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El maestro de la soledad
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Libro electrónico264 páginas3 horas

El maestro de la soledad

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Cuando alguien llega a este mundo sin amor, está abocado a buscarlo de forma desesperada. En los brazos de un mendigo y drogadicto con ínfulas de conde, en las ubres de una perra, en los delirios de una prostituta de lujo, en el padre que marchó y al que se vuelve. Juan, el protagonista de esta bella, hilarante y emocionante aventura, buscará ese amor como camino de curación "o de consumación", como nos dice el autor, y lo encontrará en una mujer de nombre Soledad y en el hijo de ambos.
Esta es una historia de amor hermosa, desgarradora y tan divertida que se convierte en un homenaje a los maestros del humor de nuestra tradición literaria. Como dice el propio Cantos "amor con picaresca 2.0".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jun 2021
ISBN9788417118921
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    El maestro de la soledad - Iván Cantos

    PRIMERA PARTE

    Uno

    Cuando Juan nació, la madre tuvo una fuerte náusea. Ni siquiera el dolor sobrepujó a la oleada de estremecimientos que nacían del centro de su estómago.

    La enfermera le presentó al niño, el niño lloraba con los ojos cerrados y tiritaba enseñando unas encías sin dientes.

    La madre se quedó mirando un hilillo de sangre anaranjada que cruzaba la barbilla del recién nacido. Pensó: «¡Qué he hecho!». Y sintió cómo se le oprimía el corazón. Le habían dicho que un hilo de amor, que ya nunca se rompía, saldría de su boca en forma de besos; que acogería al niño entre ardorosas nubes imaginarias.

    El amor era natural en todas las madres. El amor, el beso, el abrazo... Todo eso llegaría, eso era lo natural. Durante el embarazo, a veces sentía una felicidad que le subía desde el centro del estómago, en un cosquilleo, como una torrentera. Una alegría irracional o absurda la arrastraba de abajo arriba y entonces dejaba lo que estuviera haciendo y se ponía a caminar por la habitación hasta calmarse. Sabía que un exceso de alegría era tan peligroso como esos charcos negros de tristeza en los que frecuentemente metía los pies, cuando la angustia se le agarraba a los tobillos como una ambigua y oscura mano.

    El médico le había prevenido contra esas pasiones, así las llamaba, pasiones húmedas, dijo una vez, causando en ella una cierta sensación de ofensa que se cuidó mucho en ocultar.

    Pero el amor no vino nunca. A veces la madre se quedaba en silencio, mirando al niño que dormía respirando quedamente, quizá en otro plano de existencia, soñando en extraños y ajenos espacios infantiles.

    Ella lo miraba y no sentía nada, solo una ligera preocupación, sorprendida aún de ver a esa criatura que, de alguna manera extraña, resultaba ser su hijo. Pensaba que aquello parecía también un sueño. Las cosas ocurrían así, sin un verdadero plan, o mejor dicho, un plan absurdo y mal pensado como el de que un niño en casa salvaría el matrimonio. Pero nada había ocurrido según lo esperado. El amor no había llegado y Víctor, su marido, seguía viniendo tarde del trabajo, oliendo a alcohol y a un perfume dulzón y empalagoso que nada podía disimular... Y sus mentiras piadosas..., pero ¿qué era aquello? La muerte de todo; una muerte innoble, ridícula, de otro matrimonio más. Todo era feo, sin gracia, falto de originalidad, porque Víctor era un hombre débil, un niño al que la vida había mimado y no le había obligado a crecer.

    ¡Qué ridiculez! Pensaba la madre, y se sentía expuesta, desnudada en público por las torpezas de su marido. En boca de todas las amigas del club. Era otra más... Algunas dejaban de ir y simplemente desaparecían.

    Ana se despertaba hacia las tres de la madrugada, con ideas brujas que daban vueltas obsesivamente en su cabeza, una y otra vez, y ya no podía dormirse. Encendía la luz de la mesilla, acariciaba con la vista el tejido de seda que cubría las paredes; de un color azulado que hacía aguas como el moaré. El orden, la limpieza... Todo daba una cierta sensación de seguridad. Ella se daba cuenta de que su relación con Víctor había sido una cuestión de circunstancias, no había nada real. Creer en el amor era una ingenuidad. Tocar, abrazar, besar... tenía un lado inquietante; tan real..., tan horriblemente cercano... Había algo incontrolable, animal, que hería, que daba vergüenza. No, una pasión de corto recorrido era algo preferible; al fin y al cabo era algo más artificial, y por tanto más manejable.

    El verdadero amor era algo intuitivo, algo peligroso y daba miedo. Todo eso era obvio, pero ¿por qué un hombre educado se ponía a sí mismo y a ella en evidencia? Estaba claro que Víctor no era más que un torpe, un idiota imprudente.

    El color de la seda de las paredes rebajaba su ansiedad. Ella había sido educada para entender todas las normas del medio social, y para moverse en ellas como en un ámbito propio. ¡Pero era propio! No importaba el resto. La vida, el miedo a la pobreza y el fracaso, la soledad..., pero no, todo era una máscara, y solo con una máscara puede alguien desenvolverse en el juego.

    Un estúpido lujurioso y enamoradizo era como una grieta, una hendidura por la que se colaba el ojo del mundo. Un hombre malo podía cumplir su parte, solo era cuestión de satisfacer su interés, lo cual en la mayoría de los casos era fácil. ¡Pero un necio! Eso era impredecible.

    Con amargura, Ana había comprendido que Víctor quería vivir algo real, tener una amante... Pero en ese mundo lo real solo podía cumplirse con mentiras. Ella decidió esperar, dejó al niño al cuidado de Enedia, una leonesa fuerte como un buey, que protestó tímidamente por el uniforme con delantal que fue obligada a llevar, y con el que se encontraba ridícula. Y Ana se dedicó minuciosamente a querer a Víctor, jugando al amor y a la ternura durante un tiempo. Ana se dijo que estaba preparada para cuidar de él, mimarle y quererle durante el resto de su vida. Y perdonar sus frivolidades; ella era suficientemente fuerte y tenía algunas compensaciones.

    En una cena, su suegro la había mirado con fijeza y había dicho:

    —Ana, en un matrimonio hay uno que tira del carro y otro que va subido en el carro.

    Ella lo comprendió, ella lo comprendía todo, lo perdonaba todo, y esperaba, y adquirió ante todos una dolorosa y placentera fama de mujer resistente y abnegada.

    Dos

    En el segundo cumpleaños de Juan ocurrió algo que sorprendió a todos. Se organizó una fiesta de niños en la casa de los abuelos en La Moraleja y se contrató a dos payasos que hicieron una extraña pantomima: el payaso coqueteaba primero con la payasa, le regalaba flores que lanzaban una lluvia de confeti sobre los niños, se besuqueaban cómicamente y un globo con forma de bebé aparecía por arte de magia en los brazos de la payasa, que lo besaba y balanceaba exageradamente ante el alegre palmoteo del público infantil. Luego, ante la sorpresa de todos, ocurrió algo; el globo-bebé se escapó de las manos de la payasa y flotó en el aire, y ascendió sin que nadie pudiera atraparlo. Se dirigió majestuosamente hacia las nubes que se recortaban sobre el cielo azul. Los payasos se miraron aturdidos durante un instante, luego lanzaron más confeti sobre el alborozado público infantil.

    Hubo después algunos comentarios sobre lo oportuno del espectáculo. Un hermano de Ana se sentó frente a ella, sostenía entre las piernas un vaso de vino con las dos manos.

    —Ana, tienes que hacer algo con eso—le dijo.

    Eso. Así se había referido al engaño, a la humillación que Ana llevaba más de dos años soportando. Ella miró en silencio a su hermano y no supo qué decir. ¿Era acaso culpable de algo?

    Víctor se acercó sonriente para consultarle algo, pero reculó bruscamente al notar la expresión de odio con la que ella levantó la mirada.

    Se dio la vuelta y se alejó extrañado, acaso pensando en que aquella comedia que representaban juntos se hacía cada vez más difícil de continuar.

    Una semana más tarde, Ana tuvo mareos y vómitos. Estaba embarazada.

    Tres

    Aquello parecía una broma absurda. De la nada, nada sale, pero eso no valía para el matrimonio. Tan estúpido todo. Cada día tan absurdo como el siguiente. Nadie sabía dar una solución a estas cosas. Luchar por algo tan muerto... No había nada tan acabado. Sin embargo, ella había luchado, y también se había dejado llevar. Había seguido consejos que no habían servido más que para hundirla en ese pozo oscuro, donde se agazapaban la rabia y una repulsión que sintió en toda su crudeza junto a las náuseas del embarazo. Al principio no dijo nada a nadie, estaba solo de dos meses. El secreto le daba una falsa sensación de control. Por las noches rezaba, deseando morir, o que muriera el embrión que le crecía en el vientre. Eso era lo mejor, que muriera y la liberara a ella. Al menos de eso.

    Ana se tumbaba en el suelo de su habitación boca abajo, sintiendo el frío del mármol en el estómago... Hacía cosas absurdas... Se daba largos baños de agua muy caliente que le escaldaban la piel. ¿Cómo podía pensar en un aborto? Sabía de otras mujeres que iban a misa y lo habían hecho. Sabía de tantas cosas... Nada era imposible. Dios sabría perdonar, luego ya tendría toda la vida para arrepentirse y castigarse cuanto fuera necesario. Ana ayudaba en la iglesia, y tenía su cura de confianza, que sabría arreglar las cuentas con Dios. No lo entendería al principio, pero dejar perder a una mujer tan religiosa, tan valiosa para la fe... No, eso la Iglesia no podía permitírselo. Incluso sintió durante un instante un leve placer por sentirse nueva, por rebelarse y romper las normas. Ser libre. Definitivamente, el catolicismo no respondía a todas las necesidades. La vida era demasiado complicada, la culpa, el arrepentimiento, el castigo eterno, todo era implacable y cruel. ¿Sabía Dios, sabían los sacerdotes —esa clerigalla— lo que era ese miedo, ese dolor...? No lo sabían.

    Ana sentía en estas ocasiones una rabia sorda y violenta subir desde el centro del pecho; su educación no servía, todo cambiaba demasiado rápido, se derrumbaba.

    El niño nació sano. No lloró, su carita fea y arrugada, que recordaba a la de un viejo, permanecía seria y adusta. Se estuvo muy quieto, mirándola con unos ojos grisáceos que a ella le parecieron llenos de reproche. Había en algún lugar de su frente violácea una marca, un matiz de sombra, algo que quedó como recuerdo de la culpa de la madre. Y en su mente fantasiosa, Ana se convenció de que esa marca existía y estaba allí. Por medio del dolor ella podía abrirse paso a través de las brumas de la insensibilidad y del abandono que la rodeaban.

    Los dos hijos se criaron al cuidado de Enedia. El hijo menor, Pablo, encontró en ella un sustitutivo de la madre, pero el mayor no encontró a nadie. Con la llegada a su vida de un hermano pequeño, Juan se encontró en tierra extraña. Él no pertenecía a nadie, y nadie le pertenencia a él, parecía como si un desajuste en la vida, un cambio repentino de dirección, lo hubiera dejado flotando en un espacio ingrávido, aunque, por supuesto, él no tenía la edad ni la madurez aún para entender su situación y simplemente se dejaba ir.

    La amante de Víctor hacía llamadas a su casa. No decía nada, luego colgaba el teléfono.

    Cuatro

    Juan aprendió brusca y rápidamente lo que significa el abandono. Era como un barco que se hundía, o un planeta que reventara de pronto, todo el mundo corría de un sitio para otro buscando su arreglo, pero nadie se acordó de ese niño que ya había cumplido ocho años y que desde entonces no tuvo dónde ir. Era como un fantasma, una imagen inquietante, vacía, cuyo sentido no era otra cosa que recordar a otros la culpa y la ausencia. Era lógico que nadie quisiera acogerle, abrazarle, hablar con él, escuchar por si quería decir algo..., pues él mismo había decidido no hablar.

    Los veranos iban todos de vacaciones a un pueblo de Segovia donde tenían los abuelos una gran casa. Se escapaba a la menor oportunidad y se le veía con su aspecto de pequeño vagabundo, completamente astroso y sucio, merodear por el bosque cercano o escondido entre la hierba verde resplandeciente, como un gato cazando pájaros. Pero él no cazaba, lo miraba todo con unos ojos pequeños y afilados del color de la madera de castaño que brillaban cuando los rayos del sol caían sobre ellos oblicuamente, entonces se iluminaban como dos cajitas de laca que alguien abriera de par en par. A veces se tendía sobre la hierba y contemplaba el cielo con un semblante serio y como endurecido. La luz solar recogía en las manos de las blancas nubes su corona con todos los matices del arcoíris y el viento bordaba sobre los perfiles de las hojas de los árboles unos remates de hilachas de oro.

    Juan se quedaba horas contemplando la naturaleza con silencioso abandono. A veces le invadía una pereza tal que sentía perder la forma humana; se fundía suavemente con la tierra bajo su espalda, y con las hierbas que se transparentaban bajo el acuoso azul del cielo. Deseaba diluirse de una vez, ser lo mismo que observaba a su alrededor, no simplemente verlo. Se sentía como un intruso en el mundo, como si se hubiese colado sin permiso en un jardín.

    De una forma incierta y difusa pensaba en la muerte. Si muriera, si se fundiera con las plantas, si se deshiciera en agua y se regara a los pies de los árboles, los rosales y los rododendros, entonces sería invisible, sería nada más que un color, o un olor, sería un agua verde y transparente guardada entre las hojas frescas.

    Cinco

    Como hemos dicho, Juan fue creciendo como una planta que, por un mal acuerdo de la naturaleza, hubiera germinado en medio de una grieta del asfalto.

    No gustaba a nadie, y desarrolló un fuerte sentimiento de hostilidad hacia el mundo. Las zonas de la piel que más se rozan se endurecen, pierden sensibilidad, se vuelven feas, porque la fealdad es una de las defensas que presenta la naturaleza humana, así como la belleza es una de sus confianzas. Juan se creía feo y sin talento. Aturullado en medio de la belleza del mundo, se sentía incongruente y descolocado en aquel orden ajeno y hostil. El amor y la fe tienden los puentes sobre las duras zanjas, pero nada de esto sentía él.

    Casi podría decirse que se consideraba culpable de haber nacido. La enfermedad de la vida había hecho presa en él y no veía ninguna salida. No se gustaba, y un egoísmo duro y elocuente cavó trincheras en su espíritu. Soñaba que su corazón colgaba de tomizas venas que había que ir cortando una a una para liberarse.

    Un día de verano, cuando tenía doce años, se encontró a Lucas, el cocinero de su abuela. Lucas era un joven de unos veintiocho años, de pelo claro, risueño y de ágiles movimientos. Le dijo:

    —¡Eh, Juan! Ven a ayudarme.

    Juan se acercó curioso.

    —¿Qué haces? —preguntó.

    —Vamos a cazar pichones para la cena.

    En la buhardilla de la gran casa de campo de los abuelos había un palomar. Juan, algunas veces, en sus vagabundeos, investigaba aquel lugar misterioso. Cuando entraba, bajo aquel techo inclinado, una vaharada de olor caliente y pesado invadía sus narices sucias.

    El sol se colaba por las ventanitas de la pared, y el polvo en sustentación semejaba un pequeño cosmos aquietado de microscópicas estrellas que flotaban indiferentes y majestuosas. El aleteo de las palomas asustadas agitaba y perturbaba aquellos velos de luz remansada. El misterio de todo lo que veía ejercía un poderoso y solitario hechizo. Sin saberlo, se desarrollaba en él una astucia que solo aprenden los que caminan sin rumbo. Y a veces creyó intuir una alegría loca, una juguetona risa oculta bajo la reseca tristeza que rodeaba su corazón. Él nunca lo habría expresado así, pues las palabras corazón o amor tenían significados para él repugnantes, de algo pesado y viscoso que embotaba el alma y la dejaba vulnerable y abandonada como una alfombra gastada y vieja.

    Deseaba tener algo mal, una enfermedad clara y conspicua, una muerte pegada como espadazo en el costado, porque ¿qué significaba todo ese sufrimiento, y qué mayor fastidio que un dolor sin herida?

    Lo único que podía saberse era que aquel dolor se agarraba como un símbolo inamovible, fijado por oscuras fuerzas ancestrales e injustas, plantado misteriosamente y por la noche, sin rasgar la superficie de la piel.

    —¡Eh, Juan! ¡Coge ese! —Lucas le señaló un pichón que saltaba sobre la hierba intentando volar. Juan se quedó allí parado en un estado de confusión. Había muchas razones para atrapar aquel pichón. Pero también había razones para no hacerlo. Así que se quedó quieto, siguiendo los torpes movimientos del pájaro, y viendo cómo Lucas se lanzaba sobre él, lo atrapaba y le retorcía el pescuezo. Se oyó un leve crujido.

    Lucas atrapó y acogotó varios pichones antes de que reaccionasen. Juan se aburría de la persecución y pensó que aquello no podía estar bien. Al fin y al cabo, esos pichones solo querían emprender su primer vuelo en aquel cielo tan profundo y azul que se recortaba por encima de la sobria y enorme casa de los abuelos. Había en todo el jardín una cierta luminiscencia fría y azulada, casi sin atmósfera. No, aquello no estaba bien.

    —¡Anda, Juan! No has cogido ninguno. ¡Torpe!

    Lucas se reía mientras metía el cadáver blando de otro pichón en un zurrón que llevaba al costado.

    —¡Torpe, anda!

    Corrió un par de metros y se agachó, y al incorporarse otro pichón más colgaba de su mano. Juan se olvidó de la escena y se fue de allí.

    Aquella tarde, Juan entró en el cuarto de Lucas y robó un fajo de billetes de su mesilla. Alguien lo vio salir por la ventana y lo comentó después.

    El tío Antonio, preocupado, habló con la abuela, que estaba en el jardín oreándose el cáncer de garganta que crecía silenciosamente desde hacía tres años. Estaba acompañada de Tito, un loro gris que contemplaba el mundo con severidad, encaramado en su percha.

    La abuela llevaba un vestido gris marengo, y un pañuelo de seda le cubría el bulto violáceo a un costado del cuello. El loro, que sufría una fuerte neurosis, se arrancaba las plumas con el pico furiosamente, y ya tenía algunas calvas que le daban un aspecto algo triste y melancólico. Sabía decir: «¡Viva España!, ¡viva el vino!», y soltaba de vez en cuando una

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