Los mensajes del Erial
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Los mensajes del Erial - Rodrigo Diaz Castanyeda
Gracias a mi padre por su voluntad creativa,
a mi madre porque siempre nos procura ternura,
a mi hermana por su temple, y en especial
a mi hermano Enrique por creer en mí y darme la fuerza para escribir.
Agradecimiento especial a Jorge Vergara Macip y José Alberto Parra García.
PREFACIO
La tarde brumosa del 30 de diciembre mientras caminaba por el parque Güell en Barcelona, vi a una mujer que corría desesperada hacia la salida gritando: Fausto
. Grito largo y melancólico. Me estremeció la escena y continué viendo cómo se alejaba calle abajo sujetándose con fuerza el antebrazo izquierdo.
Pocos minutos después encontré, en una banca del parque, una libreta gruesa forrada en piel desgastada por el uso; en la carátula decía: Los mensajes del Erial. En la primera página leí la frase:
"Si llegas a encontrar este manuscrito haz lo que tengas que hacer. Marión".
Hojeándola surgió el nombre de Fausto entre líneas escritas a mano, junto con fotografías recientes tomadas en Barcelona. Obviamente pensé que pertenecía a la chica que había visto marcharse desconsolada, así que decidí tratar de localizarla. Dejé una nota con mis datos al vigilante y me fui del lugar.
Durante varios días me perdí en la búsqueda por las calles estrechas, húmedas y góticas de la ciudad, incluido el parque Güell. Al llegar a mi habitación, por la madrugada, me adentraba en la lectura del manuscrito en busca de alguna pista sobre ella.
Al principio parecía tratarse del relato de un viaje en el desierto, pero conforme leía me identificaba con la singular historia que dividía los dos hemisferios de uno de los personajes y, por raro que parezca, algo inquietante me comenzó a suceder en el brazo, un hormigueo, una sensación.
Esto intensificaba mi propósito de localizar a la mujer. En varias ocasiones creía distinguirla entre la multitud de vendedores y transeúntes nocturnos, trataba de alcanzarla pero se perdía entre las personas. Daba la impresión de que sabía que la estaba buscando. Incluso, uno de esos días, en la Plaza Reial, se detuvo del otro lado mirándome tristemente mientras yo gritaba su nombre; dio media vuelta y se perdió entre las calles Ferran y Avinyó.
Ahora, después de leer la libreta, sé por qué la dejó ahí. Y de alguna forma sé qué es lo que tengo que hacer. Mi función es comunicar la historia. Por esto he decidido transcribirla tal como la encontré; algo me impulsa a ello.
1
Junio
Nunca imaginó que iba a colapsar, que aquella mañana su cuerpo separaría la realidad del sueño... en su propio brazo.
El autobús se detuvo en la carretera. La neblina lo cubría todo, se sentía una humedad densa en el ambiente y la tenue luz apenas perfilaba los contornos de la selva. Eran las seis de la mañana cuando bajaron del vehículo. Fausto se frotó los ojos, y parecía haberse percatado de que ni el autobús ni el chofer eran los mismos que recordaba haber visto cuando abordaron el día anterior. Esto lo dejó pensativo por un momento. Tal vez se preguntaba: ¿cómo pudo suceder si no hicimos ningún trasbordo?
Se hallaban en una bifurcación. En la orilla de uno de los caminos se apreciaba un letrero con el nombre de la localidad y la distancia a la que se encontraban de ella: un kilómetro. Los rodeaba una espesa vegetación con sonidos apabullantes de animales que despertaban; salían del suelo, de las hojas de los árboles; y sus cuerpos eran las plantas que surgían por los rincones donde había un poco de tierra, e incluso de las grietas en la carpeta asfáltica.
Los tres jóvenes caminaron hasta llegar a un pequeño puente por donde cruzaba un río de agua transparente. Otro letrero que apenas se mantenía en pie indicaba: Las pozas y el castillo surrealista
, y abajo una flecha hacia una vereda de lodo que continuaba a un costado del río.
—Mon Dieu! ¡Es enorme! —repetía Marion extasiada.
El sol se elevaba y el canto de las aves se hacía más intenso junto con el rumor del agua que corría por doquier; era una rica sinfonía.
Llegaron a una puerta altísima de hierro, a lado de una construcción, en plena selva, que parecía una flor de cemento enmohecida de unos diez metros de alto, con escaleras de espiral por todo su tallo. Dejaron sus pertenencias en el suelo y se sentaron frente a la entrada contemplando la edificación. No podían creerlo: escaleras de flores y árboles hechos por el hombre, con formas retorcidas, caprichosas, junto a un río de agua azul turquesa que bajaba entre las piedras intactas; canales y pozas creaban un lugar mitad real, mitad sueño, con colores naturales y algunos tintes rojos entre enredaderas o raíces que atrapaban edificaciones. Al parecer el castillo se extendía por toda la ladera, se perdía entre la vegetación conectado por escalones y pasillos interminables y sin sentido alguno.
El lugar era una especie de santuario deshabitado. Las estructuras de varios pisos tenían en su interior puertas y formas exóticas, aunque sin paredes divisorias. Era una obra diseñada para asombrar, un monumento a la naturaleza, aislado, que se reconstruía a diario con ayuda de la humedad y la vegetación.
Ometeo se sentó en el borde de una poza y metió los pies en el agua que bajaba por una hermosa cascada. No podía dejar de contemplar el mágico sitio. Se desvistió para sumergirse en el líquido tibio que lo envolvió e hizo fluir las ideas frescas sin complicaciones.
Fausto y Marion se habían alejado juntos cuando entraron al castillo por debajo del puente situado junto a la entrada principal. Fueron hacia la parte superior de la ladera por un sendero que culminaba en una figura parecida a un capullo abierto, de cuatro metros de diámetro. Ometeo suponía que exploraban aquel espacio excitados, contagiados de su magnetismo; los rincones eran ideales para recorrerse con las manos, con la boca, con la piel sedienta que bajaba a gotas entre sus dedos. De seguro Fausto buscaba el cuerpo de Marion entre caricias y besos temblorosos, con la impaciencia de una tierra fértil.
Ometeo salió de la poza y se vistió, repuesto y habituado a su soledad, que también se acostumbraba a él. Recorrió algunas construcciones río arriba; de vez en cuando se internaba en la selva para escudriñar las formas verdes. A lo lejos escuchaba la risa de Marion integrada a los sonidos de la naturaleza... pero él no se sentía el mismo desde la noche en el Erial, algo que aún no podía entender había cambiado, presentía en su cuerpo un bienestar profundo que al mismo tiempo empezaba a ser lógico.
Se internó en la espesura y recorrió las veredas como si buscara algo, no en el exterior sino en su mente. Era una conexión entre las neuronas y su andar que lo hacía ir a brincos de una idea a otra. Cuanto más avanzaba en los senderos con mayor profundidad se introducía en su pensamiento. Quería saber, quería conocer seguro de que la casualidad no existe, es sólo una oportunidad, un escalón en el crecimiento de una sociedad que impacta en otra, y así sucesivamente.
Estaba convencido de que tal proceso era parte de la evolución interna a la que cualquiera, más allá de su naturaleza, puede tener acceso, siempre y cuando esté dispuesto a explorar su mente. Cuando Ometeo lograra colarse se produciría un reflejo —como mirarse en el río— que le permitiría comprenderlo.
¿Por qué de pronto mi mente intentó encajar todas las fichas? ¿Qué chingados despertó este sitio en mí?
Por la tarde los tres se encontraron en una de las flores gigantes con graderías interconectadas, desde donde se apreciaban la colina y las figuras artísticas de las copas de los árboles, liberadas de una ligera bruma a su alrededor. Complacidos comentaron las sorpresas halladas en su recorrido por el castillo y las pozas. Bajaron a la primera plataforma techada para preparar algo con la comida que llevaban en sus mochilas. El sitio estaba desprovisto de muros, con piso de laja y tejado de hormigón de formas irregulares, rodeado de un maravilloso colorido.
Falsa2
La noche en la selva fue diferente a cualquier otra. El cielo estaba nublado y una oscuridad los arropaba. La luz de la vela titilante apenas rozaba sus rostros.
Fausto y Ometeo observaban cómo las formas y contornos de la naturaleza se perdían en la negritud. Diez metros adelante de ellos se elevaba una peña repleta de vegetación que se sacudía por los animales que pernoctaban en ella y por una ligera brisa que la recorría de izquierda a derecha haciendo pendular ramas y enredaderas colgantes. Durante varios minutos contemplaron las siluetas y las múltiples figuras derivadas de la libre asociación del pensamiento.
Marion buscaba otra vela entre sus cosas analizando los objetos al tacto.
De pronto Ometeo comenzó a tener una sensación distinta en el cuerpo; era como si le hubieran atado una soga alrededor de la cintura y alguien desde el suelo tirara con ímpetu. Se levantó haciendo un ligero esfuerzo y caminó en círculos; la sensación le provocaba escalofrío. Tomó un poco de agua de una botella y se esforzó por tranquilizarse, pero la oscuridad entorpecía sus movimientos; entonces pasó al interior del tejado, recorrió unos metros, se sentó en el suelo y cruzó las piernas. Mantuvo la mirada en el piso sintiendo el leve arrastre desde la zona del ombligo. Cerró los ojos y comenzó a emitir un sonido grave que usaba su pecho como caja de resonancia y otro sonido de contraste, generado al exhalar dos notas diferentes. El gran alivio experimentado le hizo repetirlo una y otra vez. En ocasiones subía el tono alto para variar su intensidad.
Después de unos minutos dejó de sentir la tenue fuerza que tiraba de él. Entonces exhaló con el sonido más largo posible y abrió los ojos.
Vio frente a él una pálida luz azul que, con lentitud, ascendía en forma de espiral como neblina. Paralizado guardó silencio y la luz desapareció como si se filtrara de nuevo hacia la tierra. Se sorprendió mucho por el efecto, pero pensó que tal vez era producto de su imaginación o por haber abierto los ojos muy rápidamente; en busca de lógica tomó aire y emitió el sonido en un tono más alto.
¡Es impresionante!, pensó, veía la misma espiral, pero ahora con un tono más bien verde, muy delicado. Y al dejar de producir el sonido la luz se disipó de nuevo. Fascinado probó con un tono más agudo. Esta vez la luz cambió a un color amarillento.
—¡Marion, Fausto! ¡Vengan, tienen que ver esto! —es sinestesia, se dijo.
Sus amigos se acercaron a tientas.
—Aquí, a su derecha, más adelante.
—¿Cómo puedes saber dónde estamos? Aquí no se ve nada.
Ometeo se asombró por la pregunta, pero aún más porque no había pensado en ello.
—¡Puedo distinguirlos! —dijo con una risa nerviosa— ¡Puedo verlos!
—¿Cómo? Ometeo, ¿estás bien? —insistió Marion.
—Creo que sí. Los distingo por una línea de luz rojiza alrededor de su silueta —los tomó de las piernas indicándoles el sitio— siéntense aquí.
Marion y Fausto se acomodaron en el suelo.
—¿Qué te pasa?
—No sé, Fausto, pero es algo.
Les habló del tirón que sentía y de lo que vio. Ellos lo escuchaban divertidos y un tanto incrédulos. Por un momento los ruidos de la selva hicieron una pausa y el silencio fue total. Enseguida cayó la lluvia y resurgieron un sinfín de ecos nacidos del entorno. Estaban fascinados.
Ometeo salió hacia donde la vela apenas lo iluminaba, podía ver todo con normalidad pero, más allá de eso, lo sentía. Fausto y Marion se acercaron a él.
—Algo ocurre —dijo Ometeo con voz profunda y tranquila— no sé qué es, sólo lo presiento.
La lluvia se precipitaba en torrentes, parecía que la selva se caería con tanta agua. Por suerte se encontraban bajo un buen techo por el que no se filtraba una sola gota.
Fausto se aproximó a Marion y la abrazó. Observaron a Ometeo que se postraba