Silencios Elocuentes
Silencios Elocuentes
Silencios Elocuentes
Poliedrica
`´
Silencios elocuentes
Carlos Martí Arís
Introducción
Carlos Martí con su elocuente obra aparecida al irrumpir el
tercer milenio nos seduce y transporta a una reflexión atemporal
sobre aspectos inherentes del arte que comúnmente pasan
desapercibidos. Los hace aflorar con su destreza y sus rigurosas
presentaciones, valiéndose a menudo del recurso etimológico,
convirtiendo el silencio en palabras, el significado en una
prolongación de sí mismo e introduciendo conceptos que
enriquecen el pensamiento. Todo para establecer un sutil diálogo
que cautiva al lector, atrayéndolo sin pausa hasta el final de su obra.
Este libro engendra ese silencio apaciguador y reflexivo que
él mismo atribuía a los espacios capaces de revelar dimensiones
ocultas, empleando el significado de la palabra con transcendencia,
exactitud y pertinencia.
Este año se presenta la nueva colección Poliedrica
`´ con dos
obras de autores de reconocida trayectoria investigadora en el
mundo de la arquitectura y en esta flamante selección no podía
faltar la reedición de Silencios elocuentes de Carlos Martí Arís,
que tenéis en vuestras manos.
Espero que disfrutéis de su lectura.
2 8
La tradición moderna Lenguaje y silencio
20 66
3 9
Mies van der Rohe: Oteiza
la claridad o la construcción
como objetivo del vacío
28 72
4 10
Eclipse del lenguaje El ruido, el silencio,
36 la palabra
80
5
Ozu o las huellas
de lo ausente
42
6
Los espejismos
del zeitgeist
52
Si los silencios no hablaran
nadie podría decir
lo que callan las palabras
9
y no pretende otra cosa que mostrar la presencia de ciertos polos
de atracción o líneas de fuerza que atraviesan el arte del siglo xx,
poniendo en evidencia que disciplinas tan diversas entre sí como la
literatura, la arquitectura, el cine, la pintura y la escultura pertenecen
a un tronco común y responden a una modalidad específica del
conocimiento humano. Más allá de las importantes diferencias
geográficas y culturales que les separan, hay un rasgo común en la
obra de estos cinco maestros: su rechazo del arte entendido como
una histérica agresión a los sentidos que promueve la pseudocultura
mediática y su afirmación del arte como contemplación, como
introspección destinada a desvelar el misterio del mundo.
Este no es un problema nuevo. Hace ya más de cuatro siglos,
el literato napolitano Giambattista Marino acertó a definir la
concepción del arte como espectáculo de masas con la siguiente
frase: “Chi no sa far stupir vada a la striglia”, lo cual, libremente
traducido, viene a decir “quien no sea capaz de asombrar que se
dedique a limpiar caballos”. Stupire, es decir, dejar al espectador
estupefacto, asombrado, boquiabierto. Este parece seguir siendo,
en la actualidad, el objetivo de muchos. De ahí el dominio de los
“efectos especiales”, su absoluta hegemonía en todos los terrenos.
De lo que se trata es de causar asombro, aunque ello requiera cada
vez un mayor grado de estridencia, aunque la sobreabundancia
de estímulos produzca, a la larga, el efecto de un narcótico. Pero
asombrar significa literalmente arrojar sombra, dejar que las cosas
permanezcan en la oscuridad, es decir, lo opuesto a iluminar,
alumbrar, hacer caer la luz sobre algo arrancándolo de su ocultación
y revelándolo a la conciencia, lo cual, por cierto, ha sido desde
siempre el objetivo de toda verdadera tarea artística.
11
Erik Gunnar Asplund, Biblioteca municipal, Estocolmo, 1920-1928
1
Borges
en su laberinto
Hermann Hesse sitúa la acción de su novela El juego de abalorios
(Das Glasperlenspiel, 1943) en un futuro no lejano que se caracteriza
por la existencia de un arte fundado en el anonimato y en la
dimensión suprapersonal de sus manifestaciones. Mediante este
artificio cronológico Hesse, de un modo elusivo e indirecto, compone
un corrosivo diagnóstico del presente que le tocó vivir, al cual
denomina “época folletinesca”, describiéndolo como un tiempo
pretérito contra el que hubo una reacción espiritual.
A través de esa reacción espiritual contra el arte exasperado
e histriónico propio de la “época folletinesca”, se habría llegado,
de un modo progresivo, a la instauración de una cultura basada
en el “juego de abalorios” como actividad prioritaria. “Lo que la
humanidad produjo en conocimientos elevados, conceptos y obras
de arte en sus períodos creadores, lo que los períodos siguientes
de sabia contemplación agregaron en ideas y convirtieron en
patrimonio intelectual, todo este enorme material de valores
espirituales es usado por el jugador de abalorios como un órgano
es ejecutado por el organista; [...] con este instrumento se podría
reproducir en el juego todo el contenido espiritual del mundo”.1
Para la cultura folletinesca “lo esencial de una personalidad (es)
lo discrepante, lo anormal y único, y aún, a menudo, lo patológico”.2
En ella se rinde culto a los aspectos biográficos más anecdóticos y
extravagantes por lo que acaba nutriéndose de las más desaforadas
fantasías y ocurrencias individuales. No nos resulta muy difícil
reconocer en esos rasgos el perfil de nuestro actual momento
histórico. De hecho, Hesse alude a un fenómeno que se repite
periódicamente, ya que en cualquier época existe una cultura
folletinesca que, de un modo permanente, reclama una reacción
espiritual.
Jorge Luis Borges es una de las personalidades artísticas que,
en el siglo xx, mejor encarnan esa actitud. No resulta difícil imaginarlo
como uno de esos expertos maestros del “juego de abalorios” de
que nos habla Hesse, los cuales, a través del alfabeto y la gramática
del propio juego, son capaces de reinterpretar, de un modo ilimitado,
la densa trama de la cultura universal. Identificándose con esas
grandes figuras que “más allá de toda originalidad y rareza lograron
la inserción más perfecta posible en el orden general, la prestación 1. Hesse, Hermann.
más acabada en lo ultrapersonal”,3 Borges invoca con insistencia El juego de abalorios,
Buenos Aires: Santiago
la idea de que una de las principales aspiraciones del arte es la Rueda, 1967. p. 16.
superación de los aspectos meramente individuales y el logro de 2. Ibidem. p. 14.
una dimensión expresiva de carácter suprapersonal. 3. Ibidem.
14
En una célebre y conmovedora página titulada “Borges y yo”,
describe la experiencia del desdoblamiento entre el hombre
individual y la personalidad literaria con estas palabras: “Yo vivo,
yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa
literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado
ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar,
quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro,
sino del lenguaje o la tradición”. Y añade: “por lo demás, yo estoy
destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de
mí podrá sobrevivir en el otro [...].Yo he de quedar en Borges,
no en mí (si es que alguien soy)”.4
Para Borges “nadie puede alegar originalidad en literatura;
todos los escritores son [...] traductores y anotadores de arquetipos
preexistentes”.5 Según este punto de vista, la literatura se
emparenta, de un modo directo, con el mito y su labor consiste en
declinar perpetuamente, con diversas entonaciones, las metáforas
primordiales que la componen. Por este motivo, su obra está repleta
de referencias a los grandes mitos literarios del pasado. Lo que
reclama su atención es la literatura y no tanto los individuos que
han tenido el privilegio de escribirla. Como es notorio, Borges tiene
algunos autores predilectos, pero estos lo son en la medida
en que, a sus ojos, encarnan la literatura.
Una estrategia poética a la que recurre con frecuencia
consiste en escribir breves recensiones o comentarios sobre libros
imaginarios, en las que glosa y discute, con irónica erudición, sus
argumentos, sus antecedentes o sus claves estilísticas, como si
se tratara de libros reales. Cabe interpretar esas incursiones en el
ensayo-ficción como un intento de explorar los espacios virtuales de
4. Borges, Jorge Luis. la literatura, de construir una tela de araña que entreteja y confunda
“Borges y yo”, entre sí a autores auténticos y apócrifos, para mostrar la identidad
El hacedor, Madrid:
profunda del territorio literario. Con su púdico escepticismo, Borges
Alianza, 1972. pp. 69-70.
5. Citado por John Barth viene a decirnos que la literatura hace ya mucho tiempo que ha sido
en “Literatura del escrita y que solo nos cabe añadirle algunas posdatas.
agotamiento”, Jorge Luis En un relato ambientado en el apogeo cultural de la Córdoba
Borges. El escritor y la
crítica, edición de Jaime
musulmana, pone en boca de Averroes el siguiente aforismo:
Alazraki. Madrid: Taurus, “La imagen que un solo hombre puede formar es la que no toca
1976. p. 179. a ninguno”.6 De este modo desacredita, por vana e ilusoria, la
6. Jorge Luis Borges,
voluntad de invención individual. La literatura se hace a partir de la
“La busca de Averroes”,
El Aleph. Madrid: Alianza, literatura. Borges pronuncia con devoción esta frase que otros han
1971. p. 101. pronunciado con sarcasmo.
15
Jorge Luis Borges y su secretario Juan Murchison
en Cambridge (EE.UU.), 1967
16
Uno de sus temas fundamentales es el reconocimiento de
que nuestra relación con la realidad está fatalmente mediatizada
por la cultura. Con frecuencia, en sus escritos aparece la figura del
laberinto. Los laberintos borgeanos son deliberadas construcciones
mentales, complejos artefactos producidos por la acción del hombre:
son, ante todo, una metáfora de la cultura. El hombre vaga por
ellos tratando de interpretar la realidad, ya que solo puede hacerlo
a través de esa especie de realidad segunda, urdida por el intelecto
humano, a la que llamamos cultura.
El laberinto de la literatura es visto por Borges como algo
ineluctable: es el único modo posible de habitar el mundo y de
reconocerlo. Borges se adentra en el laberinto, decidido a perderse
por sus intrincados caminos, dispuesto a diluirse en él, tal como
el cuerpo enterrado se reintegra a la tierra que lo acoge. El silencio
de Borges radica en esa voluntad de disolver su voz individual en
el vasto territorio anónimo de la literatura. Su visión panteísta de la
cultura no le permite concebir un destino más alto para el verdadero
artista, ya que “quien ha entrevisto los ardientes designios del
universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas
o desventuras, aunque ese hombre sea él”.7
Para Borges todo lugar es arqueológico: si lo sometemos a
excavaciones, encontraremos en él ruinas de antiguas construcciones,
fragmentos del pensamiento de quienes nos han precedido. Estos
sedimentos, “palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros”,8
forman la base en que se asienta la cultura como hecho ultrapersonal,
como algo que tiene valor precisamente porque no pertenece a nadie.
Muchas de las imputaciones que se le han hecho sobre la
condición abstracta de sus personajes e historias, que han querido
ver en su enfoque antisicológico una actitud exclusivamente cerebral
y refractaria a los sentimientos, provienen de la falta de comprensión
de esa dimensión ultrapersonal a la que tiende toda su obra.
Siempre que el arte se vuelve autoreflexivo y no se somete
al instinto de la pura emotividad, se eleva el coro de voces de la
inquisición sentimental, acusándolo de intelectualismo; como si
hubiera alguna evidencia de que el corazón es éticamente superior al
7. Borges, Jorge Luis. intelecto. Pero, si algo caracteriza al arte más nuclear del siglo xx, es la
“La escritura del Dios”, necesidad de reflexionar sobre sí mismo y de fundar la elaboración del
El Aleph. Opus cit. p. 28.
objeto en ideas generales e inteligibles. El objeto, entonces, reclama
8. Borges, Jorge Luis.
“El inmortal”, El Aleph. la inteligencia del espectador, haciéndole partícipe de su juego; pero,
Opus cit. p. 28. para lograrlo, ha de poder mostrar a los demás como está hecho.
17
Paul Klee, Architektur, 1923
18
El arte, tal como declaraba Poe a propósito de uno de sus
poemas, debe acreditar la “precisión y la rigurosa lógica de un
problema matemático”.9 La vinculación entre arte y matemáticas
viene, por otra parte, de muy lejos, y está presente en obras
tan dispares como la de Sinán, Piero della Francesca, Johann
Sebastian Bach o la de tantos otros. Borges, con toda probabilidad,
hubiese apreciado este comentario de Sofía Kovalevski sobre
las matemáticas: “No hay palabras para expresar la dulzura de
sentir que existe todo un mundo del que el Yo se halla totalmente
ausente”.10
“Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente
romántica”: esa es, para Borges, la misión que Paul Valéry
desempeñó. Y al decir esa frase, Borges parece adoptarla como
su propia divisa. De hecho, el elogio que Borges dedica a Valéry
en una nota obituaria se le podría devolver palabra por palabra:
“un hombre que, en un siglo que adora los caóticos ídolos de la
sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos
placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”.11
19
Mies van der Rohe, Pabellón alemán de la Exposición Internacional de Barcelona, 1929
2
La tradición
moderna
En la tendencia a identificar el arte moderno con las vanguardias
de las primeras décadas del siglo xx, está el origen de no pocas
confusiones. Las vanguardias constituyen el momento fundador de
un ciclo cultural que no se agota en ellas, sino que, tras su extinción,
prosigue en otra clave su campo de experiencias.
La palabra vanguardia está extraída de la terminología bélica.
Alude a los movimientos de avanzadilla, a la incursión de unos
pocos en territorio enemigo para ocupar posiciones estratégicas
que permitan establecer su posterior dominio, y designa a quienes
realizan esas acciones, a quienes van por delante abriendo el
camino que luego habrán de consolidar los restantes efectivos.
Cuando la vanguardia alcanza sus objetivos es relevada por otras
fuerzas capaces de asentar sus logros. En la nueva fase que se
inicia entonces, la vanguardia se disuelve y desaparece: su misión
ha concluido.
De un modo análogo, los movimientos de vanguardia de
principios de siglo, tras librar una dura batalla contra los agarrotados
esquemas academicistas, incapaces de dar cuenta de las realidades
emergentes, tras abrir en el mundo de la representación artística una
enorme hendidura que permanece abierta, van cediendo el relevo a
otras posiciones que tratan de sedimentar las conquistas del nuevo
lenguaje, estableciendo así las bases de la tradición moderna.
Porque, la vanguardia, en cuanto tal, no puede perpetuarse:
no puede prolongar de un mdo indefinido ese estado de excitación
innovadora que ella misma se autoimpone. Paradójicamente, lo
que caracteriza a la auténtica vanguardia y la distingue del simple
modismo o del efímero encumbramiento de lo inédito, es su
capacidad para instaurar una tradición.
Esto es lo que unos pocos empiezan ya a vislumbrar hacia finales
de los años treinta. Son momentos en que los artistas de mayor
instinto sienten que la vanguardia como actitud estética empieza
a perder vigencia, que la innovación no es ya, en sí misma, una
garantía de legitimidad artística y que la búsqueda de lo novedoso
y de lo insólito no representa necesariamente un avance para
el conocimiento.
Este es el caso de Constantin Brancusi, de Arnold Shönberg, de
Paul Klee, de Jorge Luis Borges, de Thomas Stearns Eliot, de Ludwig
Mies van der Rohe, de Carl Theodor Dreyer y de algunos más, que,
rechazando el paroxismo de lo nuevo, se concentran en la tarea de
construir un arte intemporal a partir de los logros alcanzados por la
modernidad. Todos ellos trabajan con un claro objetivo: emplear los
22
Constantin Brancusi, Columna sin fin, Quimera, Leda y otras piezas en su estudio,
hacia 1929. Fotografía del artista
23
instrumentos del arte moderno para volver a plantear los grandes
temas de siempre, para profundizar e insistir en aquellos aspectos
de la condición humana que poseen una vigencia permanente. Se
sirven de las conquistas de la cultura moderna para repensar, en
todo su espesor, el patrimonio histórico de su disciplina. El ansia de
novedad y la ruidosa efervescencia que caracterizan el lenguaje de
las vanguardias se acalla y se remansa en la obra de estos maestros,
dejando paso a un arte más atemperado y lacónico, más resistente
a los envites del tiempo.
De ahí arranca el concepto de tradición en su sentido moderno,
a través del cual se abren de par en par las puertas de la historia,
apareciendo así la posibilidad de contemplar, desde un punto de
vista sincrónico, el legado artístico de la humanidad en su conjunto.
Esto permite a ciertos artífices del siglo xx vincular su trabajo con
el de precedentes próximos o lejanos, establecer filiaciones con
otras culturas, definir familias espirituales (en la acepción que
otorga al término Henri Focillon) “unidas por secretos lazos y que
se encuentran más allá del tiempo y del lugar”.12
El arte moderno, que tantas veces se ha presentado a sí mismo
como acto de ruptura, como brusca discontinuidad histórica, puede
ser visto, entonces, como un territorio intensamente conectado con
el arte del pasado. Tal vez no con el arte del pasado inmediato, el
del siglo xIx, al que a menudo se contrapone con rotundidad, pero sí
con el de antiguas tradiciones que adquieren para muchos artistas
modernos una enigmática familiaridad y cercanía. (Pensemos, a
título de ejemplo, en la atracción que Borges sintió por la antigua
épica sajona, o en el interés que despertó en Brancusi la escultura
primitiva africana).
24
Sterne, mientras que en la otra orilla quedarían situados Walter
Scott y Honoré de Balzac.
La novela y la música modernas ocuparían, en este esquema,
una posición singular y separada, formando una especie de epílogo
provisional, caracterizado por la tendencia a incorporar y reutilizar
algunos de los componentes básicos del primer medio tiempo,
mezclándolos con los del otro período. Ahora bien, tal como el
autor subraya, “todos estamos educados en la estética del segundo
medio tiempo”,14 es decir, en una forma novelística basada en el
realismo sicológico y en la noción de verosimilitud, y en una forma
musical fundada en el predominio de la melodía, entendida como
núcleo expresivo, concentrado y memorizable, capaz de provocar
una emoción inmediata, según la concepción propia del periodo
clásico-romántico.
A este hecho atribuye Kundera, en buena medida, la dificultad
que a veces encontramos al aproximarnos a las manifestaciones
más conspicuas del arte moderno (ya sea Las variaciones para
orquesta opus 31 de Arnold Schönberg o La muerte de Virgilio
de Hermann Broch) por cuanto sus autores se rebelan contra las
restricciones estéticas impuestas por el segundo medio tiempo
y tienden a rehabilitar algunas de las fórmulas características del
primero como, por ejemplo, en el caso de la música, la voluntad de
desarrollar toda la composición a partir de un solo núcleo, o en el
caso de la novela, el intento de recuperar la digresión o la reflexión
ensayística integrándolas en el flujo narrativo.
A este argumento añade Kundera una importante precisión:
“El sentido de esa rehabilitación de los principios de la novela
del primer medio tiempo no es un regreso a tal o cual estilo retro;
como tampoco un rechazo ingenuo de la novela del siglo xIx [...];
es más general: redefinir y ampliar el concepto mismo de novela;
oponerse a su reducción, llevada a cabo por la estética novelística
del siglo xIx; darle como base toda la experiencia histórica de la
novela”.15
Una anécdota referida al pianista Glenn Gould, y relatada por
el propio Kundera, puede servir para glosar esta idea. A finales
de los años cincuenta, Glenn Gould fue invitado a dar algunos
conciertos en la Unión Soviética. En ese momento estaba viva
la polémica sobre el realismo socialista, movimiento que trataba
de combatir al arte moderno en nombre de una tradición que,
14. Ibidem. p. 67. supuestamente, había sido ignorada y vilipendiada por la vorágine
15. Ibidem. p. 83. de la modernidad.
25
El estudio parisino de Constantin Brancusi en 1925. Fotografía del artista
26
Ante los estudiantes del conservatorio de San Petersburgo,
Glenn Gould interpretó a Webern, Schönberg y Krenek. Luego se
dirigió a sus oyentes con esas palabras: “El elogio más hermoso
que puedo hacer de esta música es decir que los principios que
en ella podemos encontrar no son nuevos, que tienen al menos
quinientos años”. Seguidamente, con la actitud de quien concluye
la demostración de un teorema, interpretó tres fugas de Johann
Sebastian Bach.16
27
Mies van der Rohe, Casa Farnsworth, Plano (Illinois), 1950
3
Mies van der Rohe:
la claridad
como objetivo
La obra de Mies encarna, de un modo ejemplar, la idea de
abstracción arquitectónica. Sus edificios están despojados de
todos aquellos ingredientes “figurativos” que caracterizan a
la arquitectura tradicional. Están formados tan solo por unos
materiales o elementos constructivos a los que una serie de
dispositivos visuales dotan de cohesión y de estructura.
Pero, a pesar de que su lenguaje esté tan alejado del de la
tradición, Mies es uno de los arquitectos contemporáneos que más
estrechamente se vinculan al espíritu de los grandes monumentos
de la antigüedad. Su acercamiento a los ejemplos de la historia se
basa en una mirada dotada de un enorme poder de abstracción,
capaz de despojar la arquitectura de sus aspectos particulares
y contingentes para exaltarla como pura construcción formal.
El procedimiento abstracto es, precisamente, lo que le permite
situar las obras del pasado en el plano de sus intereses e
inquietudes como arquitecto moderno, lo que le otorga la
posibilidad de dialogar con ellas, de desvelar su presente.
Mies observa la realidad y extrae de ella los materiales de su
arquitectura. Los frutos de la industrialización y de los avances
técnicos son una parte sustancial de esa realidad. Mies no los
contradice ni los ignora: los toma como son, los colecciona y los
somete a un proceso de estilización; luego los pone en presencia
creando entre ellos una distancia, generando un vacío. Así los libera
de sus condicionamientos previos y los convierte en receptáculo
de valores. Esta es la operación básica que Mies lleva a cabo: los
elementos pueden ser neutros, incluso anodinos, pero, a través de
su colocación, de sus relaciones, de su distancia, pueden encarnar
valores y propiciar una interpretación del mundo.
En una conferencia dictada en 1930 se refería así a estos
problemas: “los nuevos tiempos son un hecho; existen con
independencia de que queramos o no. Pero no son ni peores, ni
mejores que cualquier otra época. Es un hecho dado [...]. Lo único
decisivo será cómo nos hagamos valer nosotros mismos en esas
circunstancias. Solo aquí comienzan los problemas intelectuales.
No importa el qué, sino únicamente el cómo. Intelectualmente
17. Mies van der Rohe,
no tiene relevancia cuáles sean los bienes que produzcamos o Ludwig. “Los nuevos
los medios que utilicemos. Que construyamos en vertical o en tiempos”, 1930, recogido
horizontal, con acero o con vidrio, no dice nada sobre el valor de en Neumeyer, Fritz. Mies
van der Rohe. La palabra
esta manera de construir [...]. Pero precisamente esta pregunta sin artificio, 1986. Versión
acerca del valor es la decisiva”.17 Esta reflexión sitúa a Mies en castellana: Madrid:
condiciones de superar el lastre positivista y mecanicista que, El Croquis, 1995. p. 648.
30
Ludwig Mies van der Rohe sentado en una de sus sillas MR
31
en ocasiones, limita el alcance de la arquitectura del Movimiento
Moderno.
Al declarar que la forma no es el objetivo inmediato del trabajo
del arquitecto sino tan solo el resultado del mismo, Mies parece
advertirnos de que la ansiedad por obtener la belleza hace que, a
menudo, nos apartemos de ella. De ahí su aprecio por las obras de
ingeniería, por las obras que surgen de la resolución de problemas
técnicos y no de la aplicación de apriorismos estéticos. Mies, sin
duda, aspira a la obtención de la belleza. Pero, en vez de salir
directamente a su encuentro, trata de capturarla con procedimientos
más elusivos, como los que emplea un cazador aguardando a su
presa. La clara expresión constructiva de la obra, la precisión de
las reglas sintácticas, la nítida inteligibilidad de las operaciones
formales, no son para Mies, en realidad, más que una serie de
estrategias a las que se confía la misión de traer aparejada la forma
bella, de manera que esta, como en la célebre parábola bíblica, se
nos dará por añadidura.
32
una importancia capital para el procedimiento artístico. La obra de
arte es siempre una construcción compleja en que se reconocen los
elementos que la forman. Solo a través del sabio manejo de
lo elemental estamos en condiciones de obtener lo complejo.
Esto se hace evidente analizando las obras de Mies. Su objetivo
primordial es la claridad. No hay en ellas complicación alguna pero
sí, en cambio, una notable complejidad derivada del hecho de que
los elementos se coordinan y entrelazan entre sí sin confundirse,
manteniendo su identidad y reconocibilidad a lo largo de todo el
proceso. En uno de sus últimos escritos, Mies afirma lo siguiente:
“creo que la arquitectura poco, o nada, tiene que ver con la invención
de formas interesantes, ni con preferencias personales [...] siempre
es objetiva y es la expresión de la estructura interna de la época”.18
Asumir la condición objetiva de la arquitectura equivale, para Mies,
a aceptar que los elementos que provee la realidad son la materia
prima del quehacer artístico. El mundo es algo dado que no es
preciso inventar sino tan solo reconocer, dotándolo de una forma
estable y comprensible. “Se nos ofrece este mundo y ningún otro.
En él nos hemos de afirmar”.19
Pero, a pesar de esta apuesta por lo objetivo, su arquitectura,
como bien señaló Ernesto Nathan Rogers,20 termina por ser una de
las más líricas. No hay en ello contradicción alguna: Mies trabaja con
esos materiales “objetivos”, en cierto modo intocados, hasta extraer
de ellos sus más ocultos registros; los arranca del ámbito de lo
cotidiano introduciéndolos en otro escenario, en el que se convierten
en objeto de contemplación. Esta actitud contemplativa es una de
las claves de su arquitectura.
Para que una obra se convierta en objeto de contemplación ha
de poseer la propiedad de la transparencia, es decir, ha de lograr que
18. Mies van der Rohe, la mirada del espectador no se detenga en ella sino que la atraviese,
Ludwig. “La arquitectura
llevando esa mirada más allá del límite físico definido por la propia
de nuestro tiempo”, 1965.
Opus cit. p. 506. obra. La transparencia así entendida no solo se opone a la opacidad
19. Mies van der Rohe, y la impenetrabilidad, sino también al exceso de forma y a la retórica
Ludwig. “Apuntes para del significado, o sea, a todo aquello que tienda a enmarañar y
conferencias”, circa 1950.
Opus cit. p. 496.
obstaculizar el logro de esa dimensión cristalina, abierta y luminosa
20. Rogers, Ernesto que constituye el requisito básico de la contemplación. De este
Nathan. Experiencia modo, la transparencia se aproxima a ciertas formas del silencio.
de la arquitectura, 1958.
Ya que también el silencio puede ser transparente, transitivo,
Versión castellana:
Buenos Aires: Nueva haciendo que la obra se proyecte hacia otras dimensiones de
Visión, 1965. pp. 166-167. la realidad que no están propiamente contenidas en ella.
33
Mies van der Rohe, Edificio Seagram, Nueva York, 1958
34
En la arquitectura de Mies abundan los efectos de transparencia
literal, pero su verdadero objetivo es conseguir la transparencia
conceptual, esa singular condición en la que, paradójicamente,
se superponen la claridad y el enigma. Ante la casa Farnsworth,
el Crown Hall, el edificio Seagram o la National Galerie de Berlin,
por citar solo algunas de las principales obras de Mies,
experimentamos un inusual sentimiento de ruptura y de suspensión
del tiempo, como si asistiéramos a una silenciosa revelación.
Comprendemos entonces en qué consiste esa búsqueda de lo
esencial que Mies proclama como divisa de su trabajo. Un trabajo
basado en la omisión, en la renuncia, guiado sin vacilaciones por el
principio de economía espiritual, según el cual hay que estar siempre
dispuesto a desprenderse de todo lo que no resista la prueba de la
necesidad. Solo así, parece susurrarnos Mies, es posible aspirar a
la epifanía de lo trascendente. Este es, quizá, el sentido profundo
del aforismo less is more.
35
Arne Jacobsen, Edificio industrial Carl Christensen, Alborg, 1956
4
Eclipse
del lenguaje
Parece existir una profunda analogía que vincula entre sí a las
vanguardias de principios de siglo con el escenario metropolitano
en que estas hunden sus raíces: el ansia de novedades que
caracteriza a las vanguardias encuentra una perfecta resonancia en
el ambiente febril de la gran ciudad, surcado por el incesante flujo
de los acontecimientos. La propia textura vital de la metrópoli, con
sus contactos efímeros y encuentros casuales, la fugitiva belleza
de la que habla Baudelaire, ejerce una inequívoca influencia en los
procedimientos del arte vanguardista que trata de representar el
dinamismo y la simultaneidad a través de técnicas como el collage,
el montaje o la yuxtaposición de fragmentos.
Pero el brillo de la metrópoli ha sufrido con el tiempo una
perversa mutación. Sus destellos ya no maravillan sino que, más
bien, bloquean la visión. La realidad metropolitana del último tercio
del siglo xx ha puesto al descubierto sus profundas laceraciones:
la enorme fuerza del gigante aparece minada por una debilidad
intrínseca debida a sus malformaciones y a la desproporción de sus
miembros. Las claves de lo que fue su identidad presentan ahora
un reverso sombrío: el movimiento conduce paradójicamente a la
congestión y la parálisis; la información dibuja el rostro del engaño
y la manipulación; la tecnología muestra su oculto poder destructivo,
provocando una masificación que anula las diferencias y matices.
Y así como en la metrópoli el fragor de lo múltiple ha dejado
de ser estimulante para acabar causando sopor y aturdimiento,
también la obra de quienes, durante las últimas décadas, han
tratado de perpetuar el afán de novedad y provocación propios
de la vanguardia, ha terminado por convertirse en una estridente
exhibición de lo deforme y lo patológico que, lejos de conmover
o de inquietar, solo es ya capaz de producir fastidio. La vanguardia,
que quiso ser la expresión más auténtica de los valores de su época,
se ha visto llevada por sus epígonos a ser el reflejo de sus aspectos
más contingentes, entrando de lleno en el territorio de la moda.
Quienes así operan parecen ignorar que la eclosión de un nuevo
lenguaje artístico se produce, en el decurso de la historia, en muy
pocas ocasiones, que coinciden, por regla general, con el momento
fundacional de los grandes ciclos culturales. Así ocurre en el periodo
inicial del Renacimiento, en que un nuevo lenguaje, surgido de la
reinterpretación del mundo clásico, impregna, de repente, todas las
actividades artísticas. Se inicia así un ciclo que habrá de durar más
de tres siglos, en los que se suceden como fases diferenciadas, el
clasicismo, el manierismo y el barroco. Pero, a pesar de las intensas
38
crisis y las profundas mutaciones que vive la cultura occidental a
lo largo de esos trescientos años, sobrevive el entramado básico
de aquel lenguaje inaugural que tomó cuerpo en el primer periodo
renacentista, aunque sometido a toda clase de declinaciones y
transgresiones, hasta llegar a su completo agotamiento.
Lo mismo sucede durante las primeras décadas del siglo xx, en
que los movimientos de vanguardia, prendiendo como un reguero
de pólvora, desencadenan el avance del frente cultural de la
modernidad e inauguran un ciclo que, aún habiendo experimentado
ya diversas inflexiones y atravesado por múltiples crisis, difícilmente
puede darse todavía por cerrado. La ingente tarea de sentar las
bases del lenguaje artístico de la modernidad se realiza en un tiempo
brevísimo. A partir de ese momento, algunos de los protagonistas de
la propia vanguardia orientan su búsqueda hacia el objetivo de
profundizar en la exploración y el conocimiento de los nuevos
territorios conquistados.
Sin embargo, hoy son muchos todavía los que se obstinan
en prolongar de manera imparable la cadena de la innovación,
imponiéndose como tarea prioritaria la creación de un nuevo
lenguaje, sin darse cuenta de que esta es una empresa que supera
con creces el ámbito de la decisión individual, por importante que
sea el artista que pretenda llevarla a cabo.
Como dijo Mies van der Rohe con socarronería, “la arquitectura
no puede inventarse cada lunes por la mañana”. Por ello, una de
las primeras y más significativas líneas divisorias que hoy pueden
trazarse en el territorio del arte es la que separa a quienes centran
su atención y sus esfuerzos en el problema del lenguaje de quienes,
por el contrario, tienden a situar ese problema entre paréntesis,
afrontándolo sin ansiedad ni crispación.
Para los primeros, la obra debe surgir como expresión de
la personalidad individual y manifestarse a través de formas
necesariamente innovadoras, inconfundibles, “impactantes”. Para
los segundos, en cambio, colocar en primer término la cuestión
del lenguaje equivale a desviarse de los verdaderos objetivos.
Estos últimos no tratan de utilizar la obra como expresión de sus
emociones o como vehículo de sus fantasías, sino de hacer que la
obra sea capaz de revelar dimensiones o aspectos de la realidad que
nos conciernan a todos.
En ese caso, se impone una estrategia que podríamos denominar
eclipse del lenguaje, consistente en interponer un filtro o veladura que
evite que el lenguaje nos deslumbre impidiéndonos ver otras luces;
39
Arne Jacobsen, Oficinas Jesperson and Son, Copenhague, 1955
40
en producir un enfriamiento de la forma que amortigüe la tendencia
del lenguaje a extralimitarse y a excederse. Pero al quedar sometido
a ese riguroso autocontrol, el lenguaje no se anula ni se diluye. Está
eclipsado, no apagado; y su luz nos llega, entonces, de un modo
indirecto, reflejado. De este modo, las cosas se perfilan y adquieren
relieve, aparecen matices imprevistos y se acentúa la profundidad
de la visión. Entonces, el lenguaje no nos atrapa como una tela de
araña, dejándonos cautivos e inermes, sino que se hace terso y
transparente, se convierte en algo transitivo que nos franquea el
paso hacia lo que está mas allá del lenguaje.
41
Yasuhiro Ozu durante el rodaje de Ochazuke no Aji, 1952
5
Ozu o las huellas
de lo ausente
El 12 de diciembre de 1963, fecha de su sexagésimo aniversario,
moría el cineasta japonés Yasujiro Ozu. El festival de cine de
Berlín de aquel mismo año había dado a conocer, por primera vez
en Europa, algunos de sus films, dedicándole una retrospectiva
que impresionó a los críticos occidentales. La cultura engagée
descubría, de repente, que un hombre situado fuera de los circuitos
propagandísticos, y empleando como único bagaje las herramientas
propias de su oficio, había ido construyendo, sin alardes y con
absoluta discreción, una obra cinematográfica dotada de una
enorme solidez.
El cine de Ozu aparece como la expresión íntima y contenida
de los desgarros experimentados por la sociedad japonesa en el
traumático proceso de cambio del último siglo. Ozu observa y
analiza la densa trama de relaciones que tejen entre sí un reducido
grupo de personas y las registra con actitud impasible. Nunca
habla en nombre propio ni hace juicios de valor. Los personajes
son mostrados por lo que hacen o dicen, pero se deja al espectador
la tarea de deducir sus intenciones o sentimientos y de adoptar,
en consecuencia, una posición con respecto a ellas.
Ozu se sirve de un limitadísimo registro de temas y elementos
formales. Sus historias y personajes son siempre los mismos: son
historias domésticas, centradas en la estructura tradicional de la
familia japonesa y en la detección de los síntomas de su progresiva
descomposición. El estilo de Ozu es de una parquedad extrema.
A partir de la segunda postguerra rueda, casi siempre, con la cámara
fija y con un ángulo de visión que corresponde al de una persona
sentada en un tatami. Raramente la cámara efectúa movimientos
panorámicos o se desplaza en travelling. El objetivo se dispone a
unos noventa centímetros del suelo, en una posición mucho más
baja que la dictada por las convenciones cinematográficas. (Son
legendarias las contorsiones que esta posición exigía al operador
de sus films para controlar las tomas durante el rodaje). Tampoco hay
encadenados o fundidos en negro, ni cualquier otro signo evidente
de puntuación. Nunca se recurre al empleo del flash back.
En ocasiones se ha comparado la obra de Ozu con la del pintor
Giorgio Morandi “que pasó su vida entera trabajando con vasijas,
vasos y botellas”. 21 La extrema reducción de los motivos de su
cine hacen pensar, también, en el trabajo del arquitecto Heinrich
Tessenow, con quien Ozu comparte el aprecio por una concepción 21. Richie, Donald.
artesanal del arte y del mundo, así como la inclinación por un estilo Ozu. Ginebra: Lettre
pausado, desnudo y ritual. du blanc, 1980. p. 9.
44
Yasuhiro Ozu, planos vacíos de la secuencia final de Samma no Aji, 1962
45
Yasuhiro Ozu, planos vacíos de la secuencia final de Samma no Aji, 1962
46
En realidad, lo que acerca entre si a artistas culturalmente tan
distantes como Tessenow, Morandi y Ozu es, ante todo, su condición
solitaria y apartada, su estar al margen de las modas y las corrientes
dominantes, su insistencia en repetir una y otra vez los mismos
elementos, haciendo crecer su obra no tanto en extensión cuanto en
profundidad. En todos ellos, tras unas formas que pueden parecer
inocuas, se esconde una mirada perturbadora y corrosiva. La actitud
despojada de Ozu, su radical inactualidad, da como resultado
un cine terso, palpitante, que alcanza una absoluta serenidad y
transparencia. Viene a la mente la frase que Paul Valéry escribió
en una carta dirigida a F. Brunot: “Hace falta más espíritu para
prescindir de una palabra que para emplearla”.22
Hay un rasgo peculiar, característico del cine de Ozu, que algunos han
considerado la clave de su poética. Se trata de los célebres planos
vacíos (o pillow-shots según la denominación de Noël Burch) en los
que aparecen visiones estáticas de objetos inanimados, a modo de
naturalezas muertas, o bien imágenes de interiores vacíos, en las
que se subraya la ausencia total de personajes, la completa vaciedad
del escenario. Estos insertos en el flujo narrativo pueden parecer, a
simple vista, puras composiciones visuales, meros hiatos o tiempos
muertos para pautar la acción dramática. Pero, si los miramos con
atención, nos damos cuenta de que actúan como receptáculos de los
sentimientos que el film suscita en nosotros.
Donald Richie, en su importante estudio sobre Ozu, se refiere
al papel de estos planos vacíos y analiza el ejemplo de la famosa
secuencia de Banshum (El fin de la primavera), de 1949, en la que
Ozu interrumpe en dos ocasiones la acción dramática insertando la
imagen de un jarrón envuelto en la penumbra. “El jarrón funciona
como un pivote. No significa nada [...]. Lo miramos mientras que los
sentimientos de la chica se transforman”. Y citando a Paul Schrader,
añade: “el jarrón es un stase, una forma capaz de recibir la emoción
profunda, contradictoria, y de transformarla en expresión de unidad,
de permanencia, de transcendencia”.23
A través de los planos vacíos, Ozu crea entre el espectador y
22. Citado por el relato un nexo ajeno a la dramaturgia, un elemento neutro en
Émile Cioran en apariencia, capaz de provocar, a la vez, distancia e intimidad. Con
“Valéry frente a este procedimiento elíptico, se evocan situaciones o aspectos que
sus ídolos”, Opus cit.
p. 101.
no se muestran explícitamente, o se subraya la importancia de lo
23. Richie, Donald. que no se dice, de lo que no acontece. De este modo se revelan las
Opus cit. p. 135 huellas de lo ausente.
47
Yoko Tsukasa y Setsuko Hara en el film de Ozu El otoño de la familia Kohayagawa, 1961
48
Los planos inanimados que Ozu introduce en sus films
no tendrían valor en sí mismos, tal como ocurre con las rocas
depositadas en el jardín, sino que lograrían adquirirlo gracias al
modo en que están colocados y a sus relaciones con los demás
elementos en juego. Visto en esta clave, el cine de Ozu, como todo
el arte moderno, resulta ser básicamente relacional: lo que importa
en él no son tanto los elementos cuanto las relaciones que se crean
entre ellos y el campo de fuerzas y tensiones que esto provoca.
Por otra parte, no cabe duda de que los planos vacíos son, ante
todo, objetos de contemplación, núcleos abstractos en los que se
anudan en silencio muchas de las cosas que en el film permanecen
en el terreno de lo alusivo y lo implícito. Como ha observado Octavio
Paz, “Occidente nos enseña que el ser se disuelve en el sentido y
Oriente que el sentido se disuelve en algo que no es ni ser ni no ser:
en un Lo Mismo que ningún lenguaje designa excepto el del silencio.
Pues los hombres estamos hechos de tal modo que el silencio
también es lenguaje para nosotros”.25
Algunas de las principales secuencias del cine de Ozu
transcurren en un denso silencio que, sin embargo, está cargado
de ideas y emociones que no llegan a ser formuladas abiertamente.
En la secuencia final de Tokyo monogatari, la visión simultánea del
padre que, en una resignada soledad, permanece sentado en la
terraza de la vieja casa familiar, la hija que trabaja como maestra
en la escuela del pueblo, y la nuera que se aleja en el tren de
regreso a la gran ciudad, forman una figura triangular que encierra
un espacio silencioso y estático en el que el movimiento del tren
introduce la dimensión temporal y con ella la dolorosa conciencia
de que todo transcurre hacia el final de un modo irreversible.
La imagen del tren como metáfora del paso del tiempo
reaparece en la última secuencia de Soshun (El comienzo de la
primavera), 1956, en que los esposos, provisionalmente reconciliados,
contemplan el lento discurrir del tren por el inhóspito paisaje fabril
de la lejana ciudad a la que han debido desplazarse. Ambos están
de pie y en silencio, juntos pero solos, envueltos en un halo de
desamparo no exento de ternura, mientras que en el exterior,
como un latido acompasado, el tren (el tiempo) pasa. Así se van
25. Paz, Octavio. ahondando las huellas de lo ausente.
“El antropólogo ante el
Buda”, en Los signos en
rotación y otros ensayos.
Hace algunos años Wim Wenders emprendió un viaje a Japón con la
Madrid: Alianza, 1971. intención de anotar, en un diario filmado (Tokyo Ga), todos aquellos
p. 232. rastros del cine y de la personalidad de Ozu que, a través de su
49
Yasuhiro Ozu, fotograma de Tokyo Monogatari, 1953
50
Ozu guarda silencio para hacer hablar a las cosas, mantiene
la inmovilidad para mostrarnos la más leve palpitación del mundo.
En vez de interponerse entre nosotros y la obra, tratando de exhibir
su habilidad o virtuosismo, quiere pasar de incógnito y difuminar su
presencia, para favorecer así la claridad y la transparencia de nuestra
mirada. Eso es, precisamente, lo que separa a los artistas que usan
la obra para expresarse a sí mismos, de los que, en su obra, se
olvidan de sí mismos y se convierten en servidores de la obra,
en amanuenses del espíritu.
51
Giorgio Morandi, Naturaleza muerta, 1950
6
Los espejismos
del zeitgeist
La idea de que, a través del conocimiento histórico, podemos
llegar a adquirir una comprensión científica de la sociedad humana,
vista como totalidad unitaria dotada de sentido, tiene su punto de
partida en la Ilustración y va fortaleciéndose a lo largo del siglo xIx.
El historiador pasa, de este modo, a convertirse en un oráculo,
en alguien capaz de desentrañar la trama de los acontecimientos
logrando así la clave para dictaminar la dirección en que avanza la
historia y su inexorable línea de progreso.
Esta concepción de la historia se convierte en teoría estética en
la filosofía de Hegel. De ahí deriva la influyente noción de zeitgeist
(espíritu de la época), según la cual la obra artística no puede ser
otra cosa que la expresión o el reflejo de la estructura general de la
época histórica en que está inserta.
En palabras de Ernst Gombrich, “Hegel legó al historiador
precisamente esa tarea: encontrar en todo detalle de la realidad
el principio general en él subyacente”26.
Al postular que todo arte verdadero es la manifestación
inmediata del espíritu de la época que lo produce, el concepto de
zeitgeist introduce una marcada componente determinista y sugiere
la existencia de un protagonista colectivo, de un sujeto abstracto
universal, que ejerce el papel de guía en el devenir del arte. La
cuestión es entonces ¿quién dicta el zeitgeist? ¿Quién determina
el espíritu de la época? ¿Es el historiador o el crítico (o, en nuestro
tiempo, incluso el promotor cultural), quien tiene la misión de definir
la ortodoxia del quehacer artístico, estableciendo un campo acotado
del que no cabe salirse sin riesgo de extravío o sin amenaza de
destierro? ¿O bien, por el contrario, es este un atributo que nadie
puede arrebatarle al artífice que es, en definitiva, quien al explorar
los límites del mundo conocido se encuentra en condiciones
de ensancharlos?
Y aún otra pregunta: ¿qué razones autorizan a considerar el
zeitgeist como algo unívoco y monolítico, en vez de admitir la
coexistencia de espíritus plurales y aún heterogéneos? ¿Por qué se
consagra un solo punto de vista como el único capaz de representar
a la época, condenando al ostracismo a los que se sitúan fuera de él? 26. Gombrich, Ernst.
“Ideas e ídolos”, Ensayos
No son pocos los artistas que, durante los dos últimos siglos, han sobre los valores en la
historia y en el arte.
sentido en propia carne la presión y el menosprecio de quienes,
Londres 1979. Versión
de un modo doctrinario, patrocinaban la adhesión al dictado de un castellana: Barcelona:
espíritu de la época definido de un modo apriorístico, viendo tildada Gustavo Gili, 1981. p. 50.
54
Giorgio Morandi, Naturaleza muerta, 1962
55
Erik Gunnar Asplund, Crematorio del Cementerio del Bosque, Estocolmo, 1935-1940
56
“había avanzado, a través de muchas etapas, desde el amplio trazo
de la pintura al fresco, hasta la delicadeza de las miniaturas”.28
Así, en el Quinteto en Si menor opus 115, Brahms, con una
impresionante sobriedad, lleva a uno de sus puntos culminantes el
arte de la variación, piedra angular de toda su obra, mediante una
construcción que se cierra circularmente sobre su tema inicial.
Y en las series de intermezzi para piano de los años 1892-1893 (opus
117, 118 y 119), ofrece su melancólico testamento musical en el que
la tensa emoción se filtra apenas a través de la concisión de los
motivos y la sólida articulación de la forma.
Probablemente, la música de Berlioz o la de Liszt constituya una
más fiel expresión del espíritu de su época, pero, por ello mismo,
se muestra más rígidamente anclada en ella, mientras que la de
Brahms, tal vez por no ser tan directo reflejo de las pulsiones
de un momento, parece flotar en el tiempo: la vemos dialogar con
el pasado y el futuro, desbordando con extraña vitalidad los límites
de su estricto marco cronológico.
Hay artistas que extraen su energía del roce y del contacto con
un zeitgeist que cultivan y ayudan a moldear pero al que, al mismo
tiempo, rinden vasallaje; otros, en cambio, interpretan su época y,
a la vez, tratan de trascenderla. Ninguna de estas dos actitudes es
desdeñable. Al fin y al cabo, ¿quién representa mejor la segunda
mitad del siglo xIx: Brahms o Wagner? ¿No son acaso ambas figuras
superpuestas, en su antagonismo y tensa dialéctica, las que nos dan
la clave de la cultura de su época? El zeitgeist exhibe, así, su rostro
complejo y multifacético y nos permite superar ese frecuente error
que consiste en confundir el espíritu de la época con la tendencia
artística hegemónica de la época.
57
Mark Rothko en la Betty Parsons Gallerie, Nueva York, 1949
7
Rothko
y el carácter
sacramental
del arte
Solemos identificar la pintura de Mark Rothko con los cuadros
abstractos que, de un modo infatigable, realizó desde 1949
en adelante, y que corresponden a su madurez artística, a una
manera propia de concebir la pintura que, una vez adquirida,
ya no modificaría durante el resto de su vida. Son cuadros de
amplio formato, inmersos en campos cromáticos que crean un
efecto de infinitud, en los que flotan y palpitan formas vagamente
rectangulares, casi siempre apaisadas, cuya tendencia expansiva
pone en tensión los bordes del encuadre; formas ingrávidas, de
contornos indecisos, dispuestas según una estricta simetría de
eje vertical, las cuales se adueñan del cuadro y operan en él como
personajes de un rito solemne e indescifrable.
Pero no hay que olvidar que Rothko llega a la abstracción
tras una compleja vicisitud y no sin rozamientos. En cierto
sentido, se diría que Rothko no elige su lenguaje pictórico con un
acto estrictamente volitivo, sino que más bien la abstracción le
sobreviene como un destino, como algo ineludible y no buscado.
Pocas veces una investigación pictórica transmite el mismo
grado de objetividad, de incontestable determinación, que en esa
breve e impresionante serie de telas que conducen de las Untitled
(Multiform) fechadas en 1948, a las que, ya en 1949, aparecen
catalogadas con el nombre de los colores que las componen:
Magenta, Black, Green on Orange, o bien, Violet, Black, Orange,
Yellow on White and Red. La mano del artista parece estar guiada
por una fuerza que le trasciende y para la que él actúa como un
medium.
Nada horrorizaba más a Rothko que la sospecha de que su
pintura pudiera ser tomada como un ejercicio decorativo, como
un “entretenimiento” basado en el uso habilidoso del color. Por
ello jamás se cansó de advertir que su obra reflejaba un contenido
que iba más allá del ámbito puro-formal, un contenido que alude
al mundo de la mitología y al escenario natural en que esta se
desenvuelve: la tragedia. De ahí su rechazo a ser considerado
un colorista y su insistencia en recalcar la dimensión trascendente
de su obra.
La gama cromática que emplea es de variado registro. A veces
los colores son crudos y vibrantes; a veces, apagados y lúgubres.
Pero, huyendo de las combinaciones amables, las relaciones entre
ellos son siempre ásperas, incluso abruptas. El color, para Rothko,
no es nunca un fin en sí mismo, sino tan solo un instrumento para
conmover la conciencia del espectador.
60
Mark Rothko, Magenta, Black,
Green on Orange, 1949
61
Luis Barragán, Las Arboledas,
México DF, 1958-1961
Una de las claves de esta cuestión viene dada por el papel fundador
que Rothko atribuye al mito en la elaboración de su pintura.
Los mitos son arcaicos y primordiales, pero, en su constante
reactualización, expresan la idea de continuidad y de recurrencia.
Aluden al sustrato común, a lo arquetípico, a todo aquello que,
más allá de la mera subjetividad, puede convertirse en vínculo
o lugar de encuentro para una cultura.
Según Mircea Eliade, los mitos son la expresión del tiempo
circular, del eterno retorno, que rompe la linealidad y la
29. Ashton, Dore. About
homogeneidad del tiempo cronológico y profano, y por tanto, Rothko. Nueva York:
constituyen una manifestación de lo sagrado.30 Del mismo modo, Oxford University Press,
la voluntad, siempre presente en Rothko, de no ceñir su pintura 1983. p. 194.
a la estricta superficie de la tela sino de producir un espacio en el 30. Eliade, Mircea.
Lo sagrado y lo profano.
que el espectador se viera inmerso, apunta también a una ruptura Madrid: Guadarrama,
de la homogeneidad y neutralidad del espacio profano. Tanto en la 1967. pp. 63-66.
62
dimensión espacial como en la temporal, la pintura de Rothko posee,
pues, las características que Mircea Eliade señala como específicas
de una concepción sagrada del mundo.
63
Mark Rothko contemplando Nº 25, 1951
64
a las miradas de los vulgares y a la crueldad de los impotentes que
desean hacer extensiva su aflicción al universo!”.33
La exploración sistemática del concepto de pintura color-field
emparenta directamente la obra de Rothko con la de otros pintores
coetáneos tales como Clyfford Still o Barnett Newman. Pero
mientras estos presentan sus campos cromáticos como fragmentos
aleatorios de un universo más amplio, Rothko trata de que sus
obras se perciban como un todo en el que la presencia de un orden
evanescente aunque reconocible y el tenso reposo de las formas
hacen que la mirada, en vez de discurrir por el cuadro siguiendo
su propio dinamismo, tienda a clavarse en él, propiciando así una
actitud contemplativa.
Los encargos de series pictóricas pensadas para ocupar de
manera permanente un espacio arquitectónico parecen interesar
especialmente a Rothko. Cuando lleva a cabo esa clase de trabajos,
recrea en su estudio el escenario previsto: construye un modelo a
tamaño natural de la arquitectura en que su obra debe instalarse.
En esas ocasiones, Rothko se sumerge en el mundo de luces
y colores que él mismo ha creado y permanece largo tiempo
entregado a él, en estado de estática contemplación.
65
Rudolf Schwarz, Sala de los caballeros del Castillo de Rothenfels, 1928
8
Lenguaje
y silencio
La mayor parte de los ensayos que George Steiner recopiló en
su libro Lenguaje y silencio fueron escritos en los años sesenta;
así ocurre, por ejemplo, con los dos a los que seguidamente
prestaremos especial atención: El abandono de la palabra, de 1961,
y El silencio y el poeta, de 1965.
En ellos, el autor afronta una investigación pionera sobre el
lenguaje que lo conducirá a explorar sus límites, esos territorios
colindantes al propio lenguaje en los que se manifiestan otras
“modalidades de afirmación –la luz, la música, el silencio– que dan
prueba de una presencia trascendente en la fábrica del universo”.36
Steiner indaga en las diversas acepciones que el término silencio
puede llegar a adquirir al ponerse en relación con el lenguaje.
Y muestra cuán divergentes entre sí pueden ser esas acepciones.
Una de ellas, la que Steiner estudia con más detenimiento, es
el silencio entendido como abdicación, casi podría decirse como
autoinmolación. “Aquí la palabra limita no con el esplendor o con
la música, sino con la noche”.37 Se hace mención en este punto a la
singular experiencia de dos de los principales forjadores del espíritu
moderno: Hölderlin y Rimbaud. En ambos casos las razones que los
conducen al silencio resultan enigmáticas, pero no cabe duda de
que “más allá de los poemas, casi más vigoroso que estos, está el
hecho de la propia renuncia, del silencio elegido”.38
Esta “elección del silencio por quienes mejor pueden hablar”
es, para Steiner, un fenómeno históricamente reciente, del cual
Hölderlin y Rimbaud serían tan solo los precursores, pero cuyos
síntomas han alcanzado cada vez a un mayor número de personas
a medida que avanzaba el presente siglo. Steiner apunta algunas
de las posibles causas: la disolución de los valores de la sociedad
burguesa, la agresiva prepotencia del desarrollo tecnológico,
la inhumanidad de la vicisitud política del siglo xx. Y resume la
situación con una frase: “El silencio es una alternativa. Cuando en
la polis las palabras están llenas de salvajismo y de mentira, nada
más resonante que el poema no escrito”.39 En esas condiciones
la corrupción alcanza incluso al mismo lenguaje y, para el poeta,
36. Steiner, George.
es cada vez más fuerte la tentación del silencio.
Lenguaje y silencio.
Otra acepción del silencio, que Steiner explora de un modo Nueva York, 1976.
incisivo, es la que se refiere a la emergencia de zonas cada vez Versión castellana:
más extensas de la realidad que no se fundamentan en el lenguaje Barcelona: Gedisa,
1994. p. 67.
verbal, en especial las que surgen del desarrollo científico ligado 37. Ibidem. p. 76.
al campo de las matemáticas. A medida que las matemáticas van 38. Ibidem. p. 77.
conquistando terreno, las pautas de comprensión de la realidad 39. Ibidem. p. 85.
68
Rudolf Schwarz, Iglesia de Santa Ana, Düren, 1951-1956
69
Mies van der Rohe, Neue Nationalgalerie, Berlín, 1962-1967
70
Esa trascendencia del lenguaje hacia el silencio se da también
en la tradición occidental. Baste pensar en la poesía de San Juan de
la Cruz. José Angel Valente ha mostrado el profundo vínculo que liga
la palabra poética con la experiencia mística “cuyo contenido último
es el vacío en cuanto negación de todo contenido que se oponga
al estado de transparencia, de receptibilidad o de disponibilidad
absolutas”.43 También la manifestación de lo poético “exige como
requisito primero el descondicionamiento del lenguaje como
instrumentalidad”,44 o dicho de otro modo, la palabra poética, en
tanto que palabra inicial, se sitúa en un estado anterior al significado,
en una condición de máxima apertura y fluidez, de manera que “en
ella, la significación sería, fundamentalmente, inminencia, ya que,
por su naturaleza, esa palabra, al tiempo que es dicha, ha de quedar
siempre a punto de decir”.45 Desde esta perspectiva, el lenguaje
puede considerarse como el umbral del silencio.
Así pues, la palabra del místico posee exactamente la misma
raíz que la palabra poética en cuanto “decir de lo indecible que lleva
la palabra a su tensión máxima”.46 Y esto vale tanto para el lenguaje
poético como, por extensión, para cualquier lenguaje artístico. Jorge
Luis Borges, con su proverbial exactitud, acertó a expresar esta
idea de un modo insuperable: “La música, los estados de felicidad,
la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos
y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no
hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de
una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”.47
El artista y el místico se mueven en un terreno fronterizo, en el
umbral que separa el mundo que conocemos de aquel otro que se
nos oculta y que nos es vedado. La diferencia básica entre ambos es
que mientras el místico trata de abandonar el mundo conocido para
43. Valente, José Ángel. instalarse en el ámbito de lo sobrenatural, el artista procura poner
“Verbum Absconditum”, en relación ambos mundos, pero a través de la recreación de los
en Variaciones sobre el
pájaro y la red precedido
materiales que la propia realidad le ofrece. El trabajo del artista se
de La piedra y el centro. desarrolla, necesariamente, a este lado del umbral, aunque tiende a
Barcelona: Tusquets, él como límite de un modo constante. Pero no le es dado atravesar
1991. p. 203. ese umbral, ya que, como señala Steiner a propósito del desenlace
44. Ibidem. p. 61.
45. Ibidem. p. 65.
de la novela La muerte de Virgilio, “lo que está íntegramente fuera
46. Ibidem. p. 203. del lenguaje está también fuera de la vida”.48
47. Borges, Jorge Luis .
Otras inquisiciones.
Opus cit. p. 12.
48. Steiner, George.
Opus cit. p. 55.
71
Jorge Oteiza fotografiado por Paco Ocaña en 1992, junto a la tumba de Itziar Carreño, su mujer
9
Oteiza
o la construcción
del vacío
Jorge Oteiza, nacido en Orio (Guipúzcoa) el 21 de octubre de 1908, dio
por concluida su obra escultórica en 1959, cuando contaba cincuenta
años de edad, es decir, muchísimo antes de que su energía vital, que
por fortuna aún nos alumbra, estuviese agotada. Con esta decisión, se
incorporaba Oteiza al pequeño pero enormemente significativo grupo
de artistas que, en la cultura moderna, han culminado su obra con un
silencio que, aunque suele obedecer en cada caso a razones diversas,
acaba siendo oído en todos ellos como una admonición, como un
oscuro signo profético. Oteiza, cuyo trabajo se basa en lo que él
mismo definió como “un propósito experimental”, buscó siempre
el silencio afanosamente a través de su obra y, una vez lo alcanzó
en el grado extremo que pretendía, no tuvo ya nada más que añadirle,
dando por cerrada su investigación escultórica y desplazando su
interés hacia otros campos del conocimiento humano.
Durante los años cincuenta, su época de mayor efervescencia
creativa, Oteiza investigó básicamente en tres direcciones:
la desocupación del cilindro, del cubo y de la esfera. Esta
investigación consiste en un proceso de vaciado, de desocupación
espacial, que se corresponde con la creación de un vacío activo,
definido como fuente de energía espiritual y física. La masa
escultural se agujerea y adelgaza y mientras esta tiende a atrofiarse,
el vacío se va adueñando progresivamente de la pieza. El espacio
exterior penetra dentro de los límites de la escultura y se confunde
con ella. El objetivo último es la conquista de un espacio desalojado,
disponible, en el que estén impresas las huellas del laborioso
proceso de sustracción y de eliminación.
El vacío generado por la escultura de Oteiza está transido de
misterio, cargado de interrogaciones, y el espectador se dispone
ante él con actitud expectante, tratando de arrancarle una respuesta
que la escultura calla. Pero el silencio que de ella se desprende
es absorbente, acogedor. El propio Oteiza dijo: “Yo busco para
la estatua una soledad vacía, un silencio espacial abierto, que el
hombre pueda ocupar espiritualmente”.49
No resulta exagerado afirmar que, de un lado Jorge Oteiza, a través
de la dimensión arquitectónica de su obra escultórica, y de otro lado
Luis Barragán, mediante algunas de sus arquitecturas más próximas a
la escultura, como las intervenciones en El Pedregal (1945-1950) o
en Las Arboledas (1958-1961), anticipan muchas de las realizaciones 49. Jorge Oteiza,
entrevista en revista
de la escuela minimalista, y en cierta medida, las superan. De este Yakin, diciembre 1960,
modo, la arquitectura devuelve a las artes plásticas la deuda que recogida en Quousque
con ellas había contraído en las primeras décadas del siglo xx. tandem...!, 1963, nº 150.
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Jorge Oteiza, Homenaje a Mallarmé, 1958
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Pero, llegados a este punto, se impone hacer un breve
circunloquio para pagar un tributo que ninguna reflexión sobre la
poética del silencio puede eludir: vamos a dedicar unos párrafos a la
pieza musical “compuesta” por John Cage en 1952, titulada
4 minutos y 33 segundos. Como es sabido, el título de la obra alude
al tiempo durante el cual el intérprete debe permanecer estático
y callado frente a su instrumento, dejando que el público, con
sus movimientos y sus murmullos, cree el universo sonoro que la
partitura en blanco renuncia a definir.
En una historia del arte contemporáneo basada en las
ocurrencias ingeniosas, la pieza de John Cage tiene asegurado un
sitio preferente. Aunque basta fijarse en su brevísima duración para
advertir su vocación de obra menor. Si Cage fuese realmente un
músico ambicioso la hubiese hecho durar, por ejemplo, “1 hora,
4 minutos y 33 segundos”. De este modo, hubiese conseguido
pasar de un silencio roto ocasionalmente por un golpe de tos o un
susurro, a un rumor inquieto, hasta llegar, tal vez, a un griterío airado,
e incluso hubiese podido incorporar la activa participación sonora
del público, ya fuese con la indignada rotura de algún objeto o bien
mediante la frenética persecución del intérprete intentando huir
del escenario, lo cual hubiese dado una mayor complejidad a su
partitura. Puestos a provocar ¿por qué quedarse a medias?
José Quetglas, en una interesante colección de textos que titula
Federación de textos de distinta longitud, hostiles a la esencia
vacía del arte moderno, nos advierte, sin embargo, de que “hay
dos respuestas rápidas y poco rentables frente a esta obra. La
reducción a la provocación es la primera: Cage solo trataba de
sacudir al público con una experiencia inesperada. La reducción a la
pasividad es la segunda: Cage solo trataba de no hacer música...”.50
El verdadero tema de la obra habría que encontrarlo, en realidad, tal
como los escritos del propio Cage corroboran, en la demostración
de que el silencio no existe, ya que siempre se está oyendo algo, por
imperceptible que parezca y, en el límite, lo que se oye es el latido
del propio pulso. O sea, que el público logra escuchar, a través de
la obra de Cage, un breve segmento de los sonidos del mundo.
Pero si aceptamos que en esta pieza no hay pasividad ni
voluntad de provocación, entonces hemos de reconocer que 50. Quetglas, Josep.
nos hallamos ante una propuesta de una banalidad desarmante. Federación de textos
de distinta longitud
El silencio nunca es completo, así como tampoco existe el vacío hostiles a la esencia
en estado puro: esta es la pobre conclusión que se nos ofrece. vacía del arte moderno.
Conviene subrayar, aunque parecería innecesario, que no es el Barcelona: ETSAB. p. 15.
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silencio literal, no es el silencio en tanto que fenómeno físico, lo que
estamos analizando, sino más bien el silencio como tejido alveolar
que se incrusta en los entresijos del lenguaje, elevándolo a un grado
de polisemia insospechado. Como el propio Quetglas hace decir al
personaje de un diálogo, “todo silencio va asociado a un no silencio,
contra el que destaca, en el que se enmarca, al que se refiere, con
el que se combina” y precisamente gracias a ese carácter relacional
“a todo silencio se le puede reconocer algún sentido –su sentido”.51
Pero al no haber, en la pieza de Cage, ninguna relación, no puede,
tampoco, haber silencio, ni puede haber sentido, e incluso cabe
dudar de que haya obra.
Nada más alejado del silencio de Oteiza que la mudez que
tanto Cage como otros artistas minimalistas imponen a su obra.
Ahí “el autor no quiere decir, y su obra está, consecuentemente,
a la defensiva, clausurada”.52 Observa Quetglas con agudeza que
la obra minimalista (utilizando el término en sentido estricto, es
decir, referido al trabajo desarrollado a partir de los años sesenta
por artistas tales como Carl André, Robert Morris, Donald Judd o
Sol LeWitt) “no se conoce por cuanto afirma, ni por cuanto rechaza,
sino por cuanto ocluye y obstruye. Cortocircuita cualquier intento
del espectador por valorar la obra, por abrir en ella hendiduras que
permitan introducir algún “contenido”, por seccionarla en líneas de
sentido, por interpretarla”.53
La escultura de Oteiza, por el contrario, no se cierra ni se hace
impermeable. Crea un espacio cóncavo, receptivo, permitiendo
al espectador penetrar en la obra y entablar un diálogo con ella.
La construcción del vacío es, en Oteiza, una acción orientada a la
disolución de todo cuanto tiende a ocupar de un modo estable,
bloqueador e inmovilizante, el interior de la obra, garantizando así
su condición de lugar disponible, irreductible. La materia tiende a
evaporarse, pero las operaciones a través de las cuales la escultura
se ha ido desnudando resultan patentes e inteligibles. Lo que ya no
es visible deja un rastro que se convierte en ingrediente de la obra.
Cabe hablar, a propósito de Oteiza, del vacío como construcción.
Su escultura es comparable a la estela que, por algunos instantes,
permanece dibujada en la plaza cuando la faena del torero ha
concluido.
La universalidad del pensamiento de Oteiza se muestra con
51. Ibidem. p. 4.
claridad en la conclusión personal que formula en su ensayo
52. Ibidem. p. 9. Quousque tandem...! En ella afirma “que el arte consiste, en toda
53. Ibidem. p. 40-41. época y en cualquier lugar, en un proceso integrador, religador, del
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Jorge Oteiza, Caja vacía (escultura con seis posiciones), 1958
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hombre y su realidad, que parte siempre de una nada que es nada
y concluye en otra Nada que es Todo, un Absoluto, como respuesta
límite y solución espiritual de la existencia. Todo el proceso del arte
prehistórico europeo acaba en la Nada trascendente del espacio
vacío del crómlech neolítico vasco. Todo el arte primitivo de
Oriente, acaba en el mismo concepto espiritual [...] Todo el
Renacimiento acaba en la última pintura vacía de Velázquez. Y todo
el arte contemporáneo está entrando en una disciplina de silencios
y eliminaciones, para desembocar en un nuevo vacío”.54
Oteiza, como artista, es todavía un gran desconocido. Su
capacidad reflexiva no es menor que su enorme instinto poético.
Aunque pueda dar la impresión de estar aislado en su tierra vasca,
en realidad está profundamente unido al núcleo de la cultura
contemporánea. En él confluyen muchos de los hilos con los que
hemos venido tejiendo este discurso: admira a Borges sin reservas;
se interesa vivamente por Rothko; es patente su complicidad con
la obra de Mies. A Ozu difícilmente podía conocerlo cuando era
escultor en activo. Pero no es arriesgado conjeturar que si más
tarde se ha cruzado con él, lo habrá identificado como a alguien
de su misma estirpe.
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Le Corbusier, Convento de la Tourette, Eveux, 1952-1957. Foto de Jacqueline Salmon
10
El ruido, el silencio,
la palabra
Hoy sabemos que hay muchas formas de interpretar el presente.
Por ello nos resulta insostenible la idea de que a cada época le
corresponda un solo modo de concebir la literatura, la música o
la arquitectura. Somos escépticos respecto a la existencia de un
espíritu de la época capaz de dictar unívocamente el lenguaje
artístico que debe representarla. Desconfiamos de toda fórmula
que se autoproclame como la única respuesta posible a los
requerimientos de un momento histórico.
Y, sin embargo, en modo a veces inconsciente, sigue
gravitando sobre nosotros el peso de un zeitgeist determinista que
parece forzarnos a otorgar lo que, supuestamente, los tiempos
reclaman; sigue activo el prejuicio que nos obliga a hacer “lo-que-
debe-hacerse”, o sea, lo que se espera de nosotros que hagamos.
Las reglas de un código no escrito imponen al artífice la exigencia
de rendir cuentas a la actualidad. Ya que, recíprocamente, el juicio
que su obra merezca dependerá, ante todo, de su capacidad de
acentuar los rasgos distintivos de esa actualidad y de exaltar sus
manifestaciones.
Conviene, sin embargo, distinguir entre quienes practican la
idolatría de lo actual y quienes se plantean el intento de sintonizar
con la realidad como una búsqueda que, siendo ante todo un
imperativo moral, no garantiza de antemano, en ningún caso, el
valor de los resultados. ¿Cómo no estar de acuerdo, por ejemplo,
con la frase pronunciada por Mies van der Rohe, en 1950, en su
mensaje de presentación a los estudiantes de Chicago?:
“La arquitectura depende de su tiempo. Es la cristalización de
su estructura interna, es el lento despliegue de su forma”.55
De un modo parecido, en los escritos de Adolf Loos se discrimina
entre los que se autoproclaman modernos mediante la adhesión
a los aspectos más epiteliales de la actualidad, y los que, sin
pretenderlo, logran ser modernos, ya que, a través de los saberes
de su oficio, incorporan a su trabajo, con naturalidad, las exigencias
que la época demanda.
La perspectiva de quien hace, de quien está implicado en la
acción, a veces no coincide con la de quien observa, de quien
atisba desde fuera sin estar sometido a ninguna implicación. Este
es el origen de algunos juicios apriorísticos en que la crítica suele
incurrir cuando descalifica en nombre de un dogmático zeitgeist
obras que requerirían de otros parámetros para ser valoradas. 55. Mies van der Rohe,
Pero, por fortuna, no todas las obras aspiran a un reconocimiento Ludwig. “Arquitectura y
inmediato o a una fulminante seducción del espectador. También tecnología”, 1950. p. 489.
82
Carl Theodor Dreyer, Ordet, 1954
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nuestra vida cotidiana. Genera una oquedad, un tiempo suspendido
y un espacio vacío que nos sustrae del torbellino de la actualidad.
Pero, paradójicamente, esta invocación al silencio no es otra cosa
que una reivindicación de la palabra. Puesto que el silencio no se
opone a la palabra, de la cual es un radical aliado, sino al ruido, que
es su más irreconciliable enemigo.
Como ha observado con exactitud José Angel Valente, existe
una íntima relación entre el silencio y la palabra poética “porque
el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contiene como
materia natural. Poética: arte de la composición del silencio. Un
poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio”.56
No es casual que uno de los más bellos ejemplos de la poética del
silencio que el arte del siglo xx nos ha deparado sea precisamente
una película titulada La palabra (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1955).
Cuando una obra tiene la propiedad de engendrar en torno
suyo un espacio de silencio, promueve una mirada distinta sobre
la realidad, una mirada despojada, abstracta, en la que el mundo
se nos presenta bajo el signo de la contemplación. A través de
ese silencio no se persigue escapar al mundo o suplantarlo, sino,
más bien, revelar sus dimensiones ocultas y escondidas. Es un
silencio que no pretende anular el lenguaje, sino trascenderlo.
En cierta medida, es posterior a la palabra: surge cuando esta,
una vez pronunciada, ha disipado ya su significado inmediato;
pero es también anterior a la palabra, como un estado de
anticipación que la contiene y la presagia.
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Luis Barragán, Los Clubes, México DF, 1963-1964
Colección Poliedrica
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