Lebovici, Serge - La Depresión Del Lactante. Cap. 23 La Psicopatología Del Bebé

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23.

LA DEPRESIÓN DEL LACTANTE

LÉON KREISLER

La depresión del lactante no deja de provocar nuestro más vivo interés por
un conjunto de razones de las que ninguna es determinante: su frecuencia,
real y peligrosa; las condiciones contemporáneas de su acaecimiento; la di-
versidad de sus formas que incita a un afinamiento de la semiología; una
mejor penetración de sus mecanismos, gracias a nuestros actuales conoci-
mientos relativos a las interacciones precoces y a la psicopatología del lac-
tante, a las que a su vez aporta enriquecimientos; las amenazas somáticas
que implica, esclarecidas por las concepciones psicosomáticas modernas; y
las discusiones teóricas que suscita y que dan al clínico de la primera infan-
cia la oportunidad de asistir a la eclosión y al desenvolvimiento de un desor-
den, con frecuencia planteado como modelo del fenómeno depresivo.

LA DEPRESIÓN ANACLÍTICA [20]

La depresión del bebé fue revelada a la psiquiatría por la magistral descrip-


ción de Spitz, en los años 1945-1946. El término “anaclítico” que atribuye a
este desorden hace referencia al apuntalamiento del primer desarrollo en la
relación materna, y subraya su causa, que es una ruptura del vínculo objetal.
El estudio reposa en la observación continua, desde su nacimiento, de 123
niños de una guardería anexada a una institución penitenciaria para jóve-
nes delincuentes. En esta cohorte, 23 de ellos de entre seis y doce meses de
edad, tenían una depresión severa y 26 sufrían formas depresivas menos
acentuadas. La ruptura se había producido entre las edades de seis a ocho
meses, luego de una relación muy constante con sus madres, quienes hasta
ese entonces les habían otorgado cuidados exclusivos. A falta de una relación
materna sustitutiva encontrada en la institución, sólo el regreso de la madre
podía cortar el transcurso de la depresión, pero a condición de que el contac-
to fuera restablecido dentro de un plazo menor a los tres meses; sin lo cual,
el riesgo evolutivo era el de los desórdenes mentales del hospitalismo, des-
critos en otra publicación [20]. No menos preciso era el desarrollo cronológico
del síndrome. Al rompimiento del vínculo materno sucedía una exasperación
dramática de la angustia en el octavo mes, gritos y llanto, rechazo del am-
biente, perturbaciones del apetito y del sueño; y luego una fase de repliegue

[222]
LA DEPRESIÓN DEL LACTANTE 223
en la tristeza, gemidos lastimeros, privados de las vocalizaciones habituales
del bebé que protesta o se queja; y finalmente, el aislamiento en una indife-
rencia pasmada, la ausencia de respuestas a los estímulos, la caída del co-
ciente de desarrollo y la multiplicación de las enfermedades físicas. Así, es
posible distinguir en este desarrollo [1, 2, 17]: primero un periodo activo de
protesta (consecuencia traumática inmediata a la ruptura), luego uno de de-
sesperación y de hundimiento en el repliegue; y finalmente una entrada en
la fase de indiferencia depresiva.
Este breve repaso no nos exime de leer en su integridad la descripción de
Spitz, modelo de una metodología clínica. Ésta tiene un lugar histórico en la
fundación de la psiquiatría del lactante, un poco después de la revelación del
autismo precoz (Kanner, 1943). El conocimiento de la patología de la falta de
los cuidados maternos [2] habría de dar un impulso singular a la psiquiatría
infantil, y modificar mundialmente la política de ubicación y de cuidados ins-
titucionales de los niños pequeños. La obra de Spitz ha sido, para muchos, la
que promovió la relación de objeto en el seno del psicoanálisis.
Hay que hacer una precisión previa para deshacer una “ambigitedad fun-
damental que pesa sobre el estudio de las depresiones infantiles” [16]. La de-
presión del lactante se presta a lecturas radicalmente distintas según se
considere:

* la patología depresiva, basada en la observación clínica de la psiquia-


tría infantil;
* el desarrollo normal en el que la posición depresiva ha sido elevada por
Melanie Klein a la altura de un suceso estructurante fundamental, en
el transcurso del segundo semestre; la confusión entre estos dos niveles
es perjudicial, y Spitz ha denunciado de entrada los riesgos de asimila-
ción entre la posición depresiva de Klein y la depresión anaclítica, que
lejos de ser constructiva es altamente desorganizante [19].
» la respuesta depresiva es una reacción humana de base frente a suce-
sos penosos, como la han desarrollado Sandler y Joffe [18].

Es en este último rubro en el que describimos fenómenos depresivos muy


precoces y las respuestas depresivas del niño pequeño frente a las enferme-
dades y el dolor físico.

DEFINICIÓN Y ANÁLISIS SEMIOLÓGICO

Una descripción de la enfermedad depresiva del bebé, por muy imparcial


que se proponga ser, no puede permanecer totalmente “inocente”, ni al abri-
go de influencias conceptuales que alcanzan a las mismas definiciones. La
depresión del lactante es un desorden tímico de evolución aguda o subaguda,
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cuyo determinismo electivo es una ruptura prolongada del vínculo materno


y el componente mental esencial, y una atonía afectiva que priva al bebé de
sus apetencias vitales. La edad electiva de su desarrollo es entre los seis y
los dieciocho meses, en plena construcción de la relación de objeto.
Las descripciones clásicas, siempre actuales, pudieron completarse con
las variantes psicoclínicas que incitan a afinar la semiología de la depresión
precoz. Los ajustes han sido sobre todo obtenidos de la clínica psicosomática
del lactante [11, 12].
La entrada en la depresión se hace tras un periodo preliminar de angus-
tia de la separación exacerbada hasta lo patológico por la ruptura traumáti-
ca, como se muestra en las descripciones históricas ya evocadas. En las cir-
cunstancias actuales, donde la separación es menos radical, la angustia no
es siempre tan flagrante. Pero está siempre presente, modulada con base en
las circunstancias presentes y anteriores. Todo sucede como si la depresión
fuera la continuación de una angustia agotada por su desbordamiento.
La depresión del lactante no tiene una expresión unívoca. Sus variaciones
dependen del grado de intensidad de la perturbación, de su duración, de la
edad del niño(a) y de las condiciones etiológicas. Las formas más severas re-
curren a designaciones como el estupor, el embotamiento o el anonadamiento
mental; el niño se sienta inmóvil o se acuesta con el cuerpo ovillado, está
vuelto de espalda, el rostro fijo, con una rigidez glacial, la mirada vacía, como
sordo y ciego a su entorno. Por otra parte, existen expresiones menos eviden-
tes; la dificultad para reconocerlas puede tener que ver, simultánea o separa-
damente, con lo débil de los síntomas, con el camuflaje de una patología so-
mática que la enmascara, o con circunstancias familiares o sociales que la
ocultan. Subrayemos la posibilidad de que la depresión evolucione por acce-
sos, largos o breves, evidentes o discretos; su severidad se hace patente por
las desorganizaciones psicosomáticas que son con frecuencia las que la reve-
lan [10].
La diversidad de estas formas no merma en nada la unidad de la enfer-
medad depresiva del lactante, cuyos elementos esenciales son: 1] atonía tí-
mica; 2] inercia motora; 3] pobreza de la comunicación interactiva; 4] vulne-
rabilidad psicosomática.

La atonía tímica. Los síntomas más estrujantes se encuentran en las modifi-


caciones del comportamiento que contrastan con el aspecto anterior del niño,
quien muestra ahora indiferencia, una indiferencia triste, sin quejidos ni lá-
grimas, depresión fría, depresión blanca, podríamos decir. Las descripciones
de la literatura están con frecuencia falseadas por la evocación de la depre-
sión vivida por el adulto, cuando se habla de desolación, de angustia depresi-
va o de ansiedad, las cuales pertenecen a la fase prodrómica del síndrome y
no a la depresión misma. La depresión del bebé es una atimia global, más
próxima a la indiferencia que a la tristeza. Lo propio de la semiología depre-
siva del niño pequeño es ser negativa. Presenta “al revés”, podríamos decir,
LA DEPRESIÓN DEL LACTANTE 225

la esencia misma de las apetencias vitales del niño saludable: el apetito no


sólo para nutrirse, sino para ver, escuchar, sentir, ejercer sus sentidos en
todos los terrenos, moverse, conocer, funcionar y progresar.

La inercia motriz. La lentitud depresiva es constante, aunque de grado va-


riable, y sería preferible que fuera el objeto de evaluaciones codificadas,
como se ha hecho con la disminución gradual de la depresión adulta [24]. La
inercia depresiva infiltra el comportamiento mediante una monotonía que
contrasta con la flexibilidad de las conductas del bebé normal en su infinita
variedad de movimientos. La mímica es pobre, la movilidad corporal como
gelatinosa, haciendo notar que la rigidez afecta sobre todo el tronco y la raíz
de los miembros, más que las extremidades manuales y digitales relativa-
mente más móviles. Disminuyen las iniciativas psicomotoras, y la respuesta
motora a las solicitaciones se hace más débil. De esto puede resultar una de-
clinación de las adquisiciones hasta hacer creer a veces en una regresión de-
ficitaria. Spitz menciona una baja del cociente de desarrollo, y en apoyo de
esto cita cifras catastróficas. Esta formulación es ambigua porque la pérdida
de adquisiciones psicomotrices es sólo aparente, como lo demuestra la “dra-
mática” rapidez de la reversibilidad cuando se sale de la depresión.
Las conductas alimentarias se contagian de esta inercia. La pérdida del
apetito es un síntoma común en todos los niños, dice Spitz. La anorexia de-
presiva del lactante es del tipo de la anorexia de inercia marcada con el sello
de la pasividad [10, 11]. Al hallarse privado de las manifestaciones de ham-
bre, el bebé se defiende sin fuerza contra el alimento, en el transcurso de co-
midas tristes, impuestas, que muchas veces se terminan con un rechazo des-
bordado. Las reacciones frente a la coacción alimentaria son silenciosas o se
reducen a gemidos quejumbrosos. La conducta anoréxica está duplicada por
un desinterés en las actividades autoeróticas orales, incluida la succión de la
mama y el pezón, de los que parece no saberse servir; a veces uno se ve obli-
gado a recurrir a la alimentación con cuchara. Las dificultades alimentarias
pueden llegar a constituir un problema psicosomático central [11].
A la uniformidad monocorde de los comportamientos se añade una tenden-
cia repetitiva que está en el primer plano de la semiología depresiva del niño
pequeño. Una niña de 18 meses se pasaba en el hospital largos ratos sin
hacer nada o medio jugando. Los intentos de acercamiento producían un
gesto con la mano que señalaba la puerta con una repetición mecánica. En
otro tiempo cargado de llamado y de desamparo, este gesto se había extingui-
do y automatizado [10]. Estos niños pueden mostrar un verdadero interés por
los juegos, pero sus actividades lúdicas son monótonas, repetidas en sus se-
cuencias, desprovistas de materia imaginaria y fantasmática.
La repetición depresiva del bebé se distingue sin dificultad tanto de los
estereotipos psicóticos como de los ritos de tipo obsesional.

La pobreza interactiva, el debilitamiento. La observación del niño en una si-


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tuación de interacción muestra una merma de las iniciativas y las respues-


tas a las demandas. El análisis en video de los comportamientos revela uno
por uno los fracasos de la comunicación. Su evidencia surge cuando se com-
paran los comportamientos interactivos notados durante y después de la
descompensación depresiva. La ruptura de la comunicación se agrava dada
la reacción de quienes están en el entorno, pues se sienten desamparados y
fácilmente desanimados por la indiferencia del niño. Uno de los aspectos
más sugerentes de la semiología interactiva lo proporciona la mirada del
niño deprimido en sus variantes temporales: la fijeza impresionante sin par-
padeos, el desvío fugitivo ante el acercamiento o la toma en brazos, la expre-
sión penetrante de una vigilancia glacial y, un instante después, el regreso a
la vacuidad depresiva, extraña e inquietante.

La desorganización psicosomática. La clínica psicosomática es, sin ninguna


duda, el lugar de encuentro más frecuente del clínico con la depresión de la
primera edad. Como esto se expone en los capítulos siguientes, aludiremos
aquí sólo a las conclusiones: 1] en la lactancia, como en todo periodo de la
vida, la depresión aparece como un proceso importante de la desorganiza-
ción psicosomática; 2] las formas de la somatización presentan una gran va-
riedad que va desde las más comunes (rinofaringitis, bronquitis, diarreas)
hasta las más severas, y pueden atacar todos los sistemas; 3] las depresiones
generadoras de la somatización son de intensidad variada: desde el gran
anonadamiento depresivo hasta las formas borrosas y camufladas, incluyen-
do los pasajes depresivos que ritman la evolución de ciertos niños, con un
riesgo de enfermedad no menos importante.
Los elementos semiológicos esenciales en los que se apoya el diagnóstico
de las formas camufladas o poco acentuadas son las modificaciones del com-
portamiento que contrastan con el aspecto anterior del bebé. A este dato cro-
nológico fundamental se añaden: la desaparición de la angustia ante el ex-
traño; la conservación de un interés relativo por los objetos inanimados en
detrimento del contacto con las personas; la monotonía de las actividades,
inscritas en el circuito de la repetición. La atonía depresiva es a veces difícil
de distinguir de la astenia. Esta discriminación es tanto más delicada cuan-
to que puede tratarse de una astenia depresiva presente en la lactancia
como en otras edades.

LAS CONDICIONES ETIOLÓGICAS

La depresión del lactante casi no existe ya bajo la forma dramática en la que


nos la han revelado las condiciones institucionales. Sin embargo, podría re-
surgir si la vigilancia se relaja. La atención se ha centrado más bien en las
consecuencias de frustraciones precoces y graves en el medio familiar. Con-
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secuencias que a veces son evidentes y que se inscriben en la patología del


niño gravemente abandonado o víctima de maltratos, y a veces latentes y di-
simuladas. En un segundo plano de condiciones que parecen encontrar justi-
ficaciones materiales, se perfilan personalidades parentales patógenas y con
graves fallas de la función materna.
La separación sigue siendo un factor importante en la depresión del lac-
tante, pero no es la única forma de ruptura patógena. Muchas depresiones
sobrevienen con el contacto de una madre físicamente presente pero mental-
mente ausente. Las circunstancias de esto son diversas. Es especialmente
sorprendente la frecuencia de la depresión infantil en ambientes donde hay
un duelo o una descompensación depresiva de la madre. La muerte de al-
guien cercano durante el embarazo y la perinatalidad letal surgen con una
frecuencia significativa; el deceso de un recién nacido, un niño muerto ¿n
utero, la interrupción de un embarazo... La detección de estas circunstancias
es un punto crucial de la acción terapéutica. El hundimiento depresivo de la
madre produce un cambio brutal y verdaderamente mutativo en la interac-
ción. Una relación rica, feliz, activa, viva, es sustituida por intercambios po-
bres, átonos, muertos. A partir de ahí se entra en un ciclo de transacciones
negativas entre dos participantes deprimidos. No debemos olvidar el papel
que desempeña aquí el niño, cuya apatía desanimante sólo puede alimentar
la depresión de esta mujer, herida en lo más vivo de sus culpabilidades de-
presivas y de sus capacidades maternas. Esta doble vertiente aparece clara-
mente en el transcurso de las psicoterapias conjuntas madre-bebé cuando
las madres atraviesan por una situación de duelo [12].
La interacción fantasmática de la madre depresiva introduce una insufi-
ciencia relacional cualitativa y cuantitativa.
¿Existen condiciones predisponentes? Era clásico admitir que la depresión
atacaba electivamente a los niños cuyos vínculos de compromiso eran antes
muy fuertes, es decir aquellos que eran muy amados. Esta circunstancia
dista mucho de ser constante si se observa con cuidado la calidad interactiva
anterior. Así, frecuentemente se descubren intermitencias imprevisibles que
han roto la continuidad de la relación, rupturas cualitativas del compromiso
o insuficiencias de éste. Una observación de mericismo involucraba a una
madre obsesiva que, imbuida de los principios rígidos de puericultura en ese
entonces en boga, infligía a su bebé un modo de vida casi ritualizado y de
cuidados perfectos en cuanto a la higiene y al equilibrio alimentario. Una se-
paración breve y banal a la edad de nueve meses provocó en el niño una
gran depresión anaclítica, al mismo tiempo que mericismo [9]. Contraria-
mente, las razones de vulnerabilidad pueden encontrarse en condiciones ca-
racterizadas por un exceso de excitación, como lo hemos observado en bebés
invadidos por comportamientos ansiofóbicos graves en la madre.
228 LÉON KREISLER

FENÓMENOS DEPRESIVOS MUY PRECOCES

En un estudio entre 20 bebés, cuya madre había atravesado por una depre-
sión post-partum, T. Field descubre a la edad de cuatro meses “un comporta-
miento del estilo de la depresión” en espejo a la depresión materna [6].
¿Tiene uno derecho a hablar de enfermedad depresiva cuando se trata de
lactantes de una edad muy inferior a los seis meses, afectados por un com-
portamiento que se puede calificar, con toda razón, de depresivo: el rostro in-
móvil, ausencia de risa o sonrisa, lentitud de gestos, pobreza de vocalizacio-
nes, desvío de la mirada, ausencia de respuesta postural de anticipación a la
toma en brazos, desgaste de las conductas de competencia? Estas observa-
ciones no ponen en tela de juicio las propuestas fundamentales de Spitz, re-
ferentes a la génesis de la depresión que ataca al niño que ha franqueado el
estadio del segundo organizador, pero plantean el problema de los fenóme-
nos depresivos primarios. Podrían ser del orden de la respuesta depresiva
más que verdaderas depresiones.
Así, la respuesta depresiva aparece como un fenómeno de gran precoci-
dad. La famosa situación interactiva artificial [21] en la que la madre ofrece
una mímica impasible A las solicitaciones de su bebé, y que se descompone
en seguida en una mímica depresiva, podría ser un esbozo extremadamente
precoz de la respuesta depresiva.

A propósito de las consecuencias en los bebés de las depresiones en madres jó-


venes

La depresión de la madre puede tener expresiones variables; puede tratarse de una


depresión crónica muy anterior al embarazo. Si el bebé no llega a desencadenar en
su madre la felicidad de la maternidad, esta depresión no puede tener más que con-
secuencias desfavorables para el niño.
Entre las depresiones posteriores al parto hay que describir la que aparece ense-
guida, la que aparece generalmente unos días después del parto, la que es muy fre-
cuente sin ser constante; la llamada blue depression permitió decir a Winnicott que,
felizmente, gracias a ella las madres estaban locas por sus hijos. Las depresiones
pospuerperales se asocian con frecuencia a síntomas caóticos, y hacen difícil la prose-
cución de la crianza para la madre, sin que se tome ninguna precaución al respecto.
En cuanto a las depresiones existenciales, ya sea que éstas estén ligadas a sucesos
recientes o a duelos no resueltos, o bien que sean provocadas por el estado no satis-
factorio del bebé, sus consecuencias parecen ser variables:

e quizá el temperamento del bebé desempeñe un papel en la manera en que


reacciona la madre depresiva; ¡más valdría que dicho papel no fuera demasiado
fácil! (cf. caps. 4, 12, 18);
e T. Field ha mostrado que la reacción de desamparo del bebé, a quien su madre
presenta una cara impasible, es menos clara en los niños de madres realmente
deprimidas: quizá están más acostumbrados a la cara triste de su madre;
+ A. Guedeney (comunicación oral) enumera los efectos posibles de la depresión
LA DEPRESIÓN DEL LACTANTE 9929

materna de la siguiente manera: alteraciones posibles en la estabilidad de las


actitudes maternas: el maternaje puede también ser sobreestimulante e inco-
herente; el embotamiento afectivo perjudica la empatía materna.

Una obra reciente resalta las consecuencias que tiene en el niño la depresión mater-
na [21 bis].

La respuesta depresiva a la enfermedad orgánica y al dolor

En la lactancia, como en toda edad, la depresión es una respuesta frecuente


ante la enfermedad física. Badoual, citado por Mazet, relató la gran frecuen-
cia de los estados depresivos en los lactantes hospitalizados por una intole-
rancia al gluten, por una desnutrición proteocalórica o por una carencia im-
portante de hierro [14]. El tratamiento específico implicaba una mejora evi-
dente en el comportamiento general. Sin embargo, no es siempre fácil sepa-
rar los determinismos físicos y psicológicos, pues una depresión es una cir-
cunstancia decisiva en el desencadenamiento de la desorganización psicoso-
mática. El ejemplo del kwashiorkor descrito por Collomb en el niño africano
es significativo a este respecto: la alianza de una desnutrición con un desin-
terés en el momento del destete originó una descompensación depresiva de
alto riesgo.
Un aspecto muy diferente del problema es el que tiene que ver con los me-
canismos neuropsicológicos de la enfermedad depresiva, incluidas las contro-
versias suscitadas por el “modelo biológico de la depresión” [4].
El dolor físico intenso y prolongado puede ser generador de depresión. Un
estudio reciente sobre el dolor en el niño canceroso reveló su frecuente
desconocimiento, las dificultades que existen para evaluarlo cuantitativa-
mente y para discriminar entre estados dolorosos, angustiosos o depresivos
(cf. cap. 31).

Las formas evolutivas

La evolución es tan diversa como las circunstancias. Existen formas agudas y


rápidas, que sorprenden al bebé con un desinvestimiento brusco, y cuya vuel-
ta al estado habitual, gracias al reinvestimiento, nos sorprende. Otras, se
arrastran en una evolución subaguda durante semanas o meses. Otras más
transcurren intermitentemente, en accesos largos o breves como acabamos de
subrayar.
La evolución está estrechamente relacionada con las posibilidades de re-
parar las condiciones patógenas. Su persistencia produce perturbaciones que
constituyen el capítulo de la frustración crónica. El modelo histórico es el del
hospitalismo de Spitz, pero los aspectos que se observan actualmente son
muy diferentes. Una de las consecuencias más sugerentes de la insuficiencia
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crónica del apego es “el comportamiento vacío” [10] (cf. cap. 34).
Sigue abierto el problema de saber si la experiencia de una depresión pre-
coz deja o no huellas en la personalidad. No son muchos los estudios que le
prestan atención a esto. T. Field describe los comportamientos depresivos de
los lactantes que han sido víctimas de una patología neonatal (prematuri-
dad, angustia respiratoria) [6].
De acuerdo con Widmayer [25], la investigadora emite la hipótesis de una
vulnerabilidad que los expondría a depresiones ulteriores. En los niños depri-
midos de edad escolar, encuentran una producción significativa de un pasado
neonatal patológico. Algunos estudios retrospectivos, basados especialmente
en el análisis de adultos [7] y en las psicoterapias de enfermos somáticos
(Marty, comunicación verbal), apoyan la suposición de un riesgo ulterior.

LOS FENÓMENOS MENTALES DE LA DEPRESIÓN DEL BEBÉ: PROPOSICIONES TEÓRICAS

La depresión nos pone en el corazón del problema central y difícil de la psi-


quiatría del lactante cuando ésta se esfuerza en investigar, más allá de los
fenómenos clínicos observables, las desviaciones mentales que la determi-
nan. La depresión aparece como una ruptura desorganizante del funciona-
miento mental anterior.
Contemporánea a la construcción de la relación de objeto, entre el sexto y
el decimoctavo mes, sus características mentales más visibles son tributa-
rias de los fenómenos psíquicos inherentes a esta construcción. Las particu-
laridades interactivas del niño deprimido expresan una a una las fallas del
“funcionamiento objetal”, al mismo tiempo que la degradación de las capaci-
dades fundamentales: la aptitud para reaccionar a las aferencias exteriores
y a los estímulos, la respuesta a las solicitaciones, la comunicación, el ejerci-
cio de las iniciativas, el reconocimiento afectivo (en el sentido de Stern)... A
estas desapariciones responden las de los funcionamientos psicoafectivos
fundamentales ligados al autoerotismo, la realización alucinatoria del deseo
—que es la capacidad del bebé para encontrar, en ausencia de la madre, las
satisfacciones experimentadas con su contacto— y la función de anticipación
que está presente desde el tercer mes. El funcionamiento mental de la ato-
nía depresiva se instala en un registro de extinción de los afectos, de disipa-
ción de las representaciones o de sus precursores genéticos, de la pérdida de
la capacidad alucinatoria del objeto, incapacidad que podría influir en toda
depresión, según Lebovici (comunicación oral).
Las reflexiones basadas en las correspondencias entre la depresión del
lactante y el bagaje mental depresivo del adulto sólo han podido desembo-
car en callejones sin salida. Spitz fue el primero que expresó este fracaso
tras una larga discusión comparativa entre la depresión anaclítica y la me-
lancolía, y subrayó que las correspondencias no son estructurales sino úni-
LA DEPRESIÓN DEL LACTANTE 231
camente de analogía clínica [19].
Existen las similitudes pero éstas no están en la elaboración mental de-
presiva. Los estudios contemporáneos suelen diferenciar, cada vez más cla-
ramente, dos aspectos antes yuxtapuestos en los estados depresivos del
adulto, como sucede con la definición clásica de Nacht y Racamier, cuya for-
mulación enuncia, por una parte, “un estado de sufrimiento psíquico acom-
pañado de culpabilidad consciente, con una disminución del sentimiento de
valor personal” y, por la otra, “un abatimiento no deficitario de la actividad
mental, psicomotriz a incluso orgánica”.
Widlócher destaca el problema de la depresión del lactante en relación
con aquello que él desarrolla en el adulto bajo el nombre de disminución de-
presiva [23, 24]. Da una atención particular al aspecto desvitalizado de las
personalidades depresivas. “La depresión anaclítica, dice, nos obliga a recon-
siderar el esquema que se construye habitualmente. La depresión ya no apa-
rece como una tristeza patológica, sino como una respuesta innata a una si-
tuación catastrófica que viene a desorganizar todos los esquemas de activi-
dad y de intercambios que se desarrollan normalmente a partir de las inte-
racciones precoces entre la madre y el niño. Claro que se puede concluir en
que la depresión anaclítica no es comparable a la del adulto, y también de-
ducir que el núcleo de la depresión no es la construcción mental compleja
observable en el adulto, pero la respuesta elemental que sería la depresión
anaclítica constituiría el prototipo infantil.” Así, el parentesco de la depre-
sión del bebé con las de edades ulteriores no se limita al fenómeno primor-
dial que es la pérdida del objeto (Freud, Duelo y melancolía). Ésta cuenta en
la vertiente desvitalizada de toda depresión. “Uno de los efectos propios de
la depresión reside en una baja del nivel de actividad pulsional y una inhibi-
ción de las funciones del Yo. Encontramos aquí, bajo una iluminación psicoa-
nalítica, el importante problema planteado por la disminución general de las
actividades en el transcurso de las depresiones” (Mises) [4].
La depresión esencial descrita por Marty ofrece similitudes, sin duda no-
tables. El lactante entra en la depresión luego de una fase premonitoria de
angustia, como el adulto penetra en la depresión esencial a través de un pe-
riodo de angustias difusas: “automáticas, estas angustias difusas reprodu-
cen un estado arcaico de desbordamiento. No puede hacerse ningún trabajo
mental. El objeto fobígeno no está representado ni es representable” [13]. El
calificativo de “esencial” atribuido por Marty a este tipo de depresión especi-
fica “la reducción de la timia depresiva a su esencia misma, que es vel de-
rrumbe del vigor libidinal y de los instintos de vida”. La depresión esencial
del adulto al igual que la atonía depresiva del niño y del lactante [10] apare-
cen privadas de toda señal de elaboración mental.
Así hemos debido regresar a una idea clave de las concepciones del Insti-
tuto de Psicosomática; la correspondencia entre la desorganización somática
y el fracaso de la elaboración mental, especialmente por la ausencia o el blo-
queo de los afectos, de las representaciones y de la simbolización. En los dos
232 LÉON KREISLER
casos, la pérdida objetal tiene como primera consecuencia la angustia. Esta
angustia es indicadora de la lucha entre las pulsiones de vida y las de muer-
te. La permanencia de la hemorragia libidinal agota las capacidades defensi-
vas. La entrada en la depresión esencial indica el prevalecimiento de las pul-
siones de aniquilamiento.
La depresión del lactante es, creemos, algo más que un modelo teórico de
la depresión esencial, significativa de los movimientos individuales de vida y
de muerte. Es la forma clínica más precoz, portadora, como ésta de un alto
riesgo de somatización.

LOS MODELOS DE LA DEPRESIÓN DEL BEBÉ

La depresión del lactante ha sido propuesta una y otra vez como modelo eto-
lógico, modelo conductual, modelo biológico y modelo experimental de la teo-
ría del apego [3, 4]. Cada uno de estos modelos de la enfermedad depresiva
humana contiene sus verdades atractivas y ricas consecuencias que sería la-
mentable ocultar. Pero la mayor parte de ellos subestima el grave inconve-
niente de dejar fuera del circuito los fenómenos mentales. Seducido por las
experiencias de Lorenz y de Harlow en los animales jóvenes privados de su
madre, Spitz somete de entrada la depresión anaclítica a la hipótesis casual
de la privación materna. Pero observa paralelamente que la depresión afecta
a los bebés, cuya organización mental está lo suficientemente evolucionada
como para plantear el problema de la pérdida del objeto, bajo la forma psico-
patológica de la depresión.
Ninguno de estos modelos nos permite asir la totalidad de la enfermedad
depresiva. Hagamos nuestras, para la depresión, estas palabras de Francis
Pasche sobre la angustia [15]: “Estaremos contentos si, reconociendo sus orí-
genes ancestrales, sus raíces biológicas, su significado y su papel psicológi-
cos, y finalmente su condicionamiento externo e interno, podemos evitar el
duro reproche hecho por Freud a algunos de sus antiguos discípulos a quie-
nes acusa del error lógico pars pro toto. Existen muchos peligros al destacar,
de una generalidad una verdad parcial, y a partir de ahí proclamarla como
verdad del conjunto.”
La depresión se presta a numerosas lecturas y a otras tantas “lógicas”
[23]. Cada una de ellas, erigida en exclusividad, corre el riesgo de ser no el
modelo de la depresión sino un silogismo que puede desviarnos.
LA DEPRESIÓN DEL LACTANTE 233

BIBLIOGRAFÍA
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24. LA DESORGANIZACIÓN ESTRUCTURAL
EN LA PRIMERA INFANCIA, CONSECUENCIAS
DE LAS CARENCIAS AFECTIVAS CRÓNICAS

LÉON KREISLER

Paralelamente al modelo inaugural de la depresión anaclítica, Spitz nos dio


a conocer el hospitalismo, modelo histórico de la carencia afectiva prolonga-
da en el medio institucional.
En el capítulo anterior intentamos situar la depresión del bebé en su con-
texto contemporáneo, y al mismo tiempo precisar sus mecanismos psíquicos,
Se justifica hacer un esfuerzo semejante por lo que toca a las consecuencias
de las insuficiencias crónicas del apego, con base en las condiciones etiológi-
cas actuales y sus determinaciones psicopatológicas. Éstas son de una gran
diversidad. Las más severas han sido reunidas en el grupo de las desorgani-
zaciones estructurales [6, 7]; reproducimos aquí su descripción.
Estos síndromes pertenecen a la patología del vacío racional. Hemos teni-
do la ocasión de reconocerlos y describirlos en relación con los fenómenos de
somatización que son de gravedad variable y de una gran variedad: conduc-
tas alimentarias aberrantes (anorexia, mericismo, vómitos psicógenos), pro-
blemas severos del sueño, complicaciones infecciosas que se repiten, diarreas
que se prolongan, retardo o detención del crecimiento.
Las desorganizaciones estructurales severas contienen muchos elementos
del comportamiento vacío, especialmente los graves defectos de la relación y
del funcionamiento objetal, que se añaden a otras carencias fundamentales
de la personalidad. Al vacío relacional se añade la discontinuidad o la inco-
herencia. Las variantes clínicas están ligadas a las circunstancias y sobre
todo a la edad. En el primer semestre aparece, más que nada, la indiferen-
cia, la escasez de sonrisas y de vocalizaciones, debilidad de la comunicación,
apatía, atonía, un embotamiento o distorsión de los comportamientos de ca-
pacidad, el desvío de la mirada, el malestar del bebé al contacto corporal...
en resumen, los índices semiológicos de la insuficiencia primaria del apego.
En el segundo semestre y el segundo año, el cuadro incluye daños en la
mayoría de los sectores de desarrollo y de la personalidad:

e la expresión psicomotriz y comportamental: retardo del desarrollo en


su totalidad o en una de sus partes: retardo en la motricidad, en el len-
guaje... apatía o, al contrario, excitación, inestabilidad y conductas va-
cías, deambulaciones, dispersión en el caos;

[234]
LA DESORGANIZACIÓN ESTRUCTURAL EN LA PRIMERA INFANCIA 235

e defectos de la organización espacio-tiempo y del esquema corporal;


e retardo o ausencia de procesos de individuación;
» fallas globales de la identidad, incluida la de identidad sexual, notable-
mente afectada en frecuencia y en duración.

Lo que predomina en este mosaico psicopatológico es la inmadurez, así co-


mo la ausencia de vinculación entre los diferentes sectores de la personalidad.
Desde el fin del segundo año, se precisan características comportamenta-
les. El hacer y el actuar invaden la escena de la expresión clínica con el seña-
lamiento de un pasaje al acto inmediato de las emergencias pulsionales, sin
control ni elaboración por la mentalización. Un ejemplo de los aspectos con-
ductuales de la patología ha sido detallado en el enanismo por sufrimiento
psicológico, en forma de conductas alimentarias aberrantes y de problemas
particulares del sueño [7]. Powell ha descrito las curiosas bulimias y polidip-
sias no diferenciadas de estos niños, que absorben cantidades extraordinarias
de alimento sin discernimiento alguno [8].
Las características interactivas de las inorganizaciones estructurales se-
veras son las de una insuficiencia crónica del apego redobladas por una dis-
continuidad. Las interacciones están signadas por la irregularidad, la anar-
quía de los ritmos de vida y frecuentemente la violencia. Desde el punto de
vista económico, la interacción puede describirse en términos cuantitativos
de somaciones desorganizantes, de alternancia de vacío y de exceso de exci-
tación desordenada. Myriam David y colaboradores han aportado a este
tema importantes precisiones que podemos resumir así [2].
Existen dos modelos predominantes: o bien una muy escasa cantidad de
interacciones o bien alternancias imprevisibles entre los momentos de inte-
racción prolongada y los periodos de separación total. El niño es a veces
abandonado, a veces acarreado en un aflujo de interacciones, que se caracte-
rizan por ser cercanas, ruidosas, con mucha frecuencia bruscas cuando no
violentas, y que sobrevienen en cualquier momento. Las discontinuidades
que invaden la vida del niño pueden adoptar dos formas. Una, la más evi-
dente, está hecha de una sucesión de hospitalizaciones o alojamientos. La
otra se sitúa en el plano de la vida cotidiana, que el niño experimenta como
una serie de miniabandonos. Estos niños oscilan entre el rechazo y la sumi-
sión a conductas que pasan del maltrato a contactos corporales de estímulo
desbordante y de una gran crudeza erótica. Estas discontinuidades que se
infiltran en el interior mismo de las secuencias de la interacción son la fuen-
te de una agitación mutuamente desorganizante. La personalidad de los pa-
dres está afectada por graves fallas narcisistas; con frecuencia ellos mismos
han sido víctimas en su infancia de rechazos y frustraciones que reproducen
en su niño, en una repetición transgeneracional. La función materna está
profundamente perturbada. La ambigiiedad de sentimientos maternos alter-
na entre una necesidad de captación en un acercamiento fusional y una in-
capacidad para el contacto.
236 LÉON KREISLER

Con mucha frecuencia se perfilan en un segundo plano condiciones etio-


patogénicas particulares, como la gran prematuridad, la falta de cuidados
maternos, y las familias de riesgos múltiples, también denominadas familias
con carencias, “atípicas”, “a la deriva” o “sin calidad” [4]. Hemos podido dar-
nos cuenta de la medida en que la patología de estos bebés sigue siendo im-
precisa en estas descripciones, “el lactante desaparece de algún modo detrás
de la gravedad de los problemas y de la solicitud de los padres de la que
apenas hemos hablado”. [2].
Las desorganizaciones precoces severas han justificado su lugar en la no-
sografía del lactante que ya hemos propuesto (cf. cap. 23). Estos estados se
prestan a designaciones diversas: falla en la organización narcisista o de in-
tegración primaria [1] y estados atípicos o inarmónicos e incluso prepsicóti-
cos. Estas tres últimas denominaciones son reveladoras de una tendencia a
incluir estos casos en el marco de la psicosis, cuando en realidad podría opo-
nérseles punto por punto. El drama de la psicosis precoz es un funciona-
miento desviado organizado. Las fallas afectivas de las desorganizaciones
severas revelan en filigrana un fondo depresivo, siempre importante y sin
duda vivido por el adulto que está cercano. “Es aquello a lo que probable-
mente somos más sensibles desde el principio en las descripciones del autis-
mo. El autismo no nos hace vivir el sentimiento de falta, de vacío, de sufri-
miento, de llamada que experimentan estos niños” (Misés). El potencial de
reversibilidad del comportamiento vacío y de los estados de desorganización
contrasta con la tenacidad desesperante de la psicosis.
El devenir alejado de estos niños suscita el problema, muchas veces en-
trevisto en lo que se ha escrito, del pronóstico sobre las carencias afectivas
precoces. Muchos piensan que el futuro está gravemente comprometido y
que muchos de ellos quedarán seriamente afectados en sus capacidades de
adaptación familiar y social, al grado de que reproducirán sobre sus hijos los
traumatismos anteriormente vividos. Otros autores, basados en investiga-
ciones prospectivas, ponen en duda la fatalidad lineal de estas condiciones
precoces [5)].
En esta controversia sólo podemos aportar la experiencia limitada de ob-
servaciones aisladas. Su ventaja, sin embargo, es la de haber entrevisto con-
juntamente las condiciones etiológicas, interactivas y estructurales. Tales
estudios nos han llevado a la convicción de que estas circunstancias y estas
estructuras inquietantes, se trate ya del comportamiento vacío o ya de la
falta de organización estructural severa, pueden retroceder, pero con la con-
dición de que se haga lo esencial y de que se haga a tiempo. Es evidente que
esta acción es más eficaz en la medida en que se dirige a los niños más pe-
queños, y que es necesario hacer un largo seguimiento terapéutico incluso
para los niños muy pequeños. Uno que fue objeto de una publicación ante-
rior llegó a nuestro servicio a la edad de 14 meses por un mericismo, con la
etiqueta de un estado de retraso considerado por la familia como irremedia-
ble [7]. Ahora de una edad de seis años, su adaptación familiar y social es sa-
LA DESORGANIZACIÓN ESTRUCTURAL EN LA PRIMERA INFANCIA 237

tisfactoria, aunque al precio de una psicoterapia que se mantiene todavía.


He aquí una relación nueva.

Guillermo había sido enviado de urgencia a la Unidad Infantil del 1PsO, a los 14
meses, inmediatamente después de salir de un servicio de pediatría parisiense donde
acababan de detectarle un mericismo que evolucionaba desde hacía ya siete meses.
Impresionantemente pálido y flaco, llegó con una toalla húmeda y agria de vómitos
amarrada al cuello, desplomado en los brazos de su madre, cargado a distancia como
un costal. Había sufrido una primera hospitalización a la edad de dos meses por vó-
mitos considerables que fueron trivializados por los médicos al no encontrar una
causa orgánica.
Guillermo es el tercero de cuatro hijos, los tres últimos nacidos uno tras otro con
diferencia de un año. Los rechazos alimentarios se iniciaron y evolucionaron con el
embarazo y tras el nacimiento de una pequeña que tenía seis semanas en el momen-
to en el que se hizo la consulta. El comportamiento de Guillermo asombraba por la
pasividad, por la debilidad de las iniciativas para la comunicación y una indiferencia
morosa que casi evocaba una atonía depresiva. La indiferencia era entrecortada por
penosos pasajes de gimoteos, seguidos de regurgitaciones en las que el niño parecía
ausente; tenía la mirada vaga y, en ciertos momentos, mostraba un interés pasajero
por el ambiente. Sentado en'el suelo, respondía blandamente a las solicitaciones, to-
maba precavidamente con la punta de los dedos el juguete que se le tendía y lo mani-
pulaba en secuencias pobres y repetitivas. Las interacciones entre la madre y el niño
eran pobres y mal coordinadas. Ésta se mostraba incapaz de percibir sus necesida-
des, las ignoraba o respondía con comportamientos inapropiados; indiferente a sus
gemidos, sin hacer ni un gesto por socorrerlo, un instante después irrumpía en sus
juegos para corregir sus gestos, atropellándolo. Se nos informó que el biberón de la
mañana estaba colgado en su cama y que él debía arreglárselas solo, como en las
guarderías de mala calidad. Harta y decepcionada, la madre decía que él nunca esta-
ba contento con su presencia, que no la solicitaba nunca, ni tampoco a su padre. Pa-
recía temer la contigúidad ruidosa de sus hermanos y hermanas, y se refugiaba en
sus rumiaciones o en balanceos interminables del cuerpo.
La evaluación de la motricidad revelaba una vertiente importante de la patología.
Estaba globalmente retardada, se había sentado después de los diez meses, se man-
tenía de pie con dificultad y no mostraba ganas de caminar. Este retardo tenía que
ver con una pasividad próxima a la inercia psicomotriz. A esto se añadían inadecua-
ciones posturomotrices: miembros inferiores en escuadra si uno intentaba ponerlo
vertical, prensión de rastrillo que no utilizaba la oposición del pulgar, ausencia o de-
sarmonía de las respuestas motrices a solicitaciones posturales... Estas carencias glo-
bales eran interrumpidas por actividades rítmicas compulsivas, balanceamientos
vespertinos o nocturnos y golpes repetidos contra el larguero de la cama, cuya marca
uno podía ver en su frente. La psicóloga del hospital le había practicado unos tests
que nos enviaba. La adaptabilidad y la sociabilidad eran comparables a las de un
niño de diez meses. Aunque este déficit era sensible, no explicaba las particularida-
des motrices. Numerosos detalles semiológicos ponían en duda el diagnóstico supues-
to de un problema de personalidad de tipo psicótico o prepsicótico.
La madre estaba en un estado de gran desconcierto. Sólo recientemente, con el pe-
ligro vital y la hospitalización, ella había percibido una correspondencia entre su
238 LÉON KREISLER

comportamiento y la enfermedad de su hijo; se sentía directamente acusada por los


médicos del servicio. Con sollozos, se culpaba no sólo por Guillermo sino por los dos
primeros: el mayor, de seis años y medio, había sufrido desde el nacimiento, durante
tres años, graves afecciones pulmonares repetitivas: el segundo, de dos años y medio,
era muy inestable y tenía impulsos agresivos con frecuencia dirigidos hacia Guiller-
mo. Se acusaba de haberlo abandonado como ella misma había sido abandonada. Su
propia historia iba surgiendo por fragmentos, una infancia dramática: la mayor de
cuatro niñas, mal querida, sobrecargada de responsabilidades, abandonada por el
padre y un padrastro que la maltrataba. Con la agudeza repetitiva de una neurosis
traumática, las escenas de su pasado la atormentaban, insoportables, sobre todo en
los momentos en los que tenía dificultades con sus niños. Desde hacía mucho, pero
sobre todo desde el último embarazo, caía en periodos de descompensación depresiva,
del tipo de la depresión esencial, en los que agotada, con la cabeza vacía, actuaba
como un robot. En ocasiones lo abandonaba todo, y se iba, a cualquier lado, lejos de
su casa, a veces todo un día.
Quería ser ayudada, se la confiamos a Rosine Debray en cuyo libro podemos en-
contrar su relación [3] con el nombre de Gilles. Fue un largo trabajo que abarcó con-
juntamente a la madre y al niño, y que continuó todavía cinco años después. Al prin-
cipio, podría decirse, fue un trabajo de reanimación de este bebé, amenazado por las
consecuencias de una conducta alimenticia aberrante de alto riesgo, en un contexto
próximo a la atonía depresiva. Luego vino una larga reconstrucción a partir de un es-
tado mental señalado por una desorganización fundamental, con riesgos de una evo-
lución inarmónica y probablemente deficitaria.
A través de la descripción de la psicoterapia es posible observar la larga y difícil
evolución de la relación de objeto hacia un apego finalmente individualizado, al
mismo tiempo que se implantaban los procesos de la identidad, de la autonomía y de
la individuación. Fue hacia los dos años y medio cuando Guillermo finalmente cami-
nó y su prensión se hizo normal. A los tres años, se había vuelto un muchacho activo
y risueño, tenía un buen manejo de su cuerpo y hablaba convenientemente. Pero los
hábitos de balanceamiento persistieron mucho tiempo, así como una oposición pasi-
va, signo de su carácter, que debía ser un problema en la escuela. Entró a la prepri-
maria a los tres años y medio y a los seis y medio al curso preparatorio, donde se re-
velaron dificultades léxicas y gráficas considerables. Estas dificultades de expresión
instrumental, además de los bloqueos, evocan las inhibiciones de aprendizaje descri-
tas por R. Cahn posteriores a las fallas de organización primaria [1]. Pese a su actual
apariencia de un niño con una buena salud mental y física, no se puede dejar de
tener reservas en cuanto a su futuro. Un pasado tan dramático ¿puede no haber de-
jado fallas profundas inscritas en la personalidad?

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