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Mal fario
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Libro electrónico378 páginas5 horas

Mal fario

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En la turbia Euskadi de los 90, Naia intenta resolver el asesinato de su madre. Buscando al culpable, se topa con una secta esotérica que realiza sacrificios humanos. Para encontrar respuestas debe zambullirse en los bajos fondos de la magia negra, entre rituales y espíritus. Por suerte, no es la única que va detrás de algo: Kaos quiere a Naia, Alicia dinero, Fabio marihuana y Aitor una vida mejor. Juntos intentarán derrotar al akelarre, pero solo tendrán tres posibles finales: lograrlo, matar o morir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jul 2024
ISBN9788412541533
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    Mal fario - Laia Tinaut

    PARTE 1

    El akelarre

    1

    Getaria, 15 de noviembre de 1985

    7 años antes del asesinato de Gorka

    Nada más despertar, Triana sabe que está a punto de morir. Los músculos se le agarrotan, cuando abre la boca no logra hablar. Parece una parálisis del sueño, la diferencia es que conserva un mínimo de libertad para moverse. No tardará en perderla.

    Ya comenzaba a creer que no iba a pasar, pero han llegado más lejos de lo que esperaba. Se pone en pie a trompicones y corre a la habitación de su hija. Abriéndose paso entre el desorden, acierta a coger un bolígrafo y el libro de brujería que le regaló por su cumpleaños.

    «El akelarre irá a por ti», escribe en la primera hoja, justo antes de perder el control de sus actos y convertirse en una marioneta. Cierra el libro y sale del dormitorio. Baja las escaleras hasta la cocina, luchando sin éxito contra su propio cuerpo. Ahí está Naia, junto a la ventana, mirando algo por el telescopio. Si no recuerda mal, ayer dijo que Júpiter y Saturno se veían mejor estos días. La observa apuntar cosas en su libreta de teorías, sabe que es la última vez que la ve.

    La adolescente se gira hacia ella y frunce el ceño.

    —¿Estás bien, mamá?

    Y, pese a que abre la boca para responder, Triana no emite ni una sílaba. Comienza a llorar en silencio mientras sus pies la dirigen a la entrada.

    —¡Mamá! —insiste Naia asustada.

    La mujer coge las llaves del coche y sale de la casa. Fuera, sentado en el banco, la espera el primer paciente del día: un hombre al que ayuda con su bipolaridad.

    —¿Se adelanta la sesión de hoy, Triana? —le pregunta, y ella pasa de largo.

    Naia sale corriendo por la puerta abierta.

    —¡¿Pero qué haces, mamá, a dónde vas?! —No da crédito al ver como su madre camina descalza bajo la lluvia, en pijama—. ¡Hace frío, te va a dar un parraque! —insiste e intenta cogerla del brazo.

    Triana se zafa y sigue caminando. Abre el coche y se mete dentro. El paciente observa la escena, se rasca la cabeza. ¿De verdad es él quien necesita terapia?

    —¡Mamá! —lo intenta Naia por última vez golpeando la ventanilla—. ¡Háblame, por favor! ¿Qué te ocurre?

    El vehículo arranca y sale disparado por la carretera, y la chica se queda ahí plantada con los pies metidos en un charco.

    Triana aprieta los dientes y el acelerador. Quiere gritar, frenar en seco y buscar al hijo de puta que le está provocando esto. La tristeza anterior ha dado paso a la rabia, al odio. Lo mataría con sus propias manos si pudiera, lo incineraría vivo.

    ¿Qué va a ser de Naia ahora? ¿Cómo va a sobrevivir sin su madre una niña tan frágil? No sabe defenderse de los abusones del instituto, le dan empujones en la puerta y la encierran en los baños, como a las pringadas.

    Y ahora está a punto de quedarse sin familia, porque sus abuelos y tíos de Sevilla no querrán verla ni en pintura. La echarían del barrio a patadas, tal y como hicieron con ella en su día. Terminará en el orfanato de Zarautz, seguro. Eso si el akelarre no la caza antes y corre peor suerte que ella.

    Triana se muerde los labios. El mal fario ha acompañado a su pobre hija desde que nació. Desde que la obligaron a nacer, mejor dicho. Y es tan injusto…

    La furiosa lluvia aporrea los cristales, entorpeciendo la visibilidad. Ha dejado el pueblo atrás, el paisaje que ahora se extiende tras las ventanillas son prados y caseríos.

    La vegetación se va volviendo frondosa, y la carretera pasa a ser un camino de bosque. Triana no quiere preguntarse a dónde la dirigen. El sonido del agua le da la pista definitiva: el río Oria. Todo cuadra en su cabeza.

    «Saray», es el nombre que le viene a la mente. «Ay, hermana, esto es por ti».

    Parpadea para retener las lágrimas, aunque es inútil. Le empiezan a rodar por las mejillas como la lluvia por los cristales. No es momento de echarse las culpas, pero si no hubiera sacado a Saray de Sevilla nada de esto estaría sucediendo.

    Al entrar en la curva ve a una mujer apoyada contra un árbol. Tiene el flequillo torcido y una sonrisa mellada, le falta un colmillo.

    Triana intenta sacudirse al imaginar cómo salta sobre ella y le muerde con furia. Maldita Edurne…

    «Rata», la maldice mentalmente.

    Intenta con todas sus fuerzas girar el volante y atropellarla. Si muere, morirá matando. No lo consigue, sus músculos siguen agarrotados y el coche en la misma trayectoria.

    Segundos después se estampa contra un árbol, el capó se arruga como si fuera de papel. El cuello de Triana cruje, se golpea la sien y muere al instante. La gasolina se esparce por el asfalto formando ríos siniestros. Un pequeño estallido se sucede y el vehículo se convierte en una hoguera.

    —Mírate, al final has acabado como nuestras hermanas de la Edad Media. Qué mal te salen las cosas siempre, ¿eh? —comenta Edurne a una distancia prudencial. Cuando se asegura de que no habrá más explosiones, se acerca y abre la puerta. El cuerpo de la mujer comienza a chamuscarse, la extraordinaria melena negra se prende con facilidad—. Agur¹, Trianita… —suspira—. Nunca me caíste bien.

    Luego le abre la boca, saca unas tenazas y le arranca una muela al cadáver.

    A kilómetros de allí, Naia sigue observando el camino de piedra por el que se ha marchado su madre. Una terrible premonición le retuerce las entrañas.

    —Supongo que se suspende la sesión de hoy —dice el paciente, harto de esperar.

    —Sí, vuelva mañana —suspira Naia entrando a casa.

    Se para frente al teléfono, sin saber a quién llamar. ¿A la policía? No, no podrá decirles gran cosa. ¿Quién la va a tomar en serio si explica que su madre se ha ido en coche bajo su propia voluntad? ¿Cómo argumentará que algo malo sucede?

    Niega con la cabeza, lo mejor será no alarmarse y empezar el día con normalidad. Abre una de las latas de cerveza que su madre suele desayunar y se la bebe en un par de tragos, se zampa un puñado de cereales, coge la mochila y sale de casa.

    Cuando sube al autobús, va con el tiempo pegado al culo. Podría ir al instituto público, pero ella estudia en el liceo bilingüe más caro de la ciudad.

    Debería seguir preguntándose el porqué de la actitud tan rara de su madre, pero su mente se dispersa y comienza a darle vueltas a lo que ha visto en el telescopio. Saca la sucia libreta de teorías donde observaciones espaciales, hipótesis sobre fenómenos paranormales y todo tipo de datos se mezclan sin orden.

    «¿De qué manera la conjunción de Júpiter y Saturno podría desmentir la constante de Hubble?», escribe, pero enseguida lo tacha. No, eso es una idiotez. Formula otra pregunta: «¿Por qué los astrólogos interpretan la conjunción como algo místico? ¿Puede el acercamiento de dos planetas generar un campo magnético que nos afecte?».

    El autobús llega a San Sebastián antes de que encuentre la respuesta, y Naia se ve obligada a bajar al planeta Tierra. Al llegar a clase, la profesora la riñe frente a todos por llegar tarde, lo que arranca un par de sonrisas satisfechas entre sus compañeros. Naia se sienta en el último pupitre y esboza una mueca al descubrir que se ha vuelto a olvidar de hacer los deberes.

    —Como iba diciendo —carraspea la docente—. Ayer alguien se coló en la sala de profesores y robó mil pesetas de la directora. Creemos que fue un alumno de primero de BUP, ¿lo hizo alguno de vosotros?

    Al principio reina el silencio, pero los comentarios no se hacen esperar.

    —Seguro que ha sido la friki de la gitana —cuchichea una chica.

    —Son ladrones por naturaleza.

    Naia se gira hacia ellos apretando los puños.

    —¡No he robado nada! —se defiende—. Además, solo soy gitana por parte de madre.

    La chica que tiene al lado suelta una carcajada.

    —Con las pintas que llevas, tu padre debe de ser el conde Drácula.

    Naia se encoge un poco para frotarse con disimulo el pintalabios negro.

    —Ni siguiera lo conoce —añade leña al fuego otro chaval. Luego baja la voz para asegurarse de que no le oiga la profesora—: Seguro que su madre es puta.

    Naia está temblando de rabia. Ojalá tuviera valor de agarrarles de los pelos y estamparles la cabeza contra la mesa. Por desgracia, sabe que solo hará lo de siempre: quedarse callada; como si el silencio fuera una buena defensa.

    La profesora se decide a intervenir.

    —¡Venga, no seáis crueles! No hay indicios de que haya sido Naia, acusar sin pruebas está feo.

    La puerta de clase se abre, interrumpiéndola. Una mujer entra sin esperar a ser invitada.

    —Buenos días. Soy Irene Poveda, de los servicios sociales —se presenta—. Busco a Naia Cortés.

    Treinta cabezas se giran hacia la joven, que alza una mano, titubeante. La asistenta frunce los labios y toma aire por la nariz.

    —Sal un momento. Tengo que hablar contigo, cariño.

    «Cariño». Esa forma dulce de dirigirse a ella no puede augurar nada bueno.

    Naia se levanta, todos la miran. Estira un poco sus medias de rejilla (que no forman parte del uniforme) antes de atravesar el aula y acompañar a la mujer.

    La conduce a un despacho y le ofrece chuches, confirmando sus sospechas de que ha sucedido una tragedia. Cuando le cuenta que han encontrado a su madre muerta en la curva del río Oria, Naia no es capaz de llorar.

    Entra en trance, no oye sus condolencias. Se apoya en el escritorio y deja escapar un gemido ahogado.

    Después, se desmaya.

    El orfanato femenino Santa Clara parece el clímax de una película de terror. Desde luego, han sido unos días de pesadilla para Naia.

    Hasta que no se vio en el tanatorio, con los asistentes sociales como única compañía, no se dio cuenta de lo solas que estaban su madre y ella. Igual nunca prestó atención a ese detalle porque siempre fue feliz así, ellas dos contra el mundo. Pero, mientras escuchaba las oraciones de consuelo del cura en el crematorio, y mientras lanzaba las cenizas al mar Cantábrico, echó de menos la compañía. Tener una familia… normal.

    De ser así tendría a gente dispuesta a cuidarla y no estaría sentada frente a esa monja, la madre superiora Maitane, que da miedo solo de escuchar su nombre.

    La religiosa analiza a la adolescente con dureza. Naia tiene el pelo teñido de gris, encrespado y chamuscado. Y lo peor de todo: un piercing colgando de la nariz.

    —¿Tu madre te dejó ponerte ese aro de vaca? —le pregunta.

    —Sí.

    —Qué barbaridad.

    —Cuando alguien quiere hacer algo, no sirve de nada prohibírselo —responde Naia—. A veces las leyes de la física se aplican a las personas: todo lo que se reprime tiende a explotar.

    Se inclina hacia delante y cruza las manos sobre la mesa, como si quisiese iniciar un debate. La monja arquea una ceja, menuda cría tan rara.

    —Quítatelo.

    —¿Por qué?

    —Porque sí.

    Naia arruga las cejas contrariada.

    —Eso no es un argumento.

    La madre superiora extiende la mano hacia ella. «¿Y si me niego?», piensa la chica con rebeldía. Sin embargo, no se atreve a contradecirla. Se quita el piercing y lo deja sobre la huesuda palma.

    —Te alojarás aquí —le dice Maitane—. Y te cuidaremos lo mejor que podamos.

    —Gracias.

    —Te he asignado el dormitorio 66, compartirás habitación con Nekane Ochoa.

    La novicia joven, que está de pie junto al escritorio, abre mucho los ojos.

    —¿Con Nekane, madre?

    —Sí —zanja de mal humor.

    —Con todo el respeto, no me parece buena idea que ninguna chica comparta habitación con… esa.

    La madre superiora se pone en pie y arrastra a la monja a un rincón. Naia afina el oído para escuchar lo que dicen, pero solo acierta a comprender una frase:

    —Si viene una inspección y ven que hemos aislado a una adolescente durante meses, nos podrían acusar de maltrato infantil.

    Las dos religiosas regresan junto a ella esbozando sonrisas forzadas.

    —Sí, compartirás dormitorio con Nekane.

    —Vale.

    —Venga, te presentaré a tus compañeras. Están todas en el comedor —dice la monja.

    La conduce hasta allí del brazo, como si fuese ciega y no pudiese caminar sola. Naia mira la estancia con disgusto.

    Hay desde niñas pequeñas a chicas de su edad, todas mezcladas en un enorme alboroto. En una esquina ve un televisor en blanco y negro y arruga la nariz. En casa hace años que tiene una tele a color en su habitación.

    Cuando ven a la madre superiora, todas enmudecen de golpe.

    —Atención, niñas. Esta es Naia Cortés, vuestra nueva compañera —anuncia—. Es gitanita, pero está bien educada. Podéis estar tranquilas.

    Naia se gira a mirarla con horror. Pretendía mantener en secreto que es gitana, ya bastante había sufrido en el instituto por ello. Ahora le acaban de colgar el sambenito en el orfanato también.

    Lo confirma cuando, al sentarse, tiene que soportar los primeros comentarios.

    —¿Estás aquí porque han metido a tus padres en la cárcel? —pregunta una chica.

    —¿Vivías en una chabola? —añade otra.

    Naia clava la mirada en su plato y las ignora. Termina tan rápido como puede y las monjas vuelven a llamarla. Necesitan sacarle fotos y crear fichas con sus datos. Al acabar ya es casi de noche y Naia va a buscar la habitación 66. Es la última de todas, está apartada en el ala más sombría del orfanato.

    Se detiene en la puerta al escuchar gritos en el interior.

    —¡Capitana Kaos al despegue! —exclama una voz aguda. Tras una breve pausa, la chica modula la voz y la vuelve más grave—. ¡No es seguro, una lluvia de meteoritos atraviesa el cielo más allá de la atmósfera! —Una nueva pausa, después, otra vez la voz aguda—: ¡Correremos el riesgo! Abróchate el cinturón, Luke Skywalker.

    Naia abre la puerta poco a poco, con timidez. Por cómo ha escuchado a las monjas hablar de ella, espera encontrar a una macarra con chupa de cuero y mala pinta. Sin embargo, no es nada de eso.

    La chica, que está de espaldas a ella, tiene una larga melena de tirabuzones dorados que recuerda a una princesa Disney. A la princesa Aurora, en concreto. Lleva un enorme lazo negro y un camisón con volantes que debe de ser del año de la pera. A Naia se le pone la piel de gallina al percatarse de la cicatriz de una quemadura que le recorre el brazo izquierdo, tiene pinta de que fue muy dolorosa.

    Nekane corretea por la habitación hasta llegar a una silla que ha adornado con papel de plata para que parezca una nave espacial. No se ha dado cuenta de que hay alguien detrás de ella.

    —Iniciando la expedición en tres… dos… ¡uno! —exclama imitando el sonido de un despegue—. ¡Prepárate, Imperio!

    Naia le echa una ojeada a la habitación, sin saber si debe interrumpirla o no. Todas las paredes están plagadas de dibujos del espacio: planetas, alienígenas y naves extraterrestres. Sonríe al ver un tablero de corcho colgado de la pared lleno de recortes de revistas conspiranoicas. Nekane parece recopilarlos como si quisiese crear una gran investigación sobre avistamientos UFO.

    —¡Oh, no! —se lamenta Nekane—. ¡El Halcón Milenario se ha vuelto a calar!

    Naia decide carraspear, la chica se gira con un sobresalto.

    —¡Qué susto, joder! —chilla. Naia advierte que antes no estaba forzando la voz para que sonase más aguda, parece su timbre habitual—. ¿De dónde sales tú?

    Es guapa, con unos enormes ojos castaños, gafas de metal y muchas pecas. Lo que más llama la atención de Naia es lo bien maquillada que va, con ese perfecto delineado en el

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