Amores iguales
Por David Leavitt
3.5/5
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Información de este libro electrónico
Louise Cooper ha padecido un cancer durante los últimos quince años. Su vida, simple y a la vez difícil, como la define su hijo Danny, un abogado homosexual, llega a su término, y en el núcleo familiar –ese vórtice que fascina a Leavitt, para quien la familia «es la mayor y mejor excusa literaria que se ha inventado»– todo parece estallar, y salen a la luz sentimientos reprimidos durante largo tiempo.
Pero Amores iguales, aunque hable de la muerte, no es un libro triste. De él ha dicho su autor que es «una novela que trata sobre el poder femenino, sobre mujeres fuertes, mucho más fuertes que los hombres, y también pienso que es el libro más optimista que he escrito».
David Leavitt
David Leavitt (Pittsburgh, Pensilvania, 1961) se graduó en Yale en 1983. Su obra narrativa ha sido finalista del Premio PEN/Faulkner, del National Book Critics Circle Award y del LA Times Fiction Prize. Sus textos han aparecido en el New Yorker, el New York Times, Harper's y Vogue, entre otras publicaciones. Vive en Gainesville, Florida, donde es profesor de inglés en la Universidad de Florida y edita la revista literaria Subtropics. En Anagrama se han publicado, desde 1994, Baile en familia, El lenguaje perdido de las grúas, Amores iguales, Un lugar en el que nunca he estado, Mientras Inglaterra duerme, Arkansas, Junto al pianista, Martin Bauman, El edredón de mármol, El cuerpo de Jonah Boyd, El contable hindú, Los dos hoteles Francfort y A resguardo.
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Amores iguales - Juan Gabriel López Guix
Índice
Portada
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Créditos
Para John Leavitt y Emily Leavitt
Debo expresar mi enorme agradecimiento a Jill Climent, por algunas sugerencias esenciales; a John Herman, por su revisión; a Andrew Wylie, Deborah Karl y Susan Schon, por su ayuda más allá de las obligaciones profesionales; y, de manera especial, a Gary Glickman, por su paciencia y confianza incluso en mis peores momentos.
Il equal affection cannot be,
let the more loving one be me.
(Si igual amor no puede haber,
déjame el más amante ser.)
W. H. AUDEN, «The More Loving One»
Primera parte
La primera vez que Louise creyó que se moría, pidió a Danny y April que se acercaran a la cama de hospital en que yacía y les dijo:
–Hay algo de lo que quiero hablaros, chicos.
April, que acababa de cumplir dieciséis años, se apartó la larga melena y exclamó:
–¡Venga, mamá!
Danny, sin embargo, no dijo nada.
–No, estoy hablando en serio –insistió Louise–. Ahora me doy cuenta de que he hecho cosas que no os han gustado, como no dejarte ir a ese concierto, April, porque era muy tarde, o, a ti, Danny, no dejarte ver El exorcista. Pero debéis comprenderme: tenía mis razones. Recordad que, a medida que uno se hace mayor, todo el mundo es hijo de alguien pero solo algunas personas son la madre de alguien. –Extendió el brazo para arreglarse la almohada y, sin darse cuenta, dio un tirón al tubo del gota a gota–. ¡Maldita sea! –exclamó–. Nat, ayúdame con esta condenada cama. Nunca consigo aclararme.
Desde el sillón esquinero de vinilo en el que estaba sentado clasificando papeles, Nat se incorporó de un salto. Se sentía más útil cuando manejaba una máquina. Chasqueó los dedos y empezó a manipular los botones del tablero de mandos de la cama.
–Un poco más alto –dijo Louise mientras la cama se movía y zumbaba–. No tanto.
–Mamá –dijo April–, sé que ser madre no es nada fácil.
–Pues a veces has actuado como si me guardaras rencor, cariño, y eso no podría soportarlo si...
–¡Pero si lo entiendo! Tenías que tomar decisiones buenas para nosotros, aunque no nos gustaran. Siempre lo he entendido. –Tomó la mano de su madre y prosiguió–: Te quiero, mamá.
De pronto, las dos empezaron a llorar.
–Bueno, supongo que solo quería decirte que yo también te quiero, cariño –dijo Louise–. Tenía que sacármelo del pecho. Danny, ¿me pasas un kleenex?
Se sonó. Por lo general, sus emociones se expresaban de un modo digestivo o respiratorio. Tenía cuarenta y cuatro años.
Pero, tal como se vio más tarde, no se estaba muriendo. El mal iba a recorrer su serpenteante camino durante nueve años más sin que Louise volviera a creer de nuevo que se moría. La enfermedad se instaló en casa como una tía mayor en un dormitorio de la parte de atrás. Vivió con ellos, se sentaba a la mesa de la cocina con ellos, se convirtió en algo normal.
No obstante, a partir de entonces existió para todos una línea divisoria, un antes y un después. Algunos detalles indestructibles se imprimieron en sus recuerdos a largo plazo. Para Louise, fue la ducha matutina en que notó por primera vez el bulto en el pecho; para Nat, el pedazo de papel rosa en el que la secretaria del departamento escribió: «Llame a la señora Cooper inmediatamente»; para April, el sorprendente silencio de la casa, cuando volvió ese día del instituto y no encontró a nadie. Y, para Danny, cuando lo llamaron en plena clase del señor Weston –estaban dando Grecia antigua– y, en el despacho del colegio, la secretaria le dijo:
–Danny, ha llamado tu padre para decir que tu madre no podrá venir para llevarte al dentista. Te recogerá tu hermana.
April llegó a la hora convenida conduciendo el coche de Louise, y Danny supo que algo grave pasaba. Hacía solo dos semanas que April tenía el permiso y, en circunstancias normales, no le habrían dejado conducir el coche de Louise.
–¡A ver si nos estrellamos! –dijo Danny mientras salían del aparcamiento del colegio.
–¿Quieres tranquilizarte? –contestó April–. Saqué un noventa y ocho en el examen y sé lo que me hago.
Él no entendió nunca por qué ella decidió decírselo cuando estaban en medio del tráfico, pero April solía seguir estrategias precipitadas y poco prácticas.
–Danny, han tenido que ingresar a mamá en el hospital –dijo. Se descubrió un bulto en el pecho y tienen que quitárselo. Probablemente no será nada, nada por lo que preocuparse.
Y antes de que pudiera decir nada, antes de que él pudiera pensar una pregunta o mendigar una frase tranquilizadora, ella estalló en un ataque de sollozos tan violento que las manos le empezaron a temblar y el coche se desvió hacia el bordillo.
–¡April, no conduzcas ahora! ¡Cuidado!
–¡Estoy bien, estoy bien! –gritó April.
El autocontrol nunca sería su especialidad. Mucho tiempo después, cuando Danny le dijo que era homosexual, ella le contestó:
–Todo lo que puedo decirte, Danny, es que se lo cuentes a papá y a mamá esta noche porque no sé si seré capaz de callarme.
Lo dijo en tono casi de disculpa, como si sus acciones estuvieran determinadas por demonios que permutaban circuitos en su cerebro. Al parecer, lo máximo que podía hacer era ofrecer un pequeño aviso por adelantado.
La segunda vez que Louise pensó que se moría fue completamente diferente. Fue un momento sombrío y confuso; no hubo pronunciamientos ni ofrendas a la vera de la cama. Estaba sentada con Danny en el comedor del Neiman-Marcus, viendo cómo su hijo se comía un bocadillo llamado Gran Pagoda: cuadraditos de tostada con pisos de beicon, pavo y castaña de agua ensartados con decorativos palillos de aspecto oriental. Era a finales de agosto. Nat no estaba, April no estaba. Las últimas tardes de verano transcurrían a toda velocidad hacia crepúsculos cada vez más tempranos, que acercaban un día el momento de tirar el calendario. Alrededor de ellos, la gente combatía la incipiente nostalgia de final de temporada con la vuelta a las compras escolares, nuevas ropas, programas de curso y quincenas blancas; pero, como todos los años, Danny y Louise parecían quedar marginados de toda esa actividad, con los pies helados en el lodo nostálgico, los opresivos vestigios de un verano que había pasado deprisa, sin haber sido suficientemente apreciado o disfrutado. Nat siempre se las arreglaba para hacer un viaje de negocios en esta época del año, un poco de cháchara con alguna compañía y unos cuantos polvos rápidos en el Intercontinental Marriot Sheraton Hilton. (Según el chiste de Louise). Y April también estaba siempre fuera; incluso mejor que Nat, se las había arreglado para desconectarse por completo del calendario, para encontrar un modo de vivir y trabajar al margen de los horarios nacionales. Así que Louise y Danny se encontraban juntos a finales de agosto, como siempre, comiendo en el restaurante de NeimanMarcus, cosa que nunca habían hecho y que jamás volverían a hacer, y Louise, por segunda vez en su vida, creyó que se moría. Pero esa vez ya sabía que no debía compartir con nadie el bulto, la biopsia, el bario, el escáner TAC y la llamada telefónica que haría por la mañana para saber el resultado. Danny, repantigado en la silla, mordía indolente su Gran Pagoda, como diciendo que nada podría mejorar aquel momento. Alrededor de ellos, el hielo sonaba en los vasos de té helado de mujeres de aspecto adinerado, se oía el tranquilizador sonido de voces bajas que discutían sobre dietas, infidelidades televisivas o los achaques de las esposas de los hombres más ricos del mundo.
Sin embargo, de nuevo resultó que había sido perdonada.
–¡Buenas noticias! –dijo el médico al otro lado del teléfono.
Todavía enferma, pero no moribunda. Danny, a pesar de las protestas, pasó a undécimo curso. Nat volvió. Louise tenía cincuenta y tres años.
Una vez, estando Danny en casa de visita, fue con su madre a una tienda de géneros de punto. Caminaron juntos por las brillantes aceras de California Avenue, pasaron el Fine Arts Theatre, Round Table Pizza, La Caniche Pet Shoppe y Country Sun Natural Foods. Louise llevaba unos vaqueros azul celeste, unos vaqueros de mujer, con flores en la cadera, y una deshilachada rebeca amarilla.
–¿Sabes una cosa, Danny? –dijo–. La mayoría de la gente dice que hacerse viejo es muy duro, pero a medida que me hago vieja me convenzo cada vez más de que ser viejo es algo formidable. Te relajas, no te preocupas tanto de las cosas, trabajas menos. Y lo mejor de todo, es que sabes mucho más que cuando eras joven.
–No seas ridícula, mamá –protestó Danny–. No eres vieja.
–¡Y además están los descuentos! En el cine, el autobús... No sabría decirte cómo me gustan los descuentos.
–No los mereces –dijo Danny, y, al agitar el brazo, le golpeó con fuerza en el antebrazo.
Inmediatamente, apareció un hematoma; el pigmento rojo se extendió con rapidez bajo la piel.
–¡Oh, te he hecho daño!
Ella se encogió de hombros.
–No es nada, solo una hemorragia subcutánea.
¡Solo! En su torpeza extendió de nuevo de brazo para cogerle el suyo y de nuevo la golpeó sin querer.
–¡Danny! –dijo Louise.
Otro verdugón rojo, del tamaño de una moneda de medio dólar, floreció bajo la piel de la muñeca.
–Ten cuidado.
Se bajó delicadamente la manga.
–Lo siento.
–Oh, no es nada, me salen continuamente.
Fueron a la tienda de géneros de punto. Era un lugar polvoriento, lleno de revistas de patrones y estanterías en la pared atestadas de madejas clasificadas según los colores del espectro. Había mujeres sentadas alrededor de una gran mesa de escuela elemental, haciendo punto con largas agujas rosas; bebían café y hojeaban revistas. Louise se unió al círculo; aunque no se conocieran, las mujeres hablaban entre ellas con intimidad, en voz baja. Louise buscaba un conjunto que hacerle al futuro nieto de una amiga –desde hacía un par de años había dejado de mencionar la esperanza de tener uno propio–; pasaba fotografías de chalecos amarillos, zapatitos, elegantes trajes gris para niños pequeños y gorritos estampados con patos. Se subió las mangas y descubrió dos delicados y pecosos antebrazos alarmantemente adornados de espirales y círculos rojo oscuro, manchas de sangre, como la ropa de camuflaje del ejército. Tenía sesenta y un años.
De pequeño, Danny era tímido y cuidadoso; por lo menos, en lo referente a su madre. Una vez, cuando tenía unos seis años, alarmado por las diapositivas de pulmones cancerosos que su profesor les había mostrado en la clase antitabaco, escondió todos los cigarrillos de Louise. Esa tarde, ella los buscó durante cerca de una hora por toda la casa, miró bajo las almohadas y cojines, vació cubos de basura, incluso examinó el congelador. Entonces se dio cuenta de que él la miraba.
–¿Has tocado mis cigarrillos? –le preguntó en tono glacial plantándose ante él.
–Fumar es malo.
–Dime dónde demonios has puesto mis cigarrillos o acabarás recibiendo, jovencito.
–Fumar es malo.
–Te lo advierto, Danny.
–Están en la caja de los juguetes.
Él la siguió hasta su habitación y la contempló abrir la caja y sacar los juguetes con una violencia desenfrenada.
–Dios mío –dijo Louise mientras desgarraba el celofán del cartón de tabaco–, ¿es que ninguno de tus profesores te enseña a ocuparte de tus propios asuntos?
Permaneció inclinada, intentando encender el cigarrillo en el hueco de su mano al mismo tiempo que lo reprendía, y él observó con cierta curiosidad su lucha con el encendedor. Louise aspiró una larga y desesperada chupada y echó el humo hacia la ventana abierta. Mientras fumaba, mantuvo un brazo cruzado sobre su pecho y no se dignó mirar a su hijo.
Fumó durante seis años más, hasta que la primera operación quirúrgica la obligó a dejar el tabaco. En ese intervalo, Danny nunca volvió a tocar los grandes cartones rojos que Louise guardaba apilados en el estante debajo del cajón de las servilletas, ni siquiera se le ocurrió hacerlo. Aquella tarde aprendió lo frágiles y desesperadas que eran las necesidades de su madre; aprendió que no podían ser tratadas a la ligera y que no se podía privar caballerosamente de ellas. A partir de entonces, supo que tendría que encontrar modos más secretos y subterráneos para protegerla, modos que ella nunca reconociera.
Cuando Nat Cooper hacía sexto, en 1934, escribió una redacción titulada «Mi árbol genealógico produce chiflados». Empezaba con la frase: «El árbol genealógico de los Cooper tiene pocas raíces y muchas ramas». Y era verdad: diez hijas y dos hijos, nacidos de Max y Nettie, quienes habían llegado de Lituania. Max tuvo que disfrazarse de mujer para escapar del alistamiento; se hizo pasar por la hermana de su esposa. Sobre sus propios padres, hermanas, hermanos, tías y tíos, nadie parecía saber nada. Presumiblemente, todos murieron en los pogromos. Max y Nettie eran un árbol joven, una simple rama cortada y trasplantada a un clima más cálido. Sus doce hijos tuvieron cuarenta y tres niños, sus cuarenta y tres nietos tuvieron sesenta hijos más. Sin embargo, muy pocos permanecieron en Boston; la mayoría se trasladó hacia el sur, a Florida, o, como Nat, hacia el oeste.
De mayor, a Danny le gustaba decir que había nacido en ningún sitio, en una ciudad que habría podido quedar reducida a la nada con tanta rapidez como se había alzado de ella, una ciudad solo un año más vieja que él. La ciudad se llamaba Carrollton, California, y había sido construida sobre basura: «relleno de bahía» era el término correcto. Pocos años antes había habido en ese lugar agua, peces y, quizá, delfines. La gente dormía, discutía, cocinaba y procreaba sobre la esponja reconstituida de toallas y pañuelos de papel, cartones de cigarrillos, tubos de dentífrico estrujados y latas abolladas. Años y años de detritos humanos convertidos en tierra. La idea de trasladarse ahí fue de Nat, aunque, como Louise le recordaba siempre, podían haberse permitido con toda tranquilidad algo mejor. A él le gustó la idea de Carrollton, el ideal de Carrollton, porque se parecía al futuro: biodegradable, reciclable y energéticamente rentable. Pero los diseñadores de Carrollton se quedaron sin dinero; la estructura inacabada de un centro comercial se erguía contra el multicolor y polucionado horizonte de la bahía como el esqueleto excavado de un dinosaurio. El sistema de cañerías se estropeaba cada dos por tres; donde había grietas había escapes y donde había escapes había ratas. Louise se cansó enseguida de todo aquello, dio prueba de su autoridad y acabaron trasladándose al otro lado de la autopista, a la ciudad universitaria donde Nat daba clases y donde hacía al menos unas pocas generaciones que los edificios se afianzaban en el suelo. Danny ya estaba imaginando el día en que, en algún lejano lugar, describiría esa ciudad a extraños, tras lo cual los extraños se echarían a reír.
Nat era un científico especializado en ordenadores. Lo era en los días anteriores a la invención del microchip, cuando los ordenadores eran cosas inmensas y torpes –sin ninguna relación con los impecables aparatos del presente– y cuando las mentes atléticas parecían residir solo en cuerpos subalimentados, Nat era pálido y huesudo, su pelo tenía el color de una sopa de tomate clara. No se recortaba la barba, que a veces tenía trozos de comida. A su modo era un visionario; pero un visionario mermado por una especie de miopía: vivía en un enjambre de máquinas, un interminable pasillo de tecnología, pero parecía no saber nada o confundirse cuando se enfrentaba a los tejemanejes del resto del mundo. («Su alma necesita gafas», solía bromear Louise con las amigas durante los almuerzos de esposas de profesores que organizaba algún que otro martes.)
Con todo, Nat supo intuir el porvenir: le gustaba describir a Danny y April cómo en veinte años los ordenadores que construía liberarían a hombres y mujeres de las labores cotidianas que ahora tenían que realizar.
–Imagínate –dijo a su cuñada Eleanor, que escribía una columna gastronómica–, llegará un día en que quieras escribir algo para tu columna y no se te ocurra nada. ¿Sabes lo que harás entonces? Pulsarás algunos botones y ya está: ante ti aparecerá una maravillosa receta, junto con todos los ingredientes ya medidos, muchos de ellos fabricados por el mismo ordenador. Gracias a ellos seremos capaces de elaborar comida artificialmente. Podremos descomponer las moléculas y reconstruirlas en formas preseleccionadas; incluso hoy en día ya contamos con parte de la tecnología necesaria.
Eleanor se alejó, ofendida por la falta de respeto de Nat hacia su creatividad, aquella incapacidad de aceptar que su columna era la expresión de un propósito artístico. Nadie tomaba demasiado en serio las fantasías de Nat sobre el futuro. Eleanor se alejó de él, pero, años más tarde –cuando el mundo y, en particular, la región en que vivían cambió de verdad y, en ciertos aspectos, tal como Nat había predicho–, ella (y el resto de la familia) quedó retrospectivamente impresionada y se sintió orgullosa de él; pese al hecho de que el obstinado apego de Nat a unas nociones equivocadas lo había relegado hacía tiempo a su oscuro laboratorio, mientras otros portaban la antorcha y cambiaban el mundo de modo irreversible. Para entonces, el mundo ya no parecía una abstracción siempre pospuesta, sino una realidad presente, una era predeterminada de gracia electrónica cuyo momento había llegado por fin.
La ciudad en la que vivían estaba llena de refugiados. Los horrores del este urbano –los horrores que habían dejado atrás, por fortuna– eran el tema favorito de conversación de todo el mundo: aparatos de aire acondicionado estropeados, metros malolientes, ratas en la cocina... Y había otras personas, personas mayores, para quienes los horrores se extendían más al este todavía, al otro lado de un océano; viejos que pasaban el día chupando puros en un bar, vestidos, a pesar del calor, con gruesos trajes de algodón; mujeres con cascos de cabello gris, pálidos vaqueros y zapatos ortopédicos Birkenstock, que servían galletas en las reuniones de la Coalición para el Desarme de la Iglesia Unitaria, con sus acentos alemanes casi imperceptibles, pero presentes, ahí, en el fondo de la garganta, detrás del nuevo idioma. Todos los adultos que Danny conoció hasta hacerse mayor anhelaban buenas vibraciones, sol interminable, aire limpio. Seguían quejándose, como si bajo los bronceados pellejos, en el interior de su almas, tuvieran fábricas que vomitaran humo negro y necesitaran soltarlo. «La tercera vez que me atracaron decidí que ya tenía bastante.» «¡Una mujer desnuda dentro del ascensor!» Y, al final, siempre la misma coletilla: «Nunca más. No pienso volver nunca más al este».
Este. Durante la infancia de Danny, esa palabra tenía una cualidad mágica, algo parecido al vudú. Siempre era «volver al este». Nadie hablaba de California diciendo «volver al oeste». Lo cual significaba para Danny que, a pesar de todos esos terrores, aquella distante costa con sus mares más tranquilos seguía siendo la cultura madre, original e ineludible, de la cual California nunca dejaría de ser una simple hija rebelde. En realidad, la idea que Louise tenía del este era muy semejante al modo en que consideraba a su madre muerta, Anna: una presencia angustiosa, agotadora y debilitadora de la que había tenido que escapar para no ser absorbida por ella.
Desde una edad muy temprana, Danny se preguntó si su destino era ahora ese origen, ese lugar más antiguo del que sus padres habían huido. Su padre era muy aficionado a la teoría del péndulo y Danny creció oyéndola. Por lo tanto, todo cuadraba perfectamente: el hijo de refugiados, el hijo de pioneros, suspira por regresar a la patria ancestral, suspira por volver. En cualquier caso, sabía que su lugar no estaba en California, entre adoradores del sol y adoradores de Buda. Idealizó el este, el crimen y el ruido, la mugre y las chimeneas. Intentó adoptar un acento neoyorquino. Cuando no podía dormir, imaginaba que su cama era un avión que le llevaba sobre campos y montañas hasta las resplandecientes ciudades flanqueadas de torres, con paredes llenas de hiedra y edificios de piedra viejos y fríos adornados con esculturas de gárgolas y cabezas de monstruos. Atracos, ratas y metros. Sillas de cuero en enmohecidas salas de lectura. Y, por descontado, estaciones. Leía libros en los que nevaba por Navidad. Se enfadó mucho porque nunca nevaba por Navidad; incluso se quejó a su madre. Entonces, un día nevó. Un día en diecisiete años. Danny tenía once años. Se dirigía hacia la parada del autobús escolar cuando empezaron a caer copos. Al principio, no podía creérselo. Pensó que era un sueño. Pero la nieve siguió cayendo y, en la parada del autobús, hizo bolas con los amigos y las lanzaron al aire. Sabía lo que tenía que hacer con la nieve. Era algo casi instintivo. Durante toda la mañana, la nieve estuvo cayendo al otro lado de las ventanas del aula de Danny hasta que el patio quedó cubierto de un polvo blanco e inmóvil, fino como la arena de la playa, aunque mucho más brillante. Sus zapatos dejaron señales de barro en la playa de nieve. En realidad, no cayó la suficiente como para hacer un muñeco de nieve, pero, de todos modos, intentaron hacer uno. Luego el sol salió de nuevo y la nieve empezó a fundirse. Al final de la tarde ya no quedaba nada.
Danny se hizo mayor y fue al este. Siguió a April, su famosa hermana, por todo el país y se detuvo un mes de febrero en New Haven. Nunca volvió, excepto para visitas ocasionales. Y, sin embargo, después de vivir ahí durante ocho años –tenía veintisiete años por aquel entonces y estaba empantanado con Walter Bayles, su «compañero», en una ciénaga de propiedades compartidas demasiado grande como para pensar siquiera en escapar–, todavía tenía dificultades en admitir que esa costa original se había convertido en su hogar. Quizá era por eso por lo que se negaba a cambiar su permiso de conducir de California, el mismo permiso expedido cuando tenía dieciséis años, con esa misma foto horrorosa de su yo a los dieciséis años –violenta sonrisa, nariz enorme– que lo miraba. Cada cuatro años llegaba la renovación, enviada por su madre. Cada cuatro años pensaba en cambiarlo y no lo cambiaba. Era algo más que pereza; algo en él se negaba a renunciar a ese último vínculo con su lugar de nacimiento. Tantas veces al año tuvo que cruzar el continente haciendo zigzags para ver a sus padres, de acá para allá, de allá para acá, que ya no supo decir qué costa pertenecía a su infancia y qué costa a su madurez, cuál era el pasado y cuál el futuro. Al cabo de un tiempo, no importaba en qué dirección viajara, ya no iba de acá para allá, simplemente volvía, llevando consigo grandes cargas de cariño y dejándolas caer, atándose a cualquier tierra sobre la que acabaran de posarse las ruedas del avión.
Hubo una época en que la inmensidad del país, la división de la vida entre las dos costas, le pareció una metáfora de su destino. Al visitar a sus padres, sentía como si viajara hacia atrás en el tiempo. Paseaba por las anchas calles del centro comercial y se topaba con su yo de doce años inclinado sobre la bicicleta y atándola a una farola, los dedos deslizándose veloces para encontrar la combinación del candado. Entonces, su vida real –el apartamento en New Haven, las noches pasadas estudiando con Walter en el viejo sofá del Ejército de Salvación– parecía encogerse hasta quedar reducida a nada, como Brigadoon, la ciudad del musical que April protagonizó en el instituto, un lugar del que, una vez se ha salido, puede que nunca vuelva a presentarse la oportunidad de regresar a él. Por supuesto, los años fueron pasando y él hizo el viaje más veces de las que habría podido contar. Pareció que superaba ese estado de ánimo que solo anhelaba salir de ahí, ese humor que le había hecho lanzarse a New Haven, a las frías y lluviosas noches de febrero en que esperaba reunirse con Walter cuando se cerraba la biblioteca de Derecho, a esas frías noches en que, caminando por los callejones de piedra del viejo campus, respiraba con placer el olor a humedad de la trinchera prestada que llevaba, allí, en esa región del mundo en la que la gente llevaba abrigos. Esa parte de su juventud ya había pasado. Ahora, el invierno le hacía daño en los huesos. Daba patadas y maldecía la antaño adorada nieve. Algunos días, lo que más deseaba era volver al oeste (sí, lo dijo, con esas mismas palabras); otros días, el olor a humo caliente que emanaba de los respiraderos del metro renovaba su vieja pasión, como si el péndulo hubiese dejado de balancearse en arcos perfectos y girara en círculos una y otra vez, anudándose a sí mismo.
La fantasía de Danny: tiene doce años, se dirige en bicicleta al centro comercial para leer las revistas de las series de sobremesa. Es una soleada tarde de domingo, el centro comercial está tranquilo, lleno de mujeres vestidas con indumentaria de tenis y adolescentes regordetas, cuyas barrigas sobresalen por encima de los ceñidos vaqueros, que acuden en pandilla para fumar. Danny lleva pantalones cortos, una camiseta con el nombre de la universidad en la que enseña su padre, calcetines largos y zapatillas deportivas. Tiene las piernas morenas y el pelo blanqueado por el sol. Está sujetando la bicicleta a una farola, busca con dedos sucios la combinación del candado, cuando siente la proximidad de otro cuerpo, nota un cálido aliento sobre su pelo. Se da la vuelta, todavía encorvado, y descubre a un hombre que lo vigila, un hombre alto con vaqueros y una chaqueta de cuero gris, un hombre que le parece extraño, pero, a la vez, íntima y extrañamente familiar. ¿Quién es? ¿Un estudiante de su padre? ¿Un primo del que no se acuerda?
–Perdona –dice el hombre–. No quiero molestarte, yo...
Se mete las manos en los bolsillos.
–Danny, Danny –añade.
Los ojos de Danny se inundan de pronto de lágrimas. Las mejillas se ruborizan. Mira hacia el suelo.
–Soy tú –dice el extraño–. Soy el que vas a ser. Y he venido para decirte, para asegurarte, que todo va a ir bien.
El niño se queda inmóvil. Claro que se da cuenta ahora: esa cara le resulta familiar porque es la suya, aunque al mismo tiempo le parezca extraña porque nunca había visto antes su propia cara, de verdad, nunca, excepto en un espejo, y ahora comprende cómo distorsionan los espejos y lo mucho que sus piernas se alargarán y la desgarbada resolución de sus propias facciones. Las lágrimas le brotan de los ojos y de los de su yo mayor también cuando el hombre se agacha, se inclina sobre él y le pone una mano en el hombro.
–Todas las cosas que te preocupan, todas las cosas que te hacen sufrir, no son nada. Son humo. Lo sé. Y he venido para que lo sepas y no tengas que sufrir más. Vas a estar bien. Dejarás California y te irás hacia el este, tal como esperas. Y tendrás amor, Danny. Sé que ahora te cuesta creerlo, que no puedes concebir cómo alguien podría amarte. Pero alguien lo hará. Ya verás.
La mano que está posada en el hombro –grande, marcada por gruesas venas y erizada de pequeños pelos oscuros– es su propia mano. El joven Danny, todavía agachado junto a la bicicleta, recorre con la mano aquellos dedos largos y siente la calidez de la piel. Los resigue uno tras otro hasta llegar a un fino anillo de plata. Acaricia despacio su redondeado borde exterior y lo hace girar alrededor del dedo. Bajo el anillo, hay una tira blanca y perfecta de piel no tocada por el sol.
Eran las manos de Walter, Danny lo supo más tarde. Manos de hombre, color de