Los Vampiros No Creen en Flanagans - Andreu Martin
Los Vampiros No Creen en Flanagans - Andreu Martin
Los Vampiros No Creen en Flanagans - Andreu Martin
¿Y de noche,
solo en un castillo en ruinas, en una comarca famosa por su cosecha de
cadáveres desangrados? Una apuesta estúpida llevará a Flanagan a una
situación terrorífica. Lo que pensaba que serían unas plácidas vaciones de
fin de año en la nieve, se convierte en una sucesión de sustos, situaciones
peligrosas y personajes enigmáticos. Un asesino convicto y presunto vampiro
escapado de la cárcel, un escritor plagiario, un tataranieto de vampiro
legendario, una chica guapísima que no dice todo lo que sabe, un peligroso
gángster de pueblo…, todos se mueven en un escenario de montañas
nevadas y cubiertas de bruma. Mientras tanto Flanagan trata de resolver el
misterio más desconcertante al que jamás se ha enfrentado. Y por si fuera
poco tiene otras preocupaciones. Por ejemplo, la que representa el niño pijo
empeñado en quitarle su novia, Nines, o la búsqueda del enmascarado del
que se ha enamorado María Gual, o un cursillo acelerado de esquí con
seguro incluido por si hay que ir al traumatólogo. Flanagan va a necesitar
mucho ingenio para poder con todo.
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Andreu Martín & Jaume Ribera
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Titivillus 01.06.16
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Título original: Los vampiros no creen en Flanagans
Andreu Martín & Jaume Ribera, 2002
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
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Historias de terror
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Y, claro, me lo ponían tan fácil que no pude resistir la tentación de lucir mi
erudición.
—Pues no. No los inventaron los americanos. Y aquí hemos tenido, ya lo creo
que sí.
Femando me miró, dubitativo, escudado en las gafas de montura metálica que le
daban un cierto aire de pijo intelectual y le hacían sentir más cómodo cuando
utilizaba expresiones como «fenómeno sociológico».
—¿Seguro?
—Si Flanagan lo dice, así será —saltó Nines, que siempre intenta hacerme quedar
bien—. Es un experto en el tema.
—Los yanquis han tenido muchos, y muy famosos —dije, para demostrarlo—. El
Estrangulador de Boston, El Hijo de Sam, Los Estranguladores de las Colinas, en
California… El Asesino del Zodíaco, que nunca pudo ser identificado. Y el
superfamoso Ted Bundy, que empezó en Seattle, al noroeste de los Estados Unidos, y
mató a veinte chicas, en un viaje terrorífico, cruzando el país hasta Florida, en el
sudeste… Y Henry Lee Lucas, que llegó a confesar más de dos mil asesinatos…
—¡Dos mil asesinatos! Sí, hombre, ¿y por qué no dos millones? —protestó
Cristian, más que nada (me pareció) por llevarme la contraria.
—Bueno, después se retractó… Es una historia muy complicada. Lo cierto es que
en Estados Unidos tienen una auténtica plaga de asesinos en serie. Pero no los han
inventado ellos.
—Entonces, ¿quién los inventó? —quería saber Lourdes, agarradita de la mano de
Román, buscando su protección.
—No lo sé —adopté una actitud entre modesta y condescendiente que había
aprendido de ellos y que me resultaba insoportablemente pedante. Les concedí el
favor de compartir mi sabiduría con ellos—: Dicen que el primer serial killer de
verdad fue el famoso Jack el Destripados en Londres, en 1888…
—Nunca le pillaron, ¿verdad?
La penumbra se fue haciendo más y más densa a medida que yo exponía una
pequeña historia de los peores asesinatos conocidos. En casa, en el sótano del bar de
mis padres, tengo un archivo rebosante de este tipo de información. De modo que
pude extenderme a gusto hablando del famoso Henri Landrú, que entre 1915 y 1919
mató a diez mujeres y a un niño; o del terrible doctor Marcel Petiot, que durante la
Segunda Guerra Mundial se ofrecía para ayudar a huir a familias judías perseguidas
por los nazis, las mataba en la casa que tenía en París, 21 rue Lesueur, y se apropiaba
de todas sus pertenencias.
—Serial killers famosos los ha habido en todas partes. En Alemania, Peter
Kürten, El Vampiro de Düsseldorf, mató a nueve personas en el año 1929. En la
Unión Soviética, entre el 82 y el 90, Andrei Chikatilo mató a cincuenta y tres. ¿No
habéis visto la peli Ciudadano X? Es fantástica. Y, entre los años 70 y 80, Pedro
López, El Monstruo de los Andes, asesinó a más de trescientas mujeres…
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—¿¿Trescientas mujeres??
—Sí señor, sí. Trescientas, entre Perú, Ecuador y Colombia.
Los amigos de Nines me miraban con cierta reverencia y un poco de aprensión.
Debían de pensar: ¿qué clase de persona estudia y retiene tantos datos de hechos
como estos? No me quitaban la vista de encima, como si temieran que de repente me
convirtiera en uno de aquellos monstruos y me abalanzara sobre ellos. Pero querían
que continuara hablando. Querían agotar el tema.
—Bueno —dijo Fernando—. Puede que no solo sea cosa de los americanos, pero
aquí no hemos tenido ninguno.
—¿Que no? —repliqué—. Hubo uno al que llamaban El Arropiero. Manuel
Delgado Villegas. Actuó entre los años 1964 y 1971 y se atribuyó cuarenta y ocho
asesinatos cometidos por toda España y por el extranjero. Y José Antonio Rodríguez
Vega, que mataba ancianas, en Santander, al menos trece viejecitas…
Con los ojos brillantes y un poco desorbitados clavados en mí, Lourdes preguntó,
muy bajito:
—¿Y… aquí? Quiero decir… ¿Más cerca?
—También. ¿No habéis oído hablar del Pastor Asustado?
Román y las dos chicas negaron con la cabeza. A Fernando el nombre le sonaba
de algo. Solo Cristian asintió convencido y, como descubrí en seguida, si conocía la
historia era porque había estado de vacaciones en la comarca donde había sucedido.
Y es que todo pasó en un período de tiempo relativamente corto, coincidiendo con
una serie de escándalos políticos que los periodistas consideraban más importantes y
más dignos de las primeras páginas a cinco columnas.
—Ah, sí. ¡El vampiro de Termals! —dijo Cristian, tan entusiasmado que deduje
que llevaba rato con ganas de quitarme protagonismo. Y compuso una tragicómica
mueca de maníaco—. ¡Uuau, tíos, sí, es verdad, un vampiro!
—No era exactamente un vampiro… —apunté yo.
—¡Pues claro que era un vampiro! —protestó Cristian, poniéndose serio—.
¡Chupaba la sangre de sus víctimas!
—¿En serio? —gimió Lourdes.
Nines se me colgó del brazo discretamente.
—¡Cristian, coño, ¿no ves que asustas a las chicas?! —se quejó Román, para no
tener que reconocer que él tampoco las tenía todas consigo.
—De eso se trata, ¿no? ¡Estamos contando historias de terror!
Los demás me miraban pidiendo que desmintiera lo que acababa de decir
Cristian.
—Era un auténtico asesino en serie… —reemprendí la exposición.
—No, no. —Cristian estaba dispuesto a ponerse pesado—. Era un vampiro. Mira
que yo he esquiado en Termals, Flanagan, y conozco la historia. El tío era
descendiente de otro vampiro de hace muchos siglos, el conde Oller…
—Que no, que no era descendiente del conde Oller. —La diferencia entre Cristian
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y yo radicaba en que él se había informado oyendo las exageraciones de la gente,
mientras que yo tenía perfectamente documentado lo que decía—. No era un
vampiro. No dormía en un ataúd, no era un muerto viviente…
—Pero chupaba la sangre de sus víctimas, ¿sí o no?
—Pero no era un vampiro.
—Chupaba la sangre de sus víctimas, ¿sí o no?
—Sí.
—Pues era un vampiro. Ahora continúa —dijo Cristian para dejar bien sentado
que me cedía el escenario y los aplausos del público. Y se fue al mueble bar a
buscarse algún combustible más fuerte que el vino.
Y yo me vi contando la historia de Blas, el Pastor Asustado.
—Le llamaban el Pastor Asustado porque la primera vez que salió en la prensa
fue con un titular (ridículo e inexacto) que decía: «Un pastor asustado mata a cuatro
personas». —Resultaba agradable sentirse centro imprescindible de la reunión, de
modo que proseguí—: Eso pasó hace dos años, en un pequeño pueblo de montaña de
los Pirineos, al lado de las pistas de esquí de Termals…
Los amigos de Nines eran esquiadores consumados y conocían las pistas de
Termals, aunque, como hicieron constar en seguida, preferían ir a Baqueira o a los
Alpes. El único que había estado era Cristian.
—Cerca hay una aldea que se llama Floc —continué.
—No, el pueblo más cercano es Abellers, ¿no? —me interrumpió Fernando.
—No, no —insistí yo, aunque todo lo que sabía de la zona era por los mapas
publicados en la revista Reportaje—. Abellers está por el lado de la solana, y allí hay
varios hoteles y está muy bien comunicado con las pistas.
—Yo, cuando he ido, me he quedado en Abellers —dijo Cristian, agarrado a un
vaso de whisky de malta.
—Sí, pero al otro lado de la montaña, al final de una carretera con muchas curvas,
hay una aldea olvidada de la mano de Dios, que es Floc…
Mientras en la chimenea las llamas se convertían en brasas (nadie parecía muy
interesado en salir al cobertizo del jardín a por más leña) les conté la historia de Floc.
Sabía de antemano que contándola con detalle me ganaría el favor de la audiencia.
Era de esas historias que, aun siendo un poco patéticas, resultan graciosas. Cuando
sucedieron los asesinatos y los periodistas hablaban de Floc, no podían evitar que se
les escapara un tonillo de pitorreo.
Floc era una aldea que se iba despoblando a medida que los jóvenes emigraban a
las ciudades y que se precipitaba hada la desaparición. Hasta que, hacía unos años,
sus habitantes se encontraron con que les construían unas pistas de esquí al lado y se
las prometieron felices. Ya se veían con la prosperidad de otros pueblos convertidos
en centros turísticos gracias a una estación invernal. Pero estaban muy mal
comunicados, con aquella carretera tan peligrosa, y aunque físicamente era el
municipio más cercano a las pistas, resultó que los esquiadores se quedaban todos en
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Abellers. Abellers era el otro lado de la moneda. Prosperaba y prosperaba mientras
Floc se difuminaba, cada vez más cerca de reintegrarse al paisaje original de las
montañas. Años más tarde, en la época en que se produjeron los asesinatos del
«vampiro», y mientras los de Floc mantenían la temperatura corporal con la energía
que producían sus temblores incontrolables, a los de Abellers les tocó el gordo de
Navidad y salieron con una cogorza de campeonato por la tele, agitando botellas de
champán y cantando villancicos a alaridos.
Bueno, el caso es que al ver que la estación de esquí no les solucionaba nada, los
de Floc se comían las uñas. No sabían cómo llamar la atención de la posible clientela.
Decidieron promocionarse con una especialidad gastronómica local, intentando
repetir el éxito de Segovia, con el lechón de Cándido, o de Valls con las calçotades.
Pero la especialidad autóctona, debidamente resucitada para la ocasión, resultó tan
indigesta que la maniobra fracasó. La farmacia del pueblo vivió un corto período de
esplendor, con un gran volumen de ventas de digestivos y antiácidos, y unos cuantos
turistas tuvieron que ser evacuados en ambulancia.
—¡Los de Floc no entendieron nunca que los turistas no pudieran digerir aquel
potaje de panceta, judías pochas, morcilla, setas y chicharrones!
Carcajadas de los espectadores agradecidos. Ya los tenía en el bolsillo.
—Y entonces, alguien tuvo la idea genial. Alguien recordó una leyenda recogida
en algún libro de costumbres y tradiciones. Cerca de Floc se hallan las ruinas de un
castillo, donde dicen que en la Edad Media vivía el conde Oller, que fue asesinado, o
que era muy sanguinario, o algo por el estilo. De manera que urdieron la historia del
vampiro.
—¡Sí, señor! —intervino Cristian, en plan notario—. ¡El conde Oller! Editaron
unos folletos de propaganda titulados La leyenda del vampiro y cosas por el estilo,
que repartían por los bares y las discotecas de Abellers.
—Y de Barcelona —certificó Lourdes.
—Creo que se le ocurrió al alcalde, que tenía intereses económicos en todo
aquello —añadí.
—Pero les salió mal, ¿no? Porque no he vuelto a oír hablar del tema.
—Les salió mal porque ocurrió lo que ocurrió. A veces, inventarse según qué es
peligroso. Porque hubo alguien que se creyó la historia del vampiro. Todo esto salió
publicado en la revista Reportaje y lo tengo recortado, incluso con fotos…
—¿Tú te compras la revista Reportaje?
Risas y codazos. Ya sabéis que en la revista Reportaje, además de artículos
interesantísimos, salen algunas fotografías de señoras y señoritas con tendencias
exhibicionistas. Bueno, ya sé que no os lo creeréis y no negaré que de vez en cuando
echo un vistazo a esas anatomías, porque hay algunas que alegran la vista, pero yo me
compro la revista por los artículos.
—Sí, sí, compro la revista Reportaje. ¿De qué queréis que hablemos? ¿De las
chicas de las páginas centrales o del vampiro de Floc?
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Solo Cristian dijo: «De las páginas centrales», en plan de guasa. El tema del
vampiro ganó por mayoría, de modo que continué:
—Hace dos años, el día de Todos los Santos, se vieron luces en las ruinas del
castillo, como si alguien hubiera alumbrado un fuego, como si alguien viviera allí.
Con la leyenda del vampiro de boca en boca por la comarca, podréis entender que a
más de uno le entrara el canguelo. No obstante, la mayoría dio por sentado que se
trataba de efectos especiales organizados por el alcalde, que era quien había puesto en
marcha a idea. Él aseguraba que aquello no era cosa suya y decía que debía de
tratarse de algunos excursionistas o de algún vagabundo que pasaba la noche allí. El
caso es que uno del pueblo dijo que él se atrevía a subir a las ruinas, a ver qué pasaba.
Subió y…
—¡Le asesinaron! —avanzó Cristian, incontinente.
—… Al día siguiente no bajaba. No bajaba y no bajaba…
—¡Le habían asesinado! —insistió Cristian.
—¡Ay, calla ya, Cristian! —se quejó Nines.
—Le habían asesinado —confirmé.
—¿De verdad? —gimió Lourdes, como si, de tan metida en la historia, ya le
hubiera cogido afecto a la primera víctima.
—Y no de cualquier manera. Le apuñalaron y después, tal vez cuando aún estaba
vivo, le cortaron las venas, así, como lo hacen los suicidas, y por aquellas heridas le
chuparon la sangre. Tenía señales de dientes en las muñecas.
Exclamaciones ahogadas de los presentes.
—¿Lo veis? Lo que yo decía: ¡Un vampiro! —dijo Cristian. Y mirando a Nines,
que se comía las uñas—: Uy, qué asustada te veo. Si necesitas a alguien a quien
agarrarte, y ya que Flanagan está ocupado contando la historia…
—Venga ya, piérdete —le dijo Nines, sin enfadarse.
Fernando intervino, como temiendo que la cosa pudiera ir a mayores.
—Ya está bien, Cristian… Deja a Nines y Flanagan en paz.
—Vale, vale. ¿Te relevo a ti, Román? Igual te entran calambres de tanto apretar a
Lourdes.
A Lourdes se le escapó una risita nerviosa.
—¡Vete al cuerno! —le dijo Román al mismo tiempo, un poco picado.
Cristian se echó a reír como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo. Tal
vez le hacía gracia la perspectiva de irse al cuerno, no sé. Cristian era así; tenía
permiso para pasarse un poco porque no se tomaba nada en serio y todo lo
solucionaba con una carcajada.
Ignoré el incidente y proseguí el relato antes de que se me echara a perder el
clima que tanto me había costado conseguir.
—No era un vampiro, sino alguien que se había creído la leyenda del vampiro,
alguien que había decidido ser el vampiro. Por eso os decía que es peligroso
inventarse según qué cosas. Mataron a aquel joven y le chuparon la sangre, sí.
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—¿Y después…? —reclamó Nines, aunque lo sucedido después era
perfectamente previsible.
—Mató a tres más. Entre aquel primero de noviembre y Navidad murieron de la
misma forma una turista, otro lugareño, amigo del primero, y una mujer de
Abellers… Todos igual: con las muñecas abiertas, así, y alguien les había chupado la
sangre. A una de las víctimas la encontraron en el hotel de Floc, precisamente en el
hotel del promotor de toda aquella historia del vampiro. Y claro, al pobre hombre se
le acabó el negocio. Todo aquel montaje de esquiar entre vampiros y los folletos
hablando de historias de terror se fueron al traste.
—¿Y cómo acabó? —preguntó Fernando.
—Atraparon al loco cuando se disponía a cometer el quinto asesinato. La chica
que llevaba la correspondencia del pueblo. Salía muy temprano por la mañana para ir
a buscar las cartas a Abellers y el vampiro la atacó en la carretera. La hizo caer de la
moto y le pegó un par de navajazos en el brazo, pero era una mujer fuerte, le plantó
cara y se puso a gritar y a gritar hasta que acudieron unos vecinos y, luego, la Guardia
Civil…
En fin, que lo detuvieron. Era un pobre chico, vecino del pueblo, que se pasaba la
mayor parte del año haciendo de pastor en las montañas, siempre solo, con las vacas
y las cabras. Se había vuelto loco. Dicen que era el hazmerreír de todos, el tonto del
pueblo, la víctima propiciatoria. Se ve que el primero al que mató, el que subió a las
ruinas a ver qué pasaba, era uno de los que más se metía con él. Probablemente se lo
encontró allí, en el castillo, y le insultó o se burló de él, y el pastor le mató en un
rapto de ira. Afectado por lo que había hecho, debió de perder definitivamente el
mundo de vista… y ya estuvo armada. Le identificaron por la fórmula dental que se
correspondía exactamente con las marcas de los mordiscos visibles en su primera y
tercera víctimas. Salió en algunas fotos de prensa, con cara de pobre hombre
acorralado, tan desconsolado y desamparado que salió en los titulares como el Pastor
Asustado y desde entonces hasta el juicio los periódicos le llamaban así o el vampiro
de Floc.
—Uau —dijo Fernando, impresionado.
—¿Y qué ha sido de él?
—Le declararon loco y debe estar en alguna institución psiquiátrica.
—O sea, en un manicomio.
—Eh. —Fue Cristian quien tuvo la gran idea. Bien pensado, una idea así solo
podía proceder de él—. ¿Y si vamos a esquiar allí este fin de año?
Por un momento, en aquella casa se redujeron notablemente las emisiones de CO2
porque nos quedamos mirándole sin respirar, alarmados ante la posibilidad de que
quisiera decir precisamente lo que pensábamos que quería decir.
—A Floc —aclaró—. ¿Por qué no vamos a esquiar ahí la semana de fin de año?
Podemos ir a conocer el pueblo, el castillo… Esquiamos en las pistas de Termals y,
de pasada, nos hacemos fotos en los lugares del crimen y cosas por el estilo. Por el
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morbo, ¿no? Será divertido. Hablamos con los vecinos del pueblo, con el alcalde que
se inventó la tontería esa del vampiro…
Me entraron ganas de replicarle: «Eh, eh, que estas cosas no son para reírse, que
el Pastor Asustado mató de verdad, que hubo víctimas y que eso es grave. Que
víctimas significa familias llorando, padres y madres destrozados, novios marcados
para toda la vida, que eso de matar y morir es muy fuerte, eh». Pero no le repliqué,
para que no pudiera contestarme que por quién le había tomado.
Además, los otros ya se apuntaban:
—¡Eh, es una idea cojonuda! —exclamaron Lourdes y su querido Román, casi a
coro.
—Podría resultar interesante —dijo Fernando.
—Seguro que será emocionante —añadió Nines. E interpretando correctamente
una vacilación mía, añadió—: Además, te lo debo. No quisiste que te pagara los
gastos del caso que me solucionaste en verano[1], así que ahora no tienes fuerza moral
para impedir que te invite a ese hotel.
Y, una vez solucionado con tanta elegancia el problema económico que se me
planteaba, todos se volvieron hacia mí, para ver qué decidía.
Antes de que pudiera contestar, se oyó un rumor de pelea entre las hojas del jardín
y el chillido de un ratón que acababa de ser capturado y muerto por alguna ave
depredadora.
Tal vez debería haberlo interpretado como una premonición.
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L os que me conocéis ya habréis adivinado que dije que sí. Pero, si he de ser
sincero, debo puntualizar que lo primero que me vino a la cabeza no tenía nada
que ver con el tipo de emociones en que pensaban los demás. No me alegré ante la
perspectiva de aprender a esquiar y disfrutar del paisaje pirenaico, ni me alarmó la
posibilidad de que en Floc pudiera aparecer algún otro pirado dispuesto a recoger la
antorcha del vampiro, ni me pregunté qué dirían mis padres. Solo pensé que el
destino me estaba ofreciendo la oportunidad de pasar unos días con Nines lejos de mi
familia y de la suya. Cuando parpadeé, observado por cinco colegas que esperaban mi
respuesta sin respirar, retuve en la punta de la lengua una pregunta esencial:
—¿Dónde dormiremos? ¿Y cómo nos distribuiremos por las habitaciones?
También me había ilusionado cuando Nines propuso que pasáramos aquel fin de
semana en Sant Pau del Port, pero a la hora de la verdad resultó que no se podía
dormir en las habitaciones por culpa de las obras y que tendríamos que hacerlo todos
juntos en sacos de dormir, en la sala, en la mejor tradición mochilera.
Bien.
Mi relación con Nines se había (digamos) consolidado en los últimos tiempos. No
entraré en detalles, pero ella había entrado ya en mi casa y se había hecho amiga de
mi hermana Pili y había despertado la admiración de mis padres.
—Su familia tiene más millones que los que puedas imaginar —explicaba mi
madre a quien quisiera escucharla—, pero ella es de lo más sencilla. El primer día
que vino aquí, mi marido le dice al chico que ayude a servir mesas, y Juanito, que ya
sabes cómo es, ya se escaqueaba. Pues esta chica. Nines, se puso detrás del mostrador
sin manías, eh, «A ver, qué hay que hacer». Mi marido le decía a Juanito: «Mira,
mira, aprende de tu novia»…
Después, en privado, yo tenía que decirles que no era mi novia, que no se hicieran
ilusiones.
Porque se hacían más ilusiones ellos que yo. Ya me veían casado y viviendo en la
parte alta de la ciudad, apareciendo en portadas de las revistas del corazón (Nines
alguna vez había aparecido en las revistas del corazón) y asegurándoles así una vejez
repleta de dinero y de bienestar económico.
Me daban un poco de pena: otros habrían proyectado sus fantasías de riqueza en
dirección a las islas Hawái, con sol, bermudas y piña colada. En cambio ellos, cuando
jugaban a la lotería, soñaban con millones que aún tendrían que hacerles trabajar más:
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un bar más grande, más céntrico, más elegante. Solo sabían trabajar, solo sabían
cocinar y servir mesas; no tenían amigos, sino clientes. El espíritu típico del
inmigrante que ha llegado a la gran ciudad y vive obsesionado por continuar huyendo
de la miseria que dejó atrás, en un pueblecito remoto que nunca acaban de olvidar lo
suficiente. Yo ya nací en este relativo bienestar de un bar con olor a fritanga en un
barrio marginal y veía la vida de un modo diferente. Quería creer que la vida tenía
que ser algo más que el dinero.
Pero después, cuando estaba en casa de Nines, era yo quien se obsesionaba por la
pasta. Pese a que se portaban correctamente conmigo, me entraba la paranoia de que
sus padres me trataban con cierta condescendencia, como considerándome una
especie de capricho pasajero de la niña, a la espera de que llegara mi fecha de
caducidad y las cosas volvieran a su orden natural.
Todo ello hacía que me empeñara en mantener cierta distancia con Nines.
—Mira, Nines… —había dicho más de una vez—, tú me caes muy bien, y me lo
paso muy bien contigo, y me enseñas un mundo que pensaba que jamás conocería,
pero…
—¿Me estás diciendo que no me haga ilusiones? —había preguntado ella.
Me pareció que la expresión «no te hagas ilusiones» era demasiado arrogante y
odiosa, de modo que me resistía a pronunciarla.
—No, no es eso —tartamudeé.
En aquella ocasión concreta. Nines replicó con una carcajada:
—No te preocupes, Flanagan. No me hago ilusiones. Aún nos queda mucho
tiempo de vida.
Pero noté que estas palabras la amargaban, que ella sí quería hacerse ilusiones, y
quería que yo también me las hiciera, y hubiera preferido un intercambio de promesas
alocadas a aquel distanciamiento frío y ajeno a sus sentimientos y también a los míos.
O tal vez era a mí a quien amargaban las palabras, tal vez era yo quien, de hecho,
quería pedirle a Nines amor eterno y exclusivo, pero no me atrevía a hacerlo.
De noche, mientras daba vueltas en la cama, me repetía: «¿Cómo puedo pensar en
comprometerme de por vida si tan solo tengo diecisiete años?». Y sobre todo: «Todos
dirán que me lío con Nines por el dinero». Y más tarde: «¿Y no será que me gusta
estar con ella precisamente por el dinero, por su casa de superlujo, las comidas con
vino buenísimo, las conversaciones con aquella panda de pijos que huelen a billetes
nuevos y a tarjetas de crédito desde lejos?».
Me encontraba entre ellos con mi ropa de imitación comprada en el híper y me
decía: «Eres un aprovechado, eres un impostor, un día te echarán de este ambiente a
patadas». Y a menudo me entraban ganas de poner a Nines en la disyuntiva: «O ellos
o yo», porque me sentía incómodo. Pero hubiera sido injusto, porque ella no se había
resistido nunca a salir también con mis amigos, algunos de los cuales (por mal que
me sepa decirlo) rozaban peligrosamente el concepto de «impresentables».
El único inconveniente que encontraba era la pandilla.
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Claro que habría preferido que fuese Nines quien, en privado, me hubiera
propuesto ir a Floc, los dos solos. La perspectiva de ir con Fernando y Cristian de
carabinas no me seducía tanto. Sobre todo, porque no se me olvidaba lo que había
ocurrido con aquella otra pandilla de Nines, la primera vez que estuve en Sant Pau
del Port y me sacaron a pasear en velero[2]. Entonces aprendí que hay muchos pijos
que miran de una manera muy peculiar a los lumpen como yo, y que se sienten
superiores y que se lo pasan bomba poniéndoles en ridículo, gastándoles bromas
pesadas para demostrarles quién manda.
¿Podía fiarme de los nuevos amigos de Nines?
Pensé que no tenía nada que temer de Román y Lourdes porque vivían una pasión
tan desenfrenada que no se daban cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Fernando también parecía buen chico, sonriente y afable, con cara de no haber
roto nunca un plato. Se daba aires de intelectual y de sabelotodo, eso sí. Nines me lo
había presentado diciendo:
—Tiene muchas ganas de conocerte. Le he contado algunas de las cosas que has
hecho y es tu primer admirador. Le gusta muchísimo la novela policíaca y dice que tú
eres el héroe que ha conocido más de cerca.
Era un entusiasta auténtico.
—¿Es verdad que salvaste a Erreá de unos secuestradores que querían cobrar
rescate? ¿Y que te las has visto con traficantes de drogas? ¿Y que más de una vez te
has visto así, ante una pistola cargada, con un cabrón con el dedo en el gatillo?
Me pedía que le contara algunas de las aventuras que he vivido en mi vida de
detective aficionado y bebía mis palabras con la avidez de un explorador que acaba
de atravesar el desierto del Gobi provisto únicamente de un cargamento de
cacahuetes salados.
Pero después teorizaba y buscaba explicaciones psicológicas y sociológicas y
hasta antropológicas a los comportamientos de los delincuentes a los que me había
enfrentado, y yo tenía que aguantar el tipo y simular que sus tesis me resultaban
interesantísimas, por miedo a ofenderle.
Cristian ya era otra cosa. No diré que fuera mala persona, pero le había notado
una cierta tendencia a llevarme la contraria, y alguna vez se había pasado, como el
día en que me hizo escuchar canciones de una cantante alemana, Nina Hagen, entre
comentarios del tipo de «Escucha, escucha, ¿a que es cojonuda la letra?», como
dando por sentado que todo el mundo ha ido a escuelas caras y ha aprendido alemán.
Pero, puestos a ser objetivos, debo decir que Cristian no me daba ningún
tratamiento especial. Se pasaba con todo el mundo. Aquella misma noche de las
historias de terror, cuando finalmente nos echamos a dormir, pegó unos cartones
negros a las gafas de Fernando para que, cuando despertara y se las pusiera antes de
encender la luz, creyera que se había quedado ciego. Ja, ja, qué divertido.
Lo que realmente me preocupaba de Cristian era que me olía que tenía mucho
interés en Nines. Como si le notara que estaba enamorado o que estaba esperando a
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que yo desapareciera de su vida para intentarlo él. ¿En qué lo notaba? Hum, no podría
decirlo. Tal vez en su actitud hacia mí, tal vez en la manera como la miraba o tal vez
en la deferencia que mostraba hacia ella… Qué sé yo.
Al fin y al cabo, existía la posibilidad de que se tratara de otra paranoia mía.
Porque también era cierto que Cristian se mostraba igual de deferente y solícito con
Lourdes y (sospechaba yo) con cualquier chica que se le cruzara por el camino.
Por parte de mis padres, nada que objetar, claro. No me topé con ninguna de las
preguntas que me temía. Nadie me preguntó dónde ni con quién dormiría. Nadie
aludió al dinero que costaría pasar el fin de año esquiando. Si lo pensaban, se lo
callaron. O daban por sentado que Nines tenía la obligación de pagarme todos los
caprichos, o pensaban que mi cutre negocio de detective privado de andar por casa
era más provechoso de lo que realmente era.
Pero yo sabía que, aunque tuviera el hotel pagado, surgirían otros gastos, y no
quería que Nines se hiciera cargo de ellos. Por otro lado, la cantidad de dinero que
tenía ahorrado me parecía insuficiente y no sabía cómo hacerlo para conseguir más.
Como respuesta a esta preocupación, María Gual se presentó un día en mi
despacho y me encargó un caso.
Yo estaba preparando el viaje a Floc con material de prensa sacado de mis
archivos. Estaba leyendo páginas de revistas y de periódicos que hablaban del
vampiro y de los asesinatos, cuando, de reojo, la vi entrar, guapa y espléndida,
internándose en el sótano con el aire de una princesa real visitando una leprosería.
Se sentó sin esperar a ser invitada y curioseó sin disimulo entre los papeles.
—Eh, Flanagan. Que estoy aquí. Si me miras un momento, te darás cuenta de que
soy más atractiva que todas estas fotos de cadáveres.
Me resigné a dedicarle un poco de atención.
—Ah, María. Hola. ¿Qué te ha pasado con tu novio?
Después de las vacaciones, todos sus compañeros nos vimos sorprendidos por la
actitud de María Gual. Ofrecía sonrisas ausentes a las paredes y a los techos y
cruzaba calles y avenidas sin mirar si venían coches, provocando frenazos histéricos
y chillidos de espanto.
En seguida empezó a salir con Jonathan Carretero y dedujimos que se había
colgado de él. Lo que no entendíamos era que se hubiera enamorado precisamente de
Jonathan. Quiero decir que a aquel compañero no se le conocía otro amigo íntimo que
su PC, ni otra pandilla que los diversos componentes periféricos del ordenador. Era
un enclenque con gafas y granos de acné, a menudo purulentos de tanto intentar
reventárselos antes de que estuvieran lo bastante maduros. Siempre vestía camisetas
que le iban tres tallas grandes y que le hacían parecer aún más poca cosa. Cuando le
veías colgado del brazo de aquel cacho de mujer (¡Sí, porque María se había
desarrollado mucho!), tenías que reprimir el impulso de llamar a Protección Civil
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para que vinieran a impedir una catástrofe. Pero el amor es misterioso. Ya os he dicho
que yo también estaba enamorado de una chica que no me convenía (al menos, según
las convenciones sociales).
Jonathan y María se presentaban ojerosos y medio zombis (sobre todo él) por las
mañanas, y nosotros no queríamos ni imaginar lo que podía pasar entre ellos cuando
quedaban para estudiar o pasear por las noches.
Hasta que, de repente, el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad,
Jonathan había aparecido por el cole arrastrando los pies y buscando apoyo en las
paredes. Entonces supimos que María le había dejado.
Aquel mismo día se presentó en mi despacho la mujer fatal.
—¿Mi novio? ¿Te refieres a Jonathan?
—Sí, a Jonathan.
Soltó una carcajada encantadora y perversa:
—Jonathan y yo nunca hemos estado liados. ¿Qué te has creído? ¿Por quién me
has tomado? Solo lo estaba utilizando.
Como hice una mueca de disgusto, me pidió que no le hiciera caso y me aceptó
que estaba enamorada, sí, pero no de Jonathan, si no de Deep Blue.
—¿De Deep Blue?
María se había aficionado a los chats de internet. En uno de esos chats conoció a
alguien que usaba el nick Deep Blue y enseguida se prendó de él.
Pero Deep Blue puso condiciones a su relación. El suyo tenía que ser un ejemplo
de amor cibernéticamente puro. Nada de nombres reales ni direcciones; nada de
intercambiarse fotografías ni ningún otro tipo de dato personal; nada de pensar en
llegar a conocerse algún día.
María tuvo que ceder. Y así se inició el idilio entre Deep Blue y TNT, como se
hacía llamar ella («porque soy explosiva, a que sí»). Noches enteras delante de sus
respectivos ordenadores hablando e intercambiando opiniones sobre todo lo que
ocurría en el mundo. María estaba maravillada por el encanto, el ingenio y la
capacidad de seducción de aquel hombre misterioso y desconocido. En más de una
ocasión le suplicó que anularan su pacto inicial; pero Deep Blue se negaba.
Por eso había recurrido a Jonathan. Era el que más entendía de ordenadores de
toda la clase, el hacker, el cracker o como queráis llamarle. María le miró a los ojos;
le dedicó una sonrisa melancólica y le acarició la mejilla con la punta de la uña:
«¿Me ayudarás?». Ante este contacto humano, aquel pirado que solo se relacionaba
con máquinas se fundió y se convirtió en su esclavo más fiel. Siguiendo las
instrucciones de la chica, intentó crackear la dirección IP de Deep Blue, buscó algún
agujero por el que colarse en su ordenador, acceder a sus archivos y hacerse con sus
datos personales.
—… Y lo ha conseguido, y ahora lo dejas por este Deep Blue —deduje, con
ganas de volver a mis reportajes sobre el vampiro.
—Pero qué dices. No ha conseguido nada.
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Jonathan había fracasado. Noches y noches en vela trabajando sin avanzar un
palmo. Cero. Ni la dirección IP real, ni su número de teléfono, ni agujero alguno por
el que penetrar en la intimidad de sus archivos. Al final tuvo que admitir que Deep
Blue sabía más que él, que tenía que ser por fuerza un genio en informática y que su
ordenador estaba amurallado entre firewalls y otras protecciones que lo hacían
completamente inaccesible.
Así que María le dio pasaporte al pobre Jonathan y vino a contarme su problema.
—¿Y qué quieres que haga yo? —le pregunté una vez hubo acabado su
exposición.
—Tienes que descubrir quién es y dónde vive Deep Blue.
—¿Y cómo se supone que tengo que hacerlo?
—Tú sabrás. Tú eres el detective astuto. Conecta con él en el chat. Habla con él,
tírale de la lengua, a ver si se le escapa algún dato a partir del cual puedas averiguar
su identidad.
—¿Por qué no le tiras tú de la lengua?
—No se deja. Con tu ingenio, seguro que le pillarás desprevenido.
—Bueno, a lo mejor sí, pero… ¿No se te ha ocurrido pensar que ese Deep Blue
puede ser un hombre mayor, casado y con hijos, o un drogata, o uno de esos
psicópatas de internet que salen en las películas?
—No seas idiota, Flanagan —me dijo, aguantándome la mirada para dejarme
claro que no estaba dispuesta a considerar ninguna de esas posibilidades.
—Además, en el mejor de los casos… Imagina que le localizo y tú vas y te
presentas ante él. Se enfadará. Él no quiere que os conozcáis.
—¿Enfadarse? ¿Después de verme? ¿Lo dices en serio? ¿Tú me has mirado bien?
—se escandalizó. A veces me gustaría tener tanta seguridad en mí mismo como ella.
Me encogí de hombros, «Bueno, si te empeñas…», y ella añadió—: Tú hazme el
trabajo. Es cuestión de vida o muerte.
Dicho esto, me miró a los ojos y me ofreció una sonrisa soñadora y me acarició la
mejilla con la punta de la uña.
—De acuerdo —dije. Y añadí lo que le costarían mis servicios.
No había contado con eso. Ya he dicho que su confianza en sí misma era
ilimitada.
—¿Es que que no te ponen mis caricias, Flanagan?
—Me pone más acariciar billetes de curso legal. —De vez en cuando, si eres
detective, va bien soltar alguna frase lapidaría. Ayuda a mantener la imagen—. La
mitad por adelantado.
—Ja, ja. Cada día que pasa eres más divertido, Flanagan.
—Como quieras. Si lo prefieres, seguiré mirando fotos de cadáveres.
El hecho de que María pagara da idea de lo colgada que estaba por aquel fulano.
Con el dinero que me adelantó, completé una cantidad mínima para ir a esquiar.
Pero eso me obligó, aquella misma noche, a entrar en el servidor de IRC al que
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accedía Deep Blue. Me registré con el nick Brigid y empecé a mostrarme «seductora
e interesante» con él.
Johnny Flanagan travestido en la red.
De momento, prefiero no entrar en detalles.
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El cuarto asesinato, el de Montserrat Navarro, ya merecía editoriales de protesta,
cartas al director de habitantes de la zona que afirmaban que la policía no actuaba con
la misma eficacia con que habría actuado si los crímenes se hubieran producido en la
ciudad; entrevista a un comandante de la Guardia Civil que aseguraba que tenían
muchos indicios que, con toda seguridad, les permitirían atrapar al asesino en menos
de veinticuatro horas.
—¿Y cuánto tardaron en detenerlo? —preguntó Cristian, que distribuía su
atención entre la conducción del coche y el relato.
—No… No tardaron mucho —dije mientras comprobaba fechas en los recortes de
prensa—. Este cuarto crimen se cometió a finales de diciembre, el día treinta…
—¡Vaya! —exclamó Nines—. ¡Qué casualidad! Precisamente hoy se cumplen
dos años.
—… Y al pastor le pillaron el día dos de enero.
—¡Bah! —bufó Cristian con desdén—. Se lo inventaron. Cogieron al primero que
se les presentó. ¿Tú crees que un guarda civil de una aldea de montaña es Sherlock
Holmes?
—Hombre… Dicen que subieron expertos de Lleida y de Barcelona…
—¡No, hombre, no! —insistía Cristian—. Apuesto lo que quieras a que le
colgaron el marrón a este pobre pastor, ya fuera por equivocación o por mala fe, para
ocultar al auténtico asesino. Imagina que fuera un tío rico del pueblo. El alcalde, ese
tal Oller que es descendiente del vampiro. ¿Por qué no? A lo mejor también él es
vampiro. Estas cosas vienen de familia, se llevan en la sangre, ja, ja… O el mismo
comandante de la Guardia Civil… Le colgaron el marrón, seguro. Que te lo digo yo.
—Bueno, el caso es que, cuando le pillaron, se acabaron los crímenes.
—Porque al auténtico asesino le calmaron, le dieron unos capones. «No lo hagas
nunca más, ¿eh? ¿Nos prometes que no lo volverás a hacer?»…
Hice un gesto de incredulidad y volví a la lectura.
—Montserrat Navarro apareció muerta en una habitación del hotel de las
Cumbres, el único hotel del pueblo. Es propiedad de ese que decías, Jerónimo Oller,
el descendiente del supuesto vampiro de la Edad Media y el hombre que se había
inventado la leyenda con vistas a hacer negocio. «¡Es la ruina!», el titular reproduce
sus palabras. «¡Los crímenes de este loco, además de segar vidas de gente inocente,
llevan al pueblo a la ruina!».
La foto de Jerónimo Oller mostraba a un hombre muy delgado, de unos cincuenta
años, con cara de quejica y aire de déficit de energías. Si era un vampiro, como
sugería Cristian, tenía serios problemas para conseguir su ración diaria de
hemoglobina. Me recordó aquel chiste de mal gusto sobre el vampiro que no tenía a
quien morder y sobrevivía a base de… bueno, da igual, olvidadlo. Al lado se veía la
foto de la tal Montserrat Navarro, una mujer mayor, con cara de mal genio, nariz
grande, boca de rana y pelos en la barbilla.
—Montserrat Navarro era del pueblo vecino, de Abellers. —Recorrí las páginas
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de Reportaje, a todo color. Allí se ampliaba la historia de todas las víctimas—. Llegó
al hotel de las Cumbres el día 29 de diciembre y pidió la mejor habitación. A la
mañana siguiente la encontraron muerta en su habitación, que estaba en la planta
baja, a pie de calle. Una camarera oyó gritos y aporreó la puerta, que estaba cerrada
por dentro. El asesino había entrado y salido por la ventana.
Por fin llegábamos a la gran noticia de la detención del Pastor Asustado. La
fotografía de un hombre famélico, mal afeitado, huesudo, en medio de dos guardias
civiles, esposado, que miraba al objetivo con ojos muy desorbitados, como si el
fotógrafo fuera, en realidad, un pelotón de ejecución. Vestía un impermeable rojo y
enorme, de aquellos que hacen pensar que el que lo lleva es jorobado, porque
envuelven a la persona por encima de una mochila bien cargada. El impermeable era
como una capa agitada por el viento alrededor de su figura grotesca. Habría resultado
un poco épico, de no ser porque llevaba la capucha muy ajustada bajo la barbilla,
marcándole exactamente el volumen de la cabeza, y porque usaba pantalón corto, de
verano, medias blancas y alpargatas atadas con cinta hasta la rodilla. Le habían
sorprendido gritando y se veía que le faltaban los incisivos superiores, lo que daba a
su dentadura un aspecto extraño, como quebrado, y hacía pensar en un vampiro. «Un
pastor asustado mata a cuatro personas». Se llamaba Blas Bonnot, tenía veintidós
años y se pasaba tres cuartas partes del año solo, en la montaña, con los rebaños del
pueblo. En invierno no se sabía bien dónde vivía: a veces pasaba las noches en una
casa ruinosa, en Floc.
Lo detuvieron cuando intentaba sumar su quinta víctima: Isabel Oliver, la
empleada de correos del pueblo, que iba en su moto. Aquella era la secuencia que yo
recordaba perfectamente y que ya había contado. La chica, alta y fuerte, de risa
descarada y ojos orientales, tenía un par de cortes en el brazo, pero decía que no era
nada. Mientras gritaba pidiendo auxilio, había agarrado al pastor por el pelo y le
había propinado unos cuantos puñetazos que le habían hecho saltar los incisivos.
—Tenemos que hablar con esa chica —dijo Cristian—. ¿Os imagináis que fuera
la asesina? Mira, Flanagan, a ver qué te parece esto: es ella quien atacó al pobre
pastor. Es él quien grita y, entonces, ella le da la vuelta a la tortilla. «¡Me ha
atacado!», dice, «¡Es el vampiro!». El pastor pone cara de tonto. ¿Quién le iba a hacer
caso? Lo detienen y le cuelgan el marrón. Y ella se salva por el morro.
—Te recuerdo que hubo pruebas contra este Blas Bonnot. La fórmula dental…
—¿Pero no dices que ella le rompió los dientes? Pues la fórmula dental a tomar
viento…
—No, hombre, no —dije, un poco cansado—. Hubo un juicio, con abogados y
acusadores y fiscales y testigos de verdad, Cristian.
—Pues yo opino que tenemos que hablar con esta última víctima. ¡Aunque solo
sea para ligármela, jajaja!
Nines me miraba, riéndole la gracia, como para convencerme de que yo también
me riera, de que tratara de verle a Cristian su lado positivo.
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—Pediremos que nos dejen alojamos en la habitación donde mataron a la última
víctima, ¿verdad? ¿Qué os parece? ¿Quién quiere dormir en la habitación del crimen?
¿Tú te atreverías, Flanagan?
Ya salía el tema del lugar donde dormiríamos. Fingí que me daba igual. Tendría
que haber dicho: «Yo dormiré donde sea, con tal de poder escoger con quién
comparto la habitación». Pero no lo dije. Me limité a esbozar una leve sonrisa de
compromiso.
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personal. ¿Os habéis fijado? Subvierte el esquema clásico de conocer a la gente desde
fuera hacia dentro. En este caso, primero conoces el interior de la persona, su forma
de ser y de pensar y, más adelante, en segundo término, si te entiendes con ella,
cuando ya existe química entre los dos, accederás a su aspecto físico, que es menos
importante. —Y como corolario de esta teoría tan elaborada—: ¿Me dejarás mirar
mientras hablas con ese tío?
—Ni en sueños.
—¡Que sí, hombre, que sí! —se apuntó Cristian—. ¡Hagamos que Brigid se le
insinúe, le ponemos a cien, le proponemos hacer cibersexo!
—Menos aún.
—Pues bien que le dejas curiosear a Nines.
—Nines me asesora. No es tan fácil hacerse pasar por una chica.
Fernando se echó a reír:
—No me provoques, Flanagan. ¿Qué nick has dicho que utilizabas? ¿Brigid?
¡Mira que, a la que te despistes, me lo pongo y me hago amigo de ese Deep Blue!
—El nick está registrado. Solo puedes utilizarlo facilitando una contraseña.
—¿Y cuál es la contraseña de Brigid?
—Ja, ja.
—Bueno, bueno, como quieras. No te enfades, hombre.
Llegando a Abellers nos abrumó la belleza del paisaje. Montañas gigantes se
erigían imponentes a nuestro alrededor y, avanzando por el fondo de un húmedo
desfiladero de paredes altísimas, bordeando un río por el que se podría hacer rafting,
detrás de cada curva nos esperaba una nueva sorpresa. Aquella aldea medieval en lo
alto de la cumbre más inalcanzable. «¿A quién se le ocurre ir a edificar un pueblo allí
arriba?». Fernando hablaba de la invasión de los árabes, de campesinos atemorizados
que buscaban refugio en los lugares más escarpados, aunque eso les obligara a hacer
bancales que eran una filigrana, a arar por tierras rocallosas y hacer una auténtica
escalada cada vez que volvían a casa.
En seguida apareció la nieve, a ambos lados de la carretera, las amplias
extensiones blancas donde en primavera todo era verdor, las señales de tráfico con el
cristal de hielo, los postes indicadores del nivel de nieve en la cuneta. El día era gris,
triste, poco exultante y pinceladas de bruma borraban, aquí y allá, el paisaje.
Abellers era más grande y más bullicioso de lo que había imaginado. A primera
vista, parecía un pueblo recién estrenado. Muchos edificios de pisos y chalés con
jardín que no tendrían más de dos o tres años. Desde la construcción de las pistas de
Termals la zona se había puesto de moda, y esto significa que se había edificado
mucho y que se había especulado muchísimo con aquellos terrenos. Tiendas de ropa,
bares de diseño, macrodiscotecas y, sobre todo, por todas partes, referencias al
deporte del esquí. Alquiler de equipo, escaparates con motos de nieve, grandes
fotografías de jóvenes practicando el snowboard, paneles luminosos donde se
anunciaba la temperatura ambiente y qué pistas estaban abiertas y por qué carreteras
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era preciso el uso de cadenas.
A la salida del pueblo, un cartel indicaba que quedaban siete kilómetros hasta las
pistas y doce hasta Floc. Durante siete kilómetros aún tuvimos buena carretera. Hasta
que encontramos la desviación hacia Termals, donde el asfalto nuevo y reluciente
giraba hacia la montaña nevada y trepaba por ella con curvas elegantes que se perdían
entre los pinos.
La carretera que continuaba hacia Floc, en cambio, se hacía repentinamente
estrecha y alfombrada de baches. El asfalto estaba cuarteado por efecto del frío y en
algunos, puntos incluso había desaparecido. Había tramos donde hileras de abetos
enormes casi desbordaban las cunetas. Aquel recorrido daba un poco de miedo,
aquellos túneles de sombras negras en pleno día despertaban sensaciones
claustrofóbicas. La aldea quedaba en el fondo del valle, en una especie de callejón sin
salida, y realmente resultaba absurdo hacer los cinco kilómetros adicionales por un
terreno tan abrupto hasta Floc, pudiendo quedarse a pernoctar en Abellers, donde
había tantas comodidades.
—¡Mirad! ¡Aquello debe de ser el castillo! —exclamó Nines.
A la derecha, por encima de los árboles blanqueados, se veían unas piedras que se
nos antojaron muy oscuras, casi negras. Abrí de nuevo la carpeta del caso del Pastor
Asustado y, en los recortes de la revista Reportaje, localicé la foto de lo que allí
denominaban «castillo del vampiro». Sí: debía ser el mismo. No creía que hubiera
muchas ruinas medievales parecidas por los alrededores.
—¿Qué es eso? —preguntó Fernando señalando una parte de la construcción
estrecha y alta que, en medio de las ruinas, señalaba el cielo como un dedo artrítico
de piedra.
—Una chimenea —dije, porque aquello era lo que decía el texto—. Se derrumbó
aquella parte del castillo y, sorprendentemente, quedó en pie la chimenea por donde
parece que el conde Oller, el vampiro, salía de noche para chupar la sangre del
vecindario.
—¡Qué chorrada! —exclamó Cristian, muy poco respetuoso—. ¿Por qué no salía
por la puerta? Tenemos que hablar con el que se inventó todo esto. ¡Para decirle que
podría haberle puesto más imaginación, hombre!
—Eh —dijo Nines. Y tal vez lo malo fue que se le ocurrió a ella—. ¿Subiremos al
castillo? Tendremos que subir, ¿verdad?
Yo iba a contestar que sí, naturalmente, pero Cristian metió baza:
—De noche —dijo.
—¡Uy, no! —exclamó Nines—. ¡Qué miedo!
—¡Yo, ni loco! —dijo Fernando, riendo.
Y yo pretendía decir algo así como «¡Ni de coña!», «Sería de locos» o algo por el
estilo, cuando Cristian me dirigió una rápida mirada por el retrovisor.
—Qué, Flanagan. ¿Tú tampoco tendrías huevos para subir al castillo esta noche?
—No, no —murmuré tímidamente.
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Ya he dicho que tal vez lo malo fue que la idea surgiera de Nines. Si se hubiera
tratado de un desafío abierto de Cristian o de Fernando, me habría negado por
principio. Pero en un primer momento tuve miedo de decepcionarla. ¿Flanagan,
vencedor de traficantes de droga y asesinos y violadores y delincuentes de todo tipo
iba a tener miedo ahora de un vampiro de pega?
—Vamos, Flanagan, no me dirás que tienes miedo.
—¿Miedo? No.
—Pues a ver: ¿a que no subes al castillo esta noche?
—¿Con el frío que hará?
—Te hemos traído ropa adecuada.
Pensé: «Me han traído ropa adecuada porque tenían el plan preparado de
antemano».
Tenéis que perdonar mi paranoia. Como he dicho antes, unos amigos de Nines ya
me habían gastado una bromita de muy mal gusto en Sant Pau del Port y estaba
preparado para lo peor. Por eso, en vez de decir: «No, ni hablar», contraataqué y dije:
—¿Y tú, Cristian? ¿Subirías?
—Pues claro que sí. Subimos los dos. Esta noche. ¿Qué te parece?
No sé si podréis entender que no fuera capaz de oponerme a ello. No recuerdo
que Cristian fuera especialmente agresivo o convincente. Cuando lo pienso, casi me
veo a mí mismo poniéndome la soga al cuello. Me pilló desprevenido que Cristian
aceptara a pasar el reto del terror y mi respuesta ulterior no fue nada meditada. Si él
también subía, no podía ser una broma. O, aunque lo fuera, yo podría controlar al que
me la quería jugar. O, en todo caso, si no era una broma, siempre seria mejor pasar la
noche en compañía que pasarla solo.
—Bueno —dije.
—¡No seáis locos! —gritó entonces Nines—. ¡No hagáis tonterías! No lo decís en
serio, ¿verdad?
—Pues claro que lo decimos en serio —dijo Cristian—. ¿A que lo decimos en
serio, Flanagan?
—Si tú subes, yo subo —dije, como un imbécil.
Tomamos una curva y apareció el pueblo de Floc.
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Si pretendía impresionarnos, lo acababa de conseguir. Nos quedamos mudos.
Hasta el Golf, que Cristian había dejado al ralentí, se caló con un súbito estertor.
—¿Y… están vigilando por si acaso viniera por aquí? —preguntó por fin
Fernando.
—Aquí nació, aquí vivía. Lo más probable es que venga a buscar refugio en estas
montañas que conoce tan bien. —Dicho esto, satisfecho porque se nos había
cambiado el color de la piel como si la nieve se reflejara en ella un poco más que
antes, el guardia se incorporó y nos hizo la señal de que podíamos continuar el viaje
—. Venga, circulando. Y si veis algo, nos lo decís. Tenemos el cuartelillo en Abellers.
Cristian puso en marcha el Golf y recorrimos los quinientos metros que nos
separaban de la plaza del pueblo, donde moría la carretera, en perfecto silencio.
El coche entró en el pueblo casi rozando los muros de un callejón muy estrecho
que desembocaba en una plaza con arcos torcidos a la derecha y un abrevadero para
el ganado, una cosa muy medieval, y con el hotel de las Cumbres a la izquierda.
Delante, por encima de los tejados de las casas antiguas, de las eras y los corrales, se
podían ver unas montañas nevadas formidables.
El hotel era una casa solariega de tres pisos que nos habría parecido muy bonita si
su propietario no se hubiera empeñado en modernizarla y embellecerla. En un primer
intento, había encalado las paredes y había puesto puertas y marcos de ventanas de
madera clara muy barnizada, como si quisieran remarcar que aquella construcción no
tenía nada que ver con las que la rodeaban. El responsable de este atentado estético se
había atrevido incluso a colocar un cartel luminoso, de neón, que por la noche debía
de herir la sensibilidad del público en general. «Hotel de las Cumbres». Como
aquellas reformas no habían conseguido llenar el establecimiento de excursionistas, el
propietario desaprensivo había añadido elementos de película de terror que debían
hacer pensar a los visitantes que habían llegado a tierra de vampiros. Gárgolas en el
alero del tejado, adornos de hierro forjado, retorcido y puntiagudo en las ventanas de
la planta baja y en la puerta, y un crucifijo barroco bien visible incrustado en el
encalado de la pared.
Junto a la puerta vi el típico cartel de «No se admiten perros». Algún gracioso
había añadido a rotulador el dibujo de un vampiro de tebeo que babeaba mientras
acercaba sus colmillos a la silueta del perro.
El Nissan de Román estaba aparcado en la plaza. Nos habían adelantado.
—Bueno —dijo Nines mientras descargábamos las maletas—, esa excursión
nocturna al castillo queda anulada, ¿eh?
—Ni hablar —dijo Cristian sin perderme de vista—. Ahora será aún más
emocionante, ¿no te parece, Flanagan?
—Con tanto control policial no creo que haya peligro —dije, eludiendo el sí o el
no—. Si viene por aquí, seguro que le pillan.
—Pero ¿es que sois idiotas? —se enfadó Nines—. ¿Os creéis que ese loco va a
venir en coche? ¡Es absurdo que la Guardia Civil esté controlando las carreteras! ¡Ese
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tío debe ir campo a través, por aquellos bosques que hemos visto!
—Nines tiene razón —intervino Fernando—. Habiendo la posibilidad, aunque sea
remota, de que ese loco aparezca por el castillo, es una imprudencia ir allí de noche.
—Pero no creo que vuelva al castillo —yo pensaba en voz alta—. De hecho, él no
vivía en el castillo. Irá a las montañas donde guardaba las vacas, o a la casa del
pueblo donde dormía. Según se vio en el juicio, no es una persona demasiado
inteligente…
—¡Pues por eso mismo es probable que vaya al castillo! —se exasperaba Nines
—. ¡Porque es una persona trastornada y las personas trastornadas salen por donde
menos te lo esperas!
Pensé: «Tiene razón».
Dije:
—Pues más a mi favor. Como todo el mundo le espera aquí en el pueblo o en el
castillo, esos son los dos sitios donde una persona trastornada tiene menos
posibilidades de ir. Tú lo has dicho.
Nines me fulminó con una mirada irritada. Me estaba gritando por telepatía:
«¿Serás tan imbécil como para ir al castillo? ¿Lo dices en serio?». Y yo hice una
mueca de imbécil que no significaba nada, pero que podía ser interpretada de varias
maneras diferentes.
¿Qué me estaba pasando? ¿La provocaba? ¿Quería demostrarle algo? ¿Estaba
provocando a Cristian?
Bah, no nos engañemos. Si me he metido en todos los líos en que me he metido,
ha sido porque algún gusto debo encontrarle, ¿verdad? No me han salido todos al
paso, sin querer. Debo ser un poco adicto a la adrenalina, será que me gusta ponerme
a prueba o demostrarme vete a saber qué. Será que quería demostrarle a Cristian que
él podía ser más rico que yo, pero que yo sin duda era más valiente. ¿He dicho qué,
además de rico, Cristian era alto, casi metro noventa, mata de pelo rubio, ojos azules,
más o menos la clase de pájaro que deben de imaginar las chicas cuando leen novelas
románticas? Me atraía la idea de verle cagado de miedo mientras yo aguantaba el tipo
a su lado. También me gustaba ver a Nines tan asustada y preocupada por mí. Ella
diciendo: «¡No vayas, Flanagan, no vayas!», y yo sonriendo como un héroe de
película antigua, aquellos Robert Taylor o Errol Flynn tan engreídos, tan
perdonavidas. «Tú déjame a mí, muñeca».
—Vamos, vamos —dijo Fernando, impaciente—. No discutáis, que es tarde y
tenemos que ir a esquiar.
Entramos en el vestíbulo del hotel. Nines ponía mala cara y evitaba mi mirada. Y
entonces me di cuenta de que no estábamos en la buena armonía apropiada para
decidir quién dormía con quién.
La decoración interior empeoraba la sensación que te había provocado la exterior.
Candelabros de hierro forjado representando dragones de rostro feroz, pesados
cortinajes de terciopelo granate, armaduras herrumbrosas con alabardas capaces de
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segar una cabeza de un solo tajo, velas con la cera fundida por encima de los
muebles. Colgada sobre la chimenea, una cabeza de jabalí apolillada mostraba unos
dientes de ciencia ficción. Y presidiendo la sala, un cuadro, un bodegón que
inmortalizaba a un par de pescados muertos. Aunque era muy grande, no llegaba a
tapar en su totalidad la mancha pálida en la pared que había dejado otro cuadro
colgado allí anteriormente. Me dio por imaginar que, hasta que se produjeron los
asesinatos, allí había estado el retrato del «vampiro medieval» y que fue cambiado
precipitadamente cuando la leyenda dejó de ser un reclamo turístico para convertirse
en un estorbo.
El hotel olía a ropa polvorienta y a naftalina, a sitio poco aireado y poco utilizado.
No era la imagen de la prosperidad.
No vimos a Román y Lourdes. ¿Dónde se habían metido?
Una puerta lateral de doble batiente comunicaba el vestíbulo con el comedor del
establecimiento. Allí, un denso aroma a café con leche y a pan recién tostado se
imponía a los olores rancios. Algunos huéspedes estaban desayunando; había siete u
ocho, y todos, excepto una mujer joven, participaban en una conversación general,
mucho más interesados en debatir las noticias sobre el Pastor Asustado que en su
bollería y sus zumos de naranja. Más que personas de vacaciones, parecían un comité
de crisis.
—… Pues los Durán y los Ezquerra se marcharon anoche; a las once, tan pronto
como se supo la noticia de la fuga… —decía en aquellos momentos un señor de pelo
blanco, al que (tal vez lo imaginé) le temblaba un poco la taza de café que tenía en la
mano.
—Claro, como tienen niños pequeños… —les justificaba otro.
—¿Se sabe si han llegado a Barcelona? —preguntó una señora de mediana edad
que compartía mesa con otras dos idénticas a ella.
—Ah no, no sé nada.
—¡Dios mío! ¡No han llegado a Barcelona!
—¡Les ha pillado el vampiro por el camino! ¡Pobres criaturas!
—Que no, que no he dicho eso, que no lo sé…
—Ay, yo no he pegado ojo en toda la noche…
—Tranquilos —dijo muy esperanzada otra señora con marcado acento de
Barcelona—. Tengo entendido que ese loco solo asesina a gente de la comarca…
—¿Y Lavinia? ¡Lavinia era de Barcelona!
Me fijé en una mujer joven que estaba sentada ante un desayuno cien por cien
integral. Pelo negro, muy recogido, gafas sin montura apoyadas en una nariz
prominente y curvada, que la dotaba de un perfil muy aerodinámico, como de ave
rapaz. Si me fijé en ella, no fue por su físico, ni por sus preferencias gastronómicas,
sino porque miraba a los demás con cierta hostilidad, como si estuviera harta de
oírlos.
No habían advertido nuestra presencia. Ahora, las trillizas de mediana edad, que
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parecían solteras o divorciadas, informaban de lo que ocurría a unos franceses, un
matrimonio joven y tímido, con la ayuda de un diccionario y de un amplio repertorio
de mímica.
—C’est un assassin! Tout d’abord il te coupe la… la… —La mujer no recordaba
cómo se decía cuello en francés y la pareja contenía la respiración esperando que les
aclararan qué era lo que cortaba el psicópata.
—La gorge! —apuntó la que consultaba el diccionario.
—La gorge! —repitieron los dos franceses a dúo, horripilados.
—… et après —continuó la del diccionario, que ya había tomado carrerilla— les
veines des poignets…
—… et il te suce jusqu’à la moelle, comme ça! —remató la tercera. Y sorbió
ruidosamente su zumo de naranja convencida de que una imagen vale más que mil
palabras.
—¡Pues a mí ya puede venir a buscarme ese animal psicótico! —intervino un
joven barbudo, sacando pecho y blandiendo el cuchillo de la mantequilla con tal
fiereza que la chica francesa estuvo a punto de desmayarse del susto—. ¡Que venga,
hombre, que venga y hablaremos!
La joven del desayuno integral se incorporó bruscamente, sorprendiendo a todos,
incluso a mí.
—Basta ya de sandeces, ¿no? Blas es buena persona. Le volvieron loco entre
todos, pero no es un animal ni un psicótico. —Aprovechó el silencio creado por su
exabrupto para añadir—: Y, además, si tienen tanto miedo, ¿por qué no se largan?
Sin esperar respuesta, dio media vuelta, pasó entre Cristian y yo y desapareció
hacia las escaleras, dejando atrás un coro de exclamaciones compungidas: «¡Pero,
Carlota, no se lo tome así!», «Pero, Carlota, ¿cómo puede decir eso?».
Nosotros también salimos al vestíbulo.
—¿Has visto a esa pájara? —me susurró Cristian—. Habrá que investigarla
también. Su actitud es muy sospechosa…
—Claro, claro. Se llama Carlota. Apúntala en la lista de sospechosos. En la ce —
le dije para seguirle la corriente. Y a Nines y Fernando, que seguían en el vestíbulo
—: ¿Y la parejita?
—Ahí vienen.
Lourdes y Román bajaban por las escaleras que llevaban a las plantas superiores.
Hacerlo mientras se morreaban y sin sujetarse a la barandilla me pareció una muestra
de habilidad notable, digna de una pista de circo.
—Nosotros ya tenemos habitación —anunció Lourdes, dejando bien claro que
pensaba compartir el dormitorio con su acompañante.
De pronto, desde el pasillo que se abría bajo la escalera, al lado del mostrador de
recepción, nos llegaron unos gritos. Era una voz airada, de mujer muy enfadada, que
no invitaba a la interrupción, de manera que nos quedamos tiesos, esperando a que
escampara la bronca. Aproveché para acercarme a Nines y, muy inseguro, casi
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tembloroso, abrazándola por la cintura y en voz baja, le dije:
—Tú y yo en la misma habitación, ¿eh?
(¡No os podéis imaginar cómo me costó pronunciar aquellas palabras!).
Ella contestó mirando hacia otro lado y rehuyendo mi mano:
—Da igual. Tú te irás a dormir al castillo…
Me quedé pasmado. No había contemplado aquel inconveniente. ¿Qué demonios
me ocurría? De pronto me enfurecí. Conmigo mismo y con el provocador de Cristian.
¿Y si aquel pájaro me había retado precisamente para alejarme del dormitorio de
Nines?
Y mi furia aumentaba cuando me daba cuenta de que no podía echarme atrás. Si
Cristian insistía, aquella noche no me quedaría otra alternativa que ir a hacer el tonto
al castillo del vampiro.
Para hacer algo, me dirigí hacia el pasillo y hacia los gritos de la mujer iracunda.
Estaba dispuesto a hacerla callar gritando más que ella, si era preciso. Al menos, de
aquella manera me desahogaría.
Al acercarme, oí una vocecita de hombre tímido que balbuceaba:
—Pero una foto, solo le pido una foto…
—¡Que le digo que aquí no se puede entrar! ¿Cómo tengo que decírselo para que
lo entienda? ¡Prohibido entrar en el despacho, y punto!
—Pero si entro con usted…
—¡Ni conmigo ni con la pareja de la Guardia Civil! ¡Que no, hombre, que no!
Era un pasillo estrecho con habitaciones a ambos lados. Delante de la puerta que
lucía el número trece vi a una mujer alta y a un hombre grasiento, bajito y encorvado.
Me deslumbró ella, con su cabellera rubia recogida en una coleta, sus ojos
enormes, sus labios gruesos y su cuerpo tan curvilíneo. Me deslumbró por todos los
motivos que acabo de enumerar, pero también porque la recordé haciéndome un
guiño. Cuando la conocí, dos o tres años atrás, solo iba vestida con un tanga
minúsculo y dos estrellitas del tamaño de una moneda pequeña estratégicamente
colocadas[3]. Entonces yo era un mocoso y aquella visión me había emocionado y
seguramente la recordaré en el momento de mi muerte. Elena, se llamaba Elena.
Vestía un jersey de lana de colores y unos pantalones de licra, pero era la misma, no
podía haber dos diosas gemelas en la Tierra. En lugar de decir «Oiga» o «¿Podría
atendernos?», me limité a pronunciar su nombre:
—Elena.
Ella desvió la mirada del hombre que quería hacer una foto y me hizo feliz con
una sonrisa deslumbrante:
—¡El sobrino de Mandrake! —exclamó.
Se me echó encima, me abrazó, me dio un beso en cada mejilla.
—¿Qué haces por aquí?
—Hemos venido a esquiar…
—¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Qué mayor te has hecho!
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El último comentario se lo podría haber ahorrado. Es la frase tópica que los
adultos dicen a los niños y marcaba demasiada distancia entre ella y yo. Establecía un
sistema de categorías entre nosotros que se me antojaba deprimente.
—Venga, vamos fuera…
—Un momento —me resistí. Y le puse la mano en la nuca al hombre grasiento,
bajo y encorvado que, aprovechando la distracción de la chica, se disponía a abrir la
puerta de la habitación número trece—. ¡Eh, amigo! ¿No le han dicho que aquí no se
puede entrar?
—¡Señor Pabarre! ¿Qué le he dicho?
Entonces vi la cara del hombre. Tiempo atrás había tenido un cabello lacio, rubio
y brillante y cara de niño consentido y un poco travieso, pero desde entonces se le
había caído mucho pelo y había bebido mucho alcohol. Le quedaban cuatro pelos
amarillos pegados al cráneo y el rostro se le había vuelto rojo y abotargado, con
bolsas debajo de los ojos y aquella expresión de desamparo que causa tanta
compasión cuando la ves en las personas sin hogar que recogen cartones de los
contenedores. Te entraban ganas de tomarlo del brazo y ayudarle a cruzar la calle o a
sentarse.
—Solo una foto —suplicaba—. Solo una foto para mi libro…
—¡Salga de aquí!
Elena, que estaba harta de aquel individuo, lo empujó hacia el vestíbulo, donde
nos esperaban Nines, Fernando, Cristian y la pareja de besucones. Se sorprendieron
un poco al ver que Elena y yo llegábamos hablando animadamente. Los chicos se
quedaron boquiabiertos por un motivo (el físico de la mujer que me acompañaba) y
Nines por otro (la familiaridad con la que Elena y yo nos tratábamos), pero todos nos
mostraron las amígdalas.
—¿Aún eres detective?
—Es mi manera de sacar dinero para mis gastos.
—Cuando nos conocimos, te habías metido en un buen lío…
—Siempre me meto en líos. Ahora mismo, si estamos aquí y no nos hemos
quedado en Abellers, es para ver qué pasa con vuestro vampiro…
Después me di cuenta de la falta de tacto de mis palabras. Quedaba claro que, de
no ser por la leyenda del vampiro y los crímenes, habríamos ido a cualquier otra
parte.
—Eh —Cristian reclamaba atención—. ¿Puedes damos la habitación trece? —
Elena le miró sin comprender—. ¿No es la habitación donde se cometió el crimen?
—Ah, sí —reaccionó ella—. No. Está cerrada. Quiero decir que ya no es una
habitación del hotel. Trasladamos allí el despacho porque… —Dudó. Iba a explicar
algo más detallado, pero consideró que no valía la pena y optó por hacer un resumen
—: Bueno, a la gente le daba repelús dormir donde habían asesinado a Montserrat.
—Lástima. Bueno, pues necesitamos dos habitaciones dobles. —Y Cristian lo
confirmó mirándonos significativamente a Nines y a mí—: Dos dobles, ¿no?
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Solté un suspiro fatalista. Qué más daba dobles que individuales. Nines dormiría
sólita mientras nosotros íbamos a tomar el fresco al castillo.
—Y tú, ¿llevas mucho tiempo aquí? —le pregunté a Elena mientras nos hacía
rellenar los formularios y nos buscaba las llaves de las habitaciones—. La última vez
que nos vimos…
Hizo una mueca simpática para hacerme entender que prefería no hablar de su
pasado delante de extraños. No le hacía gracia que se supiera que nos habíamos
conocido entre bastidores de un music-hall llamado La Rive Gauche, cuando salía a
bailar con un vestuario que cabría dentro del puño de un bebé.
—Las cosas han cambiado mucho. Conocí a Jerónimo y nos casamos. Jerónimo
es el amo de este hotel y el alcalde del pueblo. Jerónimo Oller.
A mí me pasó fugazmente por la cabeza el recuerdo de la foto de Jerónimo Oller.
Una imagen triste y poco estimulante, si la contrastabas con la de Elena.
—¡Vaya! —intervino Fernando, admirado—. Tu marido es el que tuvo la idea
genial del vampiro, ¿no?
—Sí, en mala hora. Y ahora solo faltaba que ese loco se escapara del manicomio.
Mirad: habitaciones veintidós y veintitrés, en el primer piso. No hay ascensor. El
guardaesquíes está en el sótano.
—¿Hay teléfono en las habitaciones? —pregunté, consciente de que necesitaba
una conexión para poder hablar con Deep Blue a través del ordenador de Nines.
—Sí. Ah, por cierto: los móviles tienen la cobertura un poco justa. Si hay buen
tiempo, podréis utilizarlos, pero cuando tenemos tormenta no sirven para nada.
No daba muestras de haberse dado cuenta de que Nines y yo íbamos a compartir
habitación. Como si fuera lo más normal del mundo.
Mientras subía las escaleras, notaba flojera en las piernas.
—Ostras, ¿lo habéis visto? —comentaba Fernando, maravillado—. ¡Aquel tío era
Pabarre!
—¿Quién es Pabarre?
—Sí, hombre, Carlos María Pabarre, un escritor famoso. Bueno, el famoso era su
padre, el novelista, poeta, ensayista, cronista de los años veinte y treinta en
Barcelona. El famoso Armando Pabarre. Este es un erudito, crítico literario y
tertuliano.
—Ah, sí —contestamos vagamente, sin ocultar nuestra ignorancia.
—Le dieron no sé qué premio millonario y ahora le acusan de plagio. Se ve que
copió palabra por palabra párrafos enteros de una novela que un joven le había
enviado para pedirle su opinión.
—Ah, sí.
—Venga, rápido, que llegaremos tarde a las pistas.
—Vale, vale. Tenemos todo el día para esquiar, ¿no?
—Si no nos damos prisa, encontraremos cola en los arrastres…
Aquellas prisas nos dejaban poco tiempo para ocupar las habitaciones, hacer uso
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del lavabo y ponemos la ropa de esquiar. Tuve que hablar con Nines mientras
hacíamos otras cosas; nada de besitos de reconciliación, ni un abrazo, ni un mirarnos
a los ojos para demostrarnos que nuestros sentimientos continuaban intactos.
Ella se fue a cambiar al baño y yo lo hice en la habitación, estratégicamente
colocado de espaldas a la puerta para que, si salía de repente, no pudiera ver el color
de mis calzoncillos.
—Ahora no puedo echarme atrás —dije—. ¿Lo entiendes? ¿Verdad que lo
entiendes?
—No, no lo entiendo —contestó ella desde el interior del cuarto de baño—. Son
chorradas que hacéis los hombres. No sé qué queréis demostrar.
—Nines, no tiene nada que ver con Cristian. La verdad es que me hace ilusión
pasar una noche en el castillo, a ver qué pasa.
—Sí, a ver si os asesina un loco.
—Mira, no se me había ocurrido, pero cuando Cristian lo ha propuesto, he
pensado: «Jo, sí que sería emocionante», y ahora subiría aunque fuera solo, aunque él
no me acompañara. He estado pensando en pasar de todo, pero no puedo…
¿Por qué mentía? En el fondo, si iba, era solo por no arrugarme delante de
Cristian. Ahora que sabía que el Pastor Asustado se había fugado, no podía negar que
era peligroso. Que había una posibilidad, por mínima que fuera, de que nos lo
encontráramos en el castillo.
Ya estábamos vestidos con aquellas ropas de nailon tan ajustadas y tan calurosas.
Las que llevaba yo creo que eran las que había llevado Fernando la temporada
anterior. Nines estaba guapísima. Y nos encontramos cara a cara, ante la puerta.
Le puse una mano en la mejilla para hacerme perdonar, y ella me sonrió.
—Soy Flanagan, ¿te acuerdas? Y hace mucho tiempo que no vivo emociones
fuertes. Me gustan este tipo de cosas, no lo puedo evitar.
—¿Qué más no puedes evitar? —preguntó.
Sonrió y, para no delatar que nos habíamos ruborizado, acercamos nuestros
rostros y nos besamos suavemente en los labios.
—Pensaba que habrías preferido otro tipo de emociones… —dijo ella, tan dulce.
Yo tenía ganas de darle más besos y estaba a punto de perder la cabeza y decirle
que pasaba de ir al castillo y de esquiar; y que no quería moverme de aquella
habitación, pero entonces llamaron a la puerta y el vozarrón de Cristian dijo:
—¡Venga, pareja! ¡Que después no tendréis fuerzas para esquiar!
Nos dimos un último beso, dulce y prometedor, y abrimos la puerta y salimos
como si nada.
Yo no tenía ganas de ir a esquiar.
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Esquí
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Cristian, que era mucho más alto que yo.
Después de arrancar un par de ojos, con el consiguiente y engorroso conflicto de
tener que pedir excusas, tomar notas para el informe del seguro y demás, llegó el
momento sagrado de calzarme aquellas planchas. Tienes que poner el pie de una
forma muy precisa y pisar fuerte con el talón hasta que salta no sé qué mecanismo. Y,
si no lo consigues a la primera, tus amigos deportistas se impacientan.
De pronto me sentí anclado en el suelo como una estatua de granito. Además de
no poder doblar los tobillos, me veía obligado a avanzar en una línea recta obsesiva
porque, si torcía un poco el pie, el esquí kilométrico pisaba e inmovilizaba el otro
esquí y entonces me tambaleada, para diversión de acompañantes y concurrencia en
general.
Y llegó el momento de la pregunta esencial:
—¿Te quedas en la pista de principiantes o subes con nosotros en el telesilla?
La pista de principiantes era una superficie con poca pendiente, donde los
esquiadores adultos caían aparatosamente una y otra vez, y no podían levantarse, y
hacían gestos de impotencia y de rabia, mientras se veían humillados por mocosos
enanos que bajaban a toda velocidad sin palos, levantando el brazo derecho para girar
a la derecha, o el brazo izquierdo para girar a la izquierda, tan monos.
¿Iba el gran Flanagan, desafiador de serial killers, a compartir pista con aquellos
individuos? Ni en broma. Se me ocurrió que cuanto más inaccesible fuera el sitio
adonde me llevaran, menos testigos habría de mi ridículo, y por eso contesté como se
esperaba de mí.
—Al telesilla, claro.
Aquello les gustó. Sobre todo a Nines, que era de lo que se trataba.
—¡Muy bien, Flanagan!
—Te llevaremos a una pista fácil, ya lo verás.
—Nosotros seremos tus monitores.
Arrastramos los pies hasta la cola del telesilla, que parecía interminable. Mientras
esperábamos, me contaban los rudimentos de la técnica de aquel deporte.
—Tienes que echar el cuerpo hacia adelante, así, las piernas un poco flexionadas.
Si quieres incorporarte, te irás hacia atrás inevitablemente y te caerás.
—Ah, y sobre todo, si te caes, tienes que aprender a levantarte, que no es fácil.
No se me contagiaba su entusiasmo. Intentaba corresponder a sus carcajadas y a
su euforia con sonrisas y chistes, pero las sonrisas me salían agrias y los chistes
infectos.
Ahora siéntate en la silla móvil de un saltito, soporta el tirón y baja la barandilla
de protección sin clavártela en la nuca, y antes de que te encuentres a diez metros del
suelo, cosa que sucede medio segundo después de haberte montado en aquel medio
de transporte homicida. Tienes que soportar el vértigo con cara de ilusión y de
felicidad mientras sobrevuelas abetos milenarios y barrancos profundos y oscuros. Un
buen sistema para ignorar el miedo es fijarte en el paisaje, valorarlo, dejarte
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emborrachar por el cielo azul, por aquellas montañas puntiagudas, por aquella
sensación de estar volando por encima del mundo.
Fue la primera vez que pensé: «Me parece que me gustará».
Y eso pese a que, aprovechando que yo estaba pendiente de otras cosas, Cristian
se las había apañado para ir de pareja con Nines en una silla, y a mí me había tocado
compartir la mía con Fernando.
Y Fernando tenía ganas de charla…
—¿Vais a subir al castillo al final?
—No lo sé. —Para poder subir al castillo primero tenía que sobrevivir a la
mañana de esquí, cosa que se me antojaba improbable. Añadí, por decir algo—:
Nines no quiere que suba.
—Uf, las tías son complicadas.
—¿Qué quieres decir? ¿Que en realidad quiere que suba?
—Yo qué sé. Igual sí. Hay teorías psiquiátricas que atribuyen un significado de
estímulo a determinadas negaciones. Y a las damas medievales les encantaba que sus
pretendientes se batieran por ellas. —Le miré como preguntándome qué se había
tomado para desayunar, y él se decidió por el consejo directo—: Si no vas, quedará
decepcionada. Aunque ahora diga que no. Un día te lo recordará: «No tuviste lo que
hay que tener». Claro que, a veces, es mejor quedar mal.
¿Quedar mal? ¿Qué quería decir con eso?
No llegué a preguntárselo porque, de pronto, allá, al final de todo, vi que el
recorrido acababa frente a una pendiente corta y pronunciada.
—¿¿Pero esto no se detiene para que bajes?? —Me temo que me salió voz de
soprano.
—Tranquilo —dijo Fernando—. Si me dices la contraseña que utilizas para hablar
en el chat con ese Deep Blue, te ayudo.
Estuve a punto de revelársela. Pero Fernando se echó a reír para demostrarme que
no era tan mezquino, que solo era una broma.
—Venga, coge los palos con una mano, así, y la otra me la das a mí. Solo tienes
que saltar, yo te llevaré.
En la silla de delante. Nines y Cristian alzaron la barra protectora y, con un grácil
movimiento de cadera, se deslizaron graciosamente hasta un grupo expectante situado
a unos metros de distancia, al final de la pendiente. Parecía fácil, como si no hicieran
nada.
Estoy seguro de que salté exactamente igual que Nines y Cristian, pero el caso es
que, entre el tirón de Fernando y el empujón de la silla, me vi escupido hacia adelante
con la sensación de haber sido catapultado, y me agarré al cuello de Fernando para no
caerme, y nos caímos los dos y nos topamos contra los miembros del grupo que
esperaba como la bola impacta contra los bolos, provocando una tumultuosa caída
general. Strike creo que se llama.
Mis amigos se pusieron en pie de un salto, fingiendo que les había hecho mucha
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gracia el incidente, mientras yo comprobaba que no era tan fácil recuperar la
verticalidad con los esquíes puestos. Después de cinco intentos infructuosos,
agotadores y humillantes, me hicieron el favor de ayudarme y volví a verme en pie y
con completo de tentetieso. Miré a la derecha y se me encogieron todos los órganos
internos del cuerpo al verme a un palmo de una caída prácticamente vertical, por
donde todo tipo de dementes, incluidos niños y las mujeres más frágiles, se lanzaban
alegremente.
Mi primera reacción fue de pánico. No lo dije porque tenía un prestigio que
mantener, pero pensé: «Yo por aquí no bajo». En un instante calculé algunas excusas
para echarme atrás: «Me encuentro mal», «Mi religión no aprueba el suicidio»,
«Bajad, bajad vosotros, que yo iré tomando apuntes desde aquí arriba». No me dieron
tiempo ni para abrir la boca. Mis amigos estaban tan ansiosos por esquiar que,
después de comprobar que no me había roto nada en mi primera caída, se alejaron de
mí pendiente abajo, dejándome solo y desamparado.
Román y Lourdes, poseídos por la fiebre de la velocidad, habían olvidado su
obsesión besucona y ya no estaban para nadie. Se perdieron en las profundidades de
la sima describiendo elegantes curvas. Fernando, Cristian y Nines se detuvieron un
trecho más allá para esperarme. ¿Cómo podían detenerse en medio de una pared
vertical?
—¡Venga, baja hasta aquí y te paras! —me decían.
—¡Giras un poco y te paras solo, ya verás!
—¡Recuerda! ¡¡Las piernas flexionadas y el cuerpo hacia adelante!!
—¡Eh, si tienes miedo no te tires, Flanagan, porque te caerás! —remató Cristian,
hábil a la hora de disfrazar de consejo su provocación.
¿Miedo? ¿Quién dijo miedo?
No podía quedarme toda la mañana allí. Tenía que reaccionar antes de que
empezaran a dar señales de impaciencia. «¡Por el amor del Boss, Flanagan! ¡En tu
vida te has visto colgado de una cornisa de un octavo piso[4], atrapado en un incendio
y una explosión en que casi te dejas la piel[5], te has visto prisionero de los siete
enanitos enfurecidos de Blancanieves[6]! Si saliste de aquellos trances, ¿vas a echarte
atrás ahora, ahora que has visto que esto lo hace cualquier niño, cualquier octogenario
un poco en forma…?».
Este tipo de pensamientos que pueden resumirse con un «Si aquel inútil es capaz
de hacerlo, yo también» suponen un gran estímulo.
Me adelanté a cualquier insistencia o protesta de los colegas que me esperaban.
Me lancé por la pendiente.
Piernas flexionadas y el cuerpo echado hacia adelante. ¡Como un campeón!
Se me hizo un vacío en el pecho. Supongo que experimenté lo mismo que un
aficionado al puenting que, en el mismo momento de saltar, no consigue recordar si
ha atado bien el nudo de la cuerda de seguridad. El espanto terrorífico de encontrarte
sumergido en agua helada cuando esperabas agua tibia y agradable.
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¡Pero funcionó!
No podía caer de bruces porque tenía los pies atados a los esquíes y los esquíes
eran demasiado largos. ¡Era un auténtico tentetieso! ¡Y, si no podía caer, lo que hacía
era deslizarme a toda velocidad por aquella pendiente maravillosa!
¡Fiiiuuu!, pasé como una flecha por delante de Nines, Cristian y Fernando, dando
por sentado que ellos, dada su pericia, ya me atraparían.
—¡Eh, Flanagan!
—¡Muy bien, Flanagan!
—¡Eh, Flanagan! ¿Adónde vas?
—¡¡Espera, Flanagan!!
Una vez puesto en movimiento, no tenía intención de pararme.
No tenía intención… ¡ni posibilidad de pararme!
¿Cómo se hacía para frenar? (El pánico de nuevo). ¿Girando? ¿Me habían dicho
eso? ¿Cómo iba a girar a aquella velocidad? ¡Si osaba mover un esquí saldría
volando! ¡La única posibilidad de no caer era mantener los esquíes paralelos, sin
intentar el más mínimo movimiento!
Rocé un árbol, estuve a punto de estamparme contra un cañón de nieve y, al ver
que me precipitaba contra un grupo de esquiadores que describían elegantes eses en
fila india, aullé: «¡Pasoooooooo!» con todos mis pulmones (dos) y, ¡milagro!, se
apartaron en todas direcciones, con ejemplar celeridad.
O sea, que seguí gritando cada vez que me disponía a avasallar a un esquiador.
¡Qué educados son los esquiadores! Todos cedían el paso con presteza, los más
diligentes incluso tirándose al suelo, y después me gritaban, supongo que jaleándome,
porque movían mucho los brazos y se notaba que ponían el alma en lo que decían,
fuera lo que fuera.
Oía mejor a mis amigos, que me perseguían «¡No, por allí no, Flanagan, por allí
no, gira a la derecha!», «¡Haz cuña! ¡Si no sabes girar, haz cuña!», «¡Tírate! ¡Si no
sabes parar, tírate!». También decían no sé qué de una pista negra, porque no sabía
qué era una pista negra ni cómo las señalizaban. Solo sé que de pronto los pies se me
despegaron del suelo y que volé con la cabeza por delante.
Después rodé, tuve la sensación de convertirme en bola de nieve, encajé algunos
golpes en los brazos y en el cuerpo y, cuando abrí los ojos, estaba parado, de bruces
sobre la nieve, con los brazos en cruz, y a mi alrededor todo eran risas de admiración.
—¡Muy bien, Flanagan!
—¡Fantástico!
—¡Pista negra, tío!
—¡Estás hecho un campeón!
Tuve que subir pesadamente por la pendiente para recoger esquíes y palos y a un
intrépido snowboardista que habían quedado esparcidos por el camino. Luego me
costó diez minutos de sudores ponerme los esquíes, porque tenía una capa de nieve
helada en las botas y no cerraban las fijaciones, pero lo cierto es que estaba satisfecho
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de mí mismo.
—Venga, campeón —me dijo Nines—. Ahora vamos a ir despacio. Ponte detrás
de mí y haz lo que haga yo.
Y así pasamos el resto de la mañana, a trancas y barrancas, ahora me caigo, ahora
me levanto, y fui aprendiendo un poco. Y nos reímos mucho.
Disfruté del placer de volar, de la euforia de sentirme por encima de todos los
quebraderos de cabeza y las obligaciones. No digo que los dejé atrás o que los olvidé
porque no sería cierto. Muy al contrario; mientras bajaba como una bala y me sentía
omnipotente, capaz de cualquier heroicidad, fue cuando pude encararme a ellos sin
que me abrumasen. ¿Que aquel año acababa el bachillerato? ¿Que tendría que decidir
mi futuro? ¿Que mi padre se dedicaba a pasarme folletos de una academia de
hostelería, esperando que yo los leyera y tomara vete a saber qué iniciativa? ¿Que me
había comprometido a visitar de noche la guarida de un loco homicida y que tal vez
ya no tendría necesidad de tomar más decisiones en mi vida? ¡Venga preguntas! ¡No
os canséis de preguntar! ¡Soy capaz de encajar estas y muchas más!
Pero ¿y las respuestas?
¡No las tenía, pero me daba igual! ¡También era capaz de encajar la falta de
respuestas! ¡Para eso sí que hay que ser valiente! ¡Para hacer todas las preguntas que
sean necesarias aunque no te sepas las respuestas!
—Qué. ¿Te ha gustado esto del esquí, Flanagan?
Contesté a Nines con un explícito beso en los labios cortados por el frío. Y
propuse que subiéramos otra vez en el telesilla.
Unas bajadas más. Después comimos unos bocadillos carísimos y volvimos al
hotel porque las nubes habían tapado el sol y el cielo amenazaba tormenta.
Otro placer derivado del esquí es el momento en que te quitas aquellas botas rígidas y
hundes los pies en esas otras, blanditas y forradas, que se llaman «descansos».
Y llegar al hotel y prepararte un baño muy caliente y relajante.
Pero no había toallas.
Nines y yo nos estábamos dando un beso de lo más prometedor cuando llamaron
a la puerta. Nos separamos. Era Cristian.
—No tenemos toallas. ¿Vosotros tenéis toallas?
Y Fernando con él.
—He pedido que nos las suban.
—Ah, muy bien.
Pero se instalaron en nuestra habitación mientras esperaban a la camarera. De
paso querían ver cómo era la habitación. «Ah, es más grande que la nuestra, y tiene
una vista mejor». Y nos informaron sobre las actividades de Lourdes y Román, que se
habían encerrado en su habitación y habían puesto el cartel de «Dejadnos en paz».
Nines y yo intercambiábamos muecas y nos arrepentíamos de no haber pensado en el
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cartel de «No nos toquéis las narices».
La camarera que vino cargada con las toallas era una morena muy guapa, de unos
dieciséis años, ojos enormes, negros y brillantes que deslumbraron a Cristian en
cuanto abrió la puerta. Observamos cómo sacaba pecho y ponía cara de conquistador.
—¿Es aquí donde han pedido toallas?
—Aquí y en la habitación de al lado.
La chica tuvo que pasar casi rozándole porque era evidente que Cristian buscaba
el cuerpo a cuerpo. Un poco más y podría denunciarle por acoso sexual.
—Escucha —dijo nuestro amigo con voz más grave de la que acostumbraba a
utilizar—. Estamos aquí interesados por aquello de los crímenes del vampiro.
Hacemos turismo de morbo, ¿entiendes? —Pretendía hacerse el gracioso. La chica ya
había dejado las toallas en el baño y se disponía a salir, muy seria y con los ojos
bajos. Cristian se interpuso entre ella y la puerta—. No, espera, que a lo mejor puedes
echarnos una mano. ¿Tú ya trabajabas aquí cuando mataron a aquella mujer en la
habitación número trece?
—No —dijo la chica, sencilla, un poco violenta.
Tuve un terrible presentimiento… No: no fue un presentimiento, sino más bien
una deducción instantánea.
—Cristian…
Pero no me hizo caso. Solo tenía ojos y orejas para la chica a la que quería
deslumbrar.
—Pero habrás oído alguna cosa. Nos interesan los detalles jugosos. ¿Qué pasó?
¿Quién la encontró?
De pronto, la chica alzó la vista y la fijó en Cristian de tal manera que lo
enmudeció. Siguió un segundo de silencio espantoso, durante el que mi intuición se
vio confirmada.
—¿Quiere detalles jugosos? —dijo la chica—. Pues mire: yo soy la hija de la
mujer que mataron en la habitación número trece. ¿Le parece lo bastante jugoso?
Si le hubieran dado un martillazo en la cabeza, a Cristian no se le habría quedado
una expresión más obtusa y marciana. Murmuró alguna cosa del estilo de «Lo siento,
yo no podía saber…» y se apartó para dejar salir a la chica. Fernando, deferente, dijo
que ellos se harían cargo de las toallas, que eran los ocupantes de la habitación
vecina. La camarera se las entregó con cierta brusquedad, como reprimiendo las
ganas de tirárselas por la cabeza, y se perdió hacia el final del pasillo.
—Jo, Cristian —dije—. ¿No se te ha ocurrido que en este pueblo tan pequeño hay
muchas posibilidades de que una persona sea amiga, vecina o pariente de alguna de
las víctimas?
—Pues…
Cristian y Fernando, avergonzados, volvieron a su habitación improvisando un
debate en torno al tema «Las meteduras de pata, cómo prevenirlas, cómo repararlas».
Y Nines y yo nos quedamos solos, dedicados a nuestras aficiones.
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Se me acababa de ocurrir una idea fantástica que, aparte de otras ventajas, ahorraría
gasto de agua, cuando otra mano inoportuna golpeó la puerta. Nos habíamos vuelto a
olvidar del cartel de «Ahora no es el momento».
—¿Qué hacemos? ¿Abrimos o no?
Los golpes arreciaban.
Abrí la puerta y me encontré ante una Elena con cara de angustia. Alguien
acababa de llamarla anunciándole que venía a matarla o algo por el estilo.
—Flanagan, perdona que te moleste, pero… Es que necesito que me hagas un
favor.
Era tan guapa y me miraba de tal manera que no podía negarme.
—¿Qué te pasa?
—¿Puedes bajar un momento…? —miraba significativamente a Nines, indicando
que quería hablar conmigo en privado.
Dudé. Miré a Nines. Suspiré. Nines forzó una sonrisa y dijo, dejando claro que
renunciaba a algo muy valioso para ella:
—No te preocupes. Primero me bañaré yo y luego ya te bañarás tú. Ya
ahorraremos agua otro día.
Deseé ser mayor, tener más autoridad, más mundo, aprender a valorar mis
sentimientos y mis necesidades y a anteponerlos a las conveniencias de los demás. Sé
que es muy difícil, que muchos adultos llegan a la vejez sin saber decir que no, pero
en aquel momento me fijé aquel objetivo como prioritario.
Y seguí a la bella Elena. Bajamos a la planta baja, nos metimos en el pasillo que
empezaba al lado de la escalera, abrió la puerta de la habitación número trece y me
dijo:
—Pasa, por favor.
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humo. —Hizo un gesto de impotencia—. Pobre mujer, tuvo mala suerte.
No decía nada más. Me volví hacia ella.
—¿Tú ya estabas en el hotel cuando…?
—Sí. —Estaba ansiosa por hablarme de su problema, pero trataba de ser amable
—. Acababa de llegar con Jerónimo. Hacía poco que nos conocíamos. Él era un
cliente asiduo de La Rive Gauche, el music-hall donde yo trabajaba… Donde tú me
conociste, por cierto. Habíamos reñido con aquel bestia de Atila, ¿te acuerdas de
Atilano? —Claro que me acordaba. Trataba muy mal a Elena y yo le había sometido
a una pequeña venganza. Por eso éramos amigos Elena y yo, por eso me quería
tanto[7]—. Pues Jerónimo se me declaró un día de noviembre.
—Y tú le aceptaste.
Elena asintió con la cabeza sin mirarme. De pronto le había dado por buscar no sé
qué en sus bolsillos. No lo encontró.
—Oye… ¿Tienes un cigarrillo?
—No fumo. Pero Nines sí. Si quieres subo y…
—Da igual. Estoy intentando dejarlo. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de Jerónimo.
Ya le conocerás. Es verdad que es mucho mayor que yo… Pero es… muy buena
persona. Suerte ha tenido este pueblo con él. Fíjate que él no necesitaba nada. Hace
cinco o seis años fue el único de Floc que se hizo millonario con lo de la construcción
de las pistas. El único que tenía terrenos que vender ahí arriba. Podría haberse ido a
dar la vuelta al mundo en un yate privado, pero en vez de eso se preocupó por sus
vecinos. Fue él quien se inventó lo del plato típico, el que montó la leyenda del
vampiro… En fin, todo le salió mal, pero al menos lo intentó. Es muy buena persona.
Lo contaba con una mueca agridulce en los labios, como justificándose. No se me
escapó el intento que acababa de hacer de buscarle virtudes al cincuentón con el que
compartía su vida. Cuando lo mejor que puedes decir de alguien es «Es muy buena
persona», significa que no hay mucho más que decir. No puedes decir, por ejemplo,
que es divertido, genial, fantástico y que es capaz de hacerte soñar. Interpreté que
Elena estaba mucho mejor en Floc que en La Rive Gauche, claro que sí, y que
Jerónimo Oller la trataba mucho mejor que aquel espécimen semihumano conocido
como Atila, pero ni Floc era el paraíso ni Oller el príncipe azul. Adiviné que no le
entusiasmaba estar allí, pero que consideraba que no podía aspirar a nada mejor, que
aquel era el mejor panorama que le reservaba el destino.
Me hizo pensar en mis padres, tan contentos porque me veían ligando con una
niña rica. ¿Tal vez los asocié por su obsesión por el dinero? ¿Elena se condenaba a
vivir en aquel agujero solo por el dinero que tenía Oller? ¿Por la seguridad
económica o por la seguridad afectiva? Fuera como fuera, me parecía que se había
vendido al mejor postor. Y me dio pena.
—A principios de diciembre, el día de la Constitución, Jerónimo me trajo aquí y
nos casamos. Y el día treinta, justo antes de fin de año, mataron a Montserrat Navarro
en esta habitación.
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—Y entonces la vaciasteis y la convertisteis en despacho.
—Sí. —Vio la oportunidad de dirigir mi atención hacia lo que realmente le
interesaba—. Y entonces compró esta caja de caudales. ¿Conoces el modelo? —La
pregunta me sorprendió. Alcé las cejas—. Quiero decir que si habías visto alguna
igual. Es antigua. ¿Tú entiendes de cajas fuertes?
—Más o menos —dije, en vez de «ni pizca». Y la interrogué con un gesto.
Se agachó y empezó a mover el dial de la combinación. Estaba de espaldas a mí y
me ocultaba el dial y los dedos con el cuerpo.
—¿A ti te parece fácil de abrir?
—No… —continuaba curioso e interrogante.
La abrió después de un instante.
—¿A ti te parece que Pabarre podía haberla abierto? —preguntó, volviéndose
hacia mí.
Pensé: «¿Ese borracho? ¡Me sorprendería mucho!».
Pero pregunté:
—¿Podrías ser más concreta?
—Ah, sí, perdona. Es que… Ese Pabarre dice que está escribiendo un libro sobre
los crímenes de Floc. Como A sangre fría, de Truman Capote. Dice que lo titulará A
sangre caliente, una especie de homenaje.
—Un señor aficionado a los homenajes y a los plagios —comenté.
—Y nos está dando la tabarra e insiste en entrar en el despacho y en hacer fotos.
Pero Jerónimo lo tiene expresamente prohibido, no quiere que nadie entre aquí. Ya
han discutido un par de veces, incluso a gritos. El caso es que esta mañana le he
sorprendido aquí dentro, revolviendo cajones. Puedo asegurarte que es la primera
persona que entra, aparte de Jerónimo y de mí, desde que esto es un despacho. La
llave maestra que abre todas las habitaciones del hotel, no abre esta. Y la limpieza del
despacho la hago yo personalmente.
—¿Y qué ha pasado?
—Pues que me han robado este anillo —dijo Elena, al mismo tiempo que sacaba
un anillo de brillantes de la caja fuerte y me lo ponía en la mano.
Yo no entendía nada.
—¿Que te han robado este anillo?
—Bueno, no. Mejor dicho: me han robado un anillo como este. Me han robado el
auténtico, porque este es falso.
Estudié la joya con atención. El anillo parecía de oro. Llevaba una piedra roja
grande, semejante a un rubí, rodeada de otras piedrecitas translúcidas que habrían
podido pasar por brillantes. En la parte interior del metal llevaba grabada una fecha,
la fecha de su boda. Entretanto, Elena continuaba explicándome su drama.
—Lo guardaba aquí, en la caja fuerte y, bueno, ayer por la tarde lo saqué para
llevarlo a la joyería para que me lo limpiaran. Para la fiesta de fin de año, ¿sabes? Y
el joyero va y me dice que es falso. Lo que significa que alguien se ha llevado el
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bueno y me ha dejado este falso.
—A lo mejor ya era falso cuando te lo regaló Jerónimo… —aventuré, más que
nada porque fue lo primero que se me ocurrió.
—Qué dices. Jerónimo es millonario. Y no es un avaro.
—No. Me refiero a que tal vez le engañaron a él al vendérselo.
—Imposible. Lo compró en una joyería de prestigio de Barcelona.
—Pues deben de habértelo robado —concedí—. ¿Lo has denunciado a la policía?
—¡No! De momento no. No quiero darle un disgusto a Jerónimo. Además, diría
que ha sido culpa mía, que me habré dejado abierta la puerta del despacho y que
alguien se ha colado. Pabarre tiene la habitación de al lado, la catorce.
—¿Y no te has dejado la puerta abierta…?
—¡Nunca! —afirmó, vehemente, como si se sintiera acusada. Pero en seguida
matizó—: Bueno… No lo sé. Me parece que no.
—Porque tú dices que sacaste el anillo de la caja fuerte…
—Sí.
—… Y hoy ha entrado ese Pabarre. Si ha entrado hoy, no podía haber sacado el
anillo ayer.
—Tienes razón —dijo, desconcertada.
—Pero tal vez también entró otro día. A lo mejor sí que te dejaste la puerta
abierta.
Se mostró aún más nerviosa y abatida.
—A lo mejor sí —reconoció—. Pero la caja fuerte…
—¿Los números de la combinación son seis, doce y…?
Se puso pálida y abrió mucho los ojos y la boca.
—¿Cómo lo sabes? —me cortó, maravillada.
—Es la fecha de vuestra boda. El seis de diciembre de hace dos años. Día de la
Constitución. La misma fecha que consta en el anillo. La caja fuerte la comprasteis
cuando apenas llevabais un mes aquí…
—¡Eres fantástico, Flanagan! —dijo, rebosando admiración por todos los poros.
—Solo he hecho una suposición y he acertado. Lo que tenemos que pensar es
que, igual que la he acertado yo, puede haberla acertado Pabarre o cualquier otro.
Elena se sentó en la butaca, al otro lado del escritorio, al lado de la caja de
caudales. Parecía abrumada. Y yo no sabía cómo consolarla. Le acaricié el pelo.
—No te preocupes. Recuperaré el anillo, te lo prometo.
Me agaché a su lado. Ella estaba a punto de llorar, pero hizo un gran esfuerzo por
sonreír y el rictus le salió más cálido que antes. Me sentí recompensado por
adelantado.
—Gracias —murmuró, apartando sus ojos de los míos—. Ya me ayudaste una
vez, y ahora… La verdad es que me siento sola aquí. No tengo nadie en quien
confiar…
Se hizo un silencio un poco violento. Me preguntaba adonde quería ir a parar con
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aquellas palabras y si la última frase también incluía a su marido. Entonces, Elena vio
algo, sonrió y se alejó de mí. Me di cuenta de que habíamos estado casi abrazados y
me ruboricé, sintiéndome en falso, pensando en Nines. Elena había alargado la mano
y estaba sacando un fajo de papeles del interior de la caja.
—Mira —dijo, en un claro intento de desviar la conversación y animarse un poco.
Me enseñó las fotos. Ella, prácticamente desnuda, coronada de plumas de pavo
real, en el escenario de La Rive Gauche.
—Así era yo cuando conocí a Jerónimo… Y cuando te conocí a ti. ¿Te acuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo? —comenté mientras miraba atentamente las fotos. En
una bailaba levantando la pierna, en otra alargaba un brazo como presentando a
alguien que tenía que salir a escena. También había fotos de Jerónimo disfrazado de
vampiro, pero no me paré a mirarlas con tanto interés. Comenté con un hilo de voz—:
Me gustas más ahora.
—¿Lo dices de verdad?
—Ibas demasiado pintada. Demasiado Barbie. Ahora te veo más persona.
Sonrió, y del montón desordenado de fotos y papeles que había sacado de la caja
cayeron algunos al suelo. Nos agachamos los dos para recogerlos. Nuestras miradas
se encontraron debajo de la mesa. Se me llenó la pituitaria de su olor y, huyendo de
vete a saber qué tentaciones, centré mi atención en los papeles que recogía.
Eran cartas comerciales rotas.
¡GANE MILLONES EN UN MES!
Cartas publicitarias, con abundancia de letras mayúsculas y exclamaciones, todo
de colores chillones.
Mientras huía de la tentación, me pregunté por qué guardaría alguien en una caja
de caudales unas cartas publicitarias rotas.
En aquel momento, alguien hizo un ruido en la puerta de la habitación y Elena se
incorporó rápidamente.
—¡Jerónimo! —exclamó.
Yo me quedé helado bajo el escritorio.
—¿Qué haces aquí? —dijo una voz afónica.
—Le estaba enseñando esto a Flanagan…
Instintivamente, me guardé los papeles en el interior del anorak. Luego saqué la
nariz por encima del escritorio, componiendo la expresión más inocente de que fui
capaz.
—Ah, sí —suspiré.
No sé qué clase de reacción esperaba del recién llegado, pero si lo que me temía
era una escena de celos o de aspavientos anonadantes contra Elena por haber abierto
el despacho a un extraño y una agresión personal contra mí por mis presuntas
espurias intenciones, me equivocaba.
—Ah, hola —dijo, distraído. Y a Elena—: ¿Tú has visto las llaves de la moto? —
Y antes de que ella le pudiera contestar, a mí—: ¿Te llamas así de verdad? ¿Eres
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extranjero? —Y antes de que yo pudiera decir nada, a Elena—: Ya sabes que no me
gusta que nadie entre en el despacho. Lo que estéis haciendo aquí, igual podéis
hacerlo fuera.
Visto al natural, Jerónimo Oller aún resultaba más gris que en fotografía. Habría
sido un buen empleado de funeraria, de esos que caminan sin hacer ningún ruido y
que hablan con ademanes ceremoniosos, como a cámara lenta. Después de todo,
pensé, tal vez era lo que correspondía al descendiente de un vampiro.
—Sí, sí, claro. —Elena se empeñaba en dar unas explicaciones que su hombre no
quería escuchar—. Pero es Flanagan, el chico del que te he hablado este mediodía…
El detective.
—Ah, sí, el detective, sí. Tú no piensas escribir ningún libro, ¿verdad? No eres
periodista, ni locutor de radio, ni…
—No, no. Yo, detective. Detective aficionado. Vaya, que no soy ni detective
profesional. De hecho, soy estudiante.
Elena metió las fotos en la caja fuerte y la cerró. Yo pensé en los papeles que
tenía en el interior del anorak, pero me pareció prudente no mencionarlos ni
exhibirlos. Después de todo, eran papeles del señor Oller, y si descubría que Elena
me había permitido verlos, podía enojarse con ella.
—Porque si aquel escritor borracho que tenemos en el hotel ve que metes a
alguien aquí dentro, dirá: «¿Y yo por qué no?», y ya la tendremos liada. ¿Dónde he
puesto las llaves de la moto?
—Aquí tienes las del John Deere —dijo Elena.
—No: el John Deere casi no tiene gasolina. Estoy buscando las llaves de la
Honda. ¿Sabes dónde están?
—No…
Elena miraba alrededor, sin mover los pies, paralizada, y Jerónimo Oller le clavó
unos ojos exasperados, como si sospechara que le estaba escondiendo algo grave:
—¿Por qué no salís de una vez? —casi gritó.
No obstante, en lugar de asegurarse de que cumplíamos sus deseos, dio media
vuelta y nos dejó solos de nuevo.
—Le imaginaba diferente —dije.
Elena se mostraba tan nerviosa, ruborizada y confusa, con temblor de manos y
todo, como si aquel hombre acabara de pegarle una paliza. Se arregló la ropa, se puso
unos cabellos rebeldes tras la oreja. Pensé que era más problema de ella que de él. Tal
vez no temía broncas ni recriminaciones, sino directamente que Jerónimo la echara de
su lado. Tenía miedo de encontrarse otra vez sola, en medio de la calle. No temía las
iras de Jerónimo, sino la posibilidad de hacerle enfadar.
—¡Eh, Flanagan! Ya te has metido en la habitación numero trece, ¿eh? —dijo
Cristian desde la puerta—. Llegar y besar el santo, ¿eh?
Al lado de Cristian estaban Fernando y Nines, los tres bien vestidos, bañados y
peinados. El único que continuaba como al bajar de la montaña era yo. Y Nines tenía
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cara de pocos amigos. ¿Cuánto rato llevaba hablando con Elena? Me maldije los
huesos por mi distracción.
—Son mis amigos —dije, torpe—. Les gustaría conocer detalles de los crímenes
del vampiro. Tú debes saber muchas cosas, ¿no?
—¡Claro que sí! —sonrió Elena, complaciente—. ¿Qué queréis que os cuente?
Salimos al vestíbulo, nos sentamos en el tresillo que había cerca del fuego y Elena
(que evidentemente no tenía demasiado trabajo) nos ofreció bebidas y contestó a
todas las preguntas que le hicimos.
Nos contó que Bernardo González y Andrés Vaquer eran dos gamberros del
pueblo, muy bebedores y no demasiado trabajadores, que a menudo se metían con
Blasillo (Elena llamaba Blasillo al asesino). La verdad era que, cuando
desenmascararon al Pastor Asustado, a nadie le extrañó que hubiera ido a por
aquellos dos, porque le habían hecho pasar por más de un calvario, bromas muy
pesadas en aquellas tardes de invierno en las que, en un pueblo como Floc, no hay
nada que hacer.
—¿Y la chica que veraneaba aquí? —preguntó Fernando, con ánimo de
periodista.
No podía decirse que Lavinia fuera propiamente una veraneante, porque su
abuelo era del pueblo y había conservado la masía familiar cuando emigró a
Barcelona. Los Ubiela subían a Floc en verano y casi todos los fines de semana del
año, desde mucho antes de que inauguraran las pistas de esquí de Termals. Lavinia
iba a Floc desde pequeña y era amiga de todos los chicos del pueblo de su edad.
Andrés y Bernardo solían tirarle de las trenzas y, al final, ya trataban de ligársela,
porque Lavinia era muy guapa.
¿Qué había sido de los Ubiela? Desde aquel terrible incidente no habían vuelto
por Floc. Y la masía estaba en venta.
La cuarta víctima, Montserrat, era de Abellers. Había llegado al anochecer del día
29, muy eufórica, y había pedido la mejor habitación del hotel.
—Como sabíamos que aquella Navidad había caído el gordo en Abellers —nos
contó Elena—, pensamos que ella era una de las afortunadas y le dimos la habitación
número trece.
—¿Y le había tocado la lotería o no? —preguntó Cristian.
—No —decepción general—. Nunca sabremos por qué vino Montserrat Navarro
a este pueblo, pero no era porque se hubiera hecho rica, porque me dijo que no
cuando se lo pregunté y, además, su familia no recibió ningún tipo de herencia.
Mirad: su hija trabaja aquí, con nosotros, de camarera. Es una chica muy inteligente,
quería estudiar, pero se ha tenido que poner a trabajar porque no podía pagarse una
carrera.
—Sí, ya la conocemos —Cristian aún estaba avergonzado por el trance que había
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pasado con aquella camarera tan guapa.
—El caso es que Montserrat pasó la noche aquí y, a la mañana siguiente, se
levantó tarde, desayunó y luego volvió a su habitación. Ya no salió viva. Por lo visto
Blasillo la controlaba desde fuera, trepó a la ventana, se metió en el interior de la
habitación y la mató. Una clienta oyó algo…
—¿Qué clienta? —interrumpí—. ¿Ha vuelto por el hotel?
—Está alojada en el hotel ahora mismo. Pasa muchas temporadas aquí. Es una
chica que se llama Carlota.
—¿La de la nariz y las gafas? —saltó Cristian, sin poder contenerse.
—¿La habéis conocido? Sí. Es una persona un tanto peculiar.
Nos contó que Carlota venía tanto en invierno como en verano. Era bióloga,
amante de la fauna y la flora, y aficionada al senderismo, a la montaña, a la
naturaleza. Con botas de suela gruesa, bordón, modula y cantimplora, se había
recorrido todo el valle de Termals. En invierno hacía sus excursiones con equipo de
esquí de fondo. Siempre acudía al hotel sola y, puesta a relacionarse, lo hacía más con
los lugareños que con los clientes del hotel. Antes de los crímenes había hecho
amistad con Blasillo. Blas le había mostrado senderos perdidos y le había descubierto
alguno de los secretos del valle.
—Es vegetariana y un poco maniática —dijo Elena con un suspiro resignado—.
Y cada vez más. Este año le ha dado por no dejar que nadie entre en su habitación.
Dice que no quiere que las empleadas toquen las sábanas en las que duerme, que
dejan bacterias, o microbios, qué sé yo. Se limpia la habitación ella misma.
—Vaya, vaya. Qué interesante —dijo Cristian, obsequiándome con una mirada de
inteligencia. Y solo le hubiera faltado una pipa en las manos para parecer un Sherlock
Holmes de andar por casa.
La verdad es que a mí todo aquello también me intrigaba un poco.
—Y fue ella la que encontró el cadáver de Montserrat…
—No. Ella tan solo oyó ruidos, un golpe, un grito en el interior de la habitación.
Llamó varias veces a la puerta, pero no contestó nadie. Estaba cerrada por dentro. Era
media mañana y no había más huéspedes en el hotel, todos habían subido a las pistas.
En vista de que no le abrían, vino a recepción, pero no me encontró.
—¿Tú también habías salido?
—Yo estaba en el cuarto de máquinas, poniendo lavadoras, y no me enteré de
nada. Entonces, Carlota se puso a gritar y a buscarnos. Se encontró a Jerónimo en las
escaleras. Estaba arreglando un grifo estropeado en una habitación del segundo piso y
bajó al oír los gritos, a ver qué pasaba. En fin, a Jerónimo tampoco le abrió nadie y
por eso acabó yendo a por la llave maestra y entró en la habitación… Y allí estaba la
pobre Montserrat.
—¿Viste el cadáver? —preguntó Cristian, en un arrebato morboso.
—Sí. Jerónimo mandó a Carlota a buscarme. La verdad, preferiría no haber visto
nada. Fue horrible.
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—Y ni rastro de Blas.
—Ni rastro. Había salido por el mismo sitio por donde había entrado. La ventana.
—Pero habría huellas en la nieve…
—No había nieve. La había más arriba y en las pistas, pero aquí se había fundido
después de unos días de sol. Para colmo, antes de que llegara la Guardia Civil,
empezó a llover, así que no encontraron ni una triste huella.
Cuando pasamos a la siguiente víctima, Sara Oliver, la empleada de correos del
pueblo, Cristian volvió a sacarse de la manga la teoría del falso culpable. Para él era
evidente que aquella mujer había atacado al pobre Blasillo y que, cuando este se
había resistido, le había acusado de ser el asesino.
A Elena le entraba la risa solo de imaginarse a Sara Oliver como la vampira del
valle de Termals.
—No —dijo—. Si Blasillo admitió que lo había hecho, delante de todo el mundo,
en esa plaza de ahí enfrente cuando se lo llevaba la Guardia Ovil. Gritaba: «¡No me
habéis pillado porque seáis listos, no! ¡Que yo he firmado los crímenes! ¡Por eso me
habéis pillado! ¡Porque sé firmar!».
—¿Había firmado los crímenes? —pregunté, inclinando el cuerpo hacia ella,
apoyando los codos sobre las rodillas—. ¿A qué se refería? ¿A las marcas de sus
dientes?
—No. No creo. Creo que quería decir que sabía escribir, porque le estaban
enseñando precisamente aquel invierno. Para él escribir era saber firmar. Iba a la
escuela con los niños. Un día se presentó allí y le dijo al maestro: «¿Puede enseñarme
a firmar mi nombre?», y el maestro le dijo que sí, claro, y le permitió entrar en las
clases, con los niños. Cuando ya había pasado un tiempo y Blas estaba superaplicado
haciendo la eme con la a, ma, el maestro le pregunta: «¿Y tú para qué quieres
aprender a escribir, Blasillo? ¿Qué mosca te ha picado ahora?». Y Blasillo le
contestó: «Quiero aprender a firmar porque, si no, no me dan permiso de armas.
¡Quiero comprarme una escopeta para cazar a esos cabrones que no me dejan vivir!».
En aquel momento nos reímos mucho, porque parecía que lo decía en broma. Pero ya
lo veis; iba en serio. «¡Por eso me habéis pillado!», decía el pobre, «¡Porque sé
firmar!».
—«Que yo he firmado los crímenes» —repetí, para dejar claro que estas eran las
palabras exactas que había dicho Elena.
Después, Cristian y Fernando le pidieron a Elena que les llevara a los lugares de
los hechos, donde habían encontrado a Lavinia y a Andrés, y también al punto donde
Sara había detenido al agresor.
—El lugar donde mataron a Bernardo ya lo visitaremos en otra ocasión —dijo
Cristian, mirándome significativamente, aludiendo a la visita que aquella noche
haríamos al castillo.
Yo le sostuve la mirada y, en seguida, me volví hacia Nines, que no parecía muy
feliz.
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Todavía no me había duchado y el recuerdo del desafío insensato que nos
comprometía me quitó las ganas de salir al exterior, donde ya había oscurecido y
debía hacer un frío de narices.
—Yo me quedaré para ducharme, si me lo permitís… —dije.
—Como quieras —dijo Nines, con una voz tan fría como la temperatura ambiente
exterior.
Ellos salieron alegremente a la calle, acompañando a Elena, y yo subí a la
habitación pensando que me lo estaba montando muy mal con Nines, que metía la
pata cada vez que me daba por tomar una decisión.
Empecé a desnudarme preguntándome si no lo estaría haciendo
inconscientemente a propósito. Distanciarme de Nines. Por miedo a encontrarme a
solas con ella aquella noche en la habitación.
¿Me daba miedo?
Qué pregunta más tonta, ¿no?
No llegué a contestarla porque, al desabrocharme el anorak, cayeron al suelo
aquellos papeles rotos y multicolores que Jerónimo Oller guardaba en su caja fuerte.
Los recogí, sumamente intrigado. Ah, sí. Papeles de colorines, rotos, en la caja
fuerte. Se me había olvidado devolvérselos a Elena una vez hubo salido su marido.
¿Qué significaba aquello?
Recompuse el rompecabezas. No me resultó muy difícil porque solo los había
rasgado por el medio, una vez. Y leí.
No eran anuncios anónimos. Se trataba de seis cartas personalizadas. «Apreciado
señor Jerónimo Oller…». Llevaban fecha de agosto, septiembre, octubre y noviembre
de aquel año famoso por los asesinatos del vampiro Blasillo. El remitente era un
corredor de bolsa que afirmaba tener muy buenos contactos que le permitían unas
predicciones de absoluta exactitud. Y estaba dispuesto a demostrarlo. Ponía un
ejemplo: «De forma totalmente gratuita, ahora mismo, le puedo garantizar que las
acciones de Sistemas Telemáticos se habrán revalorizado en el plazo de un mes». La
siguiente carta decía: «¿Verdad que han subido las acciones de Sisteméis
Telemáticos? Se lo dije. Supongo que no se puso en contacto conmigo ni invirtió
porque no se fiaba de mi palabra. Lo comprendo. Pero si ahora le garantizo que una
compra de activos del Íbex-35 le dará beneficios en el plazo de treinta días, es posible
que ya no se muestre tan incrédulo…». Y la tercera: «¿Qué me dice de la subida que
le anuncié del Íbex-35? ¿Aprovechó mi consejo y ha ganado mucho dinero? ¿O acaso
no se fiaba y necesita otra demostración?».
Me froté la cara, me despeiné.
Pensé: «Un mago de las finanzas».
Pero no lo entendía. ¿Cómo era posible que alguien acertara invariablemente lo
que iba a ocurrir dentro de un mes? Había cinco cartas y, por lo que decían, aquel
individuo había acertado cinco veces consecutivas. Más imposible todavía.
Me puse bajo la ducha caliente. Allí, enjabonándome y enjuagándome, continué
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pensando en las cartas rotas.
Si estaban rotas era porque no servían. Me imaginaba a Jerónimo Oller confiando
en aquel informador misterioso y, un buen día, víctima de un ataque de furia,
rompiendo las cartas. Pero ¿por qué las metía luego en la caja fuerte? ¿Por un
descuido? ¿Por qué no quería que nadie las viera?
No llegué a ninguna conclusión y salí del cuarto de baño muy intrigado.
Entonces me encontré sin saber qué hacer, porque mis amigos aún no habían
vuelto de su expedición morbosa. Recordando que tenía una clienta con la que
cumplir, conecté el ordenador de Nines al teléfono y comprobé si Deep Blue estaba
en línea.
Le tenía en la lista de avisos, y un ding dong me avisó de que estaba en el chat. Al
instante se me abrió un privado.
«¡Brigid! ¿Dónde te habías metido?».
Uy, pobre. Total, hacía un día y medio que no hablábamos. Le imaginé
esperándome toda la tarde con el corazón encogido, temiéndose que su adorable
Brigid le hubiera abandonado para siempre.
«Bueno, es que he ido al cine —tecleé—. He ido a ver Felices fiestas fúnebres».
Era un comentario planeado. Tenía un plan preparado desde antes de viajar a
Floc. Quería saber si Deep Blue era de Vic o de Berga, y por ello le había
mencionado aquella película, una comedia negra ambientada en las fiestas navideñas.
Había comprobado por los periódicos que en Vic la habían estrenado la semana
anterior, mientras que en la otra ciudad, Berga, aún no estaba programada.
«Qué casualidad, yo la vi ayer mismo —contestó—. Me gustó, sobre todo porque
se burla de todo ese montaje de las Navidades».
¡Línea!
Tecleé rápidamente: «Hum, qué vida te pegas, canalla. Ayer era día laborable».
«No creas, dejé solo un par de horas lo que estaba haciendo, el cine está muy
cerca de casa».
¡Bingo!
No solo sabía que vivía en Vic, sino que disponía de una referencia aproximada
sobre el punto concreto de la ciudad donde residía.
A partir de este momento ya no pude sacarle nada más. Porque empezó a teorizar
sobre las fiestas navideñas como un montaje comercial y deprimente y tuve que
aguantarle el rollo. Parecía un poco depre. De vez en cuando me llamaba
«guapísima» y «mi ciber-reina». Nunca había terminado de acostumbrarme a los
piropos.
Luego me pidió que le contara «qué sentíamos las chicas cuando nos daban un
beso».
«Ganas de que nos den otro», contesté inspirado.
Y la conversación siguió por este camino, motivo por el que prefiero correr un
tupido velo protector de mi intimidad y de mi sentido del ridículo.
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Al concluir la sesión pensaba que pronto podría darle una alegría a María Gual.
En cuanto a lo del castillo, aún no estaba seguro. Me negaba a plantearme una
retirada ante Cristian y dudaba de que él se arrugara delante de mí y de los demás.
A las nueve bajé a cenar y a reunirme con mis amigos, pero aún no habían regresado.
O el comedor del hotel era demasiado grande, o habían desertado más clientes.
La pareja de franceses tímidos estaba como parapetada en la mesa de un rincón,
asándose de calor junto a la chimenea, pero lejos de las ventanas por donde, quién
sabe, el vampiro podía saltarles de improviso à la gorge. El barbudo y su novia, en
cambio, se habían colocado directamente junto a una de las ventanas, para demostrar
que no le temían a nadie. El señor de pelo cano y su esposa ligeramente bizca
discutían a susurros en otra mesa, pero lo hacían tan acaloradamente que se les
entendía todo.
—Que no, Ernesto. Que nos vamos.
—Si nos vamos, el señor Oller se enfadará y seguro que el año que viene no nos
da la suite del segundo piso —dudaba el tal Ernesto, debatiéndose entre su vida y los
privilegios adquiridos como cliente del hotel.
—¡Me da igual!
—Pues se la dará a los Benítez, seguro. Para mí que ya hace tiempo que van
detrás de la suite.
—¿A los Benítez? ¡Ah, no, ni hablar! ¿Qué se habrán creído? ¡Pues nos
quedamos!
Al fondo del comedor, Carlota, la vegetariana maniática, comía hamburguesas
vegetales, mientras los demás daban buena cuenta de un conejo al ajillo que parecía
muy prometedor. Carlos María Pabarre, el escritor plagiario, apenas si había probado
el conejo, pero ya iba por la segunda botella de vino peleón. Si le atacaba el vampiro,
podría dejarlo fuera de combate solo con su aliento.
Ariadna, la camarera de ojos negros con la que habíamos metido la pata, me
señaló una mesa preparada con seis cubiertos.
—Allí —dijo secamente.
Pensé en decirle algo, en disculparme, pero no se me ocurrió qué, así que me
limité a sonreírle. Ella apartó de inmediato la mirada y yo me sentí idiota, y, casi sin
darme cuenta, por reflejo, la agarré por la muñeca.
—Lo siento —dije, mirándola a los ojos—. Nos hemos portado como unos
imbéciles.
Entonces me di cuenta de que mis amigos acababan de llegar y de que Nines me
miraba desde la puerta.
—No importa, señor —dijo la camarera, en un tono neutro que resultaba más
despectivo que un escupitajo entre los ojos—. Quien paga manda, lo sé
perfectamente.
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Y dio media vuelta.
Mientras mis amigos se sentaban a la mesa, me sentí obligado a justificarme.
«Estaba pidiéndole disculpas», y Nines no dijo nada y yo me sentí aún más idiota,
comprendiendo que es una tontería dar explicaciones cuando nadie las pide.
Cristian y Fernando estaban muy alborotados. La excitación de lo que
pensábamos hacer les hacía hablar y reír fuerte, atrayendo la atención de los otros
huéspedes. Román y Lourdes se unieron a nosotros, cansados y ojerosos, y tanto ellos
como yo nos convertimos en objetivo de las explicaciones de Fernando y Cristian.
—¡Hemos ido al corral donde mataron a Andrés Vaquer, tú!
—¡Y tendríais que ver la masía de los Ubiela, tíos! ¡Espectacular!
—¿Y el sitio donde cayó la moto de Sara Oliver?
Nines y yo nos mirábamos en silencio, sentados uno al lado del otro, pero
evidentemente distanciados. Demasiada algarabía para poder comunicarnos en el
tono de voz íntimo que necesitábamos. Yo pensaba que tenía que excusarme por
preferir ir al castillo del vampiro y, cuando notaba un cierto temblor en las manos o
una cierta dificultad al respirar, me preguntaba si el miedo sería a causa del vampiro o
del compromiso con Nines.
Ella no sé qué pensaba, pero apenas si participaba en la conversación.
En un momento dado, cuando Cristian estaba más animado explicando detalles
escabrosos de la visita turística que acababan de hacer, me fijé en que Nines tenía los
ojos clavados en un rincón del comedor. Seguí la dirección de su mirada y descubrí a
la camarera morena, que nos miraba reprobadora con aquellos ojazos enormes,
negros y brillantes.
Tomamos postres y café, y las chicas fumaron.
Y poco a poco la conversación fue languideciendo y, entre chiste y chiste, había
cada vez más silencio. Y este silencio impuso su ley.
Había llegado la hora.
La hora de subir al castillo del vampiro.
¿Iba a echarse atrás Cristian?
No lo parecía.
¿Me iba a echar atrás yo?
«Un día. Nines te dirá que no tuviste lo que hay que tener».
Antes muerto.
Mi mirada se encontró con la de Cristian por encima de los restos de la cena.
Un interrogante: ¿Vamos?
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El Pastor Asustado
P reparamos las mochilas con un poco de comida por si a media noche el miedo se
transformaba en hambre, los sacos de dormir, las colchonetas enrolladas, unas
linternas que podían sujetarse a la frente con gomas, otras más grandes y potentes,
ropa de abrigo adicional, por si acaso, y las botas de esquí.
—¿Las botas de esquí también? —me sorprendí.
—Pues claro —dijo Cristian, que no dejaba de reírse a causa de los nervios—.
Así podremos volver cuando queramos. No vamos a quedarnos ahí esperando a que
vengan a buscarnos estos jetas, que seguro que se duermen.
—Pero allí no hay pistas… ¿Quieres decir esquiando a campo través?
—Claro que sí. Sería mejor si dispusiéramos de material de esquí de fondo, que
es más ligero, pero tendremos que apañarnos con lo que tenemos.
—¡Pero si yo no sé esquiar!
—Sí que sabes. Esta mañana nos has demostrado que estás hecho un campeón.
Me resigné. Botas de esquí, vale. Pero me dije que yo bajaría a pie.
Fuera hacía un frío que congelaba el pensamiento.
Camiseta térmica, camisa, jersey de lana, anorak, gorro de lana, tapabocas, la
capucha del anorak, pantalones de nailon, guantes, calcetines de lana, más calcetines
de lana, descansos.
Nines dijo:
—Yo me quedo.
Creo que fue en aquel momento cuando empecé a sentir miedo. Empecé a
experimentar por adelantado la desolación, el abandono, el desamparo que no
esperaba encontrar hasta llegar al castillo.
«¿Qué haces, imbécil, yendo a gastar adrenalina allí arriba, cuando podrías
quedarte en el hotel, bien calentito, haciendo manitas con Nines?».
—Bueno, pues hasta mañana.
No obstante, nos dimos un beso, eso sí, claro que sí. Quiero decir que Nines no
apartó la cara ni nada por el estilo. Yo quería pedirle perdón, pero me daba vergüenza
hacerlo delante de los demás, y lo único que le dije, al oído, fue: «Piensa en mí». Y
ella, en un susurro similar, me contestó:
—Que te diviertas. Espero que valga la pena.
Román y Lourdes también se quedaban porque decían que estaban muy cansados.
El esquí es agotador. Fernando conduciría el Nissan Miera. Entre él, Cristian y yo
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cargamos los esquíes en el techo del vehículo. Y, por fin, nos montamos en él y nos
alejamos de Nines, Lourdes y Román, que movían la mano en señal de despedida.
Pasamos por la calleja estrecha y enfilamos la carretera que llevaba a Abellers.
Curvas y curvas, y baches y silencio.
Tres kilómetros más adelante. Fernando redujo la marcha, buscando algún camino
que se abriera a la izquierda, entre los árboles. Si había alguno, estaba cubierto por la
nieve y nadie lo había recorrido en las últimas horas, porque ninguna huella nos lo
revelaba. Recorrimos otro kilómetro y dimos media vuelta, volviendo atrás y
prestando más atención. Al final, lo encontramos.
—¿Tú crees que podremos subir con el coche? ¿No hay demasiada nieve?
—Bajo los árboles no hay tanta. Mira: allí me parece que se ven claros…
Inténtalo… —dijo Cristian—. Si te parece muy difícil, nos dejas y continuamos a pie.
Subimos por un camino muy irregular y muy estrecho, con riesgo de dejarnos el
tubo de escape por el camino, durante unos doscientos o trescientos metros. Entonces,
Cristian dijo:
—Vale, vale. Continuaremos a pie.
Aún quedaba una buena tirada.
Cristian descargó los esquíes.
—¿Piensas subir con los esquíes? —No me imaginaba cómo podría hacerlo.
—Con los esquíes al hombro.
—Pero… ¡falta un buen trecho hasta el castillo!
Se volvió hacia mí con la voz que se suele emplear para dar lecciones.
—Mira, Flanagan. La verdad es que no tengo ninguna prisa por llegar allí arriba.
Y, en cambio, me parece que tendré muchísima prisa por largarme de allí mañana por
la mañana. O sea, que yo me llevo los esquíes.
Bueno, si él los llevaba, yo también.
—Adiós —se despidió Fernando—. Que tengáis suerte.
Empezamos a subir, lenta y pesadamente, con los esquíes al hombro, las mochilas
con las pesadas botas en la espalda, las linternas sujetas a la frente, muy despacio.
—¿Qué demonios piensas que encontraremos allí arriba? —preguntó Cristian.
—No lo sé —contesté—. Has sido tú quien se ha empeñado en subir. Yo me he
limitado a aceptar el reto. ¿Qué crees que encontraremos?
—Nada. Piedras.
—Y emociones —añadí, después de pensarlo un instante—. Si yo subo, es porque
será emocionante. Como montar en una atracción de un parque temático, como hacer
puenting o rafting o barranquismo. Emociones.
Avanzamos unos metros más, rodeados de árboles, de nieve y de tinieblas.
—¿No crees que podamos encontrar al vampiro? —preguntó Cristian en voz baja.
—No —dije lacónicamente. «No» y nada más. Era una posibilidad que me
negaba a considerar por cuestiones de higiene mental.
—¿Por qué no? La Guardia Civil cree que es posible que esté por aquí. La
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Guardia Civil no bromea con estas cosas. —No contesté—. ¿Dónde estaba el
sanatorio mental donde tenían encerrado a ese Blas?
—No lo recuerdo.
—Si estaba cerca… —Como yo seguía sin darle bola, añadió un poco nervioso—:
Si está en la comarca, no puede sobrevivir muchos días al raso, con este frío. Si está
aquí, alguien le estará ayudando, ¿no crees?
—¿Quién?
—Esa chica, por ejemplo. Esa Carlota que le defiende y que era tan amiga suya.
—Es una posibilidad —dije, con ánimo de cortar el tema.
Continuamos subiendo. Yo ya resoplaba. Los esquíes se me clavaban en el
hombro, los pulmones se me habían recalentado como el interior de una olla a
presión, las piernas se me doblaban. Solo tenía ganas de llegar arriba, desplegar el
saco y ponerme a dormir hasta que saliera el sol.
Había empezado a nevar.
—Flanagan.
—Qué.
—El que aguante más rato en el castillo…
—Sí, qué.
—… se queda con Nines.
—¿Qué?
—Es mi apuesta. El que baje primero, tendrá que renunciar a Nines.
—¿Quieres decir que nos estamos jugando a Nines como si fuera una moneda?
—Yo la vi primero.
—No digas tonterías.
—¡Yo la vi primero! Somos compañeros de colegio desde que teníamos…
—¡Que no digas tonterías! Cuando bajemos, le preguntas a Nines si quiere salir
contigo. Si te dice que sí, yo me retiro y ya está.
—¿Lo dices de verdad, Flanagan?
—Pero si te dice que no, te esfumas y nos dejas en paz, ¿de acuerdo?
—O sea, que me das permiso para intentar ligármela…
—No. Solo te he dicho que le preguntes si quiere salir contigo. Eso no tiene nada
que ver con ligar. Como va a decirte que no, no me inquieta en absoluto.
—Yo no estaría tan tranquilo, Flanagan.
El castillo apareció entre los árboles cuando yo ya estaba a punto de pedir unos
minutos de descanso.
De momento, parecía un montón de piedras ciclópeas apelotonadas de cualquier
manera. Piedras negras en la noche, perfiladas por la gran masa blanca de la nieve.
Pasamos entre ellas, buscando un poco de techo, algún lugar donde guarecernos. Los
copos de nieve revoloteaban a nuestro alrededor, cada vez más abundantes y gruesos.
—Allá —dijo Cristian señalando una pared que aún se sostenía en pie. Parecía un
muro de contención. Si rodeábamos el castillo y trepábamos por allí, accederíamos a
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la construcción más entera que se adivinaba arriba. Era de allí de donde arrancaba la
altísima chimenea. Como un dedo artrítico señalando al cielo, que se mantenía
milagrosamente en pie.
El viento empezó a soplar fuerte de verdad mientras buscábamos la manera de
subir hasta aquel punto. Un viento helado que nos cortaba las mejillas como la afilada
garra de un felino, que nos pinchaba en los ojos como si nos acribillaran agujas
invisibles. Andábamos encorvados con la cabeza hundida entre los hombros. De
pronto, ya no buscábamos un refugio, sino que lo necesitábamos desesperadamente.
Tuvimos que escalar utilizando manos y rodillas. Primero Cristian. Después le
pasé los esquíes y los palos y trepé yo. Una pequeña carrera y ya estuvimos bajo
cubierto.
—¡Uf! ¡Menuda tormenta se ha organizado! —exclamó Cristian, impresionado.
Los siglos, los derrumbamientos, las hierbas y las raíces de los árboles que habían
crecido por allí, habían formado una especie de túnel muy profundo y de techo muy
alto. Entramos por ahí, y lo primero que hice fue meter el pie en un agujero
embarrado. El agua que contenía estaba helada y se resquebrajó. Sentí un pinchazo en
el tobillo, a punto de hacerme una torcedura seria.
—¡Eh, cuidado!
—Sí —dijo Cristian—. Esto está lleno de agujeros.
Dando un vistazo alrededor, me acordé de la última vez que estuve en el Huerto
del Cojo, allá en mi barrio Alguien había cavado desesperadamente en el huerto,
buscando algo enterrado[8]. Pues allí pasaba lo mismo. Agujeros y más agujeros. Solo
hay un animal que haga agujeros como aquellos, y es el hombre.
—Aquí ha estado alguien buscando algo —comenté.
De pronto, un relámpago pavoroso, Tuve un escalofrío.
—¿Qué pasa? —grité—. ¿Qué coño haces?
Cristian reía. Solo estaba haciendo fotos con una cámara digital.
—Ya que hemos subido hasta aquí, lo tendremos que inmortalizar, ¿no te parece?
—Inmortaliza, inmortaliza.
—Dirigió la cámara hacia mí y me inmortalizó deslumbrándome con el flash.
Entonces oí el grito.
—Toma —me dijo Cristian mientras me pasaba la cámara sin dejar de reír.
Cogí la cámara y pasé la mano, por la correa de seguridad, no fuera a ser que se
cayera al suelo y se rompiera. Es una costumbre que tengo.
—Espera. Calla.
El ruido del viento entre las piedras.
—¿Qué pasa? ¡Hazme la foto! ¡Inmortalízame, hombre! —Mi inmovilidad borró
de golpe su sonrisa. Inesperadamente, liberó su nerviosismo—. ¿Qué haces,
Flanagan? ¿Quieres asustarme?
—¡Que te calles! —grité de tal modo que se calló.
Y escuchamos. Los ojos asombrados de Cristian y el leve temblor de su barbilla
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me hacían descartar decididamente la posibilidad de una broma de mal gusto y me
hicieron tomar conciencia, al mismo tiempo, de que estaba frunciendo las cejas y de
que el miedo se abría paso en mi interior.
Aquello no era una broma.
Durante unos segundos tan solo oímos el aullido del viento entre las ruinas. Y,
cuando Cristian estaba abriendo la boca, a punto de soltar alguna inconveniencia, se
oyó el ruido.
Piedras y tierra desprendiéndose por una de las paredes del final del túnel.
Cristian y yo dimos un salto y ahogamos un grito. Su actitud, cada vez más
frenética, hacía que yo pareciera impasible y firme.
Alguien corría arriba, por encima del techo del túnel. Fueron unos rápidos pasos
sobre la nieve, apenas un suspiro por encima del sonido del viento, pero fue
suficiente para que Cristian cogiera uno de los palos de los esquíes como arma
defensiva. Y, al agacharse para hacerlo, descubrió algo en un rincón que todavía le
puso más nervioso.
—¡Flanagan! ¡Aquí vive alguien! ¡Mira!
Me señalaba un montón de leña que había al lado de la mancha negra de una
antigua hoguera. Y una pala americana, de aquellas que se desmontan para poder
transportarlas más cómodamente en una excursión. Evidentemente, había servido
para excavar todos aquellos agujeros.
Me acerqué y, debajo de la pila de leña, vi una bolsa pequeña, de nailon, como
una funda de saco de dormir llena de lo que parecía ropa. La abrí y descubrí una
camisa a cuadros, unos pantalones vaqueros, un paquete de galletas y un tetrabrik de
leche. Y un cuchillo de cocina muy afilado. Todo estaba razonablemente limpio,
como si no hiciera mucho rato que alguien lo hubiera depositado allí.
En cambio, el paquete de tabaco vacío que había bajo la bolsa llevaba mucho más
tiempo en el túnel. Sucio, húmedo y embarrado. Un paquete de tabaco de color crema
con el dibujo de un camello y unas pirámides.
Iba a comentarle el descubrimiento a Cristian, cuando oí el grito:
—Oooooo…
—¿Era el viento?
No, no. Por encima de aquel aullido que corría vertiginosamente entre las vetustas
piedras, había otro oooooo que salía de una garganta humana. No era solo un grito;
decía algo, articulaba alguna palabra que acababa en oooo.
Yo estaba paralizado, un sudor frío me empapaba la piel por debajo de la
camiseta, la camisa, el jersey y el anorak.
—¡Hay que llamar a la Guardia Civil!
Una leve fosforescencia me reveló que Cristian acababa de sacar su teléfono
móvil. Esperó un momento y se quedó mirándolo como si creyera que Supermán
quería atacarle y el aparato fuera un pedazo de kriptonita caducada.
—¡No tiene cobertura!
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—La tormenta. Recuerda lo que dijo Elena…
Cristian no perdió ni un segundo.
—Bueno, pues aquí vive alguien —dijo. A manotazos, con dedos torpes, abrió la
mochila y sacó las botas de esquí—. Yo me abro, Flanagan. —Apenas si se le
entendía lo que decía a causa del temblor que le dominaba—. Yo me largo.
Se descalzaba, se ponía las botas de esquí.
—¿Adónde vas? —exclamé—. ¡Salir de aquí con esta tormenta es una tontería!
¡Podemos perdernos! ¡Podemos encontrar animales por el bosque!
Pensaba: «¡No sé esquiar tanto como para ponerme a bajar por la montaña en
plena noche!».
Un guijarro rebotó entre piedras, en el exterior del túnel, y se repitió el grito
horripilante cargado de oes.
—¡… Ooooo!
—¡Larguémonos de aquí, Flanagan! —gritó Cristian enfermo de miedo—. ¡Has
ganado, Flanagan, quédate con Nines! ¡Yo me voy!
Yo no podía irme de allí. Ni siquiera hice el gesto de ponerme las botas de esquí,
ni siquiera recordaba dónde había dejado la mochila.
—¡No puedes salir de aquí con esta tormenta! —repetía obsesionado, presa del
pánico—. ¡Te perderás, te atacarán los lobos! ¡No hay nadie! ¡Debe de ser un animal!
—Mi reacción ante el pánico era la negación—. Estamos más seguros dentro que
fuera. Y te perderás, por estos parajes tiene que haber lobos o jabalíes…
Cristian ni me oía ni quería oírme. Ya tenía puestas las botas y los esquíes. Se
cargaba la mochila a la espalda.
—¡Yo me abro! ¡Ya te puedes quedar con Nines!
—¡Y osos feroces, Cristian! —grité desesperado, sintiéndome solo, anonadado,
más indefenso que nunca.
Cristian se impulsó con los palos y salió del túnel a la intensa nevada exterior, a la
oscuridad. La luz que llevaba sujeta a la frente apenas si permitía ver los troncos de
los árboles a cinco metros de distancia.
Contuve el aliento, seguro de que, en cuanto saliera del refugio donde nos
hallábamos, algún tipo de monstruo caería sobre él, lo devoraría. Un vampiro que le
mordía en el cuello. Un hombre vestido con un impermeable rojo que lo apuñalaba y
después le cortaba las muñecas y le sorbía la sangre.
Se impulsó para saltar con los esquíes el muro de contención de dos metros que
habíamos escalado, ¡zum!, como aquellos esquiadores de la competición de saltos de
trampolín de año nuevo. Y desapareció en la oscuridad, una tenue lucecita que se
perdía pendiente abajo.
—¡Cristian! —grité, desesperado.
Quería decirle: «¡Espérame!», pero ya era demasiado tarde. Yo ya no sería capaz
de calzarme los esquíes y bajar solo, en plena noche y entre aquella ventisca
apocalíptica.
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Me vi abandonado, respirando como si acabara de subir a la carrera y de dos en
dos todos los escalones de la Torre de Babel. El corazón me latía en el pecho y en
varios puntos más dispersos por todo el cuerpo, pa-bum, pa-bum, doliéndome a cada
latido.
Arriba continuaban los ruidos. Mucho ruido. Como si alguien se estuviera
poniendo cada vez más nervioso.
Alguien que vivía allí, alguien que había salido un momento y que, al volver, se
encontraba su territorio invadido y se veía bajo la tormenta, cubierto de nieve,
indeciso, pensando que no le quedaría otro remedio que meterse en el túnel y
echarme.
Cogí uno de los palos de esquí, como había hecho Cristian, apagué la linterna que
llevaba ceñida a la frente para no delatar mi presencia y me quedé callado y
encogido. Muy quieto, al lado de la leña, la pala y el paquete de tabaco vacío.
Envuelto en la oscuridad.
Escuchando más allá del gemido espectral del viento.
Silencio.
Pasó el tiempo suficiente como para pensar que estaba bien loco por haberme
metido en aquel lío. ¿Es que era idiota? ¿Por qué me había negado a considerar en
serio la posibilidad de que el vampiro pudiera estar en el castillo? Por miedo a
asustarme y acabar echándome atrás, supongo.
Antes de que pudiera continuar con mis elucubraciones, oí otro ruido.
Un nuevo desprendimiento de piedras por las paredes de más allá de la boca del
túnel. Alguien se acercaba, alguien estaba bajando.
Me negaba a pensar que fuera un hombre, un vampiro, el Pastor Asustado,
Blasillo. No podía ser. Tenía que tratarse de un animal. ¿De qué animal?
No veía nada.
¡Bom! Un cuerpo había caído en el punto donde se hallaba la entrada del túnel.
¡Bom!, como alguien que salta desde un par de metros de altura y, ¡bom!, queda
firmemente plantado sobre los pies.
«Si yo no le veo, él tampoco me ve», pensé. Pero también pensé: «Se mueve en la
oscuridad desde hace rato, ya debe de estar habituado a la oscuridad; posiblemente él
sí me está viendo aquí, agachado y atemorizado: a lo mejor, ahora mismo está
avanzando lentamente hacia mí, sin hacer ruido, y yo no me doy cuenta. ¡Estoy en
inferioridad de condiciones!».
Entonces se me ocurrió la idea. La cámara de fotos colgaba de mi muñeca. Y
tenía flash. Si le deslumbraba, yo tendría ventaja sobre él.
No lo dudé un instante. Solté el palo de esquí, busqué el botón de la cámara a
través del grosor de los guantes y disparé.
¡¡NYAAAAA!!
Un relámpago inundó el túnel. La noche se hizo día por un instante.
¡¡NYAAAAA!!
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En las películas ponen esos golpes de música, gritos, ruidos imposibles, para
conseguir que el espectador pegue un salto en la butaca y tenga una sensación tan
intensa como la que experimenta el protagonista en la pantalla. Ya puedo deciros que
los efectos que se consiguen con el ¡¡NYAAAAA!! solo suponen una pálida
aproximación del sobresalto terrorífico que me lanzó de espaldas contra la pared y
que hizo que me diera un golpe en la nuca.
Estaba allí. Con su gran capa roja, los pantalones cortos y las medias, tal y como
le había visto en las fotos de la revista Reportaje. Allí estaba aquel individuo
primitivo, terrible, y el relámpago de luz de la cámara lo sorprendió corriendo hacia
mí, lanzándoseme encima.
Pensé: «El cuchillo. ¡Dios mío, que no coja el cuchillo!».
Al mismo tiempo que la oscuridad nos envolvía de nuevo, sus manos me venían a
la cara y me hacían rebotar la cabeza contra la pared por segunda vez. No recuerdo
que me hiciera daño, no recuerdo bien lo que pasó. Recuerdo una especie de
explosión, seguramente un chillido que se me escapó de la garganta, y él también
gritaba. En aquel momento entendí sus oes. Decía: «¡Tengo miedooooooo! ¡Tengo
miedoooooo!», mientras me buscaba el cuello para estrangularme. Recuerdo el tacto
de sus dedos ásperos, su olor penetrante de sudor y miseria, su aliento cálido y fétido.
También decía: «¡No eres un búho!», y me quedé obsesionado con aquella frase que
en aquel momento no supe interpretar. «¡Tengo miedo! ¡No eres un búho!». Me
parece que le mordí un dedo. Seguro que me dejé caer de espaldas en el suelo y,
tropezando con sus piernas, rodé para alejarme de él, hundiéndome en aquella
oscuridad impenetrable que era un pozo por el cual caíamos a plomo.
Rodé, manoteé y él me buscaba a tientas, me agarraba por la ropa y yo me
desprendía de aquellas manos desnudas y duras como la piedra. Y pataleaba,
intentando propinarle un buen puntapié.
De pronto nos perdimos. Él a mí y yo a él. Yo oía sus jadeos y aquellas frases
refunfuñadas: «Tengo miedo, no eres un búho», mientras me alejaba de él procurando
no hacer ruido, palpando a mi alrededor para no darme ningún golpe, no sabía adónde
iba.
Topé contra una pared. Y mi mano derecha (torpe por culpa de los guantes)
tropezó con algo suelto. Un objeto. ¿Qué era? ¿Una piedra?
Pensé: «Al carajo, que sea lo que Dios quiera». Apoyándome en manos, brazos y
piernas, me fui incorporando, rozando la espalda contra la pared (el nailon hace un
ruido espantoso), temiendo que, de un momento a otro, Blasillo se abalanzara de
nuevo sobre mí…
La piedra que sujetaba con la mano derecha era demasiado pesada. Me costaría
levantarla y utilizarla como arma.
Encendí la linterna atada a la frente y le vi allí delante, sentado en el suelo,
desdentado, con aquellos ojos de rana, luminosos y brillantes de lágrimas, envuelto
en la capelina roja, insuficiente para el frío que hacía. Él también me descubrió.
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—¡Aaaaah! —dijo, como si se hubiera olvidado de mi presencia y acabara de
tener un sobresalto.
Le lancé la piedra. Pesaba demasiado y no la lancé bien, pero Blas se encogió,
sorprendido, tapándose la cara con las manos, y yo eché un vistazo alrededor, localicé
la salida más próxima del túnel y eché a correr hacia allí. Salí a la nieve. Me dirigí
hacia unas rocas, restos de la muralla que formaban un pasadizo. Bajo la tormenta,
empujado por un viento caprichoso que jugaba a favor del vampiro y quería lanzarme
por los suelos, el pasadizo me condujo al abismo. Ante mí, un desnivel a plomo de
más de dos metros. El antiguo muro de contención que había escalado con Cristian.
¡Cristian había tenido que saltarlo con los esquíes puestos! Pero yo no tenía esquíes,
ni habilidades de saltador de trampolines. Pensé que tenía que retroceder, y ya me
volvía para hacerlo, cuando recibí un golpe terrible en el omóplato derecho. Grité,
sorprendido, y me protegí con los brazos.
La luz de la linterna, que delataba mi presencia, me permitió ver a Blas, que,
encajonado entre las paredes de aquel pasillo, me tiraba piedras. Falló el segundo tiro.
El tercero se estrelló contra los dedos que yo extendía como pantalla defensiva.
—¡Soy el vampiro! —gritó Blas. Y con un cacareo ridículo que pretendía ser una
carcajada—: ¡Soy el vampiro! ¡Ya hace tiempo que no mato a nadie! ¡Y tú serás el
próximo!
Os lo juro. Lo dijo bien claro.
No esperé la cuarta pedrada. Confié en que el grosor de la nieve amortiguaría el
golpe y salté.
Caí de pie y, después, de lado. Fue un soberbio morrazo y quedé casi enterrado en
la nieve, pero enseguida comprobé que me podía incorporar y podía correr.
Digo correr por decir algo. De hecho, avanzaba levantando las piernas por encima
de la rodilla, para arrancarlas de la nieve, antes de volver a hundirlas en ella. De esta
manera extenuante me abrí paso entre piedras y bancales y paredes como quien corre
por un laberinto a ciegas y confía en dar con la salida por casualidad. Pasé por lo que
debía de haber sido una gran sala, con la chimenea erigiéndose como una maldición
hacia el cielo, llegué a unas almenas y me vi de nuevo abocado al abismo.
En aquella ocasión ya no se trataba de un desnivel de dos metros, sino de un salto
vertiginoso de más de treinta o cuarenta. Las copas puntiagudas de enormes abetos
cabeceaban, burlonas, casi al alcance de la mano.
Ni soñar con huir por allí. Me volví, temeroso de encontrarme encarado
nuevamente con mi perseguidor, pero todavía no había llegado a la sala. Cabía
suponer que, desde donde estuviera, podía ver la luz de mi frente y, por lo tanto, era
preciso volver a apagarla, cuanto antes mejor. Un vistazo para situarme y buscar una
salida o un escondite y a partir de ese momento tendría que moverme a tientas.
El viento me llamó.
Lo oí silbar con especial intensidad. Un silbido de dios mitológico, el aullido de
una criatura fantástica que me llamaba.
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Hacia la chimenea.
Vi la chimenea que aún se mantenía milagrosamente en pie y por donde decían
que salía de noche el conde Oller para chupar la sangre de sus víctimas.
El viento entraba por lo que había sido el hogar y recorría la chimenea profiriendo
un gemido espeluznante que sobrevolaba el valle. Hasta aquel momento me había
parecido que aquel sonido agudísimo del viento era normal, no había tenido nunca la
oportunidad de encontrarme rodeado por una tormenta de aquellas dimensiones.
Entonces comprendía que las brujas habían preparado unos efectos especiales
sonoros a propósito para la ocasión. Aquel gran grito del viento me llamaba.
Era una trampa.
Corrí hacia el hogar, apagué la luz y me metí dentro. La chimenea era estrecha,
muy estrecha. Apoyando la espalda en la pared podía poner los pies en la pared
frontera y trepar lentamente, avanzando ahora un pie, ahora el otro, arrastrando la
espalda, probablemente destrozando el anorak, como el hombre mosca. Siempre
hacia arriba.
El viento me empujaba, jugaba conmigo, me ensordecía con aquel silbido
penetrante. Era como escalar por el interior de un huracán.
Hacia arriba, hacia arriba.
Y una vez arriba, ¿qué?
¿Esperar a que el vampiro se cansara y se fuera?
Para trepar tenía que hacer mucha fuerza con las piernas y la espalda. ¿Aguantaría
la pared? ¿Quién podía garantizarme que aquellas viejas piedras soportarían la
presión de mis piernas y no cederían en el momento más inoportuno? Procuré
tranquilizarme diciéndome que, si se daba el caso, no tendría que preocuparme
porque no me daría cuenta de nada. Caería a plomo desde la altura que había
alcanzado y las toneladas de rocas que formaban la chimenea me sepultarían. Sería
fulminante. «No te preocupes, Flanagan. ¡Es lo mejor que te podría pasar!».
El ruido del viento me estaba volviendo loco. Dentro de aquella chimenea, aquel
sonido fantasmal adquiría nuevas formas y categorías. Era un alarido ensordecedor
con una vibración amenazadora de fondo, como si las piedras ciclópeas estuvieran
temblando, a punto de salir disparadas en todas direcciones. De un momento a otro
oiría voces celestiales.
Trepé un poco más, venga, un último esfuerzo, y me quedé quieto y a esperar.
¿Cuánto debía de haber subido? ¿Dos metros? ¿Tres? ¿Cinco? Tal vez me parecía
que había ascendido mucho y solo me había distanciado dos palmos de la base de la
chimenea. A veces, estas cosas pasan. Flanagan convencido de que ha llegado a lo
alto de la chimenea y la cabeza del vampiro que aparece a la altura de su hombro:
«¡Sorpresa!».
Contuve la respiración, cerré los ojos, concentrándome en la fuerza que tenía que
hacer, y esperé.
«¿Y ahora qué? ¿Esperarás a que salga el sol? ¿Cuántas horas deben de faltar para
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que salga el sol? ¿Seis? ¿Siete? Aunque solo sean cinco. ¿Te ves con ánimos de
continuar apretando tan fuerte, con las piernas y la espalda, contra la pared durante
cinco horas? ¿Durante cinco horas?».
Pasaron cinco segundos como cinco horas. O tal vez fueron cinco minutos como
cinco semanas. O tal vez las cinco horas.
Había caído en la trampa del viento. Estaba allí, inmovilizado, a merced de quien
quisiera venir a buscarme.
El vampiro podía estar sentado allí abajo, en la antigua sala del trono, esperando a
que me fallaran las piernas y yo cayera como fruta madura.
No podía más. ¿Cuánto tiempo había pasado? Las piernas empezaban a dolerme.
No empezaban: ¡me dolían de verdad! No podría soportarlo mucho rato más.
¿Qué estaría haciendo mientras tanto el vampiro Blasillo?
¿Me esperaba? ¿Me buscaba? ¿Se había echado a dormir?
Tal vez se había olvidado de mí. Estaba loco, evidentemente loco. Tal vez estas
cosas les pasan a los locos: de pronto se olvidan de lo que estaban haciendo. Si me
ocurría a veces a mí, que no estoy loco, imaginad a ellos, que tienen el cerebro más
deteriorado.
Tuve tiempo de comprender qué había querido decir con aquello de que no era un
búho. Le imaginé saliendo de su escondite bajo el túnel para hacer algo (un pipí tal
vez; o a lo mejor a buscar leña; quién sabe qué puede llevar a un loco a meterse bajo
la tormenta) y, al volver, se había asustado al ver que había alguien en el interior del
túnel. Oyó un ruido y posiblemente se dijo, para tranquilizarse: «Debe ser un búho».
Al encontrarse conmigo, constató que no era un búho y por eso gritaba su
descubrimiento a los cuatro vientos.
Ya no sentía las piernas, como decía aquel.
«Te caerás, te caerás y te romperás los tobillos y entonces sí que estarás en sus
manos».
Pensaba cosas así. Acariciado y rodeado por el grito histérico del vendaval.
«No te has librado del vampiro. Él vive aquí. Tarde o temprano tendrás que salir o
te caerás, y ya estará liada. Con la diferencia de que él habrá descansado y tú tendrás
las piernas destrozadas y no podrás dar ni un paso».
Pasaron cinco interminables horas más, o tal vez eran minutos, o tal vez
segundos. En cualquier caso, interminables.
Y pensé: «Imposible, no puedo más. Será mejor que baje antes de que me caiga».
Pero todavía esperé un rato más. Con aquel chillido terrorífico taladrándome los
oídos. Ensordecido. Quién sabe si sordo para siempre.
Para distraerme del dolor que sentía en las piernas, traté de pensar en Cristian:
¿Qué le habría pasado? ¿Se lo habrían comido los lobos, como yo preveía? Para
inyectarme una dosis de optimismo, traté de imaginarle en el hotel, movilizando a
mis amigos, a la Guardia Civil, exigiendo helicópteros repletos de policías armados
hasta los dientes que vinieran en mi rescate, o si no, la intervención fulminante de la
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guardia nacional, aquella que siempre sale en las pelis americanas. Después, en vista
de que no se oía llegar ningún helicóptero, pensé en las cartas que Oller guardaba en
su caja fuerte. ¿Cómo podía un agente de bolsa acertar las cotizaciones cinco veces
seguidas? Se me ocurrió que, a lo mejor, no era tan difícil, que tenía un cincuenta por
ciento de posibilidades. O subían o bajaban. Blanco o negro. Sí o no. Pero había
acertado cinco veces seguidas. Aquello no podía ser casual. Y así estuve entretenido
un rato. También me distraje pensando en Deep Blue, que poco se imaginaba que
estaba en un tris de quedarse ciberviudo de su Brigid. Pensé en Nines, en el miedo.
En el miedo en general. Me sentí ridículo metido allí dentro, huyendo de un vampiro
escuchimizado, que no tenía ni media bofetada y que, además, se llamaba Blasillo.
«Jo, Flanagan, ¿qué haces aquí metido? ¡Que ya no eres un crío! ¿Tú crees que
Phillip Marlowe se escondería horas y horas en una chimenea de un pastor loco y
asustado? ¡Sal y da la cara, gallina!».
Si allí dentro hubiera tenido una silla, no dudéis que me habría pasado toda la
noche sentado en ella y que, cuando la luz del sol entrara en vertical por la chimenea,
habría salido a ver qué pasaba en el exterior. No hace falta que os diga lo que habría
hecho si hubiera dispuesto de un sillón orejero y una mesita con canapés. Pero no era
el caso. El caso era que tenía que hacer presión con los pies contra la pared de delante
para no caer desde lo que se me antojaba una altura de veinte metros, y que las
piedras puntiagudas de aquella pared irregular se me clavaban en la espalda, y que ya
no podía más.
Estaba medio mareado. Me dolía la cabeza. Y la postura no era precisamente
cómoda.
De manera que me armé de valor y bajé. Poco a poco, procurando no arrastrar los
pies para no hacer caer ningún guijarro que delatara mi presencia. Despacito. Sin
encender la luz.
Fui bajando con cuidado, metros y metros hacia abajo. ¿Tan alto había subido? La
oscuridad me hacía suponer un pozo bajo mis pies, un abismo que llevaba hasta el
centro de la Tierra. Entonces yo perdía pie y caía. Y cuando pensaba que iba a
estrellarme contra el suelo, ese suelo no existía, solo había una oscuridad blanda
donde continuaba cayendo y cayendo, hacia el infinito, hacia la garganta de algún
monstruo mitológico. (El Come-Piedras, ¿os acordáis del chiste?).
El caso es que, con delirios o sin ellos, el descenso no se terminaba nunca. Muy
despacio, un pie detrás del otro, despacio, con las piernas doloridas, acalambradas,
rozando la espalda contra la pared, muy lentamente, aquello no parecía tener final.
Empecé a asustarme de verdad de mis fantasías.
Hasta que tuve la sensación de que alguien me pellizcaba el trasero.
Proferí un grito, me quedé de piedra.
En seguida comprendí que había llegado al fondo de la chimenea y me vi sentado
en el suelo.
Respiré aliviado. Jadeaba a causa del esfuerzo y del miedo. Las piernas me dolían
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mucho. Cerré los ojos y deseé dormirme y despertar cuando fuera de día y primavera.
Hibernar como los osos. Pero no pude.
Pasaba algo extraño.
«No se te ocurra encender la linterna».
Escuché para ver si oía algún sonido delator de la presencia de Blas.
El silbido del viento me impedía oír nada que no fuera el silbido del viento. Era
como estar en una discoteca, donde la música te impide oír la música. Entonces me di
cuenta de que el tono del silbido había cambiado y que el vendaval parecía haber
amainado.
Encendí la luz («Solo un momento, para situarme»).
De momento, lo vi todo blanco. Una pared blanca delante de mí. ¡Estaba
sepultado! ¡Enterrado vivo bajo la nieve!
Al susto inicial siguió una tranquilidad casi eufórica.
Claro: me había metido dentro de la chimenea y, mientras trepaba por ella, había
continuado nevando y el grosor de la nieve había aumentado hasta tapar la boca del
hogar. No la había cubierto por completo, todavía faltaba un palmo y medio para
conseguirlo, pero, con un poco de paciencia, me encontraría en un refugio inaccesible
y completamente seguro. Un poco más de nieve, y Blas no podría encontrar a
Flanagan.
Me tendí en el suelo y me encogí, dispuesto a no pasar nada más que frío. Para
aislarme del miedo y del viento, recurrí a un diminuto aparato reproductor de Mp3
que le había birlado a mi hermana Pili antes de salir de viaje. Aun con los auriculares
puestos, seguía oyendo el viento, y la selección musical que tenía el aparato en la
memoria me hizo pensar en Nines y me resultó deprimente. Una francesa de voz
ronca suplicando «Ne me quittez pas», Dani Nel.lo y la Banda del Zoco («Me has
dejado para siempre, has quemado nuestras vidas…»), un blues cantado por alguien
a quien no identifiqué («All my love is in vain»), seguido de «If you leave now you’ll
take away the biggest part of me…».
Apagué el reproductor.
Y continuó nevando, hasta que el manto de nieve ocultó por completo la boca del
hogar, y me vi atrapado en el interior de aquella especie de iglú, y no me dormí, pero
tuve mucho tiempo para pensar.
No eran unos pensamientos muy edificantes para mí. No hice ningún
descubrimiento trascendental, ni siquiera supe explicarme qué significaban las cartas
rotas de la caja fuerte de Jerónimo Oller. No paraba de insultarme y de repetirme,
muy enfadado, qué demonios hacía yo metido en aquella chimenea, helado tumbado
en el suelo, cuando podría estar tan feliz en una cama blanda, calentita y compartida.
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Más me valía no perder tiempo. Ir a donde había dejado la mochila y los esquíes y
largarme de allí cuanto más rápido mejor.
Procuraba desplazarme pegado a los muros y a las piedras porque pensé que así
tanto yo como mis pisadas pasaríamos más desapercibidos. Me orienté bien, hacia el
punto donde estaba el gran abismo. Más arriba, la pared vertical que Cristian y yo
habíamos escalado cuando llegamos y por donde yo me había lanzado cuando el
vampiro me apedreaba. Volví a trepar. Con un poco más de luz encontré fácilmente
dónde poner los pies y las manos para izarme en un momento.
Entré en el túnel. Avanzaba con cuidado para no meterme en aquellos agujeros
que convertían el suelo en un emmenthal, llegué hasta los esquíes y los palos que
estaban dispersos aquí y allá, seguramente debido a la pelea que habíamos tenido con
Blas. La mochila estaba intacta. Las ropas de Blas continuaban allí, en la funda del
saco de dormir.
Pero el cuchillo había desaparecido.
«Largo, lárgate de aquí, Flanagan, antes de que vuelva el loco».
Me sorprendí abriendo la mochila, sacando las botas de esquí, ciñéndomelas con
manos temblorosas y encajándome los esquíes como si fuera un campeón del mundo
a punto de hacer una exhibición. «¿Pero qué haces, loco?», decía una parte de mí,
agarrotada de pánico. «Si Cristian pudo bajar esquiando, yo también», alegaba mi
parte más inconsciente y suicida.
¿Qué le habría pasado a Cristian? ¿Por qué no había mandado al Séptimo de
Caballería a mi rescate?
Me cargué la mochila a la espalda y me extrañé de que Blas no hubiera aparecido.
¿Dónde se había metido? Casi se podía decir que le echaba de menos. Lo imaginaba
agazapado por los alrededores, espiándome, pobre hombre, tal vez más asustado que
yo. Probablemente, el hecho de ver que me disponía a marchar le tranquilizaba.
«¡Soy el vampiro! ¡Ya hace tiempo que no mato a nadie! ¡Y tú serás el próximo!»,
me había dicho con una voz ronca que nunca podré olvidar.
O acaso conservaba el ápice de cordura necesario para comprender que ya no
podía quedarse en el castillo y tenía que buscarse otro escondite, y había huido de
allí.
Cuando me impulsaba con los palos hacia el exterior del túnel, me fijé en una
pisada mía sobre el bario, la que había hecho al meter el pie en uno de los agujeros
del suelo. ¿Por qué me fijé? ¿Por qué me estremecí al verla?
Porque no era mi pisada. Porque la punta de la bota se dirigía hacia el exterior del
túnel, y no hacia dentro. Mi huella estaba debajo, y aquella otra me estaba diciendo
que Blas había ido precisamente en la misma dirección que yo debía seguir para salir
de allí.
Tragué saliva, me impulsé con los palos y salí del túnel siguiendo la huella del
vampiro. Fui en busca de una pendiente que me ayudara a salir de allí a toda
velocidad. «¡Corre, Flanagan, corre, que ahora es cuando salen los vampiros y
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atacan!».
El cielo se iba aclarando cada vez más. La nieve era muy blanca y ya empezaban
a dibujarse los árboles del bosque con más detalle.
Me di impulso, inclinando el cuerpo hacia delante, con muchas ganas de poner
tierra por medio, las piernas flexionadas, y me deslicé por la pendiente. Esquivé el
primer árbol que se interponía de manera casi instintiva. No era tan difícil. Los
esquíes se hundían un poco en la nieve virgen y frenaban un poco la velocidad.
Descubrí que si, contraviniendo los consejos que me habían dado el día anterior, me
echaba un poco atrás, avanzaba más rápidamente, porque las puntas delanteras de los
esquíes se levantaban un poco y no se clavaban en la nieve blanda. No era tan difícil.
El corazón se me ensanchaba, el aire estaba tan lleno de oxígeno que resultaba
embriagador. Con un grito de liberación, continué deslizándome pendiente abajo.
El grito se convirtió en una carcajada, y la carcajada en una especie de felicidad.
De pronto me encontré disfrutando del placer de esquiar, me sentí heroico por
haber pasado la noche en el castillo, por haberme enfrentado al vampiro y haber
sobrevivido, por haber dormido dentro de una chimenea, por haberme despertado
sepultado por la nieve y por ser capaz de esquiar como un campeón después de tan
solo un día de prácticas.
Para aquellos que sepáis esquiar, no será necesario decir que, así que tuve estos
pensamientos, caí estrepitosamente al suelo. Pero me incorporé riendo, porque el
hecho de dejar atrás el castillo y la noche me provocaban una euforia loca, y continué
bajando y bajando (si me caigo, me levanto), bajando y bajando, y esquivando
árboles y piedras sin saber muy bien qué tenía que hacer para girar, pero el caso es
que giraba y que cada vez me caía menos.
Finalmente, después de un repecho, vi la cinta negra de la carretera.
Entonces me di cuenta de que no sabía frenar. El día anterior, después de mi
primera bajada, mis compañeros me habían enseñado un sistema de emergencia para
cuando ves que no puedes controlar tu velocidad: debes tirarte a un lado antes de que
sea demasiado tarde. Pero, a estas alturas, ya era demasiado tarde. Y yo tenía
necesidad de pararme del modo que fuera por dos motivos, a cual más importante.
Por un lado, la pendiente acababa abruptamente y la carretera estaba metro y
medio más abajo.
Por otro lado, ¡venía un coche!
—¡Freneeeeen! ¡Déjenme pasar, que tengo preferencia!
Tirarme al suelo a aquellas alturas aún sería peor. Iba a demasiada velocidad.
Rodaría e iría a parar a la carretera de todas maneras.
Y no supe reaccionar. Flanagan se había confiado demasiado, tanto que cantaba y
silbaba mientras bajaba por la pendiente, tanto que el fin de fiesta lo pillaba
desprevenido.
Llegué al final del tobogán y salí disparado. Volé, brazos y piernas en aspa, un
esquí hacia un lado, el otro hacia otro…
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Al pasar por encima del vehículo que venía, precisamente por encima, tuve la
alegría de ver que era el 4x4 de la Guardia Civil…
… Y tuve la suerte de ir a caer sobre un montón de nieve blanda al otro lado de la
carretera, donde pegué tres o cuatro volteretas.
Cuando salí a la superficie vi unas botas enormes, unos uniformes verdes y una
mirada azul por encima de unos bigotes como de mejicano revolucionario.
—Sabía que causarías problemas con solo verte —comentó el sargento—. A la
que te oí decir aquello del morbo. —Y endureció el tono y la voz para interrogarme
—: ¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Eh —dije, demasiado aturdido para mostrarme ingenioso y brillante—. Eh,
¿podemos ir al cuartelillo, por favor? Me gustaría hablar con ustedes.
—¿Ah, sí? —se sorprendió el representante de la ley y el orden—. ¿Y de qué se
supone que tenemos que hablar?
—De Blas, el vampiro. Lo he visto esta noche. —Aún llevaba la cámara de fotos
colgada del cuello—. Incluso lo tengo fotografiado, si no me cree.
El guardia civil parpadeó con vehemencia y me ayudó a incorporarme.
—Parece que vengas de la guerra, chico —comentó, compadecido.
Tenía los pantalones rotos y me dolía mucho el brazo izquierdo.
—Venga, recógele los esquíes —ordenó a uno de sus hombres, que nos observaba
de lejos—, que este chico nos acompaña al cuartelillo.
Me condujo hacia la carretera, hasta el 4x4. En aquel trayecto constaté que me
dolía todo y que no podía caminar bien. A medida que se iba desvaneciendo el
espanto que me paralizaba desde la noche anterior, iba recuperando la conciencia de
mi cuerpo. La respiración se me hizo pesada, empezó a chorrearme la nariz y me
horroricé al darme cuenta de que estaba a puntó de echarme a llorar.
—¿Estás bien? —me preguntaba el guardia civil, como desde muy lejos—. ¿Estás
bien?
Pensé que ya era hora de que le respondiera con una réplica contundente, para
hacerme valer y demostrarle que no estaba asustado. Después de todo soy detective,
¿no?
—Sé esquiar —dije. Fui el primer sorprendido al ver que no se me ocurría nada
más ingenioso. «Estás muy mal, Flanagan». No podía parar de repetir—: Sé esquiar.
Ya sé esquiar. Ya he aprendido.
—Te felicito, chico —dijo una voz profunda, elegante, de locutor de doblaje de
cine y televisión—. Te felicito, porque el esquí es uno de los deportes más completos
que existen.
Estaba sentado en la parte trasera del coche y no entendí qué hacía allí.
Era un hombre delgado, yo diría que guapo como un actor de cine. Piel morena de
sol caro, pelo cortado muy corto en una peluquería de moda, mirada desafiante,
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mandíbula prominente, sonrisa de suficiencia, ropa de esquí similar a la que llevaban
Nines y sus amigos (o sea, de marca y de marca cara). Aquel hombre no era guardia
civil. ¿Qué pintaba en el coche?
—Ahora ya sé esquiar —le dije, como saludo, porque aún no salía de mi
abotargamiento. (¿Me habría vuelto tonto? ¿No sabía decir otra cosa?).
El hombre se rio de una manera clara y limpia que me ayudó a relajarme.
—Perdone —le dije.
—Sí, ya lo sé. Has aprendido a esquiar.
Me permití una risita. Estaba volviendo a la vida.
El guardia civil subordinado había guardado mis esquíes en la parte trasera del
4x4 y se había puesto al volante. Arrancó el coche y entonces me di cuenta de que no
íbamos hacia Floc, sino hacia Abellers.
Habló el hombre elegante:
—¡Eh, Guzmán! —supuse que el sargento se apellidaba Guzmán, y noté que le
incomodaba la familiaridad con la que le trataba el otro. O tal vez lo que le
incomodaba era que le tratase así ante testigos—. ¿Por qué habéis detenido al chico?
¿Porque no sabía esquiar? Pues dice que ahora ha aprendido. —El sargento Guzmán
no le contestaba—. O a lo mejor le habéis detenido precisamente porque sabe esquiar.
Igual que a mí, a lo mejor. ¿A mí también me habéis detenido por saber esquiar?
—Ya sabes por qué te llevamos.
—No, no lo sé —se resistió el hombre, más serio—. Y tienes la obligación de
decirme los motivos de mi detención.
—No estás detenido. Solo vienes al cuartelillo para ver una cosa.
—¿Y si no quiero verla?
—Es una cosa tuya.
—Si es una cosa mía debo tenerla muy vista. No hace falta que venga a
detenerme la Guardia Civil para que yo vea mis cosas. Yo miro mis cosas cuando
quiero.
Sentado a su lado, yo no podía saber si aquel individuo hablaba en serio o en
broma. El sargento no parecía muy dispuesto a darle mucha conversación. Se dirigió
a mí:
—¿Dónde dices que has visto a Blasillo, chaval?
—En el castillo.
—¿Has visto a Blasillo en el castillo? —gritó el hombre que viajaba a mi lado—.
¿Blasillo en el castillo?
—Sí —confesé, impaciente y avergonzado—. Subí con un amigo a pasar la noche
allí. Por el aquel de las emociones fuertes…
El sargento me miró de reojo como calculando qué talla de camisa de fuerza
necesitaría. Iba a decir algo, pero el esquiador le interrumpió con una carcajada
espléndida.
—¡Jaja, emociones fuertes! Y te las has encontrado, ¿eh? ¡Joder, emociones
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fuertes!
Me desenganché la cámara de la muñeca y se la entregué al guardia civil.
—Le he fotografiado. Tenga. Lo puede comprobar.
Para coger la cámara, el sargento se volvió hacia nosotros y clavó sus ojos azul
profundo en el hombre que tenía a mi lado.
—O sea, que Blas ronda por aquí, Boladeras —dijo, con mucha intención. El
hombre elegante se llamaba Boladeras—. ¿Qué te parece?
—Hombre, me da miedo —contestó el otro con frivolidad, como quien dice: «Y a
mí qué me cuenta».
—Pues si te daba miedo, ¿por qué lo has traído aquí?
Boladeras no quería mirar al policía. Quería mirar el paisaje por la ventana, pero,
claro, no podía permitírselo. Contestó con una mirada turbia.
—Yo no he llevado a nadie a ninguna parte. No soy taxista. Yo estaba en Floc, tan
tranquilo, pasando la noche en casa de una amiga mía.
—Tienes muchas amigas tú.
—Sí, no puedo con tantas. Si no fueras un hombre casado, sargento, te presentaba
a alguna, de verdad.
—¿Quién conducía tu coche? —preguntó el sargento, dispuesto a centrar el
asunto y a no permitirle al otro que le llevara a su terreno.
—¿Qué coche? Tengo tres.
Estaba en guardia. Sabía perfectamente de lo que le estaban hablando, pero se
hacía el sueco.
—Un Saab.
—El Saab lo tiene un amigo mío. Me lo pidió prestado.
—¿Amigo o empleado tuyo?
—Solo trabajo con los amigos.
—¿Ese al que llaman Parrillas?
—Es el rey de las parrilladas. Hace unas barbacoas memorables.
—¿Y por eso fue a Segovia? ¿Para aprender cómo hace Cándido el cochinillo?
—¿Fue a Segovia? No lo sabía. Si me hubiera dicho que iba a hacer tantos
kilómetros, le habría aconsejado que cambiara el aceite.
Ahora era yo quien estaba en guardia. Segovia me recordaba algo.
—¿Y quieres que te diga exactamente dónde en Segovia?
—No me interesa nada, pero si quieres decírmelo…
—Cerca del sanatorio mental que hay por allí. Allí vieron el coche.
—¿Ah, sí?
—Sí. ¿Y sabes quién estaba encerrado en el sanatorio penitenciario?
Yo tenía la respuesta. Lo había leído en Reportaje, claro. Era Blas quien estaba
encerrado allí. Blas se había escapado de allí.
Lo dijo el sargento:
—Blas Bonnot, Boladeras. Blas Bonnot estaba en Segovia hace tres días y se
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escapó. Y vieron tu Saab cerca del manicomio donde le tenían encerrado, y alguien
tomó nota de la matrícula. Y ahora, tres días después, tanto el Saab como Blas están
aquí. ¿No es posible que haya hecho el viaje en tu Saab?
—No creo que Parrillas hubiera permitido que un loco descamisado y peligroso
montara en mi coche. No le gusta esa clase de gente. Lo ensucian todo. —El sargento
abrió la boca para poner fin a las impertinencias, pero Boladeras alzó la voz y cambió
el tono—. En todo caso, ¿por qué no se lo preguntas a Parrillas? Yo qué sé lo que
hizo con mi coche.
Y, buscando un motivo para apartar la vista, extrajo el paquete de tabaco del
bolsillo. Tomó un cigarrillo con los labios y le aplicó la llama de un encendedor
dorado.
Yo me quedé atónito.
El paquete de tabaco era de color crema y estaba decorado con un camello y unas
pirámides.
Habíamos llegado a Abellers. El cuartelillo de la Guardia Civil estaba en la
entrada, allí mismo, a la derecha de la carretera. El 4x4 entró por un gran portal y
accedimos a un patio donde, entre otros coches, podía verse un Saab grande, de lujo.
Apenas se detuvo el vehículo, el sargento saltó al suelo y se dirigió a un número
que le estaba esperando a la puerta de las oficinas.
—¡Rápido! ¡Id al castillo de Oller! ¡Dicen que han visto a Blas allí esta noche!
¡Dos parejas! ¡Registradlo todo y me lo traéis antes de que haga alguna tontería!
Al bajar del coche tuve que agarrarme a la puerta, porque las piernas me fallaban
y se me nublaba la vista. El guardia que había conducido hasta allí, vino a ayudarme.
—¿Puedes andar? —me preguntó.
—Sí —le tranquilicé. Y en seguida—: Tengo que llamar a mis amigos, al hotel de
Floc. Deben estar preocupados por mí. Es posible que hayan ido a buscarme al
castillo.
El sargento, muy dinámico, vino hacia nosotros.
—Tómale declaración al chico —le ordenó al número que me ayudaba a caminar.
—Y después, ¿podría acompañarme a Floc? —pregunté, suplicante.
—Y después le acompañas a Floc —añadió el sargento, imperativo.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia el 4x4 de donde bajaba el hombre apellidado
Boladeras que tuteaba a la Guardia Civil. Vi que el sargento Guzmán señalaba el
Saab.
—¿Reconoces ese coche?
Me pregunté hacia dónde derivaría la conversación cuando los guardias volviesen
del castillo con el producto de su registro. No tendrían que buscar mucho antes de
encontrar las provisiones, la ropa de Blas, la pala americana con la que se habían
hecho los agujeros y aquel paquete de tabaco, de color crema con un camello y unas
pirámides dibujadas.
Me metieron en las oficinas, me ofrecieron asiento, me invitaron a un café con
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leche (que acepté encantado) y me permitieron llamar por teléfono antes de empezar
a hacerme preguntas.
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—Me has tenido preocupadísima y estoy enfadada, Flanagan —me dijo ella en
vista de que yo no decía nada—. Cuando vengas, te voy a dar un buen tirón de orejas
para castigarte. Un buen tirón de orejas y besos, muchos besos.
Bueno, parecía qué las aguas volvían a su cauce. Ya podría escuchar todas
aquellas canciones de almas abandonadas sin necesidad de sentirme solidario con
ellas.
Cuando colgué el teléfono, el guardia me dijo:
—Muy bien. —Porque me habían advertido de que no tenía que decirle a nadie
que había visto a Blas—. Desde que se supo que había escapado del manicomio de
Segovia, la gente se ha puesto paranoica, no paramos de recibir falsas alarmas de
personas que dicen haberlo visto por todas partes. Ayer mismo detuvimos a un turista
inocente por culpa de una de esas llamadas imprudentes. Un turista que amenaza con
denunciamos al consulado. Cada vez es más difícil ser policía en este país.
Mientras llenábamos papeles con mis aventuras, imprimieron la fotografía. Tan
pronto como acabaron, entró el sargento y me la enseñó.
Blas envuelto en la capa roja, desdentado, con unos ojos desorbitados cuya pupila
brillaba por efecto del flash. Me pareció más terrorífico que visto al natural. Era
evidente que aquel hombre se estaba abalanzando sobre la cámara, de manera que el
sargento, admirado, quiso que le contara cómo habían ido las cosas. De manera que
tuve que repetirlo.
Cuando el guardia que me había interrogado y yo salimos para volver a Floc,
llegaba un 4x4 con los guardias que habían ido a registrar el castillo. No habían
encontrado a Blas. Solo las ropas y las provisiones que, para el caso, podían ser de
cualquiera. Me alegré de haber podido aportar la prueba de la foto y me reafirmé
interiormente en la teoría de que Blas se había asustado y había buscado otro refugio.
El Saab ya no estaba en el aparcamiento y me pregunté qué habría ocurrido con
Boladeras. Durante el trayecto a Floc tuve tiempo de obtener algo de información.
—¿Ese Boladeras es de la comarca?
—Es un golfo —dijo el guardia, como si fuera reticente a hablar demasiado, muy
concentrado en la carretera. Y guardó unos instantes de silencio antes de soltarse el
pelo—. ¿No has oído hablar nunca de Marc Boladeras? Campeón de esquí de no sé
dónde no sé qué año. No sé si participó en unas Olimpiadas. Es de aquí, de Abellers,
pero su familia se fue cuando era pequeño. De pronto se quedó solo en el mundo y le
cayeron muchas tierras de por aquí en herencia. Entonces volvió y empezó a meterse
en tejemanejes extraños. Le gusta hacerse el gángster. El gángster del valle de
Termals. Ja. —Hizo una mueca de desprecio. Boladeras no le caía nada bien—. Él
fue quien sacó adelante el proyecto de la estación de esquí y ahora es el accionista
mayoritario. El amo, como quien dice. No es la primera vez que le llevamos al
cuartelillo. Cuando no son fiestas donde corre la cocaína, es que se ha saltado un
semáforo o ha molestado a alguna joven. Nunca nada grave, pero siempre está al
límite.
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—Y ahora… ¿Creen que ayudó a Blas a huir del manicomio? —El guardia
asintió, inexpresivo—. ¿Y por qué lo habría hecho? ¿Qué gana con eso? —El guardia
se encogió de hombros—. ¿Se conocen él y Blas? ¿Son parientes…?
—No, que yo sepa.
—¿Entonces…?
—No lo sé. Yo solo sé que, cuando Blas se escapó de Segovia, alguien vio un
coche sospechoso, tomó nota de la matrícula y ha resultado que la matrícula y la
marca del coche corresponden a ese Saab de Boladeras. Mira qué coincidencia…
—¿Pero qué ganaría ese Boladeras…?
Era una pregunta retórica y el guardia no tenía ninguna intención de
respondérmela.
Además, ya estábamos entrando en Floc. Ya hacía rato que la carretera irregular y
de continuas curvas me estaba mareando. Suplicaba llegar de una vez cuando vi las
casas oscuras y torcidas en medio de la nieve y el campanario románico, y entramos
por el callejón estrecho, y ya habíamos llegado.
Nos detuvimos delante del hotel de las Cumbres. El guardia sacó los esquíes y la
mochila de detrás del 4x4 y me los dio con cuidado, como temiendo que yo pudiera
caer aplastado bajo su peso.
—Venga, vete a dormir, chico —me recomendó—, que estás que no te aguantas.
Arrastraba los pies hacia la puerta del hotel, cuando me salió al paso Cristian, un
poco renqueante y con una cara similar a la que deben de tener los zombies después
de pasar una mala noche. Con él venían Fernando, Román y Lourdes.
Y en segundo término, en un sospechoso segundo término. Nines.
—¡Flanagan!
—Jo, Flanagan, ¿qué te ha pasado?
—Ven, ven, déjame que te lleve los esquíes.
—Mirad al héroe —dijo Nines en un tono que me borró la sonrisa de los labios—.
¿A qué vienes? ¿A buscar tu recompensa? ¡Pues para que te enteres, estás
completamente equivocado! ¡Pero que muy equivocado, Flanagan!
Dio media vuelta y se alejó de mí como si lo hiciera para no volver nunca.
Fernando, impaciente y buen amigo, corrió tras ella para decirle alguna cosa muy
urgente. Que lo pensara mejor, que no se precipitara, alguna cosa así.
Dirigí la mirada hacia Cristian, esperando que él tuviera alguna explicación para
aquel desplante.
—Yo no tengo nada que ver con esto —dijo él, corrido, casi tan nervioso como
cuando la noche anterior había huido del castillo—. Es cosa suya, Flanagan, te juro
que yo no tengo nada que ver.
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—¿Y por qué te ha acompañado la Guardia Civil hasta aquí?
—A ver, un momento…
—¡Vamos, Flanagan! ¡Tú sabes algo! ¿Qué nos escondes?
Yo estaba muy aturdido y, además, una parte muy importante de mi atención la
monopolizaba Nines, tan seria.
—Escuchad, os lo cuento más tarde, ¿vale?
—¡O sea, que hay algo que contar! —exclamaron, entusiasmados, Román y
Lourdes.
Fernando intercedía por mí:
—Dejadlo, que descanse, pobre chico.
—No he dormido en toda la noche…
—¿Y por qué? —saltaban en sus butacas Román y Lourdes—. ¿Qué pasó? ¿Qué
es lo que no te dejó dormir?
Me incorporé y arrastré los pies hasta encararme con Nines.
—Voy a la habitación. ¿Puedes venir un momento, que quiero hablar contigo?
—¡No, no, tú no te vas de aquí! —protestaba Román.
—¿De qué sirve que pases una noche en el castillo del vampiro si después no lo
cuentas? —se quejaba Lourdes.
—Venga, chicos —intervino Fernando, excesivamente servil—. ¿Por qué no vais
a esquiar mientras Flanagan y Cristian descansan un poco? Cuando bajéis, ya estará
más tranquilo y nos lo contará todo, ¿verdad, Flanagan?
Asentí con la cabeza y los demás, al oír la palabra mágica (esquiar), se levantaron
de un salto y me dejaron en paz.
Nines y yo subimos a la habitación. Entramos y me dejé caer de espaldas en la
cama. Me salió todo el cansancio en forma de tortícolis, dolor en las costillas, en los
codos y en las rodillas, en el omóplato donde me había alcanzado la pedrada de Blas,
y un abatimiento general que me hizo cerrar los ojos.
—¿Se puede saber qué te pasa, Nines? —pregunté.
—Ah, ¿no lo sabes? —contestó.
Yo estaba a punto de dormirme y me ponía nervioso que la chica no fuera al
grano.
—Cristian es un cabrón —dijo.
—Pero yo no —murmuré con los labios gruesos y pesados, como los del paciente
que empieza a notar los efectos de la anestesia. Apenas si era consciente de que yo
también tenía explicaciones que pedirle—. ¿Qué te pasa, guapa?
—Era una apuesta, ¿no? El que se quedara más rato en el castillo tendría a Nines
de premio.
—Uy, no —suspiré. Era incapaz de decir nada más.
—¿Qué era? ¿Un concurso de machos? ¿Por quién me habéis tomado? ¿Por un
premio de feria? ¿Una muñeca de tómbola?
Me temo que mi respuesta consistió en un ronquido ruidoso y grosero.
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Estaba firmemente dispuesto a dormir todo el día de un tirón, pero no hubo manera.
Hacía un segundo que acababa de cerrar los ojos y Nines no se daba por
satisfecha con mis explicaciones y me zarandeaba para despertarme.
—¡Flanagan, Flanagan!
No era la voz de Nines. Abrí los ojos y creí estar soñando al verme ante una
escena surrealista. Cerré de nuevo los ojos, sacudí con fuerza la cabeza para librarme
de aquella pesadilla, pero, como suele ocurrir en estas situaciones, cuando los volví a
abrir nada había cambiado.
Al lado de mi cama estaban Cristian y Carlos María Pabarre. La pareja ya era
extraña de por sí, pero es que, además, Cristian tenía un atizador de chimenea en las
manos y Pabarre iba armado con un trinchante de picar carne y una red mosquitera
que no sé de dónde habría sacado. Parecían dos gladiadores a punto de saltar al
anfiteatro.
Por un momento pensé que se les había contagiado la furia homicida del vampiro
y que venían a cortarme el cuello. Que Cristian había convencido a Pabarre para que
le ayudara a liquidarme, y así poder quedarse con Nines pese a haber perdido la
apuesta.
—¿Qué pasa? ¿No estabas durmiendo, Cristian?
—Es que a eso de la una, una y media, el hambre me ha despertado. He bajado al
comedor y, para no tener que comer solo, le he pedido permiso al señor Pabarre para
sentarme a su mesa.
—¿Y?
Pabarre se agachó sobre mí y me obsequió con una potente degustación olfativa
de carajillo de coñac. Bastó para despertarme por completo.
—Sabemos dónde se esconde el vampiro, chico —declaró aquel hombre, el
sospechoso número uno del robo del anillo de Elena.
—¿Qué? ¿Cómo?
Me hicieron partícipe de lo que habían averiguado. En el comedor habían
coincidido con algunos de los huéspedes del hotel, entre ellos Carlota. El segundo
plato del menú consistía en verdura con costillas de cerdo y Cristian se sorprendió al
ver que la vegetariana Carlota pedía lo mismo que los demás.
—Carne. Había pedido carne —subrayaba el borrachín Pabarre, tan exaltado
como Einstein cuando llegó a la conclusión de que E=MC2.
—Y no se la comió —dijo Cristian.
—No. La tenía a mi espalda, y yo la espiaba usando la cuchara a modo de espejo.
¿Y sabes qué ha hecho?
—¿Qué ha hecho?
—Ha metido furtivamente la carne y las patatas en una bolsa de plástico y,
después, en su bolso.
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—¿Te das cuenta, Flanagan?
Hacían una pausa, me concedían la oportunidad de que dedujera lo mismo que
habían deducido ellos. Pero a mí me dolía la cabeza, tenía los párpados hinchados y
no estaba para teorías.
—A ver, chico —me ayudó Pabarre, en tono de Sherlock Holmes espabilando a
un Watson tontorrón—. Esta Carlota no esconde que es amiga de Blas. No permite
que nadie, ni el servicio, entre en su habitación. No deja la llave en recepción cuando
sale. Es vegetariana, pero pide carne y se la lleva a su habitación.
—Ah —dije.
—Yo estoy en la habitación de al lado, en la planta baja. Y he oído ruidos
sospechosos al otro lado del tabique cuando se supone que allí no hay nadie.
—¿Te acuerdas de que anoche te dije que alguien tenía que estar escondiendo a
Blas? —dijo Cristian, para que quedara claro que él ya estaba sobre la pista desde el
primer momento.
—Y sale de noche —seguía acumulando evidencias incriminatorias Carlos María
Pabarre—. La he oído a veces.
—¿Oyó ruidos anoche? —me interesé.
—Anoche… bueno… dormí muy profundamente —entendimos que la cogorza
de la víspera había sido peor que de costumbre—. Pero anteayer, sí. A eso de las dos.
Yo iba asimilando los datos. Parecía que cuadraba todo. ¿Cuadraba realmente? Si
Blasillo se escondía en la habitación de Carlota, ¿qué hacía la noche anterior en el
castillo? Claro que había podido volver de madrugada o por la mañana, como
Cristian o yo. Quizás era eso: todos los que de noche estábamos en el castillo, de día
regresábamos al hotel para descansar y recuperar la forma física antes de enfrentamos
a nuevas aventuras.
Pabarre acababa de sacar una llave del bolsillo. Blandiéndola como si fuera la
espada Excalibur y acabara de arrancarla de la piedra, me expuso su plan. Le habían
oído decir a Carlota que subía a su habitación antes de salir a dar una vuelta. Se
proponían instalarse en el vestíbulo para esperar a que se ausentara y luego entrarían
en sus dominios para ponerlos patas arriba y, eventualmente, sorprenderían al
vampiro dormido y lo detendrían.
—Seré el autor que atrapó al vampiro —farfullaba Pabarre—. ¡El libro se venderá
como churros!
Fruncí el ceño. La comparación del futuro libro con los churros me pareció muy
acertada. Se me acentuó la jaqueca.
—¿No sería mejor llamar a la Guardia Civil?
Cristian puso cara de considerar la posibilidad, pero Pabarre no estaba dispuesto a
ceder.
—Le cogeremos desprevenido. Ya llamaremos a la policía cuando lo tengamos
atado de pies y de manos.
Si me permitís la exageración y el recurso literario, os diré que en sus pupilas
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brillaban dos diminutos ejemplares de la inminente edición en tapa dura de A sangre
caliente, de Carlos María Pabarre, con la silueta ominosa del vampiro en portada y
con una banda blanca con letras rojas fosforescentes: «¡Un monumento literario
escrito por el hombre que detuvo al terrible vampiro de Floc!».
Y fue precisamente esa idea, esa imagen de una supuesta portada del libro, la que
me hizo comprender que no debía acompañarles. La silueta del vampiro, para ser más
concreto.
—¿Vienes?
—No puedo —mentí solo a medias—. Estoy destrozado, no puedo ni moverme.
Sería más un estorbo que una ayuda.
—¡Pero, hombre, Flanagan…!
—Que no.
Protestaron un poco más, pero acabaron dejándome por inútil, y se fueron
consolados por la idea de que cuantos menos fueran los que se iban a repartir la
gloria, más tocaría para cada uno.
Yo también tenía un plan.
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se hizo un silencio. A partir de ese momento tengo que recurrir a lo que me contaron
después.
Carlos María Pabarre y Cristian acababan de sufrir un serio desengaño al
descubrir que la cama de la habitación estaba vacía. Toda su teoría se iba al garete. La
imagen de Blasillo, debatiéndose aprisionado por su red mosquitera, se evaporaba de
sus fantasías.
—Aquí no hay nadie —dijo Cristian.
No obstante, Pabarre abrió el armario, por si Carlota guarda a Blas colgado de
una percha.
Nada.
Y entonces oyeron un ruido tras la puerta del lavabo.
Dieron un respingo a dúo (eso sí lo oí perfectamente desde el principio del
pasillo) y se miraron.
El ruido se repitió. Alguien se movía allí dentro. Reeec, reeec, reeec.
Fue Pabarre, que se había animado con dos copitas de jerez antes de emprender la
expedición, quien abrió la puerta.
Desde el exterior solo oí un chillido infrahumano que se mezcló con los gritos
más humanos, despavoridos de Cristian y del escritor borracho.
—¡Me ha mordido! —decía Pabarre—. ¡Me ha mordido!
—¡Se escapa!
—¡Déjalo que se escape! ¡Está rabioso!
Yo sabía que Blas no estaba allí, pero, por un momento, casi esperé ver cómo se
materializaba en la puerta abierta, con su capa roja y esgrimiendo su cuchillo.
No apareció, claro está. Pero tampoco oí el ladrido que esperaba. Había deducido
que la tal Carlota ocultaba en su habitación un animal de compañía porque, al
imaginarme la silueta de un vampiro en la portada del futuro libro de Pabarre, lo
había asociado con aquella otra silueta que alguien había pintarrajeado sobre el cartel
de «No se admiten perros», y una cosa me había llevado a la otra. Eso explicaba que
le llevara comida a escondidas y que no dejase entrar a nadie en su habitación.
Pero si no se trataba de un perro, ¿qué clase de bestia había saltado sobre Pabarre
y Cristian y había mordido a uno de los dos?
Pabarre y Cristian estaban preparados para enfrentarse a un despiadado asesino
humano, pero no a un depredador del mundo animal. Chillaron, se les cayó el arsenal
bélico de las manos y salieron corriendo y gritando, convencidos de que aquel
monstruo se había lanzado en su persecución. Les vi pasar a toda velocidad bajo la
escalera. Para cuando llegaron al vestíbulo la alarma ya se había extendido por todo
el hotel.
—¡Un vampiro! —aullaba el escritor—. ¡Un vampiro! ¡Se ha lanzado a mi cuello,
me ha abrazado y me ha clavado sus enormes colmillos!
Las trillizas, que estaban tomando café en el vestíbulo, se pusieron en pie de
repente derribando sillas y mesas y chillando:
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—¡El vampiro, el vampiro, Blas está en el hotel!
—¡Está armado! —añadió la más imaginativa de las tres.
El joven barbudo al que había oído decir: «¡Que venga ese Blas, que venga y
hablaremos!», acababa de entrar en el hotel con su novia y con los esquíes al hombro.
Al oír los gritos de las trillizas, chilló como si le acabaran de arrancar una uña y se
dio a la fuga más ignominiosa, abandonando a su suerte esquíes y novia en medio del
vestíbulo, y apartando de un empujón a una anciana que se interponía en su camino.
En su frenesí por salvar la vida, no advirtió que la puerta acristalada se había cerrado
y se dio un trompazo de campeonato contra el cristal, que, por suerte, estaba
securizado y solo se resquebrajó en forma de telaraña como las lunas de los coches.
Yo decidí que sería mejor intervenir, y salí al vestíbulo.
—¡Eh, eh, eh, que no pasa nada!
—¿Que no pasa nada? —gimió Cristian—. ¡Esa cosa por poco nos mata!
—¡El vampiro, el vampiro! —repetía Pabarre.
Las trillizas se habían metido en el comedor y empezaban a atrancar la puerta con
mesas y sillas. Pabarre daba saltitos intentando alcanzar la lámpara de araña y
colgarse de ella. Elena asomaba desde la cocina, tiesa de espanto, y el barbudo,
medio atontado en el suelo, se protegía el cuello, la parte más sensible de su cuerpo,
con ambas manos.
—Un mono —me explicó, más sosegadamente, Cristian en cuanto recuperó el
aliento—. Un mono que se ha subido a la lámpara del techo y ahora se está
columpiando como un loco.
Un mono. Exactamente un macaco cangrejero. Macaca fascicularis, importado
ilegalmente. Se le iba a caer el pelo a Carlota la Vegetariana.
Estaba visto que no iba a poder dormir. Tuve que asistir a media hora de
explicaciones confusas, reparto de árnica y licores tónicos (Pabarre se tomó tres vasos
aunque, en realidad, el mono no le había mordido), y también a la expulsión de
Carlota del hotel. Alguien fue a buscarla al pueblo en coche, a instancias de una
Elena inflexible. La vimos salir, indignada y con la barbilla muy alta, el perfil
aerodinámico apuntando al cielo, acarreando una bolsa de deportes en cuyo interior
algo se movía amenazadoramente, provocando gemidos de desmayo en las trillizas.
Cuando volví a meterme en la cama, eran más de las dos de la tarde.
Y antes de las tres volví a despertarme.
De momento, no supe por qué. Tal vez, los últimos acontecimientos me habían
dejado demasiado agitado, o tal vez, pensé, la angustia causada por el disgusto de
Nines («Pero, Nines, ¿cómo has podido pensar que yo…?»), o el cosquilleo de furia
que me producía lo que le había contado el mierda de Cristian. Tal vez fue el dolor en
la espalda.
No. Lo que me despertó fue el rugido de un coche en la tranquilidad del pueblo.
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Un coche cuyo conductor conducía muy malhumorado, porque apuraba sin necesidad
una marcha corta e hizo chirriar ruedas y frenos deteniéndose en seco ante el hotel.
Abrí los ojos a pesar de que los párpados se me habían hinchado aún más, de un
modo que ya resultaba casi mutante. Me levanté y caminé hasta la ventana con la
sensación de que me habían puesto un sombrero de cemento que se mantenía en
precario equilibrio sobre mi cabeza. Si se me caía, produciría un estrépito
cataclísmico. Tenía que evitarlo a toda costa.
Miré hacia la plaza.
Fuera lucía el sol aunque por el norte se veían nubarrones negros y densos.
El ruido procedía de un Saab muy elegante, el mismo que había visto en el
cuartelillo de la Guardia Civil. Se abrió la puerta y vi descender a Marc Boladeras
vestido con tejanos, jersey de cuello alto muy grueso, anorak negro y botas de
montaña. Se cubría la cabeza con una gorra de lana que se le ajustaba ligeramente al
cráneo, ligeramente dolicocéfalo.
Venía hacia el hotel.
Me asaltaron unas ganas locas de saber qué quería. ¿A quién venía a buscar? ¿A
mí? ¿Con quién quería hablar?
Salí al pasillo, me acerqué a la escalera que bajaba al vestíbulo.
—¿Dónde está Oller? —era la voz del gángster del valle.
—Esquiando, como siempre —contestó la voz de Elena.
—Son casi las tres —más que una información horaria, parecía una acusación en
toda la regla.
—Bueno, las pistas cierran a las cinco. Ya sabes, si no vuelve para comer,
aprovecha hasta última hora.
—Habíamos quedado. Hace tres días que me rehúye. Seguro que le tienes por ahí
escondido.
—¡Que no! ¿Para qué quieres verle?
—Es una cuestión de dinero. ¿Dónde está?
—¡Ya te lo he dicho!
—Venga, nena, a mí no me la pegas. Que todos sabemos adónde te fue a buscar
Oller —Boladeras tenía una voz grosera y desagradable que se ajustaba
perfectamente a sus palabras.
—¡Yo no sé dónde está! ¡Espérale si quieres! —Elena parecía desesperada.
La situación empezaba a ponerse violenta.
Me decidí. Salí a la luz. En el vestíbulo había una escalera de mano abierta y del
techo colgaban a medias unas guirnaldas de colores que animarían la llegada del año
nuevo. Mientras bajaba las escaleras con parsimonia de vedette en su número fuerte,
interrumpí la conversación con toda mi inocencia, como si no hubiera oído nada,
como si acabara de caer del cielo.
—¡Eh, Elena! Ah, oh, perdonad… Pensaba que estabas hablando con el sargento
Guzmán… —Entonces hice como que reparaba en la presencia de Boladeras—:
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Ah… ¿Ha venido con la Guardia Civil? —Marc Boladeras no contestó. Me miraba
intensamente, para darme a entender que no le gustaba mi presencia. La mirada de
Elena, en cambio, era suplicante: «Por favor, por favor, Flanagan, sálvame». Yo
simulaba que no me enteraba de nada y contemplaba la plaza a través de la ventana
—. Es extraño, porque me ha dicho que vendría o que enviaría a alguien para que
hablara conmigo por lo de esta noche…
Marc Boladeras cambió de actitud. Instintivamente se le fue la mirada hacia el
exterior. Si tenía pensado insistir, desistió en aquel momento.
—¿Oller lleva móvil?
—Sí, siempre lo lleva encima —dijo Elena, visiblemente aliviada, al tiempo que
se dirigía al mostrador de recepción y buscaba un papel y un lápiz. Anotó el número
—. Toma. Llámale y déjale un mensaje en el contestador. Cada vez que acaba de
bajar una pista, comprueba los mensajes por si le he tenido que llamar por alguna
cosa.
Marc Boladeras cogió la tarjeta de manos de Elena, me dirigió una mirada letal y
abandonó el hotel tan de prisa que casi se le olvida abrir la puerta.
Elena y yo nos quedamos solos. Me sonrió.
—Gracias —dijo.
—¿Por qué se ha puesto tan borde? ¿A qué viene ese empeño en ver a tu marido?
—pregunté.
Negó con la cabeza.
—Ni lo sé, ni quiero saberlo. —Nerviosa, sacó un paquete de tabaco y yo me
sorprendí al ver que tenía un dibujo con un camello y unas pirámides. Pero el paquete
no era de color crema, sino azul. Elena interpretó mal mi expresión y dijo—: Ya te
dije que estoy intentando dejarlo.
—No, es que no había visto paquetes de esa marca y de ese color.
—Es ligth. Hasta hace poco fumaba el normal, pero, mira, por aquello de tragar
menos nicotina… Qué demonios, tienes razón. Me aguanto.
Se volvió a meter el paquete en el bolsillo y subió por la escalera para continuar
colgando guirnaldas de papel.
—Ah —dije. Insistí—: ¿Le debe dinero tu marido a Boladeras?
—No creo. Jerónimo no tiene deudas ni por qué tenerlas. Con lo que le dieron por
los terrenos no necesita nada de aquí a diez años. O veinte. Además, yo no quiero
saber nada. No quiero meterme en líos.
—En los líos te meten sin que lo pidas. Ahora mismo, si no me invento lo de la
Guardia Civil…
Si la miraba de arriba abajo, el peso del sombrero de cemento me haría caer de
espaldas. Fui a sentarme al lado de la chimenea, que estaba encendida.
—¡Es que este Boladeras…! —se quejó ella, angustiada. Bajó de la escalera, la
desplazó un poco más allá. Cogió un puñado de guirnaldas y volvió a subirse a la
escalera—. Ya hace tiempo que está insoportable.
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—¿Por qué? —dije, sin levantar la vista del suelo.
—No lo sé. Ni yo he preguntado ni Jerónimo me ha explicado nada. En La Rive
Gauche aprendí que cuanto menos sabes, más segura estás.
—Bueno, pero yo soy un curioso irrecuperable. Voy de noche a los castillos de
los vampiros y cosas así. —Alcé la cabeza para mirarla con los ojos entrecerrados,
como si los suyos me deslumbraran más que el sol naciente—. ¿Desde cuándo está
insoportable?
—Desde que… —sacudió la cabeza, «este chico no tiene remedio»—. Desde que
asesinaron a Montserrat Navarro en la habitación número trece. Según Jerónimo,
antes Marc ni siquiera había pisado este hotel. Cuando compró las tierras de mi
marido se entendieron por medio de abogados. Pero después de que muriera
Montserrat, se presentó como si fuera el rey del mambo. Dijo que Montserrat Navarro
trabajaba para él y que venía a interesarse por lo que había pasado.
—¿Montserrat Navarro trabajaba para él?
—Sí. En las oficinas que tiene en Abellers, de administrativa.
—Y Boladeras vino y se interesó por lo ocurrido.
—Sí, pero en seguida vimos que venía a buscar algo. Pidió el equipaje de
Montserrat, pero la Guardia Civil ya se lo había llevado. Se puso muy nervioso. «¡Ya
hablaré yo con la Guardia Civil y haré que me lo den!».
—¿Qué buscaba?
Ahora Elena me hablaba sin mirarme, concentrada en sus guirnaldas.
—Unos papeles. No sé qué de su carné de identidad y tres declaraciones de la
renta. Decía que tenía que presentar aquella documentación no sé dónde para poder
contratar a una empleada doméstica inmigrante y que el día anterior se los había dado
a Montserrat para que hiciera la gestión. Jerónimo le dijo que seguro que le
devolverían sus papeles si los pedía. Aun así se empeñó en registrar la habitación. No
encontró lo que buscaba y se fue echando chispas.
—¿Tenía esos papeles la Guardia Civil?
—No, seguro que no, porque al cabo de dos semanas Boladeras volvió por aquí y
quería registrar la habitación otra vez. Decía que no le daba la gana de que sus
declaraciones de la renta anduvieran descontroladas por ahí, que la gente supiera qué
ganaba y cuánto pagaba al fisco. Todo excusas, claro. En fin, Jerónimo no le dejó
entrar, y entonces dijo: «Pues me alojo en el hotel y tú me das esa habitación. Porque
esto es un hotel, ¿no?». Esa fue la gota que hizo colmar el vaso. Jerónimo le dijo que
de acuerdo, que esto era un hotel, pero que aquella habitación ya no era un dormitorio
porque la iba a convertir en aquel preciso momento en un despacho. Y dicho y hecho,
mandó que sacaran las camas, inauguró el despacho y hasta hoy.
—Qué raro —dije—. Boladeras no quería que nadie viera sus documentos, pero
se los confió a una simple empleada para que le hiciera una gestión que podría haber
hecho él mismo.
—Yo lo único que sé es que desde entonces Boladeras no deja en paz a mi
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marido. Se hizo socio de su club, aparece a cada momento en el hotel. No sé qué
busca.
—Busca dinero, Elena. Lo ha dicho él mismo.
—Pero ¿qué dinero?
—La lotería.
—A Montserrat Navarro no le había tocado la lotería.
—Le tocó y, como hace mucha gente, no se lo dijo a nadie —inventé, pensando
en voz alta, en busca de una explicación que justificara la actitud de Boladeras—.
Ella llevaba el dinero encima y se lo robaron…
—No podía llevar el dinero encima. La lotería no se cobra de hoy para mañana.
El día treinta aún no había cobrado nadie de Abellers.
—Bueno, pues los décimos afortunados —insistí, como un niño caprichoso que
quiere que le den la razón y que amenaza con una pataleta.
Elena movía la cabeza como si no le cupiera en ella que yo fuera tan tozudo.
—Que no, Flanagan. La posibilidad de que Blasillo robara a Montserrat ya la
investigó la Guardia Civil. En Abellers cayeron todas las series del gordo el día
veintidós, pero antes de Navidad ya estaban ingresados en bancos del pueblo. Y
ninguno a nombre de Montserrat. Ya te he dicho que no le tocó la lotería.
—¿Entonces se sabe quiénes cobraron?
—Más o menos.
Quería preguntar quiénes habían sido los afortunados, pero habría sido una
pregunta idiota porque yo no conocía a nadie de la comarca. No obstante, intuía que
aquel era un buen camino y, después de pensarlo un poco, dije:
—¿Sabes de alguien a quien le tocara el gordo aquel año?
—A muchos. Marc Boladeras, por ejemplo —contestó—. Mucho dinero. Media
serie, cinco décimos.
—Eso es un pastón —pensé en voz alta. Con un premio como aquel, mis padres
hubieran podido montar un par o tres de bares de lujo en los barrios más elegantes de
Barcelona, y aún habría sobrado para contratar a un diseñador de alta costura que
hiciera los uniformes de las camareras.
—Sí es un pastón.
—Y Montserrat trabajaba para Boladeras —afirmé, para que me quedara bien
grabado en la memoria—. ¿Dónde está su hija?
—¿Su hija?
—La hija de Montserrat.
—¿Ariadna?
—Sí. ¿Puedo hablar con ella?
—No está aquí. Como vive en Abellers, le he dado fiesta para que celebre el fin
de año.
—Vale —me di por satisfecho—. ¿Necesitas ayuda con las guirnaldas? Que te
sujete por algún sitio si no llegas al techo, o algo así.
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Conseguí que se riera.
—Tú lo que necesitas es meterte en la cama, que no te has visto la cara.
Tenía razón.
Me arrastré escaleras arriba y me metí en mi habitación.
Al desnudarme, tuve ocasión de verme el cuerpo cubierto de cardenales y unos
arañazos en la mejilla, cuyo origen desconocía. Me los debió de hacer Blas al
atacarme. La ropa de esquí ya podía tirarla. Yo mismo me podía tirar a la papelera.
La ducha disminuyó notablemente el tamaño de los párpados y el peso del
sombrero de hormigón. Y, mientras disfrutaba del balsámico chorro de agua caliente,
no dejaba de dar vueltas a todas las cuestiones que no me encajaban en aquella
historia. ¿Por qué había liberado Marc Boladeras a Blasillo, si es que lo había hecho?
¿Qué pasaba con aquel dinero desaparecido? ¿Y con aquellas cartas que vaticinaban
ganancias millonarias y que Oller había roto y guardado en su caja fuerte (suben o
bajan, sí o no, blanco o negro, un cincuenta por ciento de posibilidades)?
Más relajado, me volví a tender en la cama, para pensar mejor.
Y ya más relajado, me relajé del todo y me dormí. Pasaron cuatro horas y no me
di cuenta. Se puso el sol y yo continuaba roncando.
Me despertaron unos golpes frenéticos en la puerta, y unos gritos, y la irrupción
escandalosa de cinco personas en la habitación.
Di un grito y un brinco y me encontré sentado en la cama, probablemente con
cara de loco.
Uno decía:
—¡Flanagan, Flanagan!
Y otro:
—¡Blas, Blas!
Y otro:
—¡Flanagan, Blas! ¡Blas, Flanagan!
Y el que mejor se explicaba:
—¡El vampiro ataca de nuevo!
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Salieran y, mientras vaciaba la vejiga, volví a la realidad.
¿Qué? ¿Qué decían? ¿Qué había pasado?
Antes de salir del baño, volví a lavarme la cara con agua muy fría. Por la ventana
comprobé que había oscurecido. Pensé que pronto habría pasado un día desde la
expedición al castillo del vampiro y (para que veáis en qué estado mental me
encontraba) llegué en seguida a esta conclusión abrumadora: «¡Cómo pasa el
tiempo!».
Salí convertido en otro hombre.
—Bueno. Decidme qué ha pasado.
—¡Blas ha atacado a Oller, el propietario del hotel!
—No, no, dejadme a mí —dijo Nines, muy guapa, radiante, positiva, adorable—:
Hemos ido a esquiar. Al principio hemos tenido una fantástica mañana de sol, nieve
en polvo, todo perfecto.
—Por la tarde, el día se ha puesto un poco feo —intervino Fernando.
—Pero, de pronto, tendrías que haberlo visto, todos los que bajaban por las pistas
venían gritando: «¡El vampiro, el vampiro!». Tendrías que haber visto cómo cundía el
pánico.
—«¡Que no panda el cúnico!», decía uno —intervino Cristian, para amenizar la
charla—. «¡Que no panda el cúnico!».
—Nosotros estábamos abajo —dijo Román—, tomando unos cafés y, de pronto,
todos los que bajaban nos han rodeado. Gritaban: «¡El vampiro, el vampiro!». Y
nosotros: «¿Pero qué pasa? ¿Quién lo ha visto? ¿Ha atacado a alguien?».
—¡Y entonces ya bajaba un par acompañando a Jerónimo Oller, el del hotel, que
iba ensangrentado!
—Dice que le ha atacado con un cuchillo…
—¿Le ha hecho mucho daño? —pregunté con un escalofrío, pensando en el
cuchillo que había visto en la bolsa del saco de dormir, en el castillo.
—No lo sé. Le han llevado al hospital de Sant Martí del Congost.
—Yo diría que no, porque le he visto caminando sin que nadie le ayudara…
—¡Pero eso significa que Blas está por la comarca, Flanagan! —dijo Nines, entre
admirada y asustada.
—Estaba en el castillo, ¿verdad, Flanagan? —exclamó Cristian—. A que sí. ¿Te
lo encontraste?
—Sí —tuve que aceptar—. Estaba en el castillo. Me lo encontré. Pero la Guardia
Civil me pidió qué no dijera nada precisamente para que no cundiera el pánico.
—¡Que no panda el cúnico! —repetía Cristian.
—¡Flanagan! —chilló Lourdes—. ¿Te atacó?
—Sí, me atacó —confesé, con una sonrisa complacida.
Y ya me tenéis allá, medio tendido en la cama, con Nines a un lado, muy
afectuosa y preocupada por mí, y Lourdes al otro, derramando admiración por los
ojos muy abiertos, y Fernando, Cristian y Román prácticamente de rodillas, delante
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de mí, suplicándome:
—¡Cuéntalo! ¡Cuéntanoslo todo!
Os diré que en la vida del héroe también hay momentos gratificantes. No todo han
de ser peleas, carreras, soplamocos y sobresaltos.
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O tra buena noticia era que, aquella noche, el hotel nos invitaba a la cena de fin
de año.
Nines y los demás, mientras bajaban de las pistas, habían decidido que después de
las uvas iríamos a Abellers, a buscar un poco de marcha. Me pareció bien.
Mientras ellos se duchaban y todos nos vestíamos para la fiesta, vivimos un
ambiente de armonía y de paz. Nines me pidió perdón y yo comprendí que se hubiera
enfadado cuando Cristian le dijo que nos la habíamos apostado al que fuera más
valiente (lo que era una absoluta falacia, puntualicé), y los dos comprendimos al
pobre Cristian, que había bajado de la montaña aterrorizado y humillado y que,
seguramente, no estaba en sus cabales cuando se le escapó semejante tontería.
Había tanta armonía y tanta paz, que pude hacerle la pregunta a la que llevaba
horas dando vueltas.
—¿Y tú qué hacías en la habitación de Fernando a las tres de la madrugada?
Me sonrió, encantada de verme celoso.
—Qué quieres. Estaba preocupada por ti, no podía dormir. Y Román y Lourdes
estaban atrincherados en su habitación, a su rollo. Estuvimos hablando y jugando al
Scrabble, eso es todo.
—¿Y él no intentó nada? —se me escapó antes de que pudiera frenar.
Pensé que se iba a enfadar, y con razón, pero en vez de eso se puso muy seria.
Tuve el presentimiento de que había ocurrido algo grave. Los que estéis enamorados,
comprenderéis que se me hiciera un vacío en el estómago.
Después de una pausa. Nines dijo:
—Sí.
—¿Sí?
—Insistió, insistió e insistió.
—¿Sí? —no me salía otra réplica más elaborada.
—Quería que fuera a buscar el portátil y le dijera cuál era la contraseña de Brigid
para poder hablar con Deep Blue por el chat —dijo Nines con una sonrisa—. Pero yo
no cedí.
—¡Ah!
Felices, acabamos premiándonos con un beso que podía competir perfectamente
con cualquiera de los que se daban Lourdes y Román.
Cuando por fin bajamos al vestíbulo, sorprendimos una discusión.
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Elena volvía a tener problemas con el escritor Carlos María Pabarre, que parecía
que había celebrado el año nuevo antes de tiempo. De hecho, estaban forcejeando. El
escritor iba vestido con anorak y una gorra con orejeras, como para pasar la noche
fuera, y esgrimía un bastón grueso. Se tambaleaba y hablaba con voz pastosa.
—¡Que me deje! ¡Que ya soy mayorcito para saber lo que me hago! ¡Que me deje
en paz!
Pretendía golpear a la chica con el bastón y a ella le costaba trabajo sujetarlo.
—Pero ¿no ve que está nevando? ¿No ve que no está en condiciones de salir a la
nieve? ¿No ha tenido bastante con lo del mono?
—¡Que me deje en paz!
Intervinimos. Cristian sujetó al escritor por detrás y Fernando le quitó el bastón.
El pobre hombre lloriqueaba como un niño.
—¡Que me dejéis! ¡Soy un hombre hecho y derecho!
—¡Quiere salir a buscar a Blasillo! —nos decía Elena, nerviosa.
—¡Es ahora o nunca! —protestaba él—. ¡Está ahí fuera, esperándome! ¡Tengo
que entrevistarle para mi libro! ¿Qué mierda de libro sería, si no hablo con el
asesino?
—¡Tiene un cuchillo! —le recordé—. Tiene un cuchillo y está loco. ¿De verdad
cree que le dará oportunidad de hacerle alguna pregunta?
Por fin, se rindió. Todo el alcohol que llevaba encima le debilitaba. No pudo
contra los seis adversarios y acabó sentado en un sofá, acusándonos de arruinarle la
vida.
—Será mejor que coma algo —le dijo Elena—. Le hago un bocadillo y se mete
en la cama, ¿de acuerdo? Diez minutos.
Pabarre gruñó, pero no se movió del sillón.
—Diez minutos —dije yo, pensando en voz alta.
—¿Qué dices? —se sorprendió Nines.
—Espera. En diez minutos estoy de vuelta… Tengo… que hacer una cosa.
Me fui hacia el mostrador y la dejé con una pregunta en la boca.
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Me apoderé de la llave de la habitación de mis amigos y subí sin perder un
segundo de los diez minutos de que disponía.
Abrí la ventana y examiné la fachada posterior del hotel, iluminada por una farola
de luz amarillenta, no más de cuarenta vatios. La cañería que había utilizado Blasillo
para entrar en la habitación de Montserrat Navarro corría entre las ventanas de la
habitación número trece y la catorce, que pertenecía a Pabarre. Sin dudarlo, me subí
al alféizar de la ventana y me agarré a la cañería.
Elena tenía razón. Aquella cañería, con sólidas y anchas abrazaderas fijadas a la
pared a cada metro, era casi como una escalera. Hombre, habría resultado más
cómodo un ascensor con hilo musical, pero el descenso no planteaba ninguna
dificultad. Sobre todo para mí, que me había visto colgado de cornisas y, aún peor,
esquiando por pendientes vertiginosas.
Pero no pensaba en eso. En realidad, mientras descendía, pensaba en el título de
una vieja película italiana titulada Demasiadas cuerdas para un violín. Me había
metido en demasiados berenjenales a la vez. Marc Boladeras. Blas el vampiro. La
localización, captura y entrega (mejor atado de pies y manos) de Deep Blue a María
Gual. El misterio teórico de las cartas del asesor de bolsa que adivinaba
invariablemente lo que iba a ocurrir en el plazo de un mes. Y, para remate, el robo del
anillo de Elena. Imposible solucionarlos todos. Imposible, me repetía.
A la altura de la primera planta, me vi entre la ventana de la habitación número
trece, que estaba cerrada, y el ventanuco del baño de la catorce. Estaba entornado.
No era excesivamente ancho, pero sí lo bastante para alguien de mi talla y peso.
Me agarré del alféizar, me icé a pulso y me metí por el ventanuco rozando hombros y
caderas con el marco. Apenas metí la cabeza dentro del baño, comprendí que Pabarre
no hubiera cerrado el ventanuco, porque allí persistía un ofensivo aroma a vómito. En
algún momento, a lo largo de la tarde, el escritor había devuelto parte del alcohol
ingerido a la madre tierra a través de las cañerías de desagüe.
La impresión de desorden que producía el baño (toallas por el suelo y en la
bañera, espuma de afeitar sobre el lavabo) se veía superada por la del dormitorio. A la
luz de mi linterna, vi una cama alborotada, ropa interior y folios arrugados por el
suelo, el armario abierto con prendas de vestir amontonadas de cualquier manera.
En un rincón había un escritorio con una sorprendente máquina de escribir
portátil de las antiguas. Imaginé que Pabarre sería de esas personas que odian los
ordenadores, los teléfonos móviles y los coches y todo aquello que no son capaces de
manejar. También había montones de libros de bolsillo en precario equilibrio. Les
eché un vistazo. A sangre fría, de Truman Capote, cómo no. La canción del verdugo,
de Norman Mailer, faltaría más. Pero, además, había muchas ediciones de bolsillo en
inglés. Autores como Ann Rule, Joe McGuinnis, Jack Olsen, Steve Thomas y Don
Davis, libros del género que los anglosajones llaman true crime, relatos novelados
sobre crímenes reales. Algunos de estos libros tenían frases subrayadas. Leí unas
cuantas y todas eran réplicas ingeniosas, metáforas logradas, reflexiones brillantes.
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Tuve la seguridad de que si tuviera tiempo de leer los folios mecanografíados
dispersos sobre la mesa, descubriría muchas de estas frases incorporadas al discurso
narrativo del plagiario Pabarre. Para que no le volvieran a pillar, Pabarre picaba un
poco de aquí y un poco de allá en vez de copiárselo todo del mismo sitio.
O quizás no. Porque en el folio atrapado por la máquina de escribir solo se leía el
título, A sangre caliente, y una frase: «Cuando decidí enfrentarme al horror
espeluznante de los crímenes del vampiro de Floc, sabía de antemano que llegaría el
momento en que me vería ante él y se me helaría la sangre en las venas».
—Brillante —se me escapó, con sorna. Eso no era posible que se lo hubiera
copiado a nadie.
A partir de aquí parecía que Pabarre se había bloqueado. Le imaginé arrancando
folios de la máquina y arrugándolos, y buscando inspiración en la botella de ginebra.
Tal vez necesitaba enfrentarse al vampiro y que se le helara la sangre en las venas de
verdad para poder seguir.
Al retirar uno de los montones de libros, buscando el anillo de Elena, apareció
una foto enmarcada de Armando Pabarre, el padre famoso de Carlos María. El
escritor, calvísimo y de cejas espesas, miraba hoscamente al objetivo, frunciendo un
poco el ceño, como preguntándose qué alteración genética se había producido en su
familia para que apareciera en ella alguien como su hijo.
Busqué por todas partes, tratando de imaginar los lugares donde podría haber
escondido el anillo, en caso de haberlo robado. La mesita de noche, los frascos de
colonia y de aftershave del lavabo, los bolsillos de las prendas del armario. Nada. Lo
único que encontré fue una libreta de ahorros con saldo suficiente para un café y una
copita de anís.
Estaba a punto de considerar la retirada cuando, sin previo aviso, oí el sonido
inconfundible de la llave introduciéndose en la cerradura.
Como diría el propio Pabarre, se me heló la sangre en las venas.
Tenía medio segundo para esconderme y no me hizo falta ni considerar diferentes
opciones, porque solo había una: me dejé caer al suelo y rodé bajo la cama.
Chirrió la puerta y se encendió la luz.
—Venga, señor Pabarre —oí la voz de Elena—. A dormir, que mañana será otro
día y, además, otro año.
—No, no —sonó la voz terca y ronca del beodo—. Voy a escribir unas páginas.
De noche es cuando me inspiro.
Se cerró la puerta. Yo no sabía qué hacer. Descubrí que compartía escondite con
dos pares de calcetines usados y pestilentes. Descubrí también que, desde mi
posición, podía ver a Pabarre reflejado en el cristal de la ventana. Se había quedado
en medio de la habitación, tambaleándose un poco, sosteniéndose en pie solo gracias
al bastón y mirando sorprendido hacia el escritorio.
—¡Papá! —A pesar de los efluvios alcohólicos, se acordaba de que había
sepultado la fotografía de su padre, y ahora la encontraba de nuevo sobre la mesita,
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mirándole con el ceño fruncido—. ¡Papá, por favor! ¡No me mires así! ¿Por qué has
salido, papá?
Yo rezaba para que cayera en la cama y se durmiera. En vez de eso, arrastró la
silla y se sentó ante la máquina de escribir.
—¡Es que no me dejan, papá! —lloriqueaba, trompa perdido—. ¡Todos están
contra mí! ¡Pero te prometo que conseguiré ver al vampiro, y entonces…! —Se
quedó callado. Al cabo de un par de minutos, cuando yo ya alimentaba esperanzas de
que se hubiera quedado dormido en la silla, se arrancó de nuevo, provocándome un
sobresalto—. ¡No me sigas con la mirada, papá, me pones nervioso! ¡Mira, ya
escribo! —Pulsó una tecla de la máquina. Una sola. Otro silencio, mientras meditaba
qué letra debía poner a continuación. Y luego, otro exabrupto—. ¡Lo siento, papá, no
puedo soportar que me mires así! —Y el ruido del cajón de la mesita de noche que se
abría y se cerraba.
A ver: yo estaba muy impaciente. Había dejado a Nines con la palabra en la boca,
tenía muchas cosas que hacer y quería salir de allí como fuera. Teniendo en cuenta
todo esto, comprenderéis mejor lo que hice a continuación.
Imposté la voz para convertirla en un vozarrón amenazante.
—¡No te atrevas a meterme ahí dentro! ¡Un poco de respeto!
Carlos María Pabarre chilló y levantó las manos como si le apuntaran con una
pistola. La foto enmarcada cayó al suelo.
—Papá… papá…
—¡Y lávate las manos, por Dios! ¡Lávate las manos y la cara! ¿Es que no ves qué
facha tienes?
—Pero, pero… ¿«Por Dios», papá? Pero si tú eras ateo…
—¡No digas sandeces! ¡Al baño!
—Primero te recojo, papá… ¿Te has hecho daño?
Yo no podía permitir que se agachara o se pusiera a cuatro patas, porque me vería.
Procuré que la voz sonara aún más imperativa:
—¡No me toques con esas manos! ¡Que te laves ahora! ¡Inmediatamente! ¡Y
cierra la puerta del baño, que esto huele que apesta!
—Sí… Sí, papá… ¡Tranquilo, papá!
Obediente, se metió en el baño y cerró la puerta. Cuando oí el chorro del agua,
salí de mi escondite y abandoné la habitación de puntillas.
Estaba dispuesto a contarle a Nines lo que había ocurrido, pero no fue necesario,
porque la atención de todos se había centrado en otro acontecimiento más
espectacular.
Jerónimo Oller acababa de llegar, acompañado del sargento Guzmán y de una
serie de amigos, vecinos y conocidos. Impresionaba el aspecto de aquel hombre alto y
delgado con la camisa manchada de sangre y el brazo derecho vendado y en
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cabestrillo. Sonreía tristemente y trataba de dar a entender que no pasaba nada, que
todo estaba controlado.
—No ha sido nada —repetía—. Un rasguño de nada. Un susto. ¡Vamos, poned la
mesa, que hoy hay que cenar bien!
Para no estar con los brazos cruzados, y como una parte del servido tenía fiesta y
Elena nos había acogido tan bien, ayudamos a poner la mesa y a preparar cosas en la
cocina. No éramos más de quince personas porque las trillizas habían abandonado a
toda prisa el hotel tras saber lo del ataque a Oller, que confirmaba la presencia del
vampiro en el valle.
Cuando nos sentamos en torno a la mesa, procuré sentarme muy cerca de
Jerónimo Oller. Quería oír el relato de su encuentro con Blas.
Elena se había puesto muy guapa y lucía su anillo falso.
Aproveché la primera oportunidad para susurrarle mis disculpas por no haber sido
capaz de cumplir mi promesa de recuperar el verdadero.
—No te preocupes —me contestó—. No creo que, dadas las circunstancias, a
Jerónimo se le ocurra fijarse en mis joyas.
Pero, por si acaso, fumaba con la otra mano, para no poner tan en evidencia el
anillo. Inevitablemente, a mitad de la cena, después de algunas risas a costa del
hallazgo del macaco a cargo de Cristian y Pabarre, y del esquiador barbudo (que
ahora mantenía que si había salido a la carrera era para cortar la retirada a Blasillo
por la puerta de la cocina), le pedimos a Oller que contara su aventura. Después de
hacerse rogar un poco, accedió.
Estaba esquiando cuando, a eso de las cuatro de la tarde, se puso a nevar. Oller
recordó que en lo alto de las pistas había visto a unos chicos que no parecían muy
expertos y los estuvo buscando por si acaso estallaba una tormenta como la de la
noche anterior. Los encontró, los mandó para abajo y se quedó solo, cerca de un
bosque de abetos. No quedaba lejos del castillo. Se disponía a bajar a la estación de
Termals cuando oyó ladridos de perros en el bosque. Aquello le alarmó, porque
últimamente se habían visto por allí jaurías de perros abandonados.
Alguien preguntó qué significaba aquello de «jaurías de perros abandonados», y
tuvo que hacer un inciso para contarlo.
Como es bien sabido, hay mucha gente que abandona a su perro en la carretera.
Gran parte de estos perros domésticos mueren por accidente, atropellados por coches
o atacados por otras bestias, pero los que sobreviven suelen ser más peligrosos que
los mismos lobos. Porque han tenido que espabilarse y porque están resentidos con el
trato que les ha dado el hombre, pero, sobre todo, porque conocen al hombre y sus
debilidades. Por la zona se había oído hablar de una de estas jaurías y, al oír los
ladridos. Oller pensó que estaban cerca de allí.
Al alcanzar el bosque, a Oller le pareció que había alguien entre los árboles. Y, de
pronto, le oyó gritar. Pensó: «Uno de esos barceloneses que se ha perdido y tiene
problemas». Esquió hacia allí y vio que los perros corrían, alejándose hacia el valle.
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En ese momento, por sorpresa, Blas le atacó.
Inconfundible, con aquel impermeable tan grande, como una capa roja, y los
pantalones cortos, que darían risa si no fuera tan peligroso el pobre hombre.
—Lo que aún no acabo de entender es que vaya por la nieve, con el frío que hace,
sin guantes y con aquellas alpargatas y aquellas medias… —comentó.
—Dicen que los locos no sienten frío ni calor —intervino Elena—. ¿No has visto
nunca a esa gente que en pleno verano va con abrigo y tres o cuatro jerséis, como si
estuviera en pleno invierno…?
Todos parecían de acuerdo con el hecho de que los locos no notaban el frío ni el
calor. Fernando incluso empezó a esbozar una teoría psicosomática para justificar
aquel fenómeno, pero los demás queríamos oír el relato de Oller y le hicimos callar.
—Bueno, pero ¿qué ocurrió entonces?
—Oh, que se me echó encima —dijo Oller—. Estaba fuera de sí. Gritaba de tal
forma que parecía que se le iba a reventar el cuello. Venía así, con el cuchillo así, y
yo me protegí con el brazo, así, y me hizo un corte aquí. El terreno tenía mucha
pendiente y me dejé caer rodando. Pensé que de aquella forma no podría atraparme.
Me dejé los esquíes y aún deben de estar allí arriba. Pensé: «Ya volveré a buscarlos
más tarde, que ahora no tengo tiempo».
La gente se reía, aliviada. La pareja de franceses no entendía nada, pero también
se reía para no hacerse notar. Ernesto, el señor del pelo cano, y su mujer un poco
bizca subían el tono de las carcajadas, para hacerse más simpáticos a Oller y así
asegurarse de por vida la privilegiada suite del segundo piso. La novia del barbudo se
reía mientras el barbudo le murmuraba: «A mí no se me habría escapado».
Oller continuaba:
—Y lo que son las cosas, me vinieron a ayudar los mismos esquiadores
inexpertos que yo había mandado para abajo. Les extrañaba que yo no hubiera ido
tras ellos pues cada vez nevaba con más fuerza, y vinieron a mi encuentro,
preocupados. Me dicen: «¿Qué le ha pasado?», y digo: «Que me ha atacado el
vampiro». Echaron a correr pendiente abajo, los pobres, gritando: «¡Que viene el
vampiro, que viene el vampiro!».
Todos nos reíamos. Felices de que no hubiera llegado la sangre al río.
Cristian metió la pata:
—Flanagan también vio al… —señalándome.
Le asesté un codazo, pero ya era demasiado tarde. Toda la atención se centró en
mí.
—¿También…? —dijo uno.
—¿Vio al…?
—¿También viste al vampiro? —concretó el llamado Ernesto.
—Sí. Lo vi anoche en el castillo…
Y conté, más o menos, lo que me había ocurrido.
—Con aquel impermeable y la capa roja, ¿verdad? —me preguntó Oller—. ¡Y los
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pantalones cortos!
—Sí, sí, era él, sin duda.
Fui el centro de atención hasta la hora de las uvas. En aquel momento, los ojos se
fijaron en el reloj de pie colocado en un punto preferente del comedor. Cuando emitió
las doce campanadas, nos atragantamos alegremente con los doce granos de uva y, a
continuación, lo celebramos con brindis, gritos, besos y abrazos.
Nines hizo durar mucho el beso y, muy abrazada a mí, me dijo al oído:
—¿Recuerdas aquel fin de año, cuando nos conocimos?
¡Si me acordaba! Una fiesta de alta sociedad donde se cantaba El vals de las
horas para despedir el año, mientras esperábamos a unos ladrones que no llegaban
nunca[9]. ¡Pues claro que me acordaba!
Lo celebramos con un beso…
… Que interrumpieron los demás del grupo, muy alborotados.
—¡Eh, que ya es hora! ¡Vamos a Abellers a continuar la marcha!
Pues a Abellers se ha dicho.
Abellers era una explosión de luz, de sonido y de alegría. Un par de kilómetros antes
de llegar, ya divisamos por encima de un cerro un aura de luz muy prometedora. En
seguida, al salir de una curva, te recibía un cartel luminoso hecho con centenares de
bombillas que te deseaba un feliz año nuevo. El pueblo estaba sembrado de neones
parpadeantes, árboles de Navidad, jóvenes y no tan jóvenes desmelenados bailando la
conga por la calzada, música en todas las ventanas. Ya había pasado el momento de
los villancicos y ahora se imponía la música de baile, con especial énfasis en la salsa
y en los éxitos chumba-chumba más casposos del año.
En seguida encontramos un bar donde tomar copas. Nos mezclamos con la
multitud, teníamos que comunicarnos a gritos y mediante gestos. Había gente que
bailaba y a cada paso que dabas te tropezabas con alguien, se vertía un poco de
cerveza o cubata, todo te hacía reír.
Yo llevaba a Nines cogida de la cintura y estaba deseando que acabara la
celebración para encontrarme con ella a solas. Nos dábamos besos a cada paso y nos
decíamos que nos queríamos y además era verdad. Sentada en una mesa, cerca de la
puerta, distinguí a la morena de ojos negros y brillantes, la hija de Montserrat
Navarro. La que me había mirado con desprecio y me había dicho aquello de «Quien
paga, manda». ¿Cómo se llamaba? Ariadna. La que tiene el hilo que ayuda a salir del
laberinto. Me entraron ganas de hablar con ella.
Nos sentamos al fondo del local y, mientras hacíamos gala de nuestro ingenio
encadenando tonterías, la vista se me iba hacia Ariadna. Me pareció que también se
lo estaba pasando muy bien en compañía de una pandilla de chicos y chicas.
Hasta que aquel hombretón entró en el bar. Un individuo de expresión agresiva,
hostil, enemigo del mundo, forastero dispuesto a romperle la cara al primer sheriff
El pastón
V
cosa.
imos que Elena salía del comedor y nos dirigimos a ella.
—¿Tienes mucho trabajo hoy, Elena? —pregunté como quien no quiere la
—Bueno, como todos los días. Un poco más porque no tenemos mucho personal
y se nos van casi todos los clientes. Comenzaré por el piso de arriba e iré revisando
todas las habitaciones… Si necesitáis algo…
—¡No, no!
Esperamos a que subiera al piso de arriba antes de ponernos en acción.
La llave de la habitación número trece colgaba del clavo marcado con el número
trece. La cogimos sin disimular, que es la mejor manera de pasar desapercibido, y nos
internamos en el pasillo de debajo de la escalera.
—¡Rápido, rápido! —decía yo, consciente de que no disponíamos de mucho
tiempo.
Entramos en la estancia, cerramos tras de nosotros e iniciamos el registro.
Teníamos que buscar en la misma estructura de la habitación. No en los muebles
ni en la caja fuerte, que habían sido colocados allí después del asesinato. Aquello nos
limitaba mucho. Buscábamos tablas del parqué que estuvieran flojas o que fueran
susceptibles de ser levantadas. Buscábamos grietas en los rincones del techo, o
enchufes o interruptores que ocultaran la boca de la cueva de Alí Babá… También
estaba el arrimadero de madera que protegía las paredes de la habitación. Lo recorrí
con la vista y con las puntas de los dedos y no descubrí otra cosa que polvo de años
que oscurecía la parte superior. No había muchos sitios más donde mirar. Nines
dejaba caer los brazos, desalentada.
—Es imposible. Si fuera tan fácil, en dos años ya lo habría encontrado alguien.
Volví a mirar el arrimadero. Cerca de la puerta había algo que me había llamado
la atención. En lo alto, en la unión de la madera con la pared, se veía un trozo que
parecía diferente: un poco más rugoso, como si allí no hubieran allanado bien la
argamasa o la cola que hubieran utilizado. Pasé el dedo y me pareció que aquel
pedazo, bajo el polvo, tenía incluso otro color. Un color… ¿rosado?
—¿Qué miras? —preguntó Nines—. ¿Has encontrado algo?
—Esto… Es extraño.
Rasqué con la uña. Aquella superficie rugosa y dura se podía desenganchar. La
cogí con dos dedos y, al levantarla, me di cuenta de que era chicle. Un chicle
T anto Nines como yo nos quedamos helados (nunca mejor dicho) delante de
aquel cuerpo inerte, el primer muerto por causas no naturales que veíamos en
nuestras vidas. De pronto, tomaba conciencia de lo que significaba la muerte, el
asesinato. Hasta aquel momento, yo había conocido dos tipos de asesinos: los de mis
novelas y pelis preferidas y los de verdad. El que mató a Sebastián Herrera en la
Textil[11], el que mató a mosén Robert, el párroco del barrio[12]… Pero nunca me
había topado con el horror palpable de sus actos. Aquellos despojos humanos. Aquel
movimiento interrumpido para siempre, aquella inmovilidad definitiva que ponía los
pelos de punta. Más allá de la patética postura del cuerpo, yo veía toda la violencia
del momento de su muerte, el forcejeo, la pelea, los gritos, los llantos… y el silencio
consecuente. Un silencio acentuado por el rugido de la tormenta, por el silbido del
viento en la chimenea que se alzaba como un dedo monstruoso que desafiara al cielo.
—Ostras —dijo Nines—. Otra vez Blasillo.
—¿Blasillo? —repliqué, como si me hubiera mencionado al Unicornio o al
Hombre Elefante, o a cualquier criatura mitológica—. No —dije. Solo no, una
negación para la que aún no tenía argumentos sólidos.
Estaba mirando fijamente las suelas de las botas de Boladeras y al mismo tiempo
me imaginaba a Blas con las alpargatas por la nieve, y tenía que decir: «No, Blasillo,
no». Retrocedí hasta el hoyo donde una pisada se había superpuesto a la mía la noche
en que me encontré con el vampiro. Había dado por supuesto que se trataba de una
huella de Blasillo, pero no podía serlo. Porque Blasillo calzaba alpargatas y sobre mi
huella se había plasmado el dibujo de la suela de una bota.
La noche en que me encontré con Blas, había alguien más con nosotros en el
castillo. Alguien que usaba botas. Por eso dije: «No, Blasillo, no», mientras mi mente
se veía inundada de imágenes nuevas.
Había sido Boladeras quien había cavado aquellos hoyos en el castillo. El paquete
de las pirámides y los camellos. ¿Cómo había podido pasar por alto detalles tan
importantes?
—Boladeras no tuvo nada que ver con la muerte de Montserrat —dije abrumado
por la vergüenza—. Porque, si él hubiera sido el asesino, sabría que Blas no lo había
hecho. Y, en ese caso, no tenía ningún sentido buscar el dinero en el escondite de
Blas. Ni sacar a Blas del sanatorio.
—¡Ostras! —exclamó Nines.
Azul Profundo
J erónimo Oller fue a buscar su moto de nieve y con ella tuvo que dar un amplio
rodeo para llegar al fondo del barranco, al pie de la antigua muralla del castillo.
Allí había un bosque de abetos muy frondoso alfombrado de nieve virgen. La moto
avanzaba con dificultad por entre un laberinto de árboles y troncos caídos,
obligándole a dibujar un complicado zigzag.
No le costó mucho encontramos. Se veía claramente el punto donde habíamos
topado con el suelo y el rastro que habíamos dejado al rodar por la pendiente. Al final
de ese rastro nos hallábamos nosotros, bien visibles gracias a los vistosos colores de
nuestras ropas. Habíamos ido a caer uno junto al otro y parecíamos muertos, como
cabía esperar.
No obstante, el asesino quiso asegurarse. Esgrimió la escopeta de caza, que ya
llevaba cargada, se la echó a la cara y disparó dos veces desde una distancia de cinco
metros. No podía fallar de ninguna de las maneras. ¡Pam!, primero me disparó a mí y
la perdigonada impactó de lleno en el tórax. Y menudo susto produce ver cómo te
disparan a sangre fría. Mi cuerpo dio un salto y continuó inmóvil. Si es posible, más
inmóvil que antes.
Después le tocó el turno a Nines. ¡Pam!, y aquel cuerpo se quedó aún más
muerto.
Entonces, cuando Oller había vaciado su arma, Blas, el Pastor Asustado, el pobre
vampiro del valle de Termals, salió de detrás de un árbol profiriendo un grito capaz
de enviar al manicomio al mismísimo doctor Freud. Fue un susto tan grande que el
terrible asesino soltó el arma, tropezó con la moto al retroceder y fue a parar al suelo.
De ese modo me resultó mucho más fácil descargar sobre su cabeza un golpe con una
rama con todas mis fuerzas.
Soltó un chillido prolongado y se tapó la cabeza con las manos y se encogió, en
posición fetal, como el que teme que le peguen una gran paliza. Me dejé caer sobre él
para inmovilizarlo. Nines se hizo con la escopeta. No tenía cartuchos, pero utilizada
como objeto contundente podía hacer mucho daño.
Oller nos miraba tan desconcertado como un pequeño príncipe al que le dicen que
los reyes no son los padres. Le prohibimos que se levantara con la amenaza de
propinarle un golpe con la escopeta. Nos turnamos en la vigilancia mientras cada uno
recuperaba su ropa de esquí y se la ponía, completamente perforada de perdigones,
que era ya lo último que les faltaba a aquellas prendas. Después, una vez abrigados de
Aunque no os lo creáis, me había olvidado de Deep Blue. Cuando, dos o tres horas
después, Cristian nos llevó al hotel, lo último que ocupaba mi mente era el chatero
enmascarado.
Pero Deep Blue no se había olvidado de Brigid.
Deep Blue se llamaba en realidad Ramón Mañero. Medía metro noventa, tenía
veinticuatro años y, a pesar de que era una persona cultivada y universitaria, había
pasado la infancia en una granja de la comarca y conservaba parte de ese aire hosco y
un poco atávico de quien ha pasado muchas horas comunicándose tan solo con
diversas especies animales.
Aquella mañana se había levantado temprano y había emprendido viaje hacia
Floc. La tormenta le sorprendió de camino y, a las nueve, se vio bloqueado en
Abellers, porque la carretera que seguía hacia las pistas y hacia Floc estaba cerrada.
Pero no estaba dispuesto a volver atrás. Le había costado demasiado dar aquel
paso, de la ciberficción a la realidad. Y una vez dado, se había pasado la noche y el
viaje perdido en ensoñaciones, anticipando su encuentro con Brigid, y a estas alturas
ya no era capaz de renunciar a nada de lo que había imaginado. Se instaló en un bar,
dispuesto a esperar a que la tormenta amainara.
Cuando asomó el sol, y mientras en el cuartelillo de Abellers la Guardia Civil nos
tomaba declaración a Nines y a mí, o tal vez cuando ya estábamos en el centro de
atención primaria recibiendo primeros auxilios, Deep Blue pudo por fin reemprender
La Guardia Civil encontró a Oller casi en el mismo sitio donde le habíamos dejado.
No opuso resistencia.
Tardaron un poco más en encontrar el cadáver de Blas, hundido en la nieve, al pie
de la muralla. Hicieron falta perros especialmente adiestrados para localizarlo.
—En condiciones normales, el cadáver no habría aparecido hasta la primavera —
me dijo el sargento Guzmán—. Y para entonces, ningún forense habría podido
determinar si murió antes o después que Boladeras. O sea, que le habríamos cargado
la muerte de Boladeras a Blas, tal como pretendía Oller.
Guzmán había llegado a Floc en su Jeep 4x4, media hora más tarde que nosotros,