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Calypso
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Libro electrónico311 páginas6 horas

Calypso

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En la década de los ochenta del siglo pasado, compré una casita modesta en Playa Chiquita de Puerto Viejo de Limón, Costa Rica. Entonces no había electricidad ni agua potable, lo que me obligaba a llevar un estilo de vida elemental y austero, compensado por la grandiosidad del mar Caribe frente a mis ojos. En ese lugar de infinita paz y maravilloso silencio escribí esta novela. Tengo con las tertulias de mis vecinos -como la familia Downer que todavía vive ahí- y con el comisariato de Manuel León una muy merecida e impagable deuda de gratitud.
Tatiana Lobo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2015
ISBN9789930519103
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    Calypso - Tatiana Lobo

    Penélope.

    Amanda

    Cuando Lorenzo Parima se hizo a la mar, habíase cumplido un hito muy importante en la historia universal y en la suya particular. El día anterior, Lorenzo transportó su última caja de cargador de muelles al mismo tiempo que, al otro lado del Atlántico, un austríaco loco desataba la segunda guerra mundial. Pero ni Hitler ni Parima conocían la existencia de uno y otro y cada quien iniciaba una invasión a territorios ajenos, a su manera y según sus posibilidades.

    A Lorenzo lo acompañaba su camarada de trabajo, el inefable Plantintáh Robinson, colega de incontables cargamentos, hombre de buena fama y calificado prestigio, el mejor estibador del Puerto. Un artista del equilibrio era Plantintáh, conocido internacionalmente por su habilidad para calcular la verticalidad de fardos, cajas y bultos, tan perfeccionista y perfeccionado, que ningún capitán de barco favorecido con sus servicios pudo, jamás, quejarse de inestabilidad en sus bodegas. Sus anchas espaldas eran capaces de duplicar y hasta triplicar la carga soportada por otros hombres de reconocida fuerza y resistencia.

    Estas y otras públicas cualidades habían sido decisivas para amarrar la amistad del blanco al negro. Pero no fue la única razón. El verdadero motivo por el cual Lorenzo se encontraba a punto de iniciar la aventura más trascendental de su existencia, la que modificaría el curso de su destino, fue porque el negro contaba con los recursos necesarios para decir adiós a los muelles, a la crisis y a los salarios bajos, y darle la bienvenida a un futuro más independiente y promisorio. El comercio que juntos proyectaron, si salía bien y no tenía por qué salir mal, les permitiría abandonar para siempre el muelle y la cuadrilla número 7, y convertirse en prósperos hombres de negocios.

    Además del interés meramente comercial, a Lorenzo lo cautivó la gentileza de Plantintáh cuyo verdadero nombre –si por verdadero se entiende el del registro civil– era Alphaeus Robinson. Alphaeus o Plantintáh, como se prefiera llamarlo, era también el único negro que se relacionaba con todos por igual sin discriminar religión, aspecto o color, en parte porque no era súbdito británico y por lo tanto no se sentía superior a los demás imperios, y también porque disfrutó de una infancia libre y feliz y no había conocido insultos ni humillaciones.

    Su padre formó parte de una inmigración masiva de St. Kitts, isla de las Antillas Menores, que llegó al Puerto con la intención de mejorar su nivel de vida trabajando en la compañía bananera, pero a la hora de las verdades ni el salario ni las demás promesas correspondieron con la realidad. Por esta razón participó en una protesta que abarcó a más de un centenar de antillanos engañados, todos nativos de islas de dominio británico, para reclamar la repatriación. La revuelta, si bien grande y valiente, no sirvió de nada porque en lugar del pasaje de retorno los manifestantes recibieron, además de la paliza propinada por la policía, un singular discurso del cónsul inglés quien intentó aplacar los ánimos de los indignados trabajadores consolándolos con las virtudes alimenticias y el poder nutricio de los bananos. Alphaeus Robinson padre, huyendo de la golpiza y de las palabras falsas del cónsul, corrió por todo lo largo de la playa con la esperanza de llegar a Panamá, pero una muchacha bonita y graciosa, oriunda de la isla de San Andrés que parecía estar esperándolo antes de llegar a la frontera detuvo la carrera y Robinson se quedó a mitad del camino. Esa fue, al poco tiempo, la mamá de Plantintáh. Nacido entre los verdores de la selva y la cálida blancura de una solitaria playa, el muchacho creció libremente ajeno a odios raciales y rencores, razón que le permitió, cuando ya podía pararse sobre dos largas piernas más ágiles y fuertes que las de Jesse Owens (el negro que corrió en las olimpiadas de Berlín ante los ojos espantados de los arios, inmortalizadas por la cámara de Leni Riefenstahl) callar al primero que lo llamó negro hijueputa con un knock out que Joe Louis hubiese envidiado honestamente. Memorable, el derechazo. Pasó a integrar el repertorio de leyendas de los anales del Puerto y terminó por crearle, a su autor, tal prestigio que nunca más tuvo necesidad de repetirlo. Solo había que observar, por unos instantes, los puños de Plantintáh para que las alusiones y las ofensas racistas quedaran atascadas en la garganta del agresor.

    En otro orden de cosas, sus poderosas palmadas en las espaldas, sus carcajadas de piano en noche de jazz, la mirada bondadosa y cálida de sus ojos redondos, eran tan irresistibles como la elegancia de su cuerpo elástico, admirablemente formado, de su cabeza pequeña que tenía las facciones armoniosas y bien trazadas de un somalí. Esto último es un decir porque, en realidad, el lugar de procedencia de sus antepasados africanos era tan oscuro como su piel melaza. Mandinga, congo o carabalí –con algunos aportes europeos que habían dejado su impronta en el color de sus ojos claros–, Plantintáh olía a bayrum y su bolsillo siempre estaba dispuesto a cubrir urgencias ajenas. Bueno para arrancarle armonías a la dulzaina, era presencia obligada en fiestas y bares donde solía beber con moderación porque tenía la virtud de embriagarse con su propia risa.

    Los que lo envidiaban le decían Robinson o lo llamaban Negro, o Negro Robinson si querían ser más explícitos. Y los que le querían bien, solamente Plantintáh. Betsabé y las mujeres blancas de la más rumbosa casa de putas del Puerto le decían Jicaritas de Agua Dulce, apodo expresivo y cariñoso para distinguirlo de la clientela ordinaria. Plantintáh era también un apodo, le decían así a causa de su desmesurada afición a ciertas golosinas de masa rellenas con plátano dulce teñido de rojo vegetal, que en buen inglés se escribía plantain tart, pero que hablado en la forma dialectal de la región sonaba aproximadamente así, plantintáh. A pesar de su buen humor, su eterna sonrisa y su excelente disposición para la diversión, en el fondo era un hombre formal, tenía una novia y sus aspiraciones en este mundo giraban alrededor de su futura mujer y sus posibles chiquillos.

    El dechado de perfecciones que era Plantintáh y su tremendo éxito social no pasaron desapercibidos para el astuto nativo de los valles del interior. Como hombre de montaña, campesino de tierra adentro, Lorenzo Parima tenía una facultad especial para acogerse al árbol de la mejor sombra y para beber de los arroyos más cristalinos. Bajo de estatura, nada corpulento, algo desmañado y sin ninguna habilidad notable, el blanco suplió su falta de atractivos y su carencia de gracias profitando de las virtudes del negro. Nunca iba a ninguna parte sin él, ni al trabajo, ni a los burdeles, ni a las cantinas, ni a ninguna diversión. Se las arregló hasta para conseguir que el otro pagara las facturas de sus esparcimientos, con el cuento de que él debía enviar dinero a su madre, pobre tísica, a un remoto pueblo de clima inhóspito y frío. Así, Lorenzo ahorraba lo que Plantintáh despilfarraba, porque lo que al primero le excedía en generosidad, al segundo le sobraba en cicatería. Pero ahí iba la desigual pareja, y a fuer de andar siempre juntos su relación acabó por parecerse a la amistad. Al menos eso era lo que pensaba el negro. De los pensamientos del blanco nunca podía saberse porque los ocultaba bajo una expresión ambigua que no revelaba nada.

    Un velero de cabotaje provisto de un motor para las emergencias estaba junto al muelle. La embarcación de poca eslora, para un número reducido de pasajeros, destinado su espacio mayor a carga, esperaba. El océano rompía la largura de su superficie con un oleaje discreto. En la angosta cabina el capitán y su único marinero sudaban pretendiendo poner en marcha el motor para hacerse mar adentro, donde luego lo apagarían para ahorrar combustible. Batallaban entre abundancia de imprecaciones mientras repetían tenazmente la misma maniobra, invadiendo el aire con olor a brea y aceite hasta que el ronroneo se hizo estable y media docena de pasajeros ocupó su sitio y acomodó sus maletas de cuero añejado por el uso y los malos tratos entre bultos de variado tamaño, hechura y color.

    Plantintáh saltó con agilidad de venado a la cubierta y Lorenzo Parima lo siguió como pudo. El capitán recogió el grueso cable que mantenía la amurada junto al muelle y la embarcación se separó en dirección hacia el este, por donde un sol prometedor de enceguecedora luminosidad ascendía en su implacable rodar.

    Se alejó la ciudad con sus inglesas casas victorianas de dos plantas, adaptadas al calor del trópico, y sus calles calientes donde navegaban, en perezosa desidia, hombres y mujeres de todas razas, facciones y matices.

    El agua azul lanzó destellos gozosos y muy pronto el velero se deslizó por la sedosa superficie saltando, como un juguetón delfín, entre las olas alegres de mañanear asoleadas. Mar adentro, el motor fue apagado y las velas, desplegadas por el viento, impulsaron la navegación. Lejos, al otro lado de las profundas aguas del Caribe, más allá del océano, los aviones alemanes sobrevolaban, zumbando, la espantada campiña polaca. Los pasajeros, inocentes, se preparaban para navegar sin saber que se había desatado la más grande demencia conocida en el planeta.

    Los pájaros marinos, pelícanos y gaviotas, acompañaron al velero durante un cierto trecho y luego regresaron a sus rocas, a la seguridad de la playa y a la búsqueda incansable de sus alimentos habituales. Fingiendo una seguridad que estaba lejos de tener, Lorenzo contabilizaba las palmeras visibles a su derecha para no ver la proa levantarse muy por encima de la línea de flotación, hecho que lo puso nervioso. Un pajarillo descansó sobre la borda, rascándose debajo del ala con su pico.

    —La booby pide lluvia –comentó Plantintáh, volviendo sus ojos hacia el horizonte, en el que se acumulaban algunas nubes. Se puso a discurrir sobre un posible mal tiempo, en su castellano de vocales acostadas, arrastrando erres, confundiendo pronombres, y convirtiendo los artículos en algo tan indefinido que nunca se sabía el género exacto de sus sustantivos.

    Lorenzo espantó al pájaro para conjurar su agüero. Los demás viajeros charlaban, despreocupados, en inglés dialectal, y a cortos intervalos se escuchaba el susurro misterioso de los indios, siempre proclives al silencio. Ninguno pareció advertir ni escuchar el comentario de Plantintáh.

    Cuando la franja costera perdió su verde brillantez y se tornó opaca y gris por la distancia, un aguacero moderado comenzó a caer y las olas cambiaron sus inocentes jugueteos por hostilidades crecientes. Los pasajeros esperaron, al aire libre, un rato prudencial, permitiendo que se les humedeciera la cabeza. Al cabo levantaron los ojos al cielo y sin hacer comentarios pasaron a guarecerse en la estrechez de la cabina. Ahora el cielo tenía el color del plomo.

    Estrujado entre los acerados muslos de su amigo y las caderas de algodón de una negra gorda que dijo llamarse Marian Anderson, Lorenzo procuraba disimular el susto atendiendo a la conversación de sus compañeros de ruta, sin entender mayor cosa y sin pretenderlo tampoco. Su experiencia con el agua salada se reducía a ocasionales chapuzones domingueros, siempre en la orilla, temeroso del oleaje, espantado de su fuerza y de las insondables cavernas marinas, trampas mortales en las que solían ahogarse buzos y pescadores. Navegar, lo que se dice navegar, nunca lo había hecho.

    Se trasladó a la costa porque detestaba la agricultura y porque las tierras de su padre eran demasiado pocas para ser repartidas entre tantos hijos. Después de cursar algunos años de escuela, niño aún para rebelarse contra su destino, dejó pasar los años sembrando frijoles y ayudando a su familia en las tareas obligadas. Pero apenas cumplió los dieciséis, lió sus bártulos y se escapó hacia el norte del país, donde trabajó correteando vacas. Insatisfecho, decidió probar suerte en el punto cardinal contrario. Estuvo un tiempo en las fincas bananeras y después, aunque no tenía ninguna experiencia como estibador, logró que le dieran trabajo en los muelles, pese a que la situación del Puerto era crítica, el salario malo, y él con muy poca corpulencia para desempeñar la faena.

    Para ahuyentar su terror al mar, evitó el pensamiento de que no sabía nadar y buscó refugio en el proyecto que Robinson le propuso y que él, ansioso de mejorar su condición económica, aceptó. El sueño del comisariato, bautizó Plantintáh a la visión apocalíptica de cientos de tarros de leche condensada alineados, como un ejército, en estanterías paralelas alargadas hacia el infinito, una sobre otra, compartiendo el espacio con jabones amarillos y caseros, sobrepuestos cual barras de oro, a continuación cortes de percal, zaraza y sedas floreadas seguidos por clavos, alicates y lápices de labio, talcos, pastas dentífricas, clavos y tornillos, aspirinas, lámparas de canfín, candelas y cajas de talco, ollas, cristalería y tazas de loza, calzoncillos de algodón, cigarrillos, té y machetes. En el suelo: sacos de arroz, fideos finos, macarrones, sacos de azúcar blanca, picos, palas, monturas y aperos. Sobre el mostrador, un enorme recipiente de vidrio lleno de confites donde el azúcar compartía rayas verdes con otras coloradas. La lista de todos estos productos había sido elaborada por el negro, a la que el blanco agregó el infaltable café de su terruño natal.

    Todo esto y una horda de clientes entrando por la puerta, acabando como zompopas con los granos y el azúcar, mujeres disputando fruslerías, y ellos dos vaciando la bodega para reponer la mercadería vendida. Y el dinero debajo del colchón. O entre las tablas de la pared. O en el banco. O donde mejor resguardo se encontrara para él.

    Lo mejor de la cosa –sonreía Lorenzo–, era que él no necesitaba poner un centavo de su dinero, porque el capital sería aportado por la novia del negro, pequeña herencia adquirida al morir sus padres. Amanda Scarlet era la novia de Plantintáh desde la más remota infancia, y si él se había alejado de ella para salir a trabajar al Puerto fue con el propósito de hacer sus propios ahorros, lo que a la larga no consiguió porque hasta su último salario lo gastó en regalos para ella. Entre camisones de telas pintorescas y bibelots inútiles le compró un sombrerito de fieltro que tenía un racimo de uvas de fantasía, con el que esperaba verla –explicó– muy elegante cuando hicieran su primer viaje en tren a la capital. Plantintáh hablaba de su Amanda con exultante entusiasmo. Según él, no había palabras para describir tanta belleza. Lorenzo se lo creía, le gustaban mucho las mujeres negras y de tanto en tanto alguna muchacha de carbón mineral le hacía volver los ojos en las calles del Puerto, reconocía que tenían cuerpos mejor formados que las mujeres blancas de la zona, pero en el fondo de sí mismo, su ideal de belleza femenina era la estampa de un almanaque con la propaganda de Mejoral donde se veía a una rubia de sonrisa pícara, cutis de porcelana y grandes pechos rosados encaramada en un asiento de bar.

    A Lorenzo lo que ahora le inquietaba no era la belleza de la novia de su socio, sino el que surgiera algún imponderable que echara por tierra los sueños del comisariato. Podía suceder que al llegar a Monky Point –punto de su destino y pretexto del viaje que estaban haciendo, lugar remoto donde había una fiesta de cumpleaños– se esfumara el tal capital o la tal Amanda Scarlet se hubiera largado con otro, y con esto se hiciera humo el negocio.

    Entonces sí que la vida se le complicaría mucho a Lorenzo Parima porque, con la crisis, su plaza ya estaría ocupada por alguno de los muchos desempleados que deambulaban por los parques del Puerto. Su recontratación, en caso de que lo del comisariato fracasase, sería imposible de lograr.

    Mientras Lorenzo se echaba unas jaculatorias emplazando a la divina providencia para que las cosas salieran como habían sido proyectadas, una araña clandestina entre el cargamento de cacao y bananos que el capitán había transportado el día anterior, escondida entre las ranuras, salió de su guarida con ganas de armar jaleo, pero nadie la advirtió. Se agarró del borde interior del pantalón de Lorenzo y estorbada en su propósito de continuar su ascenso por un inocente movimiento de la rolliza pierna de la negra que se esmeraba en mantener el equilibrio, descargó su frustración en la pantorrilla de Parima. Este no sintió el efecto del piquete sino pasados unos minutos cuando ya la araña había desistido de su aventura, regresado a su escondrijo, y la ponzoña hacía su efecto. Lorenzo se levantó el pantalón y descubrió una roncha colorada con un abombamiento acuoso en el centro. El escozor fue en aumento y, antes de rascarse, consultó con Plantintáh sobre la identidad del insecto malhechor, temiendo que fuese un alacrán. Las olas hacían incómoda la observación y en el aire chocaron la cabeza de Plantintáh con la de la negra que también quiso averiguar la magnitud del suceso. Los dos opinaron que se trataba de algún bichito inocuo y que el paciente podía rascarse a voluntad.

    La quilla mantenía el rumbo y el capitán se orientaba por señales invisibles, buen conocedor de atolones, arrecifes y bancos de coral, mientras su marinero, un adolescente de ojos legañosos, procuraba poner nuevamente en marcha el motor, sin lograrlo. Las velas amenazaban rasgar y el zarandeo del velero obligaba a todos a dar manotazos buscando invisibles puntos de apoyo en el aire, cada vez más húmedo, porque la lluvia penetraba mojándolos a todos. Baldazos sin conmiseración alborotaban a las olas enloquecidas que reventaban contra la borda y el agua salpicaba por doquier. Una bruma densa envolvía el panorama exterior ocultando completamente la línea del horizonte. Afectado por el pánico y por el piquetazo de la araña, Lorenzo vomitó su desayuno sobre sus pies y los de sus vecinos inmediatos. Frijoles y arroz, ácidos y a medio digerir brotaron escupidos entre café con leche y pedazos informes de tortilla de maíz. El accidente tuvo un efecto terapéutico pero no para el autor sino para sus víctimas. El temor a la tempestad, que había silenciado a todos, estalló en forma de burla cruenta contra Lorenzo, quien además de padecer el insufrible malestar de su mareo, hubo de pasar por la humillación de ser objeto de escarnio y menosprecio. Rudas carcajadas, lanzadas sin caridad alguna, celebraron su debilidad entre alusiones a su delicado estómago de blanco incapaz de resistir las mudanzas y los caprichos del mar. Él, intuyendo que en el interior de la cabina se desataba una venganza de carácter étnico, se limitó a limpiarse la cara con el pañuelo que llevaba para la fiesta, procurando despejar a sus toscos zapatones del compuesto pegajoso que había derramado sobre ellos.

    El desahogo reivindicante terminó también por aplacarse y el miedo se adueñó de todos los pasajeros. No había forma de sostener el equilibrio y la negra gorda, de unos treinta años, cara redonda y facciones muy agradables, comenzó a gimotear y a decir oh, Lord, oh God. Sin que nadie se lo preguntara contó a gritos que sus hijos la esperaban, que no tenían a nadie más que a ella en el mundo y que no podía morir porque eran muy chiquitos y no había quien los acogiera, oh, Lord, oh, God. Un aliento de solidaridad conmovió a los pasajeros y se dieron a la tarea de consolarla, pero pusieron tanto empeño en conseguirlo y fueron tantas y tan nutridas las demostraciones solidarias que Marian Anderson, necesitada solo de un par de palabras para calmarse, agobiada y aturdida, en el paroxismo de su tensión nerviosa, descargó contra Lorenzo un rudísimo manotazo porque confundió un inocente intento de este por sujetarse con un agarrón en uno de sus voluminosos muslos. En realidad la intención de Lorenzo había estado absolutamente desprovista de contenido procaz, pero un violento remezón de la barca transformó su desesperado propósito en un descarado ataque sexual. La mujer, ofendida, quiso tomar distancia de su vecino pero no había espacio hacia dónde escurrir su abundante anatomía y Lorenzo, para no repetir su desaguisado y evitar que las olas lo arrancaran de su sitio, no tuvo más remedio que colgarse del brazo de Plantintáh no fuera a suceder que la negra, en otro malentendido, le volviera a pegar. El hecho de hallarse tan aferrado a Plantintáh pudo haber sido también motivo de burla, pero ya para entonces eran muchas las horas de navegación y los pasajeros, pálidos y angustiados, en lo único que pensaban era en poner los pies sobre tierra firme.

    —Estamos cerca de Monky Point –dijo el capitán, quien hasta entonces no había dejado escapar una sola palabra, ni su marinero, tampoco.

    —Es mejor que bajen aquí y sigan su viaje a pie, el mar está muy picado –aclaró como si nadie se hubiera percatado de esto.

    La lancha giró hacia la derecha recibiendo toda la fuerza del oleaje por la popa. De pronto aminoró el bamboleo y entró en una ensenada de aguas más tranquilas, protegida de la bravura del mar por compactos atolones que el capitán sorteó con extraordinaria habilidad. Pero la costa no se veía, uniformado el paisaje por un monótono color oscuro. Entre algunos pasajeros y el tripulante bajaron un bote, en el que subieron a la mujer, a Lorenzo y a los indios. Sumergiendo los remos con energía el marinero los condujo hasta que un golpe blando los depositó en la arena. Solo al desembarcar avizoró Lorenzo la silueta imprecisa de los árboles. Un viaje más hizo el bote y completó el traslado de los pasajeros.

    La lluvia caía con furia y sin tener punto seco en el cuerpo, el grupo echó a caminar. Los indios se despidieron y se internaron en un sendero, montaña adentro. Poco después, la negra gorda se separó, sin despedirse. Un trecho más allá los últimos acompañantes se alejaron entre adioses y quedaron solos los futuros socios. Lorenzo seguía a Plantintáh sin ver dónde ponía sus empapados zapatones, mudo y enojado, mientras el primero deliberaba que la fiesta ya debería haber comenzado y que se estarían perdiendo lo mejor. Hasta donde Lorenzo había entendido, en Monky Point celebraban los quince años de Daisy Watson, la mejor amiga de Amanda Scarlet, lazo que se ataba alrededor de una circunstancia común: las dos eran hijas únicas, primas, por añadidura, y vivían juntas. En la misma casa también estaba Emily, la hermana de Plantintáh. Mr. Watson, el papá de Daisy, además de acoger bajo su techo a hijas ajenas era, según le había contado Plantintáh, un hombre muy rico. Esta última referencia tuvo cierto efecto sobre la psique de Lorenzo, aunque de una manera imprecisa, como esas informaciones que por el momento no nos son útiles pero que el cerebro almacena para cuando llegue la ocasión.

    Los monos, guarecidos entre las ramas de altos almendros, miraban pasar a los mojados caminantes, mientras las olas reventaban sobre el roquerío cercano a la playa levantando imponentes cortinas de blanca espuma. Lorenzo advirtió con alegría que la lluvia amainaba, pero su contento no duró mucho rato porque a la penumbra del temporal siguió la negrura de la noche. Sombras profundas los envolvían cuando la lluvia se detuvo abruptamente, como es usual en el trópico. Plantintáh caminaba con la seguridad de quien ha crecido en el contacto pleno con la naturaleza sobre la cual andaba y el pobre Lorenzo, a ciegas, hacía grandes esfuerzos por no distanciarse de él, acongojado porque sus zapatones se hundían en el lodo obligándolo a desacelerar la caminata. Con estas dificultades el tiempo se hacía interminable y le parecía que nunca llegaría a su destino.

    Como si la fiesta incluyese protocolos preliminares de orden sobrenatural, repentinamente se abrió un espacio en el cielo encapotado y un cacho de luz lunar se asomó atenuando las tinieblas.

    Una mole grande rompió la uniformidad del follaje sobreponiéndose a la opacidad general. El espectro, iluminado por dentro, surgió evocando sagas y leyendas, cuentos de ánimas y duendes, lejanos terrores infantiles a seres poderosos e incomprensibles de misteriosos propósitos y tenebrosos designios. Lorenzo se detuvo, asustado, y el otro se le acercó sonriendo, separados los labios, entreverando los dientes blancos en gesto que a Parima le supo algo siniestro.

    —Esa es la casa –susurró Plantintáh, con la reverencia que preludia a un encantamiento.

    Se internaron por un sendero de grava y arena, entre siluetas de platanillos y árboles frutales. Enclavada entre la arboleda, la casa dejaba salir por sus ventanas bajas la luz incierta de muchas candelas. Un haz de plata cruzó las altas palmeras y fue a dar de lleno sobre el amplio corredor cercado por una baranda ornamental, al que se accedía por una escalera. Las ventanas de la planta alta estaban cerradas y la fachada, forrada de madera en tablilla de colores indistintos y difusos en la oscuridad, no carecía de distinción y señorío.

    Del interior salía el gemido de un chas chas mal afinado y un escándalo que fue aumentando de volumen en la medida en que se acercaban, hasta que se pudo distinguir el ritmo de un alegre calypso que un solista cantaba y otros careaban.

    Treparon la escalera y Plantintáh, en lugar de entrar por la puerta, de par en par abierta, se deslizó con pasos cautelosos de felino hacia un rincón en penumbras, haciéndole discretas señas a Lorenzo para que lo imitara.

    En silencio abrió su maleta y comenzó a quitarse la camisa. Lorenzo hizo lo mismo, cambiándola por otra casi tan empapada como la que traía puesta, igual de basta y ordinaria, mientras el negro tapaba el ancho torso con una de seda tan blanca como sus dientes y completamente seca, porque tomó la sabia precaución de envolver su ropa en tela de caucho.

    Lorenzo se sintió disminuido al ver la elegancia de Plantintáh: pantalones negros de gabardina, con tirantes, chaleco y zapatos de charol, rematado el fino atuendo con un par de guantes de impecable albura en los que embutió sus manazas de boxeador. El peine entre sus cortísimos rizos lo dejó listo para hacer su ingreso al cumpleaños de la joven Daisy. Colgaron la ropa húmeda en el barandal y se aprestaron a entrar. En ese momento un rumor de carcajadas salió por la puerta celebrando el estribillo del calypso, el que debía tener una letra muy pícara. Lorenzo, quien ya iba a cruzar el dintel, interpretó aquellas risas como una burla que le estaba particularmente dirigida y se puso rojo por la humillación. Pero no había tal. El calypsonian repitió el estribillo sin que Lorenzo lograra entender su significado. Hubo un rascar de instrumentos de cuerda y la música se apagó para volver a comenzar. Entonces Plantintáh lo tomó confiadamente del brazo y pasaron adelante. Ninguno de los dos hombres, y nadie de los que reían adentro, podían sospechar que, en ese mismo instante, los tanques alemanes iniciaban su arrollador avance sobre Varsovia.

    El aspecto

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