sir Roger no era un mal
tipo, aunque era un poco orgulloso y arrogante. A Lizzy le caía bastante bien. El
terrateniente era joven, apuesto, inteligente, poseía un divertido encanto y estaba
medio enamorado de una de sus hermanas, Emma, que quizás estaba un poco
encaprichada con él pero se negaba a admitirlo.
—La finca de Sir Roger está a muchos kilómetros de aquí, señor. Mi semental es
lo suficientemente fuerte como para llevarnos a los dos hasta allí.
La mirada del desconocido la recorrió rápidamente, desde la parte superior de
su masa de pelo negro que caía hasta su espalda y caderas hasta el vestido que le
llegaba hasta las rodillas, con sus medias y botas de montar. Los hermanos de Lizzy
se burlaban a menudo de que tenía el aspecto de una diablilla salvaje, y sin duda
este caballero supuestamente refinado se sentía horrorizado por ella. Aun así, no era
el tipo de persona que se precipitara a juzgar o sacar conclusiones sobre los demás,
así que Lizzy se limitó a esperar a que él decidiera.
Ocultó una sonrisa cuando él alzó la mano y se colocó detrás de ella con grácil
destreza. Era curioso que no hubiera exigido ser quien controlara su montura. Eso
hizo que el extraño le cayera un poco mejor. Lizzy impulsó al caballo a correr hacia
el este, en dirección a la finca de Sir Robert, experimentando una oleada de emoción
al sentir la fuerza del animal bajo ella.
Su respiración se entrecortó cuando el desconocido le rodeó la cintura con sus
manos y su corazón comenzó a latir fuertemente dentro de su pecho. Juró que podía
sentir su calor a través de la capa y el vestido. El cielo se abrió y empezó a llover a
cántaros, empapándolos en cuestión de segundos. Varios árboles se balancearon
violentamente bajo la embestida del viento, y la preocupación recorrió todo su

cuerpo. Lizzy no había previsto esta ferocidad de la tormenta, y la ansiedad se


apoderó de ella.
—Sería mejor, señor, que volviéramos a mi casa—, gritó para hacerse oír por
encima del aullido del viento. —Está a sólo una milla de aquí.
—¡Muy bien, confiaré en su juicio!
Hizo girar al caballo y lo impulsó a correr. El frío era penetrante y le dolían los
huesos. Lizzy se dio cuenta de que le castañeteaban los dientes, y recordando que la
cabaña que su hermana Fanny usaba para escabullirse y encontrarse con el hombre
del que se había enamorado estaba cerca, los llevó allí en su lugar. Cuando llegaron,
ambos estaban temblando y se sentían miserables. El aroma de las hojas mojadas y
el viejo mantillo del bosque impregnaba el aire a su alrededor. Él desmontó primero
y luego la ayudó a bajar.
El desconocido se adentró con el caballo en el bosque, donde la lluvia no caía
con tanta intensidad. Lizzy entrecerró los ojos, y fue entonces cuando vio el pequeño
granero que había allí y comprendió que estaba llevando a su caballo a un refugio.
Ella se apresuró hacia la cabaña con tejado de paja y paredes encaladas de roble
ennegrecido, confiando en que el desconocido la seguiría. Un rápido vistazo por
encima de sus hombros le mostró que salía corriendo del bosque, con la cabeza gacha
para evitar la lluvia punzante.
Un relámpago se bifurcó en el cielo, sobresaltándola con su brillo. Coloreó el
firmamento de púrpura mientras se bifurcaba a través de la tormenta.
Afortunadamente, la puerta se abrió y ella entró, dirigiéndose a la chimenea. Lizzy
se estremeció violentamente mientras llenaba el hogar con trozos de leña seca que
habían sido cuidadosamente apilados en el suelo.
Sin duda, la cabaña había sido mantenida limpia y preparada por Fanny, que tal
vez había estado aquí recientemente. En el aire flotaba un suave aroma a lavanda.
El mero conocimiento de ello provocó un agudo dolor en el pecho de Lizzy. Su
hermana había perdido a su amante en la guerra, y Fanny realmente creía que
volvería algún día a pesar de su muerte confirmada. Ella podía imaginarla
acurrucada en aquella pequeña cama, sollozando contra la almohada, esperando
que él regresara algún día.
Oh, Fanny.
Con el aceite de la lámpara vertido sobre la leña y el fuego encendido, Lizzy se
levantó y puso las manos sobre el fuego que se encendía lentamente. El desconocido
se acercó a su lado e hizo lo mismo. No sabría decir cuánto tiempo permanecieron
allí, tratando de encontrar un calor compartido; sin embargo, la conciencia de que

estaban solos en una cabaña lejos de su hogar se filtró en su cuerpo. Un rápido


vistazo a través de la pequeña ventana mostró que las lluvias arreciaban fuera y los
vientos doblaban y mecían los árboles con una violencia casi hermosa.
—No deseo asustarla. Sin embargo, me temo que tendremos que quitarnos las
ropas empapadas o moriremos—, murmuró. —Este fuego simplemente no es
suficiente para hacer el trabajo.
¡Dios mío! Intentando no parecer demasiado alarmada, se movió para mirarlo.
Su hermoso rostro era inescrutable.
—Juro ser un perfecto caballero. Está usted temblando violentamente. Por favor,
quítese esa ropa empapada.
De repente se sintió incómodamente consciente de su proximidad. Desde tan
cerca, notó que poseía austeros rasgos aguileños, intensos ojos verdes y una boca
sensual. —Buscaré mantas—, dijo Lizzy con pragmatismo, pues conocía los peligros
de contraer fiebre por enfriamiento.
Asintió y comenzó a despojarse de sus empapadas ropas, tendiéndolas sobre
una silla de madera frente al fuego. Se acercó a un pequeño armario y se alegró al
ver que Fanny había dejado unos sencillos vestidos de día. Por suerte, ella y todas
sus hermanas eran de medidas y talla similares. Había unas cuantas toallas y mantas
y algunas camisas y pantalones más. Lizzy apartó el pequeño biombo, deteniéndose
en seco como si se hubiera estampado contra una pared. El desconocido se había
quitado la chaqueta, el chaleco, la camisa, las botas y las medias. Los musculos de
su espalda y hombros ondulaban con cada movimiento, y un calor peculiar
revoloteó por el cuerpo de ella.
—He encontrado algo de ropa—, dijo, apartando los ojos de su pecho desnudo.
—Esto podría quedarle bien, señor.
Ella lanzó el pantalón y la camisa, que él atrapó hábilmente.
—¿Conoce a los propietarios de esta casa de campo?—, preguntó él mientras ella
se apresuraba tras el pequeño biombo y empezaba a quitarse la ropa.
Lizzy vaciló un poco. —Sí. No les molestará que tomemos prestada esta ropa.
No dijo nada más, sintiéndose terriblemente insegura, un estado en el que nunca
había estado en todos sus veintiún años sobre la tierra. Si sus hermanos pudieran
verla ahora, se reirían y se burlarían que sólo hubiera hecho falta un encuentro
fortuito para domar su lengua y su espíritu voluntarioso.
El vestido de día de color rosa claro de Fanny le quedaba a Lizzy más ajustado
de lo que había esperado y se ceñía a sus curvas descaradamente. Maldición. Con la

pequeña toalla que encontró en el armario, intentó secarse el espeso y largo cabello
lo mejor que pudo. El desconocido ya estaba vestido con los pantalones oscuros y la
camisa de lino beige cuando ella salió de detrás del biombo. La camisa no estaba
abotonada del todo, y el cuello abierto dejaba ver los acordonados músculos de su
garganta. Su maldito pelo se enroscaba sobre la frente y la nuca, y sus ojos eran del
verde más puro y oscuro que ella había visto nunca. Aquellos ojos la miraban
fijamente, con una mirada indefinible, mientras observaba su pelo alborotado, sus
pies desnudos y su vestido de día bien ajustado.
—Permítame preguntarle su nombre y agradecerle su oportuno rescate. Ha sido
toda una amazona trayéndonos aquí... vivos.
Una pequeña sonrisa asomó a su boca. —Soy la señorita Elizabeth.
Él levantó una ceja. —¿Es ése su nombre completo?
—Dadas nuestras circunstancias, seguro que no espera que lo confiese.
Tal vez no debiera pensar en su reputación, puesto que en Penport ya llamaban
a su familia 'los muy malos Fairbanks'. Más recientemente, algunos incluso los
habían apartado de un baile local celebrado en los salones de actos debido a los
rumores de que Fanny estaba embarazada y no había marido. Aún así, Lizzy se
abstuvo de dar más información de la necesaria. Este encuentro seguramente sería
olvidado una vez que pasara la tormenta, y tal vez nunca volvieran a verse.
—Por supuesto que no, señorita Elizabeth—, dijo él con una pequeña sonrisa
que lo hacía demasiado apuesto.
A ella le incomodó el hecho de haberla notado. Los caballeros apenas tenían el
poder de hacerla girar la cabeza, porque lo que ella buscaba no era encanto ni un
semblante apuesto, sino un espíritu vivo que estuviera a la altura del suyo.
—Soy Rannulf. La mayoría me llama... Ran.
Rannulf. —Señor Rannulf.
Se hizo un silencio incómodo donde se quedaron mirándose. Lizzy cruzó las
manos sobre la cintura, preguntándose por cuánto tiempo estarían atrapados. Se
acercó a la mesa cerca del fuego, respirando el aire cálido que desprendía la
chimenea. Por dentro seguía sintiendo frío y hambre. Por supuesto, su vientre eligió
ese momento para rugir de forma alarmante. El sonido llenó el pequeño espacio, y
ella le lanzó una sonrisa tímida.
—Tiene hambre, señorita Elizabeth.
—Sí.

Su estómago respondió de la misma manera y ambos compartieron una sonrisa.


La de él era tensa, y la de ella firme.
—Son casi las cuatro de la tarde. ¿No ha almorzado?
Lizzy lo miró fijamente, preguntándose si él también estaría buscando
desesperadamente temas de conversación. Había una fina tensión en el aire y parecía
tejerse en torno a ellos. Con cada mirada y sonrisa compartidas, no se disipaba como
debería, ya que estaban empezando a conocerse. Al contrario, crecía
desconcertantemente. Con una sensación de alarma, Lizzy tomó conciencia de que
estaba sola con un caballero que la miraba como un lobo hambriento. Incluso
enterrada en su diminuto pueblo de Penporth, en Cornualles, sabía lo suficiente del
mundo como para comprender el deseo y el desenfreno. Especialmente con
hermanos tan salvajes y libertinos como los suyos. —Estaba en un picnic, y la
compañía resultó intolerable. Me marché sin participar en el exuberante festín
preparado. Me arrepiento de haberlo hecho.
Él se alejó de ella, yendo al otro extremo de la cabaña para apoyarse en la pared.
—¿Por qué era intolerable?
Lizzy no estaba del todo convencida de que estar a solas con aquel hombre y
compartir una conversación fuera lo mejor en aquella situación. Ya había atravesado
tormentas antes. Seguramente podría volver a casa y enviar una nota a la finca del
terrateniente informándole del paradero de su invitado. La inesperada atracción que
sentía por aquel desconocido parecía peligrosa.
Él inclinó la cabeza con arrogancia. —¿Propone que capeemos el temporal en
silencio?
No, eso sería más insufrible. Sin embargo, ella no lo dijo, considerando más
prudente guardar silencio.
Sus cejas se fruncieron. —Si ése es su deseo, puedo ignorarla.
—Una idea novedosa—, dijo Lizzy con una ligera risa.
—¿Cuál?
—Que un caballero sea capaz de ignorar mi presencia.
La boca de él se torció en la comisura y sus ojos brillaron con un humor
repentino. —Es usted extraordinariamente bella. Sin embargo, estoy bastante
acostumbrado a las damas encantadoras y no me veré obligado a limitarme a mirarla
o a hacer el ridículo.
—Estoy encantada de oír eso.

—Sospecho que alguien hizo el ridículo y por eso huyó de su picnic y de ese
exuberante festín.
Lizzy se sentó en el pequeño sofá, acurrucando las piernas bajo ella. —Un
caballero me propuso matrimonio con toda la expectativa de que, como lo hizo
delante de todo el mundo, me quedaría atónita y me sentiría obligada a decir que sí.
—¿Es desagradable?—, preguntó él, apartándose de la pared y acercándose para
sentarse en la única silla grande. Arrastró la enjuta mesa entre ellos, recogiendo la
baraja que había sobre ella.
—Es... es encantador, honesto y amable—, dijo ella, desviando la mirada hacia
el fuego. —Pero no deseo casarme. Se lo he dicho al menos tres veces y ha intentado
forzarme.
Al no oír respuesta, Lizzy apartó la vista del fuego y miró al señor Rannulf. La
miraba fijamente, con una expresión de sorpresa en los ojos. Había en él un aire de
superioridad que resultaba curioso. Se preguntó a qué familia pertenecería.
Mostraba una lamentable falta de preocupación por estar a solas con una mujer y
correr el riesgo de ser descubierto.
No temía verse comprometido.
¿Quién eres realmente?

—Me asombra que una joven no desee casarse—, dijo el Señor Rannulf. —Esa
no ha sido mi experiencia.
—Muchas en cambio desean aventuras—, dijo Lizzy con una pequeña sonrisa.
—Me atrevería a decir que muchos caballeros no lo saben porque no preguntan.
—¿Es eso lo que desea usted? ¿Aventuras?
Lizzy vaciló. —Todos mis hermanos afirman que el matrimonio es una trampa
y una sentencia de muerte.
Aunque una sombra oscureció sus ojos, su boca se torció en las comisuras. —
¿Sentencia de muerte? Veo que sus hermanos son propensos a exagerar.
—¡Estoy de acuerdo en eso! Sin embargo, si son hombres que ya tienen todos los
privilegios del mundo y ven el matrimonio de esa manera, ¿qué puede ser para una
mujer? Me parece horrible la idea de estar sometida a las reglas de un caballero.
Tengo una querida amiga que normalmente cabalgaba por el campo conmigo
libremente en pantalones y a horcajadas. No había nadie que nos viera y difícilmente
se produciría un escándalo en Penporth por eso. Se casó hace sólo unos meses y...
todo cambió—, susurró Lizzy, echando de menos a Annabelle con todo su corazón.
—Su marido le prohíbe... hacer todo lo que hemos hecho juntas desde la infancia—.
Incluyendo visitarme. —Ella lo obedece, aunque a veces encuentra el valor para
escribirme cartas secretas.
—Ah, eso de obedecer, porque “soy su esposo y amo”, puede ser fastidioso,
sobre todo para un espíritu libre—, dijo él, barajando las cartas con una destreza
fascinante.
—¡Precisamente!— dijo Lizzy, extrañamente encantada con el hombre. —
¿Puede imaginar algo tan terrible como estar bajo el control de un caballero? Me
atrevería a decir que nunca me casaré, y ningún caballero podría tentarme a ese
estado cuando se disfruta tanto más de la libertad de vivir la vida como a uno le
plazca. A menudo he reflexionado que debería haber nacido varón para vivir tan
despreocupadamente como mis hermanos.
—¿Cuántos hermanos tiene?

—Cuatro y siete hermanas.


Él la miró sorprendido. —¿Once hermanos?
Lizzy se rió. —Sí, son todos encantadores .
—Los adora—, murmuró.
—Sí, los adoro. ¿Y usted?
—Soy hijo único.
Ella jadeó. —No puedo imaginar algo así. Debe haber sido pacífico... y también
terriblemente solitario.
Él se aquietó, y cuando su mirada se encontró con la de ella, la expresión del
Señor Rannulf era cuidadosamente impenetrable. Levantó las cartas. —¿Juega
usted?
—Prefiero el ajedrez—, dijo ella en voz baja, preguntándose si sería un caballero
poco acostumbrado a hablar de sus sentimientos. Otra situación que no podía
imaginar. Lizzy y sus hermanos hablaban a menudo y compartían sus experiencias,
todas las penas y alegrías. Encontraban consuelo y orientación los unos en los otros.
—¿Hay un tablero aquí?
—Sí—. Se levantó y se apresuró hacia un pequeño cofre, lo abrió y sacó el juego
de ajedrez. En el cajón había también una pequeña petaca llena de brandy. Lizzy la
tomó y se acercó a su compañero. —He encontrado una petaca con brandy por si
desea beber.
Él recorrió la pequeña habitación. —¿Viene aquí a menudo?
Lizzy recuperó su cómodo sitio en el pequeño sofá. —No.
—Está íntimamente familiarizada con la casa.
Ella clavó su mirada en la de él y vaciló. —Alguien que conozco solía venir aquí.
Por eso está tan limpia y bien arreglada.
—Ese alguien se encontraba aquí con un amante—, dijo él intuitivamente.
Ella frotó los dedos sobre una torre. —Una vez.
—¿Por qué no están casados? ¿Ella también cree que es un estado desagradable?
—Él murió—, dijo Lizzy en voz baja, incapaz de decir más a este extraño. No es
que quisiera compartir el íntimo dolor con el que vivía su hermana Fanny tras perder
al hombre al que amaba con toda su alma. Un amor así asustaba a Lizzy, la idea de
entregarse tan completamente y luego perder ese amor o que él la rechazara. Sólo

imaginarlo dejaba una agonía sin aliento dentro de su pecho, y rehuía hacerlo. —
¿Cómo conoció a Sir Roger, Señor Rannulf, si puedo preguntar?
—Lo conocí en Londres.
Lizzy sonrió. —¿Es usted siempre tan escueto con las palabras?
—Se me ha acusado a menudo de ser breve—. Un ligero ceño fruncido marcó su
frente mientras miraba por la ventana. —Sir Roger parece un buen tipo. Cuando me
invitó a la finca a cazar un poco, pensé que esta semana era un buen momento para
visitar Penporth.
—¿Por qué esta semana?
—Mi madre tiene la idea de que, puesto que hace poco he cumplido veintisiete
años, es hora de que encuentre una novia. Esta certeza suya es como una fiebre de
la que hay que escapar. Ella no creería que yo pasaría tiempo en Penporth a menos
que me viera con sus propios ojos—, murmuró.
—¿Por qué no quiere casarse?— Instintivamente Lizzy pensó que no podía
atribuirle las mismas razones que su hermano. Algo en el señor Rannulf parecía...
más grande que sus hermanos, como si no fuera tan frívolo con la vida. Mientras
que sus hermanos se reían con facilidad y eran capaces de arrancar una sonrisa hasta
a la matrona más adusta de Penporth, aquel desconocido apestaba a... una frialdad
remota, una autoridad que ella no entendía, con un aire cultivado de superioridad.
—Es complicado.
—Me gustan las cosas complicadas. Y lo más maravilloso es que tengo el ingenio
y la paciencia para entenderlas.
Él soltó una risita, y el sonido la reconfortó. —Debo casarme con una dama de
calidad, de buena reputación y conexiones respetables.
Todo lo contrario a mí. El pensamiento errante sobresaltó a Lizzy y, por un
momento, bajó las pestañas. —¿Es usted un caballero de cierta importancia para
tener requisitos tan elevados?
—Supongo que lo soy—, dijo enigmáticamente.
—Estoy segura de que hay muchas damas en la sociedad que encajarían en su
ideal. ¿Qué tiene de complejo?
Él le arrebató uno de sus caballos del tablero. —Porque aún no he encontrado a
la que amo.

Lizzy levantó la mirada del tablero de ajedrez, asombrada de oír a un hombre


hablar tan despreocupadamente de sentimientos tiernos. Especialmente a un
caballero que ella había pensado hacía sólo unos momentos que no estaba versado
en 'sentimientos' —¿Habla de amor?
—Amor, afecto, sentimientos—, murmuró él, estudiando atentamente el tablero
de ajedrez. —Un matrimonio frío, lleno de amargo silencio y distancia no es algo
que yo desee. Mi esposa poseerá el estatus y la reputación para caminar a mi lado, y
habrá respeto y afecto mutuos entre nosotros, o no me casaré.
Él la dejó tan asombrada que guardó silencio durante unos instantes.
Empezaron a jugar hasta que su naturaleza inquisitiva la impulsó a preguntar: —
¿Por eso le preocupa tan poco que nos descubran?
—No hay fuerza en esta tierra que pueda obligarme a casarme—, esbozó él. —
Hasta que no haya conocido a la mujer con la que desee unirme en tal alianza. Un
asunto tan molesto como una situación comprometedora y el dictamen de la
sociedad no me harían cambiar de opinión. Sobre todo cuando sé que es inocente y
una mera situación dictada por circunstancias externas.
Su seguridad y arrogancia casi la incitaron a preguntarle el nombre de su familia
y sus conexiones.
—Su turno, señorita Elizabeth— dijo él, destapando la petaca y llevándosela a
la boca.
Ella se sobresaltó cuando él le tendió la petaca. —¿Busca una compañera de
copas, señor?
Él miró con pesar la petaca. —Todavía tiene frío. Esto la calentará.
Lizzy tomó la petaca y bebió un sorbo. El líquido la quemó desde la garganta
hasta el estómago, ahuyentando el frío que le había causado la humedad. Se la
devolvió con una sonrisa y se inclinó para estudiar su juego, dolorosamente
consciente de que había conocido a un caballero que le interesaba por primera vez
en su vida.

~*~
Pocas horas después de conocer a la señorita Elizabeth, la tranquilidad de
Rannulf se hizo añicos por completo. Era una belleza extraordinaria, claramente una
muchacha de origen común, pero él la encontraba sumamente encantadora e
inteligente. Jugaba al ajedrez como una maestra estratega y se mostraba encantada
de haberle ganado cuatro de sus seis partidas. Decía lo que pensaba con confianza y
libertad, y tenía una dulzura sin artificios que a él le resultaba muy atractiva.

Las jovencitas nunca eran ellas mismas a su alrededor. Los tartamudeos y los
rubores infernales por una simple inclinación sobre sus manos le resultaban
extremadamente fastidiosos. No creía que fuera porque muchas lo consideraran
guapo. Era simplemente porque cuando las personas lo miraban, veían su título, su
riqueza y sus consecuencias. No veían al señor Rannulf como Elizabeth. En su lugar,
veían al poderoso Rannulf Brentwood, el Duque de Ravenswood.
De repente sintió como si el hecho de que su caballo lo arrojara al lago hubiera
sido lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Deseoso como estaba de besar
a la belleza de pelo oscuro, se templó para comportarse como el perfecto caballero.
Había dado su palabra y sería deshonroso faltar a ella, incluso con la tentación
golpeando sus sentidos. Incluso cuando la señorita Elizabeth se puso un poco
achispada por el brandy que habían compartido, con las mejillas encendidas como
una rosa roja brillante y aquel magnífico par de ojos azules mirándolo con curiosa
invitación, Rannulf rechazó el ardor que surgía en su interior.
Jugaron al ajedrez y a las cartas y llenaron el interminable tiempo mientras
afuera arreciaba la tormenta, hablando de las comidas que les gustaban. Ella se
acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja. —No puedo creer que no tenga un
pastel favorito.
La dama era golosa, pues había enumerado varios postres predilectos que le
gustaba comer.
—Seguro que tiene algún alimento que le guste mucho.
—Debo consumir lechuga o incluso repollo al vapor con zanahorias con mis
comidas.
La expresión de la muchacha fue de asombro. —¿Verduras? ¿Sus comidas
favoritas son... verduras?
Él reprimió la risa que lo invadía por dentro. —Me gusta el sabor y es una
comida sana y equilibrada.
—Pobre criatura—, jadeó ella, con los ojos brillantes. —Su infancia debió de ser
espantosa.
Casi mencionó entonces que era duque y que había disfrutado de todos los
privilegios de ser heredero de un ducado. Rannulf sabiamente guardó silencio,
pensando que era peculiar que en todos sus años, nunca había tenido una
conversación dentro de su grupo en la que hubieran hablado de sus cosas favoritas.
Ella miró más allá de su hombro. —La lluvia ha terminado.

La realidad se entrometió bruscamente. —¿Nos dirigimos a la casa del


terrateniente?
—Sí.
Después de dejarla en condiciones, salieron de la cabaña, y ella lo llevó lo
suficientemente cerca de la casa de Sir Roger Henry. Rannulf desmontó, la miró y le
hizo una reverencia cortés. —Gracias, señorita Elizabeth. Siempre recordaré su
amabilidad.
Un suave deje de humor tocó sus encantadores ojos. —De nada, señor Rannulf.
Le deseo un buen día.
Hizo girar el caballo y se marchó. Una extraña sensación le recorrió el pecho
cuando ella se detuvo a lo lejos y miró hacia atrás. Se miraron durante unos instantes
antes de que apartara la vista de él e impulsara al caballo a un magnífico galope.
Rannulf entró, divertido de que Sir Roger estuviera a punto de enviar una
partida de búsqueda.
—¡Por Dios, Ravenswood! Estaba a punto de montar un grupo de búsqueda. Ha
estado desaparecido durante varias horas, y está decididamente desaliñado.
—Todo está bien. Estoy aquí e ileso.
—Su Excelencia, pensé que debía estar acabado cuando ese caballo regresó sin
usted. Entonces llegaron las malditas lluvias y...— Sir Roger se pasó los dedos por
su cabello rubio oscuro. —Mis nervios nunca habían estado tan agitados.
Rannulf le dio una palmada tranquilizadora en los hombros mientras
caminaban por el pasillo. —Me refugié en una cabaña y esperé a que dejara de llover.
—Tuvo mucha suerte.
—Tuve mucha suerte, sí.
Aquella noche soñó con tormentas y con una hermosa joven que cabalgaba hacia
él a través de una fina niebla. La señorita Elizabeth permaneció en su mente al día
siguiente, y el campo ya no le pareció apacible. A Rannulf lo invadía una inquietud
sin nombre, una extraña sensación de insatisfacción y una curiosa hambre. Ni
siquiera montar a caballo, uno de sus pasatiempos favoritos, era capaz de calmar el
caos de su mente y distraerlo de su tentadora persona.
—Cabalga como el diablo—, dijo Sir Roger riendo, trotando a su lado.
—¿Conoce a una tal señorita Elizabeth?— preguntó Rannulf con cierta
brusquedad. —Vive en Penporth.

—Aquí hay unas cuantas señoritas que se llaman Elizabeth. Tal vez usted pueda
darme más detalles—, preguntó, con una luz curiosa en sus ojos castaños.
—Cuando la dama ríe, inclina la cabeza hacia atrás, y el sonido es libre y
encantador—, dijo bruscamente. —Es bastante lista, juega al ajedrez como una
experta y...
Rannulf apretó los dientes al ver cómo lo miraba Sir Roger.
—¡Por Dios, está enamorado!
—¿Enamorado? No sea tonto. Apenas la conozco.
Sir Roger arqueó una ceja. —Entonces, ¿qué es esto si no es que está prendado
de ella?
—No tengo ni idea—, admitió Rannulf con un gesto irónico en los labios. —¿La
conoce?
—Necesito una descripción física.
—Pelo negro, ojos azul oscuro y una sonrisa que rivaliza con...
—La señorita Elizabeth Fairbanks—, dijo Sir Roger en voz baja, mirando hacia
el bosque.
—¿Tiene esta señorita Fairbanks varios hermanos?
—Son doce en total. Su dama es una de esos 'muy malos Fairbanks'.
Rannulf frunció el ceño. —¿Muy malos Fairbanks?
Sir Roger hizo una mueca. —Sí, el apodo que la supuesta buena gente de
Penporth atribuyó a la familia. La familia es bastante excéntrica. Ciertamente, se han
visto envueltos en más escándalos y travesuras de los debidos. Incluso se rumorea
que una de las hermanas está embarazada y soltera. No mucha gente respetable de
Penporth se relaciona con ellos.
El hielo se formó dentro del pecho de Rannulf. —Ya veo.
—¿Cómo conoció a la señorita Fairbanks?
—Un mero encuentro casual—, dijo.
—Deduzco que nunca se percató de que ella fuera tan inadecuada—, dijo Sir
Roger sombríamente. —Es el mismo problema que tengo yo. Su hermana, la señorita
Emma Fairbanks, me parece encantadora, pero la familia... no es conocida por tener
conexiones notables, y su padre no era más que un caballero rural de escasas

influencias. Su madre es la hija de un vicario y la tercera hija de un barón, así que


hay alguna esperanza, pero sus costumbres salvajes son...
—Si ama a la muchacha, haga una oferta por ella—, dijo Rannulf sombríamente,
notando el aire de seriedad que se instaló en el terrateniente.
—¿Una oferta de matrimonio?
—Por supuesto.
—¡Santo Dios, Excelencia, habla completamente en serio!
—Sí.
—¿Es eso lo que planea hacer, una oferta por Elizabeth Fairbanks?
Rannulf hizo girar su caballo. —No sea tonto. Sólo la vi una vez. Y la dama está
en contra del matrimonio. No se me ocurriría hacer una oferta contra tanta
seguridad.
Llegó a Londres unos días después y se instaló en su casa de Grosvenor Square.
Rannulf se entregó de lleno a sus obligaciones en la Cámara de los Lores. Pasaron
tres semanas con incontables noches sin poder dormir antes de que admitiera que el
encuentro fortuito con una tal señorita Elizabeth Fairbanks no lo dejaría en paz. Se
sentía atormentado por su sonrisa, el brillo de sus ojos y su belleza.
¿Cómo era posible?
Con aquel gruñido silencioso resonando en su interior aquella noche, se levantó
de la cama y bajó las escaleras hasta su biblioteca. Un vistazo al reloj reveló que eran
más de las cuatro de la madrugada. Se pasó los dedos por el pelo y exhaló un fuerte
suspiro. Parecía un maldito idiota, tan angustiado por una joven a la que sólo había
visto una vez. Una chica que probablemente se había olvidado por completo de él o
de las horas que habían pasado juntos en aquella cabaña esperando a que amainara
la tormenta.
Se sentía intensamente perturbado. No había ninguna razón aceptable para que
pensara en ella y, desde luego, ninguna justificación para querer establecer una
relación. Él era un maldito duque y ella una simple señorita de pueblo. Sus vidas
nunca deberían haberse cruzado, y sus propios sentimientos deberían haberla
descartado de inmediato como una persona con la que no convenía relacionarse. Sin
embargo, cuando se sentó detrás de su escritorio fue como si una gran fuerza exterior
lo impulsara a escribirle una carta.

Unas semanas después de quedarse unas horas a solas con un misterioso


caballero en aquella casa de campo, Lizzy contemplaba una carta que él le había
enviado, consciente de que le temblaban las manos.
¿Cómo ha sabido quién soy?
Inesperadamente, se sentía sin aliento e insegura. Escondiendo la carta entre los
pliegues de su vestido, subió a la alcoba que compartía con Fanny. Su hermana había
salido a dar un paseo con casi todos los demás miembros de la familia y regresarían
a su pequeña mansión en una hora. Lizzy se sentó en el borde de la cama y abrió la
carta.
Estimada Señorita Fairbanks,
Han pasado varios días desde mi regreso a la ciudad, y me sorprende lo a menudo que
me encuentro pensando en usted y en nuestro encuentro fortuito.
Su corazón se estremeció, bajó la carta y cerró los ojos. Lizzy se sorprendió al
sentir la sonrisa curvando su boca. También ella pensaba constantemente en él,
preguntándose quién era exactamente y si volvería a verlo. Incluso sus hermanas
habían notado su aire de distracción y lo habían comentado. Tragando saliva contra
la extraña sensación de excitación que le recorría las venas, abrió los ojos y leyó el
resto de su elegante escritura.
Empleé una de sus jugadas en una partida de ajedrez con un buen amigo mío, y lo
maravillé con mi habilidad. Verá, en el pasado había sido todo un reto derrotar a Daniel de
forma tan contundente. Tengo que darle las gracias por este regalo.
No estoy seguro de la razón por la que le escribo, y el hecho de que admita semejante
anomalía por mi parte es asombroso. No soy un hombre dado a la incertidumbre.
—Arrogante—, dijo con una sonrisa, y luego siguió leyendo.
No hay duda de que considerará esto arrogante.
Lizzy se rió. —Así es.
Pero es la pura verdad. Disfrutaba tallando cuando era pequeño y hace poco me ocupé de
elaborar una pieza. La he incluido en la cajita para usted. Me sentiría honrado si la aceptara

como muestra de mi agradecimiento por haberme salvado aquel día. Si desea enviarme una
respuesta, puede escribirme a la dirección que figura más abajo.
Atentamente,
Rannulf.
Con una sensación de alarma, observó que la dirección estaba en Grosvenor
Square, en Londres. Lizzy se preguntó si tal vez trabajaba como hombre de negocios
para una familia adinerada. Eso explicaría muchas cosas sobre él. Recogió la caja que
le habían entregado con la nota y la abrió, con un asombro sin palabras llenándole
el pecho.
La talla de un águila estaba exquisitamente trabajada. Un destello captó sus ojos,
y frunció el ceño al notar que en los ojos del águila había joyas.
—Canalla—, dijo con una carcajada.
Con una cálida sensación en el pecho, llevó el águila a su tocador y la depositó
allí. Se dirigió al pequeño escritorio que compartía con sus hermanas y sacó una hoja
de papel y un bote de tinta. Mojó la pluma y escribió.
Querido Señor Rannulf,
Al principio no sabía cómo había descubierto mi identidad, pero luego me di cuenta de
que Sir Roger debía de haberle proporcionado la información.
Hizo una pausa, consciente de que el terrateniente también habría mencionado
la reputación poco deseable de su familia. Lizzy sonrió.
Es curioso que me haya escrito, sabiendo las historias que debe haber oído.
Gimiendo, tachó esa parte, la hizo una bola y la arrojó a la papelera. A Lizzy no
se le daba bien escribir cartas, sobre todo cuando no sabía muy bien qué decir. Calmó
sus pensamientos acelerados y volvió a empezar.
Querido Rannulf,
Gracias por el águila. Su escultura es majestuosa, y es un buen regalo. También me
pregunto si volveremos a vernos. Esta mañana, mientras recorría el bosque con mi hermana
Ester, mis pensamientos se dirigían invariablemente hacia usted. Aún no puedo determinar
si eso es bueno o no. Supongo que debería decir algo más en esta carta, pero también me
encuentro sin palabras.
Suya,
Lizzy.

Después de enviar esa breve carta, Lizzy no esperaba tener noticias del Señor
Rannulf. Sin embargo, compartieron varias cartas durante los siguientes cuatro
meses, desarrollando una amistad. Una amistad que ella ocultó a su familia
simplemente porque no comprendía las complejas emociones que afloraban en su
corazón por él. A través de sus cartas, el Señor Rannulf se había revelado inteligente,
gracioso y reflexivo, aunque a veces terriblemente arrogante. Ahora poseía una
colección de pequeños animales, cada uno con una piedra de color en los ojos. Lizzy
no sabía si tenían algún valor monetario, pero atesoraba cada pieza. A su vez,
empleaba su mente y le escribía poemas. No del tipo romántico, sino prosa satírica
llena de humor. Lizzy no comprendía el apego que crecía entre ellos, pues ninguno
hablaba de matrimonio ni de sentimientos tiernos. Sin embargo, sabía que no podía
soportar la idea de romper su amistad.
Aquella tarde, paseaba por el patio trasero de su casa, arrojando pequeños
granos a las gallinas que cacareaban a su alrededor, mientras sus pensamientos se
llenaban inexplicablemente del señor Rannulf.
—¿Por qué parece que reflexionas sobre los secretos del mundo?—, murmuró
una voz.
Se dio la vuelta y sonrió a su hermano mayor, Colin. —¡Bestia! Me has asustado.
Él levantó una ceja. —Me anuncié, pero estabas absorta en tus pensamientos.
Lizzy suspiró. —Sólo pensaba en la complejidad de la amistad.
—¿Qué tiene de compleja?
—¿Crees que no lo es?
—No.
—Te oí hablar con Richard de que un hombre y una mujer nunca pueden ser
amigos.
Un ceño oscuro se posó en el rostro de su hermano, y su aguda mirada azul se
entrecerró. —¿Qué canalla te ha hecho una proposición? Lo destriparé como a un
maldito pez.
Las mejillas de ella se sonrojaron. —¡Colin! Nadie.
—¿Entonces por qué preguntas por la amistad con un caballero?
Puso los ojos en blanco: —Porque he conocido a alguien y somos amigos. Nunca
ha sido impropio ni ha sugerido nada tan salaz como estás pensando.

La mandíbula de él se aflojó. —Me perturba oírte mencionar siquiera la palabra


salaz y que incluso puedas saber lo que significa.
Lizzy se rió y sacudió la cabeza. —¿De verdad? Si te preocupan esas cosas, ¿por
qué llevaste a la hija del granjero al granero la última vez...?
—¡Elizabeth Fairbanks!— gruñó él. —¿Me estabas espiando?
—¡No había necesidad de eso cuando era tan evidente que planeabas una cita!
Se lo diré a mamá—. Lizzy rió y se alejó corriendo ante su ceño fruncido, ignorando
su grito para que regresara.

~*~
Rannulf cabalgó con su semental por los prados de la finca de Sir Roger,
sintiendo una sensación de paz que se instalaba en su ser al estar de vuelta en el
campo... de vuelta en Penporth. Su primera visita había sido casi seis meses atrás, y
sus obligaciones en la ciudad lo habían mantenido cada vez más ocupado. Sólo había
encontrado tiempo para compartir varias cartas con Lizzy en los últimos meses,
aunque le había prometido una visita. Sonrió, pensando en lo sorprendida que
estaría ella de verlo. Rannulf suspiró. Aún no le había dicho que era un maldito
duque. Cada vez que pensaba en escribir las palabras, sus dedos se trababan sobre
la pluma como si tuvieran vida propia.
Todo cambiará, había sido el pensamiento que golpeaba sus sentidos. Y no quería
que nada alterara sus interacciones. Las personas se habían inclinado ante él toda su
vida, halagando su vanidad, tratándolo como si no fuera un hombre real con
pensamientos y deseos, sino una personificación heroica de la nobleza. Incluso las
conversaciones de su madre giraban en torno al matrimonio y a preservar la
respetabilidad del rango. Para ella, era un duque. No su único hijo o un simple
hombre. Lo mismo podía decirse de todos sus conocidos y amistades; era el rico e
influyente Duque de Ravenswood... nada más. Era consciente de que la mayoría de
los que se decían sus amigos estaban más interesados en el prestigio de ser conocidos
del Duque de Ravenswood, que en el propio Rannulf. La señorita Elizabeth
Fairbanks era la única persona que lo veía como algo más que su título y su riqueza,
y él no quería perder eso. Sus cartas carecían de astucia, deferencia y obsequiosidad.
Eran honestas, encantadoras y simplemente adorables.
Soy un maldito tonto.
Un caballo trotó hacia él, y miró por encima del hombro para ver a Sir Roger
Henry.

—Ha llegado muy pronto, Excelencia—, dijo, sonriendo. —Lo esperaba mañana.
Llega justo a tiempo para presenciar un escándalo de lo más espectacular.
Rannulf arqueó una ceja. —¿Por qué habría de interesarme?
Sir Roger hizo una breve pausa. —Podría haber confundido el asunto
simplemente porque usted preguntó por ella una vez.
Su corazón dio un vuelco. —¿Habla de la señorita Elizabeth?
—Sí.
—Vamos, hombre, ¿de qué se trata?—, preguntó impaciente.
—Ella retó a Lord Wembley a un duelo, y luego llamó al vizconde un bribón
cobarde que tenía miedo de enfrentarse a ella. Me temo que él creyó que tenía que
aceptar ya que ella se había burlado de él delante de todos en el picnic.
Rannulf miró fijamente a Sir Roger. —Las palabras que dice tienen poco
sentido—, dijo en voz baja, consciente de lo peligroso que sonaba. —¿El vizconde
pretende pelear con una dama?
Sir Roger hizo una mueca. —La ofendió... creo que intentó besar a la dama, y
ella se opuso a sus atenciones. Él estaba ebrio e hizo un comentario poco halagador
sobre su familia. Ella lo desafió. Cuando él se rió, dulcemente lo llamó cobarde—. Se
pasó una mano por la cara. —No puedo creer que todo el asunto se haya ido al
infierno tan rápido. Están a punto de batirse en duelo.
—Aunque ella lo hubiera llamado cobarde, un caballero no pelea con una dama,
no importa la provocación. Ni la besa sin invitación. Ni la calumnia por rechazar sus
insinuaciones. Y debido a su temerario comportamiento, aplastaré a Wembley—
replicó Rannulf con rabia contenida en la voz.
Los ojos de Sir Roger se abrieron de golpe.
—¿Dónde se baten en duelo?
—En lo alto de la colina que domina mi finca—, dijo débilmente. —Sólo
cabalgaba para alertar a su hermano cuando lo encontré.
—Me ocuparé de este asunto—, dijo con firmeza, haciendo girar su semental y
corriendo hacia la colina.
A medida que se acercaba, vio a las dos personas en la cima de la colina de pie
a varios pasos de distancia. Santo Dios. El hombre tenía una maldita pistola en la
mano, y Elizabeth también. Había otro tonto cerca, de pie con la mano en alto,
sosteniendo un gran pañuelo blanco de hombre. En cuanto lo soltara, levantarían las

manos y se dispararían mutuamente. Rannulf no podía creer de que el vizconde


fuera tan tonto.
—Elizabeth—, gritó por encima del estruendo de sus cascos.
Milagrosamente, ella lo oyó y se volvió en su dirección. Por Dios, parecía un
ángel vengador, con su cabello volando bajo el viento, bailando y arremolinándose
sobre sus hombros y espalda. Aunque iba vestida de forma perfectamente
respetable, estaba en sus ojos. Brillaban con un fuego decidido y desafiante que
conmocionó y despertó sus sentidos.
Tiró de sus riendas y le tendió la mano. —Ven conmigo, ahora.
El vizconde frunció el ceño y se adelantó. —Usted...
—Me encargaré de usted más tarde—, gruñó, sin importarle que el hombre
palideciera.
—Tengo un asunto de honor que atender—, dijo Elizabeth con firmeza. —
Debo...
—Por Dios, vendrá conmigo ahora, o desmontaré y la arrojaré sobre mi maldito
hombro. No me importa quién esté mirando.
Sea cual fuere el instinto que la guió, Rannulf lo agradeció. Ella se acercó a él, y
él saltó de su caballo y la ayudó a montar antes de subir detrás de ella. Clavó su
mirada en los tres hombres y las dos damas que quedaban.
—Ya saben quién soy—, dijo con fuerza implacable. —Si una palabra de
escándalo se respira sobre este asunto, haré que lo lamenten y mucho.
Sus rostros se arrugaron en diversas y temerosas expresiones de asombro, y sin
esperar su respuesta, hizo girar el caballo y se dirigió atronadoramente a la cabaña
que recordaba de memoria. No hablaron, y él los condujo a un ritmo vertiginoso sin
aminorar la marcha, deseoso de intimidad para desahogar su miedo y sus
frustraciones por lo que pudiera haber sucedido. En contra de su buen juicio, la
reprimenda brotó de Rannulf: —¡Eres una maldita idiota imprudente, Elizabeth!
¡Desafiar a un hombre a un duelo está más allá de los límites del decoro y el sentido
común! Podrías haber resultado herida.
—Él era el que habría salido herido—, dijo ella con firmeza.
—¿No has pensado en las consecuencias para tu reputación? ¿O en tu
seguridad?
—Había pensado en mi honor—, espetó ella.

—¿Tu honor?
—¡Sí, Rannulf, mi honor! Ese canalla me tocó cuando le dije que no lo hiciera, e
incluso después de golpearlo, se atrevió a seguir avanzando hacia mí.
Una ira helada se gestó en sus entrañas contra el vizconde. Sin dejar de pensar
en los peligros que ella podría haber corrido, gruñó: —¡Tu hermano tiene derecho a
luchar por tu honor!
Ella torció la cabeza para mirarlo fijamente. —¿Por qué? Porque soy mujer, no
puedo luchar por mí misma y defender mi propio honor. ¿Es eso lo que estás
diciendo?
Maldito infierno. Rannulf la abrazó con fuerza y no dijo nada, impulsando a su
semental hacia la pequeña cabaña en la lejanía. Una vez allí, los bajó del caballo y la
hizo entrar.
Dándose la vuelta, ella se llevó una mano a la cadera. Tenía unos ojos azul
oscuro brillantes y una barbilla condenadamente testaruda. Esa barbilla estaba ahora
levantada en señal de desafío. —¿Por qué estamos aquí? Tengo que asistir a un
asunto de honor. Soy una buena tiradora, no se preocupe, señor.
—Debería ponerte de rodillas—, gruñó, avanzando hacia ella.
La condenada muchacha lo fulminó con la mirada. —¡Si lo intentaras, te daría
un buen golpe en la cara!
El desafío tiró de algo crudo en el interior de Rannulf, y una descarga de lujuria
se clavó en sus entrañas. Siempre se había estado gestando; con cada carta, algo casi
tierno se había despertado en su interior. Esa ternura había desaparecido y en su
lugar había una lujuria codiciosa y desesperada.
La deseaba. Era tan difícil de admitir porque, mirándola a los ojos, podía ver que
era una mujer que nunca se dejaría enjaular ni domesticar por la idea del
matrimonio. Quería aventuras, quería ser libre. Esta mujer no sentía que necesitara
a un caballero para librar sus batallas, aunque él le rogara que le permitiera matar al
mundo por ella. Aunque Rannulf le revelara que era duque, ella no se sentiría
tentada por su riqueza, sus posesiones, su prestigio o sus consecuencias.
Tal vez aceptaría ser su amante o su querida. La idea lo estremeció. Su amante.
Una ardiente necesidad se anudó en su interior. Elizabeth debió de ver su intención
en los ojos, pero no dio un paso atrás ni se amilanó. No, la dulce diablilla levantó la
barbilla.
—Comprendo tu enfado y la ofensa que se te ha hecho, Elizabeth—, dijo,
templando su necesidad. —Sin embargo, considera a los que... a los que te aprecian,

cómo se les rompería el corazón si te hicieran daño. No te precipites cuando puedes


pensar tranquilamente en ello y planear una respuesta apropiada.
Unas lágrimas inesperadas brillaron en sus bonitos ojos. —Él... él me robó algo
que estaba... que estaba guardando para ti—, susurró crudamente. —Mi primer
beso. Él... él apretó su boca contra la mía, y he estado pensando... que la primera
persona que me besara debería ser un caballero que me gustara y admirara, y ese
canalla me lo robó. Quería que fueras tú, Rannulf. Y quiero que tu boca en la mía
elimine la idea de que la suya alguna vez me tocó.
Era una invitación. Y respirando hondo para estabilizarse contra el deseo
primitivo que lo invadía, Rannulf aceptó todo lo que Elizabeth le ofrecía.

Una gloriosa sensación de excitación recorrió a Lizzy cuando Rannulf la estrechó


contra su firme pecho, inclinó la cabeza y la besó abrasadoramente. En cuanto sintió
el maravilloso calor de su boca sobre la suya, se perdió, rindiéndose a las crudas
respuestas físicas que inundaban sus sentidos. Y fue también en ese momento
cuando advirtió que lo que había hecho el vizconde no podía considerarse un beso.
Había sido torpe en su robo, descuidado y brusco.
Rannulf fue gentil... persuasivo... pero dominante. Aplicó una serie de ligeros
roces de su boca contra la de ella antes de morderle los labios. Lizzy abrió la boca y
él le metió la lengua.
¡Oh! No se había imaginado que esto formara parte de los besos, y la alegría se
apoderó de su corazón, porque el vizconde no se lo había arrebatado... no se lo había
quitado. Con un gemido ahogado, se apretó contra su cuerpo y le rodeó el cuello con
las manos. Se sintió rodeada por un cuerpo duro y un delicioso y excitante aroma
masculino. Tentativamente, encontró la lengua de él con la suya, estremeciéndose
ante el calor que atravesaba su cuerpo.
No protestó mientras la desnudaba con destreza sin soltarla de su abrazo
narcotizante. Le quitó el vestido, las enaguas, la camisola, los encajes y las medias
con besos que la marearon de anhelo, y un dulce dolor tembló en su vientre. La tomó
en sus brazos, la llevó a la pequeña cama y la acostó.
—Hace tanto tiempo que te deseo—, le dijo entrecortadamente. —Te deseo
tanto.
—Yo también te deseo—, gimió ella en voz baja, sorprendida de poder sentir esa
necesidad irresistible por otra persona.
Rannulf se apartó de ella y se quitó rápidamente la ropa. Girando la cabeza sobre
las sábanas, Lizzy lo observó sin pudor, con la enormidad de lo que estaba
permitiendo calando hondo en su corazón. Sin embargo, no tenía miedo y
sospechaba que se estaba enamorando de él sin poder evitarlo. Sus labios se
separaron en un jadeo sin palabras cuando él reveló su espléndida desnudez. Su
cuerpo era delgado, pero con unos músculos hermosos. Sin darle tiempo a apreciar
su belleza, él estaba sobre la cama, descendiendo sobre ella con todas sus fuerzas.

Los muslos de ella se separaron instintivamente para dejarlo entrar en aquel espacio
donde sentía un dolor incesante.
La besó por todo el cuerpo, recorriendo con la boca el cuello, el escote y el valle
de sus pechos. Fue como si un relámpago le cayera en el vientre cuando se metió en
la boca un pezón palpitante.
—Rannulf—, jadeó ella, arqueándose hacia los dedos de él, que se habían
introducido entre ellos y subían hasta el interior de su muslo con intención carnal.
Ella se arqueó ante sus movimientos, cada vez desesperada por más. Sus dedos
encontraron su húmedo calor y se deslizaron sobre sus pliegues, abriéndola a sus
perversas caricias. Sintió su aliento sobre su piel desnuda, sus pellizcos y lametones
en los pezones y la parte inferior de los pechos, que provocaron escalofríos de deseo
en todo su cuerpo. Lizzy gritó cuando sus dedos trabajaron un punto entre sus
pliegues hasta dejarla sin aliento de deseo. Las sensaciones eran calientes y
abrumadoras. Un largo dedo se deslizó profundamente dentro de su canal
femenino, entrando y saliendo, acariciando aquel fuego de necesidad. Un grito
sordo se transformó en un sollozo de necesidad cuando él permitió que un segundo
dedo se uniera, estirando y provocando su cuerpo. Frotó el pulgar resbaladizo sobre
su nódulo, la fricción contra aquella carne tierna y dolorida era casi insoportable, el
placer creciente exasperante.
Lizzy se aferró a sus hombros, abrazándolo contra ella, mientras un intenso calor
se enroscaba en su vientre y se hacía astillas. El éxtasis más dulce la recorrió en
oleadas. —¡Rannulf!
Él la estrechó contra sí, besándole la boca y murmurándole palabras de
seguridad mientras el placer se apoderaba de ella. Él penetró su cuerpo con el suyo
y Lizzy ahogó un grito en su beso al sentir la punzada. Fue la invasión más dulce y
ardiente y, por un momento, pensó que no sería capaz de soportar su presión. —¡No
creo que esto funcione!
Su risita era forzada, su cara una mueca de lujuria y ternura. —Funcionará
porque te juro que estás hecha a mi medida, Elizabeth, en todos los sentidos.
Aquellas palabras le quemaron el pecho y la llenaron de alegría. Él la besó
profundamente, alejando su mente del dolor provocaado. Flexionó las caderas y ella
gimió en su boca mientras él penetraba más profundamente en su cuerpo. El cuerpo
de Lizzy cedió plenamente a su persuasión y el gemido de él se fundió con el grito
de ella. Empezó a moverse dentro de ella, al principio despacio y con cuidado, hasta
que ella se relajó bajo su sensual dominio. Ella rodeó sus caderas con las piernas,
empujando su virilidad aún más adentro de su cuerpo. Jadeó ante el creciente placer

que embargaba sus sentidos mientras él la cabalgaba hasta otra estremecedora


plenitud. Temblores de éxtasis recorrieron su cuerpo, arrancándole un grito
ahogado de la garganta. Rannulf la abrazó con fuerza y, con un gemido, encontró su
propia liberación. La tempestad pasó y quedaron tendidos, con los corazones
palpitando y el sudor mojando sus pieles.
—No fui cuidadoso—, murmuró él, deslizando una mano entre ellos para
posarla sobre el vientre tembloroso de ella. —Esto no me había pasado nunca.
Rannulf parecía sorprendido.
—¿Qué no te había pasado nunca?
—Acabar dentro...
Lizzy comprendió y se puso rígida. —Yo...
Oh, Dios, cómo podía haber sido tan imprudente teniendo en cuenta todo a lo
que se enfrentaba su hermana Fanny por haber dado a luz recientemente a un bebé
fuera del matrimonio.
Rannulf se separó de ella y la limpió suavemente. Le puso una mano bajo la
barbilla y le acercó la cara a la suya.
—No te preocupes—, le dijo bruscamente. —Si quedas embarazada, haré lo
honorable.
Un puño apretado le oprimió el pecho cuando notó que él no pronunciaba
ninguna palabra de amor o de que se ofrecería por ella ahora. —No me casaría sólo
por honor.
Unos ojos sorprendidos se encontraron con los suyos, y entonces su boca se
curvó. Se inclinó hacia delante y cuando ella intentó apartarse, él le sujetó la barbilla,
manteniéndola en su sitio. Luego le besó la boca con fuerza... y ternura. —Sabes que
me estoy enamorando de ti, Elizabeth—, le dijo. —Aún recuerdo tu promesa de no
casarte, de ahí mi cautela. ¿Ahora tienes una opinión diferente sobre el matrimonio?
Lizzy inhaló bruscamente y lo miró fijamente, entonces la alegría surgió en su
corazón. —Yo...
Unos golpes en la puerta de la pequeña cabaña la detuvieron. La alarma recorrió
su corazón. —¡Santo cielo, hay alguien fuera!
Los golpes continuaron. —Su Excelencia, ¿está dentro? ¡Su Excelencia!

—Gracias a Dios. Parece que vinieron a la casa equivocada—, dijo con un brote
de diversión. —No puedo imaginar por qué un conde estaría en esta casa de campo.
¿Deberíamos esperar a que se vayan?
Lizzy se levantó de la cama y comenzó a vestirse apresuradamente. Rannulf
parecía pensativo y la ayudó a enderezar su corset y a ponerse la camisola. Luego él
se puso su propia ropa.
—Su Excelencia, el hermano de la señorita Elizabeth está de camino a esta
cabaña, y el mayor de los Fairbanks no es un hombre que se contenga. Me temo que
echará la puerta abajo.
Lizzy se aquietó, apretando su vestido contra el pecho. Rannulf se había
congelado tras ella.
—Márchese, Sir Roger. Yo me ocuparé de este asunto.
Hubo una pausa y luego dijo: —Sí, Excelencia.
Ella se volvió hacia él, consciente de la dolorosa opresión que sentía en el pecho.
—¿Eres un conde?
Su expresión se volvió insondable. —No.
—No me mientas, él dijo “Su Excelencia”, y tú respondiste.
—A los condes no se los llama Su Excelencia. Sin embargo, a los duques sí.
Lizzy enrojeció mortificada por su equivocación, apartándose de él
bruscamente. Sólo pudo mirarlo mientras la confusión la invadía. —¿Eres un...
duque?
—Sí.
Ahora comprendía la arrogancia y el aire de superioridad que ostentaba como
una segunda piel. Ella apoyó la mano en su vientre, y la mirada de él siguió el
movimiento. Su mandíbula se apretó y ella casi gritó de frustración. Lizzy aun
recordaba lo que él había dicho la primera vez que se conocieron, sobre el tipo de
dama con la que se casaría.
Debo casarme con una dama de calidad, de buena reputación y respetables conexiones.
Todo aquello de lo que ella carecía y que tal vez nunca poseería. Eso significaba
que su oferta anterior de hacer lo honorable si quedaba embarazada... se refería a
convertirla en su amante. Qué hombre querría una esposa que ni siquiera sabía que
sólo a los duques se los llamaba Excelencia.

—Si me disculpa, Excelencia—, susurró, odiando que le temblara la voz. —Me


gustaría un momento para vestirme. Por favor, espere fuera.
En su rostro apareció una mueca de duro pesar. —Elizabeth, permíteme...
—¡Por favor! Necesito estar sola.
Él asintió con rigidez. —De acuerdo. Te esperaré fuera. Debemos hablar de esto.
Rannulf... no, el duque salió de la pequeña cabaña y cerró la puerta suavemente
tras de sí. Oyó su voz en una conversación y volvió a sonrojarse, suponiendo que Sir
Roger no se había marchado como se le había ordenado. Lizzy no lo pensó, sino que
se apresuró a ponerse su vestido de día, agradecida por la sencillez de su talle alto y
porque se abotonaba en la parte delantera. Se calzó las botas y corrió hacia la
pequeña ventana que había en el lateral de la casita. La abrió de un empujón, arrastró
la silla por debajo, se subió a ella y pasó las piernas, una tras otra, por encima del
alféizar y luego saltó.
Permaneció quieta y esperó. El ruido no había alertado al duque. Lizzy se alejó
corriendo por un sendero donde no correría el riesgo de encontrarse con él o con su
hermano. Corrió hasta que le dolieron los costados, pero no se detuvo, ni siquiera
cuando le brotaron sollozos de la garganta. No entendía por qué su corazón se
rompía de un modo tan horrible, pero no podía dejar de llorar ni de correr hasta
llegar a casa.

Londres
Dos años y un par de meses después…
Los ojos del duque se abrieron de golpe cuando sus miradas chocaron en el salón
de baile de Lady Pomeroy. Lizzy Fairbanks conocía muy bien el dicho 'habla del
diablo y aparecerá'. Sin embargo, no se había imaginado ver realmente al duque
después de lanzar su nombre a la cara del viejo dragón sólo un par de semanas antes.
—¿Alguna vez ha considerado que tal vez no sea apta para el matrimonio?— Lizzy le
había dicho desafiante a su tía abuela, la Condesa Viuda de Celdon, que se había
encomendado a sí misma la misión de salvar a los 'malos Fairbanks' de su ruin
reputación desde que Colin había heredado el condado hacía unos meses, y eso
debía hacerse mediante matrimonios respetables.
—Corre el rumor de que te estabas por batir en duelo antes de que el Duque de
Ravenswood te sacara a lomos de un caballo y se marchara contigo. ¿Hay algo de cierto en
los rumores?
El viejo dragón había esperado con los ojos entrecerrados y Lizzy había sonreído
con insolencia moviendo la cabeza. —Oh, sí, y después fui completamente,
deliciosamente, ultrajada.
Luego se alejó del salón, satisfecha con los asombrados balbuceos de Lady
Celdon. Lizzy sospechaba que ahora sentía una conmoción aún mayor al contemplar
los ojos verdes oscuro que la miraban con ardiente intensidad a través del salón de
baile. Su corazón latió con un ritmo errático y aquellos viejos anhelos por él
estallaron en su interior. Se obligó a apartar la mirada y sonrió al ver a su hermana
Eleanor, que acababa de regresar de Bath. Su hermano Colin estaba en el balcón
superior, mirando como un depredador hambriento a la señorita Hermina Fernsby,
una dama que había contratado recientemente para darles lecciones de etiqueta. Le
parecía divertido que la señorita Fernsby no pareciera percatarse de que se había
metido inocentemente en la guarida del lobo feroz Fairbanks. Colin la devoraría.
Lizzy enterró su sonrisa, disfrutando que Hermina pareciera haber trastornado a su
libertino hermano.

Una oleada de conciencia le recorrió la espalda y supo que Rannulf se acercaba.


Cerró brevemente los ojos y luego miró discretamente en su dirección. La mirada
penetrante del duque no vaciló mientras se abría paso entre la multitud de invitados
hacia ella.
Oh, Dios. Rápidamente se dio la vuelta y esperó que pasara de largo. Aunque
sabía que acabaría viéndolo por la ciudad, Lizzy aún no estaba preparada para ver
a Rannulf. Ni siquiera estaba segura de que se llamara así. Cada vez que lo recordaba
a lo largo de los años, se había obligado a pensar en él como el Duque Ravenswood,
un llamado de atención por la diferencia en su estatus y que nunca más debía
permitir que esperanzas insensatas impregnaran su corazón.
—Señorita Fairbanks—, dijo una voz grave detrás de ella.
Lizzy tuvo miedo de voltearse. Desde que había huido de la casa aquel día, no
había vuelto a permitir que él entrara en su vida. El duque no se había marchado sin
más, sino que se había presentado en su casa, exigiendo hablar con ella. Su madre
había mandado llamar a Lizzy, y ella había bajado las escaleras de mala gana,
asomándose por la rendija de la puerta, observándolo había parecido un rey, una
presencia poderosa e imponente en su pequeño y desaliñado salón. Tales emociones,
que no comprendía, la habían ahogado, y había huido una vez más. Cuando regresó,
horas más tarde, el duque se había ido y, por lo que ella sabía, nunca había vuelto a
Penporth.
—¿No me enfrentarás?
Necesitó una fuerza desmesurada para mantenerse serena. Lizzy vaciló durante
preciosos instantes antes de recobrar la ecuanimidad. Enderezando la espalda, se
volvió hacia el duque.
Su inhalación fue suave pero inconfundible.
Ella hizo una reverencia. —¿Quería hablar conmigo, Su Excelencia?
—Te he echado de menos, Elizabeth—, dijo él en voz baja, como si no hubieran
pasado meses... años desde la última vez que se vieron, y destruyó sin esfuerzo su
burbujeante esperanza.
A pesar de la brisa fresca que flotaba por la habitación desde las puertas abiertas
de la terraza, ella sentía demasiado calor. Yo también te he echado de menos. Sin
embargo, nunca le diría esas palabras al hombre que tenía delante.
—¿Es eso todo lo que quería decir, Su Excelencia?— Lizzy preguntó
cortésmente, luchando por mantener la compostura. No entendía por qué se sentía

tan emocionada ni por qué su corazón también se había apretado con la sensación
de echar de menos a aquel maldito hombre.
Su mirada se volvió pensativa. —¿Recibiste mis cartas?
Las nueve en total. Sin embargo, ella no había contestado, a pesar de haber leído
cada carta varias veces, con sus tontas lágrimas mojando el papel. Incluso Colin le
había preguntado por qué le escribía el Duque de Ravenswood, y ella le había dicho
la inquebrantable verdad, en parte porque no mentía a sus hermanos y porque había
temido que su apasionado encuentro pudiera haber dado lugar a un hijo.
—¿Las recibió, Señorita Fairbanks?
Lizzy lo miró fijamente, casi sin palabras. —¿Recibió usted las mías, Su
Excelencia?
—Sólo una—, admitió él bruscamente.
Querido Duque,
No hay necesidad de comprometer su honor. No estoy embarazada. Me atrevo a decir que
este es el final de nuestra inusitada amistad, ya que aparentemente tenemos tan poco en
común. En verdad, no creo que tengamos nada en común.
Adiós, Su Excelencia,
Lizzy.
Las palabras aún estaban grabadas en su corazón, pues había creído oportuno
informarle de que su salvaje momento no había dejado secuelas. Ella había ignorado
su respuesta, de que por favor, se reuniera con él y le diera la oportunidad de
explicarle muchas cosas. Para Lizzy, no había necesidad de continuar una amistad
con un hombre tan por encima de su familia. Un escalofrío la recorrió. —Yo... debo
irme, Su Excelencia... si me disculpa...
Sus ojos brillaron con una cruda emoción que ella no entendía, pero que la hizo
permanecer en su sitio.
—Tengo entendido que su hermano es el nuevo Conde de Celdon.
Lizzy levantó la barbilla. —Sí, lo es.
Miró alrededor de la habitación, notando cuántas miradas curiosas estaban
clavadas en ellos. —Bueno, ya ha hablado conmigo, Su Excelencia, gracias por su
condescendencia. No lo entretendré más—, dijo, haciendo otra reverencia e
intentando pasar junto al duque hacia el salón de baile, donde esperaba perderlo.

—No tan rápido, Elizabeth—, dijo él, extendiendo un brazo para bloquear su
salida.
—La gente nos está observando, Excelencia. Podría dañar su reputación ser visto
hablando con uno de los muy malos Fairbanks. Así que, si me disculpa, me reuniré
con mis hermanas en el salón de baile.
—Maldita sea, Elizabeth, esta vez no te escaparás—, susurró el duque. —Ah,
están anunciando un vals. ¿Me concede el placer de este baile, Señorita Fairbanks?
Él se inclinó sobre la mano de ella antes de agarrarla fuertemente del brazo para
meterlo bajo el suyo. —Gracias por honrarme con este baile, señorita Fairbanks—,
dijo en voz alta.
—Sabe perfectamente que no acepté, Excelencia. Ahora, por favor, váyase y no
haré una escena.
—Vas a bailar conmigo, Elizabeth, o te echaré al hombro y te meteré en mi
carruaje. Eso sí que sería una escena, y mi reputación me importa un bledo.
La conmoción aplacó su réplica y le permitió que la acompañara al salón de
baile. Tomaron sus posiciones para el baile, Lizzy sonriendo torpemente, tratando
de no empeorar las cosas para sus hermanas, que se esforzaban por obedecer las
restricciones de la viuda y comportarse.
—Creo que la orquesta es particularmente estupenda esta noche, ¿no está de
acuerdo, Señorita Fairbanks?
—Y yo creo que la orquesta suena como un saco de gatos que se ahogan; el
segundo violín desafina y toca medio compás por detrás del resto del ensamble.
—Veo que sigues siendo una criatura antagonista.
Ella le sonrió dulcemente, aunque parecía más bien una mueca de dolor. —Tal
vez lo sea. ¿Qué le preocupa, duque?
Su risita la llenó de calidez y de una extraña especie de mortificación por su
grosería. Verdaderamente, este caballero siempre había provocado su corazón
salvaje.
El vals cobró vida y él la arrastró al baile. —Elizabeth...
—¿Cómo se atreve a mentirme sobre su nombre y título, Excelencia?—,
murmuró entre dientes apretados mientras trataba de mantener la sonrisa. Lizzy se
sorprendió a sí misma sacando a relucir el pasado, creyendo haberlo superado con
creces.

El duque la miró con gravedad. —No quería que tus interacciones conmigo
cambiaran... y lo hicieron en el instante en que descubriste que era duque. Me
apartaste y me excluiste de tu vida.
La verdad de sus palabras se hundió en su cuerpo. —Nuestra amistad no era
real... no podía ser real. Somos de mundos aparte, Su Excelencia.
—Ya no. No sentí que alguna vez lo fuéramos.
La respiración de ella se entrecortó audiblemente, y se preguntó qué quería decir
con eso, pero no indagó.
—¿Por qué estamos teniendo esta conversación, Excelencia?— A Lizzy
ciertamente no le gustaba, ni cómo estar tan cerca de él de nuevo hacía que su
corazón palpitara y se mareara de anhelo.
—Llámame, Rannulf. Me doy cuenta de que estás utilizando mi título como un
muro entre nosotros. No me gusta—, dijo con serena autoridad.
Una risa ahogada escapó de ella. —¿Y espera que me limite a obedecer sus
órdenes?—. ¿Pero cómo lo había sabido?
—Sí.
—No soy una de las aduladoras que lo adoran, Excelencia—, dijo ella
mordazmente. —No tengo ningún motivo para obedecer ninguna orden suya, ni lo
haré.
—Entonces intentaré persuadirte suavemente—, murmuró él, sus ojos brillando
con una luz sensual. —¿Qué posibilidades tengo entonces? ¿Cederás si soy suave?
Lizzy luchó contra el rubor. Suave persuasión. Sospechaba que se refería a la
seducción, y su cuerpo traidor se enrojeció intensamente.
Él la hizo girar con maestría y la atrajo hacia sí, dejándola sin aliento ante su
elegancia y la forma dominante en que la guiaba a través de la sensual danza. Su
cuerpo se sentía vivo y una extraña sensación se retorcía bajo su piel. Lizzy
sospechaba que había sido provocada por estar de nuevo tan cerca de Rannulf. Y
tenía razón. Era mejor recordarse a sí misma que él era un duque... y ella... ella no
estaba realmente hecha para esta vida a la que los había arrojado la herencia de su
hermano, y mucho menos para soportar las consecuencias de tener una amistad con
un duque.
Nunca olvidaría las lecciones sobre el rango aprendidas del viejo dragón. Un
duque estaba sólo un escalón por debajo de la familia real y era tan poderoso que no
sería acusado de un delito aunque lo cometiera. Su hermano, como conde, podía ser

juzgado por sus propios pares, pero no un duque o un príncipe. Un duque sólo
respondía ante el Rey o, en este caso, ante el Príncipe Regente. Aunque la miraba
fijamente con una alarmante hambre devastadora, este hombre que tenía delante
podía aplastarla a ella y a su familia fácilmente. Era mejor no bailar demasiado cerca
de su fuego, aunque seguía seduciéndola y anhelaba estar con él. Sentía dolor en la
garganta por querer decírselo, pero no le salían las palabras. Permanecieron juntos
en silencio durante un par de minutos, mirándose fijamente.
Los ojos de él se desviaron, muy brevemente, hacia su boca. El cuerpo de Lizzy
se agitó y sintió un rápido y rebelde escalofrío. Oh, ¡maldita sea! ¿Por qué sólo
Rannulf tenía el poder de despertar esas necesidades en su interior? Varios
caballeros habían intentado cortejarla en el par de años que llevaban sin verse, y
Lizzy había permanecido impasible, atónita ante su total falta de interés. Sólo aquel
hombre rondaba sus sueños e invadía sus pensamientos de vigilia. Sólo aquel
hombre le hacía pensar a veces que el matrimonio podía ser delicioso.
—¿Su nombre es Rannulf?—, murmuró, aborreciendo cómo su corazón se
estremecía al estar tan tentadoramente cerca de él.
—Lo es. Rannulf William Headley, Duque de Ravenswood. Hay una serie de
otros títulos menores que estoy seguro no te interesa escuchar.
La sensación de ser observada por mil ojos le punzó los hombros y, en un
deslizamiento particularmente elegante, captó la mirada entrecerrada de una
matrona.
—¿Hay alguna posibilidad de que la duquesa asista a este baile?
—Sí, ¿te gustaría conocer a mi madre?
—No—, jadeó. —Sólo lo pregunto porque una anciana me está fulminando con
la mirada.
Él no respondió a eso, sino que dijo: —¿Por qué no deseas conocerla? Conocer a
una duquesa te ayudaría mucho a asegurar tu posición en la sociedad.
—Debería saber mejor que yo lo que significa que me elija para presentarme a
la duquesa tan públicamente. Las especulaciones proliferarán, Excelencia.
La mirada de él se agudizó. —Si otros caballeros creyeran que te conozco... tu
popularidad y atractivo se elevarían.
Ella parpadeó. —Su arrogancia es asombrosa.

Una pequeña sonrisa asomó a su boca. Giró con ella en un amplio movimiento
y luego la acercó, seguramente mucho más de lo que se consideraba apropiado. —
Arrogancia no, simplemente la verdad.
Ella resopló. —No sé cómo no lo ha notado, pero mis hermanas y yo estamos
rodeadas de ardientes admiradores.
—Lo he notado—, gruñó. —Te miran como lobos hambrientos.
Ella sonrió dulcemente. —Ah, sí, recuerdo que antes me miraban.
La suave risa de él penetró en sus sentidos.
—¿Sigues sin estar interesada en casarte, Elizabeth?
La pregunta despreocupada le atravesó el pecho y buscó su insondable
expresión, preguntándose si se burlaba de ella.
—Sigo sin estar interesada, Excelencia.
—¿Ni siquiera ahora que tu familia ha ascendido y que con toda seguridad se
espera que te cases?
Ella recorrió deliberadamente la habitación antes de dejar que su mirada se
posara en él. —El viejo dragón espera que me case.
Él arqueó una ceja y ella dijo: —¿Mi tía abuela, la Condesa Viuda de Celdon?
—Si alguien entiende el significado de un matrimonio noble, sería la condesa
viuda.
—Me importan un bledo sus expectativas. Si alguna vez he de casarme, será con
un hombre que yo elija; un hombre al que ame, y un hombre en cuya vida encaje
perfectamente. Dudo que un caballero así exista en este entorno.
Él no hizo ningún comentario, sino que la miró fijamente con aquella expresión
intensa suya. —Ya somos dos.
Una sensación peculiar recorrió a Lizzy. —¿Qué quiere decir, Excelencia?
—Tengo toda la intención de asegurar a mi novia esta temporada.
Los pasos de ella flaquearon y fue la destreza de él la que los mantuvo bailando
durante unos instantes, evitando chocar con los demás en la pista. Lizzy sintió como
si algo se resquebrajara dentro de su pecho. —¿Planea casarse pronto?
Un ceño fruncido surcó sus facciones antes de que su expresión se suavizara. —
Sí.

—Bueno—, dijo ella con una pequeña sonrisa, temiendo que le temblaran los
labios. —Le deseo mucho éxito en su empeño.
La mirada que él le clavó era sombría. —¿Eso es todo lo que tiene que decir,
señorita Fairbanks?
—Por supuesto, ¿qué otra opinión puedo tener al respecto? No somos más que
extraños, Excelencia, con sólo unos momentos fugaces entre nosotros hace algunos
años.
Una pequeña sonrisa se formó en su boca. —Muy bien, Señorita Fairbanks.
—Más importante aún, recuerdo que debe casarse con una dama de calidad, una
con una reputación intachable y conexiones respetables. Una dama con mi...
reputación difícilmente puede aconsejar a un hombre de su calibre sobre cómo elegir
a un dechado de esas cualidades.
Su mirada se clavó en ella, pensativa, y temiendo que viera cómo su corazón
sufría estúpidamente, Lizzy apartó la vista.
El baile terminó y él la acompañó a un lado, donde su hermana Eleanor esperaba
con aire ansioso. El duque se inclinó y ella hizo una reverencia. Se dio la vuelta y se
alejó, dejándola dolorosamente consciente del anhelo que le atravesaba el corazón
mientras lo veía desaparecer entre la multitud que abarrotaba el salón de baile.

Aquella noche, Rannulf se sentó ante la chimenea de su biblioteca,


contemplando las crepitantes llamas. Había herido a su Elizabeth con sus palabras.
Eso había quedado patente en su reacción no censurada. La pena y la conmoción
habían brillado en sus hermosos ojos azules.
Aunque no le gustaba haber provocado aquella reacción, la sensación de
propósito lo invadió al comprenderlo. Que sufriera con la mera idea de que buscaba
a su novia significaba que Elizabeth aún sentía algo romántico por él. Ahora
esperaba que aún ardiera una llama por él como él ardía por ella. Aunque, dada la
distancia y el tiempo que los separaban, esos sentimientos podrían ser sólo una
chispa. Él podía avivarla hasta convertirla en brasas brillantes, si ella le daba la
oportunidad. Rannulf trabajaría muy bien para asegurarse de que le diera esa
oportunidad.
Había sido un tonto estos dos últimos años. Creyendo que con el tiempo
Elizabeth suavizaría su actitud hacia él. El año pasado, incluso había cabalgado hasta
Penporth y había conocido a su hermano, Colin. El hombre aún no era conde, pero
se había enfrentado a Rannulf y le había exigido que dejara en paz a su hermana.
Ella no quería verlo, y él respetaría sus deseos.
Rannulf era un duque. Nadie en el mundo se atrevía a hablarle así. Podría haber
arruinado al señor Colin Fairbanks con una simple palabra, pero sólo había sentido
respeto por un hermano que intentaba proteger a su hermana incluso frente a un
enemigo potencialmente tan poderoso. Rannulf había retrocedido y esperado. Ella
no había cedido, y había estado a punto de lanzar una persuasión más despiadada
cuando supo del ascenso de su hermano.
Entonces se había sentado a observar y esperar. Nadie podría decir que no era
un hombre paciente. Sabía que tendrían que introducirse en la sociedad y que ella
tendría que entrar en su mundo. Aquí, en la deslumbrante esfera social donde el
linaje de Burke dictaminaba quién importaba o donde uno podía ser aplastado con
pocas posibilidades de volver a levantarse, Rannulf intuía que podría tenerla en la
palma de su mano. Hasta ahora no había logrado su objetivo de tener a Elizabeth.
Necesitaría todo su ingenio, poder y crueldad para llevarla a donde él quería.

—Aun así, he calculado mal—, le susurró al fuego antes de inclinar la cabeza


hacia atrás y beber de un trago el whisky en su vaso de cristal. —¿Por qué, en nombre
de Dios, la deseo tanto?
Ninguna deidad le respondió, y su risa irónica resonó en la quietud de la noche.
Elizabeth seguía sin querer casarse, y Rannulf sentía que nunca lograría convencerla
de que lo aceptara. Las palabras de ella esa noche se habían clavado en su pecho
como una piedra inamovible.
'Un hombre en cuya vida encaje perfectamente’.
Sabía que se refería al rango que distinguía sus lugares en el mundo. Sospechaba
que por eso había huido de él entonces, en la cabaña. Pero ahora era la hermana de
un maldito conde. Seguramente, ella veía que había algo más que una pequeña
oportunidad para ellos, si así lo deseaba.
Un suspiro salió de él y cerró los ojos. Y ese era el problema, ¿no? Ella no lo
deseaba.
A menos que le demuestre que somos el uno para el otro.
El pensamiento murmuró suavemente en su interior, pero no movió la piedra
que se había posado pesadamente sobre su corazón y su mente. Sus pensamientos
se arremolinaron y cayó en la cuenta de que el plan con el que había salido esta
noche había sido el condenadamente equivocado. Rannulf había planeado escoger
a Elizabeth, bailar con ella dos veces, señalar su intención a la nobleza, hacer una
visita a su hermano, solicitarle cortejarla y luego cortejarla de verdad.
Se acercó a la repisa de la chimenea para verter más whisky en su vaso. Pero,
por supuesto, esos medios convencionales no podían utilizarse para cortejar a una
belleza salvaje, poco convencional, fogosa, testaruda, dulce y desafiante como la
señorita Elizabeth Fairbanks.
Tendría que emplear cierta dosis de engaño, pero en el amor y en la guerra todo
valía, y la batalla por el corazón de la mujer de la que se había enamorado y a la que
nunca había olvidado sólo había iniciado. Ahora debía comenzar el asedio a su
corazón y a su cuerpo en serio. La cortejaría con algo que había ardido entre ellos
desde el principio: las tentaciones de la pasión, y también la conquistaría... la
seduciría y la deleitaría... mostrándole su amor y su compromiso con la idea de
formar una verdadera pareja. Se dirigió a su escritorio, abrió el último cajón y sacó
una cajita con sus cartas. Rannulf sacó el paquete encuadernado con cinta, apartó el
pequeño lazo y seleccionó al azar una de las cartas que ella le había enviado cuando
eran amigos.

Querido Rannulf,
Me ha encantado recibir su carta más reciente y su lobo tallado. Siempre he admirado a
los lobos. Son criaturas tan nobles. ¿Sabía que forman pareja de por vida? ¿Y que tienen
manadas? Son desinteresados y leales, un poco como mi familia, me agrada creer. Somos una
manada. Eso me gusta. Usted se burló de mí cuando me dijo que debería decirle lo que sueño
sin temor a la censura. No tengo temor. Sonreí cuando dije eso, y espero que usted también,
aunque me doy cuenta de que tengo miedo. Me resulta extraño admitirlo, pero siento como
si nos hubiéramos acercado mucho estos últimos meses. Uno de mis mayores temores es no
dejar nunca Penporth. Me atrevo a decir que es un pueblo encantador con habitantes
interesantes a los que les encanta el chisme. Sin embargo, anhelo viajar más allá de nuestro
idílico pueblo.
Tengo veintiún años y nunca he viajado más allá de nuestro salvaje y pintoresco
condado, pero anhelo visitar Londres. Hay tantas cosas maravillosas que me gustaría ver allí,
a saber, visitar el teatro, los jardines de Vauxhall y Hyde Park. Oh, hay muchas más que
mencionaré en otras cartas. Aun así, he soñado especialmente con asistir a un baile de
máscaras desde que la señora Benton dejó una hoja de escándalo en la carnicería local, y de
algún modo circuló por muchos salones de Penporth.
Me temo que ya he divagado bastante. ¿Cómo fue su visita a Escocia? Confío en que las
reparaciones del castillo de su empleador estén terminadas.
Suya,
Lizzy.
Rannulf soltó un suspiro lento y dobló el papel. Qué ingenua y animada había
sido cuando se habían correspondido por carta. Por supuesto, ella lo había
considerado un caballero trabajador y no le había ocultado ninguna parte de sí
misma. Él había sido un maldito tonto por ocultarse de ella. Rannulf recordó cómo
lo había destripado no poder decirle que era su propio castillo el que había visitado.
Aun así, se preguntó si habría llegado a conocerla de haber revelado antes su
identidad.
No, ella se habría alejado mucho antes.
Ser consciente de ello mitigaba en parte la maldita culpa que sentía. La había
inducido a revelar muchas cosas sobre sí misma que Elizabeth nunca habría
revelado a un duque. Sin embargo, una idea de cómo la cortejaría exactamente se le
metió ahora en el corazón. La tentaría con todos los deseos que alguna vez había
querido satisfacer. Sentado ante su escritorio, sacó una hoja de papel y le escribió
una carta. Después de adjuntarla, dejó instrucciones para que su hombre se la
entregara en casa mañana a primera hora.

Salió del despacho y se dirigió al pasillo, con la intención de acostarse pronto.


No se había quedado en el baile y se había marchado justo después de ver al nuevo
Lord Celdon besando a una belleza en los jardines. Rannulf se había escabullido
discretamente. Un sonido en el pasillo lo hizo levantar la vista. —¿Madre?
—Sí, Ravenswood, soy yo—, dijo ella, acercándose.
Él arqueó una ceja. —¿Por qué estás aquí?
—¿Ya no se me permite entrar y salir de tu residencia?—, preguntó ella con
acritud.
Él ocultó su diversión, sospechando por qué se había retirado aquí después del
baile y no a su propia casa de Russell Square. —Sabes que siempre eres bienvenida.
Buenas noches, madre.
Rannulf subió las escaleras y fue detenido por ella, que lo llamaba por su
nombre. Se dio la vuelta y la miró. —Sí, madre.
—¿Por qué sólo bailaste con esa mujer?
Él levantó una ceja. —Por casualidad, ¿te refieres a la Señorita Elizabeth
Fairbanks?
—¡Sabes que es la única dama con la que has bailado esta noche! No seas
bromista.
—Así que sabes que es una dama—, dijo con una cortesía escalofriante que
pareció tomar a su madre por sorpresa. —Ya que lo sabes, madre, refiérete
respetuosamente a ella como la señorita Fairbanks.
Su madre hizo un evidente esfuerzo por serenarse. —¿No es ella la misma
criatura con la que tu nombre estuvo desfavorablemente relacionado hace unos
años? ¿O es algún pariente?
—Nunca me han relacionado con una criatura. Que duermas bien, madre—.
Rannulf se dio la vuelta y subió los escalones.
—Tienes treinta años, hijo mío, y hace más de tres que me prometiste que
encontrarías una novia y sentarías cabeza.
Era grosero, pero continuó hacia su habitación, no quería volver a tener esa pelea
con su madre. Le divertía que ella pensara que podía ordenarle a él, un hombre
adulto y un duque poderoso, que se casara porque ella simplemente lo deseaba. Aun
así, comprendía que ella lo amaba y quería verlo feliz. Pero no podía permitir que
ella dirigiera con quién se casaba, como había visto que hacían las madres de algunos

de sus compatriotas. Le resultaba incomprensible que permitieran que se tomara esa


decisión por ellos, cuando el matrimonio era tan importante por su permanencia.
Una vez le dijo que se casaría con una mujer que le gustara... a la que pudiera
amar y respetar. Aunque tenía que admitir que antes de conocer a Elizabeth
Fairbanks, había tenido otros criterios. Ya no le importaba que su esposa fuera
perfecta en su comportamiento, elocución, modales y conexiones.
¿Cómo iban a importarle esas trivialidades cuando había conocido a una dama
que deslumbraba sus sentidos con su vivacidad, amabilidad y encanto para toda la
vida y la había considerado tan perfecta?
Abrió la puerta y su ayuda de cámara se levantó de la tumbona junto al fuego.
—Excelencia,— murmuró su hombre, inclinándose.
—No debiste esperar mi regreso, Andrew.
Su ayuda de cámara se apresuró a ayudarlo a quitarse las botas. —Ya me
encargo yo. No te necesitaré durante el resto de la noche. Que descanses.
—Sí, Excelencia—. Hizo una reverencia y salió de la habitación.
Rannulf se desvistió lentamente, dejando caer su peso sobre la cama,
completamente desnudo. Planearía minuciosamente su campaña para ganarse el
corazón de Elizabeth Fairbanks. Y estaría condenado si cometía otro error.
Esta vez no, Elizabeth. Esta vez te perseguiré.

Lizzy no podía dormir. Habían pasado varias semanas desde que vio al duque
en el baile de lady Pomeroy. La vida de su familia se había desordenado con el
repentino matrimonio de Colin con su profesora de etiqueta, el secuestro por parte
de Fanny de un caballero que creía que era el amante que había perdido en la guerra
para persuadirlo de que se casara con ella, y ahora Eleanor que parecía haberse
enamorado de un hombre que era copropietario de un garito de juego.
Era demasiado, pero quizá no tan sorprendente, dado que se trataba de su
familia. Aun así, el Duque de Ravenswood y la forma en que la había mirado aquella
noche seguían atormentando a Lizzy. Como si hubiera deseado verla desde que se
separaron.
—Qué tontería—, susurró. —¿Y por qué estoy pensando en eso ahora?
Lizzy había hecho todo lo posible por ignorarlo y a la carta que le había enviado
semanas atrás. Sin embargo, desde que había visto a su hermana subir a un carruaje
para conversar escandalosamente con el señor Lucien Glendevon, todos los sueños
de Lizzy habían girado en torno al duque. No podía dejar de recordar cómo la había
mirado fijamente o de pensar en la nueva carta que le había enviado... la que ella se
había negado a abrir.
O a quemar.
También pensó en sus cartas anteriores, leyéndolas una vez más aunque
ignoraba la nueva, temerosa de lo que pudiera decir... temerosa de que pudiera
tentarla en contra de su buen juicio. Había reflexionado copiosamente sobre el
primer día que lo conoció en el lago y el día en que le entregó su virtud. Gimiendo,
rodó sobre su vientre, presionando su cara contra las almohadas.
Llamaron a su puerta y murmuró: —Ahora no.
Por supuesto, fue ignorada. La puerta se abrió de golpe y Ester entró, se acercó
a la cama y dejó caer su peso sobre el colchón. —Necesito esconderme aquí de Lady
Celdon—, dijo con un gemido. —No soporto oír más sobre esas malditas lecciones.
Mis ojos están bizcos. ¿Por qué sigues en la cama?
Lizzy gimió. —Yo...

Ester le tocó el hombro. —Estás abatida, Lizzy.


—No lo estoy—, exclamó ella, sentándose y apoyándose en el cabecero. —Me
siento como tú. Hoy Hermina no me ha dado clases. He tenido suficiente por esta
semana.
—Hay un aire de melancolía en ti que no me gusta—, dijo Ester, preocupada. —
¿Es porque Ellie podría casarse pronto?
Lizzy se aquietó. —¿Crees que su relación con el Señor Glendevon ha llegado
tan lejos?
Aunque estaba muy unida a todas sus hermanas, Lizzy sabía que la conexión
que compartían las trillizas -Emma, Eleanor y Ester- iba más allá de un vínculo que
ella ni siquiera comprendía del todo. A veces parecían saber cuándo una de las otras
estaba herida o era infeliz, aunque estuvieran a kilómetros de distancia.
—Sí—, dijo Ester, con sus ojos azules brillando. —Se nota que ya está enamorada
de él.
Lizzy sonrió. —Me alegro. Quizá todos tengamos suerte en el amor después de
todo—. Excepto yo.
—Ahora dime qué mal te aqueja.
Lizzy buscó la almohada y la abrazó contra su pecho. —No puedo, simplemente
no puedo dejar de pensar en el Duque de Ravenswood.
Los ojos de Ester se abrieron de par en par. —El viejo dragón estaría extasiado y
podría caminar sobre el agua si atrapas a un duque.
Lizzy gimió y abrazó la almohada aún más fuerte contra su pecho, apretando la
cara contra su suavidad. —No hay casi ninguna posibilidad de eso. Lo que haya
entre nosotros no conducirá al matrimonio.
—¿Por qué no? Ellie me contó que bailó contigo en el baile de Lady Pomeroy y
sólo contigo. ¿Sabías que las páginas de sociedad lo mencionaron? Varias veces.
—Él no se casaría conmigo, Ester—, dijo Lizzy exasperada. —Ya se me considera
en el estante.
Ambas rieron ante el ridículo término.
—No me interesa casarme con el duque, ni con ningún otro hombre en realidad.
Por eso estoy tan malditamente molesta conmigo misma, porque no puedo dejar de
pensar en él. Cada noche... y cada día él está en mis pensamientos. Es simplemente
ridículo.

—Bueno—, dijo Ester lentamente. —Tal vez por eso Colin está hablando con
Nicholas acerca de cerrar una red más estrecha a tu alrededor debido a... la aventura
entre tú y el duque.
Su cuerpo se estremeció de alarma y un nudo de angustia cerró su garganta. —
¿Qué?
—Ya me has oído.
—¿Estrechar la red?
—Eso es lo que dijo, y fue muy específico en que debía ser en torno a ti, Lizzy.
Ella entrecerró los ojos. —¿Cree Colin que puede restringir la ya poca libertad
que tengo? ¿Acaso no he aceptado que un sirviente camine detrás de mí a donde
quiera que vaya sin ninguna razón sensata?
—No olvides que a Ellie casi le roban y...
—¡Ester!
Su hermana se encogió de hombros. —Estaba a punto de decir que, en algunos
casos, esos criados que nos siguen a todas partes pueden ser una necesidad.
Lizzy se levantó de la cama, vistiéndose apresuradamente con un vestido
amarillo claro de cintura alta. Su melena negra le colgaba suelta por la espalda, pero
no tenía tiempo de llamar a una criada para que la ayudara a domarla. Ni siquiera
si el viejo dragón estaba presente. Lizzy necesitaba ver a Colin de inmediato. Salió
corriendo de la habitación, bajó la escalera de caracol y se dirigió hasta el gran
estudio de su hermano. Llamó a la puerta y la abrió cuando él la invitó a entrar.
Colin se levantó de su escritorio cuando ella entró.
—¿Es verdad?
Él levantó una ceja. —No sé leer la mente, Lizzy, ¿es verdad?
Ella se llevó una mano a las caderas. —Que planeas tenderme una especie de
red. ¿Qué red, Colin?
Él gimió y dejó caer la mano sobre su frente durante un segundo. —¿Quién
estaba escuchando en la puerta? ¿Funcionan las lecciones de etiqueta siquiera una
pizca? Aceptaré una pizca.
Lizzy no respondió, pero entrecerró los ojos. —¿Eres consciente de que pronto
cumpliré veinticinco años, Colin?
Colin se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice. —Sí, y también
soy consciente de otros asuntos que he ignorado durante demasiado tiempo.

Desconcertada, lo miró fijamente. —¿Qué asuntos?


Su hermano se sentó en el borde del escritorio y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Asuntos relacionados contigo y con el duque.
Lizzy se sobresaltó. —¡No hay ningún asunto entre nosotros!
La mirada de Colin se estrechó aún más. —El viejo dragón dijo que hay
murmuraciones en algunos círculos.
Su vientre se apretó, pues sabía de qué hablaba. —Es por lo que pasó en
Penporth... con el duelo y él llevándome en su caballo.
—Así que sabías de los chismes y no creíste oportuno mencionarlo.
—¿De verdad?— Preguntó incrédula. —Casi todos en Penporth nos llamaban
muy malos Fairbanks. Algunos de esos ociosos chismosos nos han seguido hasta la
ciudad, y desde que tú eres el nuevo conde, tontas elucubraciones sobre todo lo que
hacemos han aparecido en los periódicos. ¿Por qué tenía que mencionarlo?
Un ceño fruncido se formó en su apuesto rostro. —Esto, Lizzy, no fue impreso
en ningún maldito periódico. Si el viejo dragón no me lo hubiera mencionado,
seguiría en la ignorancia. Con todo lo que estamos intentando hacer para que
nuestra familia sea considerada respetable en la sociedad y podamos ser aceptados
en todos los salones, ¡debo saber lo que pasa con mis familiares!
Lizzy se estremeció, sabiendo que tenía razón. —Lo lamento, Colin. Debería
habértelo mencionado—. Respiró hondo. —Hace unas semanas, a una de las damas
que había estado en el picnic del terrateniente aquella tarde en Penporth, una tal
señorita Mary Prendergast, la oí murmurar sobre mí en los jardines de Lady
Cantrell.
Colin frunció aún más el ceño. —¿Qué dijo?
Lizzy suspiró. —Les dijo a las otras damas que me comportaba de forma salvaje
e impropia porque el vizconde se atrevió a robarme un beso. Les dijo que intenté
batirme en duelo con el hombre y que el duque... el duque acudió, los amenazó y
me sacó de allí. Especuló que como... como su excelencia ha permanecido soltero a
pesar de ser un objetivo tan codiciado, y como sabemos que todo lord con título debe
necesitar esposa, heredero y repuesto en ese orden... el duque aún podría ocuparse
discretamente de mí.
La rabia ardía en los ojos azul cobalto de su hermano, y ella apartó la mirada.
—¿Es cierto eso, Lizzy?
Sorprendida, giró la cabeza ante la pregunta. —No, no lo es.

Su mirada se entrecerró en la de ella. —No te creo. Cuando vi al duque en el


baile de Lady...
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué creyeron todos que vieron en el baile de Lady
Pomeroy? El duque sólo bailó conmigo. Era la primera vez que lo veía desde aquel
día en Penporth. De eso hace más de dos años y medio, Colin.
El rostro de Colin se arrugó de sorpresa. —No comprendo. Mamá...— Colin se
pasó los dedos por el pelo. —Ella me dijo que le habías confiado un discreto acuerdo
con el duque.
Lizzy lo miró sin comprender durante unos instantes y luego sus ojos se abrieron
de par en par. —¡Santo cielo!— Se tapó la boca con una mano y soltó una carcajada
horrorizada. —¿Por qué te ha dicho eso?
—Soy el maldito cabeza de familia—, gruñó su hermano. —¿Por qué no me lo
diría?
—¿Cuándo te lo dijo?
—¿Por qué importa?
—Por favor, Colin. Dímelo.
Sus cejas se fruncieron mientras pensaba en esto. —Cuando heredé el condado.
Diría que hace unos ocho meses.
Lizzy exhaló un fuerte suspiro. —Ya veo. Mamá te lo contó entonces porque
necesitabas conocer todos los secretos familiares como conde—. Para protegernos
mejor.
—Sí—, dijo con fuerza. —¿De qué otra forma puedo saber de qué proteger a mi
familia?
Lizzy se acercó y lo abrazó. —¿Te he dicho últimamente que eres un gran
hermano?
—Entonces deja de ser tan salvajemente impropia, ahórrame un corazón
agraviado y date prisa en casarte.
Ella se apartó de su abrazo y lo miró fijamente. —¡Colin!
—¿Qué? ¿Crees que no he visto cómo te miraba el duque o cualquier otro
maldito caballero?
—Soy hermosa—, dijo ella levantando elegantemente el hombro. —No puedo
evitar que quieran adularme.
Un gruñido salió de su pecho y ella sonrió.

—Tienes que alejarte del duque.


Ella se puso sobria y cruzó los brazos en torno a su cintura. —No... no tengo una
aventura con él, y si me lo hubieras preguntado cuando madre te lo dijo, te habría
tranquilizado. Aunque estoy realmente asombrada de que pienses que estaba siendo
tan traviesa y no haya dicho nada. ¡Realmente somos malos Fairbanks!
Lizzy arrugó la nariz ante la mirada que le dirigió Colin.
—Explícate.
—Es embarazoso hacerlo—, dijo en voz baja. —Quizás podrías confiar en mí en
este instante cuando digo...
—Te explicarás ahora, Elizabeth.
Siempre que su hermano la llamaba por su nombre propio, hablaba en serio.
Lizzy cuadró los hombros. Ya se lo había dicho una vez; seguramente podría
repetirlo sin sonrojarse como una tonta debutante. —Yo... en aquella cabaña con el
duque... sólo que entonces no sabía que era duque... él... yo... nosotros...— Oh,
maldición. Sentía las mejillas como si pudiera freírse un huevo en ellas y quemarse.
Colin aspiró. —Recuerdo que me lo contaste... demonios, sé lo que pasó.
Ruborizada, Lizzy continuó: —Temía haber quedado embarazada, como Fanny.
Le conté a mamá... y a ti sobre nuestra intimidad.
—Lo sé—, dijo él bruscamente.
Ella se tragó el nudo que se le formó en la garganta. —Unas semanas después, a
mamá se le metió en la cabeza que, puesto que había caído espectacularmente en
desgracia, debía casarme con Tommy Pintup.
Por un momento, Colin permaneció con la mirada perdida y luego gruñó. —¿El
hijo del carnicero?
Lizzy hizo una mueca. —Sí.
—Ésa no podía ser la ambición de mamá para ti—, dijo con una indignación que
alivió su corazón.
Lizzy había temido que Colin estuviera alineado con los deseos de su madre. —
Bueno, yo era una tonta mujer caída—, dijo Lizzy en voz baja, —y ya estaba
considerada en el estante por muchos en la sociedad. Creo que mamá creía que
nunca recibiría una oferta adecuada de nadie con los rumores que corrían por
Penporth en aquella época. Ser la esposa del señor Pintup era mejor que ser una

solterona en casa, siendo una carga para nuestras ya estiradas finanzas. Mamá no
podía saber que la fortuna de nuestra familia cambiaría tanto.
Los ojos de Colin cobraron conciencia. —¿Así que le dijiste que tenías un
acuerdo discreto con el duque?
Lizzy enrojeció de culpabilidad. —Sí. Yo... insinué que un hombre tan poderoso
como el duque se sentiría agraviado si me convertía en la esposa del hijo del
carnicero, y que nuestra familia no podría soportar su disgusto.
Colin negó con la cabeza y luego se echó a reír. A Lizzy le pareció que se sentía
aliviado. —Entonces, ¿eso quiere decir que no hay nada entre tú y el duque?
Ella juntó las manos y asintió. —Sí.
Nada en absoluto. Pero por dentro sentía que cruzaba los dedos de las manos y
de los pies porque sabía que había sido una mentira de pensamiento, si no de hecho.

Queridísima Elizabeth,
Espero que me hagas el honor de hablar conmigo en privado la próxima vez que nos
encontremos en un baile. Tengo algo que decirte.
Tuyo,
Rannulf.
—¿Eso es todo?— murmuró Lizzy, dándole la vuelta al papel. Llevaba semanas
esperando, temerosa de abrir la maldita carta y sólo eran un par de líneas. —¡El
desgraciado!
Rannulf la conocía lo suficiente como para saber que su terrible curiosidad la
vencería y lo buscaría. Con un gemido, bajó la cara hasta los cojines del sofá, y luego
se echó a reír.
—¿Has vuelto a robar el whisky de Colin?—, preguntó una voz detrás de ella.
—¿Cuándo ha bebido Lizzy?—, jadeó otra.
Levantando la cara de los cojines, se giró para ver a sus hermanas pequeñas,
Ellie y Penelope.
—¿Me estás espiando, Penny?—. Refunfuñó.
Su hermana soltó una risita y salió corriendo del salón más pequeño. Ellie se
estaba atando el sombrero bajo la barbilla y se reía. —Sabes que nos observa
descaradamente, esperando el día en que ella también tenga su debut en sociedad.
Puede ser terriblemente duro para las hermanas pequeñas quedarse en casa cuando
nosotras nos divertimos tanto por la ciudad.
—A Penny le llegará su turno—, dijo Lizzy en voz baja, pensando en lo mucho
que su hermana de diecisiete años deseaba asistir a un baile. Desde que había
atrapado el ramo de Fanny en su preciosa boda un par de semanas atrás, Penny
había estado caminando por el aire con sonrisas y claramente soñando con su propio
príncipe azul.

—Sí, pero tiene por lo menos uno o dos años más, ya que Phoebe tiene su debut
antes que ella. Temo que haga algo salvaje al estilo de los muy malos Fairbanks si
no se la advierte.
—Hablaré con ella— dijo Lizzy, —Ahora, ¿a dónde vas?
Ellie enrojeció y Lizzy murmuró: —Ah, otra reunión secreta con Lucien
Glendevon.
Su hermana no respondió, sólo se sonrojó y salió de la habitación. Lizzy volvió
a mirar la carta que había escondido contra la palma de su mano. Últimamente había
encontrado todas las excusas posibles para no asistir a los bailes, además de temer
lo que podría hacer si volvía a ver al maldito hombre. Era el señuelo perfecto para
sacarla de allí, pero no cejaría en su empeño.
Lizzy evitó asistir a cualquier baile, sabiendo que el duque la buscaría. Sus
pensamientos sobre él no disminuían y la picazón de su curiosidad por descubrir lo
que tenía que decirle la acosaba como un sarpullido. Se cuidaba de ir siempre
acompañada de al menos un lacayo y una criada cuando salía, aunque normalmente
la acompañaban una o más de sus hermanas. Aunque cuando la familia recibía
visitas en casa, ella no podía evitar la sociedad. Siempre llevaba el pelo lo más
recogido posible y elegía sus vestidos con cuidado, evitando cualquiera que pudiera
considerarse frívolo o atrevido.
Aun así, su belleza brillaba y Lizzy se mortificaba cuando otros pretendientes
intentaban captar su interés. Por cada ramo de flores enviado después de un baile a
sus hermanas, recibía al menos uno dirigido a ella de parte de patanes que
lamentaban su ausencia y esperaban invitarla a pasear en carruaje u ofrecerle
invitaciones a otras salidas respetables. Lizzy escribió cortésmente que por el
momento no asistía a tales eventos debido a su mala salud y les agradeció las
invitaciones, aunque las rechazó con firmeza.
Estaba aburrida pero decidida a evitar al duque para complacer a su hermano e
impedir más habladurías sobre un imaginario romance entre ellos. De vez en cuando
visitaba las tiendas, sobre todo las de libros, pues no le interesaba pasarse el día
bordando cojines cuando ya tenían más que suficientes.
Así que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. Se había abierto camino en
la biblioteca de Colin y había descubierto los tres volúmenes de 'El microcosmos de
Londres', de Ackermann. Recordando su deseo de conocer Londres, hacía visitas
ocasionales en carruaje con su criada y lacayo para ver los lugares que no había visto.
Visitó la catedral de St. Paul y contempló el monumento erigido para conmemorar
el gran incendio de Londres.

Fue al anfiteatro de Astley con sus hermanas Penny y Phoebe, que disfrutaron
enormemente con las hazañas de los audaces jinetes. Aunque Lizzy admiraba sus
habilidades, su corazón no estaba realmente en la exhibición. Sentía una inquietud
que no se calmaba. Un anhelo que se retorcía dentro de su pecho y que no podía
comprender.
Y las noches...
Eran insoportables ya que los recuerdos de estar con el duque no la dejaban en
paz. Lizzy se esforzó entonces por distraerse con tonterías sin importancia. Siempre
le había interesado la botánica y quería visitar el jardín de Chelsea, pero no pudo
convencer a ninguna de sus hermanas para que la acompañara. Penny deseaba
especialmente ir a Bagnigge Wells, pero Colin le había prohibido la excursión,
alegando que le habían llegado noticias de que allí ciertos individuos se
comportaban de forma ruidosa e irrespetuosa con las jóvenes. Sin embargo, había
accedido a acompañarlas a una exposición de autómatas a la que sus hermanas
menores habían insistido en asistir.
Esa noche, Lizzy se metió en la cama agotada. Casi una semana entera
manteniéndose ocupada y nada había funcionado. El duque... no, Rannulf parecía
estar siempre enterrado en sus pensamientos y en su corazón. Respiró hondo,
tratando de calmar sus nervios. Se levantó de la cama y encendió la lámpara de aceite
que se encontraba en el pequeño escritorio. No podía seguir negándose a verlo o se
volvería loca. La garganta de Lizzy se secó de un modo indescriptible y se sonrió a
sí misma. Tomó la pluma, la sumergió en el tintero y escribió,
Querido Duque,
Asistiré al baile de Lady Ashmore mañana por la noche.
Lizzy.

~*~
Rannulf había aceptado a regañadientes que Elizabeth ya no asistiría a ninguno
de los bailes de la temporada. Su cebo había sido ignorado, y él se había mostrado
divertido ante su entereza aunque admiraba su determinación. Buscó la manera de
hablar con ella discretamente sin que su familia se enterara de su acercamiento.
Rannulf sabía que no lo rechazarían si hacía una visita matutina, pero no había
forma de que pudiera quedarse a solas con ella para hablarle más allá de tópicos de
cortesía en un lugar así. Aunque se rumoreara que toda su familia era muy poco
convencional.

A pesar de las habladurías sobre los Fairbanks, la belleza de las chicas atraía a
muchos pretendientes y a quienes deseaban meter las narices en los escandalosos
asuntos de la familia. Él no quería echar más leña al fuego de sus imaginaciones.
Rannulf había estado pensando escandalosamente en enviar a su hombre a sobornar
a los criados para que le dieran la ubicación de su dormitorio, y tal vez encontrar la
manera de infiltrarse y sorprenderla. Por supuesto, antes de que él hubiera hecho
nada, había llegado su carta.
El triunfo y el alivio lo invadieron cuando leyó sus breves palabras. La noche del
baile, se puso en camino cuidando mucho su aspecto, saliendo por primera vez en
varios días. Una vez en el baile de Lady Ashmore, no se paró con ninguna dama,
limitándose a recorrer la sala e intercambiar una conversación cortés con algunos
conocidos que asentían con la cabeza.
Una mano le dio una palmada en el hombro y sonrió al ver a su buen amigo,
Wulfric Winters, el Duque de Raleigh.
—He oído que planeas encontrar novia—, dijo Wulfric, levantando su copa en
un brindis burlón.
—Ya la he encontrado.
Los ojos dorados de Wulfric se abrieron de par en par. —¡Qué diablos dices!
Estoy harto de leer en el periódico las especulaciones de a quién podrías elegir.
Incluso en White's eso es lo único que parece estar en boca de todos, y hay unas
cuantas apuestas sobre quién podría ser la dama afortunada. Entonces, ¿quién es la
criatura con suerte?
Rannulf dio un sorbo a su whisky. —Si ella me acepta, la Señorita Elizabeth
Fairbanks.
—Si ella te acepta.
Los labios de Rannulf se torcieron. —Debo persuadirla. Tengo trabajo por
delante.
Su amigo rió entre dientes, con un brillo divertido en los ojos. —No hay mujer
viva que pueda resistirse al título ducal y a la riqueza. Ya me gusta. Debo conocerla.
—Búscate tu propia maldita mujer—, gruñó Rannulf.
Compartieron una sonrisa, y un destello rojo atrapó su visión, arrastrando su
mirada hacia los pisos inferiores. Algo hambriento revivió en Rannulf al ver por
primera vez a su encantadora torturadora.
—Por Dios, ¿es ella?

Rannulf casi sonrió ante la lujuriosa apreciación en el tono de su amigo. —Esa


es la señorita Fairbanks.
—Es muy hermosa.
No hizo ningún comentario al respecto, sino que bajó las escaleras de caracol.
Como si sintiera sus ojos fijos en ella, Elizabeth se dio la vuelta y sus miradas
chocaron. Rannulf levantó la barbilla, indicando discretamente las puertas de la
terraza y los jardines que había más allá. Una pequeña inclinación de cabeza y ella
se dio la vuelta. Tomó un camino diferente, yendo desde el salón de baile hasta el
pasillo principal y afuera, en el aire vigorizante. Rannulf esperó unos minutos antes
de introducirse discretamente en los jardines de la condesa, paseando hasta que vio
a Elizabeth sentada en un banco, en un cenador oculto. Llevaba el pelo negro como
la medianoche recogido en intrincados remolinos alrededor de la cabeza, con
algunos mechones cuidadosamente enroscados sobre las sienes y el cuello.
Los latidos de su corazón se aceleraron dentro de su pecho. El vestido de baile
rojo era una elección provocativa para una dama soltera, pero encajaba con su
temperamento rebelde que tanto le gustaba. Dejó que sus pisadas crujieran sobre
algunas hojas mientras se acercaba. Elizabeth giró la cabeza y, durante un instante,
su rostro se llenó de puro placer al verlo. Luego bajó las largas pestañas, ocultando
su expresión.
Ah, Elizabeth...
Ella se puso de pie, alisando sus manos sobre la esbelta línea de su cuerpo. —Su
Excelencia,— dijo suavemente. —Recibí su carta... y aquí estoy. ¿Por qué quería
verme?
—Te deseo—, suspiró él, incapaz de utilizar palabras vacías para transmitir el
anhelo que se estaba gestando en sus entrañas.
Ella se ruborizó, pero no retrocedió como él esperaba. En lugar de eso, lo miró
fijamente, con algo oculto en su mirada que él desearía comprender. Rannulf se
acercó y notó el pulso agitado en la base de su garganta.
—Te deseo, Elizabeth. No puedo dejar de pensar en ti. Duermo y tú visitas mis
sueños... cada noche—. Se pasó los dedos enguantados por el pelo. —No tengo
delicadeza ni halagos arteros, pero... sólo quiero ser sincero contigo. Te quiero como
mi amante.
Los ojos de Elizabeth se abrieron de par en par y su respiración se entrecortó en
un suave jadeo. Rannulf maldijo en silencio y se recordó a sí mismo que ella huiría
si él le ofrecía matrimonio ahora. Sin embargo, le daba rabia que ella pudiera creer

que él no la consideraba digna de matrimonio... digna de ser su duquesa. —¿Quieres


ser mi amante, Elizabeth?
Sus ojos azul cobalto se oscurecieron aún más, algo que él no había creído
posible, pero ella guardó silencio.
Rannulf dio un paso más hacia ella. —¿Te escandalizo?
El más leve atisbo de sonrisa asomó a su boca, y sus ojos se suavizaron. —No,
Su Excelencia.
—¿Te horrorizo?
—No.
Otro susurro.
—¿Me darás una respuesta esta noche?
Ella vaciló. —Sí.
Sus tripas se anudaron. —Has estado constantemente en mis pensamientos
durante los últimos dos años y medio que hemos estado separados. Tus labios son
los últimos que he probado, ya que no hay otros que me satisfagan. No he tenido
otra amante desde que te conocí, Elizabeth. Y sospecho que tú no has estado con
nadie más que conmigo.
—Sí—, dijo temblorosa. —Sólo contigo.
Maldito infierno. Su corazón latía tan fuerte y deprisa que no sería de extrañar
que la mujer que tenía delante lo oyera. —Tu entrada en la nobleza fue fortuita.
Los dientes perlados se hundieron en los exuberantes labios inferiores. —No
seré la querida de ningún hombre. Ni siquiera tuya.
—No quiero una querida. Una amante... una amiga, Elizabeth, tú.
La mirada que le dirigió brilló con lágrimas, pero éstas no se derramaron. Su
garganta se apretó, y susurró: —Sí.
Carraspeando, él dejó escapar un suspiro irregular. —¿Sí, qué, Elizabeth?
Ella se lamió los labios, con un toque de vulnerabilidad en sus hermosos ojos. —
Estaré con usted, Su Excelencia.
Exhaló aliviado.
Rannulf había pensado que tendría que luchar más para conseguir este
momento, sobre todo después de que ella lo ignorara durante tanto tiempo.
Entonces un destello de perspicacia lo golpeó. Era como si ella hubiera cedido a los

sentimientos que él sabía que había entre ellos. —¿Por qué aceptaste?—, preguntó
antes de poder contenerse.
El pulso de ella tembló en la base de su cuello. —Porque yo también lo deseo—
, dijo ella con dolorosa sinceridad, con el anhelo desnudo en su expresión. —Pero
sólo por una... noche. Yo...
—No.— La negación lo abandonó como un gruñido salvaje. —Una noche no
puede ser suficiente. Ya te he tenido una noche, y eso no ha saciado el hambre que
tengo de probarte... de lamerte entera, de darte placer—. Quiero toda una maldita vida,
Elizabeth.
—Su Excelencia...
Dos pasos y él estaba frente a ella, empujándola contra su pecho. —No me llames
‘Su Excelencia’. Jamás—, siseó contra la curva de su boca. Se sentía salvaje y era
consciente de que podía asustarla con su rudeza, pero no podía contenerse.
Ella le agarró el antebrazo y le mordió la comisura de los labios con un agudo
pellizco, ante la divertida sorpresa de él. Luego le dijo dulcemente: —Rannulf.
—Dame un mes—, dijo él.
Algo feroz brilló en sus ojos. —Me consumirás en un mes.
Dios. Toda su alma se debilitó. —Me deseas tanto como yo a ti.
—Tal vez incluso más—, confesó ella, el sonido casi entrecortado. —Pero no seré
tonta.
Rannulf gimió y tomó su boca con violenta ternura. Su beso fue contundente y
carnal mientras saqueaba profundamente su boca. Sus lenguas se unieron. —
Catorce días.
—Siete—, jadeó ella, temblando en su brazo. —Siete noches. Le debo mucho a
mi familia, y no puedo ser imprudente y egoísta en esta desesperada y estúpida
necesidad que tengo de estar contigo. No por tanto tiempo, Rannulf, no por tanto
tiempo. Sólo siete noches, por favor.
Eso nunca será suficiente, quiso gruñir, pero la cautela, el miedo salvaje y el
hambre en los ojos de ella lo amonestaron. Rannulf no rebatió su argumento, sino
que aprovechó esta victoria para profundizar en ella. Le pasó un brazo por los
hombros, la atrajo hacia sí y continuó besándola.

El estómago de Lizzy se hundió con una extraña sensación de ingravidez cuando


Rannulf la arrastró con un beso que barrio la soledad que no sabía que llenaba su
corazón. Sorprendida por su propia respuesta, no se dio cuenta de que Rannulf se
había adentrado con ella en el cenador y que estaban envueltos en la oscuridad. Las
risas y la música eran un zumbido distante en el fondo; nada importaba excepto el
sabor y la sensación de él después de tanto tiempo.
El impacto de su boca en la suya, su evocador sabor, era lo que había echado de
menos durante tanto tiempo. Se zafó de su abrazo, temblorosa. Se le llenaron los ojos
de lágrimas y parpadeó. Sin embargo, levantó las manos temblorosas hacia las
mejillas de él y las ahuecó. Su cabeza se inclinó y sus labios se posaron en los de ella.
Apartando la boca de su suave roce, Lizzy intentó tragar más allá del cúmulo de
emociones. No había imaginado que volver a besarlo sería tan perfecto. Y quería ser
sincera con él en aquel momento. —Yo también te extrañé—, confesó suavemente.
—Mucho, Rannulf.
Tal vez fue por un truco de la pálida luz de la luna, lo que evitó que ella pudiera
leer la emoción cruda que apareció en sus ojos. Su boca se curvó en una sonrisa. —
Ah, Elizabeth...
Cuán grave sonaba.
—Odio admitirlo—, susurró ella, apoyando la frente en la suya. —Sin embargo,
no sé por qué. No me gusta no entenderme del todo a mí misma.
—Nos pasa a los mejores—. Besó con ternura la comisura de su sien. —¿Todavía
tienes ganas de vivir aventuras?
A ella le dio un vuelco el corazón. —Sí. He intentado ir por la ciudad, pero me
aburro—. Hasta ahora... hasta ti. Un sentimiento salvaje surgió dentro de ella, un
deseo de abrazarlo y creer en sueños imposibles. Que él podría querer que ella fuera
su duquesa, y tal vez ella podría ser realmente adecuada para el papel. Cerró los ojos
y ahuyentó todas las complejas sensaciones que trataban de invadirla. Lizzy tocó su
boca, consciente de que sus dedos temblaban. —Siete noches—, murmuró,
necesitando decirlo en voz alta.
—Sí.

—Mi hermano podría encerrarme en el campo y tirar las llaves al Támesis si se


entera de esto.
—Seremos muy discretos.
Un delicioso cosquilleo de anticipación recorrió su cuerpo. Había echado de
menos tantas cosas de Rannulf, y poder experimentarlas durante un pequeño
tiempo... se sentía extraordinario. Al aceptar el deseo que sentía por él, Lizzy sintió
un alivio que jamás había experimentado en su vida. Lo sacaría de su cabeza y de su
corazón de una vez por todas, y lo haría en estas siete noches.

~*~
De algún modo, Lizzy pensó que al día siguiente Rannulf habría enviado sus
instrucciones sobre cómo llevarían su discreta aventura. Sin embargo, no llegó
ninguna carta y Lizzy soportó la espera riendo y charlando con sus hermanas
menores, especialmente con Julia y Penny. Lizzy estaba preocupada por Penny, pues
notaba una sensación de tristeza o quizás aburrimiento en su expresión. Era una
apariencia con la que Lizzy estaba familiarizada, la necesidad de ser libre para hacer
lo que el corazón deseara, algo que algunas de sus hermanas ya se habían permitido
y habían tenido la gran suerte de encontrar el amor.
—Penny—, murmuró Lizzy, moviendo una pieza de ajedrez para acabar con su
noche. —Sigo teniendo la sensación de que no eres feliz.
Los ojos azul oscuro de Penny se desviaron, mirando a Julia, que tocaba el
pianoforte a cierta distancia. Penny no contestó, sino que bajó la mirada hacia la
exuberante alfombra sobre la que estaban tumbadas.
—Hablé con mamá anoche— dijo finalmente Penny, levantando la vista. —
Mamá no entiende mi deseo de no casarme. Ella y la tía abuela siguen diciendo que
necesito un esposo en cuanto tenga mi debut—. Su terca barbilla se levantó. —Me
siento... ridícula y... triste, supongo. Si nuestro hermano es tan rico ahora y nuestras
hermanas se casan, ¿por qué necesitamos casarnos todas? Ni siquiera tú quieres
casarte, Lizzy.
Ella apretó los dedos sobre una torre. —Si amara a un caballero que también me
amara a mí... y encajáramos en el mismo mundo, me casaría con él.
Los ojos de Penny se abrieron de par en par. —¿De verdad?
Lizzy sonrió. —Sí.

Penny se levantó, caminó descalza por la raída alfombra y abrió la ventana que
daba a los pequeños jardines. Lizzy se levantó de la alfombra y se unió a ella,
inhalando el dulce aroma del verano.
—Dijiste ‘que encajáramos en el mismo mundo—, murmuró de pronto Penny.
—¿Qué significa eso?
—Felicidad—, dijo Lizzy, asomándose a la ventana para arrancar una flor. —De
estar segura que él nunca se arrepentiría de amarme, ni yo de amarlo a él.
—Puede ser difícil estar a la altura de esa perfección que la sociedad parece
esperar de nosotros—, dijo Penny, con una conciencia en los ojos que debería ser
propia de alguien mucho mayor que sus años. —Mientras escucho las lecciones de
Hermina y la tía abuela, no puedo evitar sentir que no pertenecemos a este lugar.
¿Recuerdas a John Trulove?
—¿El dueño de nuestra pequeña librería en Penporth?
—¡Sí! Lo vi en Hyde Park, y lo saludé alegremente, reconociendo a un
compañero amante de los libros. Tanto mamá como Lady Celdon se enfadaron
conmigo por faltar a la cortesía. Intenté explicarles que lo conocía y que éramos
amigos, pero la vieja dragona dijo que las lecciones se estaban desperdiciando
conmigo, ya que todavía no debo hablar con un caballero a menos que me lo
presenten. Fue tan estúpido que me reí. Le expliqué que me lo habían presentado
cuando yo tenía unos nueve años y John once, y que nadábamos en el mismo lago
de casa. Me vi obligada a ignorarlo, Lizzy, porque simplemente no era correcto. Hay
días en que desearía que estuviéramos de vuelta en Penporth.
Esas palabras golpearon a Lizzy en el corazón. —Yo también lo siento a veces.
Cuando salgo a un baile o a alguna actividad, tengo la constante sensación de que
me observan y me juzgan como si no estuviera a la altura. Siento que no puedo ser
yo misma. Es un poco agotador.
—No cambiaré nada de mí luego de mi debut—, dijo Penny con fiereza, sus ojos
centelleando. —La tía abuela dice que debo hacerlo. ¿No es ridículo?
—Mucho—, dijo Lizzy con una sonrisa. —No cambies pero no te expongas. Hay
una diferencia.
Su hermana asintió, con un sospechoso brillo de picardía en los ojos.
—Ven—, dijo Lizzy, —terminemos nuestro juego y preparémonos para la cena.
Se retiró a su habitación varias horas después y casi se desmaya al encontrar un
sobre perfectamente colocado sobre su almohada. Se dio la vuelta y buscó por todos

los rincones de la habitación. No había nadie y sospechó que un criado lo había


dejado allí. El maldito hombre había sobornado a los criados de su casa.
El corazón le latía con fuerza y abrió la carta rápidamente.
Nos vemos fuera dentro de una hora. Ponte el vestido y la máscara. Fue entonces
cuando se fijó en las dos grandes cajas que descansaban en la tumbona junto a la
ventana. Abrió la primera y sonrió ante la belleza del vestido verde oscuro sembrado
de perlas. La segunda caja contenía ropa interior de seda, una máscara negra y
dorada, medias y elegantes zapatillas con joyas.
Lizzy salió disparada de su habitación y, corriendo por el pasillo, llamó a una
puerta. Una somnolienta Emma la abrió.
—¿Dónde está Ellie?
—Creo que está en la biblioteca fingiendo leer mientras escribe cartas que cree
secretas a Lucien Glendevon—. Un bostezo poco delicado salió de su hermana. —
¿Qué pasa?
Lizzy vaciló, preguntándose si debería ir a hablar con su hermana, quien
claramente se estaba enamorando del Señor Glendevon pero estaba siendo
presionada para casarse con el Señor Hayford. —Creo que quizás encuentre a Ellie...
Emma suspiró. —Creo que deberíamos darle algo de espacio para pensar.
Lizzy siempre había escuchado a las otras trillizas cuando se trataba de
cualquier asunto concerniente a una de ellas; su pecho le dolía por Eleanor, y Lizzy
vaciló. —Nuestra hermana está bien—, insistió Emma. —Ahora dime qué te ha
hecho venir corriendo hasta aquí con ese espantoso rubor en las mejillas.
—¡No estoy ruborizada!— Lizzy lo negó acaloradamente, sólo para reírse. —
Necesito ayuda para vestirme.
La cara de Ester apareció inmediatamente detrás de Emma. —¿Vamos a hacer
alguna travesura?
—Creo que voy a un baile de máscaras.
A Emma le brillaron los ojos. —¿Con el duque?
—¿Todo el mundo sabe lo del duque?
—Sí—, dijeron al unísono, y luego sonrieron.
—Sí, con el duque—, susurró Lizzy.
La sonrisa de Ester se ensanchó. —Menos mal. He estado muy aburrida.

Risueña, Lizzy corrió por el pasillo con sus hermanas hasta su alcoba, con el
corazón palpitando de expectación por ver a Rannulf. Casi una hora después, miró
su reflejo y dejó escapar un suspiro de satisfacción. El vestido de baile se ceñía a su
figura, mostrando prominentemente sus curvas. Era el vestido más impresionante
que había llevado nunca, y podía imaginar que Rannulf había dedicado mucho
tiempo a seleccionarlo. La máscara le daba un aire misterioso, y los colores
complementaban los guantes negros que cubrían sus brazos y codos con suave seda.
Ya era más de medianoche y los que estaban en casa dormían, bueno, excepto
las dos diablillas que la ayudaban. Lizzy bajó sigilosamente las escaleras,
conteniendo la respiración hasta llegar al exterior sin ser descubierta. Un carruaje la
esperaba a pocos pasos de su casa y, mientras se apresuraba hacia él, la imponente
figura del duque se deslizó desde las sombras.
Sus ojos verdes ardieron de placer cuando se posaron en ella.
—Has venido, Elizabeth.
—Sí.
Él le tendió la mano y Lizzy la tomó, permitiéndole que la acompañara hasta el
gran carruaje. Una vez sentados, golpeó el techo con un bastón de plata y el carruaje
se puso en marcha.
—Siempre he querido asistir a un baile de máscaras—, dijo, sintiéndose
inexplicablemente nerviosa.
Su antifaz negro le daba un aspecto casi siniestro entre las medias sombras del
carruaje. —Lo sé.
Un destello de intuición golpeó a Lizzy y su corazón dio un vuelco. De repente,
supo que las siete noches no serían sólo pasión, como había pensado. Se trataría de
cumplir las aventuras que ella le había contado en sus numerosas cartas. El dolor
más dulce se apoderó de su pecho y se expandió por todo su cuerpo.
—Si sigues mirándome así, te devoraré antes incluso de que lleguemos a nuestro
destino.
Lizzy no bajó la mirada.
—Descarada—, gruñó él.
Ella sonrió y un suspiro salió de sus labios.
—Cuando te tenga más tarde esta noche, no tendré piedad de tu sensibilidad.

Ante aquella promesa de placer devastador, Lizzy bajó la mirada hacia la curva
dura y sensual de su boca. —No quiero ninguna.
Los labios de él se crisparon ante aquella evocadora seguridad y se sonrieron
mutuamente. El humor burbujeó dentro de su garganta, tomándola desprevenida.
Lizzy no entendía por qué se reía, pero le agradó que él se riera con ella y, en ese
momento, Lizzy se enamoró aún más del Duque de Ravenswood.

—No vamos disfrazados—, fue lo primero que dijo Lizzy al entrar en la casa
palaciega de una marquesa. Las personas iban vestidas con todo tipo de atuendos
escandalosos, desde vestidos de Cleopatra con pelucas y joyas de imitación hasta
hombres que se creían ciervos y otros que iban disfrazados de romanos y dioses
egipcios, quizá una excusa para pasearse con poco más que un taparrabos. Lizzy se
sintió desfallecer y divertida, al mismo tiempo, al ver a un caballero vestido de
Hades que marchaba tranquilamente con una Perséfone sobre los hombros.
El cálido aliento del duque le acarició la oreja. —Claro que lo estamos.
Ella se recostó contra su pecho, confiada en su anonimato. —Entonces, ¿quiénes
somos?
—El Duque de Ravenswood y su duquesa.
Lizzy respondió al humor de sus ojos con un gesto irónico, inesperadamente
encantada con el hombre que tenía detrás. —No puedo creer que estos invitados
sean los mismos que veo en los bailes de sociedad.
—Los mismos—, murmuró el duque, guiándola en medio de la algarabía.
La hipocresía era asombrosa. Varias damas enmascaradas estaban sentadas en
el regazo de caballeros, y otras se besaban salazmente, en público. —Deduzco que
este no es un baile de máscaras ordinario.
—Vamos, Elizabeth, ¿dónde estaría la diversión en eso?— preguntó su duque,
muy pícaramente.
—Ciertamente—, susurró ella, levantando una mano para acariciar su mejilla.
—Gracias, Rannulf.
Una pequeña sonrisa asomó a la boca de él, que no respondió a sus palabras,
sino que la estrechó entre sus brazos y la guió hasta la pista de baile. Lizzy se elevó
en la jaula de los brazos de Rannulf mientras él la deslizaba hacia el vals. Bailaron
cuatro danzas hasta que ella se quedó sin aliento y se rio de que le dolieran los pies.
Recogieron dos copas de champán y salieron a los jardines.
Había muchas glorietas ocultas y un pequeño laberinto oscuro. No protestó
cuando Rannulf la condujo por ese sendero hasta que llegaron al centro. Un farol

solitario los esperaba, y él tiró de ella para que se tumbara a su lado sobre la frondosa
hierba. La música y la alegría parecían venir de lejos y escondidos en el laberinto
estaban en su propio mundo privado.
—No todos los bailes de máscaras son tan escandalosos, dijo Rannulf.
—Creo que es una costumbre curiosa y bastante interesante de las damas y
caballeros de la alta sociedad. Celebran fiestas en las que tienen que llevar máscaras
para ser ellos mismos. Es... desconcertante.
—Muchos prefieren evitar el juicio de sus amigos y pares.
—La opinión es el término medio entre el conocimiento y la ignorancia. No
debería tener tanto peso.
—Recuerdo que te gusta leer a Platón.
Lizzy sonrió. —Cuando lo leí, lo medité durante un rato. Alguien muy querido
para mí resultó herido por las opiniones de los demás, cuando no conocían su
bondad, su naturaleza generosa y su calidez. Deberíamos estar curados de
habladurías calumniosas, pero no lo estamos, ¿verdad?
—Hablas de tu hermana—, dijo con penetrante perspicacia. —La que se susurra
que tiene un hijo fuera del matrimonio... un hijo que se parece notablemente al
Vizconde Havisham.
—Nunca negué tener una familia escandalosa—, murmuró Lizzy.
—Tu hermana está ahora casada con el vizconde—, dijo el duque.
—Sí.
Él dejó escapar su aliento en un lento suspiro. —Parecen embelesados el uno con
el otro.
Ella rió entre dientes. —No creo que exista una palabra para describir como se
miran Fanny y su esposo.
—Los invitaré a tomar el té.
El corazón de Lizzy latió con fuerza. —¿No te asusta que se te asocie tan
abiertamente con... nuestros escándalos?
Él giró la cabeza sobre la hierba. Sus miradas chocaron y ella percibió arrogancia
y diversión en el fondo de sus ojos.
—Soy el Duque de Ravenswood. Invito a mi casa a quien quiero.

Lizzy exhaló sonoramente, pero por dentro se sentía absurdamente complacida.


Había habido algunos murmullos en la sociedad desde que Fanny se convirtió en
vizcondesa. Muchos habían notado la edad de su hija, el parecido con el vizconde,
y añadían la verdad de que hacía poco que se habían casado. No se podía negar que
Fanny había tenido un hijo suyo fuera del matrimonio. Aunque ahora fuera
vizcondesa, seguirían vilipendiándola por ello.
—Tenía un ratón... un ratoncito blanco al que a veces acariciaba y con el que
hablaba. Eso fue el año pasado, Rannulf. También tenía una gallina de mascota, y
dormía en mi cama.
—Santo Dios. ¿Por qué me cuentas esto?
Ella no pasó por alto el brillo de humor en sus ojos verde oscuro. —Simplemente
quería que supieras la clase de mujer que soy.
—Sé quién eres, Elizabeth.
—¿Lo sabes?
—Sí.
Su corazón se estremeció en su pecho cuando él rozó ligeramente sus labios con
los suyos. —Y aunque no lo sepa del todo... llegaré a conocerte.
Ella se aclaró la garganta, sacudiendo las suaves briznas de hierba. —¿En siete
encuentros?
—¿Crees que una amistad continuada es imposible entre nosotros?
—¿Una amistad?
Una pequeña sonrisa torció su boca.
—Amigos que se besan.
Ella arrancó un trozo de tierra del suelo y se lo lanzó. Rannulf lo atrapó con
destreza y soltó una risita.
—No te besaré cuando te cases—, susurró.
Algo que ella no pudo descifrar brilló en sus ojos. —No esperaría que lo hicieras,
ni jamás sería desleal a mi duquesa.
—Me alegra saberlo.
Rannulf se aclaró la garganta. —Me gustaría leer tu libro, Elizabeth.
Lizzy se aquietó y cerró los ojos con fuerza. Cuando abrió los párpados, se limitó
a mirar al cielo, incapaz de distinguir las estrellas en la distancia.

—Elizabeth, yo...
Ella sacudió la cabeza con decisión, interrumpiendo sus palabras. —Dejé de
escribir.
—Tus palabras eran hermosas.
Una emoción feroz se apoderó de su corazón y no dijo nada más. El silencio se
extendió entre ellos y, sin pensarlo, Lizzy se dio la vuelta hasta quedar pegada a su
costado, con la cabeza apoyada en su pecho.
Su suspiro entrecortado la invadió de calidez. Cuando se cerraron sobre sus
hombros, el peso de sus manos, que tiraban de ella aún más cerca, la llenó de una
peculiar sensación de calma y consuelo. Era como si todo lo caótico y desordenado
fuera absorbido por su muro de fuerza. En aquel momento, Lizzy supo que en el
refugio de sus brazos era donde deseaba estar, siempre. —¿Por qué tienes que elegir
a tu novia esta temporada?—, susurró.
—¿Quieres la verdad?
—Siempre.
—Me siento solo... y vacío.
La conmoción de aquellas palabras hizo que Lizzy se incorporara, apretando las
manos contra el pecho de él para poder mirarlo a los ojos. La cruda verdad se
reflejaba allí, y su corazón sufrió al verla. —Nunca imaginé que un hombre de tu
clase pudiera sentirse insatisfecho.
—Soy duque. Mis días están llenos de responsabilidades para con el reino.
Trabajo incansablemente para el rey. Asisto al Parlamento, y trabajo en mociones y
en la aprobación de proyectos de ley para mejorar la vida de nuestros ciudadanos y
hacer próspero nuestro reino. Asisto a bailes, óperas y obras de teatro, pero cada
noche vuelvo solo a casa. Duermo solo. Y hay veces, Elizabeth, que giro la cabeza
sobre las sábanas para mirar a mi lado, y ese vacío surge dentro de mí, y me doy
cuenta agudamente de que algo falta en mi vida. Quiero una amante... una amiga...
una compañera... una esposa… una duquesa.
Sus ojos la desafiaron a acercarse a él, y Lizzy tocó su boca con dedos
temblorosos. Eran de dos mundos diferentes... pero las cosas que su corazón
anhelaba eran exactamente las mismas.
—¿En qué piensas, Elizabeth? Dímelo.
—Me pregunto si el tipo de dama con la que deseas casarte, correcta y
respetable, puede satisfacer al tipo de hombre que sé que eres. Orgulloso... amable...

honorable... pero arrogante y dominante, e incluso despiadado cuando es necesario.


Un hombre que disfruta cabalgando al amanecer antes de empezar el día, que posee
un feroz amor por la poesía pero no se lo dice a nadie, un hombre que disfruta de
un buen combate con los puños y que se ha metido en más peleas de las que deberían
permitírsele a un duque.
Él respiró, profundo y entrecortado, contra la sien de ella. —Recordaste mis
cartas.
—Puedo recitarlas de memoria—, dijo ella en voz baja.
—¿Y si te digo que ésa ya no es la clase de dama que deseo que camine a mi
lado?
Su respiración se entrecortó audiblemente y Lizzy luchó por obtener una calma
que estaba lejos de sentir. La mano del duque patinó por su espalda, acercándola
como si nunca fuera a dejarla marchar. —Dime, Elizabeth, ¿por qué veo tanta
incertidumbre en tus ojos cuando sólo quiero darte placer?
Oh, Dios.
Ella pegó su boca a la de él, derramando lo que sentía en su beso, pues no tenía
palabras para expresar las complejas y hermosamente caóticas emociones que él
despertaba dentro de su corazón. Rannulf se revolcó con Lizzy y tomó el mando de
su beso, estrechando sus labios en un beso largo y profundo. Un placer crepitante se
desplegó en su bajo vientre y ella le rodeó el cuello con las manos, devolviéndole su
ardor con su propia intensidad apasionada.
Lizzy se recreó en su delicioso aroma y sabor. Desesperada por obtener más,
clavó los dedos en su pelo y tiró de él para acercarlo. Se besaron durante largos
momentos hasta que se separaron, respirando entrecortadamente.
Un atisbo de emoción cruzó su rostro y dejó caer la frente sobre la de ella. —Ven
a casa conmigo.
—No puedo arriesgarme—, susurró ella, sintiendo dolor por él. —Debo volver
pronto o me arriesgo a que me descubran.
Un áspero gemido de desacuerdo lo abandonó. —Te deseo tanto.
Ella le pasó las manos por los hombros, bajó por el pecho y apretó las palmas
contra él, sintiendo el áspero latido de su corazón a través de la tela de la camisa. —
Entonces tómame, Rannulf. Aquí mismo, bajo las estrellas, porque yo también te
deseo tanto que duele.

Emitió un suave sonido de placer, bajó la cabeza y le besó los redondeados


pechos que sobresalían por encima del escote del vestido. Rannulf se apartó de ella
y se puso en pie de un salto. Lizzy se incorporó y miró la mano que él le tendía. La
tomó y él la ayudó suavemente a ponerse en pie y la acompañó unos pasos más hacia
las sombras. Cuando la instó a sentarse, descubrió que allí había un banco de piedra.
Lizzy se sentó en él y apoyó la mano en la superficie. El frescor de la piedra a
través de sus guantes no enfrió el fuego de sus venas; el contraste sólo sirvió para
hacerla más consciente de su ardiente excitación. Jadeó cuando el duque se arrodilló
ante ella y sus ojos brillaron en la penumbra como los de un dios pagano. Sin hablar,
deslizó las manos por debajo de su vestido, subiéndoselo... hasta que quedó ceñido
alrededor de sus muslos. Sus dedos se deslizaron sensualmente sobre sus piernas,
una caricia relajante y excitante. Aquellos dedos perversos subieron lentamente
entre sus muslos hasta que le acariciaron el monte a través de la ropa interior. Lizzy
respiró agitadamente mientras se estremecía. Él acarició su centro a través de la tela
hasta que el material se humedeció. Lizzy se aferró a los bordes del banco de piedra,
incapaz de apartar la mirada de la tierna lujuria de él.
Le abrió la ropa interior y soltó un suave gemido. Rannulf pasó ligeramente el
pulgar por el apretado manojo de nervios de la parte superior de su sexo. Ella gritó,
su cuerpo se sacudió bruscamente bajo el azote de la sensación. —¡Rannulf!
—No hagas ruido.
Su pulgar frotó y presionó, y ella casi se cae del banco. Un torrente de líquido
saludó a sus dedos y él murmuró su aprobación. —Nunca llegué a probarte—,
gruñó.
Sus pensamientos se quedaron en blanco. ¿Probarla? —Nos hemos besado varias
veces.
La sonrisa que le dedicó era tan sensual y depredadora que un extraño escalofrío
de nervios le recorrió el cuerpo. Le abrió las piernas y la miró. Y entonces ella
comprendió. —Seguramente... no querrás decir...
—Que voy a lamer tu sexo con mi lengua.
Santo cielo. Lizzy apretó los ojos con fuerza, su cuerpo se ruborizó. Tenía
hermanos que a veces decían cosas que no debían cuando pensaban que sus
hermanas dormían. Lizzy había oído esas palabras antes, pero nunca le habían
provocado una sensación extraña. Ahora, algo ardiente y salvaje se retorcía en su
vientre y aquel manojo de nervios que aún sentía bajo la sumisión de su pulgar
palpitaba con una anticipación casi dolorosa. Abrió los ojos y lo encontró mirándola
fijamente.

—Quiero eso—, susurró sonrojada. —Quiero sentir tu lengua contra mí... ahí.
Rannulf sonrió, se inclinó y besó un suave punto por encima de su rodilla, donde
terminaba su liguero de encaje. Siguió besándola y, con cada caricia, sus piernas se
abrían más, como obedeciendo una orden invisible. Luego se acercó a su sexo con la
lengua y los dedos. Lamió sus suaves pliegues, curvando la lengua sobre el nódulo
de placer. Lizzy estuvo a punto de caerse del banco ante el exultante gozo. Sus
pezones se tensaron por la necesidad y la respiración se entrecortó en sus pulmones.
Aturdida, miró hacia abajo, vagamente consciente de lo provocativa que
resultaba su pose sentada con los muslos escandalosamente abiertos y el duque de
rodillas ante ella... lamiendo y saboreando su sexo.
Él volvió a lamerla, y un sonido ronco escapó de sus labios. Deslizó dos de sus
dedos en el interior de su sexo y su pulgar encontró infaliblemente el punto de
necesidad que la hizo jadear y ondularse a su alrededor. Lizzy gimió y cerró los ojos
cuando la sensación inundó sus sentidos, excitándola insoportablemente. La lamió,
deslizando la lengua en un remolino perezoso sobre su nódulo antes de succionarlo
en la boca. El placer inundó sus sentidos y Lizzy se desató con un grito que tuvo que
esforzarse por contener.
—Dios, ojalá te tuviera en mi cama. Mereces que te adore—, murmuró,
besándole el interior del muslo, una caricia destinada a calmarla. —Te deseo, y por
Dios, no puedo dejar de desearte.
Rannulf se levantó y se quitó la chaqueta. Tiró de ella y la besó, con una ternura
insoportable. Se movió, extendió la chaqueta sobre el banco y la atrajo hacia su
regazo. Su amante la colocó a horcajadas y entonces comprendió que había dejado
la chaqueta para protegerle la piel de la piedra.
Lizzy le tocó con ternura la parte inferior de la mandíbula. Dios, estar así con él
era lo que había estado esperando sentir toda su vida. —¿Debemos amarnos así?
Él rió entre dientes, empujando el vestido hacia arriba hasta que el material se
amontonó bajo la curva de sus nalgas. —Voy a disfrutar corrompiendo tu
sensibilidad, querida.
Querida.
Rannulf metió la mano entre los dos y le abrió los calzones. La besó lenta y
profundamente, tomándose su tiempo para explorar con los dedos los delicados y
doloridos pliegues de su sexo. Entre sus muslos, estaba derretida de calor y anhelo.
Todo su cuerpo parecía henchido de deseo, y los sensuales besos de Rannulf hacían
que su vientre se agitara como un torbellino.

Los dedos atormentadores de Rannulf desaparecieron, y entonces él le tocó el


trasero y la levantó contra él. Se ajustó a ella y la penetró con fuerza. Lizzy se sacudió
bajo el ardor de su penetración y luego gimió ante el exquisito placer de la unión de
sus cuerpos.
—Móntame—, murmuró él contra sus labios hinchados. —Fuerte... despacio...
suave o profundo, como tú quieras—. Sus labios trazaron una línea hasta su
clavícula, donde chupó la carne expuesta de su garganta.
Lizzy se arqueó, deslizándose hacia arriba y luego hacia abajo con exquisita
lentitud. Gimió ante el estiramiento casi doloroso, aferrándose a sus hombros
mientras repetía el movimiento. Rannulf metió una mano entre los dos, hurgó entre
sus rizos y encontró su nódulo. Apretó con fuerza el pulgar contra él y luego lo hizo
girar. Lizzy inclinó la cabeza y le mordió los hombros, moviendo las caderas
instintivamente. Aquel movimiento la hizo empalarse en su miembro con más
fuerza de la que pretendía, pero un destello de crudo placer la atravesó. Descubrió
un ritmo más profundo y primitivo, cada deslizamiento y caricia de su pulgar la
acercaba más y más a la cúspide de la liberación.
Rannulf gimió su nombre, y ella se estremeció al oír el eco de su lujuria. La
agarró por las nalgas, moviéndola arriba y abajo por su verga con una fuerza
excitante. Agudas sensaciones atravesaron a Lizzy mientras el hambre y la
necesidad crecían en su interior.
—¡Rannulf!
Él besó su boca con fuerza. —Te tengo, Elizabeth...
Aunque estaba encima de su amante, él aumentó el ritmo, penetrándola más y
más profundamente. El subir y bajar de la respiración de Rannulf y los latidos de su
corazón envolvían a Lizzy. Ella movía las caderas en sintonía con él, una criatura
indefensa y deseosa, esclava de las sensaciones que él le provocaba.
Ella profirió un grito de asombro, sin aliento, y todo su cuerpo se inclinó contra
él mientras el éxtasis la desgarraba.
—Más—, gruñó él contra su boca. —Aún no hemos terminado, querida.
Ella no podía contener sus sonidos de placer, ni la forma frenética en que se
aferraba a sus hombros, ni la manera desesperada en que cabalgaba sobre él
mientras la penetrar más y más profundamente. El placer era como la más dulce de
las agonías. A pesar del aire fresco de la noche, Lizzy estaba fundida por el calor y
el sudor le humedecía el vello de las sienes. La tensión se acumulaba en su vientre,
una sensación casi agonizante hasta que se rompió. Un placer implacable inundó a

Lizzy en oleadas, cada sensación más intensa, más exquisita que la anterior.
Respiraba entre largos gemidos de rendición y se aferraba a él sin poder evitarlo
mientras él la apretaba contra su miembro. Aumentó el ritmo, cada embestida más
fuerte, más profunda, más rápida que la anterior, mientras buscaba su propia
liberación. De repente, Rannulf gimió, apartándola y liberándose en un pañuelo que
parecía haber aparecido mágicamente en sus manos.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y se apoyó en él, con los sentidos agotados
por sus potentes descargas. —La primera vez te liberaste dentro de mí.
Él emitió un sonido áspero y la besó suavemente en la sien. —Si alguna vez
quedas embarazada de mi hijo, quiero que sea tu elección, no porque yo haya sido
imprudente o lo desee.
Una oleada de ternura la invadió y Lizzy le dio un suave beso en la mandíbula.
Rannulf la apartó de él y el vestido le cayó por los tobillos. Se rio al notar que le
temblaban las piernas. Él se acomodó y abotonó sus pantalones. En lugar de
acompañarla de vuelta a la casa, la arrastró de nuevo hasta la frondosa hierba y
colocó su chaqueta sobre ellos a modo de cubierta. Inmediatamente la envolvió su
cálido y embriagador aroma masculino. Lizzy se acercó aún más, hundiendo la nariz
en el pliegue de su cuello e inhalando profundamente. Esta noche no había sombras
ni dudas en su corazón. —¿Cuándo volveré a verte, Rannulf?
Su risa grave retumbó en su cuerpo. —Ansiosa por mi compañía, ¿verdad?
Ella le mordió la piel en respuesta.
—Me voy a Kent mañana temprano. Estaré fuera unos días. Por eso quería verte
esta noche. Para llevar conmigo tu recuerdo.
Su corazón se estremeció en respuesta. —¿Qué hay en Kent?
—Una mansión de doce habitaciones que compré hace poco, y debo comprobar
cómo avanzan las reformas.
Siempre asombraba a Lizzy la cantidad de casas que poseían los pares de la
nobleza. Colin había comprado recientemente dos fincas, porque parecía
inconcebible que un conde sólo poseyera una casa de campo y una en la ciudad. La
misma curiosidad que años atrás la había hecho arder en deseos de conocerlo, la que
la había empujado a escribirle muchas cartas, surgió ahora de nuevo en el interior
de Lizzy.
—¿Eres propietario de muchas fincas?

—Es una afición mía comprar fincas en ruinas y restaurarlas para devolverles
su antiguo esplendor. En los últimos cinco años, he emprendido ocho proyectos de
este tipo.
—¿Ocho?
—Sí.
—¿Para qué necesitas ocho casas más, o las has revendido?
—Todavía son mías—, murmuró. —Yo...— Rannulf soltó una risita que a Lizzy
le sonó apenada.
—Sueño con tener una familia numerosa—, dijo. —Yo fui hijo único, y no quiero
que mis hijos e hijas experimenten esa misma sensación de soledad al crecer.
Su corazón empezó a latir con fuerza y de repente comprendió. —¿Te refieres a
que esos hogares serán para tus futuros hijos?
—Sí. Mi segundo y tercer hijo y mi hija. Estas propiedades no están vinculadas
al ducado, y pretendo que mis hijos tengan una buena herencia y una vida adecuada
propias.
Una imagen de correr sobre el césped con varios niños pequeños detrás llenó el
pensamiento de Lizzy, y el hambre que la recorrió le produjo un nudo de angustia
en la garganta.
La respiración de Rannulf era cálida contra su sien. —¿Y tú, Elizabeth? ¿Deseas
tener hijos?
Ella respiró hondo y sus dedos se aferraron a la tela del chaleco de él. —Nunca
he pensado en ello. Hace unos años, soñaba con convertirme en autora de libros
infantiles. Mi familia es numerosa, bulliciosa y encantadora. No puedo imaginarme
una vida sin ellos. Normalmente creaba cuentos para mis hermanos pequeños, y a
ellos les gustaban tanto que incluso los compartían con otros niños de Penporth.
Tenía unos dieciséis años cuando decidí escribir estas historias y verlas publicadas
algún día. Nunca pensé realmente en el matrimonio y en la posibilidad de tener hijos
hasta que... empezamos a intercambiar cartas, y empecé a caer rendida a tus
encantos.
La respiración de él se entrecortó audiblemente. —¿Entonces te estabas
enamorando de mí?
Lizzy sonrió. —Por supuesto, ¿por qué si no pensabas que estaba tan ansiosa
por estar contigo en la cabaña?

Sintió su sonrisa y, al estar tan cerca de él, oyó el repentino aumento de los
latidos de su corazón.
—Siento no haberte dicho quién soy—, dijo él bruscamente.
—También tenías razón—, susurró ella. —Si hubiera sabido de tu rango, no
habría respondido a tu primera carta.
Se hizo el silencio entre ellos, pero sin tensión ni preocupación. Se respiraba paz,
y Lizzy no quería estar en otro lugar que no fuera acurrucada entre los brazos de su
duque. Debió de quedarse dormida, porque lo siguiente que supo fue que se
encontraba acurrucada en el regazo de Rannulf en un carruaje.
Lizzy jadeó y se puso rígida. —¿Cómo hemos llegado hasta aquí sin que me
diera cuenta?
—Te dejé exhausta.
Ella se sonrojó, y él sonrió, la curva de su boca arrogante y sensual a la vez.
—Fui muy discreto al salir. Me aseguré de que nadie nos viera.
Lizzy se tocó la pequeña máscara que llevaba en la cara para asegurarse de que
seguía en su sitio. —Gracias.
—Estamos en tu casa.
Lizzy miró a través de las ventanillas del pequeño carruaje, sabiendo que tenía
que volver dentro pero deseando quedarse con él toda la noche. Aquella feroz y
dulce ternura brotó de su corazón una vez más y, antes de que pudiera hacer algo
imprudente e impetuoso, Lizzy le dio un suave beso en la boca a modo de despedida
y bajó del carruaje.

—¿Lo amas, a tu duque?


—¿No sería una tonta si lo amara, Ellie?
Hacía sólo un par de días, Lizzy le había preguntado esto a Ellie tras
encontrársela cuando regresaba a hurtadillas a casa desde la mascarada con el
duque. Lizzy y Ellie habían hablado de amor y expectativas, y su conversación era
un recuerdo inquietante para Lizzy.
—Mi deseo de estar con él es egoísta, pues sé que no se casará conmigo.
—¿Por qué no se casará contigo?— había preguntado Ellie, tan feroz y protectora.
—Tal vez sea yo quien no desea casarse con él.
—Si lo amas, ¿por qué no quieres casarte con él?
Lizzy no había admitido su amor ni a su hermana ni a sí misma, pero aquella
noche dio vueltas en la cama hasta despertarse exhausta unas horas más tarde. ¿Se
estaba enamorando de nuevo de Rannulf?
Esa había sido la pregunta que inquietaba a Lizzy, y por la forma espantosa y
desesperada en que su corazón se estrujaba, sabía que se escondía de la verdad que
su corazón ya murmuraba. Se había enamorado perdidamente de Rannulf cuando
vivía en Penporth, y nunca había dejado de amarlo. Oh, había tratado de enterrar
esos sentimientos, y había utilizado todas las excusas que podía concebir para
negarlos.
Él la había engañado y ella no pertenecía a su mundo, se decía cada vez que
lloraba al evocarlo. Sin embargo, esos recordatorios ya no tenían el poder de evitar
que cayera en sentimientos aún más profundos hacia él. En realidad, todas esas
razones para mantenerse alejada se habían desmoronado en el momento en que sus
labios se tocaron.
Lizzy le había prometido siete noches, y su idea había sido utilizarlas para
despedirse como era debido, y tal vez entonces podría extirparlo de su corazón. Una
parte de ella sabía que era un plan estúpido. ¿Cómo podría el hecho de divertirse
con Rannulf... besarlo y ser lasciva, hacer que él desapareciera de su corazón?

Cuando lo conoció en Penporth y empezó a enamorarse de él, Lizzy comprendió


lo descabellada y tonta que había sido en su postura de no casarse nunca. Había
sentido la felicidad en sus brazos y caminando a su lado. Pero eso fue antes de saber
que era un duque. En el fango de su angustia y confusión, enterró todos esos sueños
tontos. También había abandonado su pasión por la escritura, porque le recordaba
a él.
Lizzy se sentó en el borde de la cama y después de apartarse varios mechones
de pelo de la cara, metió la mano debajo del colchón y sacó el libro que había estado
escribiendo cuando se conocieron. El deseo secreto de ser escritora sólo lo había
compartido con Rannulf, ya que se sentía demasiado insegura como para
compartirlo con sus hermanas. Él había leído esas páginas y le había ofrecido una
visión extraordinaria. Lizzy se había quedado tan impresionada con su inteligencia
entonces, sin saber que había tenido la mejor educación que el dinero podía
permitirle.
Pasó una página al azar y sonrió al ver su nota al margen.
Esto es espléndido, Elizabeth. Se me hace la boca agua con tu poder de descripción. Puedo
saborear la comida que está comiendo la señorita Rosaline. Sin embargo, me parece que quince
líneas dedicadas al sabor son demasiadas. Ralentiza el ritmo, y me dan ganas de matarte
cuando termina el último capítulo, cuando ella ve el fantasma en el bosque y corre hacia
Edmond, el mago. ¿Cómo es que ahora come tranquilamente?
Lizzy se rió y resopló.
—¿Me imaginas como duquesa? ¿Qué sé yo de aspiraciones tan grandiosas? De niña
tenía una gallina de mascota y corría descalza por las calles del pueblo.
Cuando le había dicho esas palabras a Ellie, Lizzy las había dicho en serio.
Aquella noche en el laberinto, había sentido la necesidad de él de más... de ella. No
lo entendía simplemente porque sentía en un nivel profundo que ella y el duque
simplemente no estaban hechos para perdurar.
Ella no había sido criada para ser duquesa. Y tal como hablaba el viejo dragón,
las duquesas nacían, no se hacían. Habían sido entrenadas en cómo hablar, comer y
actuar para la sociedad antes de que pudieran aprender a caminar. Las duquesas
eran refinadas, elegantes, hablaban varios idiomas, entendían de administración
doméstica, tenían conexiones dignas de mención para ayudar a sus duques en sus
empresas y gozaban de una reputación impecable entre la alta sociedad.
Estas verdades eran ineludibles.
Lizzy se mordió los labios contra la risa histérica que bullía en su interior.

Oh, Rannulf... nunca he dejado de amarte.


El sonoro golpe de una puerta a lo lejos hizo que Lizzy bajara el cuaderno con
su historia y se apresurara a abrir la puerta. Julia corría por el pasillo. —¿Julia?
Ella se detuvo y miró por encima de sus hombros. —¿Sí, Lizzy?
—¿Qué fue todo ese ruido?
Su hermana arrugó la nariz. —El viejo dragón y Ellie discutieron.
—¿Ellie?
—Sí. La tía abuela insiste en que acepte la oferta del Señor Hayford de cortejarla
o casarse. Y Ellie está...
Ellie estaba enamorada de Lucien Glendevon. —Entiendo, Julia. No necesitas decir
más.
Lizzy cerró la puerta y apoyó la frente en ella con un suspiro. No podía soportar
que su hermana se viera atrapada en circunstancias infelices casada con el caballero
equivocado. Frunció el ceño, prometiendo hablar con Ellie lo antes posible e instarla
a seguir a su corazón.

~*~
Unos días después, se puso un elegante vestido rosa y un sombrero a juego con
un pequeño velo negro en la parte delantera para ocultar sus facciones. Se sentó en
un palco del anfiteatro Ashley con el duque, observando la ejecución de algunas de
las hazañas más asombrosas. Lizzy se sentía eufórica. Lo había echado de menos y
disfrutaba que hubiera regresado a la ciudad simplemente para esta excursión. Se
trasladaría a Kent por la mañana y tal vez debería ausentarse varios días más.
—Nunca había estado aquí—, dijo Rannulf.
Ella lo miró de reojo, sorprendida. —¿De verdad?
—Hmm, he leído sobre sus espectáculos en el periódico, pero nunca me he
tomado la molestia de visitarlos.
Lizzy sonrió. —Esta es mi segunda vez.
Unos ojos sorprendidos la miraron. —Si me lo hubieras comunicado, habría
organizado otra salida.
—Estuve de visita con mis hermanas hace un par de semanas—, murmuró
Lizzy. —Admito que estar aquí contigo es muy diferente a mi primera experiencia.

Cada uno de mis sentidos se siente agudamente vivo... e incluso sin aliento. No lo
cambiaría por otro.
Sus ojos verdes se oscurecieron mientras la miraba, y el destello de hambre en
su mirada hizo que el corazón de Lizzy latiera vigorosamente. La multitud vitoreó
y ella apartó la mirada de él con gran esfuerzo, se inclinó hacia delante y se sumergió
en el espectáculo. Rannulf se le unió y ella sonrió, encantada de compartir aquella
experiencia.
Contempló sin aliento cómo un hombre se ponía de pie sobre un caballo al
galope en el foso de abajo con una gracia y un estilo perfectos. Incluso lanzó cuatro
naranjas al aire y las atrapó de nuevo, haciendo malabarismos con ellas sin caerse
del caballo de carreras.
—¡Cielo santo!—, exclamó Lizzy, riendo y aplaudiendo con el público. —¡Es
realmente increíble!
El artista siguió asombrando a la audiencia bailando a lomos del caballo al
galope, dando volteretas hacia atrás, saltando del veloz animal y volviendo a montar
en el mismo impulso para colocarse frente a la cola del caballo. Durante más de dos
horas, contemplaron atrevidas y elaboradas pantomimas, acróbatas que Lizzy juró
que encontrarían la muerte al elevarse por los aires con sus trucos de salto con
cuerda.
Aquella noche, mientras paseaban por la calle de Westminster, charlaron y
comieron pasteles de carne de un vendedor ambulante. Una novedad, según pudo
comprobar, para un duque, y Lizzy se burló encantada de él.
Cuando terminaron de comer, él caminó con ella hacia el carruaje estacionado a
lo lejos. A medida que se acercaban, vio a un grupo de niños jugando en la calle. Dos
muchachos sujetaban una larga cuerda y la balanceaban con increíble velocidad
mientras niños y niñas saltaban por encima de la cuerda con destreza. Dadas sus
ropas andrajosas y sus caras manchadas de suciedad, tal vez fueran niños de la calle,
pero la forma en que se reían y se gritaban ánimos era enternecedora.
Los pasos de Lizzy se ralentizaron mientras observaba la competición y se reía
cuando una niña delgada triunfaba sobre dos niños más grandes. Ella rio y aplaudió,
y ellos dirigieron su mirada hacia ella.
—Una moneda, milady—, dijo un niño levantando el sombrero. Dentro del
sombrero, vio dos peniques. —Vamos a darles un espectáculo. Nadie puede vencer
a nuestra Jenny. Les mostraremos sus habilidades.

La miraron esperanzados y Lizzy sonrió. —¿Nadie ha vencido a la pequeña


Jenny, dicen?
—Sí.
—Como nadie me ha vencido nunca, mis buenos chicos y chicas, acepto este
reto—. Lizzy se puso rígida en cuanto las palabras salieron de ella, pues había
olvidado que paseaba con un maldito duque, y ya no era aquella niña de Penporth
que saltaba cuerdas y trepaba árboles. Miró a Rannulf, y su corazón se estremeció al
ver que sus ojos brillaban de expectación.
—Apuesto cinco libras por la dama—, murmuró.
Los niños jadearon al oír la suma, en sus ojos brillaron la sorpresa y el hambre
por semejante fortuna. Lizzy supo en ese momento que aunque pudiera ganar,
perdería graciosamente. La exuberancia se apoderó de ella cuando se acercó y saltó
a toda velocidad mientras la cuerda golpeaba la tierra a medida que los niños la
saltaban. Los niños contaban, sus voces se convertían en excitantes cánticos cuando
Lizzy pasaba de cincuenta. Recordando que la joven Jenny se había detenido
recientemente en ochenta, Lizzy se detuvo a tientas en setenta y cinco,
presionándose el pecho con una mano.
—Por Dios, ¿he batido el mejor tiempo de Jenny?
—No—, replicaron los niños, y para demostrar su honestidad, Jenny saltó
furiosamente la cuerda, brincando y deteniéndose en setenta y seis, sonriendo con
suficiencia, sus ojos azules brillando eufóricos.
Rannulf entregó amablemente su bote apostado, y Lizzy sacó su pequeño
monedero y colocó todo el dinero que tenía en su sombrero. Saludó con la mano
mientras se alejaba con su duque, riendo entre dientes. —Ha sido divertido. Si Penny
hubiera estado aquí, su espíritu competitivo la habría empujado a vencer a todos. Es
nuestra campeona de salto. Incluso ahora, salta en la casa en lugar de caminar
recatadamente, volviendo loca a Hermina que está fracasando en sus lecciones de
etiqueta.
Una de las esquinas de la boca de él se curvó. —Has estado maravillosa,
Elizabeth.
Su elogio hizo que sus mejillas se ruborizaran. —Pensé que te mostrarías
rígidamente desaprobador.
—¿Por ti? Nunca.
La ternura de sus ojos fue casi su perdición, y palabras de amor y afecto
rondaron su lengua. Sonrojada, apartó la mirada, sonriendo. Llegaron al carruaje y

Rannulf la acompañó al interior. Lizzy se sentó y se quitó el sombrero y el velo


mientras el vehículo se ponía en marcha. —¿Adónde vamos ahora, Rannulf?
—Ven aquí, Elizabeth.
Ella se lanzó sobre su regazo, rodeándole el cuello con los brazos. Él le rodeó la
cintura con un brazo y la acercó a su pecho. La besó, un simple roce en la boca, pero
la llenó de placer.
—Gracias por salir conmigo, Elizabeth.
Ella le acarició la mandíbula, aspirando su excitante aroma. —Gracias por
cumplir otro deseo que mencioné en mis cartas.
—Ah, así que me has descubierto.
—Es verdad, ¿tenía que mantenerse secreto?
Él rió, con sus hermosos ojos brillantes. —No.
Aunque ella vio el ardor del deseo en su mirada, Rannulf se limitó a estrecharla
contra él como si lo reconfortara tenerla cerca. Lizzy se relajó y disfrutaron del paseo
abrazados en un agradable silencio. Antes de descender, él la besó en la sien sin
pronunciar palabra, ella bajó del carruaje y entró en la casa de su hermano,
sonriendo como una loca.

Pocos días después, su madre y el viejo dragón intentaron presionar a Ellie para
que aceptara una proposición de matrimonio del señor Hayford. Al más puro estilo
Fairbanks, Eleanor había rechazado al hombre y había optado por casarse con
Lucien Glendevon de una forma bastante pública y escandalosa. Lizzy nunca había
estado más orgullosa de su hermana.
—No tengo palabras—, gruñó Colin, mirando a Lizzy y a sus hermanas.
Que Lizzy estuviese tirada en el suelo alfombrado en un indecoroso montón con
Ellie, Emma, Ester y Penny, que habían estado escuchando en la puerta el discurso
de proposición del Señor Glendevon a Colin, era discutible. Ellie se casaba con el
hombre de sus sueños. Lizzy estaba encantada, incluso mientras una envidia
desconcertante le oprimía el corazón y una oleada de deseo tan dolorosa le producía
un dolor de garganta.
Ignorar la expresión fulminante en el rostro de Colin era terriblemente difícil, y
Lizzy se puso en pie, con una sonrisa tímida cruzándole el rostro. Ellie se puso en
pie y sus ojos brillaron de felicidad al mirar al hombre que amaba. El Señor
Glendevon, bendito sea, pareció tomarse con calma la idea de que las hermanas de
Ellie escuchasen una conversación privada.
—Deprisa y de pie—, susurró Lizzy a sus todavía risueñas hermanas. —¡Ahora,
huyamos!
Lizzy, Emma, Ester y Penny salieron corriendo de la habitación riendo.
—¿Han visto la cara que ha puesto Ellie?—, dijo Emma soñadoramente. —¡Oh,
al viejo dragón no le gustará esto!
—Al diablo el viejo dragón—, gritaron Lizzy y Ester juntas.
Se echaron a reír y Lizzy se dirigió a su dormitorio, dejándose caer en la cama
mirando al techo. El hambre que la invadía la asustaba y la hacía sentir tan bien. Se
sobresaltó cuando algo crujió bajo su peso y rodó sobre la cama. Se incorporó y tomó
un sobre. Con dedos ansiosos, lo abrió.
Queridísima Elizabeth,
Cómo te he echado de menos.

Tuyo,
R.
Bajó la carta y cerró los ojos. Oh, Rannulf, ¿qué intentas hacer... invadir mi alma?
Una idea descabellada pasó por sus pensamientos y sonrió. Haría falta algo de
ingenio para verlo, pero ella era Lizzy Fairbanks, ¿no?

~*~
Rannulf bajó el libro de contabilidad que había estado hojeando y levantó la
vista cuando oyó a alguien aclararse la garganta. Era su mayordomo, Simpson, y por
la expresión afligida del hombre, Rannulf dedujo que llevaba allí un buen rato. —
¿Sí, Simpson?
—Una joven lo solicita, Su Excelencia.
Rannulf se sorprendió. —¿Una joven dama?— Miró a la izquierda por las
ventanas de la finca. La noche caía en tonos bermellón. —¿Sola?
Simpson volvió a aclararse la garganta. —Sí, Su Excelencia.
—¿Dio su nombre?
—La Señorita Fairbanks.
La conmoción y la euforia se apoderaron de Rannulf, y salió de detrás de su
escritorio tan rápido que sobresaltó a su mayordomo, normalmente imperturbable.
—¿Dónde está?
—La acompañé a la sala Rosa, Su Excelencia.
Rannulf se apresuró a pasar junto al hombre y subió las escaleras hacia el salón
rosa. La idea de que su muy correcto sirviente escoltara a Elizabeth a la mejor
habitación de invitados, en lugar de llevarla a un salón, lo divirtió. Incluso en Kent,
los criados conocían todos los chismes de sociedad. Y los chismes insinuaban que
Elizabeth Fairbanks era su amante. Justo ahora, había estado revisando algunos
libros de contabilidad de la finca mientras cavilaba sobre cómo proponerle
casamiento. Rannulf podía sentir que aún era demasiado pronto, y aunque veía
deseo y ternura en su mirada, esas emociones podrían no ser suficientes para que la
efervescente fiera accediera al matrimonio.
Como no la oía gritar, Elizabeth había aceptado la habitación que le habían
ofrecido como correspondía, y supuso que había traído equipaje consigo. Le gustó
la idea de que hubiera traído maletas, lo que significaba que tenía intención de
quedarse.

Llamó a la puerta y entró cuando ella respondió. Elizabeth se giró con elegancia
hacia él. Nada más verla, su corazón se aceleró.
Tenía una cara encantadoramente bonita, que irradiaba placer al verlo.
—Realmente estás aquí, Elizabeth.
Ella corrió hacia él, luego estaba en los brazos de Rannulf, y él la besaba
apasionadamente, y ella le devolvía el beso. Se oyó un carraspeo y luego una criada
con la cara roja, que había estado deshaciendo la maleta para Elizabeth, salió
corriendo de la habitación, haciendo una reverencia al salir y cerrando firmemente
la puerta tras de sí.
Elizabeth abrió los ojos de par en par. —Oh, vaya.— Luego se echó a reír, con
un sonrosado rubor en su hermoso rostro.
Rannulf se rio de sí mismo casi con un poco de pena.
Lizzy contuvo la risa y dijo: —Tendré que disculparme con la pobre Susan. Se
sentirá muy avergonzada.
—Creo que yo también debería disculparme—, admitió Rannulf. —Sin duda la
he escandalizado—. Luego levantó a Elizabeth, la tiró en la cama y empezó a quitarle
la ropa mientras ella se reía e intentaba hacer lo mismo con él.
—Sé que deberíamos estar conversando sobre cómo estás aquí, pero te he
echado demasiado de menos.
—Yo también te he echado de menos, Rannulf—, dijo ella dulcemente,
besándole la parte inferior de la mandíbula.
Él gimió ante aquella caricia de mariposa, el calor lo atravesó hasta instalarse en
la base de su verga, endureciéndolo con una rapidez pasmosa. Elizabeth había
conseguido deshacerle el corbatín y desabotonar el chaleco cuando ya la había
desnudado y se había quitado el resto de la ropa. Rannulf se sintió como una bestia
hambrienta al caer sobre ella, pero fue infinitamente gentil cuando e encontraron.
Sus labios se tocaron y su corazón tembló con una intensidad estremecedora. Por
Dios, amaba a esta mujer.
Gimiendo, profundizó el beso, deslizando su lengua contra la de ella y
besándola profundamente. Elizabeth gimió, rodeó sus caderas con sus sensuales
miembros y se arqueó contra él. Le acarició uno de los pechos y gimió de
agradecimiento por la forma redonda y perfecta que tenía contra su palma. Su pezón
se endureció al instante y ella se retorció bajo él, ya inquieta por el deseo.

Rannulf rompió el beso y se apartó para mirarla, con la respiración agitada. Sin
dejar de observarla, metió la mano entre los dos, encajó la verga contra su sexo y
luego la introdujo lentamente en su interior, penetrándola de un solo y profundo
deslizamiento. La respiración de ella se entrecortó y emitió un suave gemido. Su
Elizabeth estaba húmeda pero tan condenadamente apretada que casi provocó su
liberación de inmediato. Rannulf tuvo que respirar y contener su necesidad de
acabar.
Colocó las piernas de ella sobre sus hombros, haciendo más profunda su
penetración. Ambos gimieron al sentir la plenitud en esta nueva posición. —¿Te
duele?
Ella se sonrojó, lamiéndose los labios rojos, hinchados por sus besos. —Sí... pero
en el buen sentido.
Empezó a moverse dentro de ella, lento y suave, acostumbrándola a la novedad
de la posición. La lujuria le arañaba las entrañas, pero mantuvo el ritmo, incluso
cuando las manos le temblaban por el esfuerzo. Su excitación crecía a pasos
agigantados y su sexo se volvía resbaladizo por la necesidad. Siseó mientras el placer
ondulaba por su espalda, engrosando aún más su verga.
—¡Sí, oh, sí!— Elizabeth jadeó, arqueando las caderas, buscando más.
Rannulf intensificó sus embestidas hasta que el deseo quemó todas sus
restricciones. Su querida Elizabeth lo recibió con gritos salvajes y gemidos jadeantes,
su sexo contrayéndose sobre su verga con sus efusivas liberaciones. La cabalgó hasta
el clímax tres veces antes de hundir las caderas más y más, persiguiendo su propio
placer hasta que se estremeció con un gemido ronco. Rannulf apenas consiguió
separarse del cuerpo de ella y vaciarse sobre las sábanas.
Con la respiración agitada, la abrazó hasta que ambos se calmaron. Se levantó,
caminó hacia el lavabo detrás del biombo y rápidamente la limpió a ella, a sí mismo
y a las sábanas antes de tomarla en sus brazos. —¿Cómo estás aquí?
Ella se acurrucó más cerca. —Recibí tu nota, decidí que yo también te echaba de
menos y te visité.
Rannulf sonrió. —¿Y tu hermano?
—Le dejé una nota informándole de que estoy visitando a una amiga y volveré
en unos días.
Santo Dios. —Mujer—, dijo.
—Tengo veinticinco años, mi duque. Tengo cierto margen para tomar decisiones
por mi cuenta y puedo visitar a mis amigos si así lo decido.

Él la estrechó contra su pecho y ella lo miró con una sonrisa de suficiencia. —


Nosotros somos más que amigos.
La sonrisa se atenuó en su boca... pero sus ojos se encendieron con tantas
emociones que su corazón empezó a dolerle.
—Sí—. Le apartó un mechón de la cara con ternura. —Somos más que amigos.
—¿Cuántos días son algunos?
—Quizá tres.
—No formarán parte de las siete noches—, dijo él bruscamente.
—¿Eso no es trampa, mi buen duque?—. Sin embargo, ella parecía encantada
con la idea.
Entonces comprendió que Elizabeth también se resistía a ver el final de su
aventura. Rannulf se sintió triunfante y murmuró: —¿Has pensado en casarte?
Ella frunció el ceño y sus ojos se mostraron cautelosos. —¿Tengo que pensarlo?
Demonios. Ahora no es el momento, Rannulf, se recordó en silencio.
Tirando de ella, le besó la boca, la hizo girar y los ahogó en placer una vez más,
jurando hacerle comprender su amor antes de que ella regresara a la ciudad.

~*~
A la mañana siguiente, temprano, Lizzy fue despertada por Rannulf que
intentaba desenredarse de sus miembros cuando ella automáticamente lo aferró
más, él optó por besarle los ojos y los labios hasta que terminó de despertarla.
—¿Qué hora es?—, preguntó ella.
—Un poco después del amanecer, voy a cabalgar. ¿Vienes conmigo?
—Eres una criatura malvada—, murmuró ella. —Los humanos no fueron
diseñados para levantarse al amanecer.
Su risa baja y masculina la atravesó y abrió los ojos con una sonrisa. A Lizzy se
le aceleró el pulso de alegría. Era tan hermoso cuando reía. —Me reuniré contigo.
Pero antes necesito un poco de intimidad—, dijo, ruborizándose.
—Enviaré a la doncella a ayudarte y te espero abajo en media hora—, dijo él,
medio vistiéndose y recogiendo su abrigo, corbatín y zapatos.
Poco después, trotaban por un sendero ligeramente cubierto de maleza que
atravesaba una pequeña hilera de árboles y se dirigía hacia una pequeña colina
donde Rannulf había descubierto una bonita vista de la campiña circundante. La

belleza de la tierra era sobrecogedora, y Lizzy aspiró profundamente el aire fresco


en sus pulmones. Compartieron una sonrisa, y algo caliente le atravesó el corazón.
A sus pies, el valle se extendía a lo largo de kilómetros. La tierra más cercana
estaba sembrada de trigo que se movía con la brisa. Aún no estaba completamente
dorado, pero parecía que iba a ser una buena cosecha. Setos y pequeñas arboledas
separaban los campos. Más allá del trigo, había una parcela de un verde más oscuro,
que parecía tener postes de escalada de cultivos con caminos de maleza entre ellos.
—¿Qué es eso en los campos de más allá?— preguntó Lizzy.
—Lúpulo, que utilizan para hacer cerveza. Kent es famoso por el cultivo del
lúpulo porque la tierra es muy fértil aquí—, respondió Rannulf.
Más cerca en el horizonte, Lizzy pudo ver el campanario normando de una
iglesia local y ganado pastando cerca del cementerio.
—Cabalguemos—, murmuró.
Lizzy asintió y galoparon por la campiña a toda velocidad durante varios
minutos. Fue maravilloso y liberador, y para cuando se detuvieron, ella se
estremecía de risa. —Me siento feliz—, dijo inclinando la cara hacia el cielo
sonriendo.
Emociones insondables saltaron en sus ojos. —Bien.
—No quiero que elijas novia esta temporada—. Las palabras abandonaron a
Lizzy antes de que pudiera pensar en ello.
Rannulf se quedó inmóvil. —¿Qué has dicho?
Ella miró hacia otro lado, con la incertidumbre arañándola. —Me he expresado
mal.
—Elizabeth—, dijo él con un gruñido de advertencia. —Si alguna vez vuelves a
rehuir hablar con el corazón o huyes antes de hablar conmigo, te pondré de rodillas
y te llenaré el trasero de ampollas.
Las palabras fueron tan chocantes que se echó a reír. —Soy todo carcajadas.
—Te burlas—, dijo él con sorna, con un brillo provocador en los ojos. —Sin
embargo, te reto a que pongas a prueba mis palabras.
Ella se inclinó hacia delante en su caballo y, en tono de conspiración, dijo: —¿Es
escandaloso admitir que me cosquillea el trasero?
Él se quedó con la boca abierta antes de sonreír. —¿Por qué no quieres que
encuentre una novia?

Ella apartó rápidamente la cabeza de su atenta mirada. Su corazón palpitaba


furiosamente. —Rannulf, yo...
—Honestidad, Elizabeth—, murmuró él. —Ahora mírame y dime.
Lizzy podía oír su propia respiración en los oídos, sintiendo el temblor de su
corazón en la piel. Lo miró y quedó atrapada por su intensa mirada. —No puedo
soportar la idea de que te cases con alguien... no cuando siento tanto por ti—,
susurró, con el dedo enguantado apretando las riendas hasta que le dolieron.
—Tú me amas—, dijo él, algo feroz agitando el aire entre ellos y crepitando como
si estuviera vivo.
Oh Dios. Cómo la destrozó con aquella simple afirmación. —Sí, te amo.
La sonrisa más hermosa que jamás había visto en alguien cruzó su rostro y
acercó su caballo al de ella. Rannulf extendió la mano, le acarició la cara y la besó
profundamente. —Te amo, Elizabeth Fairbanks. Me enamoré de ti hace tres años y
nunca he dejado de amarte.
Ella rió y le rodeó el cuello con los brazos, devolviéndole el beso durante unos
instantes. Regresaron a la casa principal y él siguió con su jornada de negocios. Lizzy
había viajado impulsivamente con su cuaderno de escritura, lo tomó y se reunió con
el duque en su estudio palaciego.
La asaltó la inspiración, se acurrucó en un sofá ante el fuego y se puso a escribir.
Por momentos sintió la mirada del duque sobre ella, y cuando levantó la vista hacia
la suya, fue para encontrar que la observaba con hambre y ternura. Él no la
molestaba cada vez que lo sorprendía, sólo sonreía y volvía a sus libros de
contabilidad. Y mientras Lizzy permanecía sentada en el mismo espacio, cada uno
ocupándose de su propio trabajo, no pudo evitar pensar que sería maravilloso vivir
toda una vida con Rannulf.

Los siguientes días con Rannulf habían llenado un espacio en su corazón que no
sabía que estaba tan vacío. Cada vez que podía, se escapaba para estar con él,
extrañamente emocionada y asustada por el riesgo que corría. Hacía unos días,
Eleanor se había casado con Lucien Glendevon por un permiso especial en su nueva
finca de Hertfordshire. La forma en que el señor Glendevon había mirado a su novia
había hecho que Ellie se sonrojara, aunque había sonreído, claramente feliz e igual
de enamorada de él.
Rannulf no había mencionado nada sobre matrimonio, y ella esperaba con
esperanza y temor el día en que se lo propusiera. Parecía como si percibiera su
creciente incertidumbre, pero el maldito hombre se limitaba a observarla con un aire
de perezosa diversión y aguda expectación.
Si me lo preguntara, ¿qué le contestaría?
Esa pregunta la había atormentado desde que compartieron lo mucho que se
querían... y seguían compartiéndolo cada vez que se encontraban para una cita
arrebatadora que normalmente la dejaba agotada y sin aliento. Que lo amara con
todo su corazón no significaba que fuera la mujer perfecta para ser su esposa... o que
él le propusiera que lo fuera. En el baile de la noche anterior, él la había escogido
para bailar un vals, haciendo que varias lenguas de la sociedad se agitaran. Incluso
el viejo dragón la había llevado aparte para preguntarle cuál era la intención del
duque. Lizzy alegó ignorancia para disgusto de su tía abuela. Luego,
escandalosamente, el duque solo había bailado con ella una segunda vez antes de
llevarla discretamente a la biblioteca de la marquesa y tomarla contra la puerta hasta
que gritó su satisfacción en la curva de su garganta.
Lizzy, perpleja, deseaba que le hiciera una oferta y a la vez no quería que la
hiciera. La dualidad del deseo la asolaba, así que decidió apartar de su mente todo
pensamiento de matrimonio con el duque y se limitó a disfrutar de su aventura.
Aquella mañana, mientras untaba un trozo de pan tostado con mermelada de
fresa, Emma jadeó de forma bastante dramática, atrayendo la atención de todos
hacia ella y la hoja en la que tenía enterrada la nariz.

—¿Qué pasa?— preguntó Lizzy, luego gimió. —Un artículo sobre nuestra
familia, sin duda.
—¿Otra vez?— murmuró Ester, poniendo los ojos en blanco. —¿Es sobre el
matrimonio de Ellie con el Señor Glendevon?
Emma levantó la mirada. —No, es sobre Lizzy y el duque.
La mesa quedó en silencio y Lizzy extendió la mano hacia el periódico. Bajando
su mirada hacia él, lo leyó.
—Ha llegado a oídos de esta autora que una particular familia demasiado ambiciosa,
conocida por muchos como los muy malos F, ha puesto audazmente sus ojos en uno de los
hijos predilectos de la sociedad. El D de R. No sé si debería divertirme, horrorizarme o admirar
sus ambiciones. La dama en cuestión no es en absoluto apta para ser duquesa. Aunque
ciertamente es una de las más bellas de la sociedad, carece del aire propio que puede hacer de
ella una duquesa. El D de R sería un tonto, un hazmerreír entre los suyos si se le ocurriera
cortejar a semejante chica. Se rumorea que desafió a duelo a un vizconde hace unos años. Sí,
queridos lectores, sus ojos no los engañan. Un duelo. Esta es una dama sin ningún sentido
del decoro aspirando a uno de los títulos más altos de la tierra. Tampoco ayuda el hecho de
que se rumoree que el duque hizo que expulsaran al vizconde de cierto club y de otras
inversiones dignas de mención por esta afrenta. Simplemente ridículo—The Daily Gossips.
El corazón de Lizzy latía con fuerza. No sabía que Rannulf había castigado al
vizconde por la agresión que había cometido contra ella. Una oleada de calor la
invadió, aunque su corazón se estrujó de mortificación. Bajó los ojos una vez más
hacia esa línea.
El D de R sería un tonto, un hazmerreír entre los suyos, si se le ocurría cortejar a
semejante chica.
—Es basura—, dijo Colin, arrebatándole el papel de la mano. —Voy a retar a
duelo al tonto que escribió esto y...
—No lo hagas—, dijo Lizzy, odiando la duda que se retorcía en su pecho. —Las
palabras son ciertas.
—¡No lo son!— gritó Emma, con el ceño fruncido en su hermoso rostro. —
Lamento habértelo hecho notar con mi jadeo. Nuestro desayuno familiar está
arruinado.
Su madre, que había ignorado todo hasta ahora, bajó el cuchillo, se limpió los
labios con la servilleta y extendió la mano para tomar la hoja de escándalo.
—Madre—, empezó Colin. —No es necesario leer...

—Me gustaría verla, hijo—, dijo ella en voz baja.


Suspirando, se la entregó para que la leyera.
—¿Puedo leerlo después?— preguntó Julia.
—No—, gritó Phoebe, con los ojos brillantes de reproche. Julia bajó la cabeza y
se dedicó a comer.
—No sabía que seguías siendo amiga del duque—, dijo su madre, bajando el
periódico. Cuando se posaron en Lizzy, sus ojos marrones se sintieron como un
martillo. —Sé que te busca y que sólo ha bailado contigo en algunos bailes. Es una
tontería por mi parte no haberme dado cuenta después de semejante exhibición.
El espantoso rubor de Lizzy fue respuesta suficiente para su madre.
Había preocupación en sus ojos cuando murmuró: —Se dice que la madre del
duque sólo aprobará a la novia más respetable para su hijo. Es mejor que no nos
hagamos ilusiones sobre un resultado favorable.
Colin suspiró y se pasó una mano por la cara. Su condesa le tocó ligeramente el
hombro y le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
A Lizzy le destripaba ver la preocupación que causaba a su familia. —No soy
tan tonta como para desear que se case conmigo—, dijo en voz baja. —Yo...
Colin bufó. —El duque parece un tipo bastante arrogante y poderoso como para
dejarse llevar por los deseos de su madre. Lizzy, si el duque te ama...
—Mi escandalosa familia y reputación no importarán. Aún así me convertiré en
la mejor duquesa. ¿Es eso lo que ibas a decir, Colin?
—¿Por qué lloras?—, preguntó él bruscamente.
—No estoy llorando—, le espetó ella, mirándolo con desprecio, sin importarle
que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas.
—Lo amas—, dijo su hermano, con un eco de sorpresa en la voz.
—Claro que lo amo—, resopló ella, consciente de las miradas atentas de su
familia. —De lo contrario, no me habría escabullido para estar con él.
—¡Lizzy!— gruñó Colin, lanzando una mirada a Julia y Penny, que parecían
asombradas y encantadas. —¡Juro que voy a desterrarte de vuelta a Penporth!
Se enjugó las molestas lágrimas, echó la silla hacia atrás y se levantó. —Si me
disculpan, ya he comido suficiente.

Se apresuró a salir de la habitación, ignorando la exigencia de su hermano de


que regresara. Subió corriendo las escaleras hasta su habitación, donde se dejó caer
sobre la cama. Se quedó mirando el techo y se preguntó si Rannulf habría visto la
horrible hoja de escándalo. La puerta se abrió y Ester entró, con los ojos brillantes de
ira.
—Juro que encontraré al autor de ese artículo y lo haré pagar—, siseó.
Lizzy sonrió. —Enfunda tus garras vengativas.
—¿Vas a esconderte en tu habitación?—, preguntó su hermana, recostándose
junto a Lizzy en la cama.
—No. Esta noche asistiré a un baile.
—Bien—, dijo Ester con fruición. —Demuéstrales que sus insípidas palabras no
tienen efecto sobre nosotras. Emma y yo asistiremos contigo.
Lizzy no tenía intención de asistir al baile de Lady Walters esta noche, pero
después de un artículo tan mezquino, no iba a esconderse y lamerse las heridas.
Varias horas después, vestida con uno de sus más bellos y provocativos vestidos
color rosa, Lizzy entró en el gran salón de baile de Lady Walters. Un murmullo
recorrió a la multitud, claro testimonio de que todos habían leído la hoja de
escándalos y devorado el miserable artículo escrito sobre ella. Tanto Emma como
Ester habían asistido también, y su presencia era un consuelo tranquilizador. Reían
y charlaban, bebían champán y se divertían.
El duque entró una hora más tarde, creando un revuelo aún mayor que el de
Lizzy. Ella cerró los ojos brevemente y respiró entrecortadamente. Estaba
espléndido, vestido con pantalones oscuros, chaqueta, camisa blanca y un chaleco
verde oscuro que, según ella, combinaba a la perfección con sus ojos.
El duque recorría la sala con una hermosa dama que era claramente su madre,
la duquesa. Se detuvieron ante un caballero que ella sabía que era el Marqués de
Payne y, poco después, Rannulf llevó a la hija del hombre a la pista de baile.
El corazón de Lizzy dio un vuelco.
—Está bailando con Lady Cecelia—, susurró alguien, con voz muy pausada. —
¡Es la primera vez que el duque baila con alguien que no sea la señorita Fairbanks
en tres temporadas!
—Bueno, ya sabemos lo que significa—, se burló otra dama. —La duquesa
siempre había dicho que Lady Cecelia era la pareja perfecta para el duque.

El dolor retorció el corazón de Lizzy al verlo bailar con otra dama que miraba al
duque con estrellas en los ojos, pero no pudo soportar apartar la vista.
—Oh, Lizzy, por favor, aparta la mirada—, susurró Ester.
Tragando saliva, Lizzy obedeció, dando golpecitos con los pies al compás de la
música que saltaba de los instrumentos de la orquesta. Pasó casi una hora, y Rannulf
no hizo ningún intento de escabullirse con ella discretamente e incluso bailó con otra
dama. Ella miró en su dirección y lo vio sonriendo a Lady Cecelia, que agitaba sus
pestañas y se aferraba a sus brazos. Como si percibiera su atención, Rannulf levantó
la vista y sus miradas chocaron.
Lizzy sintió un gran dolor en el pecho cuando él apartó la mirada como si fuera
invisible. No había suavidad en sus ojos, ni comunicación silenciosa de... nada. De
pronto quiso alejarse de la horrible sensación que le oprimía el vientre y del dolor
que le estremecía el pecho, porque no lo entendía.
—Deberíamos irnos—, murmuró Emma.
—Después de unos minutos más—, dijo Ester con una sonrisa decidida. —Si
tuviera una pistola, dispararía a ese desdichado duque. Simplemente te ignoró,
Lizzy, después de haber bailado contigo en dos bailes.
—No importa—, dijo ella, odiando que sus palabras temblaran. —Vamos,
volvamos a casa.
Y mientras se alejaba del baile y del duque, Lizzy supo que había llegado el
momento de poner fin a su romance. Si tan solo la decisión no la dejara con tales
sentimientos de pérdida y angustia.

~*~
Elizabeth se había ido.
Rannulf registró discretamente toda la casa de Lady Waverly y sólo pudo
concluir que se había marchado. Maldita sea. Bajando las escaleras a toda prisa, se
detuvo en el pasillo para ver a su madre. —Madre, ¿qué ocurre?
Ella levantó la barbilla. —Lord Payne ha notado que has abandonado el salón
de baile.
—¿Y?—, preguntó incrédulo. —¿Qué pasa con eso?
—Uno no puede dejar de notar que la Señorita Fairbanks partió y tú lo hiciste
poco después. Debo pedirte que lleves tu aventura con tu amante con más
discreción. Lord Payne no apreciará que su hija quede en ridículo.

Una sensación de frío se anudó en las tripas de Rannulf y miró a su madre como
si fuera una extraña. —He bailado con lady Cecelia esta noche sólo porque es prima
y amiga.
—Es una pariente lejana—, se apresuró a decir su madre. —Me atrevería a decir
que ella es...
—No tengo ninguna intención de casarme con ella—, interrumpió él con fría
cortesía. —Si esa era tu intención cuando me rogaste que bailara con ella porque
estaba melancólica últimamente, déjame asegurarte que has calculado muy mal,
madre. Sólo me casaría con una mujer a la que amara, y ya conozco a la que será mi
duquesa.
Sus ojos se abrieron de par en par. —¡No me digas que piensas pedirle
matrimonio a la Señorita Fairbanks!
—Sí lo digo.
Sus ojos brillaron de ira. —¿No viste el periódico y...?
—¡Madre, basta!
Ella vaciló ante la dura frialdad de su tono, y él se ablandó, dando unos pasos
hacia ella. —No cambiaré mi postura al respecto, madre. Amo a Elizabeth y ella me
ama a mí. Si me acepta, quiero casarme con ella. Si no puedes aceptarlo, será tu
elección. Sin embargo, sería bueno que formaras parte de nuestra felicidad y de la
vida de nuestros hijos. Si la sociedad cree que puede atreverse a menospreciarla, les
mostraré la verdadera medida de mi disgusto e influencia. No perdonaré a nadie.
Elizabeth Fairbanks es encantadora, amable y maravillosa.
Los labios de su madre se entreabrieron, y ella se resistió durante varios
segundos antes de asentir una vez. Inclinándose, él le dio un beso en la mejilla. —Te
deseo una buena noche, madre—. Luego se apresuró a salir de la casa, pidiendo su
carruaje.
Rannulf no podía explicar la urgencia que lo impulsaba a visitar la casa del
conde y exigir verla. Sería indignante y escandaloso hacer una visita a la casa de
aquel hombre a esas horas para ver a su hermana. Pero no dejó que eso lo disuadiera.
Después de todo, estaba visitando a los malos Fairbanks. No debían escandalizarse
demasiado por su comportamiento.
Rannulf se encontró llamando a la puerta de la casa de Lord Celdon minutos
después de medianoche. Le abrió un mayordomo que lo miró desconcertado.
—El Duque de Ravenswood desea ver a la señorita Elizabeth Fairbanks.

El mayordomo tomó esta demanda con calma, dando un paso atrás para
permitir que Rannulf entrara. El hombre incluso tomó su abrigo y lo acompañó a un
encantador salón. Realmente había esperado más resistencia y sintió cierta
diversión.
—Vaya, qué agradable sorpresa—, dijo una voz detrás de él menos de un minuto
después.
Rannulf se dio la vuelta y levantó una ceja al ver entrar a Lord Celdon y a su
condesa. En los labios de la dama asomaba una sonrisa, y tomó asiento junto al
fuego, clavándole una mirada franca y evaluadora.
—Era necesario que viniera a esta hora—, dijo.
El conde asintió. —Créame, sólo me complace que no sea usted tan correcto y
estirado.
—Ya que admira mi... estilo—, dijo con sorna, —tal vez pueda permitir que Eliz...
la señorita Fairbanks sepa que estoy aquí y que busco una audiencia urgente.
El conde lanzó una mirada a su esposa. —¿Parece un hombre enamorado,
querida?
—Oh, sí, desesperadamente enamorado.
Esas suaves palabras cortaron el frío que se había estado formando en el pecho
de Rannulf.
—Ya que mi esposa lo cree embelesado, le informaré que Lizzy no está aquí.
Llegó a casa con el corazón destrozado, exigió que trajeran el carruaje y nos informó
de que se marchaba por unos meses.
La conmoción de aquellas palabras privó a Rannulf del habla durante unos
instantes. —Está huyendo—, espetó. —¿Y la deja marchar a esta maldita hora?
—Se llevó una pistola y dos criados—, dijo la condesa.
Buen Dios.
—Sí, mi hermana está huyendo—, dijo Colin con frialdad, —pude ver el dolor y
la duda en sus ojos cuando nos informó de que abandonaba la ciudad. La dejé ir
porque es mi trabajo cuidarla y amarla a toda costa.
Rannulf sintió que el corazón se le salía del pecho. Había dolor en sus ojos... y él
lo había provocado, aunque sin querer. Después de aquella ridícula pieza en la hoja
de escándalo, había pensado realmente que discreción era lo que ella apreciaría.
Ahora veía lo idiota que había sido. Lizzy le había demostrado de muchas maneras

que se había enamorado de él, que tal vez nunca había dejado de amarlo, y él se
había mantenido en su camino de cortejo cuando había necesitado ser más audaz.
Debería haberla estrechado entre sus brazos y haber bailado sólo con ella,
demostrándole a la aristocracia que ella era la única mujer de su maldito corazón.
Demonios. Debería haber anunciado allí mismo que ella sería su duquesa.
Sin embargo, no esperaba que huyera a la primera señal de dificultad o
malentendido. Maldita sea. —¡Voy a llenar de ampollas su trasero!
—Bueno, no creo que ninguna palabra sobre usted poniendo su palma en la
parte trasera de mi hermana deba ser para mis oídos—, dijo Celdon, con los ojos
entrecerrados en contemplación.
—¿Dónde está ella?
—Eso depende.
Maldito infierno. —¿De qué?— preguntó Rannulf, su tono peligrosamente bajo.
—¿Quiere casarse con ella?
La impaciencia se apoderó de él. —¡Claro que quiero casarme con ella! ¿Cómo,
me atrevería a venir aquí sino lo quisiera?
El conde sonrió. —Muy bien, ella está en su alegre camino a Penporth—. El
hombre tendió entonces el brazo a la condesa, que acudió feliz, y salieron de la
habitación.
Rannulf se quedó mirando la puerta vacía, sin saber si reír o maldecir. Lo que sí
sabía era que no permitiría que Elizabeth huyera de él nunca más.

~*~
Lizzy llevaba varias horas de viaje cuando pensó por primera vez que había
cometido un error. Estaba huyendo tontamente del hombre al que amaba por miedo
a que le rompiera el corazon irremediablemente. Algo que no deseaba volver a
experimentar. Había sobrevivido la primera vez que huyó de él en Penporth. Sin
embargo, esta vez, amarlo había arraigado demasiado dentro de su alma como para
poder simplemente alejarse. Lizzy cerró los ojos, reteniendo las lágrimas. Tendría
que volver a Londres, encontrarse cara a cara con su duque y preguntarle qué tipo
de futuro y de relación quería que tuvieran. Sólo entonces podría tomar una
decisión.
El sonido de un caballo al galope la hizo apartar las cortinas. En el nublado
amanecer, divisó un gran semental y un caballero que le resultaba dolorosamente
familiar. Con el corazón palpitante, golpeó el techo del carruaje, indicando al

conductor que se detuviera. El carruaje frenó con estrépito y el lacayo bajó los
escalones. Lizzy se apresuró a descender del vehículo y respiró hondo mientras
Rannulf se apeaba del caballo y caminaba hacia ella. Su expresión era indescifrable
y la mirada de sus ojos hizo que la alarma recorriera su espalda.
—Rannulf, ¿qué haces aquí?
Lizzy soltó un grito ahogado, sin poder decir más por la sorpresa, cuando él la
levantó y se la echó sobre los hombros.
El lacayo parecía a punto de desmayarse e intercambió una mirada de alarma
con el conductor, que levantó el hombro confundido.
—¡Bestia!— gritó ella. —¡Bájame en este instante!
—Te advertí lo que ocurriría si volvías a huir o intentabas apartarme—, gruñó
él.
Ella recordó su amenaza de que la pondría de rodillas y la azotaría. Exhaló
indignadamente, pero no emitió sonido alguno. Finalmente, susurró: —No te
atreverías, Rannulf. No te atreverías.
—Oh, sí que me atreveré—, gruñó él. —¿Cómo eres capaz de decirme que me
amas y luego huir a la primera señal de problemas?
Aquellas palabras la atravesaron de angustia y las lágrimas saltaron a sus ojos.
Colgada sobre sus hombros, le golpeó los hombros con bastante ineficacia, dejando
escapar un sollozo de dolor. —Alguien destapó mi escándalo, ¿y leíste el periódico?
Dijeron que serías un... un t... tonto por asociarte con un Fairbanks, y eso es todo lo
que necesitarías para acabar arruinado. En el baile de esta noche, ignoraste mi
presencia como si significara tan poco para ti y yo...
Una lágrima resbaló por su mejilla, y quiso aullar ante el dolor y la mortificación
recordados.
—Por eso huiste—, le espetó. —Esa tontería.
—¡No son tonterías! Rannulf...
La sujetó para que se pusiera delante de él. —No tiene relevancia—, dijo
fríamente. —Lo único que importa es lo que yo digo. Y yo digo que eres
condenadamente buena para mí. Demonios, eres mejor que yo en todos los sentidos.
—Yo...

Ella chilló cuando él la sujetó, se sentó en una gran roca y la hizo girar sobre su
regazo con facilidad, de modo que quedó boca abajo sobre sus muslos. Cerró los ojos
con fuerza, preparándose para los azotes.
—Juro vengarme—, gritó. —Dormirá con un ojo abierto, Excelencia. No sabrás
cuando ataque. Bailarás en salones mirando por encima del hombro, bribón.
Comerás y te preocupará que yo haya estado en tu cocina manipulando...
La violenta sacudida de sus hombros puso fin a su perorata y Lizzy miró por
encima de sus hombros con el ceño fruncido. El duque estaba riendo y sus hombros
temblaban de alegría. Pensó que nunca había visto a Rannulf tan apuesto y
despreocupado. Su respiración se entrecortó en un sollozo y, con gran ternura, él la
ayudó a incorporarse sin dejar de reírse.
Encaramada a su muslo, le tocó la boca con dedos temblorosos. —Te hago reír.
—Sí, lo haces—, dijo él con una sonrisa, con sus hermosos ojos brillando.
—Siempre te hago reír—, dijo ella resoplando.
—Por eso no puedo imaginar por qué me dejarías—, dijo él con sobriedad. —
¿No sabes cuánto te amo?
Una lágrima rodó por sus mejillas. —Yo también te amo, muchísimo.
—¿Entonces por qué huiste?
Ella resopló. —Quizá habría vuelto.
Él levantó una ceja escéptico.
—Dentro de unas semanas, quizá incluso mañana, para exigir lo que nos
deparará el futuro—, dijo ella con una pequeña sonrisa.
—Elizabeth, te amo, y el único futuro que veo para nosotros es contigo a mi lado.
Como mi esposa... mi amiga... mi amante y mi duquesa. Cásate conmigo. Incluso
desde el principio, fuiste la única novia con la que planeé casarme. Simplemente
supe que tenía que cortejarte de forma poco convencional.
Su corazón latía tan fuerte que dolía, y Lizzy se sintió desfallecer. —Oh, Rannulf,
tengo miedo de avergonzar tu nombre y tu título... No soy... no soy convencional en
ningún sentido, y no sé si podré serlo. Intentaré por todos los medios ser correcta y
seguir las reglas y la etiqueta, pero ¿y si cometo un error...?
—No te atreverías—, siseó él, con fuego en los ojos.
Ella se puso rígida y el corazón le dio un vuelco. —¿Rannulf?

—No te atreverás a cambiar nada de ti, Elizabeth. Ni una sola cosa. Me enamoré
de ti, no de una idea de perfección. Con tu temperamento ardiente y tu amor por la
vida, es a ti a quien adoro. Tu dulzura, tu bondad, tu vivacidad. No quiero que
cambies.
Lizzy lo abrazó con fuerza, riendo y sollozando en la curva de su cuello. —Te
amo tanto. Juro que haré todo lo posible por ser una duquesa maravillosa para ti,
Rannulf.
La apartó de él, le tomó las mejillas y la besó con fiereza y dulzura durante unos
largos instantes.
—No voy a esperar para casarme contigo—, murmuró. —Te necesito tanto.
Lizzy rió dentro de su beso, tanto amor llenaba su corazón que se sintió a punto
de estallar. —Llévame a tu casa, Rannulf. Me atrevería a decir que tenemos unos
días antes de que mi familia venga a Penporth a buscarme.
Sus hombros temblaron, y ella absorbió su risa en su ser.

Seis semanas después…


Mientras Lizzy recorría el pasillo de la Catedral de York, sonrió a su hermano
Colin, que la llevaba del brazo con una sonrisa radiante. Llevaba un ramo de rosas
blancas y rojas rodeado de helechos y mimosas. La Catedral parecía tan perfecta,
con sus altos pilares de piedra y la luz del sol brillando a través de los vitrales. En el
altar, Rannulf esperaba junto a su padrino, Wulfric, Duque de Raleigh, y
conversaban en voz baja con el Arzobispo de York, que vestía sus galas completas
con mitra y báculo.
La Catedral de York estaba llena de gente y flores. No conocía a la mayoría de
ellos, pero todos sonreían, a pesar de que se consideraba incorrecto mostrar los
dientes en una sonrisa. Parecía que su tía abuela había olvidado todas sus
restricciones, ya que su cara parecía que iba a partirse con la sonrisa de satisfacción
que lucía. Toda la familia de Lizzy estaba sentada en las primeras filas y Penny
saludó con los ojos brillantes de felicidad, al igual que todos sus hermanos y
hermanas. Incluso la madre de Rannulf parecía agradablemente satisfecha. La
madre de Lizzy se enjugó la comisura de los ojos, claramente embargada por la
emoción al ver a la hija de la que tenía pocas expectativas, casarse tan
grandiosamente con un duque.
Y hablando de su duque...
El corazón de Lizzy se aceleró y se estrujó de felicidad cuando Rannulf se volteó
y la miró fijamente, con el amor brillando en sus penetrantes ojos verdes. Su boca se
curvó y ella devolvió la sonrisa a su novio. Mientras el gran órgano resonaba con la
música de la marcha nupcial, Lizzy se acercó a él sin apartar la mirada.
Casarse con Rannulf sería el paraíso y, ansiosa por llegar hasta él, rompió a reír,
estallando de alegría en su interior cuando la risa de él resonó a su alrededor.

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