Un Toque de Canela - Miranda Kellaway

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 139

UN TOQUE

DE CANELA

Miranda Kellaway
UN TOQUE DE CANELA
Copyright © Miranda Kellaway, © Mediamagine Press
Primera edició n: Junio 2022
Diseñ o de portada y maquetació n: MIH Designs
ISBN-13: 9798837726835

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas por la ley, queda totalmente prohibida la reproducció n
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electró nico o mecá nico, así como la distribució n
de ejemplares mediante alquiler o préstamo pú blico sin la previa autorizació n por escrito del propietario y titular del
Copyright.
Esta es una obra de ficció n. Los nombres, caracteres, situaciones y lugares son producto de la imaginació n de su autora o
utilizados de forma ficticia. Cualquier parecido con eventos, lugares o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Gracias por comprar esta novela.


SINOPSIS

París, 1933

Kenneth Jameson, un cirujano caído en desgracia, embarca en el mítico Orient Express, un tren de lujo que cubre el
trayecto París-Estambul, con una ú nica misió n: asesinar a Delilah Khan, una vedette de fama internacional afincada en
Francia, que viaja a Budapest para iniciar una gira de espectá culos financiados por el ú ltimo de sus amantes.
Kenneth debe cumplir con su cometido antes de que su víctima llegue a su destino, o será el fin de su carrera. Sus pasos
está n siendo vigilados, y el tiempo es limitado. Sin embargo, no contará con que la exó tica belleza de piel tostada a la que
ha de eliminar es mucho más de lo que aparenta, y el día señ alado, el cazador se convertirá en la presa, comenzando la
verdadera cuenta atrá s en la lucha por la supervivencia en la Europa de entreguerras.
A Dinah. Un diamante en bruto que brilla como un sol matinal.
Gracias por existir.
“Los hombres son animales racionales regulados por el impulso de la pasión.”
Alexander Hamilton

“¡Qué maravilloso es que nadie necesite esperar ni un solo momento antes de comenzar a
mejorar el mundo!”
El diario de Ana Frank
Índice
I7
II 26
III 44
IV 66
V 84
VI 105
VII 128
VIII 152
IX 181
X 203
XI 224
XII 247
Estimado lector: 253
Acerca de la autora 255
I

El corte era tan profundo que la sangre salió a borbotones, como una fuente de fondant de
esas que se ven en los restaurantes de etiqueta, acompañ adas de fresas del tamañ o del
puñ o de un bebé. Encarnadas, frescas, brillantes y perfectas; preparadas para deleitar el
paladar de algú n rico empresario londinense con mucho dinero para gastar y tiempo para
disfrutarlo.
Siempre me ha fascinado la manera en la que el cerebro humano maneja las desgracias, la
forma en la que este se defiende del exceso de informació n que le llega a través de los ojos.
Como si fuese un ente aparte del individuo, elimina los recuerdos perniciosos, aquellos que
pueden causar estragos permanentes, a través de la pérdida de memoria, una especie de
“borró n y cuenta nueva” hecho con prisas que deja a su víctima perdida y desubicada, pero,
al fin y al cabo, a salvo de la amenaza de volverse loca de dolor.
Eso fue exactamente lo que me sucedió a mí, aunque no sé si, a día de hoy, hubiese
preferido tomar un camino distinto. Mantener un registro acertado de los acontecimientos
que conformaban mi vida quizá me habría ayudado a escapar de ellos antes de que fuera
tarde. La noche que llamaron a mi puerta y yo, inocente de mí, les abrí, no tenía ni idea de lo
que iba a pasar a continuació n, ni de los macabros planes que aquel par de matones había
cocinado a fuego lento en algú n rincó n oscuro de los bajos fondos del East End, así que el
primer puñ etazo resultó tan sorpresivo que este servidor, que siempre se jactaba de tener
unos reflejos envidiables, cayó al suelo como un saco de cemento y allí permaneció ,
inmó vil, con la nariz rota y el terror inundando sus venas como el veneno corrosivo de una
viuda negra.
El siguiente golpe fue en la cabeza, y a partir de ahí, el teló n cayó de manera fulminante.
Desperté sentado en una silla y amarrado de pies y manos, con un pedazo de tela hú meda
metida en la boca. Estaba en un garaje o almacén, rodeado de cajas, herramientas y
estanterías de metal.
Miré a derecha e izquierda, buscando algú n signo de compañ ía humana, pero no la
encontré, y espiré aliviado. Al menos no había nadie de cuerpo presente para rajarme el
gaznate o darme otra paliza. Sin embargo, y de eso estaba completamente seguro, quien
fuera que me hubiera dejado allí no me permitiría salir del recinto sin antes obtener lo que
quería de mi persona.
Noté un sabor repulsivo en la lengua y contuve una arcada. Los cretinos habían hundido mi
mordaza en un líquido hediondo antes de silenciarme con ella. Casi vomité al imaginar la
cantidad de gérmenes que tendría aquel trapo. Es algo que no puedo evitar. Les tengo cierta
manía a los microorganismos, y, ademá s, soy médico.
O lo era. Hasta el día que cometí el error imperdonable de escupirle a
mi juramento hipocrá tico después de patearle directamente en el estó mago.
—¡Ehhh! ¿Hay alguien ahí? ¡Socorro!
El bozal me impedía hablar con claridad, y mi voz sonaba como un grito bajo el agua. No
obstante, mi pedido de auxilio dio resultado, pues atrajo a uno de mis secuestradores, que
entró en el lugar caminando muy despacio. Un depredador engreído y nauseabundo que se
exhibía cual pavo real ante su rehén, y con una pistola colgando de la mano derecha.
—¿Pero qué tenemos aquí? La Bella Durmiente ha decidido abandonar su letargo.
—Desá tame —le ordené, furibundo.
—¿Qué dices, preciosa? No te entiendo.
Una carcajada siguió a aquel chiste de mal gusto que me puso de un humor aú n má s espeso.
Estando en igualdad de condiciones dudaba que aquel idiota fuera tan valiente. Dada mi
altura y corpulencia, le habría imprimido unos cuantos moratones en una pelea cuerpo a
cuerpo.
Le lancé una mirada aviesa, la má s siniestra que pude recordar de todo mi repertorio, pero
el esbirro no se amilanó . Se agachó a mi lado y susurró :
—¿Tienes sed?
Asentí. No era verdad, aunque con tal de que me quitara aquel pañ o fétido de entre los
dientes, le diría que sí a cualquier cosa.
Y funcionó . Liberó mis labios partidos de su prisió n, no sin antes advertirme que me
partiría el crá neo si me ponía a chillar como una nenaza.
—¿Agua? Alcohol no tengo.
No respondí. No pensaba reaccionar a ninguna de sus provocaciones. Estaba dispuesto a
burlarse de mí y no le iba a dar el gusto. Me dio de beber de una pequeñ a botella de vidrio,
y agradecí al cielo en silencio que el sabor del trapo inmundo se hubiese diluido un poco al
ingerir aquel fluido refrescante.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Quién eres tú ? —disparé a bocajarro. Mi captor sonrió y sacó un
cigarrillo.
—Solo soy un mandado, amigo. Yo y mi colega, que ahora vendrá a sustituirme y hacerte
compañ ía. Las preguntas se las haces al jefe cuando venga.
—¿Jefe? ¿Qué jefe? ¿Sois de la mafia, o algo así? No estoy metido en ningú n asunto turbio.
Soy un reputado doctor de Wimbledon. Os habéis equivocado de persona.
El petimetre pareció dudar unos instantes.
—¿Eres Kenneth Jameson?
—El mismo.
—Entonces eres el juguetito que buscá bamos.
—Te estoy diciendo que no estoy en deuda con nadie, ni…
—Cá llate, anda, que me vas a agotar la paciencia.
El chirrido de una puerta oxidada abriéndose se oyó a mi espalda. Intenté girarme,
olvidando que todavía estaba atado a mi asiento. La cuerda me hacía dañ o en las muñ ecas,
pero no dije nada. Escruté la expresió n de mi interlocutor, y lo que vi no me tranquilizó en
absoluto.
Sus pupilas se dilataron y sus mú sculos se tensaron de pronto, lo que me dio a entender
que lo que había cruzado el umbral era algo o alguien a lo que este tenía mucho respeto. O
miedo. O ambas cosas.
—¿Y bien, Higgs?
La voz masculina sonó igual que un trueno en alta mar. Cerré los pá rpados, maldiciendo mi
suerte.
—Aquí está , señ or. Hubo que reducirle, así que está algo magullado…
—Os ordené expresamente que no le golpearais. Le necesito con la cara entera.
Un momento. ¿Có mo que me necesitaba con la cara entera? ¿De qué demonios estaba
hablando aquel chalado?
El recién llegado posó un bastó n de madera ornamentado con la cabeza de un leó n bajo mi
barbilla y me obligó a encararle. Sabía que si abría los ojos y veía su rostro, probablemente
me ejecutaría para evitar ser delatado después. Era ló gico que él pensara que yo, una vez
liberado, correría a la policía a poner una denuncia. Y por supuesto, eso era precisamente lo
que tenía intenció n de hacer.
—Puedes mirarme. No voy a matarte.
—Sí, claro —repliqué, burló n—. Porque estoy en este sitio por voluntad propia, y han sido
tan amables conmigo que no puedo estar má s orgulloso de mi buena estrella.
—Me gusta tu sentido del humor, Jameson —declaró el desconocido—, pero no te
recomiendo hacer uso de tu sarcasmo tan a la ligera. Hay gente que ha acabado bajo tierra
por pasarse de graciosa. Mírame.
Abrí un ojo, y después el otro. El desgraciado, un hombre alto de mediana edad, llevaba
estampada en la cara una sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos azules refulgían, nadando en
una mezcolanza a caballo entre la diversió n y la malicia luciferina. Olía a perfume caro e iba
vestido con un traje de tonos beige, supuse que hecho a medida. Se quitó la chaqueta de
botones, quedando en mangas de camisa y tirantes.
—Te estoy mirando. ¿Y ahora qué?
—Bienvenido a mis oficinas, Kenneth.
—Gracias. ¿Quién eres y qué quieres de mí?
Mi raptor rio con una risa suave, casi femenina. Luego dijo:
—Directo al grano, justo lo que esperaba. ¿La conoces?
Le hizo una señ a al lamebotas con el que había hablado en primer lugar, y el secuaz desató
mis muñ ecas. Me las froté para aliviar el escozor de la piel que me había provocado la soga
y tomé entre mis dedos una fotografía que me tendió .
En ella se mostraba a una mujer. Pero no una mujer cualquiera. Aquel era un ejemplar de
perfecció n humana, con una faz de una hermosura espectacular, y unas piernas aú n má s
grandiosas. Estaba reclinada sobre una chaise longue, ataviada con un vestido corto de
lentejuelas y una diadema de plumas asida al cabello ondulado. Sonreía a la cá mara como
una pantera previo ataque, los labios pintados de un color muy oscuro. No fui capaz de
dejar de observar cada línea de aquella silueta maravillosa.
—No, no la conozco —aclaré, sin quitarle la vista de encima. Quizá fuera porque no estaba
acostumbrado a ver tanta carne en exhibició n, o por la postura desafiante y desvergonzada
de la susodicha, pero el magnetismo que irradiaba aquella imagen me había abofeteado los
sentidos hasta dejarme completamente descolocado.
—Se llama Delilah Khan —informó mi interlocutor—. Y me ha robado cincuenta mil libras
en efectivo.
Fruncí el ceñ o, perplejo. ¿Delilah Khan? ¿La bailarina de cabaret exiliada?
—¿Es… una artista o algo así? —pregunté, haciéndome el tonto.
—Vedette. Una palabra francesa elegante para definir a las furcias libertinas. Pido disculpas
por mi lengua sucia, pero no encuentro mejor vocablo que defina a esta ramera.
—Y dices que te ha… ¿estafado? ¿Y qué tengo yo que ver en eso?
—Puedes llamarme señ or V. ¿No te lo imaginas, Ken?
Negué con la cabeza, tragando saliva. El tal Higgs eximió mis pies de sus ligaduras y se
plantó a mi lado, erguido y con las manos enlazadas a la espalda.
—Quiero que la elimines.
Salté de la silla como si me hubiesen pinchado el trasero con una aguja, tirando la foto al
suelo.
—¿Qué?
—Tranquilo, campeó n.
—¿Has dicho… matarla? ¿Pero tú está s bien de la cabeza? ¿Quién te has creído que soy?
—¿Podrías dejar de gritar? Si no controlas tus nervios, no logrará s pasar desapercibido, y
no ser advertido por ella o por algú n escolta que la acompañ e será fundamental para
cumplir el encargo con éxito.
—¡No voy a hacer tal majadería!
Di un paso adelante, y V. sacó un revó lver de la nada, apuntá ndome en la frente. Una
enorme gota de sudor frío me recorrió la sien y se estrelló contra el cuello de mi camisa
manchada de sangre y hollín. Volví a sentarme, respirando ruidosamente por la boca. De
repente el aire se había vuelto tan denso que resultaba imposible inhalarlo.
—Vale, vale, guarda la pistola —gemí, aterrado—. ¿Por qué está s haciendo esto? ¿Por qué
yo? ¿No te quedan sicarios dispuestos a hacer el trabajito?
—Es el precio que vas a pagar por haber extinguido la luz de Madeleine.
Su declaració n rasgó mi mundo en dos. De alguna manera, V. había descubierto mi secreto.
Un descuido, una negligencia cometida a puerta cerrada, le había entregado las riendas de
mi presente —y mi futuro— a aquel maldito perdonavidas.
Separé los labios para protestar, para defenderme de su acusació n, para explicarle lo que
realmente pasó en ese quiró fano. Era cierto que no me encontraba en mi mejor momento,
que mis problemas personales me habían empujado a beber má s de la cuenta, y por ende,
me arrastraron a un vicio que no logré controlar hasta que terminé tirado literalmente en
el fango, frente las puertas cerradas a cal y canto de mi taberna predilecta. Pero jamá s le
habría hecho dañ o a Madeleine a propó sito. Era mi paciente, ademá s de mi amiga. Cuando
dejó de respirar mientras trataba de extirparle un tumor en el vientre, me volví loco
intentando rescatarla de las garras de la muerte. No estaba borracho, por el amor del cielo.
No, obstante, entonces habría desearlo estarlo para no recordar nada.
—Lo que ocurrió con Maddie fue un accidente —escupí, ingiriendo mi propia bilis al
rememorar aquel día nefasto—. Estaba enferma e hice lo que estuvo en mi mano. No
soportó la cirugía, y...
—Porque cortaste má s de lo debido —escupió él, interrumpiendo mi diatriba—. No, Kenny,
a mí no me vengas con manipulaciones y toda esa porquería justificativa. Tus reflejos
habían sido mermados por ese whisky que te tomaste justo antes de agarrar el bisturí.
Tengo testigos que está n dispuestos a declararlo ante un juez. Toda tu carrera se irá al
garete si se les ocurre hablar. Eso si no te condenan por homicidio y terminas retorciéndote
en un cadalso como el cerdo que eres.
Me froté ambas mejillas, que ardían como si me hallara frente a una chimenea encendida. V.
caminaba a mi alrededor en círculos, percutiendo el arma contra su muslo izquierdo,
imitando el ruido de las manillas de un reloj.
—¿Y si en lugar de asesinar a esa cabaretera tratas de recuperar lo que hurtó ? No soy tu
hombre. Nunca he…
—Excepto a Madeleine.
—¡Juro que hice lo que pude!
V. miró a Higgs, y este se apresuró a rebuscar en un armario de metal al fondo del almacén.
Regresó cargando con una caja del mismo material, la depositó en mi regazo y volvió a su
puesto.
—Á brela.
—No voy a encontrarme con una serpiente ni nada parecido, ¿no? Odio las serpientes.
—Lo sé.
La saliva que humedecía mi lengua me supo amarga. ¿Lo sabía? ¿Habría estado
investigando sobre mí antes de secuestrarme? ¿Desde cuá ndo llevaba esa gente
siguiéndome?
—Cá lmate. No hay nada vivo ahí.
Separé la tapa con el mismo cuidado con el que manejaría una bomba. Cuando analicé su
interior con una rá pida ojeada, respiré tranquilo. La arqueta custodiaba papeles y un frasco
de vidrio con un polvo blanco que reconocí enseguida.
—Arsénico…
—Premio. Supongo que a lo largo de tu profesió n habrá s lidiado con esta sustancia muchas
veces. Mezclada en líquidos, es incoloro…
—Inoloro e insípido.
V. sonrió , satisfecho.
—Buen trabajo, doctor Jameson. ¿Hace falta que te dé directrices sobre qué hacer con esa
botellita, o ya te lo figuras?
Me castañ etearon los dientes, y sentí un temblor que me sacudió hasta el tuétano de los
huesos. Ese sería el modus operandi. Tendría que envenenar a la beldad de las lentejuelas.
—Eres un sá dico… —gemí, angustiado.
—¿Prefieres ahogarla con una almohada, o pegarle un tiro en la sien? Eso haría demasiado
ruido, muchacho. Se nota que no sueles hacer esto a menudo. Nadie debe sospechar nada.
Te la cargas en su camarote, y te bajas en la siguiente estació n. Así de sencillo.
Elevé la mirada, desconcertado.
—¿Camarote?
—Sí. Subirá s a bordo del Orient Express en cuatro días. Ella se va a Budapest de gira, y tú la
seguirá s hasta allí. Pero llevará s a cabo tu misió n antes de que ponga un pie fuera de ese
tren, o eres hombre muerto.
Su discurso se convirtió en un batiburrillo de palabras inconexas en mi mente. Traté de
entender, de poner en orden mis pensamientos, de digerir el por qué de tamañ a estulticia.
—A ver si lo he entendido —manifesté, con un tono sarcá stico que no le pasó desapercibido
—. Quieres que atraviese el Canal de la Mancha hasta Francia, que viaje en ese ferrocarril
de lujo hasta los confines de Europa, y todo para darle un escarmiento a una ladrona. ¿No te
saldría má s barato esperar a que ella pisara Inglaterra? ¿Por qué no matarme a mí también,
si lo que deseas en realidad es venganza? ¿Qué hace que yo merezca seguir vivo, y ella no?
Higgs arrugó la nariz y negó con la cabeza. Era probable que pensara que el infeliz al que su
jefe iba a mandar al continente era un completo idiota. Y yo estaba de acuerdo.
—No me des ideas, Jameson —farfulló V., apretando mi hombro con sus dedos huesudos
hasta hacerme dañ o—. Créeme que lo pensé. Pero decidí que divertirme contigo sería má s
rentable. A lo mejor, tras esta encomienda, decides dedicarte a esto. Pagamos muy bien por
cada faena.
Me dieron ganas de vomitar. Ese era el plan. Obligarme a renegar de mis principios
negociando con mi libertad. Con mi futuro. Sí, sin duda aquel fanfarró n era una bestia
inhumana que se deleitaba en destruir a sus enemigos poco a poco, como los perros
salvajes que te cazan y te comen mientras aú n sigues respirando. Ni siquiera se molestan
en matarte primero para ahorrarte el sufrimiento.
—¿Y si me escapo durante el trayecto?
—No lo hará s —aseveró V., ufano—. Será s vigilado por mis hombres. Estará n repartidos
entre el servicio y los pasajeros del tren. Cualquier paso en falso… ¡bum! Saldrá s volando
por los aires como si hubieras pisado una mina en un campo de batalla. Y tu crimen verá la
luz. No te gustará que tu hija tenga ese recuerdo de su papá , ¿verdad? Posee un rostro tan
terso… qué pena me daría verme conminado a grabar mis iniciales en esas hermosas
mejillas.
Cuando nombró a Hilda, tuve que hacer un esfuerzo titá nico por no levantarme y
reventarlo a golpes. Los resultados de sus amenazas no solo me afectarían a mí. Mi niñ a
ahora se había convertido en un objetivo de su có lera.
—Deja a Hilda fuera de esto —rugí, asiendo ambos brazos de la silla en la que me retenían.
Tenía que agarrarme a algo para no lanzarme sobre él como una cobra furiosa—. Haré lo
que me pides. Pero no vuelvas a mencionarla siquiera.
V. asintió , comprendiendo. Se guardó la pistola en una funda que llevaba sujeta a su cintura.
—En la cajita tienes los documentos —expuso, señ alando el recipiente—. Y también tu
billete de ida. Te hará s llamar Cheston Griffith, partirá s a Francia desde el puerto de Dover,
y tomará s después un avió n a París. Eres perfumista y viajas por negocios. Toda la
informació n y material que necesitará s está n guardados ahí. Y recuerda: ejecutar a Delilah
Khan es tu pasaje a la libertad. Si fallas… despídete de Hilda para siempre.

La estació n Gare De l´Est albergaba uno de los edificios má s bellos que había visto en mi
vida. Había sido inaugurada en 1849, bajo la gestió n de la compañ ía ferroviaria
Embarcadero de Estrasburgo, y creada por un tal Duquesney y el ingeniero Cabanel de
Sermet, segú n el cartel que figuraba a la entrada de la terminal.
Mi francés era suficiente para defenderme con cierta soltura en el país galo, así que antes
de dirigirme al andén correspondiente, compré un perió dico y me senté en una cafetería en
el interior a disfrutar de un croissant calentito y un café cargado. V. me había advertido de
que me estarían pisando los talones en todo el recorrido, y por pura curiosidad, de vez en
cuando oteaba a mi alrededor e intentaba memorizar rostros, por si luego los veía má s
adelante. No estaba acostumbrado a esa clase de acecho ni supervisió n, y la mayor parte
del tiempo me la pasé procurando controlar mis nervios y los sudores que florecían en las
palmas de mis manos como la mala hierba en un jardín abandonado.
—Voulez-vous autre chose?
La voz del camarero que se me acercó me sacó de mis cavilaciones, y después de agradecer
sus servicios y decirle que no deseaba nada má s, pedí la cuenta. En el lado opuesto, en la
zona de los pó rticos y las cristaleras que bordeaban toda la estació n, vi que se aproximaba
un grupo de personas, entre ellos algunos periodistas y transeú ntes fisgones. En medio de
la barahú nda de caras humanas, una figura femenina vestida con un oneroso traje
anaranjado que dejaba sus pantorrillas al descubierto balanceaba su silueta y sonreía a su
legió n de admiradores, dirigiéndose a los andenes, seguida de un par de ayudantes que
cargaban con varias maletas, cajas y baú les.
Me puse en pie, atraído por el bullicio. No me había sido posible ver la parte superior de sus
facciones, ya que su tocado le tapaba la mitad del rostro. Pero, por supuesto, el alboroto
que se había armado a su alrededor delataba la identidad de la susodicha. A no ser que otro
personaje mediá tico viajara también en el Orient Express ese día, aquella dama poseía todas
las cartas para ser precisamente el motivo por el que yo me encontraba allí.
—La plus belle prédateur du monde.
El camarero estaba de vuelta, y sus palabras me causaron un escalofrío. La depredadora
más bella del mundo. Ese era el epíteto que Delilah Khan había recibido por parte del
magnate americano Howard Hughes el añ o anterior, y que había quedado como su apodo
oficial en los tabloides sensacionalistas.
Así que era ella. Miré al muchacho a los ojos, y experimenté un agudo mareo. Me sentí
tentado a rogarle a gritos que llamara a los gendarmes y les avisara de lo que me estaban
obligando a hacer, pero la imagen de Hilda siendo torturada de la peor de las maneras me
oprimió la lengua hasta paralizá rmela. Disimulé la angustia que se asentó en mis entrañ as,
dejé el importe má s propina en la mesa y me alejé con mi maleta y mi sombrero fedora
hacia el mismo destino.
Los vagones de lujo que pronto se convertirían en el escenario de un crimen aguardaban en
el andén nú mero 1, rodeados de humo, expectació n y jolgorio. Los pasajeros, ayudados por
los miembros de la tripulació n, subían envanecidos los tres escalones que les separaban del
universo de ostentació n, pompa y derroche que les abrazaría en el interior, mientras sus
pertenencias eran cuidadosamente llevadas a sus respectivos camarotes.
Me paré ante el monstruo de hierro y lo escudriñ é de arriba abajo. Por fuera no era nada
especial; lucía como una locomotora moderna equipada con una tecnología avanzada y
vanguardista. Había oído hablar de él muchas veces, e incluso le había propuesto a Dottie,
mi entonces esposa y madre de Hilda, que nos embarcá ramos en una segunda luna de miel
hacia Viena a bordo del mítico tren, pero entonces ella me sorprendió con una petició n de
divorcio y se marchó con nuestra hija a vivir con el hombre del que se había enamorado
mientras yo pasaba innumerables horas cabalgando entre mi consulta y el quiró fano,
orgulloso del trabajo que apenas me permitía pasar tiempo con ellas, pero gracias al cual
podíamos pagar nuestra costosa existencia en el exclusivo distrito de Wimbledon, al
suroeste de la capital inglesa.
Revisé mi billete, comprobando que mi camarote estaría en el vagó n nú mero cinco. Cedí el
paso a una anciana con un cachorro Spaniel en brazos. Las plumas de su extravagante
sombrero me rozaron la nariz al pasar por delante de mí, y reprimí un estornudo.
—Monsieur?
El brazo extendido del mozo uniformado me dio a entender que solicitaba ver mi pasaje, así
que se lo entregué y esperé sus indicaciones.
—Bienvenido a bordo, Mr. Griffith. Su camarote está a mano izquierda, tercera puerta.
Me habló en un inglés perfecto tras confirmar mi nacionalidad. Al menos en eso mis datos
no mentían. Por lo demá s, este servidor no era otra cosa que una pantomima con patas.
—Gracias.
Me adentré en el paraíso mó vil, y quedé impresionado por el cortinaje de las ventanillas a
juego con la singular tapicería de los asientos. El compartimento en el que dormiría
contaba con un silló n muy ancho y có modo, una mesilla con copas de champagne, toallas
bordadas y productos de higiene personal. Cada camarote tenía un camarero asignado, y el
que me atendería durante el viaje apareció justo detrá s de mí en cuanto entré en el
habitá culo.
—Mr. Griffith, bienvenido al Simplon Orient Express. Me llamo Blaise, y seré su camarero en
el trayecto hasta su destino.
—Encantado, Blaise —dije, mirando alrededor—. Creí que los camarotes contaban con
camas, aunque este silló n parece bueno para dormir.
El chico asintió , mostrando una expresió n condescendiente.
—Estos sofá s engañ an a los ojos, señ or —explicó —. Durante el día son holgados sillones, y
por la noche se convierten en literas. Su compañ ero de camarote aú n no ha llegado.
Le miré, enarcando una ceja. É l pareció captar mi confusió n, y añ adió :
—Solo las suites son privadas, y tienen una cama aparte del sofá . Son como pequeñ as
habitaciones de hotel. Estas cabinas está ndar deben ser compartidas entre los pasajeros.
Lamento las molestias.
Sonreí. Ya que me mandaba a matar a una persona, V. podría haberme reservado la
estancia en primera clase. Delilah Khan de seguro dormiría en una suite de esas, y estar
cerca de ella podría ser de ayuda para llevar a cabo mi cometido.
Las ná useas regresaron de nuevo, y enmascaré mi malestar.
—La cena se servirá a las siete —anunció el joven—. Puede hacer su reserva en cuanto
partamos, si lo desea. Su equipaje vendrá enseguida.
—Gracias por todo, Blaise.
—De nada, señ or. Feliz travesía.
Cuando me quedé solo, arrastré los pies por la estancia y acaricié los pulidos paneles
tallados de madera maciza que recubrían techos y paredes. Sin duda, los constructores de
aquel monumento a la elegancia habían desembolsado una cantidad astronó mica para
hacer a los viajeros sentirse como si estuvieran en una mansió n aristocrá tica.
Miré por la ventana, y vi a cientos de personas agolpadas en el andén, unas prepará ndose
para subir a bordo, otras para despedir a los viajeros y vernos alejarnos hacia el este del
continente. La primera parada sería la ciudad de Estrasburgo, muy pró xima a la frontera
con Alemania.
Me senté a aguardar la partida. Descansé la cabeza en el asiento, echá ndome hacia atrá s, y
suspiré. Tenía la arqueta que me había dado V. en la mano y la abrí, tomando el frasco de
arsénico entre mis dedos.
—No sabes có mo lo siento, bonita —gemí, exhausto—. Voy a arrebatarle al mundo a una
auténtica joya del espectá culo. Si supieran lo que estoy a punto de hacer, me colgarían del
primer á rbol que vieran. Y con toda la razó n.
Un par de caballeros pasaron de largo en el angosto corredor, buscando sus respectivos
camarotes. Un tercero miró el cartelito situado a la derecha de la puerta del mío, y luego
hizo ademá n de entrar.
—Disculpe. ¿Es este el 13C?
Asentí, irguiéndome, y dá ndole un rá pido repaso visual. Portaba un pequeñ o maletín de
cuero, una boina gris y un traje del mismo color. El nudo de su corbata estaba algo
deshecho, como si se lo hubiera aflojado. Parecía un nuevo rico que todavía no se había
acostumbrado al recién estrenado estatus otorgado por las cifras de su cuenta bancaria.
Me levanté, dispuesto a presentarme. Por fin podía poner cara al que sería mi compañ ero
en el trayecto hasta Budapest.
II

Las medias negras que acababa de probarme, ú ltimo regalo de Bertrand, no llegaban a
convencerme del todo. Habían arribado esa mañ ana dentro de una cajita con aroma a rosas
y envueltas en papel de seda, con una nota de su puñ o y letra que rezaba: “para la diosa de
las piernas interminables. Tuyo siempre, Bert.”
Un ramo de flores acompañ aba al obsequio, y corrí a colocarlo en un jarró n con agua antes
de que este comenzara a deteriorarse. No me consideraba una persona supersticiosa, pero
las flores marchitas me suscitaban malestar. Era como si la muerte misma estuviera
robá ndoles su color, tersura y delicadeza, echando sobre ellas el aliento del paso del
tiempo, recordá ndome que mi juventud y las cualidades que me habían lanzado al
estrellato no durarían eternamente, y tarde o temprano tendría que ceder mi trono a la
nueva generació n.
No temía envejecer, pero sí lo que venía con la vejez. Soledad, olvido y arrugas. No me
gustaban las arrugas. Y definitivamente, no me gustaba dejar de ser el centro de atenció n.
En un mundo materialista y somero como en el que vivíamos los humanos, lo que no
brillaba con espléndida insolencia y fingía ser eterno, era descartado como un pañ uelo
usado y sin valor. Sobre todo… si eras una mujer.
Me fijé en la imagen que mi espejo de pie me devolvió , y di una vuelta completa para dar un
repaso má s completo a mis extremidades. El presente de Bertrand hacía juego con mi ropa
interior, y no me quedaba nada mal. No obstante... algo fallaba.
—Si Howard te viera ahora mismo, estaría subiéndose por las paredes.
La voz de Bert cruzó el umbral de la puerta de mi dormitorio, y no me molesté en girarme
para saludarle. É l se acercó , enlazó mi cintura desde atrá s y me besó en el cuello.
—Qué bien hueles —gimió , atrapando mi piel entre sus labios—. ¿Tenemos tiempo para
otro achuchó n antes de que te vayas a deslumbrar a tus incondicionales hú ngaros?
Ignoré su insinuació n y le encaré, acariciando su pechera con las palmas de mis manos.
—Qué tontería gastarte el dinero en un mensajero para enviarme estas medias —le susurré
al oído. No había nada má s que gustara a aquel idiota que un tono dó cil y sumiso—. Hemos
pasado la noche juntos. Podrías habérmelas dado tú .
—Pretendía ser romá ntico.
Se alejó hacia la ventana de la alcoba y corrió las cortinas. Un haz de luz matinal me cegó
por unos instantes.
—El tren parte después de comer. Sigo sin entender por qué no vienes conmigo.
—Mis negocios me reclaman aquí —sentenció Bert, mirá ndome de reojo—. Hughes se ha
empeñ ado en fastidiarme desde que se enteró de que le dejaste por mí. Cada transacció n
que procedo a realizar… ahí está él detrá s, metiendo sus narices para arrebatarme
oportunidades. Es un celoso enfermizo. No ha sido capaz de superar vuestra ruptura.
—¿Me culpas por vuestros desencuentros empresariales?
—En parte —dijo él, con aquel aire arrogante que le caracterizaba—. Cuando te vi
paseá ndote por su fiesta con ese vestido que poco dejaba a la imaginació n, y moviéndote
con una gracia felina que les arrancó el corazó n del pecho a todos los varones presentes,
me derretiste el cerebro. Y los hombres sin cerebro hacemos estupideces, Delilah. Muchas.
—Eres un embaucador —repliqué—. Sabías muy bien que mis espectá culos le reportaron a
Howard millones de dó lares en beneficios. Querías que cambiara de benefactor, y te
metiste en mi cama para conseguirlo.
Bertrand regresó a mi lado, y abrazá ndome, protestó :
—Tú te metiste en la mía, reina. Me sedujiste como esa perversa filistea a Sansó n, me
arrancaste la cabellera y me extirpaste los ojos. Tu nombre te viene que ni pintado. Estoy
ciego de amor. Tan ciego, que me he enfrentado a la ira de unos de los magnates má s
despiadados del planeta con tal de conservarte.
—Howard me propuso matrimonio, y tú no —le pinché, mimosa.
—Tú no eres de las que se casan —alegó —. Y yo tampoco. Hacemos la pareja perfecta, ¿no
te parece?
En eso no le faltaba razó n. Ni Howard ni Bertrand eran carne casadera, aunque el primero
me había entregado un anillo de compromiso para marcarme como a una yegua de su
propiedad unos meses antes de que le plantara y me marchara con Bert. Nos usá bamos
mutuamente, y mutuamente sacá bamos provecho de ello. Ambos éramos felices así.
Me separé de mi amante para continuar vistiéndome. Aú n estaba en pañ os menores, y tenía
un par de recados que hacer.
—Voy a salir —le informé, poniéndome un traje carmesí de dos piezas. Le señ alé los
botones traseros de la falda, que él me abotonó en silencio—. Volveré a la hora del
almuerzo. ¿Comemos en mi casa o en la tuya? No quiero ir a un restaurante. En París me
paran en la calle cada dos por tres, y me muero por un bocado sin interrupciones.
—Es lo que tiene ser rica y famosa —comentó Bert, juguetó n, dá ndome un beso en la frente
—. Ve a mi apartamento de la Avenue Montaigne. Allí te esperaré con mis French
delicatessen predilectas.
Calzé mis zapatos, y, sentada en la cama deshecha, me anudé los cordones. Me levanté
despacio, le rocé los labios, incitá ndole a devolverme la caricia. Cuando iba a atraparme de
nuevo entre sus brazos, le di un empujó n y enuncié:
—Quieto, querido. Que nos conocemos. Ya sabes dó nde está la salida.
Salí del dormitorio escuchando su carcajada de fondo. Debía darme prisa, o llegaría tarde a
mi cita.

Los reporteros ya me aguardaban en la entrada de Gare De l´Est, dispuestos a cazar alguna


exclusiva para sus rotativos, como las hienas que merodean por las reservas de comida de
las manadas de leones, ansiosos por una oportunidad de retratarme o hacerme una
entrevista exprés. Desde que inicié mi relació n con Bertrand Kronbach me seguían a todas
partes, y má s aú n cuando saltó la noticia de que este había adquirido una vivienda en la
zona má s popular de París, y vivía a caballo entre Francia y los Estados Unidos. Tanto
perió dicos como revistas femeninas se habían lucrado con las jugosas novedades, y su sed
de sangre se acrecentó cuando el excéntrico cineasta, mujeriego y obseso aeroná utico
Howard Hughes, mi ú ltima conquista, al descubrir mi nuevo idilio a través de la prensa,
montó un escá ndalo en un casino de Los Angeles y destrozó a puñ etazos la cristalería del
lugar.
Para evitar denuncias, Howard sobornó al propietario con una suma desorbitante y renovó
todo su negocio por dentro. Después de su vergonzoso ataque de furia, y cuando
pensá bamos que se había calmado y estaba decidido a dejarlo correr, dirigió su inquina
contra mí con una llamada telefó nica transcontinental, en la que me gritó todos los epítetos
que pueden hallarse en el diccionario dedicados a las humildes trabajadoras de la calle.
Y yo me reí. Me daba lá stima aquel niñ o rico que no sabía qué hacer con su vida ni dó nde
gastar su dinero. Había sido clara con él desde el principio: nuestro affaire carecía de
futuro, y en cuanto las llamas de la pasió n se agotaran, pondríamos fin a nuestro devaneo.
Sin embargo, mi llama se apagó , mas la suya siguió refulgiendo, fuerte e imparable. Llegó a
jurarme por su madre muerta que me ahogaría con sus propias manos, y, antes de colgar, le
animé a subirse a uno de sus aviones y cumplir con su amenaza personalmente.
Me colgó primero. No pude evitar sentirme culpable por herirle de aquella manera. Howard
era un hombre emprendedor, valiente y resuelto, pero no dejaba de ser un pobre huérfano
enfadado con el mundo.
Un fotó grafo se abalanzó sobre la muchedumbre que me escoltaba y me plantó una cá mara
delante. Disimulé mi contrariedad y sonreí. Respondí a un par de preguntas lanzadas al aire
acerca de mi pró xima gira de espectá culos en Budapest, y le guiñ é un ojo al muchacho que,
libreta en mano, me había planteado la cuestió n.
El chico se puso rojo como un tomate, provocá ndome una ternura casi maternal. Continué
caminando con mi séquito detrá s hacia los andenes, y al divisar el Orient Express ante mí,
me paré en seco, boquiabierta.
—¡Mademoiselle Khan! ¡Bienvenida!
Un caballero trajeado me recibió con una alegría excesiva, incliná ndose y besando el dorso
de mi mano, inmerso en una actitud servil y atenta. Supuse que la Compagnie Internationale
del Wagons-Lits —la firma que había construido y puesto en marcha el famoso tren— había
enviado a uno de sus representantes para mimar a sus pasajeros má s ilustres. Bertrand me
había sugerido el Orient como medio de transporte hasta Hungría tras cerrar un acuerdo
financiero con la CIWL, y era probable que estos hubieran decidido adularme un poco,
sabiendo la clase de vínculo que me unía a su socio.
—¿A quién tengo el placer de congratular? —inquirí, dejá ndome consentir por su
galantería.
—Me llamo Noah Peeters —respondió él en un inglés bastante pulcro—. La CIWL le desea
un magnífico viaje. Nos sentimos muy afortunados de contar con su presencia en esta
travesía.
—Gracias —contesté, halagada—. Me han hablado maravillas de su tren, señ or Peeters. He
venido a comprobar si las ostras que sirven en su restaurante son tan deliciosas como las
del Tour D´Argent, en la ciudad del amor.
Me ofreció su brazo, que tomé con parsimonia. Los corresponsales de los respectivos
medios que me habían seguido nos hicieron unas cuantas fotos frente al tren, y el gentío fue
dispersá ndose al verme desaparecer en el interior del vagó n reservado a primera clase. Me
volteé hacia mi anfitrió n.
—Usted dirá hacia dó nde nos dirigimos. ¿Y mi equipaje…?
—La tripulació n se encargará de él. Sígame por aquí —anunció , señ alando a su izquierda—.
Le hemos reservado una de las suites. Esperamos que sea de su agrado.
Caminamos por un estrecho pasillo, y Peeters abrió una puerta barnizada.
—Adelante, miss Khan.
La explosió n de elegante opulencia me estalló en la cara. Quedé prendada de aquel lujo
pretencioso, sus cortinas brocadas, su mobiliario tallado y brillante… y su enorme cama
ahogada en capas de seda china.
—¿Está seguro de que no me encuentro en el Ritz? —bromeé, afectada—. Esta suite es
digna de una princesa.
—Por eso la escogimos —aseveró Peeters, hinchado como un gallo en una danza de cortejo
—. Usted es nuestra pasajera preferida.
Reí como una tonta y le hice ojitos, acariciando la solapa de su chaqueta de Dobbs. É l tragó
saliva muy despacio, y rio también. Me divertía comprobar lo sencillo que era encandilar a
los hombres, y lo fá cil que les resultaba pensar que un simple gesto de coquetería era el
sello de una promesa posterior que siempre implicaba un revolcó n bajo las sá banas.
—Gracias por su amabilidad —dije, zalamera—. Este lugar es un sueñ o, Noah. ¿Me permite
llamarle así?
—Le permito lo que usted quiera.
—Entonces nos haremos amigos mucho antes de lo que esperaba.
Me paseé por mi camarote arrastrando los pies, escudriñ ando cada rincó n, en busca de
cualquier señ al sospechosa que me pusiera en guardia. No hallé ninguna. Peeters emitió un
ligero carraspeo y anunció :
—Cuando el señ or Kronbach nos comunicó que la tripulació n del Orient gozaría del
privilegio de trasladarla hasta Budapest para su gira, nos… insinuó que… bueno… tenemos
un gran piano en el vagó n restaurante. Si desea usarlo, solo tiene que avisarme.
Asentí, cazando la indirecta.
—Me encantaría entretener a los comensales esta noche —sentencié.
—Será un honor escucharla, miss Khan. Le reitero mi agradecimiento. Su bagaje llegará
enseguida.
—Gracias, Noah.
Dos muchachos altos y bien parecidos pidieron permiso para entrar, llevando mis maletas y
bolsas de viaje. Peeters les dio un par de ó rdenes, se despidió de mí y les instó a abandonar
la estancia.
Cerré la puerta de mi camarote, y, tomando carrerilla, me arrojé contra el suave colchó n del
lecho, rebotando entre las finas telas asiá ticas como una pelota descontrolada. Salté sobre
él con los zapatos puestos, y caí sobre mi trasero, emitiendo un chillido de jú bilo. Este
trabajo me gustaba mucho má s de lo que había imaginado al principio.
Me retoqué el pintalabios en el tocador. Comprobé que el telegrama de Teasley seguía en
mi bolsillo. Lo saqué de su escondite y volví a leerlo, deteniéndome en la ú ltima frase.
—Allá vamos, Budapest —susurré, mordiéndome el labio inferior—. Comienza la aventura.
Ya habíamos dejado atrá s Estrasburgo cuando mi camarero me anunció que la cena se
serviría en treinta minutos. Escogí un vestido de noche de satén verde oscuro con tirantes
atados al cuello y escote en forma de corazó n, que me había comprado en un arrebato de
vanidad en una boutique parisina en la Rue Cambon, propiedad de la diseñ adora Coco
Chanel, con la que había coincidido en un concierto que Bertrand había organizado para el
embajador americano en su mansió n en Rive Gauche.
Peiné a conciencia las gruesas ondas de mi cabello negro, y lo adorné con un pasador que
sustentaba una ringlera de flores formadas por pétalos esmeralda. Aquella alhaja había
sido de mi madre. La ú nica que conservaba de ella.
Me perfilé los labios con un tono granate opaco, y maquillé el lunar que tenía junto a la
mejilla derecha con khol. Ya estaba preparada para salir a la batalla. Llamaron a mi puerta y
abrí, recibiendo una mirada de admiració n mal camuflada por parte del mozo que
aguardaba al otro lado.
—¿Qué tal estoy?
El mancebo agrandó los ojos, sorprendido. Hacía solo unas horas que nos conocíamos, y ya
me tomaba la libertad de pedirle su opinió n acerca de mi atuendo. La intenció n era romper
el hielo y colaborar para que se relajara, pero parecía que estaba causando justo el efecto
contrario.
—Bueno… está … muy hermosa, señ ora.
—Señ orita —le corregí.
—Perdone.
—Te llamabas René, ¿verdad? —pregunté. Alagué la mano para coger mi bolsito y esperé
su respuesta.
—Sí, señ orita Khan. Como el filó sofo Descartes. Mi madre, que en paz descanse, admiraba
sus escritos.
—Descartes me gusta, aunque yo prefiero a Pascal. La filosofía me apasiona. ¿A ti no?
René se apartó a un lado para indicarme la direcció n del restaurante. Salí al corredor,
sosteniendo la cola de mi vestido, con cuidado de no pisá rmela.
—La filosofía es difícil de comprender si no se tienen muchas luces —comentó él—. No soy
el má s inteligente de entre mis parientes, pero leo todo lo que cae en mis manos.
—Bien hecho —le congratulé, dá ndole una palmadita en el hombro—. Nunca desprecies
tus capacidades, muchacho. Por algo te han admitido en este sitio para atender a los
pasajeros. Eres servicial, dedicado y atento. No hay que avergonzarse por ser una abeja
obrera. Recuerda que la maquinaria no se moverá si no está n todas las piezas en pleno
funcionamiento, incluso las má s pequeñ as.
El camarero me dedicó una sonrisa abierta y sincera. Antes de ser la estrella de mi propio
nú mero de cabaret, me había ganado la vida sirviendo cerveza y carne a la brasa en un pub
inglés en Liverpool. Sabía lo que era pasar humillaciones, afrenta y hambre. Y todo por
seguirle la pista a un desgraciado que me había hecho promesas que jamá s pensó en
cumplir.
El destino era caprichoso, y así se lo hice saber a aquel pelirrojo de mirada apocada y
ademá n cortés. Yo era un ejemplo perfecto de ello. Tras ahorrar durante meses para
mudarme a Londres, encontré en la capital y por pura casualidad a un cazatalentos que
obró el milagro en mi existencia gris e infausta, convirtiéndome en el producto que me
había lanzado a la fama internacional con la fuerza incontenible de un huracá n.
—Es usted encantadora, señ orita.
—Te invitaría a champagne francés en el bar; necesito un rostro afable que me haga
compañ ía. Pero no quiero que te despidan por un capricho mío —enuncié jovial, mientras
caminá bamos por el pasillo del tren en movimiento—. Creo que el señ or Peeters viene a
recogerme. Gracias por todo, René.
—No hay de qué. Estoy a su disposició n.
Noah atravesó la puerta de cristal ornamentado que separaba el vagó n restaurante de
donde está bamos nosotros, y el mozo se esfumó con la premura de un animal salvaje ante
la presencia de un cazador.
—Sencillamente arrebatadora —declaró mi anfitrió n con deje adulador—. Concédame el
honor de guiarla hasta su mesa, miss Khan.
Me ofreció el brazo, que acepté con gusto. En aquel instante pensé en la cantidad indecente
que Bert habría desembolsado para que se me tratara con semejante ampulosidad. El
poder, acompañ ado del dinero, convertía en una diosa a cualquier desharrapada.
Al entrar, barrí el lugar con la mirada, mientras algunos rostros curiosos me escrutaban con
interés. Varios de los pasajeros me reconocieron enseguida y me sonrieron, inclinando la
cabeza. Al fondo, tal y como me había advertido Peeters, un piano negro relucía en una
esquina, con un mú sico uniformado sentado en una butaca frente al instrumento e inmerso
en una melodía que me sonó a gloria. Estaba acompañ ado, para mi deleite, por un
trompetista, un contrabajista y un saxofonista.
—¿Lo ha hecho a propó sito? —pregunté, hablando en voz baja—. Está n tocando una de las
joyas de la corona del jazz. Stardust es una de mis canciones favoritas.
—Nada ocurre por casualidad en el Orient Express, querida —afirmó Noah, jactancioso—.
Oí que trabajó usted con Hoagy Carmichael, su compositor, durante su estancia en los
Estados Unidos.
—Es un excelente artista —aseveré—. Compuso un par de obras para una de mis
funciones.
Nos detuvimos junto a una mesa, donde ya nos esperaban otros cuatro comensales, dos
damas y dos caballeros. Los hombres, al verme, se pusieron en pie. Peeters apartó una silla
y me señ aló el asiento.
—Señ ores. Señ oras. Les presento a la señ orita Delilah Khan. Cenará en nuestra mesa
durante la travesía.
Los varones se acomodaron de inmediato nada má s sentarme e intercambiar los saludos
pertinentes, y uno de ellos dijo en francés:
—Fui con mi esposa a una gala benéfica organizada en Angelina, el famoso café parisino.
Usted actuó junto con Louis Armstrong, que estaba de gira por Europa. Estuvieron
sublimes.
Me sentí complacida de ver que el color de piel de Louis no provocó ningú n comentario
hostil hacia su persona. Para un intérprete como él, negro y de orígenes humildes, no era
fá cil hacerse un hueco en el mundo del entretenimiento. El país que le había visto nacer era
extremadamente segregacionista, y aunque en Europa no llegá bamos a esos extremos, el
clasismo del viejo continente podía convertirse en una barrera complicada de superar.
—Muchas gracias. Recuerdo esa noche, sí.
—Fue un despliegue espléndido de talento —intervino la aludida—. Ese trompetista tiene
una voz de lo má s peculiar. Tengo entendido que va a Hungría a pasar unos días. ¿Cuá l será
su primera parada?
—Budapest, desde luego —informé, tomando un sorbo de vino blanco—. Después estaré en
Debrecen, Gyö r y Szeged.
—¡Oh, la ciudad del sol! ¿Ha estado en sus Juegos de Aire Libre? Los inauguraron hace dos
añ os. Se celebran en primavera.
—No he tenido el placer. Es mi primera vez en tierras hú ngaras.
—Pues, si tiene un hueco en su apretada agenda, le podemos indicar unas cuantas zonas
emblemá ticas que no debe perderse —apuntó mi interlocutora—. El país del Danubio es
todo un monumento en sí mismo.
—Me harían un gran favor —sentencié, sonriente—. Había planeado una excursió n durante
el tour, y pensaba contratar los servicios de un guía turístico.
Los siguientes minutos estuvieron plagados de diá logos banales, risas có mplices y
chascarrillos ingeniosos por parte de mis compañ eros de mesa. Yo les oía en silencio e
intervenía cuando se me preguntaba, pero como ya era natural en mí, prefería callar y
observar, para lograr elaborar un perfil má s adecuado de cada uno.
A la luz de las bellas lá mparas art nouveau repartidas por todo el vagó n, empleados
vestidos de punta en blanco hicieron su aparició n con los platos que habíamos reservado
anteriormente. Bandejas con croque monsieur, sopa de cebolla, quiches, y bouillabaise
fueron depositadas ante los hambrientos comensales, que no escatimaron elogios al chef
por su gran habilidad para hacer de una simple cena todo un acontecimiento para el
paladar.
Probé mi ensalada de espá rragos, nueces glaseadas, remolacha y queso fresco revestida de
un vinagre espeso que me supo a magia. Por unos instantes nadie habló , y agradecí no
tener que interrumpir aquella experiencia sagrada para interactuar con mi entorno.
Continué al margen del coloquio cuando este se reanudó , y al acabar mi primer plato, le
hinqué el diente a mi salmón en papillote con escasa elegancia, y bebí de mi copa de vino
que alguien había vuelto a rellenar para proponer un brindis.
—Por una travesía sin contratiempos —dijo una de las damas—. Y por una larga vida para
el Simplon Orient Express.
—Amén —secundó Peeters, alzando su bebida. Todos le imitamos y los cristales chocaron
en alegre algarabía.
Los postres sustituyeron al segundo plato, y disfruté como una niñ a de mi tarta de pera.
Noah me miró travieso, y supe de inmediato lo que iba a hacer. Se levantó , carraspeó , y
dirigiéndose al centro del vagó n, requirió la atenció n del pú blico con un par de señ as.
—Mis apreciadas damas y distinguidos caballeros: esta noche, la primera a bordo de
nuestro tren, al frente del cual tengo el placer y el orgullo de estar, tenemos como
convidada a la artista del momento, que viaja con nosotros para presentar su espectá culo
en la magnífica Budapest. Ella, con la excelsa generosidad que la caracteriza, ha accedido a
colaborar junto a este servidor para ofrecerles una deliciosa sorpresa, que seguro les
resultará tan soberbia como a mí. Con todos ustedes… ¡Delilah Khan!
Me puse en pie entre aplausos y me aproximé a él. Algunos de los presentes parecían
realmente entusiasmados con el inesperado inciso. Los mú sicos situados detrá s de
nosotros comenzaron a cuchichear, y yo, acercá ndome al pianista, musité:
—¿Conocen Minnie the Moocher?
—Claro —contestó él, jubiloso. Y girá ndose a sus colegas, habló en susurros—. Ya la habéis
oído.
—Estupendo —declaré, satisfecha—. Vamos a enseñ ar a esta panda de ricachones
aburridos lo que es una fiesta de verdad.
—Sí, señ or —terció el trompetista—. Cuando quiera, señ orita Khan.
Volví a mi posició n. Peeters, tras soltar un par de chistes que todos vitorearon entre risas y
exclamaciones, me dejó a solas con mis espectadores, que me contemplaban expectantes.
Me desplacé por el espacio libre moviendo hombros y caderas al ritmo de la melodía
sensual que el cuarteto había iniciado, y abrí los labios para cantar:

Folks, here's a story about Minnie the Moocher


She was a lowdown hoochie coocher
She was the roughest, toughest frail
But Minnie had a heart as big as a whale

Al llegar al estribillo, no necesité pedir la participació n del resto. Repitieron las palabras
que entoné como un eco decadente, muy acorde a la triste historia de su desafortunada
protagonista. Caminé entre las mesas, apoyé mis posaderas en el extremo de una de ellas y
realicé un cruce de piernas lento e incitador mientras robaba una fresa del pastel de un
comensal y me la introducía en la boca. En otras circunstancias, ese acto habría destruido la
reputació n de cualquier fémina adulta en la sociedad estirada e hipó crita que nos había
tocado vivir, pero a mí se me permitía saltarme las normas sin provocar desmayos entre los
asistentes. Yo era Delilah Khan, la leyenda viva, ambició n de muchos hombres y envidia de
muchas mujeres. Yo me atrevía a vivir la vida con la que un nú mero importante de seres
encorsetados soñ aban. Y lo mejor de todo: me había hecho rica desafiando esas reglas.
Al terminar, me pidieron en mitad de una espesa ovació n que interpretara otra tonada.
Accedí encantada, e indiqué a los mú sicos que la siguiente sería Stormy weather. La actriz
afroamericana Ethel Waters había sido la encargada de mostrar al mundo esta canció n por
primera vez desde que su letra abandonó la pluma de sus creadores, y estaba causando
verdadero furor en clubes y salas de jazz, por lo que era inevitable que los demá s coristas
internacionales poco a poco nos fuéramos sumando a hacer nuestra versió n de esa obra de
arte.
Canté la primera estrofa, y de pronto y sin entender por qué, una sensació n extrañ a se
apoderó de mí, y aturdida, oteé a mi alrededor, encontrá ndome con la mirada má s
descarnada con la que había tropezado jamá s. Pertenecía a un hombre relativamente joven,
apuesto, con el cabello atusado a la moda (muy corto y bien peinado), y un bigote fino que
cercaba unos labios de un grosor perfecto.
Su escrutinio me sacudió los sentidos y me hizo sentir tan vulnerable como si estuviese
paseá ndome completamente desnuda ante él, y por un segundo olvidé lo que estaba
haciendo. Hasta entonces no sabía que los ojos también podían acariciar la piel con el
mismo tesó n que las manos de un amante experto. Intenté leer en ellos, saber en qué
estaba pensando aquella cabeza, descifrar el brillo de esas pupilas que semejaban el cañ ó n
de un revó lver apuntando hacia mí, pero me topé con un pozo negro insondable de
secretos. Una barrera imposible de traspasar.
Traté de controlar el ritmo de mi respiració n, y canté hasta la ú ltima nota con mi mirada
pegada a la suya, incapaz de desviarla. La ú ltima frase reverberó en mi garganta. Vi có mo
una sutil sonrisa ladeada se dibujaba en sus facciones y el desconocido juntaba las manos
para aplaudir.
Me incliné ante mi pú blico para agradecer su entusiasmo. Noah Peeters se acercó a
congratularme y me habló , aunque no escuché nada de lo que dijo.
Yo solo quería sentarme en la barra del bar y tomarme de un trago un whisky sin hielo.
Necesitaba una copa con urgencia.
III

Se movía igual que una leona entre una manada de hienas sumisas, poderosa e intimidante,
agitando huesos y mú sculos con una sintonía tan instigadora que rayaba lo obsceno. Me
había procurado una mesa en el restaurante lo má s discreta posible, pues el plan era
observarla sin ser visto y estudiar la manera má s adecuada de acercarme a ella para evitar
sospechas por su parte.
Pero todo se fue a tomar viento en cuanto aquella hembra se levantó para exhibir su
plumaje de pavo real entre la congregació n de míseros patitos feos. No pude siquiera
acabar mi soufflé de melocotó n, y dejé mi pedazo de cielo comestible a medio terminar,
maldiciendo mi estupidez y cobardía.
Olvidé por un momento mi ridículo papel de sicario temporal y disfruté viéndola actuar en
aquel concierto improvisado. La repasé entera de arriba abajo, sin recato, sin
remordimientos. Algunas cosas habían sido hechas para suscitar admiració n y deseo, y yo
era un hombre con ojos en la cara. Intentar justificarme no serviría de nada.
Delilah Khan era todo un símbolo entre las mujeres con ansias de volar alto. La imaginé
uniéndose a la causa aliada durante la Gran Guerra,
trabajando con esas manos delicadas en las fá bricas de artillería que proveían a nuestros
soldados de armamento para luchar contra las tropas enemigas. Habría sido una
escandalosa flapper en los añ os veinte, y por supuesto, habría apoyado la causa de las
suffragettes. El cará cter arrollador que mostraba en el escenario debía de ser un reflejo de
una vida repleta de peripecias a cada cual má s inverosímil y arriesgada.
Sentí un incó modo vacío cuando se alejó con el gerente del Orient hacia el bar y me dispuse
a seguirla. Mientras cantaba la hermosa Stormy weather, no había dejado de mirarme. Sin
duda habría memorizado mi rostro y me recordaría si me cruzaba de nuevo en su camino,
pero una velada compartida entre dos extrañ os que viajaban en el mismo medio de
transporte era una casualidad que se daba cada día. Solo debía estar pendiente de algú n
posible guardaespaldas vestido de paisano que pudiera dificultar mi empresa, y parecer un
admirador má s en su lista de babosas desesperadas por unos minutos a solas con la diva de
rasgos exó ticos.
Su vestido verde caía en cascada del taburete, como las ramas frondosas de un sauce de
Babilonia. Su pelo, largo y ondulado, bailaba suelto sobre su espalda descubierta, excepto
por un exquisito pasador que recogía un tímido mechó n por encima de su oreja. No llevaba
má s joyas, ni falta que le hacía. En otras circunstancias, y si mi cometido no fuera asesinarla
de la forma má s vil e indigna, ella habría sido la candidata perfecta para sufrir mi abyecto
despliegue de galantería. Era guapa a rabiar, y oír su voz era como nadar a brazadas por
una corriente de oro líquido. Una experiencia ú nica, maravillosa e inolvidable.
El director de la CIWL se despidió y se fue por una puerta ulterior, y suspiré con profundo
alivio. La vedette abrió su bolsito, sacó un cigarrillo y pidió al camarero que se lo
encendiera.
—Permítame —dije, adelantá ndome y ofreciéndole un mechero Ronson de aluminio que
llevaba siempre conmigo.
—Oh, gracias —murmuró ella, girá ndose hacia mí.
Cuando nuestras miradas se encontraron, comprobé que sus ojos eran de un marró n
singular, parecido al pelaje de los osos pardos. Tenía rasgos ligeramente orientales, pero no
conseguía ubicarla en ninguna etnia específica.
—Son tan oscuros como las grosellas negras.
—¿Perdó n? —mascullé.
La mujer rio con una hilaridad voluptuosa e hipnó tica.
—Sus ojos. Apenas logro diferenciarlos de sus pupilas. Da un poco de miedo mirarle
durante mucho tiempo. Parece un ser de ultratumba.
Encendí el mechero. Delilah cerró sus dedos alrededor de los míos, que sostenían la llama
titilante. Prendió su cigarro y echó una calada, expulsando el humo despacio, como quien
no tiene otra cosa que hacer que beberse la vida.
—No sé si sentirme halagado o triste.
—¿Por qué?
—Acaba de llamarme ser de ultratumba —me quejé, haciéndome el ultrajado.
—No finja estar ofendido. No se le da bien.
Ahora el que reí fui yo.
—Cheston Griffith.
—Delilah Khan —contestó , estrechando la mano que le tendí.
—Lo sé.
Me senté a su lado y besé el dorso de la suya. Olía tan bien que me sentí tentado a no
soltarla.
—Es oud. La fragancia. Le gusta. Por eso me está olfateando la mano como un sabueso
entrenado.
—Maldita sea. ¿Tan obvios resultan mis pensamientos? Acepte mis disculpas.
El barman le tendió un vaso de doble fondo y abrió una botella de whisky. Vertió el líquido
en él y me preguntó :
—¿Qué le sirvo, caballero?
—Un Mary Pickford, por favor.
Delilah bebió un sorbo de su licor.
—Señ or de los cielos. ¿Sin hielo? —inquirí, con la boca abierta—. ¿No es un poco fuerte
para usted?
—No me diga que va a soltarme el típico sermó n de que es un brebaje para hombres.
Tomarse un whisky con hielo es un crimen, señ or Griffith. El agua mata su intenso sabor y
aroma.
—Recibo su correcció n con humildad —me excusé—. Y tiene razó n. He sido un pedante
paternalista al opinar sobre sus preferencias alcohó licas.
Delilah siguió fumando en silencio. El camarero me trajo mi Mary Pickford, y mojé mis
labios con mi có ctel rojizo.
—¿Fuma usted?
—No —respondí—. Solo puros, y cada añ o bisiesto. Soy un hombre sin apenas vicios.
—¿Y suele llevar encima un mechero como el que me ha prestado solo por diversió n, o le
gusta ir por ahí quemando cosas?
Volví a reír.
—Me lo regaló mi mujer. Por eso lo llevo.
—Ah. Está casado.
—Lo estuve. Me divorcié hace tres añ os.
—Pero sigue refiriéndose a ella como su esposa. En presente.
Bajé la mirada. Hablar de Dottie me producía aú n un dolor agudo en el centro del pecho.
Hilda se parecía tanto a ella...
—Es una historia horrible, y no deseo aburrirla —manifesté, quitando hierro al asunto—.
Ha estado soberbia ahí dentro. Se me quitaron las ganas de comer en cuanto empezó a
cantar.
Tras mi confesió n, la gata de iris castañ os me miró con renovado interés.
—¿De veras lo cree?
—Afirmativo. Imagino que le lloverá n alabanzas a todas horas. No pretendo impresionarla.
Solo digo la verdad.
—Muy amable. Supongo que por eso entonces me observaba como si estuviera tramando
un crimen.
Cuando pronunció la palabra “crimen”, me atraganté con mi bebida, y escupí parte del
costoso brebaje sobre el pulcro mostrador. Los escasos pasajeros que había a nuestro
alrededor se volvieron sobresaltados, y el barman acudió en nuestra ayuda con una bayeta
y un vasito de agua. Tosí un par de veces, y Delilah dejó su cigarrillo en un cenicero cercano
para socorrerme.
—Veo que no fuma, y tampoco bebe —bromeó , dá ndome palmaditas en la espalda—. ¿A
qué se dedica? Déjeme adivinar: trabaja para las misiones.
—¿Tengo cara de beato? —repliqué como pude—. Eso sí que es un golpe bajo, señ orita.
Saqué de mi bolsillo mi pañ uelo bordado de lino irlandés y me sequé la boca. Ella me
contempló callada, estudiando el pedazo de tela con el que acababa de limpiarme. Me miró
con una ceja alzada.
—¿Mejor?
—Sí —contesté. Sentía la garganta á spera, pero al menos ya no tosía—. Soy perfumista.
Viajo por negocios a Estambul.
—Así que se baja en la ú ltima estació n. Cuando prescinda de mi compañ ía, ¿có mo va a
entretenerse?
Me sonrió abiertamente, y yo me quedé mirando abstraído el lunar de su mejilla. Luego
bajé a sus labios encarnados.
—Habré de aprovechar este cruce de destinos lo má ximo que pueda —expuse, muy serio
—. Desayune conmigo mañ ana.
—Tengo un compromiso.
—Cancélelo pues.
—¿Es una orden?
—Un ruego —la corregí—. Como viaja sola y no está rodeada de faná ticos oportunistas, me
veo en la obligació n de distraerla y ser una especie de acompañ ante y protector. ¿Acepta mi
oferta?
Ahora fueron sus ojos los que recorrieron mi rostro. Se detuvo también en mis labios,
imitá ndome. Empecé a ponerme nervioso.
—De acuerdo —accedió , levantá ndose—. No necesito un protector, no obstante, no me
vendría mal un amigo que sabe de perfumes. Pero ahora me apetece otra copa. La noche es
joven, Mr. Griffith. Bebamos y disfrutemos, que mañana moriremos.
Antes de que pudiera protestar, ya había pedido otros dos có cteles. Y yo, imbécil de mí, me
vi arrastrado a caer en la tentació n de exprimir aquel momento hasta la ú ltima gota.

Me desperté temprano y, a pesar de los incó modos efectos de la cogorza de la madrugada


anterior, que me aplastaban el cerebro como la losa de una tumba, me levanté de un humor
excelente. Me aseé en el pequeñ o lavabo de mi camarote, me puse un terno formal (aunque
no demasiado pomposo), y me miré al espejo con ojo crítico, esperando deslumbrar a la
señ orita Khan y obtener de ella un comentario lisonjero hacia mi persona.
Nos habíamos quedado hablando de todo y de nada hasta bien entrada la noche, y el pobre
barman tuvo que echarnos del bar muy educadamente, e invitarnos seguir la fiesta en otro
lugar. Fuimos buenos chicos y nos separamos en el corredor. Dormí como un tronco y al
abrir los pá rpados y exponerme a la luz matinal que entraba por la ventanilla de mi
compartimento, traté de hacer memoria y recordar sin éxito la conversació n que habíamos
mantenido. Si había hecho algo impropio, mis acciones se habían hundido para siempre en
el foso sin fondo de la amnesia provocada por la borrachera.
No podía evitar desplegar todo mi arsenal seductor en su presencia. El aura de erotismo
que emanaba de aquella criatura era deliciosamente desconcertante. Tentadora.
Extraordinaria.
Abrí mi maleta y eché un vistazo a mi documentació n falsa. Comprobé que el veneno seguía
allí. Segú n mis cá lculos, a lo largo de la mañ ana llegaríamos a Munich, y el tiempo para
ejecutar a mi víctima se acortaba a pasos agigantados.
—Debes hacerlo, Ken. Y rá pido —gemí, asqueado—. Por Hilda. Ella es lo ú nico que te
queda.
Cerré mi equipaje y lo guardé en el estrecho ropero. Me recompuse la camisa y dejé el
primer botó n abierto. Estaba agobiado, y me costaba respirar.
—Ojalá te pudras en los infiernos por lo que me está s forzando a hacer, V. —gruñ í antes de
salir.
Cuando me presenté en el vagó n restaurante, Delilah ya me esperaba, sentada en una mesa
para dos. Me saludó con una mano. Una energía invisible tiró de mí y anduve en su
direcció n, como impelido por un conjuro.
Estaba preciosa enfundada en su traje de chaqueta amarillo, comparable a un reluciente sol
diminuto. Su piel morena contrastaba con el color llamativo de su atavío, como un suave
toque de canela espolvoreada sobre una tartaleta de limó n.
—No lleva corbata —advirtió cuando estuve a su altura—. ¿Qué tal ha dormido, Mr.
Griffith?
—A veces pienso que fui un liró n en otra vida —alegué, risueñ o—. Buenos días, señ orita. Le
pido disculpas por cualquier comportamiento inadecuado de ayer. Tengo la mente
completamente en blanco.
La corista soltó una risita musical.
—Yo también bebí. No tanto como usted, lo reconozco. Y no, no hizo ni dijo nada
indecoroso. Y si lo hubiera hecho, no se lo contaría. Sería mi as en la manga para
chantajearle después.
—Oh, vaya. Jugar en su contra debe de ser un peligro.
—Pero veo que no le asusta.
No contesté. Estaba asustado. Aterrado. Pero sabía falsear mis sentimientos con acierto. De
algo tendría que servirme mi flemá tico cará cter heredado de mis ancestros britá nicos. Me
senté frente a mi contertulia y desdoblé mi servilleta.
—Menudo banquete —sentencié, admirado.
—Saben có mo agasajarnos.
Me serví una porció n de huevos escalfados, bacon, pan de centeno con mantequilla y zumo
de naranja natural.
—He pedido café.
—Soy má s de té con leche, aunque no hago ascos a un buen café cargado y calentito.
Delilah asintió .
—Por supuesto. Es inglés, ¿no?
—Así es. Nacido en Londres.
—Yo soy de Newcastle, aunque me crié en Ankara.
Mi tenedor se quedó suspendido en el aire, bamboleá ndose entre mis dedos.
—¿Newcastle? Habría jurado que sus orígenes eran mucho má s… extravagantes. Pensé que
había nacido… no sé… en India, o Ceilá n. O cualquiera de las antiguas colonias que tenemos
repartidas por el planeta.
—Mi padre era turco, y mi madre, inglesa. De ahí el tono de mi piel y mi insó lito apellido —
explicó la joven.
—Khan… como el guerrero mongol.
—Exacto. Significa “jefe”, o “gobernante” —esclareció ella, saboreando su moca.
—¿De quién es la culpa de que se llame Delilah? —quise saber, presa de la curiosidad—. No
es un nombre artístico.
—No. Mi madre insistió en encontrar para mí un nombre que tuviera fuerza. Que sonara a
intimidació n solo con pronunciarlo. Es actriz de teatro ya retirada. Conoció a mi padre
durante un tour. Su familia puso el grito en el cielo por osar unirse a un advenedizo de tez
tostada e irse a vivir a Turquía después de tenerme, durante los primeros añ os de su
matrimonio. Es una rebelde nata, y yo heredé su tendencia a la insurrecció n.
Mordí un pedazo de pan y meneé la cabeza, comprendiendo. Ella ladeó la suya, y luego dijo:
—¿Ha residido toda su vida en Inglaterra?
—Sí —confirmé—. Conocí a mi esposa en un partido de polo.
—¡Oh, Dios mío! No le tenía por un snob —exclamó mi acompañ ante, divertida—. Y apuesto
a que se casaron en la catedral de St. Paul.
—¡Sí! ¿Có mo lo ha sabido?
—Es usted la tradició n personificada.
—Eso no es nada halagador. Me convierte en un ser de lo má s predecible y soporífero.
—A mí no me aburre. Podría estar desayunando con Noah Peeters, y aquí estoy.
—Cierto.
Nos sumergimos en unos segundos de silencio y finalizamos nuestros platos. La observé
mientras comía, radiante y ajena a la amenaza que mi cercanía representaba. Me sentí
miserable, perverso. Un cerdo mezquino con todas las letras. Estaba encarnando un papel,
ganá ndome su confianza, avanzando con tacto en el terreno de su privacidad, y todo para
poder echarle una ponzoñ a mortal en la pró xima copa de vino que usara para brindar
conmigo, y sin que se diera cuenta. Busqué en el baú l de mis recuerdos una manera de
alejar los pensamientos que me estaban agriando aquel instante de serenidad.
—Cuando besé su mano ayer, en el bar, me habló del oud —enuncié, captando su atenció n
—. ¿Qué es exactamente?
—El oud es el aroma del lujo —arguyó Delilah, posando la palma de su mano sobre el
mantel impoluto. Las puntas de sus dedos tocaron las mías, y mi espalda experimentó una
paralizante descarga de energía—. Se extrae de los á rboles de Agarwood, una variedad
nativa del noreste de la India, Butá n y partes del sudeste asiá tico. Cuando la planta es
atacada por un hongo, ésta segrega una resina oscura y espesa que pudre la madera,
impregná ndola de un olor intenso y profundo. De esa madera corrompida sale la fragancia
del oud. En Asia se utiliza desde hace cientos de añ os en perfumería, y los perfumistas
á rabes se han sumado a su uso en sus lociones má s exclusivas. La esencia que llevaba ayer
proviene de Persia. Dicen que posee un efecto afrodisíaco. ¿Usted qué opina?
—Que tienen má s razó n que un santo.
La intensidad con la que me miró abrió una grieta repentina por la que mi corazó n se
despeñ ó en caída libre. Tendría que vigilar mi lengua, o acabaría diciendo algo de lo que me
arrepentiría má s adelante.
—Es bastante directo para ser un perfecto ejemplar de caballero inglés.
—Lo expresa como si fuese un perro de raza exhibido en una competició n canina.
—¡Jamá s se me ocurriría! —dijo ella, riendo—. Me agrada su sinceridad mordaz. Es
abrupta, mas no irrespetuosa. Le divierte jugar con las palabras, como a mí.
—Encontró la horma de su zapato entonces.
—Me temo que sí.
Nos levantamos de la mesa al unísono. Delilah me tomó del brazo y enunció :
—Soy una apasionada de los perfumes. Y dado que usted se gana la vida con mi afició n
preferida…
—Tengo un maletín con decenas de muestras en mi camarote —la interrumpí—. Acabamos
de descubrir otro motivo para volver a vernos. ¿Cuá ndo y dó nde?
—Incisivo como la flecha de un arquero. ¿Qué le parece… en mi suite? Hoy sobre las once
—propuso ella—. Mis compañ eros de mesa y yo hemos acordado jugar una partida de
bridge tras la cena. Después de dar rienda suelta a mis inclinaciones ludó patas, estoy libre
como un pá jaro. Robaré una botella de Veuve Clicquot y un par de copas. Quiero saberlo
todo de su viaje, su profesió n, y… me muero por hurgar en ese maletín tan prometedor. ¿Le
atrae el plan?
—Me tendrá ante su puerta puntual como un reloj suizo —ratifiqué, complacido—. Contaré
las horas para nuestra pró xima charla.
—Aguardaré impaciente.
Se marchó por el pasillo que conducía a primera clase, caminando como si su cuerpo
bailara al son de una de esas canciones lú bricas que uno escucha ante un vaso de
aguardiente, mientras su mente bucea perezosa por pensamientos impuros. Me volví hacia
la pared y golpeé mi frente contra esta varias veces. La lazada en la que me había atrapado
comenzaba a apretarme el cuello. Hiciera lo que hiciera, terminaría estrangulado por mi
propia mano.
Una pareja pasó por mi lado, mirá ndome como si fuese un loco de remate. Me encogí de
hombros y continué vagando por el tren, mirando por las ventanillas, a través de las cuales
se divisaban los fascinantes bosques alemanes. Munich estaba a un tiro de piedra de
nuestra ubicació n, y pronto podríamos bajar a estirar las piernas.
Entré en mi camarote, y sorprendí al joven con el que compartía el habitá culo poniéndose
su boina a juego con su traje. Apenas habíamos conversado desde que partimos de Gare De
l´Est. Le saludé con una inclinació n de cabeza y le di la espalda para abrir mi armario.
—¿Có mo le va? —preguntó él.
—Bien, gracias. Es un trayecto de seis largos días, pero lo estoy disfrutando.
No respondió . Me di la vuelta para encararle.
—Procure gozarlo menos, y haga lo que ha venido a hacer —me espetó de sú bito, para mi
sorpresa—. No le queda mucho tiempo, doctor Jameson.
Agrandé los ojos, consternado. El tipo ni se molestó en esperar a que replicara, y me dejó
solo, lidiando con el ataque de nervios que se me echó encima en bruscas oleadas.
Hundí la nariz en mi edredó n para amortiguar mis gritos y aullé de rabia y agotamiento,
dando puñ etazos a la cama. Ya podía poner rostro a uno de los sabuesos que V. había
enviado a vigilarme. Y lo peor era que Delilah me lo había puesto en bandeja para ejecutar
la orden de aquel cretino… esa misma noche.

La pajarita me ahogaba igual que la soga de un patíbulo. Nos habíamos cruzado unos
segundos en el corredor antes de la cena y, al entrar en el coche restaurante, pasé por su
mesa sin osar mirarla.
Durante los entrantes elevé la vista por encima del mar de cabezas de los pasajeros que se
habían reunido allí para degustar el menú de aquella velada, y la vi conversando entre risas
con los demá s comensales, ignorando mi escrutinio delator. Apenas probé bocado; mi
estó mago estaba má s que revuelto, y mi angustia escalaba impía por mi gaznate,
alcanzando niveles estratosféricos.
Respondí como un autó mata a las preguntas que el caballero sentado frente a mí me hacía,
esforzá ndome por ser cortés. El piano sonaba al fondo, sutil y romá ntico, interpretando una
pieza instrumental que no reconocí. Aquella vez ella no cantó , y agradecí que no lo hiciera.
Necesitaba pensar, sopesar mis acciones y sus posibles consecuencias, intentar buscar
excusas a mi desvelo, visualizar el rostro de Hilda para infundirme fuerza.
Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta, asiendo el tarro de arsénico que reposaba entre
sus pliegues, y la expresió n risueñ a de Delilah acudió a mi mente para torturarme como un
verdugo del medievo. Lo primero que le sucedería en cuanto tomase aquel potingue
demoníaco sería padecer una intoxicació n aguda que incluiría vó mitos y dolor abdominal.
Luego vendría el entumecimiento u hormigueo en las manos y los pies, los calambres
musculares… y el trá gico final. A lo largo de mi profesió n como médico había sido testigo de
este tipo de envenenamiento. Sabía con certeza a qué síntomas se enfrentaría, có mo
sufriría, y… có mo moriría.
Me levanté de la mesa y abandoné el vagó n. Regresé a mi camarote y me senté en el suelo,
apoyando los codos en mis rodillas flexionadas y tapá ndome la cara con las manos,
esperando la hora acordada para ir a su encuentro. Si mataba a Delilah en su suite, hasta la
mañ ana siguiente no la descubrirían, y podría bajarme del tren en Viena y desaparecer del
mapa. Era un buen plan. Figuraba en la lista de pasajeros como Cheston Griffith, y no había
pruebas del paso de Kenneth Jameson por allí.
Consulté la hora en mi reloj de faltriquera. Las once menos cinco. Me puse en pie, mareado
y arrasado por las ná useas, agarré el maletín de las muestras de perfume y salí, rezando
por no toparme con el desgraciado de la boina, que seguramente andaría al acecho,
supervisando mis pasos.
Llamé a la puerta de la suite. Delilah me abrió rauda y me sonrió en cuanto vio el neceser.
Me invitó a pasar con un gesto.
—Diligente y preciso —indicó , cerrando tras nosotros.
—Le prometí que vendría.
—¿Se encuentra bien?
La miré exaltado, loco por el desasosiego. Debía de estar sudando como un gorrino dentro
de un horno.
—¿Y el Veuve Clicquot? —inquirí, cambiando de tema—. Lo que tengo que mostrarle
merece ser celebrado con una copa de champagne.
—No crea que lo he olvidado.
Sacó la botella de vino espumoso y dos vasos. Mientras nos servía, inspeccioné la
habitació n a mi alrededor. Techo, paneles, estantes y hasta la mesita estaban revestidos por
líneas e ilustraciones doradas que daban la sensació n de haber sido bañ adas en oro. El
lecho doble, rebosante de almohadas y mullidos cojines, competía en gracia y estilo con el
sofá de dos plazas que había junto a la mesita de refrigerios. En el lado opuesto de las
ventanas, una ristra de espejos vestía toda la pared de madera, reflejando en ellas todo lo
que ocurría dentro de aquel lugar. Impresionante era una palabra que se quedaba corta
para describirlo.
—Es como un palacio, o el interior del Titanic. A mí también me deslumbró —declaró
Delilah, tendiéndome mi burbujeante bebida—. La suya será parecida, supongo.
—Supone usted mal —declaré, para su asombro—. Duermo en segunda clase. Todas las
suites habían sido ya reservadas.
—Qué horrible humillació n —dijo ella, riendo—. Le habrá n agasajado con un obsequio, o
un ramo de rosas.
—Prefiero los jazmines. Y no, nada de nada.
Delilah bebió de su copa y la dejó encima de la mesita. Yo miré de reojo el recipiente y un
escalofrío me heló el hígado. Me aflojé la pajarita. En cuanto se dé la vuelta y se entretenga
con cualquier cosa, será tu oportunidad.
Me convidó a tomar asiento en una butaca y claudiqué, depositando mi maletín en mi
regazo. Lo abrí con parquedad y susurré:
—¿Cuá l es el aroma que má s la seduce? ¿El floral? ¿Frutal? ¿Amaderado?
—Dulce. Permanece por má s tiempo en la piel.
—Interesante apreciació n —valoré.
La vedette se sentó a mi lado. Las burbujas de nuestras copas danzaban a un ritmo
vertiginoso y ascendente. Se me aceleró el pulso. Podía sentir mis propios latidos
retumbando contra mis tímpanos como unos tambores batá. Estaba aterrorizado, y a la vez
me moría por mirarla a los ojos. Pero si lo hacía, si me dejaba mecer por aquel torbellino de
emociones, descubriría mi ardid, y todo se iría al traste.
—Como experto en su campo… ¿qué fragancia me recomendaría?
—Depende de qué intenciones tenga al llevar el perfume que elija —balbucí.
—Entiendo.
Hablamos sobre perfumes, viajes, países exó ticos y las nuevas tendencias entre las damas
de la alta sociedad francesa. Hice lo que pude para encubrir mi ignorancia absoluta sobre el
asunto que tratá bamos, y le permití hurgar en el maletín por sí misma, experimentando con
los distintos efluvios que portaba conmigo. El infeliz que la quería muerta había sido
cuidadoso con el mínimo detalle de la parodia que está bamos representando, y hasta yo me
creí mi papel por un rato, hasta que la vi verter el resto del champagne en las copas y decir:
—Habrá que pedir má s.
—Me he propuesto no beber después de las doce —objeté—. Nos hemos terminado una
botella nosotros solos, señ orita Khan. Es suficiente. No querrá que amanezca aquí y los
rumores de que ha pasado la noche con un insípido perfumista inglés se extiendan por todo
el tren.
Se levantó de la poltrona y recorrió con la punta de sus dedos el borde gualdo de la mesa.
Sus uñ as, pintadas de un rojo vivo, me recordaron a las garras de un á guila real. Evoqué las
palabras del camarero de la estació n parisina: “la depredadora más bella del mundo.”
—Entonces me fumaré un ú ltimo cigarrillo para sellar este día tan provechoso. Y créame
que, con las maravillas que guarda en ese maletín, ya puede considerarme una nueva
clienta en su ya dilatada lista.
La chica estaba algo achispada. Cuando me dio la espalda para ir a buscar su boquilla, cerré
los pá rpados y sentí en mi pecho el peso de la culpa. Saqué de mi bolsillo la botellita y eché
entre temblores el contenido en su copa. No me quedaría a ver mi obra; tenía que salir de
allí cuanto antes.
Me levanté, alisando mi esmoquin con nerviosismo.
—¿Se marcha? —preguntó Delilah, visiblemente decepcionada.
—He olvidado la muestra de la selecció n de fragancias en las que estoy trabajando ahora.
Estoy recorriendo Europa por ellas. Vengo en un momento.
La vi asir su vaso, y un sollozo quejumbroso quedó atrapado en mi garganta, pugnando por
emerger a la superficie. Verla beberse aquella porquería era má s de lo que podía soportar.
Al comprobar que no se llevaba el vino a los labios, casi lloré de alivio, y volé hacia la
puerta.
—Procure regresar, Mr. Griffith.
Esas fueron sus ú ltimas palabras. Las que Delilah Khan pronunció antes de desaparecer de
mi campo de visió n, oculta tras el tabló n ornamentado cuya manivela sostuve por un largo
minuto al cerrar detrá s de mí, mientras maldecía a todos mis antepasados en conjunto.
Traté de controlar mi ansiedad con ejercicios de respiració n. Anduve despacio por el pasillo
alfombrado, indeciso, con las manos en la cintura. Me quité la chaqueta y la tiré al suelo. Me
arranqué la pajarita y desabroché los dos primeros botones de mi camisa. Tenía calor.
Mucho calor. Me daba pá nico contemplarla retorciéndose en el suelo, gimiendo de dolor,
sabiendo que aquel era el final de una existencia a la cual no había querido ni pedido
renunciar. Y todo por un miserable que la había usado como chivo expiatorio para salvar su
pellejo y el de su familia.
Había visto morir a gente de todas las edades en mi trabajo, tanto en la mesa de
operaciones como fuera de ella. Al acabar la carrera, había hecho una una promesa de
valorar y preservar las vidas humanas, de tratarlas como una prioridad absoluta por
encima de cualquier interés personal. Y ahí estaba, ejerciendo de patético asesino,
vomitando sobre mi sagrado juramento, pisoteando mis principios, vencido por un pirado
que decidió usar el chantaje para lapidar la escasa dignidad que me restaba.
No. Tendría que haber otra manera. Debía encontrar el modo de redimirlas a las dos. Hilda
era mi tesoro, mi diamante de valor incalculable, la razó n por la que aú n tenía la esperanza
de volver a ser feliz. Alguien en alguna parte también amaba a Delilah Khan con la misma
vehemencia, y no tenía el derecho de arrebatá rsela.
Volví sobre mis pasos y llamé con los nudillos, rogando para no cruzarme con nadie. Por
suerte, a esas horas, no había ni un alma cerca.
—¿Señ orita Khan? Abra, por favor. Soy yo.
No obtuve respuesta. Insistí, esta vez con má s fuerza.
—¿Delilah? ¿Me oye? Voy a entrar. No toque ese vino. ¡No beb…!
Entré al camarote tropezá ndome con mis propios zapatos, sabiendo que mi acto de
contrició n llegaba demasiado tarde. Nada podría revertir aquella mezquindad si ella había
ingerido ya el veneno.
—¿Delilah?
Eché una ojeada alrededor. La copa seguía sobre la mesita, y el líquido letal, intacto,
continuaba en su interior.
Suspiré aliviado, buscá ndola con la mirada. No estaba por ninguna parte.
Oí una puerta que se cerraba, y un ligero ruido a mi espalda, como de telas rozá ndose. El
olor de su perfume me azotó las fosas nasales. Me giré para encararla, para explicarle el
porqué de mi abrupto cambio de comportamiento, pero no me dio tiempo a hacerlo. Dos
segundos después, me desplomaba en el suelo, atizado por el impacto de un objeto que me
dio directamente en el crá neo.
IV

El desdichado había caído redondo sobre la alfombra Kerman que reposaba lá nguida a los
pies de mi cama. Una lá stima, porque la sangre que manó de su cabeza manchó el tapete,
que costaba una fortuna, y a mí me irritaba especialmente tener que tirar algo que valía
tantísimo dinero.
Me agaché junto a él y escudriñ é sus facciones. Tenía la belleza que se exhibía en los
modelos de escultura clá sica. Su nariz, su boca, sus pó mulos, su mandíbula… todo en él era
equilibrado, simétrico y proporcionado. La primera vez que me fijé en sus ojos, me sentí
irremediablemente atraída por su color, ya que no era comú n encontrar un tono tan oscuro
en una persona como él, a no ser que tuviera antepasados latinos, como los italianos o los
españ oles.
Aproveché para cachearle entretanto permanecía inconsciente. Si iba armado, era el
momento de asegurarme. En la chaqueta que se había dejado tirada en el pasillo solo
estaba la botellita delatora. Le quité los zapatos, revisé sus perneras, los bolsillos de su
pantaló n y palpé sus costillas por encima de su camisa. Antes de terminar mi examen, le oí
gimotear. Incliné mi rostro sobre el suyo, y cuando abrió los pá rpados, murmuré:
—Bienvenido de vuelta al mundo de los vivos, querido.
Intentó erguirse, y me dieron ganas de asestarle otro castañ azo. En cambio permanecí
quieta, enfrentá ndome a su mirada vidriosa, echada sobre él, con las palmas de mis manos
posadas a ambos lados de su costado.
—Delilah…
—Ahora me tuteas —me mofé, con la ira bullendo impetuosa en mis venas—. Era de
esperarse, ya que intentar cargarte a la gente es una manera de intimar tan vá lida como las
demá s.
No protestó . Volvió a cerrar los ojos y dijo:
—No quería hacerte dañ o.
—¿Qué me has echado en la copa, Griffith? ¿Cianuro? ¿Arsénico? ¿Ricina?
—Me duele la cabeza.
—Y má s que te va a doler si no me contestas.
—Deja que te explique. Por favor.
Me aparté de él y me puse en pie. Cheston me imitó , y se apoyó en una esquina del colchó n
para no volver a desplomarse. Cuando me miró de nuevo, le apunté con la Webley Mk. VI
que Teasley me había entregado en nuestra ú ltima reunió n.
—Siéntate y cuéntame quién te envía —le ordené.
—La pistola sobra, señ orita. No voy a…
—¿Quieres que te inserte una bala en la sien? ¡Pues empieza a largar!
Mi exclamació n sonó como un gruñ ido salvaje. Había bajado la voz para que nadie nos
oyera, pero la desfachatez de aquel mató n me estaba exasperando.
—No sé quién es —declaró , acatando mi mandato.
—Griffith… es la ú ltima vez que te aviso.
—Cheston Griffith no es mi nombre real —me espetó , tocá ndose la nuca. El sangrado se
había detenido, y parecía estar recuperando la entereza—. Me llamo Kenneth Jameson, y no
soy perfumista, sino médico. Me raptaron hace unos días en Londres, y me… han obligado a
formar parte de esta absurdez.
—Continú a.
—Creo que se trata de la mafia —confesó , lanzando al aire un jadeo de cansancio—. El
cabecilla se presentó como “V.”. Nada má s. Me contó que le robaste cincuenta mil libras.
Quería que te liquidara como represalia por tu estafa.
Mi ceñ o fruncido dibujó en su cara una expresió n de puro desconcierto. Si esperaba que le
siguiera la corriente, se iba a llevar una gran desilusió n.
—No tengo conexiones con la mafia —rezongué, dando un paso adelante—. ¿Trabajas para
él?
—Te he dicho que me secuestró .
—¿Le debes dinero?
Mi rehén bajó la vista.
—No. Una paciente mía falleció mientras la operaba. Y resulta que esa mujer… tenía algú n
tipo de relació n con él. Es personal. No nos conocemos. Soy un cirujano de Wimbledon.
Poseo consulta privada, y ejerzo también en el Kingston Hospital. Te juro que no está s
lidiando con ningú n sicario a sueldo. Tengo una hija, y la matará si no le entrego tu cabeza
en bandeja de plata.
Bajé el arma, y su gesto constreñ ido se relajó . Arrastré una butaca y me senté, sin dejar de
observarle.
—Puede que te hayas inventado esa vida tan glamurosa que afirmas tener, pero te creo en
lo otro. Solo un tonto o un novato no se preocupa en cambiar las iniciales de su pañ uelo
para que coincidan con las de su nombre falso.
Agrandó los ojos unos instantes, y después los cerró , soltando una risita pesarosa.
—Eres lista.
—Lo suficiente como para no dejarme matar tan fá cilmente —afirmé, resuelta—. Tras ver
las letras KJ bordadas en la prenda que usaste en el bar, cuando te habías presentado como
“Cheston Griffith”, sospeché que podías haberte cruzado en mi camino con intenciones no
honorables. Y sí, Kenneth. Caíste en mi trampa cuando te animé a quedarte y beber
conmigo. La embriaguez afloja la lengua. Me contaste má s de lo que debías. Ya conocía tu
apellido. Lo mencionaste tú mismo.
Se tapó el rostro con las manos.
—En cuanto lleguemos a Viena te entregaré a la policía —anuncié—. Tu señ or V. tendrá
que trabajá rselo mejor para atraparme. Mis pecados son varios y de distinta índole, pero el
hurto no se halla entre ellos.
Su respiració n se hizo pesada, y su cuerpo se meció como un junco sacudido por el viento.
Iba a desmayarse. El impacto había sido má s duro de lo que había planeado.
—¿Jameson?
Pá lido como la cera, se desplomó de espaldas igual que un ancla echada en el mar. Corrí
hacia la cama y, dejando el revó lver a un lado, me subí a horcajadas sobre él, intentando
reanimarle con enérgicas palmaditas en la mejilla.
—¡Kenneth! ¡Despierta!
Abrió los ojos de golpe, atrapó mis muñ ecas en sus inmensas manos y se me echó encima,
rodando conmigo hasta intercambiar posiciones. Me agité cual culebra trastornada debajo
de él, y mi vestido se convirtió en un enredo de tela revuelta alrededor de nuestras piernas.
—¡Hijo de perra! ¡Me has engañ ado!
—Tú no eres la ú nica comadreja astuta aquí —se mofó con un deje arrogante que me hizo
desear despellejarle vivo—. Conozco cada tendó n, cada hueso, cada mú sculo que conforma
tu hermoso cuello, Delilah. No necesito una ponzoñ a para asesinarte. En dos segundos,
apretando como es debido, puedo partirte el pescuezo.
—¿Y por qué no lo haces?
Repasó con una mirada turbia cada centímetro de mi rostro, deteniéndose en mis labios. Se
tomó su tiempo en contestar.
—Porque no soy un carnicero.
Se apartó y me tendió la mano para ayudarme a erguirme, y se acuclilló ante mí. Su
semblante había cambiado, exponiendo su indefensió n ante aquella coyuntura disparatada.
Me entregó el revó lver y, con mis dedos aferrados a la empuñ adura, se lo llevó al pecho.
—Puedes apretar el gatillo ahora y matarme si quieres. Pero entonces mi pequeñ a Hilda
también morirá .
Tragué saliva, abatida.
—Tu hija no es mi problema.
—No lo es. Pero sí el mío. Tiene nueve añ os, Delilah. Solo nos tenemos el uno al otro.
—¿Y qué pasa con su madre?
Enderezó los hombros y miró al vacío. Vi que había metido el dedo en la llaga. Opté por no
preguntar má s.
—Hay al menos un individuo custodiá ndome —informó de pronto—. Si no cumplo con el
encargo, no se demorará n en presentarse en mi casa de Londres. Hemos de ayudarnos
mutuamente, aunque no sé qué diantres podrías hacer tú por mí en estas circunstancias. Si
aspiramos a salir indemnes de esto los dos, debemos trabajar en equipo.
—Suenas como mi profesor de baile.
Kenneth esbozó una sonrisa amarga.
—¿Qué me dices?
Me alcé sobre mis talones y comencé a caminar a zancada limpia por el camarote. Era muy
tarde ya, debían de ser má s de las dos de la madrugada. No obstante, no creía que Morfeo
llamase a mi puerta aquella noche. La adrenalina corría a raudales por mi corriente
sanguínea, y la intrusió n inesperada de aquel hombre modificaba forzadamente mis
proyectos.
—Eres un fardo con el que no puedo lidiar en este momento —sostuve, exaltada—. No
tienes idea…
Jameson se aproximó a mí y me tomó por el codo, instá ndome a enfrentarle.
—No soy un monstruo, pero sacrificaría mi presente y futuro por Hilda, ¿entiendes?
Necesito tu colaboració n, Delilah. Si yo no te borro del mapa, V. mandará a otro. Podemos
evitar el desastre, pero hemos de poner a la niñ a a salvo primero.
—De eso puedo encargarme.
Kenneth arqueó las cejas.
—¿Qué? ¿Có mo vas a hacerlo?
—Llamaré a mis contactos.
—Dijiste que no tenías conexiones con la mafia.
—No estoy hablando de la mafia —bufé entre dientes, soltá ndome de su agarre—. Si no
coopero… no me libraré de ti, ¿verdad?
—Te seguiré como un rastro de babas a un caracol. Soy muy persuasivo cuando me lo
propongo.
—No te conviene amenazarme. Te lo digo por tu bien.
—¿Amenazarte? Ni se me ocurriría —alegó , haciendo una mueca desabrida—. ¿Soluciones?
Descansé mi espalda en uno de los espejos. Me masajeé la parte baja del cuello, meditando
en mi pró ximo movimiento, y declaré:
—Si vamos a hacer esto, será a mi manera. Trae aquí al secuaz de V., con la excusa de que
has cumplido con el trato. Ahora.
—¿Qué vas a hacer con él? —cuestionó , con cara de susto.
—Tú trá elo. Y no hagas tantas preguntas —exigí, tajante—. Por la boca muere el pez, doctor
Jameson. Recuérdalo.

Transcurrieron unos treinta minutos hasta que Kenneth regresó , y esta vez acompañ ado.
Me coloqué tras la puerta y agudicé el oído, prestando atenció n a los cuchicheos entre
ambos. Mi verdugo le contaba a su supervisor que me había dejado tumbada en la cama,
cubierta con las colchas, para que pareciera que dormía, y así pudieran reunir todas sus
pertenencias al llegar a Viena, descender en la estació n Wien Südbahnhof y llamar desde allí
a V. para confirmar mi deceso. Mi camarero tardaría en descubrir lo sucedido, y su misió n
sería un éxito rotundo.
Inspeccioné el cargador de la pistola y me preparé para interpretar mi papel en cuanto
aquel matarife hiciera su entrada triunfal en la ratonera, confiando en que mi ahora aliado
no me traicionaría. De todas formas, si optaba por ser desleal a su palabra, la primera
afectada sería la inocente y preciosa Hilda. No se arriesgaría a perderla.
En cuanto penetraron en la estancia, sigilosos y discretos como un par de ladrones
profesionales, Kenneth cerró la puerta, encendió la luz y me miró de reojo. Esa era la señ al.
Me dispuse a salir de mi escondite y encañ onar mi arma, sintiendo en mis carnes el poder
que otorga el saber que juegas con ventaja.
—Bienvenido.
El joven se dio la vuelta, turbado. Cuando nos tuvimos frente a frente, algo estalló dentro de
mí. No me sentía enfadada, ni sorprendida. Má s bien… estafada. Conocía a aquel estú pido
mequetrefe, por supuesto. Y también a su jefe, el gallina con ínfulas de justiciero que había
coaccionado a Jameson.
—No me lo puedo creer. ¿Tú ?
—Señ orita Khan.
Miré a Kenneth, que trataba de volver a encajarse la mandíbula. Su mente en aquellos
instantes debía de ser un océano tempestuoso, una marañ a de frases inconexas
desesperadas por encontrar un porqué a todo aquel teatro.
—Os conocéis.
—Nos hemos visto en má s de una ocasió n, sí —aclaró el tercero, avanzando en mi direcció n
—. ¿También te ha encandilado a ti, doctorcito? Si es que la zorra, aunque se vista de seda,
zorra se queda.
—¡No te muevas, Hemming! —le imprequé, furiosa ante su audacia—. Veo que a tu patró n
le ha dolido que Rita le haya pedido el divorcio. ¿Cincuenta mil? ¿Tan poco ha reunido? Ha
sido muy clemente para todo lo que ha tenido que tolerar. Yo le habría sacado muchísimo
má s.
La mirada confusa de Jameson volaba entre el imbécil de Hemmings y yo.
—¿A qué se refiere? ¿Quién es Rita?
—La ex mujer de Angus Webb, el cantamañ anas que se esconde detrá s de V. —sentencié—.
Una amiga mía. Me pidió consejo sobre qué hacer respecto a su matrimonio con Webb, y le
recomendé que le diera una buena patada en las nalgas. Me hizo caso. En lo del divorcio, y
en lo de vaciarle los bolsillos. Yo no he robado nada. Y lo que ella se ha llevado, es un pago
atrasado por los agravios recibidos. Cachéale, Jameson. Y tú , pon las manos donde pueda
verlas.
Hemming obedeció , mirá ndome con un odio diabó lico. Kenneth le registró de arriba abajo,
y encontró una colt prendida a su cintura, ademá s de un puñ al oculto en uno de sus tobillos.
—Coge esa silla de ahí. Es de mala educació n no ofrecer asiento a nuestro invitado.
Una sonrisa ladeada se dibujó en el rostro de mi có mplice, que parecía disfrutar con la
escena. Pensar rá pido era una de las mejores armas que uno podía poseer, y el destino que
iba a darle a Hemming estaba decidido antes de que este pusiera un pie en mi camarote.
—Á tale.
—¿Con los cordones de las cortinas?
—Eso servirá .
Así mi copa de champagne y me acerqué a mi prisionero. Despacio, calculando cada
movimiento, procurando no cometer ningú n fallo. Al enterarse de quién era la culpable de
que Rita se hubiese decantado por recuperar su libertad, Angus me había jurado que
tomaría represalias. No creí que tuviera agallas para saciar su sed de revancha, pero me
había equivocado. Y había demostrado ser aú n má s retorcido, implicando en su ardid a
alguien que no tenía vela en aquel entierro.
Cuando me vio con el tó sigo en la mano, Kenneth exclamó en voz baja:
—¡No! ¡Delilah, por lo que má s quieras!
—Sujétale. No quiero que la alfombra se manche.
—No voy a permitir que le mates.
Hemming empezó a agitarse. Sus puñ os anudados se tornaron blancos por el esfuerzo de
intentar desligarse de las cuerdas, y el pañ uelo que le habíamos hundido en la boca salió
disparado, cayendo en su regazo.
—Ademá s de ti, ¿quién má s vigila al doctor Jameson?
Hemming no respondió , desafiá ndome con una mirada altanera. Apreté su mandíbula y le
obligué a abrir la boca, haciendo ademá n de verterle el champagne en la trá quea a como
diera lugar. Con el gesto torcido, masculló :
—No me sacará ni un á pice de informació n. Estoy acostumbrado a intimidaciones varias.
Me incliné hasta quedar a su altura. Hice una señ a a Kenneth, que me depositó la colt en la
mano. Entonces le clavé la pistola en las partes íntimas y volví a cuestionar:
—Sería una pena que perdieras las pelotas con tu propio revó lver. Te repetiré la pregunta:
¿Cuá ntos matones má s tiene Angus repartidos por el Orient?
—No saldrá de aquí con vida, señ orita Khan.
Fingí presionar el gatillo. Hemming dio un salto en la silla, y Kenneth se llevó las manos a la
cara, cubriéndose los ojos.
—¿Has barajado la posibilidad de que Webb te castigue por haberme dejado escapar? Esa
bestia no tiene amigos. Llegaremos en unas horas a Viena. Tienes sesenta segundos para
colaborar, o te beberá s enterito este billete a la eternidad.
—Te lo suplico, no lo hagas.
La voz contrita de Kenneth me llegó como un eco lejano. Me giré a mirarle, y noté que todo
su cuerpo temblaba. Un color cetrino se había apoderado de la piel de su rostro.
—La vida de tu niñ a vale má s que la de este bravucó n. ¿Quieres volver a ver a Hilda o no?
—Sí, pero no a costa de asesinar a una persona.
—Este necio es un delincuente, un esbirro que ha eliminado a má s inocentes de los que
imaginas —me defendí, exasperada—. Los principios no te servirá n si deseas sobrevivir en
esta selva de asfalto, Jameson.
—Dejémosle amarrado aquí hasta que decidamos qué hacer —propuso él—. Tenemos el
resto de la noche para trazar un plan —se volvió hacia Hemming—. Solo dinos cuá ntos de
los asalariados de tu jefe hay repartidos por el convoy, y podrá s irte.
—Has elegido el bando equivocado —advirtió nuestro rehén—. Webb os atrapará a ambos,
y os desollará como a liebres recién cazadas.
—Escucha —replicó Kenneth, agachá ndose a su vera—. La señ orita Khan desea darte un
ó bito muy poco respetable. Si te dejo en sus manos… no quiero estar presente para ser
testigo de los juegos en los que te forzará a participar.
Alcé las cejas, admirada por la facilidad con la que el galeno estaba aprendiendo el arte de
la persuasió n. Iba a secundar su afirmació n, cuando, de repente, Hemming se soltó de los
cordeles que le inmovilizaban y se lanzó sobre mí navaja en mano.
Me tapó la boca y se disponía a incrustar la afilada hoja en mi clavícula, cuando Kenneth
voló hacia él y, tras forcejear unos segundos, terminó por enterrar el puñ al en el vientre de
su oponente. Cuando el sicario cayó inerte a sus pies, se miró espantado las palmas de las
manos ensangrentadas.
—Dios mío… ¡Lo he matado!
—Shhh.. tranquilo. Respira hondo —susurré, tratando de calmarle—. Enjuaga tus manos en
el lavabo.
El hombre corrió al aseo y se limpió la prueba del delito con agua y jabó n. Mientras tanto,
yo recuperé la daga, le limpié las huellas dactilares y la abandoné junto al cuerpo. Vacié el
líquido de mi copa, repartí algunas de mis ropas por el suelo, deshice la cama y volqué la
mesita con la botella vacía. Jameson volvió y, al ver el caos de mi rincó n privado, dijo:
—No tengo ni la má s remota idea de lo que está s haciendo, pero seguro que no puede ser
bueno.
—Ve a tu camarote y reú ne tus pertenencias, pero no lo cojas todo —le indiqué—. Solo
dinero y algunas prendas. Yo haré lo mismo. Nos han secuestrado mientras tomá bamos un
refrigerio en mi suite, y han liquidado a mi guardaespaldas.
—¿Qué?
—Hazlo —le urgí, mientras cogía papel y pluma—. Procura pasar desapercibido ahí fuera.
Cuando regreses, necesito que escribas una nota. Estamos atravesando Austria y
llegaremos a Viena después del almuerzo.
—¿Có mo que nos han… secuestrado? ¿Adó nde vamos?
Abrí mi guardarropa y saqué una maleta cuadrada. Comencé a vaciar algunas perchas,
ignorando varios de los trajes y accesorios que no me servirían en aquella huida
descabellada.
Maldita fuera mi estampa. Iba a dejar atrá s todos esos vestidos y zapatos carísimos, y mi
gira por Hungría —cena con mandatarios alemanes incluidos— tendría que posponerse al
menos unos días, hasta que hallara la forma de encajar todos los fragmentos del puzzle que
había saltado por los aires como el confeti de un cotilló n, y gracias al majadero de Angus
Webb y su absurdo desquite.
—A Budapest, cielo —anuncié, decidida—. No pienso cancelar mi espectá culo. Y tú vendrá s
conmigo, qué remedio. Nos bajaremos del tren antes de arribar a Viena.

Nos despedimos del Orient Express amparados por los claroscuros del nuevo día que
despuntaba, y como dos forajidos escabulléndose de un enemigo comú n, descendimos del
gigante de acero durante una de sus momentá neas paradas, en las que el maquinista
aguardaba el paso de otro ferrocarril procedente del este.
Primero lanzamos al suelo las bolsas y maletas, y después saltamos desde la ventana
abierta de mi suite. Por suerte, el alto se había producido en mitad de una zona boscosa y
fue muy fá cil mimetizarnos con el entorno, así que, en cuanto pudimos, echamos a correr
hacia la espesura sin mirar atrá s.
—¿Dó nde estamos? —inquirió Kenneth al detenernos, apoyando un brazo en el tronco de
un haya.
—Lo ignoro. ¿Tienes una brú jula?
—No. ¿Y si nos acercamos a una carretera comarcal y esperamos a divisar algú n automó vil
que circule por aquí? Podríamos solicitar que nos lleven al pueblo má s cercano.
—Lo de la carretera me parece bien, pero prefiero caminar —señ alé—. No nos conviene
que nos reconozcan. La noticia de nuestra desaparició n y la muerte del recadero de Webb
pronto saltará en todos los perió dicos. Tenemos que ser cautos.
Al mencionar lo sucedido con Hemming, Kenneth apartó la mirada, sofocado.
—Soy un criminal —musitó , con voz atormentada—. Pretendía a toda costa evitar
convertirme en uno. Y aquí estoy, con sangre ajena salpicada en la ropa, y perdida toda
esperanza de recuperar a mi hija.
—No eres un criminal —objeté, descansando una mano en su hombro—. No seguiría viva si
no fuese por ti.
Nos contemplamos mutuamente por un largo minuto, y me invadió de nuevo la misma
sensació n de desasosiego que tuve cuando le vi la noche que nos conocimos. El modo en el
que me miraba hacía aflorar en mi interior emociones extrañ as, aguzadas, difíciles de
catalogar. Era como si quisiera desposeerme de todas las capas con las que me había
resguardado de las tempestades de la vida. Por un momento imaginé que nuestro
encuentro había sido casual, improvisado, como un regalo de los seres celestes que movían
allá arriba los hilos del destino.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo él, sacá ndome de mis elucubraciones.
—Esa ya es una —expuse, arrancá ndole una sonrisa tímida—. Adelante.
—¿Có mo supiste que había envenenado tu bebida?
—Los espejos —declaré, inspeccionando el terreno en el que está bamos, tratando de
divisar un camino o alguna señ alizació n que nos sacara del apuro y nos ayudara a
ubicarnos en el mapa—. Fingí ir a por mis cigarrillos, pero te observaba a través del reflejo.
Las iniciales de tu pañ uelo y el hecho de que, siendo perfumista, ignoraras la existencia y
usos del oud, me puso en alerta. No eres el primero en tenderme una trampa letal bajo un
lecho de rosas.
—Te pido perdó n —susurró , apesadumbrado.
—No te molestes —sentencié, alejá ndome.
—Espera —rebatió , tomando mi mano—. Lo que hice fue inexcusable, mezquino.
Deplorable. Te he puesto en peligro, y he desbaratado todos tus planes. Ahora somos un
par de proscritos en tierra extranjera, no sé qué camino tomar para deshacer este embrollo.
—No volver a intentar matarme sería un buen comienzo —propuse, guiñ á ndole un ojo—.
Mira, ahí hay agua.
Descendimos una pendiente hasta el caudaloso Danubio. Kenneth se agachó frente al río y
se refrescó el rostro, las manos y los antebrazos. Abrí una de las bolsas y le tendí una toalla
pequeñ a.
—Necesito otra camisa —indicó , apuntando a su maleta—. O me detendrá n en cuanto
crucemos la primera villa que haya por aquí.
Le estudié con disimulo mientras se cambiaba. Aunque se había apartado unos metros por
decoro, mis ojos habían seguido sus pasos como atraídos por un imá n. Evoqué la imagen de
su cuerpo inerte, tumbado y expuesto ante mí, a mi completa merced mientras le registraba
en mi camarote, tras atizarle con la culata de mi pistola. La fuerza que emanaba de él era
cautivadora, vigorosa e intensa. Parecía un hombre impulsivo y calculador a la vez,
impredecible y devastador como un tornado en mitad de una tormenta veraniega.
—¿Preparada? —inquirió al regresar.
Las nubes rosadas esparcidas por el cielo diurno anunciaban que el sol ya estaba dispuesto
a desperezarse. Teníamos que encontrar una posada donde guarecernos y llenar nuestros
estó magos con alguna fruslería autó ctona, y pensar bien en qué le diríamos a las
autoridades una vez reapareciéramos en escena.
—Me muero de hambre —confesé, quitá ndome un guijarro molesto de mi tacó n—. Cuando
bajá bamos, he visto un cartel anunciando la entrada a un villorrio llamado Dü rnstein.
Buscaremos un hostal y contactaremos con Londres desde allí.
—¿Londres?
—Sí. Hilda estará protegida, no te preocupes. Deberá s contar a su madre lo sucedido y
comunicarle que sigan las instrucciones que reciban. No puedo explicarte má s.
—Mi hija vive conmigo. Y no puedo hablar con mi ex mujer.
—¿Por qué?
Jameson me escrutó con fijeza, como si intentara buscar las palabras adecuadas. Asiendo su
bolsa de viaje, dijo con un tono afligido:
—Porque Dottie… está muerta.
V

Caía sobre la capital inglesa una lluvia torrencial la tarde que dos hombres uniformados se
presentaron en mi puerta para lanzar la granada a mis pies y reventarme la vida. Ya me
había acostumbrado a la soledad de mi hogar, a la ausencia de sus risas, al comedor vacío a
la hora de cenar. Dottie había rechazado todo intento de salvar nuestro matrimonio,
aludiendo que era tarde para nosotros, que el amor había hecho las maletas y se había
largado por la ventana, y después de insistir como un infante rebelde, rehusando reconocer
que la había perdido, terminó confesá ndome que una tercera persona estaba involucrada
en aquella catá strofe.
Un comerciante irlandés, nada má s y nada menos. Un empresario dedicado a la industria
automovilística, con el que se había cruzado en una cena con amigos a la que no asistí por
mis compromisos laborales. Llevaban meses viéndose a escondidas, alimentando la semilla
de la traició n en sus fogosos encuentros furtivos, revolcá ndose en mi propia cama cuando
mis horarios no me permitían dormir en casa. Estaban perdidamente enamorados el uno
del otro, e iban a casarse en Limerick en cuanto firmá ramos los papeles de la separació n
oficial.
Su abandono me destrozó por dentro, sin embargo, lo que má s me dolió fue que apartara a
Hilda de mí, alegando que no sabía ser un buen padre. Mi chiquitina se marchó con ella
apretando su mano, mirando atrá s y diciendo: “papi, ¿no vienes?”, y con lá grimas anegando
mis ojos, le confirmé con un escueto movimiento de cabeza que, a partir de ese día, otro
hombre se sentaría a la cabecera de la mesa, ocupando mi lugar.
Dottie y yo nos gritá bamos con cada llamada telefó nica. Era imposible mantener una
conversació n adulta y cortés con todo el bagaje que portá bamos encima. Pasé por todas las
etapas de duelo durante mi divorcio, pero la que má s me duró fue el odio. La aborrecía por
romper así nuestra familia, por su egoísmo al querer ser feliz sin mí. Por borrar, con ayuda
de la distancia, mi imagen del corazó n de Hilda. Por eso y má s, una noche llegué a desearle
la muerte.
Me habría mordido la lengua de haber sabido lo que ocurriría trece meses después, cuando
Dottie y su amante ya eran marido y mujer. Su flamante esposo debía hacer un viaje
urgente a Londres, y ella, en lugar de quedarse con Hilda, decidió acompañ arle, supongo
que por miedo a verse aislada de la ocupada agenda de su nuevo có nyuge, como había
sucedido conmigo.
Segú n los agentes que vinieron a darme la noticia, su avioneta sobrevolaba las costas de
Gales, cuando, por motivos que se desconocían, había caído en picado junto a unos
acantilados, en Penclegyr. La aeronave se había partido en tantos trozos que les costó
ubicarlos todos, y los tres ocupantes, piloto incluido, habían fallecido en el acto. Ese había
sido el desenlace del cuento de hadas de Dottie.
Caí de rodillas frente a los policías y vomité en la acera. La aflicció n se extendió por mis
miembros como una infecció n bacteriana, e hice un esfuerzo titá nico por respirar. Después
de lograr calmarme, me indicaron que Hilda y sus maletas esperaban en su coche, y que, al
ser yo su progenitor y pariente vivo má s pró ximo, su custodia me pertenecería a mí desde
entonces.
Elevé la vista, y allí estaba ella, mirá ndome tras los cristales empañ ados, con una expresió n
de desconsuelo tan grande que me hizo echarme a llorar. Empapado por el aguacero y
tirado en el suelo, le extendí los brazos, y mi niñ a saltó del vehículo, uniéndose a mi pena
con un abrazo que me estrujó las costillas.
—Estoy aquí, mi cielo —le susurré al oído entre hipidos—. Estoy aquí, y no permitiré que
nada te pase.
Tuvimos que hacer varios ajustes para adaptarnos a las actuales circunstancias, entre ellas
contratar a una niñ era que se hiciera cargo de mi hija y la llevara al colegio durante el día.
Reduje mis horas de trabajo drá sticamente, y me dediqué sobre todo a la consulta privada.
Entretanto, me hundí en una horrenda espiral de autocompasió n y me entregué a la bebida,
apaleado por la culpa, como si el accidente de Dottie hubiese sido provocado por mí. Fue en
esa tesitura en la que Madeleine me comunicó su dolencia, y me rogó que intentara
salvarla.
Su operació n fue un fracaso, y por muchas semanas me pregunté si el hecho de que me
había convertido en un despojo humano había sido resolutivo frente a aquel desenlace. Los
remordimientos me mordían las entrañ as, y la tristeza me engullía en sus aberrantes
fauces. Ni siquiera acudí al entierro de mi amiga; la pesadumbre que sentía apenas me
dejaba salir de casa.
Y entonces… Angus Webb y su ansia de vendetta irrumpieron en el escenario, manejando el
timó n de mis decisiones, empujá ndome al abismo. Ya me importaba todo un comino, así
que le conté a Delilah con lujo de detalles mi vergonzosa historia.
—Kenneth… lo siento. Lo siento mucho.
Continué andando sin mirarla.
—El pasado no puede cambiarse, qué má s da.
—No te flageles por su pérdida. Tú no pilotabas ese avió n.
Me detuve abruptamente, obligá ndola a pararse también. Me di la vuelta enfadado.
—No me vengas con frases hechas de postal y todo ese sentimentalismo barato —mascullé
—. “Tú no tienes la culpa, Ken”. “Todo irá bien, Ken”. “La vida sigue, Ken”. Sí, eso ya lo sé.
Pero Hilda es huérfana de madre, y su padre se ha extraviado por la baja Austria, y ni
siquiera está a su lado para defenderla de esos fanfarrones que no ven la hora de rebanarle
el cuello bien despacio, para que les dé tiempo a disfrutarlo. Si le tocan un pelo, te juro que
no tendrá n en este planeta suficiente campo para correr.
Su silencio me zurró en la cara. Vaya bestia grosera estaba hecho. Pagar con ella mi
frustració n no me ayudaría a eludir a Angus y su siniestra promesa.
—Te aseguro que les será imposible dar con Hilda —rebatió , tajante—. Solo necesito un
teléfono, Jameson. ¿Quién está con la niñ a ahora?
—La cuida mi hermana —dije, mientras esperaba a que se pusiera una peluca que
guardaba en una bolsa—. ¿Con quién vas a contactar?
—Eso es informació n que no voy a facilitarte.
—Y un cuerno —farfullé, agarrá ndola por la pechera. La tela de su vestido se arrugó bajo
mi puñ o cerrado como un acordeó n. Ella no intentó soltarse; solo me miró con una
efervescencia insó lita al chocar conmigo, tan hipnotizante que pareció extirparme el alma y
lanzarla a alguna recó ndita parte del cosmos.
—Te agradecería que prescindieras de estos arrebatos pasionales —ironizó , hablando a
escasos centímetros de mi boca—. Fuera del lecho, no me agrada que invadan mi espacio
personal.
—Y luego el ordinario soy yo —me quejé, casi sin aire—. Lo mismo te digo, señ orita Khan.
La pró xima vez que quieras contemplarme mientras me desvisto, haz el favor de disimular
un poco.
—Eres un patá n.
—Y por eso te gusto.
—Vete al infierno.
Me aparté de la joven, henchido de una vanidad masculina que me devolvió mi humor á cido
y la energía que había perdido. Debíamos llegar a Dü rnstein pronto, no había un segundo
que perder.
—Iremos a una posada, te daré la direcció n de mi hermana, y me dirá s el nombre y el
apellido de tu socio o quien diablos sea el chiflado que colabora contigo en las islas —exigí
—. Es mi hija, y no voy a dejarla en manos de cualquiera.
Para variar, Delilah volvió a ignorarme, subiendo la cuesta sin molestarse en contestar.
Quise gritar hasta desgañ itarme. La obstinació n de aquella mujer despertaba en mí
auténticos instintos asesinos.

Gasthof Frida fue la guarida escogida por Delilah para alojarnos y pasar inadvertidos en la
zona, situada en una calle adyacente a la “avenida” principal de Dü rnstein, si es que se le
podía llamar así. La villa, minú scula pero tan bella como el escenario de una fá bula, era una
atracció n turística en sí misma en los meses de verano, pues, ademá s de estar situada a las
orillas del Danubio, poseía un halo de fantasía inspirador con sus casas rurales con techos a
dos aguas, terrazas recubiertas de geranios y enredaderas en las paredes.
En lo alto de la montañ a se erigían las ruinas de su famoso castillo, donde el rey Ricardo
Corazó n de Leó n permaneció prisionero por dos añ os a su regreso de la tercera cruzada,
allá por el siglo XII. Dü rnstein poseía un halo medieval irresistible, y si no fuera porque
éramos unos fugitivos en aquel lugar, habría disfrutado como nunca de su bucó lico paisaje.
Nos presentamos en la fonda como una pareja recién casada de luna de miel por Europa.
Delilah interpretó un papel impecable como esposa dó cil y enamorada. Bajo mi sombrero
fedora, yo me esforzaba por no reírme, hasta que recibí un codazo por su parte que hizo
vibrar mis costillas.
—Dedrick les auxiliará con el equipaje —anunció la propietaria del hostal en inglés,
sonriendo a mi compañ era—. Y les subirá una botella de champagne como regalo de
bienvenida.
—Danke schön! —exclamó Delilah, con una ternura inaudita. El primer enunciado fue lo
ú nico que comprendí, porque después ambas se enzarzaron en una animada charla de la
cual no entendí ni jota.
Terminamos de rellenar los documentos del registro, y un muchacho muy rubio y espigado
nos guio a nuestra habitació n. Una vez dentro, me senté en la cama y observé a mi consorte
ficticia mientras se deshacía de su calzado de una patada.
—¿Hablas alemá n? —pregunté, carcomido por la curiosidad.
—El inglés y el turco me lo enseñ aron mis padres, el francés el país donde establecí mi
residencia, y el alemá n… no sé, me gusta có mo suena.
—Eres una caja de sorpresas.
—Eso dicen.
—¿De qué hablabas con Frida?
Delilah se reajustó la peluca castañ a ante el espejo del tocador. Estuve tentado a pedirle
que se la quitara; su melena natural era una fabulosa mata larga y sinuosa, que te hacía
querer hundir la nariz en ella solo por el placer de aspirar su aroma y sentir sus exquisitas
ondas en la piel.
—Le dije que había prometido a mi madre que la llamaría en cuanto pusiéramos un pie en
Austria —canturreó , retocá ndose el carmín—. Me indicó un teléfono en el comedor del
mesó n que regenta su hermano Hans. Tu suegra es una dama extremadamente protectora,
amor.
—Eres una mentirosa compulsiva —manifesté, burló n.
Ella se acercó y se sentó a mi lado.
—Yo no miento, Jameson —susurró , enigmá tica—. Solo maquillo la verdad de vez en
cuando.
—Un eufemismo que, al final, termina siendo el mismo embuste —objeté.
—¿Tienes aú n la botellita de cianuro?
Fruncí el entrecejo ante el cambio de tema.
—Es arsénico. ¿Para qué la quieres?
—Dá mela.
—No.
Se puso a rebuscar en los bolsillos de la chaqueta que llevaba puesta sin ningú n pudor. Yo
la dejé hacer; me divertía verla tan afanosa.
—No está ahí. Me está s haciendo cosquillas.
—Para cuando nos traigan el champagne, el veneno debe estar donde pueda ser bien
vigilado.
—¿Piensas que voy a volver a intentar matarte? —reí, incrédulo—. ¡Venga ya, Delilah! ¡He
apuñ alado a un hombre por tu causa! ¿Y có mo voy a sobrevivir en este país sin un
intérprete, eh?
Reprimí una carcajada cuando enterró su mano en el interior de mi cazadora. Me puse en
pie y la arrastré conmigo, rodeando su cintura.
—Quiero el nombre del sujeto que va a recoger a Hilda.
—Si te diera sus datos, te meterías en un lío, Ken.
—No me gusta tu tono. ¿Es otro payaso estilo Angus Webb? Porque si lo es…
—Nada que ver, te doy mi palabra. ¿No confías en mí?
—Ni borracho.
—Bien haces.
Se deshizo de mi abrazo y me dio la espalda. Di un paso adelante, y le susurré en la nuca:
—No te aconsejo manosearme así. Las acciones traen consecuencias, señ orita. La pró xima
osadía contra mi persona te costará el beso má s ardiente que te hayan dado jamá s.
El cuerpo de Delilah se tensó . Noté sus mú sculos rígidos, su respiració n acelerada, y su
caró tida palpitando en su cuello, marcando un ritmo cardíaco mucho má s rá pido del que se
espera de alguien en estado de reposo. Empezaba a sentir un deleite maligno al desafiarla
como lo hacía, adelantá ndome a sus comentarios mordaces, a sus provocaciones,
convirtiéndome en un pendenciero deslenguado a la altura de aquella loba peligrosa.
—Está s muy pagado de ti mismo —replicó , mirá ndome de reojo—. Me han besado en
muchas ocasiones, Kenneth. Lo tendrías crudo para igualar algunos de ellos.
—¿Y si salimos de dudas con una apuesta?
Mi bravata la hizo reír.
—De acuerdo, Romeo. Me lo pensaré. Pero ahora toca proteger a Hilda. ¿La direcció n?
Saqué una estilográ fica de un bolsillo interno y anoté las señ as en un pedazo de papel. Se lo
entregué con suspicacia y dije:
—Doy este paso de fe esperando que no me falles.
—Soy consciente de ello —arguyó , imperturbable—. Tú me salvaste el pellejo, ahora yo
salvaré el suyo. Con esto estaremos en paz.
Salió del cuarto rumbo al mesó n del tal Hans, y me dirigí a la ventana con vistas al río, solo
para cerciorarme de que no se desviaba del corto trayecto hacia la tasca. Averiguaría a
como diera lugar la identidad del destinatario de aquella llamada.
—No estamos en paz en absoluto, Lyla —rezongué—. Presiento que esta cruenta batalla no
ha hecho má s que empezar.

A esas alturas, era muy probable que ya hubieran encontrado el cadá ver de Hemming. La
desaparició n repentina de la corista Delilah Khan y su acompañ ante saldría en la portada
de los perió dicos internacionales, y el Orient Express, esperá bamos que solo por esta vez,
acrecentaría su fama por ser el escenario de un inexplicable asesinato a sangre fría. Seguro
que este funesto suceso inspiraría a algú n novelista de mente pérfida a crear alguna obra
de arte posterior que deleitaría a millones de lectores alrededor del mundo.
El cerebro de Delilah era una má quina en continuo movimiento. La muy ladina se había
demorado apenas segundos en armar todo un montaje en torno a lo que realmente había
ocurrido. Debíamos estar pendientes de los rotativos, evitar los espacios pú blicos y las
ciudades grandes hasta que transcurrieran unos días, y por fin podríamos interpretar
nuestro papel de víctimas de un secuestro malogrado del cual habíamos tenido la fortuna
de escapar juntos y con vida. Viena sería nuestro objetivo, y allí acudiríamos a la comisaría
central de policía a denunciar a nuestro inexistente verdugo.
Nos harían preguntas. Demasiadas. Había tenido que enfrentarme al interrogatorio de
Scotland Yard tras lo de Madeleine y sabía que burlar a los detectives no sería tarea fá cil. La
diferencia era que esta vez yo sí era culpable.
Cuando le propuse a Lyla entregarme y contar la verdad, le faltó tiempo para increparme
entre aspavientos y admoniciones. No entendía su afá n por mantener una versió n de los
hechos tan endeble y arriesgada. Discutimos mucho por esto durante las siguientes
cuarenta y ocho horas, y la tercera noche de nuestra estancia en la fonda, ella volvió a salir
de puntillas hacia la taberna de Hans, oculta entre las sombras.
Tumbado en el suelo sobre mantas dobladas (mi instinto caballeresco le había cedido la
có moda cama), me puse a contar ovejas imaginarias mientras me hervía la sangre y la bilis
tomaba el control de mis papilas gustativas. Me sentía como un niñ o al que su pandilla
había marginado en el patio del colegio durante el recreo.
Opté por no encararla cuando regresó media hora má s tarde, y fingí dormir. La oí trajinar
por el cuarto, abrir y cerrar cajones, revolver en una de sus bolsas y, al final, espirar
ruidosamente al hallar un mensaje escrito que volvió a esconder entre sus pertenencias.
No pegué ojo esa madrugada. Había visto de refiló n en cuá l de los macutos había guardado
su secretito, y me propuse hacer lo que nunca, nunca se debía hacer en el bolso de una
mujer: husmear en su contenido. Dentro de aquellos pozos del caos podían camuflarse
objetos muy dañ inos para la salud mental de un varó n cuerdo. Pero Lyla me estaba
mintiendo, y por el bien de mi hija y el mío, má s me valía mantener la guardia.
Al amanecer, me trajo el perió dico y un saquito con repostería de la zona recién horneada.
—Buenos días, amor —parloteó con toda su cara dura—. Ahí tienes el noticiero matutino y
tu desayuno. He comprado kipferl, strudel de manzana y powidltascherl. El ú ltimo tiene un
nombre muy raro, pero está delicioso. Es una masa dulce rellena de puré de ciruela.
Intenté modificar mi expresió n, simular ser el estú pido tarambana que ella creía que era.
Sin embargo, fue imposible disimular mi irritació n.
—¿Y el café? —gruñ í, como un troglodita salido de una cueva—. ¿Por qué no podemos
desayunar abajo, como hemos estado haciendo desde hace tres días? ¿Ahora formas parte
del servicio de habitaciones?
—¿Te ha picado una abeja o qué? —me recriminó , sarcá stica—. Qué afable te has levantado
en esta hermosa mañ ana de agosto. Abre las ventanas. ¿Oyes el piar de los pá jaros? ¿Acaso
no te eleva el humor?
—¿Te vas a poner a cantar? Es lo que me faltaba —protesté. Delilah se echó a reír—. Soy un
pró fugo, estoy famélico y echo de menos a mi familia. ¿Cuá ndo nos vamos a Viena?
—Abre por la pá gina siete.
Obedecí, mientras fisgaba en la bolsita de papel y sacaba un pastelito de esos de nombre
impronunciable.
—Ya somos noticia. Mi foto no aparece —observé—. Y si la gente tiene que reconocerte por
la tuya, no hay de qué preocuparse. ¿Quién ha facilitado a la prensa esta imagen?
—¡Y nos han soltado en una pá gina cualquiera, estos impresentables! —voceó Delilah,
ignorando mi pregunta—. Yo, que siempre ocupo las portadas de los diarios franceses.
Incluso los britá nicos, que me forzaron a exiliarme en el continente por escandalosa, me
hacen má s caso que estos bá varos desaboridos. Habrase visto.
—No me digas que está s ofendida por no ser el centro del universo —retruqué, con la boca
abierta—. ¿Pero es que careces de escrú pulos, o una mísera pizca de juicio? ¡Tenemos el
agua al cuello, y me vienes con rabietas de niñ a caprichosa!
—Con el agua al cuello o no, yo siempre seré una estrella —sentenció Lyla, caminando
hacia mí y señ alá ndose con el índice—. ¿Có mo crees que he alcanzado la cú spide? ¿Rezando
el rosario? ¿Sabes lo bien que le habría venido a mi espectá culo este numerito del Orient?
La carroñ a es el plato favorito de los buitres, Ken. Los de la CIWL esconden las heces debajo
de la alfombra con una maestría bá rbara. La reputació n de su convoy es su prioridad por
encima de la seguridad de sus pasajeros. Cosas de esta élite infecta.
—Tú formas parte de esa élite que tanto asco te da.
Mi acusació n le sentó como un balazo. Me miró belicosa, las cejas enarcadas y los labios
muy juntos. Imaginé que estaría apretando los dientes tan fuerte que le rechinarían.
—No me conoces. No tienes ni idea de quién o có mo soy. Y no te debo explicaciones.
Opté por zanjar el litigio con mi silencio. Cogí el resto de los bollos y me dirigí al pasillo,
dando un portazo al salir. Esa era mi reacció n cuando me cansaba de las contiendas.
Desertar. Retirarme a lamerme las heridas a otra parte.
Me adentré en la floresta circundante, y anduve hasta un pequeñ o viñ edo plantado en la
ladera de la montañ a coronada por los rocosos restos del castillo de Dü rnstein. No había
nadie cerca, y agradecí aquel instante de solaz, de muda tranquilidad.
—¿Por qué está s tan enojado?
—No me sigas. Si he venido aquí, significa que no quiero tenerte a menos de diez metros a
la redonda —le espeté, devorando un pedazo de strudel.
—En cuanto hablemos con las autoridades, podrá s regresar a Inglaterra. Es posible que el
Orient quede detenido en Viena hasta que finalicen las investigaciones. Sé que añ oras a
Hilda…
—¡No es solo por Hilda! —la imprequé, hastiado—. Me ponen enfermo tus arrebatos, tus
contradicciones. Tus brotes de frivolidad psicó tica. Engañ as má s que respiras. Me niegas el
derecho a saber dó nde tienen a mi hija. Si no nos hubiésemos bajado del tren…
—No sabíamos cuá ntos secuaces de Webb pululaban por allí. Mientras nos mantenían
ocupados interrogá ndonos, habrían dado aviso a Angus. Debíamos adelantarnos. Han
trasladado a tu cachorro a un lugar seguro, lejos de los tentá culos del hombre que te
chantajeó .
—Te vi ayer. Te vi escurrirte como una víbora en la penumbra —escupí, arrepintiéndome
enseguida. Confesarle que la vigilaba no iba a ayudarme a destapar la incó gnita que me roía
las vísceras—. Está s tomando decisiones a mis espaldas.
—No es verdad. Solo lo hago para que puedas retornar lo antes posible a tu hogar.
—¡Qué considerada!
—Kenneth, no soy tu enemiga. No es a mí a quien debes temer.
El sofoco se apoderó de mis pulmones como si hubiese recorrido cientos de millas a la
carrera y cuesta arriba. La rabia que sembraban en mí sus embustes escocía como el
demonio.
—Se supone que éramos un equipo.
—No. Tú eres un obstá culo imprevisto —sostuvo, irreverente—. Cargaré contigo hasta que
pueda subirte a un avió n. Después olvidaremos que nos hemos conocido.
—¿Lo dices en serio?
Delilah acortó las distancias, avivando en mi interior una gula voraz y escabrosa por algo
que ni siquiera conseguía describir. Me dolía ser un estorbo impensado, repentino, una
piedra en su camino esplendoroso hacia la cima. Y a la vez… me moría por librarme de
aquella cruz con nombre pagano. Del efecto que ejercía en mí. De la codicia que nunca se
saciaba que arraigaba en mi tuétano hasta convertirme en un adicto a su presencia.
—Deja de mirarme como si quisieras abrasarme viva —dijo entre susurros—. Mis mentiras
duelen menos que mis verdades, Ken. ¿Por qué volviste sobre tus pasos aquella noche?
¿Por qué llamaste a mi puerta para detener la tragedia que tú mismo habías
desencadenado?
—No voy a responderte —manifesté obcecado—. Soy consciente de que resulto un fastidio
para ti, pero al menos no seré un fastidio vulnerable.
Se colgó de los rebordes del cuello de mi camisa y me hizo inclinarme hacia ella.
—Te lo advertí antes, y te lo advierto ahora —dije—. Pá ralo tú , porque yo no tengo fuerzas.
No nos lances a ambos al vacío sin el paracaídas de la sensatez.
Y, como era lo esperable en ella, reaccionó haciendo exactamente lo contrario.
La bolsa que sostenía cayó al suelo, y mi desayuno se fue rodando ladera abajo. Ese día no
la dejé ganar, y la besé primero. Mordí sus labios carnosos, dulces e incitadores. La paladeé,
la acuné entre mis brazos, la devoré, imprimí mi anhelo en su boca mientras bebía de su
aliento cá lido, y el aire se espesó a nuestro alrededor como una masa leudada.
Callé cada uno de sus resuellos con má s besos. Su influjo había anulado mi voluntad. Alcé la
vista y la miré, solo para volver a caer en sus redes, consumido por el fuego que irradiaban
sus pupilas. Grabé el sabor de su ansia en mi memoria; recorrí, adoré, marqué y me recreé
en aquel territorio prohibido, negá ndome a dejarla ir. Había soñ ado con besarla desde que
nuestros caminos se cruzaron en el vagó n restaurante del Orient Express, y maldita fuera mi
suerte, con cada minuto que pasaba, má s aumentaba mi necesidad.
Delilah abandonó mi boca para centrarse en mi mentó n, recubierto por una barba ya má s
que incipiente. Yo me dejé mimar, sabedor de que estaba traspasando los límites. Era una
mujer ducha en el arte de la seducció n, capaz de subyugarte con un chasquido de dedos, y
aú n así, su pasió n sabía a una pureza genuina, primaria, como la miel que se ingiere
directamente del panal.
La aparté de mí, aunque mis manos siguieron tocá ndola. Mis dedos se habían aferrado a la
cinturilla de su falda, y no parecían dispuestos a soltarla.
—Esto se nos está yendo de las manos —gemí, apoyando mi frente en la suya—. Lyla… voy
a entregarme a la policía. No soporto má s esta carga.
—No puedes hacer eso. Lo echarías todo a perder.
Quise seguir hablando, intenté explicarle el porqué de mi decisió n, y se lanzó a mis labios,
besá ndome de nuevo. Luché para liberarme de su yugo, pero su determinació n hizo
estragos en mi autodominio. Cuando mis caricias descendieron lá nguidas a su garganta,
reaccionó dando un respingo y reculó .
—Kenneth… por favor… no vayas...
Y sú bitamente, una nube negra se posó sobre nosotros, plantando en mi mente la semilla
de la sospecha, haciendo crecer la desconfianza como las raíces impías de una veza
silvestre. La contemplé suspicaz, injuriado. Una indignació n siniestra tomó posesió n de mis
miembros, uno a uno, y vomité las siguientes palabras sin que me diera tiempo siquiera a
procesarlas:
—Es así como lo haces…
—¿De qué… hablas?
—Que soy un necio. De eso hablo. Pero yo no soy Bertrand Kronbach —aseveré,
encrespado—. Mis pasiones no me anulan como a tus otros amantes. Podrá s arrastrarme a
tu cama, Delilah, pero nunca me tendrá s a tus pies. Así que si quieres impedir que acuda a
la comisaría má s pró xima, será mejor que hagas uso de esa pistola tan bonita que guardas
bajo la almohada.
—Eres… repugnante —bufó , humillada—. ¿Có mo te atreves?
—Voy a confesar mi crimen.
—¡No!
—¿Qué hará s para evitarlo? ¿Dispararme y enterrarme bajo los viñ edos?
Tiré de su brazo y la arrastré hasta la habitació n que compartíamos en el Gasthof Frida.
Ante su estupor, abrí la maleta donde llevaba escondida la misiva que custodiaba con tanto
celo. La bolsa tenía un doble fondo muy bien disimulado cuya abertura tardé en localizar, y
mientras Delilah trataba de evitar que accediera a su compartimento secreto
interponiéndose entre mi objetivo y yo, lancé todo el contenido del equipaje al suelo, y al
fin pude abrir aquella divisió n camuflada hecha a mano.
Saqué una carpeta reducida de cuero bordado de su interior, y ojeé los papeles. Revisé un
listado de nombres, nú meros de teléfono y direcciones postales que no tenían el menor
sentido para mí. Hasta que vi un telegrama comprometedor de un tal Tyron Teasley que
encendió todas mis alarmas.
—¿Qué es esto? —pregunté, sacudiendo la hoja en el aire—. ¿Quién es Teasley? ¿Tu
legítimo marido? ¿Una especie de benefactor entre bambalinas? ¿Otro de tus amigos
mafiosos? ¿Un terrorista internacional?
—¿Terrorista? ¡Tienes una imaginació n desbordante, Jameson!
— ¿Por eso tienes tanto pá nico a que acuda a la policía?
—Vuelve a dejar eso en su sitio.
—Se acabó la diversió n, señ orita Khan —siseé, rojo de ira—. Me importan un rá bano los
motivos que tengas para jugar a este juego perverso. Yo ya no voy a formar parte de él.
Nuestros caminos se separan aquí. Y reza para que, cuando te pongan en busca y captura
por ser la có mplice de un homicidio, te haya dado tiempo a huir del país.
—Te vas a arrepentir de lo que está s haciendo.
Reuní mis cosas a toda prisa y las dejé junto a la puerta. Delilah se sentó en una butaca con
la templanza de una reina en su trono, cabizbaja y meditabunda. Mi arranque colérico no
pareció sorprenderla ni zarandear su entereza, y desistió de persuadirme. Se quitó las
horquillas del cabello y se lo peinó con los dedos despacio, cerrando los ojos, mientras yo la
escrutaba fascinado, sumergido en un total desconcierto.
—¿No vas a intentar detenerme?
—Eres má s fuerte que yo. Podrías romperme en dos con una sola mano. Sería un malgasto
de energía.
—Pero tienes un arma en tu poder.
—No soy una asesina —reflexionó —. Al menos no de padres de familia.
—¿Qué quieres decir? —gimoteé, notando có mo el espanto se apoderaba de mí.
Se quitó las sandalias y estiró las piernas como un minino que se desperezaba tras una
siesta vespertina.
—Te has metido de cabeza tú solito en un problema gordísimo, Ken. Eres un niñ o malo y
desobediente. Debiste haberlo dejado correr.
—No me trates como a un infante en pañ ales —me quejé—. La verdad es tu ú nica opció n.
—Teasley es… mi superior —empezó a relatar—. Colaboramos juntos en una misió n del
Servicio de Inteligencia.
Su revelació n me abofeteó en la cara como un latigazo, mi cerebro se congeló de pronto y
mi tensió n arterial se fue de excursió n por la estratosfera. Delilah me miró desafiante,
victoriosa. Me había derribado con una sola frase, sin esfuerzo, sin elevar la voz. Un golpe
certero y efectivo, como el de una jabalina atravesando el corazó n de un curtido soldado
protegido por una armadura supuestamente impenetrable. Mis siguientes palabras, má s
que una pregunta, fueron una afirmació n, una exclamació n de terror, una rendició n
lamentable y deshonrosa:
—¡¿Eres una puñ etera espía?!
VI

Su reacció n histérica me hizo tanta gracia que hube de hacer acopio de todo mi aplomo
para no soltar una carcajada. Me miraba con ojos desorbitados, empalidecido, las
emociones completamente desbordadas. Sentí lá stima por él, pues había pasado en
cuestió n de segundos de sostener la sartén por el mango a verse atrapado en intrigas
ajenas que acababan de poner su mundo del revés.
—Agente secreto es su nomenclatura oficial —le corregí—. Lo de “espía” suena muy poco
elegante. Trabajo en mi actual posició n desde hace dos añ os y medio, aunque mis
conexiones con el espionaje estatal se remontan a má s de un lustro. Cuando me mudé a
Francia, me reclutó la secció n extranjera de la agencia. Hoy, en lugar de cazar anarquistas y
velar por la seguridad interna de nuestro país, me dedico a hundir mis narices en los trapos
sucios de gobiernos forá neos.
—Esto no puede estar pasando —articuló él a duras penas, cayendo a plomo sobre la cama
—. Hilda… la tienen ellos. La tiene el SIS[1].
—Correcto.
—¡Dios!
—No hagas tanto aspaviento. Tampoco es tan grave —sentencié, levantá ndome—. No
obstante, la coyuntura en la que nos hallamos… habremos de estudiar algunos puntos.
Porque ahora que lo sabes… ya no te puedes marchar con tanta facilidad, o pondrá s en
peligro la operació n.
—Eso suena a amenaza, y odio que me amenacen —me reprochó —. ¿A qué vas entonces a
Hungría? Tus funciones son una tapadera, claro.
—Correcto.
—¡Deja de decir eso!
—Me limito a confirmar tus razonamientos —alegué en mi defensa—. Esta encomienda es
muy importante para la estabilidad de Europa; te recuerdo que hace solo quince añ os
salimos de una guerra mundial que se cobró millones de vidas. Trataremos de evitar otra
calamidad como esa.
Descorrí las cortinas para que entrara má s luz solar.
—¿Sabe Angus Webb quién eres realmente? —inquirió , colocá ndose detrá s de mí.
—No. Ese petardo es un oligarca depravado. Un faldero frustrado que no toleró estar
casado con una mujer que conocía su valía y se hartó de sus desplantes. Bertrand nos
presentó en una subasta en Mó naco, y Rita y yo nos hicimos grandes amigas.
—Y me mandó asesinarte cuando partías a una misió n internacional —completó ,
estupefacto—. Qué casualidad tan inoportuna. Ni que fuera un recadero de los soviéticos.
¿Por eso me preguntaste quién me enviaba cuando me asestaste el porrazo en la cabeza?
¿Pensabas que yo también era un informador del bando enemigo?
—Toda precaució n es poca.
Me volteé a mirarle, y sus ojos oscuros reflejaron una mixtura extrañ a de éxtasis y
turbació n. Cuando, al arribar a Dü rnstein, llamé a Teasley para explicarle lo ocurrido, este
rugió todo tipo de blasfemias e imprecaciones, prometiéndome que movería los hilos
necesarios para rescatar a Hilda, dar un escarmiento a Webb y comprobar la versió n e
identidad de Kenneth.
Jameson efectivamente era quien decía ser. Y en nuestra ú ltima conversació n, Tyron me
había pedido que me deshiciera de él. Y lo habría hecho sin complicaciones si ese hombre
no fuera la personificació n de la testarudez, sagaz como un zorro y con memoria de
elefante. Quizá … me viniera bien un cambio de planes. Pero antes tendría que convencerle.
—¿Contento? Habrías preferido que Teasley fuera un terrorista, asumo.
—No veo motivos para dar saltos de alegría —afirmó —. Tu actitud veleidosa pretendía
desviar mi atenció n. Engañ arme como a un bobo.
—¿Y lo logré?
—No del todo. Reconozco que me quedé helado cuando me apuntaste con esa pistola. No
me lo esperaba.
—Soy una maestra improvisando con los pestañ eos y los cruces de piernas. La má scara de
cazafortunas ligera de cascos es la que mejor me sienta.
Jameson dio un paso atrá s, recorriéndome con una mirada analítica.
—Secundo tu opinió n.
—Eres un insolente.
—Y poseedor de un olfato excepcional —concluyó .
Le di un empelló n, y mi gesto de hastío le arrancó una sonrisa sardó nica. Sabía que tendría
que haber hecho caso a Teasley; había sido entrenada para ello. Kenneth era un civil sin
ninguna clase de conexió n con el espionaje, un ciudadano modelo, protagonista de su
propio infierno particular. Un hombre herido y abandonado por la que creyó ser el amor de
su vida, obligado a ser el brazo ejecutor de un cobarde cabreado con su ex mujer. Un
currículum bastante triste, pero que no tenía nada que ver conmigo.
Sin embargo, me rehusaba a continuar sola en aquel viaje, y sepulté en lo má s hondo de mi
conciencia las advertencias de Tyron. Cuando le insinué momentos antes que su compañ ía
resultaba una molestia para mí y vi la desolació n en su mirada, sentí un inexplicable nudo
lacerante en las tripas. Era tan transparente, leer en su interior era tan fá cil…
Algo había explotado entre nosotros en el instante en el que nuestros astros se alinearon,
colocá ndose frente a frente en aquel cielo compartido. Sentados en la barra del bar, disfruté
como pocas veces había hecho en el pasado con sus ocurrencias, su conversació n
chispeante y su cá ustico sentido del humor. Pensé que Kenneth Jameson sería un buen
medio para entretenerme, una distracció n inocente, un lapsus de bonanza en mi
enmarañ ada realidad. Había percibido en sus ojos el deseo, sí, pero carente de la lascivia
tramposa que tantos pretendientes anteriores habían proyectado sobre mí, haciéndome
sentir igual que un utensilio de uso temporal.
Por eso caí en la tentació n de catar su fuego, de proporcionarme calor con las llamas de su
hoguera. Y tenía razó n cuando me dijo que su ardor era difícil de rebasar.
—¿Qué vais a hacer con este escollo con el que te has cruzado? Porque no me creo que
vayá is a permitirme escurrirme de este enredo —señ aló , circunspecto—. ¿Me echaréis al
mar como el bulto pesado e inú til de un bote salvavidas que se hunde? ¿He de aguardar un
tiro en la nuca, o puedo elegir có mo voy a morir?
—No somos cafres sanguinarios —aduje—. Ademá s, estoy en deuda contigo.
—Ya la pagaste salvando a Hilda.
—Una de ellas —indiqué—. ¿Y qué hacemos con la otra?
—No te sigo.
—Te interpusiste en dos ocasiones entre la muerte y yo. Te arrepentiste de haberme
volcado el arsénico en la copa, volviendo al escenario del crimen para disuadirme. Y
mataste a Hemming cuando me atacó . Pienso… que serías un escolta estupendo.
—Ni hablar. Sé por dó nde vas, y me niego a pasar por ese aro.
Así su muñ eca, y Kenneth me clavó una mirada calcinante.
—Eres avispado, há bil y un excelente observador. ¿Nunca soñ aste con ser espía de
pequeñ o?
—No. Quería estudiar medicina, y es lo que hice. No voy por ahí manipulando voluntades,
hurgando en secretos de estado o poniendo bombas debajo de coches oficiales. Demasiada
adrenalina para mí.
Me divirtió la fantasiosa descripció n de mi otra vida, de mi verdadera vocació n. Carraspeé
suavemente, seleccionando las palabras con prudencia.
—Tu ética te demanda lo contrario. Y lo entiendo. Pero me tiraste de la lengua, Kenneth. Me
forzaste a claudicar y desvelar el propó sito por el que me dirijo a Budapest. Esta es una
operació n delicada; involucrar a cualquier ó rgano gubernamental podría arruinarlo todo.
Ese cuchillo acabó en el abdomen de Hemming como un acto de defensa. Piensa en lo
mucho que podríamos perder.
Mi alegato pareció amansarlo. Esperé unos segundos a que digiriera mi discurso, y después
afirmé:
—Nos iremos a Viena esta tarde. No tomaremos ningú n transporte pú blico, Teasley nos ha
conseguido un automó vil. Uno de mis contactos en Hungría nos facilitará el vehículo en
algú n punto del recorrido. Es uno de los motivos por los que hemos estado escondidos aquí
tres días. Saber improvisar es clave para lograr sobrevivir.
—Iré contigo, ¿verdad? Voy a convertirme en tu sombra, como una especie de mascota a la
que sacas a pasear —sostuvo él con gesto derrengado—. Tenerme cerca os asegurará el
control. Si doy un paso en falso, o hablo má s de la cuenta…
—Deja el drama. No va a pasarte nada mientras no nos descubran. Limítate a hacer lo que
se te ordene sin protestar —le interrumpí—. Y otra cosa, Jameson: No es así como lo hago.
Llevaba la confusió n pintada en la cara. La piel de su frente se plisó , y sus iris volvieron a
brillar con expectació n y desconfianza. Deslicé mi pulgar sobre su labio inferior, retá ndole a
propó sito. Empezaba a gustarme verle hervir, quemarse, fuera de ira o deseo, y me
encendía constatar que yo era la causa de aquellos impulsos apasionados. Sin má s dilació n,
aclaré:
—Suelo echar mano de mis atributos para atontar a ciertos hombres poderosos, sí. Como
bien dijo Napoleó n Bonaparte, un espía en el lugar correcto sustituye a veinte mil hombres
en el campo de batalla. Pero a ti te besé... porque me apetecía.

Bertrand no ocupó ni uno solo de mis pensamientos desde que emprendimos nuestra
alocada huida saltando de la ventanilla del Orient Express. Tal y como Teasley me comunicó ,
un Lancia Astura negro nos esperaba aparcado entre unos arbustos, a las afueras del
pueblo de Steinaweg, y al verlo, Kenneth soltó un silbido de admiració n, acariciando la
carrocería del coche mientras daba una vuelta completa a su alrededor.
—Nuestro excelso servicio de inteligencia no deja de deslumbrarme —comentó , jocoso—.
Cuá nto derroche y gentileza para agasajar a dos trá nsfugas. ¿Y el chó fer?
—Conduces tú —enuncié, metiendo nuestros bultos en el maletero—. ¿Algú n
inconveniente?
—En absoluto. ¿Tendré que llevar esta barba mucho tiempo? Echo de menos mi bigote.
—Volverá s a tu antiguo aspecto de dandi melindroso, no sufras.
De pie en el lado del conductor, me miró ofendido. Cruzó los brazos por encima del techo
del Lancia, apoyando su barbilla en ellos. Luego dijo:
—Ni soy un dandi ni soy melindroso. No habrías flirteado conmigo en el tren si respondiera
a esa descripció n. Sigo en posesió n del arsénico, Lyla. Yo que tú no daría brazadas tan
osadas en aguas turbulentas. Las fuerzas de la naturaleza son capaces de vencer al mejor de
los nadadores.
—Tu gracia y perspicacia a la hora de combatirme me abruman —rebatí, vivaz—. Eres un
adversario de nivel. Y me encanta tu sombrero.
Entramos en el coche, y Kenneth arrancó el motor. Me cubrí el pelo con un pañ uelo y me
puse unas gafas de lentes tintadas. Hojeé la carpeta con las directrices que había apuntado
con prisas en mi postrera llamada a Tyron, y le oí preguntar:
—¿Por qué te expulsaron de las islas? ¿De verdad fue por un escá ndalo, o te enviaron a
Francia con fines deshonestos para descubrir las debilidades de la repú blica?
—Interpreté una danza oriental en una de las residencias del conde de Euston, ataviada
solo con pintura corporal, excepto por un mini culotte adherido a mis partes pudorosas
inferiores —expliqué—. Hice venir a un artista que había aprendido la técnica con una
tribu africana. Hubo un alboroto bastante sonado entre varios asistentes. Conseguí que el
revuelo fuera aú n mayor que el que se armó con la falda de plá tanos[2] de Josephine Baker.
—Cielos. ¿Bailaste semidesnuda delante de los canes de pedigree del Parlamento?
—No se me veía ni una pulgada de piel —me justifiqué, indignada—. Me pintaron unas
conchas bellísimas en el busto, y me dibujaron una cola de sirena espléndida. Era puro arte
lo que hicieron en mi cuerpo. A la mayoría le encandiló lo que vio, sin embargo, algunas
críticas posteriores, probablemente escritas por infelices reprimidos, prá cticamente me
etiquetaban como una prostituta a merced de la aristocracia inglesa. Como si ellos no se
escabulleran cada dos por tres a acostarse con las amantes que se procuran entre cantantes
de ó pera, actrices de teatro y mujeres sin recursos.
Jameson continuó conduciendo. Le miré tras mis gafas oscuras, intentando adivinar lo que
estaba pensando. Me irritaba su reserva, su silencio punzante, su expresió n inescrutable. Lo
habría dejado pasar; su pregunta había sido contestada, y no había má s que decir. Pero no
pude aguantarme. Debía soltarlo, o me atragantaría con mi propio resentimiento.
—Tú también me juzgas.
—No estoy en posició n de opinar —susurró , mirando al frente. Echó una ojeada al espejo
retrovisor y siguió a lo suyo.
—No obstante, posees un veredicto que no quieres compartir. Qué má s da. Delilah Khan es
otra de las casquivanas que andan por el mundo rompiendo hogares y guiando a los pobres
hijos de Adá n a la perdició n.
—No he dicho ni una sola palabra, Delilah. Lo que acabas de imputarme ha sido producto
de tu mente, consecuencia de tu razonamiento. Quizá s seas tú la que te juzgas a ti misma.
Abrí mi bolsito y saqué mi cajita de cigarrillos. Me encendí uno, le di una larga calada, y
liberé el humo sobre su perfil. Kenneth tosió levemente, mirá ndome con una ceja arqueada.
—¿Y eso a qué ha venido?
—¿El qué?
—Me has echado el humo en la cara adrede.
—Olvidé que no fumabas —farfullé, burlona—. Y no bebes. Y supongo que tampoco…
—Cá llate, ¿quieres? Hablas por los codos. Y tienes los modales má s rú sticos que he visto en
mi vida. Bien has aprendido de los franceses.
—¿Le molesta mi descripció n de su cará cter, doctor Jameson? ¿O debería llamarle
monseñor?
No vi venir el frenazo, y por poco terminé con las narices estampadas contra el salpicadero.
Kenneth se giró hacia mí, enconado. Oímos la bocina de otro automó vil, que nos adelantó
por la derecha, prosiguiendo su camino.
—No sé con quién demonios te habrá s cruzado en tu recorrido para despreciar así a los
hombres, pero tu ponzoñ a te está amargando por dentro —me espetó —. No, no fumo. No
me agrada el sabor de esa birria que sostienes entre los dedos. Y no suelo beber, porque
hasta hace no mucho busqué en el alcohol un refugio para aliviar el dolor que me causó la
pérdida de mi esposa. Y por lo otro… mi intimidad me pertenece solamente a mí, y no hago
alarde de ella. ¿Piensas que soy un gazmoñ o soporífero porque no me entrego a los vicios y
placeres carnales como un lord Byron moderno? Léeme los labios, Delilah, y hazlo bien,
porque no lo voy a repetir. Me importa una so-be-ra-na-mier-da.
Me quité los anteojos para enfrentar su actitud guerrera. El hombre respiraba con brío,
tratando de dominarse. Me sentí culpable por sacarle así de quicio, no obstante, no se lo
hice saber. En cambio, repliqué:
—La balanza con la que se nos pesa a ambos sexos dista de ser justa. Cuando vosotros sois
quienes sacá is los pies del tiesto, se os trata como héroes. Vuestro libertinaje seduce a las
damas, y despierta la envidia de otros caballeros. Pero en cuanto una mujer decide ser
dueñ a de su proceder, ahí está n, como flechas incendiadas, las murmuraciones, la censura y
los reproches.
—No niego tus afirmaciones.
—Por eso tu catadura moral rechaza mi actitud, desdeñ a mi conducta, y me mira por
encima del hombro. No porque penséis que lo que hago está mal, sino porque no os
permito tener voz ni voto sobre mis resoluciones.
—Te equivocas, Lyla —me cortó —. Al menos conmigo. Que bailes desnuda ante un grupo
de depravados con sangre azul es asunto tuyo. Pero piensa bien en esto. Buscando la
liberació n, has conseguido precisamente lo contrario: convertirte en un mero objeto sexual
para esa panda de degenerados. Ya no hará falta que os despojemos de vuestra ropa si os la
quitá is vosotras solitas. Poder votar, estudiar o ser econó micamente independiente es una
demanda digna. Servir de carnaza a individuos corrompidos solo te hará sentir aú n má s
utilizada. Imitarnos no te libera; te convierte en uno de nosotros.
Su disertació n me hizo dañ o. Horadó una brecha en mi pecho por la que el pus se abrió
paso como el agua de una presa que se resquebraja. Tuve ganas de llorar por primera vez
en añ os. Salir de la crisá lida dolía, y en mi pugna por emanciparme y conseguir mi lugar en
el mundo me estaba rompiendo las alas.
—Y no, no te desprecio. En realidad te admiro —continuó , humedeciéndose los labios—.
Tienes los arrojos de un toro bravío. No me quiero imaginar todos los obstá culos que has
vencido para llegar a donde está s. No dejes que usen tu lucha contra ti. Delilah Khan es una
fiera con dientes de sable que se comerá el planeta entero sin que nadie pueda pararla.
Le sonreí agradecida. Las palabras amables no eran nada abundantes en mi círculo. Sabía
có mo apaciguarme sin apenas esfuerzo.
—Cuando era una jovencita atolondrada, mi madre decía que conseguía ver la bondad del
corazó n de las personas —confesé—. Creo que perdí esa facultad con el transcurso del
tiempo. Pero tú … eres un sujeto singular, Kenneth Jameson. Tan exclusivo e irresistible
como un vestido de Molyneux hecho a medida.
Sin dejar de observarme, procedió a acelerar. Me tomó la mano y besó la palma de esta.
—¿Vas a abandonar entonces esa obsesió n malsana por lanzarme piedras?
—Eso nunca —aseveré, audaz—. Hacerte enrojecer de furia me da la vida.
Su risa llenó todo el habitá culo, y terminé contagiada por ella. Saqué el brazo por la ventana
para sentir el viento erizando mis poros. Kenneth volvió a echar un vistazo al retrovisor y
anunció :
—Creo que nos siguen.
—¿Quién?
—Un coche azul a unas cien yardas de distancia —dijo—. Lo tenemos detrá s desde que nos
incorporamos a la vía en Steinaweg. Cuando he parado, ha reducido la velocidad hasta
detenerse. Y ahora ha arrancado de nuevo. ¿Qué hago?
—Sigue conduciendo y desvíate en la primera salida que encontremos.
—De acuerdo.
Un sendero de tierra a nuestra izquierda nos brindó la oportunidad de poner a prueba sus
sospechas. Y, efectivamente, el conductor del vehículo se salió también de la calzada. Mi
compañ ero torció a la derecha y pisó el acelerador, en un camino todavía má s angosto y
acordonado por preciosas Edelweiss a pie de carretera.
El automó vil nos pisaba los talones. De pronto Kenneth susurró , asiendo el volante como si
fuera una boya sujeta al fondo de un lago:
—Agá rrate, querida. Vamos a dar una lecció n de seguridad vial a ese botarate acosador.
Y entonces sucedió . Nuestro coche dio un giro de ciento ochenta grados, quedando frente a
frente con nuestro rival. Pasamos por él en sentido contrario con la celeridad del rayo, y
nos introducimos en una densa arboleda, dando tumbos y rezando para no destrozar las
ruedas.
Jameson maniobraba como un delincuente perseguido por la policía. Yo aullé aterrada
cuando superamos un desnivel que nos elevó en el aire durante unos segundos. Estaba
decidido a capear a aquel armatoste que pretendía alcanzarnos como fuera, y no parecía
importarle lo que tuviera que llevarse por delante.
—¡Cuidado! —exclamé, señ alando una valla que delimitaba una propiedad privada.
Kenneth insistió en ir en esa direcció n. Le increpé, le sacudí y volví a gritar. Y cuando me
tapé los ojos con las manos para no ser testigo de la inminente colisió n… dio un brutal giro
a la izquierda, enfilando el Lancia hacia el camino que nos sacaría de aquella trampa mortal.
Escuchamos el estruendo de un choque tras la polvareda que dejamos en pos de nuestra
escabullida disparatada. El coche añ il se había estrellado contra la valla, aplastando parte
del morro y dejando la portezuela del copiloto tan arrugada como un pañ uelo raído. De
rodillas en mi asiento y contemplando nuestra obra a través de la luneta, yo solo podía
boquear como un pez ante el destrozo que habíamos ocasionado.
—¿Sigue vivo? El conductor, me refiero.
Volví a sentarme y le miré. Kenneth estaba concentrado en la carretera, y un inconfundible
regocijo le inundaba el rostro iluminado por una resolució n que no había visto antes en él.
—Sí, le vi salir del amasijo de hierro en el que has convertido su vehículo.
—Bien. ¿Le reconoces?
—No —dije, con el pulso por las nubes—. Pero ahora ya no podrá seguirnos. Está s como un
cencerro, ¿lo sabías? Y luego hablas de mí.
Jameson no me contradijo. Continuamos el recorrido concentrados en la pró xima parada: la
capital austríaca. La idea era entregar el automó vil a las afueras de Viena, llevar nuestras
pertenencias a un lugar seguro y acudir a las autoridades a denunciar el secuestro. Teasley
ya estaba al tanto del plan, y haría algunas modificaciones en el esquema original.
A partir de entonces, y sin haberlo buscado, contaríamos con un nuevo miembro temporal
en la plantilla de la Operació n Budapest.

La aparició n en las dependencias policiales de las andrajosas víctimas del rapto ocurrido en
el Orient Express fue un espectá culo fragoroso. Tras memorizar y ensayar lo que diríamos,
rasgamos nuestras ropas, nos embadurnamos con tierra y nos presentamos ante los
agentes vieneses pidiendo auxilio como si fuéramos los supervivientes de un naufragio.
Nos tomaron declaració n juntos, y después por separado, y en seguida se pusieron en
contacto con la CIWL, cuyo convoy todavía permanecía detenido en la estació n Wien
Südbahnhof, ya que era el escenario de un homicidio, y las investigaciones aú n no habían
cesado. Decenas de funcionarios desfilaron ante nosotros a lo largo de la tarde, incluidos un
par de detectives al frente del caso. Habían hecho fotos y tomado huellas de mi suite, del
camarote de Kenneth y habían requisado nuestro equipaje. También tenían en su poder la
nota que mi compañ ero había garabateado, haciéndose pasar por el secuestrador, y la
navaja que había cercenado la vida de Hemming.
El interrogatorio fue meticuloso, y temí que Jameson no aguantara la presió n, pero me
sorprendió , una vez má s, ser testigo de su temple y coherencia a la hora de responder.
Estuvo a la altura de lo que se esperaba de él, e interpretó su papel como un auténtico actor
veterano. Incluso se había golpeado y vendado la mano con la que escribía para inutilizarla,
por si solicitaban que les facilitara informació n por escrito, y procedieran después a
comparar su letra con la que figuraba en el mensaje que exigía un rescate econó mico para
liberarme.
Nos escoltaron hasta una hostería donde pasamos la primera noche en Viena, y a la mañ ana
siguiente, volvimos al departamento de policía para continuar con nuestra colaboració n.
Kenneth retomó su identidad como Cheston Griffith, ya que ese era el nombre que figuraba
en la lista de pasajeros y en su billete, así que, en cuanto todo acabara, no habría ni rastro
de su verdadero yo por ninguna parte relacionada con aquel desafortunado incidente. A fin
de cuentas, los documentos falsos que Angus le había procurado le estaban haciendo un
enorme favor.
Rechacé la propuesta de los agentes de custodiarnos hasta dar con el criminal que nos
había retenido en contra de nuestra voluntad, y anuncié que, cuando mi contribució n ya no
fuera imperiosa para el avance de sus pesquisas, me marcharía a Hungría a cumplir con mis
obligaciones laborales. Teasley, desde la oficina de Londres, había dado aviso a algunos
cooperantes del servicio secreto que trabajaban para el gobierno austríaco, y estos,
haciendo uso de su influencia, habían acelerado todo el proceso para que pudiéramos irnos
lo antes posible. Mi gira no debía posponerse por má s días, o la tapadera que ideamos para
acercarme al objetivo del SIS sería inservible.
Después de cenar gulasch, semmelknödel y tarta linzer en la hostería, Kenneth vino a verme
a mi habitació n. Yo ya me había puesto có moda con un ligero camisó n de algodó n
veraniego, y me estaba haciendo una trenza sentada en el tocador. Le di permiso para
entrar y me cubrí los hombros con un sobretodo. La noche era fresca y agradable, así que
había dejado la puerta de la terraza abierta para que la brisa se colara entre las cortinas
ondeantes.
—Lo peor ha quedado atrá s —musitó nada má s internarse en la estancia—. Parece que no
recelan de nosotros.
—Sí que lo hacen —afirmé, convencida—. Pero las pruebas que Teasley nos ha ayudado a
inventar y alterar han borrado el rastro que hemos ido dejando. Lo sucedido es tan
inverosímil que, si les contá ramos la verdad, no se la creerían. ¿Te han devuelto ya tus
cosas?
—Sí —confirmó él—. Y veo que a ti también.
Miró en derredor, examinando las cajas con las decenas de pares de zapatos que había
traído conmigo. De mis vestidos y los trajes que usaría en mis funciones, no faltaba ni uno,
gracias al cielo. Le ofrecí asiento, indicá ndole una poltrona junto al balcó n, pero rechazó mi
ofrecimiento.
—Lo de la camioneta abandonada ha sido brillante. ¿Se te ocurrió a ti?
—En parte —dije, guardando mi neceser en mi bolsa de viaje—. Pensé que si nos retenían
en un lugar fijo, sería má s complicado manipular el marco en el que nos encerraron. En una
camioneta, los asaltantes tendrían movilidad, y podrían andar de un lado a otro. Dejé uno
de mis pendientes en el Lancia Astura para que lo colocaran en el escenario orquestado por
el SIS, que hurtaron de un cuartel militar austríaco. Y la pajarita que llevabas en el tren. Se
demorará n lo suyo peinando toda la camioneta en busca de má s evidencias.
—¿Picará n el anzuelo?
—Má s nos vale.
Un mutismo violento se instaló entre nosotros, y Kenneth claudicó , sentá ndose en el silló n.
Yo le imité, y el colchó n se hundió debajo de mí, recordá ndome lo exhausta que estaba y lo
mucho que ansiaba plantarme en el Grand Hotel Royal, el paraíso de lujo en el que me
hospedaría en Budapest, cerca de los Baños Széchenyi, un balneario colosal con enormes
piscinas y masajeadores de agua.
—¿Cuá l será el pró ximo paso? ¿Me despediréis en el aeropuerto y me subiréis a un vuelo
rumbo a Inglaterra?
—No. Tu vínculo con una agente encubierta te pone en el punto de mira del SIS —expliqué,
buscando las palabras adecuadas para no asustarle—. Si regresas, te vigilará n y seguirá n a
donde quiera que vayas, para asegurarse de que no te pondrá s en contacto con los
alemanes bajo ninguna circunstancia.
Kenneth se levantó , agitado.
—¿Los alemanes? Oh, no. Son los alemanes, y no los hú ngaros, lo que os interesa —
reflexionó —. ¿Qué han hecho ahora? ¿Conspirar contra algú n gobierno de la Sociedad de
las Naciones[3]? ¿Robar alguna de las colonias de Reino Unido en Á frica?
—Apoyar el ascenso al poder de un líder que no nos cae en gracia —clarifiqué—. Un
austríaco camorrista con tendencia a los golpes de estado. Protagonizó uno en Berlín hace
justo una década contra su propio país, y ahora ha conseguido que el actual presidente de
la repú blica, Paul von Hindenburg, le nombre canciller.
—Llega a la cima sin ser el elegido, pero lo hace de manera completamente legal —susurró
él—. Una jugada magistral. ¿Esperará a que se muera von Hindenburg para convertirse en
el César de Alemania?
—Eso nos tememos —declaré, irguiéndome también—. Nos han llegado reportes de fugas
de intelectuales hacia Austria, Checoslovaquia y otras naciones colindantes. Un mes
después de las elecciones, al Reichstag, como llaman a su parlamento, le prendieron fuego.
Echaron la culpa a los comunistas, declararon el Estado de Emergencia, y aprovecharon
para aprobar una ley que suprime derechos ciudadanos fundamentales, con la excusa de
velar por la seguridad nacional.
—E intuís que fue un ataque de falsa bandera para justificar la instauració n de un régimen
totalitario.
—Exacto. Vamos a impedir que eso ocurra.
—¿Por qué me cuentas esto? Cuanto má s sé, má s me comprometes. Lo está s haciendo a
propó sito.
Mi sonrisa me delató . Kenneth era capaz y avispado. Los días que habíamos pasado juntos
me habían dejado claro que nuestro cruce de destinos dejaría una huella imborrable en
ambos. Teasley se negaría a mi proposició n, por supuesto, así que tendría que recurrir a lo
que él llamaba mis malas artes para salirme con la mía. Involucrarle. Con todo lo que sabía
ahora, sería un suicidio para la red dejarle marchar.
—Quiero reclutarte para el SIS —solté a bocajarro.
Jameson dio dos pasos hacia mí, se inclinó y gruñ ó a un palmo de mi rostro:
—Tú … comadreja maquinadora. Me has enredado como una arañ a en su emboscada,
esperando a que diera un paso en falso y la lengua me traicionara para devorarme con las
fauces abiertas.
—Nadie te obligó a ser una mosca apetitosa —me excusé con tono burló n—. Eres curioso
por naturaleza. Eso nos será muy ú til. Posees un charm, un encanto especial. Le sacas
informació n a la gente sin que se de cuenta.
—Mi respuesta es no.
—No tienes elecció n. Recuerda que tenemos a tu hija.
Me asió por los codos, engullido por una rabia formidable. La firmeza, el ímpetu que
brotaba de él, en lugar de amedrentarme, estimulaba cada célula de mi cuerpo. Verle tan
enardecido era como una droga excitante.
—Serías un espía maravilloso.
—Ya te he dicho que odio que me amenacen —bufó —. Mi hija es sagrada. Te haré picadillo
si la usas como arma arrojadiza contra mí.
—Existimos por el bien del pueblo, Ken —argü í, serena—. Entendemos tu preocupació n,
pero Hilda es nuestra baza para ganar esta partida. Esto lo empezaste tú , subiéndote al tren
para intentar envenenarme.
—¡Fui coaccionado!
—Lo siento por ti. Y mira que te di la oportunidad de largarte en Dü rnstein, y vas y metes
tus narices en mis documentos confidenciales.
—Delilah… —resopló entre dientes, haciendo que mi nombre sonara como una blasfemia.
—Pagan muy bien por los servicios prestados a la corona.
—No necesito el dinero.
—¿Ni para hacerle regalitos a una amiga… o amante?
—Al diablo contigo.
Era consciente de que me estaba comportando como una bruja. Presionarle hasta el
extremo podía hacerme perder terreno, y los animales acorralados poseían un
comportamiento impredecible. Traté de aplacar su ira con un comentario inocuo y
conciliador.
—En realidad lo hago por mí —murmuré, con semblante almibarado—. Me estoy
habituando a tu compañ ía. Me daría mucha pena no volver a verte.
—Si por cada embuste que sueltas por esa boca tuya perdieras un añ o de vida, ya te habrías
muerto tres veces.
Una sonora risotada emergió de mi garganta, y me colgué de su cuello con ambos brazos.
Kenneth no me correspondió , permaneciendo rígido e indó cil como un ruano sin
domesticar.
—¿No vas a abrazarme?
—Pídeselo a tu amado Bertrand.
—É l no está aquí.
—Pues usa la almohada. No soy el premio de consolació n de nadie.
—¿Eso que oigo son celos?
—¿Qué es lo que quieres, Lyla?
Hice ademá n de rozar sus labios con los míos. Jameson seguía sin reaccionar. Decidí
avanzar con tiento en aquel pantano desconocido, y le besé en la comisura de la boca, luego
en el mentó n, y después en la punta de la nariz. Noté un leve estremecimiento en sus
miembros. Aquel hombre era un hueso duro de roer.
—Solo tú me llamas así —dije, mirá ndole a los ojos—. Ni siquiera mi madre ha usado jamá s
el diminutivo de mi nombre. Me gusta.
—Pó rtate como una niñ a buena y exígeme que vuelva a mi cuarto.
—¿Y si no lo hago?
—Tendré que hacerte pasar por la humillació n de dejarte plantada y con la libido
insatisfecha.
—Eres un zafio insensible, Ken.
—Olvidaste añ adir impresentable.
—Te detesto.
—Entonces superará s mi desaire sin que te suponga ningú n trauma.
Apoyó sus manos en mis caderas y me besó en el espacio entre mis cejas. Experimenté una
calidez que se extendió por todo mi pecho cuando se quedó allí, está tico, con los pá rpados
cerrados, simplemente acompasando su respiració n con la mía. Busqué su abrazo con
vehemencia, como una cría de ave agitando las plumas bajo las alas de su progenitor. Un
par de minutos después cruzó el umbral de mi puerta, dejá ndome sola con mis
pensamientos y una melancolía repentina que me costó un mundo sofocar.
VII

Le habría devorado esa boca pendenciera hasta el perder el sentido si no me hubiera ido de
allí. Al entrar en mi alcoba, me tiré sobre la cama y pataleé y aporreé el colchó n hasta
quedarme sin fuerzas, enterrando mi cara entre los mullidos almohadones y gruñ endo de
exasperació n.
No pegué ojo en toda la noche, lo que ya se estaba convirtiendo en una costumbre desde
que conocí a Delilah. Toda esa historia me venía grande, sacaba lo peor de mí, me hacía ser
un hombre irreconocible. Cautivado por aquella hechicera embaucadora, no dejaba de
cometer barbaridades, impulsarme al desenfreno, vivir aquella carrera por la
supervivencia como si se tratase de la aventura de un parque temá tico.
Estar con ella era no pensar en el mañ ana. Me horrorizaba y atraía al mismo tiempo. Jamá s
creí que despertarme día tras día, con el miedo a que el castillo de arena que era mi vida se
desmoronase, me insuflase tanto valor, tanto brío, tanta garra. Lyla era a mi existencia
moribunda lo que sería un arcoíris en un paraje gris arrasado por un diluvio.
Ese día tuvimos una larga charla con los inspectores que estaban a cargo del caso de
nuestra desaparició n. Mi intérprete, una mujer en la cincuentena que dominaba el inglés a
la perfecció n, me condujo a una sala donde volvieron a hacerme preguntas relacionadas
con el momento en el que, estando en la suite de la señ orita Khan, tres jó venes uniformados
irrumpieron en la estancia con la excusa de comprobar que no requeríamos sus servicios
antes de retirarse a descansar. Me informaron, para mi completa sorpresa, de que
Hemming era un posible miembro de la banda y probablemente aquel golpe estaba
planeado desde hacía meses, ya que el finado tenía antecedentes penales en Inglaterra.
Había estado en la cá rcel por robo a mano armada y no tenía ningú n familiar cercano que
reclamarse su cuerpo, que aguardaba en la morgue a ser retirado.
Delilah les narró que le había contratado como guardaespaldas hacía siete semanas, y que
desconocía el pasado delictivo de su empleado. Añ adió que nos habían sedado con
cloroformo y que ignorá bamos có mo nos habían sacado del tren, y yo, admirado por su
talento para retorcer con tal maestría la versió n real de los hechos, solo pude asentir
mientras digería aquella tragedia shakespeariana.
Nos dieron permiso para continuar nuestros viajes, pero antes nos solicitaron una forma de
contactar con nosotros si requerían má s colaboració n en la investigació n. La prensa se
había hecho eco de la noticia y había sacado la fotografía de Delilah en la portada, empero
me habían dedicado una menció n sin nombrarme siquiera, retratá ndome como un
“acaudalado empresario víctima colateral de un complot contra la artista”.
Regresamos a la posada en un coche policial. Ya en el hall del edificio, despedimos al agente
que nos acompañ ó y Lyla dijo:
—¿Có mo va esa mano vendada?
Moví los dedos y la muñ eca. Aú n sentía cierta molestia, pero había mejorado bastante.
—Prá cticamente recuperada —expuse—. Sé dó nde debía arrearme con el pisapapeles para
no hacer un estropicio irreparable.
—Porque eres un matasanos muy aplicado.
—Touché. Por cierto, han acusado a Hemming de participar en el secuestro —le susurré
mientras subíamos las escaleras—. ¿Có mo lo has hecho para desviar la atenció n de los
detectives en esa direcció n?
—Angus Webb es un experto en el trapicheo y los negocios turbios, era lo ló gico que
eligiera a sus secuaces entre las bajas esferas del escalafó n social —relató —. Yo conocía el
nombre y el apellido de la ú nica víctima mortal de este asalto fallido, y sabía que
encontrarían alguna joyita entre los archivos de la policía britá nica. Bastaba una llamada a
Scotland Yard. Un delincuente no tiene credibilidad ninguna, Ken. Y nos ha venido de perlas
que, al morir Hemming y esfumarnos nosotros como humo en el viento, dos de los
miembros de la tripulació n del Orient, probablemente también esbirros camuflados de
Angus puestos para vigilarte, hayan huido por patas al llegar a Viena. Ahí tenemos a los
otros integrantes del grupo de secuestradores. Entretanto estabas retenido en otra sala, les
conté que Hemming, el día de su ó bito, me había comunicado que deseaba confesarme algo.
Motivo suficiente para que sus camaradas le eliminen, por miedo a ser delatados. Má s
redondo no nos podría haber salido este montaje.
—Eres una diosa, Delilah Khan —sostuve, sonriendo—. Me has librado de acabar entre
rejas.
—Lo sé —aseveró ella—. Y me cobraré la deuda con intereses. Ahora eres mío, Kenneth
Jameson.
—¿Y qué planes tienes para mí?
—Ya te lo he dicho.
—Soy demasiado torpe para ser un espía patrio —alegué, deteniéndome—. Tendrá s que
pensar en otra forma de resarcirte.
—No hallo otra manera que me cause má s placer que verte como un confidente del
gobierno —retrucó , siguiéndome hasta mi dormitorio—. El telegrama a Teasley ya está
enviado. Tarde para echarse atrá s. Espero ó rdenes suyas antes de proceder, pero tú ,
querido compinche, será s parte de la misió n en Budapest.
—¿Cuá l será mi tarea? Ni loco me pondría uno de tus trajes de lentejuelas. Y no sé cantar.
—Aguardaremos instrucciones.
—Todavía no puedo creerme que me hayas metido en esto.
—Lo irá s asimilando con el tiempo. Y ahora, si me permites, voy a hacer mis maletas. Te
recomiendo que aproveches para reunir tu equipaje. Partimos hacia Hungría en una hora.
La vi alejarse desfilando sobre el suelo alfombrado con la finura de una bailarina de danza
clá sica. Aborrecía verla marcharse, pero adoraba observarla mientras se iba. El condenado
de Bertrand Kronbach, el actual benefactor de la mujer que me había usurpado la paz y el
sueñ o, tenía una suerte que ya quisieran muchos para sí.
Una suerte... que yo mismo comenzaba a anhelar con un ardor oscuro y temerario, para mi
desgracia.
Hicimos el trayecto a Budapest en un coche alquilado. Nos turnamos para conducirlo, y no
tuvimos problemas al recibir el permiso de la guardia fronteriza en cuanto les notificamos
quiénes éramos. Hicimos varias paradas, entre ellas en los pueblos de Mosonszolnok y
Bábolna, y nos detuvimos para mandar otro telegrama a Teasley, solicitando informació n
acerca del estado de salud de mi pequeñ a Hilda.
Las ciento cincuenta millas que separaban Viena de la capital hú ngara se me hicieron
interminables. Al arribar a la metró poli, recorrimos una parte de la ciudad antes de
dirigirnos a un apartamento donde nos reuniríamos con un par de agentes del SIS. Pasamos
por el Bastión de los Pescadores, una torre de estilo neorromá nico y neogó tico situada en la
ribera del Danubio, en la colina del Castillo Real —la residencia histó rica de los reyes
magiares—, y estiramos las piernas junto a la estatua del rey San Esteban, frente a la Iglesia
de Matías.
Toda aquella arquitectura tan recargada me trasladó en mi mente a un pasado lejano lleno
de belleza y glorias remotas. Budapest desprendía una hermosura que reflejaban pocas
capitales del viejo continente. Sin duda la anciana Europa era un motivo de envidia para el
Nuevo Mundo, con sus siglos de esplendor eterno y sus largas listas de monarquías y
feudos que se remontaban a la divisió n del vasto imperio romano.
Dimos un paseo por la explanada para entretenernos mientras llegaba la hora de nuestra
cita. Nos sentamos en el banco de un parque cercano, y finalmente nos encaminamos al
siguiente destino. Cuando cruzá bamos el Puente de las Cadenas, Delilah dijo:
—Este puente, construido en el siglo diecinueve, y el primero permanente sobre el río,
contribuyó a la unió n de las tres ciudades que ahora conforman Budapest: Buda, Ó buda y
Pest.
En ese momento yo me encontraba al volante, y me detuve tras una fila de automó viles que
esperaban a que se disipara el trá fico para adentrarse en la parte oriental de la urbe.
—Eres una fuente de sabiduría —afirmé contundente.
—Procuro informarme sobre los lugares que frecuento, má s que todo para ubicarme y
mantener conversaciones interesantes con mis anfitriones. Desprecio las charlas sobre el
clima o la gastronomía, terreno seguro sobre el que se apoya todo aquel que no sabe de qué
hablar.
Me indicó una calle dos manzanas má s allá , y aparcamos cerca de una ermita cató lica.
Descendimos del coche y nos dirigimos a un inmueble de cuatro plantas, tomamos el
ascensor y Delilah llamó a una puerta con unos toques descompasados, arrítmicos. La miré
confuso, intentando entender.
—Morse —susurró en mi oído.
Sonreí, comprendiendo. Usar el abecedario compuesto por pequeñ os repiques sonoros era
una manera sutil de enviarse mensajes en pú blico y asegurarse de que solo el destinatario
los recibiría, a no ser que los presentes también conocieran el có digo, cosa improbable en
un ciudadano comú n. Unos segundos después, un desconocido nos abrió y nos invitó a
entrar en su guarida.
—Garbo —la saludó el hombre, inclinando la cabeza.
Delilah correspondió al saludo imitando su gesto, y se adentró en un pasillo largo y en
penumbra. La seguí obediente como un cordero, observá ndolo todo a mi alrededor y
tomando nota mental de lo que veía. Accedimos a una sala donde nos esperaba otro
hombre de má s edad, de cabellos canos y semblante agudo, de pie tras una mesa redonda
abarrotada de papeles, mapas y libros.
—Tú debes de ser Kenneth Jameson —dijo él en cuanto posó su mirada rapaz en mí.
—Sí, señ or.
—Colaborará con nosotros en la operació n —terció Lyla—. Teasley está al corriente, y…
—Ya hemos sido avisados.
Un engorroso silencio siguió a aquella declaració n. Me pregunté hasta qué punto
conocerían ellos las razones que me habían llevado a implicarme en la misió n a la que
Delilah estaba destinada. No se fiaban de mí, eso estaba claro. Su desconfianza podía
palparse en el aire.
—¿Qué hay de mi gira? ¿Siguen los planes de la cena en el hotel Britannia? —inquirió ella,
aproximá ndose a la mesa y echando un vistazo a uno de los mapas.
—El retraso de tu llegada no ha afectado a las fechas programadas, aunque ahora el margen
de tiempo es mucho má s limitado —corroboró su contertulio—. Rudolf Diels ya se ha
registrado en el Royal, donde está reservada tu estancia. Lleva un día allí. Participará en la
gala del Britannia junto con el canciller y sus hombres de confianza: Himmler y Heydrich.
Andan rondando al ministro Gyula Gö mbö s por motivos que desconocemos. Hungría fue
uno de los perdedores de la Gran Guerra por haber sido parte del imperio austrohú ngaro y
amiga del káiser alemá n. En el tratado de Trianó n los Aliados les quitamos tierras y
rehicimos sus fronteras. Y ahora que Gö mbö s anda de coleguismos con nuestros rivales y
coqueteando con las ideas fascistas de Mussolini, estamos muy interesados en saber por
qué.
—Sabemos que Hermann Gö ring, el ministro de Prusia, fue nombrado director de la secció n
de la policía estatal encargada de los crímenes políticos —continuó el hombre que nos dio
la bienvenida—. Ha hecho unas cuantas modificaciones en el departamento y le ha
cambiado el nombre.
—Gestapo —completó Lyla.
—Así es —afirmó el agente canoso—. Diels, el protegido de Gö ring, es ahora jefe de la
Gestapo. Y como manejan informació n tan valiosa, nos viene bien hurgar un poquito en sus
secretos gubernamentales. Ahí es donde entras tú , Garbo —dijo, mirando a Lyla—.
Asistirá n a tu concierto en el Teatro Nacional en la plaza Blaha Lujza. Eres una sensació n
artística en toda Europa, y quieren conocerte. Será s una simpatizante férrea del Partido
Nazi, y eso te dará muchos puntos con Diels y el resto de líderes políticos. Tu idilio con
Kronbach hará má s que creíble tu tapadera.
Al oír el nombre del amante de Lyla, me puse inmediatamente en guardia. Ella me miró ,
sabiendo lo que estaba pensando. Después se giró de nuevo e inquirió :
—¿Y Jameson?
—Le colocaremos como un miembro del servicio del hotel —anunció él, mirá ndome—.
Estará a tu completa disposició n. No hará nada si no se lo indicas tú . De eso depende el
éxito de esta comisió n. Si fallá is, u os delatá is, el SIS se desentenderá de vosotros y estaréis
a merced de los leones, ¿entendido?
—Claro como el agua —intervine.
—Tantea a Diels, sá cale informació n, consigue que te invite a su cuarto y rebusca entre sus
cosas si lo ves necesario —declaró su compañ ero—. El Royal está reclutando nuevos
camareros para la temporada de verano, y hemos sustituido a uno de los mozos por
Jameson. ¿Hablas hú ngaro, chico?
—Ni una palabra —dije—. Me defiendo con el francés, nada má s.
—Pues procura no ser nunca el foco de atenció n. Eres há bil con los reflejos y lú cido con los
detalles. Garbo está entrenada para liderar, pero no perdemos tiempo con los tontos, ¿lo
captas?
Miré a Delilah, ultrajado. Ella había enrojecido, aguantá ndose las ganas de reír.
—¿Tienes problemas para recibir ó rdenes de una mujer? —escuché preguntar al otro
individuo.
—Ninguno —contesté, sin quitarle los ojos de encima a la aludida—. Sobre todo si esa
mujer es mucho má s inteligente que yo.
—Vuestros baú les estará n a punto de llegar de Viena —anunció el ogro de cabellos níveos
—. Os entregaremos los itinerarios, algunas orientaciones por escrito, y una lista de los
sujetos a los que hay que tantear. Una vez memorizados, quemadlos. Garbo, usará s tus
partituras y tinta invisible para enviarnos cualquier mensaje urgente. Te indicaremos el
punto de entrega. Nos encontraremos aquí la pró xima semana. Y Jameson… el coche que
destrozaste valía un riñ ó n. Procura no cargarte má s propiedades del SIS.
Me volví para encarar al tipo que me hablaba con tanto desdén, como si fuese una lacra a la
que estaba obligado a soportar. Delilah se acercó a mí y me cogió del brazo, apretá ndomelo
como advertencia.
—Caballeros.
Recogimos el contenido de un portafolios que nos tendieron y nos encaminamos a la salida.
Yo me adelanté y esperé en el coche mientras ella conversaba con ambos. Aproveché para
estudiar mi parte de aquella pantomima, y cuando Lyla se reunió conmigo, lo primero que
dije fue:
—¿Propiedad del SIS? ¿El fulano que nos seguía era un agente?
—Eso me han confirmado. Querían asegurarse de que eras fiable —explicó —. No se
esperaban que te percataras de que te vigilaban, y menos que le hicieras estrellar el
vehículo al pobre muchacho. Les han impresionado tus habilidades como chó fer.
Mi actitud severa parecía divertirle. Lyla frotó la piel de mi testa con el pulgar, tratando de
disipar las arrugas que se habían acumulado allí.
—No te lo tomes como algo personal.
Descansé mi espalda en el asiento y suspiré. Necesitaba unos minutos para digerirlo todo.
¿Có mo diablos iba a conducirme por esas arenas movedizas sin meter la pata? ¿Y si nos
descubrían y decidían arrestarla? El solo pensar en aquellos arios abominables probando
con ella los ú ltimos progresos en el arte de la tortura, me hacía desear asesinarles con los
métodos má s lentos que pudieran existir.
—¿Por qué te han llamado Garbo? —cuestioné sin mirarla.
—Es mi alias. Todos los agentes tienen uno. Me lo puso Teasley. Dice que después de Greta,
yo soy su actriz predilecta.
—¿Has matado alguna vez a alguien, Lyla?
—¿Qué respuesta deseas oír a esa pregunta, Ken?
Me recliné sobre ella y, arrastrando mi mirada impertinente sobre su rostro cincelado,
murmuré:
—No consigo imaginarme unas manos como las tuyas provocando algo distinto al regocijo
má s absoluto.
—Eres tan tierno y abrazable como un buen abrigo de visó n —replicó , acariciando mi
mandíbula—. Pero me quedo con el abrigo. Es má s duradero, aunque creo que tú me darías
má s calor.
Sonreí ante su insolencia.
—Misió n cumplida. Has dejado de parecer un bulldog con esa cara de pocos amigos —
canturreó —. Necesitas má s algazara en tu vida. Está s muy guapo cuando sonríes.
Me aparté de ella y me enderecé en mi asiento. Lyla arrancó el motor y condujo en silencio
por calles estrechas, bordeando una glorieta donde una sirena de má rmol emergía de una
vasta fuente de aguas cristalinas. Aparcó delante de la fachada de un bloque de tres pisos.
—Te han arrendado una habitació n en esta hostería para esta noche—declaró —. Debes
presentarte mañ ana por la mañ ana en el Royal. Como es uno de los hoteles má s exclusivos
de Budapest, parte de su personal domina el inglés y el alemá n, para poder comunicarse
con los clientes extranjeros. Mézclate entre ellos y obra tu magia. Nos veremos allí. Cuídate,
doctor.
Se acercó y frotó su nariz contra la mía dos veces.
—¿Y esto? —cuestioné, perplejo.
—Así se besan los esquimales.
—Prefiero nuestra forma de besar.
—Tendrá s que conformarte con eso.
Iba a apartarse, y la así por la nuca. Estampé en sus labios una fogosidad vibrante, hú meda
y voraz. Ella me correspondió echá ndose sobre mí y enredando su lengua con la mía.
Está bamos jugando a un juego demasiado audaz y peligroso, como un trapecista haciendo
piruetas en el aire sin una red de apoyo que frenara una posible caída. El golpe podría ser
mortal si dá bamos un paso en falso, pero nos daba igual. Nuestro empeñ o en sentirnos, en
enfrentarnos, en contender apasionadamente, en tocarnos cada vez que tuviéramos
oportunidad… gritaba mucho má s alto que nuestro sentido comú n.
Agarró un mechó n de mi cabello y echó mi cabeza hacia atrá s. La contemplé sediento,
suplicando con la mirada que no parara. Me dio otro beso empapado de un delirio
atormentado y luego dijo:
—Esto no debe volver a suceder. No puede, ¿me entiendes?
—No estoy de acuerdo —protesté—. Puede... y lo hará . Prefiero que me peguen un balazo
antes de pensar en la posibilidad de no volver a ponerte las manos encima.
—Kenneth, no compliques má s las cosas.
—Tarde para admoniciones. Te está s metiendo bajo mi piel y no voy a hacer el mínimo
esfuerzo por sacarte de ahí.
La besé otra vez. Y otra. Veneré su boca con todo el anhelo que llevaba dentro, y que Delilah
respondiera con idéntico entusiasmo a mis avances me hizo sentir má s osado si cabía. Ella
entonces recuperó la cordura, puso distancia entre nosotros, y recorrió con un dedo los
botones de mi camisa, deteniéndose a la altura del diafragma.
—Aunque el SIS no tuviera a Hilda para chantajearme, habría acabado quedá ndome
igualmente —confesé.
—¿Quién es el mentiroso compulsivo ahora, eh?
—Lo digo de veras.
Abrí la portezuela del automó vil, la besé en la mejilla y aseveré:
—Te cubriré la espalda, Lyla. Y no me voy a marchar hasta cerciorarme de que está s a
salvo.
—No necesito un protector. Sé cuidarme sola.
—No eres invencible. Todos tenemos nuestro taló n de Aquiles —retruqué, —. Reconocer
que eres vulnerable no te hace débil, y sí humana. Aunque, pensá ndolo bien, y recordando
có mo me tumbaste en tu camarote y me dejaste fuera de combate, me pregunto quién va a
proteger a quién aquí.
Su risa melodiosa trajo a mi interior una bonanza que no experimentaba desde que me subí
a aquel maldito tren en París días atrá s. Me bajé del coche y recogí mis bolsas. Luego me
asomé a la ventanilla y enuncié:
—Estudiaré mi guion esta noche. ¿Puedo llevar pistola?
—Ni hablar. Eres capaz de dispararte en el pie o pegarle un tiro a algú n huésped mientras
le haces la cama. Teasley me matará si te permito ir armado.
—Aguafiestas —gruñ í, socarró n—. Ah… y quiero un alias. Me lo debes.
Delilah me recorrió de la cabeza a los pies con sus intensos ojos pardos. Después susurró :
—Kurnaz.
—Parece que me está s lanzando un hechizo. ¿Qué significa?
—Astuto en turco. Te pega.
—Adjudicado. Hasta mañ ana, princesa Garbo.
Delilah me guiñ ó un ojo, arrancó y se fue. Yo permanecí de pie en la acera, viéndola partir
como un fantoche, y solo entré en la posada cuando ya no podía divisarla. Me dirigí a la
recepció n, implorando a los santos que el encargado hablara inglés, o francés al menos. Por
suerte, chapurreaba mi idioma nativo lo suficiente como para no dejarme dormir a la
intemperie. Me entregó las llaves y subí a mi madriguera.
Aú n quedaban un par de horas para la cena, y el margen para prepararme mi segunda
identidad ficticia era bastante amplio. Mis añ os en la universidad estudiando a deshoras me
habían ejercitado con moderado éxito el mú sculo de la memoria, y, como no tendría otra
cosa que hacer que leerme esos papeles, me quité los zapatos y me puse có modo. A partir
de mañ ana sería Tavish Campbell, un inmigrante de las Islas Hébridas á vido por
integrarme en la cultura de la majestuosa Hungría.
Puse los ojos en blanco. Ahora tendría que emular el acento escocés. Que Dios nos pillara
confesados.

Ubicado en Erzsébet körút (Elizabeth Bulevar), el Grand Hotel Royal era un magnífico
edificio de paredes albinas y diseñ o inspirado en el renacimiento francés. Su imponente
fachada reflejaba el lujo y la distinció n de la antigua aristocracia, y albergaba en su interior
trescientas cincuenta habitaciones, dos restaurantes, tienda de souvenirs, cafés y
comedores privados, ademá s de ofrecer servicios de correo, transacciones bancarias y
peluquería.
La primera exhibició n cinematográ fica de los hermanos Lumiére en Budapest se había
llevado a cabo allí, y tal fue la notoriedad del evento que este pronto se convirtió en una
exposició n regular, atrayendo a miles de visitantes. Ademá s, la inmensa avenida en la que
el hotel se había erigido era el centro neurá lgico de la ciudad, donde se concentraba gran
parte de los lugares de ocio má s importantes de la capital.
Y allí me planté con mi equipaje, intimidado por su esplendor y con un enorme nudo en la
boca del estó mago, aguardando a mi entrevista con el mayordomo jefe. El puesto ya era
mío, gracias a la influencia de la todopoderosa agencia de inteligencia patria, pero debía
reunirme con él para que me indicaran cuá les serían mis tareas, recoger mi uniforme y
conocer al equipo con el que trabajaría.
Al igual que las mansiones señ oriales, el hotel tenía un acceso lateral para el servicio, pues
la pomposa entrada principal estaba reservada ú nicamente a clientes. El mayordomo me
recibió en las dependencias del personal del Royal, me orientó en un inglés impecable y
bien limado acerca de mi labor, y me envió con un risueñ o camarero llamado Asztrik al
á tico de la finca, donde estaban las habitaciones de los trabajadores.
—Cada cuarto tiene dos camas de soltero, un armario y una có moda para que guardes tus
pertenencias —me explicó Asztrik entretanto recorríamos el pasillo del ú ltimo piso—.
Toda la plantilla comparte alcoba, aunque tu compañ ero aú n no ha llegado, y no sé cuá ndo
lo hará , así que por ahora todo el cuchitril es para ti. Este es el pasillo de los varones. Las
mujeres duermen en el ala este. Aquí está prohibido fumar, beber y traer compañ ía. Si
conoces a una chica, será mejor que te la lleves a otra parte, a no ser que no te importe que
te despidan. E interactuar con los clientes… lo imprescindible para satisfacer sus
demandas. Al principio parecen demasiadas reglas, pero te vas acostumbrando.
—Ya —contesté, escueto—. No soy dado a los vicios, y en cuanto a las chicas…
encuéntrame una que sepa inglés y quizá me lo piense.
Asztrik rio, y yo reí con él. Nada sabía aquel cá ndido mozalbete imberbe de que las cuerdas
de mis impulsos carnales las manejaba una deidad pagana que dormía unos cuantos pisos
má s abajo, rodeada de opulencia, echada en un colchó n de plumas que, para qué negarlo,
me suscitaba una envidia siniestra por tener el privilegio de rozar su piel.
Entramos en mi dormitorio. La austeridad de aquel espacio era má xima; ni una sola gota de
suntuosidad parecía asomarse tímida entre el escaso mobiliario y la humilde decoració n
del lugar.
—Nadie diría que seguimos en el Grand Hotel Royal —me mofé—. Podrían habernos subido
por lo menos una de esas lá mparas talladas de cobre que embellecen los tristes rincones de
los salones de recreo.
—Por eso la lucha de clases es tan necesaria, amigo —arguyó él—. Ser nuestros patrones
les da el derecho de privarnos de la comodidad de sus estancias, como si no fuéramos
personas. El dinero les sale por las orejas, pero se niegan a pagarnos má s, mientras sus
mascotas son mejor tratadas que nosotros.
—¿Eres comunista? —pregunté, dejando mi maleta en el suelo.
—No concibo otra forma de pensar, ni de vivir —afirmó él, rotundo—. Pero no se nos ve
con buenos ojos desde que Gö mbö s derrocó al presidente Béla Kun con sus malas artes en
el 19, hace catorce añ os, e hicieron una limpieza de bolcheviques que dura hasta el día de
hoy.
Al escuchar la palabra “limpieza”, se me pusieron los pelos de punta.
—Durante el Terror Blanco[4] murieron seis miembros de mi familia —prosiguió —. Mi
padre escapó de milagro. Somos judíos ademá s de marxistas, y eso a Gö mbö s, el primer
ministro actual, con su antisemitismo y su fanatismo por el dictador italiano, le causa tanta
aversió n que, si por él fuera, estaríamos todos bajo tierra.
—Lo lamento.
—Tú eres de las Hébridas. Entonces entiendes lo que se siente cuando viene un bá rbaro y
te arrasa por la cara, sin explicaciones, se queda con tu tierra y tiene la desfachatez de
decirte que te ha hecho un favor. Eso es lo que hizo Inglaterra con Escocia.
Bajé la cabeza, sonriendo para soportar mejor la puñ alada que acababa de recibir. Siendo
inglés de nacimiento, estaba muy orgulloso de mi país. Nuestra nació n era fuerte, rica e
influyente. Cometimos muchas injusticias, sí, pero ¿qué gobierno no lo había hecho en
algú n momento de su historia? El mismo Lenin, el paladín ruso al que Asztrik tanto
admiraba, había mandado asesinar a sangre fría a toda la familia del zar, niñ os y perro
incluidos, cuando el monarca ni siquiera representaba una amenaza para la Revolució n, ya
que Nikolai había abdicado voluntariamente del trono. Por no hablar del desastre de
Holodomor (cuyo escá ndalo estaba llamando la atenció n hasta de la prensa
internacional[5]), provocado por la colectivizació n forzosa de granjas e incautació n de
alimentos ordenada por Stalin, que seguía matando de hambre a miles de campesinos
ucranianos. Se despojaba a un totalitario del poder, y se subía al carro otro aú n peor, y los
líderes comunistas no eran la excepció n. Así éramos los humanos: ú nicos sobre la faz de la
tierra, encantados de exterminar a nuestra propia especie en favor de ideas abstractas,
imperialismos y demá s necedades irracionales.
—Gracias por tu ayuda, Asztrik —dije, zanjando la conversació n—. Mi turno no comienza
hasta dentro de veinte minutos, segú n me han comentado.
—Disfruta de tu ú ltimos instantes de felicidad —bromeó este, dirigiéndose a la puerta—.
Un placer conocerte, Tavish. Cuenta conmigo para lo que necesites.
—Lo haré. Nos vemos luego.
Lo primero que hice al quedarme solo fue tumbarme en la cama, cerrar los ojos y pensar en
qué estaría haciendo Lyla en aquel momento. El colchó n era tan fino que me estaba
clavando el somier en la espalda, pero podría solucionarlo colocando mantas dobladas
debajo del jergó n. La ventana de mi cuarto daba a la azotea con vistas al bulevar, y me
imaginé allí por las noches, acostado a oscuras y acunado por el bullicio de la avenida,
sirviendo a la corona en una misió n de espionaje en la que no había pedido participar.
Me atavié con el impoluto uniforme, revisé mi aspecto ante el espejo y salí de mi cubil.
Tenía que ir a buscar a Delilah, contarle que ya me había instalado, y que el plan iba sobre
ruedas por ahora. Al asomarme al corredor, la vi parada ante mi puerta abierta, apoyada en
la pared y con las piernas cruzadas.
—¡Garbo! ¿Có mo has sabido que…?
—Os he seguido —declaró , jugueteando con su pelo—. Te sienta bien ese atuendo tan
sobrio. El Royal debería aumentar sus tarifas si van a ofrecer los servicios de camareros tan
atractivos.
—Ahó rrese las adulaciones, señ orita Khan —rebatí, guasó n—. Esta planta es de acceso
restringido. Solo los trabajadores pueden subir al á tico del hotel. Prohibido huéspedes.
—¿Prohibido? ¡Oh, estoy quebrantando la ley! ¡Qué excitante! ¿Puedo conocer tu suite?
—Si entras, me despedirá n.
—Si te pillan, te despedirá n. Hay una diferencia.
Me aparté para cederle el paso. Ella y su pernicioso perfume invadieron mi espacio y se
detuvieron en medio del cuarto. La madera del suelo crujió cuando se giró para encararme,
diciendo:
—Pero qué lecho má s horrible, Ken. Espero que vuestro salario no esté al nivel de la
parquedad de este tugurio.
—Lo es.
—Te pido perdó n en nombre de Su Majestad —se disculpó —. Sus agentes deberían
trabajar en unas condiciones mínimas de confort.
—Si me hubierais dado el papel de magnate en vez del de criado, ahora estaría comiendo
pastelitos con chantilly, flirteando con las camareras y ya habría reservado una entrada
para tu espectá culo en el Teatro Nacional —protesté con un estudiado acento escocés.
Delilah boqueó y aplaudió profusamente.
—¡Me encanta! Tavish Campbell, ¿verdad? Si no fuera porque tienes el cabello negro como
la carcasa de mi Underwood[6], juraría que eres un highlander de pura raza. Teasley se
alegrará de saber que te adaptas perfectamente.
—¿Yo, llevando una melena color zanahoria? No, gracias. Quién sabe, quizá tenga
antepasados escoceses. No conozco mis verdaderos orígenes. Los Jameson me adoptaron
cuando era un crío.
Lyla me contempló con una expresió n apenada.
—No te aflijas. He sido feliz —expliqué—. Mi madre murió en un atropello durante nuestro
ú nico viaje en familia, y mi padre… siempre estaba ausente. Venía a visitarnos y me traía
chocolates en una caja de metal de Rowntree´s. No recuerdo su rostro. Dudo que hubieran
legalizado su relació n. Nos mantenía escondidos, como si… fuéramos parte de una vida
paralela.
—¿Crees que estaba casado?
—Es la explicació n má s plausible que se me ocurre —aseveré—. Pero me importa poco. Los
progenitores con los que me crié han sido maravillosos. Mi hermana, también acogida por
ellos, adora a mi hija. Murieron con un añ o de distancia, primero James, y después Beatrix,
mientras estudiaba medicina en Oxford.
—¿Les echas de menos?
—Cada día.
—Yo también añ oro a mi viejo cascarrabias —comentó , nostá lgica—. Se nos fue al mes de
mudarme a Francia. Mi madre aú n no lo ha superado. Vive en un cottage en la campiñ a, en
Surrey. Para ella solo soy una cantante con mucha fama y una existencia má s que holgada.
No le he contado a lo que me dedico. Habría sufrido una apoplejía, dado que no tiene má s
hijos, y si no regresara viva de una misió n…
—Lo hará s. Tú eres inmortal, Delilah Khan. Una leyenda eterna.
—Eres el proyecto frustrado de casi amante má s dulce con el que me he topado.
—¿Casi? Me subestimas. Aú n no he movido ficha en esta partida.
Ella respondió con su típica hilaridad contagiosa. Me acarició el mentó n afeitado, me miró
seductora y dijo:
—Tu bigote tentador ha regresado. Qué malvado eres, Kenny. Ahora tendrá s comiendo de
tu mano a todas las damas del hotel. Cuidado con las casadas. Esas se enamoran muy
rá pido y luego te causan problemas.
—No aceptaré invitaciones a ninguna habitació n que no sea la tuya.
—Qué considerado. Aquí tienes. Estoy alojada en la segunda planta, suite nú mero 128.
Me entregó una llave y la miré sorprendido. Ella liberó una risita festiva, juguetona.
—No se trata de ninguna proposició n indecente, Kurnaz. ¿Te acuerdas de Rudolf Diels, el
pez gordo de la Gestapo? Me lo han presentado hoy mismo, en uno de los restaurantes. Voy
a invitar a Diels a una copa en mi suite esta noche, después de la funció n del Nacional.
Ocú ltate en mi vestidor sobre las diez. Le entretendré con mis batallitas mientras requisas
su llave y registras su cuarto. Debes encontrar notas, bosquejos, apuntes, mapas... lo que
sea que nos lance luz sobre sus intenciones al perseguir a los opositores al nuevo régimen
que han instaurado en Alemania. Sospechamos que está n de caza por Europa, y algunos de
sus objetivos son confidentes nuestros.
—¿De cuá nto tiempo dispongo? —inquirí, tomando el objeto y guardá ndomelo en el
bolsillo.
—Hasta que Rudolf se canse de mi verborrea. Procuraré emborracharle, aunque no te lo
puedo asegurar.
—¿Y si me atrapa con las manos en la masa?
Lyla pareció meditar en la respuesta que iba a darme. Su meticulosidad a la hora de escoger
las palabras no auguraba nada bueno.
—Usa esto —me ordenó , depositando una botellita en mi palma.
—No me digas que tengo que envenenarle.
—Es solo cloroformo. No creerá s que me cargo a la gente así como así. Le duermes y partes
del hotel con lo puesto. Yo recogeré tus cosas y nos veremos en el apartamento al que
fuimos ayer. ¿Recuerdas la direcció n?
—Sí.
—Buena suerte.
—Cuídate de Diels —le advertí—. Y si se propasa… usa el revó lver.
—No hará falta recurrir a extremos.
Delilah se cercioró de que nadie la veía abandonar mi guarida, y salió de puntillas hacia la
escalinata. Antes de esfumarse de mi vista como el carterista de un mercado, dijo:
—En respuesta a tu pregunta de ayer… he matado a dos personas en toda mi carrera. Como
ves, no es una cantidad muy elevada. Pero eran de los malos, así que no cuentan.
Y desapareció escaleras abajo.
VIII

El teló n descendió indolente sobre la tarima, y el sonido de una ovació n fervorosa atravesó
la gruesa tela que me separaba de mis incondicionales, brindá ndome la ocasió n de relajar
los mú sculos y tomar aire para salir a saludar. El Teatro Nacional aquella noche estaba
rebosante de energía; no quedaba una sola butaca libre en toda la sala, y el pú blico aplaudía
efusivo, gritando mi nombre en medio del jolgorio que alentaban con tenaz entusiasmo.
Miré a los bailarines que me acompañ aban, y estos se alinearon conmigo, prepará ndose
para dejarse ver cuando la inmensa cortina escarlata volviera a retirarse. Aquel había sido
un nú mero arriesgado, frenético, delirante, del que los espectadores hablarían durante
meses y tardarían aú n má s en olvidar. El teatro había insistido en una decoració n exó tica,
que emulara una selva tropical, con á rboles de hojas enormes, lianas y un coqueto puente
de madera que atravesaba un riachuelo ficticio, y mientras interpretaba mi ú ltima canció n
vestida como una nativa de las Américas, varios chimpancés entrenados hicieron las
delicias de los asistentes con piruetas y danzas tribales, dando paso después a las reinas del
escenario: dos hermosísimas hembras de leopardo criadas en cautiverio, propiedad de uno
de los inversores del complejo, al que los organizadores habían decidido mimar, incluyendo
en mi actuació n a sus extravagantes e imponentes mascotas.
Al aparecer ante los presentes de nuevo, estos continuaron aplaudiendo, poniéndose en
pie. Los artistas nos dimos la mano y nos inclinamos ante ellos, agradecidos. Los tambores
rugieron y reculamos unos pasos, anunciando nuestra retirada. Ya en mi camerino, uno de
los acomodadores se plantó en la entrada, portando un exuberante ramo de rosas rojas.
—Señ orita Khan, han traído esto para usted.
—Qué amable. ¿Quién es el remitente? —pregunté, levantá ndome del silló n en el que me
había sentado a descansar las piernas.
—Pues…
—Un servidor —terció otra voz masculina.
Mi interlocutor y yo desviamos nuestras miradas a la puerta abierta, y allí estaba Diels,
aguardando en el umbral, seguido de otros dos hombres engalanados con distinguidos
trajes de etiqueta. El trío se hizo un hueco en el reducido espacio, y el mozo, excusá ndose,
se replegó y regresó a sus quehaceres.
—Aquí la tienen, caballeros. La perla de oriente. La señ orita Delilah Khan.
Su halago me arrancó una sonrisa amplia y zalamera. El segundo visitante, un hombre de
estatura media, gesto adusto, ojos de un azul celeste impenetrable y bigote toothbrush, se
adelantó y besó el dorso de mi mano libre.
—Un honor conocerla, señ orita Khan. He disfrutado mucho con su espectá culo —apostilló
en alemá n—. Tengo entendido que habla mi idioma.
—Así es —ratifiqué, para su deleite—. Es una lengua robusta, noble y singular. Me siento
favorecida por haberla aprendido. Y su país... es un paraíso en la tierra.
—Permítanme hacer las presentaciones correspondientes —intervino Diels—. Delilah, este
es herr Adolf Hitler, canciller de nuestra amada Alemania. Y Gyula Gö mbö s, su anfitrió n y
primer ministro de Hungría.
Herr Hitler se apartó a un lado, y Gö mbö s se deshizo en alabanzas a mi talento escénico. Yo
sostenía aú n las rosas que me había regalado Rudolf, y asentía dichosa. Aú n llevaba puesta
mi indumentaria indígena, que exhibía má s piel de la acostumbrada en las prendas
femeninas de moda entre las mujeres de nuestra casta. Gö mbö s me comía con los ojos y no
hacía ningú n esfuerzo por ocultar su interés.
—Ha llegado a mis oídos el terrible percance del que fue víctima durante su viaje —indicó .
—Sí, un contratiempo atroz —constaté, aparentando sofoco—. Un empresario y yo fuimos
secuestrados por un grupo de maleantes en el Orient Express. Nos sacaron del tren y nos
retuvieron en una camioneta desaseada en los alrededores de Viena. Gracias a Dios,
pudimos escapar, y las autoridades austríacas, siempre tan eficientes, no se demoraron en
abrir expediente y proceder a la bú squeda de los malhechores.
—¿Y han dado con ellos? —inquirió herr Hitler.
—No, señ or. Pero confío en que lo hará n pronto. Lo importante es que ahora me hallo aquí,
en la espléndida Budapest, y en excelente compañ ía.
El trío rio, y Hitler dijo, dirigiéndose a Gö mbö s:
—Sé que es tu país, ella es tu convidada y deberías ser tú quien hiciera los honores, pero te
ruego que me cedas el privilegio de sentarla a mi lado en la cena que dará s en el Britannia.
—Por supuesto —claudicó el ministro—. Aunque esta renuncia a tu favor, Adolf, va a
destrozarme el corazó n.
—Señ ores, no abrumemos a la señ orita —medió Diels, jovial—. Estoy convencido de que
repartirá sus atenciones de manera equitativa entre sus admiradores. ¿No es así, Delilah?
—No lo dude ni por un segundo —confirmé.
—Volveremos a vernos entonces allí —dijo Gyula—. Bienvenida a Hungría, y gracias por
esta fantá stica noche.
Cuando se marcharon, me apresuré a cambiarme y volví al Royal en un Rolls Royce provisto
por su director. El chó fer entregó mis enseres a uno de los botones que fue a recibirnos, y
justo detrá s nuestro aparcó otro coche. Diels se apeó del automó vil y se aproximó a mí,
sonriente.
—Hemos retornado a la vez. Qué casualidad má s deliciosa.
—Suscribo su apreciació n —respondí, echá ndome una chaqueta a los hombros. El frescor
de la lluvia que acababa de caer sobre la ciudad había bajado las temperaturas—. ¿Y sus
amigos?
—En casa de Gö mbö s. Este propuso alojar en su palacete al canciller y a sus acó litos. Sándor
Palace es una belleza arquitectó nica, pero a mí me gustan má s las vistas del Royal. Soy un
rebelde nato.
—¿Y no se ofenderá el ministro por haber declinado dormir bajo sus benévolas alas?
—Le envié un paquete de surtidos de dulces bá varos. Má s no puedo hacer.
—¡Es usted incorregible! —exclamé con picardía—. Estoy sedienta y exhausta por la
funció n de hoy. ¿Viene a celebrar mi triunfo con una copa del vino má s caro que tengan en
el bar?
—Ya estaba tardando en pedírmelo.
Tomé el brazo que me ofreció y anduvimos hacia el amplio soportal del edificio.
—Celebro no ser otra víctima de sus desaires —manifesté, complacida.
—El día que Gö mbö s adquiera el carisma cautivador que usted posee a manos llenas,
entonces le permitiré echarme en cara lo que quiera.
Rudolf me esperó en la planta baja mientras dejaba mi macuto en mi suite. Kenneth no
tardaría en colarse en la alcoba usando la copia de la llave. Debía aguardar a tener a su
alcance la chaqueta de mi invitado, al que, con un poco de mañ a y artería, yo lograría
arrastrar arriba con la excusa de continuar con el festejo. Como mano derecha del cabeza
de la policía secreta prusiana, Diels manejaba datos fuera del radio de otros miembros de la
cú pula del gobierno alemá n, y era una fuente jugosa de la que conseguir nombres y
pró ximos movimientos.
Preparada para usar todas las tretas persuasorias de las que dispusiera, salí del ascensor y
recorrí el pasillo que conducía al pub de elegante ornamentació n art deco. Rudolf había
tomado asiento en la barra, y vi que hablaba con otro huésped. Cuando reconocí a su
contertulio, se me heló el cuerpo entero.
É l no debía estar allí. Me había dicho que no me acompañ aría en la gira. ¿Por qué demonios
tenía que aparecer justo ahora?
El intruso pareció presentir mi llegada, pues se giró en el instante en el que mis tacones
vibraron en el solado. Mis latidos se dispararon e hice de tripas corazó n para disimular mi
malestar.
—¿Bert?

La comparecencia repentina de Bertrand me sentó como un engorroso dolor de muelas. Su


despliegue de palabrería inú til, su pletó rico narcisismo y su afá n de control sobre todo lo
que le rodeaba eran tres de las numerosas taras que le convertían en un ser intolerable.
Me sentí enfadada. Hostigada por su presencia. No quería que estuviera allí, que se me
acercara siquiera. Cuando se negó a acompañ arme a Budapest, Teasley no había
disimulado su regocijo, ya que estando sola, la misió n que me había encomendado sería
mucho má s fá cil de realizar. Yo, por mi parte, debía aparentar decepció n, pero por dentro
daba saltos de alegría. Kronbach jamá s sospechó los motivos reales que me hicieron
romper con Howard y me empujaron a sus brazos para iniciar aquella aventura que ya
empezaba a desgastarme. Sin embargo, como un carroñ ero siguiendo rastros de carne
descompuesta, allí estaba con su olfato de lince para desbaratar mis planes, para echarlo
todo por la borda y forzar un cambio de rumbo de ú ltima hora.
Me pregunté si sospecharía de mí. Si era consciente de que sabía dó nde andaba metido, y a
qué tipo de trueques financieros desviaba parte de su fortuna. Sus raíces germanas le
habían arrastrado a simpatizar con el nuevo partido que, tras las elecciones de noviembre
del añ o anterior, ocupaba un porcentaje preocupante de los escañ os del parlamento, no
obstante su nexo iba má s allá de su afiliació n a la secta nazi. Participaba también de
proyectos mucho má s perversos, como la venta de secretos de estado de países aliados y la
purga de intelectuales.
Y yo era los ojos que el SIS había colocado estratégicamente en su entorno má s íntimo.
Llevaba meses pasá ndoles informes relacionados con las actividades de mi postrera
conquista. Meterme en la cama de Bertrand era mi pasaje a su vida blindada, a las
confesiones involuntarias que brotaban de sus labios traidores mientras abrazaba medio
dormido mi cuerpo desnudo. Una ventaja con la que contá bamos las mujeres frente a
aberraciones como él, era que a nuestro sexo se le consideraba débil, simple e
incompetente. ¿Qué desconfianza iba a suscitar una cabaretera descocada, una
goldgräberin[7] profesional cuyo ú nico interés eran los millones que su amante custodiaba
en su cuenta bancaria?
Y ahora le tenía asido a mi cintura mientras subíamos juntos en el ascensor, tras unas copas
con Diels y una despedida apresurada, que intenté retrasar lo má ximo que mi imaginació n
me concedió . Kenneth debía estar ya en el vestidor de mi habitació n, y no había podido
avisarle.
—Está s tensa, cariñ o. ¿Qué sucede? —dijo Bert, besá ndome en la sien.
—La fatiga por el concierto de hoy —me excusé—. No esperaba verte. ¿Estuviste en el
teatro?
—Tu emoció n me conmueve, reina —replicó sarcá stico—. No está s contenta de verme.
Eres terrible disimulando.
—No seas paranoico —le regañ é—. Insistí hasta el cansancio en que vinieras, y te opusiste.
Me has dejado enfrentarme sola a una banda de locos que querían sacarte un buen puñ ado
de dó lares con mi cautiverio.
—¿Me guardas rencor por no estar allí para protegerte? —se defendió , ceñ udo—. Cuando
leí lo de tu secuestro en el perió dico, tomé el primer vuelo disponible a Viena. A partir de
ahí, he movido cielo y tierra para estar contigo. Lo juro.
El elevador nos dejó en mi planta y me solté de sus garras. Durante la velada con Rudolf
había estando estrujá ndome todo el rato, interrumpiendo mis aportes a la conversació n
con odiosas correcciones paternalistas, marcá ndome como a ganado con sus indirectas de
macho territorial. Usé toda la paciencia que alcancé a reunir para no propinarle un
puntapié disimulado, y Bertrand, advertido de mi indisposició n, acrecentó mi dosis de
enojo con intencionadas chanzas peyorativas nada camufladas.
—¿Cuá l es tu suite? —le espeté, saliendo al pasillo. Mi dormitorio era una de la ú ltimas
puertas.
—La tuya —declaró , confirmando mis temores—. Con lo que he sufrido estos días sin ti, no
pretenderá s que durmamos separados. He avisado a recepció n.
—¿Y no han puesto pegas a acoger a dos díscolos amancebados en este templo dedicado al
recato y la pureza?
—¿Con lo que pagamos solo por respirar aquí dentro? Que ni se les ocurra.
Manipulé la cerradura haciendo el mayor ruido posible, elevando la voz en mis
intervenciones. Bertrand, ansioso, me arrebató la llave y abrió la alcoba, colá ndose en ella
como un soldado romano en plena campañ a militar.
—Me habían contado que este hotel era el resultado de un matrimonio bien avenido entre
el lujo y el despilfarro, pero se han quedado cortos —expuso, emitiendo un largo silbido—.
Estoy asombrado. ¿Te importa que compartamos armario?
Al verle hacer ademá n de desvestirse, corrí a ayudarle a quitarse la chaqueta.
—Me halagas, Delilah. Desde que nos conocemos, no recuerdo que fueras tan servicial.
No rebatí su broma. Me alejé con su prenda en la mano y entré en el vestidor, mientras él se
entretenía con los cordones de su calzado de charol. Aparté las perchas y los ojos brunos de
Kenneth se clavaron en mí, dejá ndome sin aliento.
Deseaba rogarle que me sacara de allí, que me apartara de Bertrand Kronbach y sus
magreos groseros. Que me llevara a algú n rincó n donde poder esconderme y pausar aquel
pérfido juego. Pero no hice nada de eso. Solo devolví su escrutinio, estampando en mi
expresió n un aullido desesperado.
—¿Por qué tardas tanto, querida? Ven a probar conmigo esta cama tan ancha como el
Sahara, anda.
La mirada de Jameson se ensombreció como el cielo escasos minutos antes de descargar
una tempestad diluviana. Negué con la cabeza, intentando darle una explicació n que no le
debía, pero que escalaba por mi garganta con las uñ as afiladas, bregando por alcanzar la
superficie. Su evidente có lera me sumergió el alma en un hondo pozo de miseria.
No quiero que me toque, Kenneth. No quiero.
—¿Vienes?
Cada célula de mi anatomía me gritaba que huyera, una pésima decisió n, teniendo en
cuenta las circunstancias. Y mi mente estaba entrenada para optar por el camino correcto,
aunque este implicara sacrificio. Me humedecí los labios y vocalicé despacio para que Ken
pudiera leerlos sin dificultad.
—Vete —pronuncié en un lamento silencioso.
Cerré la puerta del armario del vestidor y acudí obediente a saciar las exigencias de aquel
déspota codicioso y desleal. Cerré los pá rpados con fuerza y pensé en Kenneth cuando Bert
me despojó de mi vestido. Acto seguido oí unos pasos que se alejaban.
Aquella iba a ser una noche muy larga.

La noticia del asesinato de Theodor Lessing se había extendido como la pó lvora por toda
Checoslovaquia. El filó sofo judío nacido en Alemania llevaba unos meses exiliado en Kurbad
Marienbad, localidad cercana a Karlovy Vary, una ciudad-balneario ubicada en la regió n de
Bohemia Occidental.
Tres tiros a través de la ventana de su despacho acabaron con su vida a los sesenta y un
añ os. Sus ideas y artículos incendiarios, férreos enemigos de las soflamas segregacionistas
que comenzaban a adquirir solidez entre algunos dirigentes de los estados europeos,
habían provocado que se pusiera precio a su cabeza, primero expulsá ndole de la
universidad de Hannover, donde ejercía como docente, y después, atentando contra su
integridad física.
Este suceso había adelantado nuestra reunió n en el apartamento al que Kenneth y yo
acudimos para informar de nuestros progresos. El asalto al profesor Lessing había tenido
lugar dos días después de que Bertrand arribara a Budapest y se presentara de repente
ante mi puerta. Tanto Balboa como Willow, los comisionados que colaboraban conmigo en
la misió n, estaban convencidos de que la mano de Kronbach estaba metida en aquella vil
ejecució n, compartiendo mis sospechas al respecto.
—É l puso el dinero —dije a Balboa, sentada frente a mi compañ ero—. Y es el autor de uno
de los anuncios del perió dico en el que se ofrecía una recompensa econó mica para aquel
que entregara a Lessing al gobierno alemá n.
—¿De qué hablaba con Diels cuando te los encontraste en el pub del hotel? —quiso saber
Willow.
—No alcancé a escucharles. El olfato de jabalí de Bertrand me olisqueó nada má s cruzar el
umbral, como si fuera una trufa madura enterrada entre la maleza. Kurnaz no pudo robar la
llave de Diels y registrar sus cosas.
Miré a Jameson, que estaba de pie detrá s de Balboa, recorriendo con el índice las ondas que
formaban las cortinas. Su mirada lú gubre me abrasaba el cerebro, y ambos sabíamos dó nde
se hallaban sus pensamientos en ese momento.
Me recriminaba que me hubiera acostado con Kronbach. Acababa de descubrir que el SIS
vigilaba a Bert a través de mí, y posiblemente opinara que era una chiflada sin escrú pulos
capaz de prostituirse con tal de finalizar con éxito una encomienda de Inteligencia.
Eso me dolió . Días atrá s me había confesado que me admiraba, y no me había ocultado su
pasió n por mí. Estar expuesto a mis contradictorias aristas estaba destrozando a
martillazos la imagen que se había forjado de la Delilah que él creía conocer, y nunca antes
me había sentido tan mal por decepcionar a alguien. Hasta ahora.
—Me las he ingeniado para conseguir esa llave por otros medios —terció Ken, para mi
asombro—. He… entretenido un poco a la responsable de recepció n, y entré en la suite de
ese infeliz con un carrito de repostería, zumos y café. Aquí está lo que buscabais. Espero
que sirva.
Tiró un rollo de papel encima de la mesa. Balboa lo desplegó y leyó su contenido. Luego
miró a Kenneth, asintiendo.
—Tienen una lista. Estos hijos de ramera está n apagando las voces disconformes. El
nombre de Lessing está aquí. Y el de algunos líderes ya muertos de partidos y sindicatos.
—La cena en el Britannia es una tapadera para un mítin político —intervino Kenneth—.
Diels mantiene un registro de sus objetivos en un diario. Está programado que Bertrand
Kronbach también asista, por lo que su presencia en Hungría no tiene nada que ver con la
señ orita Khan.
—Bien hecho, Kurnaz —le felicitó Willow—. Aprendes rá pido. Mantén todos los sentidos
atentos. Garbo, averigua lo que se va a hablar en esa asamblea. Comunicaremos a la central
vuestros hallazgos. Teasley estará tan satisfecho como una gallina clueca viendo a sus
polluelos reventar el cascaró n. Se reunirá con McDonald[8] para decidir qué movimientos
realizar a continuació n, y evitaremos que se fragü e otra guerra poniendo a estas bestias en
su sitio. Gracias a los dos.
—Si me disculpan, debo volver a mi puesto.
Jameson no me esperó y se marchó , presto a usar las escaleras. No habíamos acudido
juntos a la cita; yo había llegado primero y él se unió en su hora libre. Le alcancé en el
descansillo y aferré su mano, obligá ndole a detenerse y ralentizar el paso.
—¿Por qué no me contaste que conseguiste entrar en la suite de Rudolf Diels? —le increpé,
resentida.
—Lo acabo de hacer.
—No puedes actuar por tu cuenta, Kenneth. No sin avisarme.
—¿Y qué querías que hiciera? Tu cacique no deja de rondarte y supervisarte cada minuto.
¿Seguro que no sabe que anda copulando con una soplona de Jorge V? Ademá s, tus tá cticas
heterodoxas de espionaje fueron las que me dieron la idea. La recepcionista es una
preciosidad, todo hay que decirlo. Rubia, burbujeante y fresca como una buena cerveza.
Mi mano fue má s veloz que mi mente, y me arrepentí un segundo después de abofetearle.
—¿Quieres pegarme en la otra mejilla también? Hazlo. No me voy a resistir —rezongó ,
altanero.
—¿Has dormido con ella? —gemí, furiosa—. ¿Lo has hecho?
—Los pormenores de mis métodos son asunto mío.
—Bastardo —le espeté, llameante de celos—. Intentas vengarte de mí, pensando que me
afecta que me eches en cara tus revolcones con cualquier incauta de medio pelo.
—Tengo que irme, Delilah.
—No eres mi amo. Hago lo que quiero, con quien quiero y cuando quiero. ¿Me oyes?
—Te oigo. Pero no comprendo tu inquina —siseó , inclinando su rostro hasta que este
estuvo a la altura del mío—. Me ordenaste realizar una tarea, y he cumplido. No he
insinuado ni afirmado tener potestad sobre ti. ¿Qué es lo que me reprochas exactamente?
No tuve fuerzas para discutirle. Las ganas de gritar, de llorar y patalear a la vez me
atropellaban inmisericordes. Me abstuve de contestar, y me aguanté las lá grimas. Kenneth
no iba a ganar aquel lance. No se lo permitiría.
—Suerte en la cena del Britannia —dijo con semblante imperturbable—. Si me necesitas,
sabes dó nde encontrarme.
Descendió los escalones con paso decidido, y al escucharle abrir el portal y salir al exterior,
se me escapó un sollozo de puro coraje. Permanecí anclada en el rellano hasta que logré
calmarme, y murmuré aterrada:
—Dios mío… ¿Qué me está pasando?

Bert sugirió que me pusiera el vestido dorado que me regaló por mi cumpleañ os y que
todavía no había tenido la ocasió n de estrenar, pero me decanté por el de satén verde que
llevaba la noche que conocí a Kenneth. Fue un impulso, una acció n melancó lica imprevista,
una respuesta automá tica que floreció en mi albedrío como un acto de rebeldía. Era mi
forma de sentirme má s cerca suyo, de sanar la herida abierta y sangrante que me robaba la
paz, de desear volver atrá s en el tiempo para deshacer el camino recorrido.
Me ricé el cabello y me até una diadema con nudo frontal. Añ adiría también dos ramitos de
flores disecadas para rematar el conjunto, uno en un lateral de mi cabeza, y el otro ceñ ido a
mi muñ eca. Mientras me ocupaba de las hebillas de mis sandalias, Bertrand atendió a uno
de los empleados que había traído a nuestra habitació n un detalle de parte del hotel.
—Es para ti —sostuvo, dejando una cajita sobre mi regazo—. Como agradecimiento por
hospedarte en su humilde complejo.
—¿Quién lo ha entregado?
—El tipo no se ha identificado, pero lleva un uniforme de camarero. Á brelo, que me ha
entrado curiosidad.
Destapé el obsequio, y al ver el perfume, el aire se secó en mis pulmones. Era uno de los
frascos que Jameson portaba en su maletín cuando se hacía pasar por Cheston Griffith. El
que má s me había gustado. Ignoraba si lo había hecho a propó sito o no, pero aquello me
rompió el corazó n.
—Delilah, mi amor. Has palidecido.
—Son los nervios por mezclarme con gente tan importante —mentí—. Hoy cantaré para
ellos, y temo que lo que haya ensayado no sea del agrado de los comensales.
—Se te da muy bien improvisar. No te preocupes.
Me besó en la coronilla y fue a por mi bolso.
—Esta noche hace un bochorno inusual —dijo, animado—. Confío en que el saló n donde
conmemoraremos los logros de nuestro amigo Gö mbö s esté acondicionado correctamente.
Me han puesto al Britannia por las nubes. Ese sitio es un santuario para encuentros
literarios y eventos sociales. Su director, Aladá r Németh, ha hecho unas reformas tan
increíbles que cualquiera diría que nos encontramos recién abandonando el nido de caos
en el que nos sumió la Gran Depresió n con la caída de la bolsa de Nueva York, hace cuatro
añ os.
—Es un empresario con visió n de futuro —aduje—. Saber resucitar de tus cenizas es un
don que pocas personas tienen.
Bert se atusó la pajarita y me roció una pequeñ a cantidad de perfume detrá s de las orejas.
Luego abrió la puerta de la alcoba y me hizo una señ a, indicá ndome que saliera.
—Vá monos, preciosa, o llegaremos con retraso.
Ya en la calle, un chó fer vestido de negro de pies a cabeza se bajó de un deslumbrante
Lincoln serie K plateado para abrirnos la portezuela. Me acomodé en los asientos traseros
acolchados y me encerré en mi cascaró n durante el recorrido, respondiendo con
monosílabos a todos los intentos de diá logo protagonizados por mi benefactor. Los efluvios
de la fragancia que emanaba de mi piel me traía la imagen de Kenneth al recuerdo,
haciéndome retorcerme de exasperació n y resquemor a raíz de lo que este nos había
contado a Balboa, a Willow y a mí.
No quería ir a esa cena. Que se fueran al infierno los dirigentes fascistas, sus aliados y sus
fiestas ostentosas. El humilde cuartito del á tico del Grand Hotel Royal albergaba un tesoro
que consideraba solamente mío, y que no iba a compartir aunque el mismísimo rey de
Inglaterra me lo ordenara.
Cooper había sido el ú nico hombre del planeta que me había importado de veras. Por él fui
hasta Liverpool y me lancé a una vida de privaciones de la que me costó horrores
recuperarme. Con él descubrí la pesada cruz que me tocó cargar al quedar expuesta mi
infertilidad, con tres embarazos fallidos a mis espaldas, que escocían como latigazos
propinados a un lomo en carne viva. Mi nefasta experiencia me hizo jurar no volver a
confiar en los hombres, a usarlos como pañ uelos desechables y no aceptar que tomaran de
mí má s de lo que me disponía a ofrecer.
Y aquí estaba yo ahora, caminando del brazo de un millonario con aspiraciones genocidas y
delirios de grandeza, anhelando estar en otro lugar y en otra compañ ía. En efecto, los
humanos, incluso los que se jactaban de ser libres, éramos esclavos de nuestras decisiones.
El Britannia era un sueñ o para cualquier urbanista que valorara la armonía y perfecció n de
una construcció n refinada. Sus suelos estaban cubiertos con alfombras persas de primera
clase, en el vestíbulo se exhibían radiantes candelabros de bronce, y en su patio interior se
había instalado un techo doble de vidrio con calefacció n para la temporada de invierno.
Ademá s del suntuoso restaurante, el hotel también asilaba el Szondi Pub en un só tano
decorado con ladrillos klinker, vidrieras y pinturas histó ricas creadas por el artista hú ngaro
Jenő Haranghy, y largos pasillos de espejos que reflejaban la luz de enormes arañ as de
cristal de Murano.
Gö mbö s nos recibió con todos los honores, junto a un relamido Hitler quien, en cuanto me
divisó entre los convidados, colmó de halagos mi aspecto selvático. Saludamos a varios de
los presentes, la mayoría de los cuales aú n no conocía, empero había oído hablar de ellos.
Reinhard Heydrich, un militar alemá n muy bien parecido, nos distrajo con una amena
conversació n mientras nos guiaban a la larga mesa dispuesta segú n el protocolo inglés.
—Esta velada contará con un concierto suyo, segú n nuestro anfitrió n —apuntó Heydrich—.
¿Está usted de gira por Europa?
—En realidad por Hungría —le corregí, afable—. En una semana partiré de Budapest hacia
otras tres localidades, y finalizaré mi ruta. Vivo en París.
—La capital francesa. Interesante.
El nú mero de mujeres presentes era bastante superior al que esperaba. Interactué con
algunas de ellas, unas veces en inglés y otras en alemá n. Al llegar a mi asiento, herr Hitler
apartó mi silla con galantería y después se sentó a mi vera. De inmediato, una legió n de
camareros en fila penetró en la sala engalanada, llevando bandejas, fuentes y escudillas
humeantes cuyos aromas impregnaron cada rincó n del recinto.
—¿Preparada para degustar la gastronomía hú ngara, señ orita Khan? —dijo el primer
ministro, presidiendo la mesa desde la cabecera.
—Por supuesto. He oído que la comida del este de Europa es muy especiada y tiene un
sabor recio, como la mediterrá nea —respondí, aduladora.
—No va desencaminada, no.
Colocaron ante mí un caldo frío y rosado, con pedazos de cereza flotando en el pequeñ o
entorno cremoso. Me llevé una cuchara a la boca, y quedé descolocada por su sabor dulce.
—Meggyleves. Sopa de cereza. Un manjar de verano típico de mi tierra.
Le sonreí, asintiendo. El frescor de aquel entrante descendió por mi garganta como una
cascada de agua de manantial.
—¿Le gusta? —preguntó herr Hitler.
—Soy una faná tica de los platos azucarados, así que estoy gratamente sorprendida.
Eché un vistazo a la superficie de la mesa. Entre centros florales y candeleros de oro, había
bandejas de lecsó (la versió n hú ngara del ratatouille francés), lángosh, pollo paprikash y al
menos una decena de guisos má s. Cuando acabé mi sopa, me decanté por probar unos
rollos de hojas de repollo rellenos con carne y arroz y recubiertos con tejföl (crema agria),
que otro comensal llamó töltött káposzta, e hice las delicias de mis acompañ antes má s
cercanos cuando intenté pronunciar el nombre de mi plato elegido.
Kronbach estaba sentado algo alejado de mí, hablando con un grupo de comensales en el
otro extremo, entre ellos, Rudolf Diels. Con la prudencia de no descuidar mis interacciones
con los caballeros que me dedicaban sus atenciones, intenté leer los labios de Bert
disimuladamente, y conseguí descifrar el nombre Lessing en su discurso. Luego llenaron
dos copas de vino y brindaron con ellas.
Theodor Lessing. El filó sofo y activista judío asesinado. ¿Estaría ese par celebrando que la
caza del zorro había llegado a su fin? ¿Có mo se podía ser tan vil?
Heydrich y Hitler me comentaron algunas anécdotas de sus experiencias en política. El
segundo, envanecido, incluso me dedicó de puñ o y letra un libro escrito por él y publicado
la década anterior, un ensayo llamado Mein Kampf[9]. Conociendo sus inclinaciones
xenó fobas, me extrañ aba que el canciller se volcara tanto en halagarme, puesto que mi
fisonomía gritaba a los cuatro vientos la mixtura de razas que corría por mi genes.
Pero ese comportamiento incoherente tampoco era una rareza. ¿Cuá ntos colonos blancos
despreciaban a las esclavas mulatas de sus plantaciones en América, tratá ndolas como a
animales, pero su aversió n no les impedía cohabitar con ellas, y hasta hacerles un montó n
de hijos? Uno podía tener las ideas muy claras, sin embargo, ciertos impulsos primaban
incluso entre los cerebros má s maquinadores.
Los postres siguieron a los platos principales, y nos retiramos a otra sala igual de
extravagante: el Yellow Hall. Allí nos esperaba un piano de cola que resplandecía como un
cometa en un universo de luces y sombras, y para inaugurar la fiesta de forma oficial, canté
una versió n del himno nacional de Hungría, arrancando fervientes aplausos entre mis
oyentes.
Interpreté diversas tonadas en inglés, algunas en francés y una en alemá n. Al acabar mi
aportació n, bailamos unas cuantas piezas de foxtrot y swing, y aludiendo a un intenso dolor
de pies, me aparté de la masa humana que se movía por la pista, viendo que el corro al que
observaba había desaparecido de pronto del Yellow Hall, yéndose a una habitació n
contigua.
Me escondí entre las dobleces de unas gruesas cortinas junto a la puerta cerrada. Dentro,
distinguí las voces de Hitler, Heydrich, Bert, Gö mbö s y Diels, aunque estos no estaban solos.
Hablaban en alemá n, y los á nimos parecían bastante alterados.
—¿Y qué piensa el regente de tu país de que hagas estos planes sin contar con su
beneplá cito? —inquirió Hitler.
—Horthy es un blandengue. Le encanta lamerles el trasero a los capitalistas —se justificó el
ministro—. Sabes que el Tratado de Trianon es una injusticia, Adolf. Nos vapuleó a los
hú ngaros igual que el de Versalles hizo con Alemania. Los Aliados se aprovecharon de que
el imperio de Francisco José [10] se había disuelto. El territorio del reino de Hungría fue
despedazado, y se inventaron las nuevas fronteras segú n su conveniencia. Queremos que
nos devuelvan nuestras tierras.
—Te apoyaré en tu pugna con Checoslovaquia, Gö mbö s, pero no si invades Yugoslavia y
Rumanía —sentenció Hitler—. He de velar también por los beneficios que esto reportaría a
Alemania. Y te recuerdo que aú n no poseo el poder absoluto. Hindenburg es un viejo pelele,
pero sigue siendo el presidente.
—Confiamos en que no por mucho tiempo —intervino una tercera voz que no reconocí.
—Una alianza entre las naciones vencidas que les plante cara a los lobos europeos, eso es lo
que nos hace falta —dijo Bert—. Unir fuerzas con Mussolini.
Una serie de bufidos, imprecaciones y reproches siguió a la propuesta de Bertrand. Oí que
unos pasos se aproximaban a la entrada, y me aparté con la velocidad de un relá mpago.
Llevaba mis sandalias en las manos para no hacer ruido al pisar, y cuando Bert abandonó la
estancia y me vio, dio un respingo y exclamó , turbado:
—¡Delilah! ¿Qué haces en estos pasillos?
Pensé en una excusa rá pida, inocente y certera.
—Te estaba buscando, y me acaban de indicar que te habías ausentado por un rato. No
sabía a qué puerta llamar. Tengo los pies molidos —me quejé, enseñ á ndole a los culpables
de mi angustia—. Estos tacones me está n matando, y quiero marcharme de vuelta al hotel.
¿Te enfadarías si me voy antes?
—¿Ahora?
—Sí. No deseo interrumpir, así que tú quédate todo lo que necesites. Despídeme del primer
ministro, de herr Hitler y los demá s.
—Claro.
Le besé en la mejilla y me escurrí entre los invitados. Con lo concurrida que se presentaba
la velada, nadie me echaría de menos. Al respirar la brisa del exterior, inspiré hondo,
maldiciendo a Bertrand y a todos esos bravucones. ¿Qué era lo que querían hacer con
exactitud? ¿Enfrentarse a los Aliados y resolver sus diferencias a tiros? ¿Armar otra guerra
mundial?
Opté por andar por el bulevar hasta mi destino, ya que solo unas manzanas separaban a
ambos hoteles. Mis pies estaban en perfecto estado, y la caminata me resultaría muy
conveniente para pensar y canalizar mi ira. No obstante, cuando me detuve frente a la
escalinata del Royal, mis ojos fueron arrastrados a un punto específico del edificio, que me
atrajo como una vistosa flor tropical a una abeja polinizadora: el ala de los trabajadores.

Mi siguiente reacció n no fue premeditada. Mi instinto me empujó a esa azotea, a ese


escondrijo, a ese canto de recogimiento donde sabía que estaría a salvo. El ascensorista me
llevó hasta mi nivel, y después usé las escaleras designadas al servicio. Tenía que verle, que
hablar con él, que desahogarme. Quería liberar la carga que me suponía ser siempre un
receptá culo para los secretos, los complots, el perjurio y la alevosía. Estaba cansada, harta y
desencantada.
Entré en su cuarto sin llamar. Kenneth parecía haber terminado su turno hacía unos
minutos, pues aú n llevaba el uniforme, aunque ya se había deshecho de su camisa, y la
había colgado en un triste perchero que se caía a pedazos. Se dio la vuelta en medio
segundo, portando un objeto punzante en su mano, dispuesto a defenderse ante un posible
ataque sorpresa.
—Guarda la navaja. Soy yo —dije.
La manera en la que su mirada recorrió mi atuendo me transportó a aquella noche en el
tren, cuando le divisé entre mi selecto pú blico en el vagó n restaurante del Orient Express, y
me congratulé por haber elegido precisamente ese vestido. Cuando sus ojos alcanzaron los
míos, afirmó casi en un suspiro:
—Te has puesto el trapito verde.
—¿Llamas trapito a un diseñ o de Chanel?
—Cosas de la ignorante clase obrera.
Caminé por el cubículo, mirando en derredor, y dejé caer mis sandalias a los pies del
camastro.
—Si pretendías pescarme con ella, no tendrías que haberte molestado. No está aquí.
—Pero la esperabas.
—Piensa lo que quieras.
—Podría hacer que te despidieran por eso.
Jameson se posicionó detrá s de mí, descansó su barbilla en mi hombro descubierto y
murmuró :
—Entonces tendrías que explicar al director qué estabas haciendo tú aquí.
Me giré para enfrentarle, y el fuego que emanó de su aura me dejó el cuerpo ardiendo como
una tea medieval. Mi enojo mutó en una energía insó lita, desconocida y peligrosa. Osé rozar
con mis dedos su pecho desnudo, solo para averiguar si aquel calor que me consumía era
real.
—¿Dó nde has encerrado a tu perro faldero? —preguntó , rompiendo la magia.
—Se ha quedado en el Britannia, conspirando con Gö mbö s y los alemanes. Quieren revertir
uno de los Tratados que firmaron con los Aliados.
—Entonces habrá otra guerra.
—No lo digas en voz alta. Ni lo menciones. Tenemos que impedirlo.
—Su odio atropellará y desmenuzará todos los obstá culos que les pongamos.
—Rendirnos no es una opció n.
—Y embarcarnos en una labor suicida, tampoco.
—Le odio. Odio a ese judas infame. Me dan ganas de vomitar cada vez que me toca.
—¿Por qué toleras que Kronbach te ensucie así el alma? El SIS no tiene derecho a hacerte
renunciar a tu dignidad, Lyla.
—La honorabilidad es una virtud de la que carezco, Ken. Por eso me reclutaron.
Me distancié de él y anduve de espaldas hacia la puerta. Necesitaba salir de allí antes de que
me viera llorar como una niñ a pequeñ a.
—Quise suplicarte que me arrancaras de sus zarpas la noche que te pedí que te marcharas
—confesé a trompicones—. Y que borraras la huella que su contacto estampó en mi piel. Tu
abrazo posee un inexplicable poder reparador, y tengo miedo. Miedo a añ orarte cuando te
vayas. A que te estés convirtiendo en algo que ansío y no puedo permitirme retener.
—Delilah...
—No tendría que haber venido. Lo siento. Buenas noches, Kenneth.
Mi amago de abrir la puerta para huir y recuperar mi compostura fue abruptamente
interrumpido por su brazo, que se interpuso en mi propó sito y derribó mis ya frá giles
defensas.
—Rubia, burbujeante y fresca como una buena cerveza, y sin embargo nunca intercambié
con esa mujer má s que un simple coqueteo inocente —dijo, besá ndome en la nariz—. ¿Y
sabes por qué, mi adorada miss Khan? Porque ella... no eres tú .
Me dedicó una sonrisa gamberra, y me lancé a deshacerla a base de besos, rodeá ndole el
cuello con los brazos y mordiéndole la boca como si quisiera conservar un pedazo de
aquella suculenta porció n de cielo. Nos precipitamos contra la pared, y Kenneth descuajó
mi diadema, arrojando las flores al suelo y sepultando los dedos en mi pelo. Sus labios
torturadores resbalaron hambrientos por mi clavícula, y le ayudé a desatar los tirantes de
mi vestido. Sus manos bailaron traviesas entre los pliegues de mi falda, hasta que
encontraron un punto de apoyo en el que elevarme en el aire. Como réplica a su invitació n,
enrosqué mis piernas en su cintura.
Nos palpamos enloquecidos, borrachos de deseo e impaciencia. Nos besamos fusionados el
uno con el otro, ansiosos, derribando cualquier objeto que se interpusiera en nuestro
camino, y Jameson me sentó en la có moda para bajar la cremallera de mi traje con má s
facilidad, mientras yo le arrancaba el cinturó n. Caímos sobre el jergó n como el atadijo de
una carreta de bueyes, rodando en él hasta que nos precipitamos al suelo en el lado
opuesto, y terminé a horcajadas encima de aquel cuerpo extraordinario que anhelaba
marcar desde que conocí a su dueñ o.
Arrastramos las sá banas de la cama en nuestra odisea frenética, enredá ndonos con ellas.
Sembré besos por su torso y su vientre, haciéndole arquearse de placer y soltar un
prolongado gemido. É l entonces me sostuvo la nuca con una mano, diciendo:
—Ay las ganas, Lyla. Las ganas que te tengo. Nadie nunca me ha hecho sentir así. Santo
cielo, se me hace la boca agua solo con pronunciar tu nombre.
Se irguió para alcanzar mis labios de nuevo, y me dejé consentir por su dulzura impetuosa.
Aquella decisió n de dejarnos devorar por lo que fuera que sentíamos iba a trazar un
sendero que podía destrozarnos a los dos, pero en ese instante, éramos incapaces de
razonar. Y por ello nos amamos sin reservas, sin prudencia, sin contrició n. Ya
saborearíamos el amargor de las consecuencias después.
Me tomó en brazos y me depositó en el lecho como si fuese un pétalo delicado. Terminó de
despojarnos de nuestras ropas y me atormentó con má s besos voraces que recorrieron mi
talle con idéntico apetito. Mis jadeos llenaron la habitació n, flotando vivarachos sobre
nuestras cabezas, y aquel catre de pronto se transformó en un nido de extremidades
entrelazadas en el que deseé permanecer eternamente.
Encajamos como las piezas de un puzzle perfecto. Su pasió n era adictiva, fiera y ambiciosa.
Me lanzaba a las alturas y me hacía tocar las estrellas con la punta de los dedos, para luego
tirar de mí y hundirme en un exasperante abismo de insaciabilidad. Nos poseímos, nos
mordimos y nos vaciamos de nuestro mutuo delirio, intercambiando posiciones en un
salvaje combate cuerpo a cuerpo, á vidos por dominarnos el uno al otro.
Expuesta al licencioso rumbo de sus manos, experimenté el deleite en su má s primitiva
esencia. Quería tomar tanto como pudiera de él, y entregarle cuanto demandara de mí,
sumergidos en aquella implacable corriente de éxtasis. No era ninguna inexperta en la
materia, pero la violencia del clímax me pilló desprevenida, y acabé consumida y
desmadejada en sus brazos, urgiéndole a volver a ahogarme a besos hasta que nuestros
pulsos recuperaron la normalidad.
Eran malas noticias para la Delilah Khan que había entrado en ese cuartito sin saber a qué
se enfrentaría, porque otra mujer muy distinta se levantaría de esa cama a declararle la
guerra.
Una guerra que no tendría fuerzas para ganar.
IX

Se quedó dormida sobre mi cuerpo desnudo, y muy despacio, me giré para depositarla en el
colchó n a mi lado, con cuidado de que no cayera del camastro. Aprovechando su modorra,
contemplé la belleza de sus formas, acariciando su zona lumbar, donde comienza la
curvatura de las caderas. La suave piel bruñ ida hizo resbalar mis dedos hacia sus muslos,
deslizá ndolos como en una superficie lustrada, induciéndome a admirar abstraído su
anatomía simétrica y carente de tacha alguna. Delilah era tan grandiosa que asustaba, y ya
era má s que obvio que me había prendado de ella como un cadete. ¿Se habría dado cuenta
de lo que significaba para mí lo que acabá bamos de compartir?
—¿Qué haces? —preguntó somnolienta, soltando una risita perezosa—. Para, que tengo
cosquillas.
—Despierta, dormilona, que Morfeo te ha secuestrado a base de bien. Es pasada la
medianoche.
—¿Qué? —se sentó en la cama, alarmada.
—Tranquila, si Bertrand ya ha regresado, no puedes volver a tu habitació n con esas pintas.
Y si continú a fuera, no tienes de qué preocuparte. ¿Quieres que vaya a averiguar?
Asintió agradecida. Sus mejillas arreboladas y su cabello revuelto eran la visió n má s
hermosa de la que había disfrutado en añ os. Me vestí y acudí a recepció n a preguntar por
Kronbach, con la suerte de que quien se encontraba allí era el relevo de la muchacha de la
discordia.
Volví con mi ninfa de los bosques lo má s deprisa que pude para comunicarle que su
carcelero seguía festejando y maquinando maldades contra Europa con sus estirados
compatriotas, y me deshice de mis prendas con la prontitud de un rayo para retomar
nuestro tête-à-tête.
Delilah rio como una chiquilla cuando me metí bajo las sá banas y la abracé, atrapando la
tersa piel de su garganta entre mis dientes. Me repetía que debía irse, y que le alcanzara la
ropa que se había dejado desperdigada por el dormitorio, mientras yo me hacía el sordo
adrede e ignoraba todas sus pullas.
—¿Has visto la devastació n que has desencadenado en mi humilde cueva? —bromeé,
besá ndola alrededor del ombligo—. Ni que hubiera pasado un huracá n por el á tico del
excelso Grand Hotel.
—Culpa tuya. A mí no me eches el muerto —se excusó ella—. Tu salvajismo en la alcoba
rompe cosas y causa demasiado desorden, Kenneth. Debería darte vergü enza.
—No puedo creer lo que estoy escuchando. ¡Me besaste tú ! No, corrijo. Me mordiste tú ,
desatando la tormenta. Me impones tu irresistible presencia, restregá ndome por la cara ese
vestido con un contoneo que hace que babeen hasta las piedras, ¿y me pides que
permanezca impasible ante tal provocació n?
Continué besando su figura expuesta, siguiendo una línea imaginaria que partía de su
cintura, pasaba entre sus senos y convergía en su boca. Delilah suspiró mimosa, recibiendo
mis caricias y devolviéndome con su abrazo el doble de lo que yo le regalaba.
—¿De verdad no te implicaste con la recepcionista má s de lo necesario? —cuestionó ,
suspicaz.
—No, no lo hice. No se merecía que la utilizara como una vía de escape a mi deseo por otra
mujer.
—Embustero.
Besé el lunar de su mejilla y la estreché contra mí.
—Considero que es lo justo revelarte la naturaleza de mis sentimientos —comencé a
explicar—. Antes de que abandones este refugio y la nostalgia y los celos me devoren por
dentro. Me estoy enamorando de ti, Lyla. Y cuando todo esto acabe, lo ú nico que quiero
recuperar de mi antigua vida es a mi hija. Dime qué tengo que hacer para que te quedes
conmigo.
Delilah se sentó en la cama y posó una mano en mi pecho, donde mi corazó n latía fuerte y
enardecido.
—Es un error intentar forzar la unió n de dos personas cuyos caminos está n condenados a
bifurcarse en sentidos opuestos —dijo—. No te convengo.
—¿Por qué? ¿No sientes lo mismo?
—No me conoces lo suficiente.
—Dos semanas contigo me han aportado má s que ocho añ os de matrimonio con Dottie —
insistí—. Ademá s, ¿quién decide cuá nto tiempo debe transcurrir para que sea aceptable
querer a alguien?
—Eres un hombre con proyectos y sueñ os distintos a los míos —objetó —. Anhelas una
familia que yo no puedo darte.
—¡Ya tengo una familia, Lyla! Solo te estoy pidiendo que formes parte de ella.
Lo que sea que dije le arrancó un repentino sollozo. Me incorporé también, sintiéndome
culpable.
—No era mi intenció n presionarte, perdó name —me disculpé—. A veces no sé có mo
tratarte, es todo muy nuevo para mí.
—No puedo tener hijos —soltó de improviso—. Soy… estéril, Kenneth.
Sus palabras me cayeron encima como un balde de agua helada. Desde que la conocí, había
notado un ligero deje de melancolía en su mirada, en sus ademanes, en su tono de voz. Mi
simpleza me llevó a pensar que aquello era un á ngulo má s de su extravagante personalidad,
y no podía estar má s equivocado.
Nuestro desenfreno me había hecho actuar como un efebo imprudente, y me dejé guiar por
mi pasió n, comprometiendo tanto su futuro como el mío. Ahora que me confesaba que no
podría haber consecuencias de aquella locura, me costaba definir có mo me sentía al
respecto.
—¿Está s… segura?
—Lo llamaron útero infantil al evaluarme, tras perder a tres bebés —expuso, abatida—.
Parece un calificativo tan inocuo, ¿cierto? Y resultó ser una maldició n que destruyó mi
juventud y que me persigue hasta hoy.
—¿Y él?
—Se negó a casarse conmigo y se esfumó , llevá ndose nuestro dinero. Por entonces
vivíamos en Liverpool. Me mudé a Londres para intentar empezar de cero con los exiguos
ahorros que reuní, y allí, mientras cantaba en un club nocturno, un cazatalentos me
descubrió . El resto ya es historia.
Me sería imposible comprenderla, pero sí sentir empatía por su congoja. Las deformidades
en la matriz eran un diagnó stico relativamente comú n entre mujeres con problemas para
concebir; yo mismo había tenido que dar la triste noticia a algunas pacientes.
—Es difícil, pero he sido testigo de algú n que otro milagro —sentencié—. Todo depende
del alcance de la anomalía.
—Yo no creo en milagros, Ken.
—Pero yo sí creo en esto —objeté, plantá ndole un beso en los labios y tumbá ndola boca
arriba—. Ese cobarde se fue porque hay que tenerlos bien puestos para lidiar con tamañ a
hembra. ¿Te he dicho lo que me fascina la tonalidad de tu piel? Eres como un toque de
canela en mi postre favorito. Dan ganas de engullirte a lametones. Y mira por dó nde, me ha
entrado hambre y me apetece ponerme las botas con una buena sobremesa.
—¡Ni lo sueñ es! ¡No!
Su risa fue amortiguada por las sá banas que cubrieron nuestras cabezas, y me preparé para
mostrarle un atisbo de la felicidad que estaba dispuesto a ofrecerle si me aceptaba.
Volvimos a hacer el amor con el mismo afá n, pero esa vez procuramos rebajar el ruido y no
salirnos de la cama, ya que terminar con algú n hueso roto sería muy poco productivo.
Nuestro peculiar romance se había iniciado con un encuentro desafortunado, una botella
de arsénico y una pistola apuntá ndome entre ceja y ceja, vamos, todo lo que cualquier
hombre promedio deseaba en la vida.
Si salíamos ilesos de aquella odisea, ya nada podría con nosotros.

No vi a Lyla en los siguientes dos días. Sus compromisos la mantenían ausente casi todo el
tiempo, y las invitaciones a fiestas y banquetes no dejaban de llegar. Antes de que regresara
a su habitació n la noche que pasamos juntos, habíamos acordado un lugar seguro para
intercambiar mensajes en caso de que se diera alguna emergencia. Debía enviar a Teasley
un informe sobre lo que había averiguado en el Britannia, y yo estaría pendiente de
posibles cabos sueltos que entorpecieran su tarea.
La cama vacía de mi cuarto fue ocupada por Elek, un ex minero esbelto de no má s de veinte
añ os, parco en palabras y no muy inclinado a interactuar con sus semejantes, excepto con
Asztrik, el patriota comunista que me ayudó a instalarme el primer día. No hablaba casi
nada de inglés, por lo que la mayor parte de las veces habíamos de comunicarnos por
señ as, y creo que ninguno de los dos está bamos por la labor de hacernos grandes amigos,
así que la barrera del idioma fue un pretexto bastante ú til que usá bamos con modesta
asiduidad.
Elek era un compañ ero silencioso, aseado y cortés, pero no podía evitar hallarme irritado
por su presencia. El joven poco sabía de mis inquietudes y desvelos, y que su adhesió n a la
plantilla del Royal me había obligado a compartir mi espacio con él y renunciar a má s
escarceos furtivos con la mujer que me quitaba el sueñ o, y mi subconsciente le atribuía mi
desazó n siempre que le veía entrar por la puerta.
Empecé a desesperarme. Necesitaba verla, hablar con ella. Tocarla, abrazarla. Marcarle la
piel a besos y susurrarle al oído má s sandeces sensibleras. Verificar que estaba bien, y que
ese animal la trataba como se merecía. No estaba seguro de lo que Delilah sentía por mí,
pero no amaba a Kronbach, y conocer aquel dato me insuflaba un placer inicuo.
Después de meditarlo, decidí escribirle una nota y colocarla en el compartimento acordado
del ú ltimo piso. Serví los desayunos a la segunda tanda de huéspedes en el comedor
principal y corrí hacia las escaleras. Convinimos en revisar el “correo” mañ ana, tarde y
noche, y si me daba prisa, mi esquela no tendría que esperar a la hora del almuerzo a ser
leída.
Un rodapié suelto detrá s de una columna había sido el sitio escogido. Me cercioré de no ser
cazado por ojos intrusos y aparté el zó calo para depositar mi carta, y vi que Delilah me
había dejado algo allí. Introduje una mano y saqué el sobre, rompiéndolo exaltado y
leyendo su contenido de rodillas en aquel corredor solitario:

“Acude al apartamento a las diez en punto. Balboa te espera para darte una pequeña
sorpresa. Disfrútala.”

Eran las nueve y cuarto. Tendría cuarenta y cinco minutos para cambiarme e idear una
manera de escurrirme fuera del edificio. Dejé mi nota, devolví el rodapié a su hueco, me
guardé el mensaje de Lyla bajo el puñ o de mi camisa y subí al á tico en busca de Asztrik.
Me abrió la puerta de su dormitorio, sin embargo no me invitó a entrar. Elek estaba con él,
y percibí un nerviosismo inusual en ambos, como si mi repentina visita no fuese
bienvenida. Mi compañ ero de cuarto le hablaba atropelladamente en hú ngaro, y deduje que
le instaba a deshacerse de mí.
El hueco entre el marco y la tabla esmaltada me concedió una disimulada y breve ojeada al
interior. Me disculpé con mi camarada por la intromisió n y le pedí el favor de cubrirme
hasta que regresara de una cita impostergable. Accedió a ayudarme a esquivar al jefe de
planta y ni esperó a que le diera las gracias, despachá ndome con una irritació n mal
camuflada.
Mientras accedía a la avenida por la zona del servicio, me pregunté para qué querrían
tantas herramientas como las que habían desparramado sobre la mesita emplazada en
medio de la estancia. ¿Qué estarían haciendo en aquella covacha?
Delilah me había enseñ ado a transcribir mi alias al có digo morse, y así me identificaba
cuando me reunía con los demá s agentes. Willow me indicó la misma salita de siempre, y al
internarme en aquella madriguera temporal del SIS, saludé a Balboa con una inclinació n de
cabeza entretanto este hablaba por teléfono.
La operadora le conectó con el destinatario de la llamada, y el hombre me indicó que me
acercara. Me entregó el auricular y dijo:
—Todo tuyo, Kurnaz.
Me senté en una silla libre, ignorando qué hacía allí, con quién iba a hablar o para qué me
requerían, pero no osé preguntar. Cuando una voz grave, masculina y abrumadora se
escuchó al otro lado, y comunicá ndose en inglés, una sensació n singular de bonanza se
apoderó de mis encrespados nervios, y enuncié sin pensar:
—¿Nos… conocemos?
—Saludos, Jameson —replicó mi interlocutor—. ¿Sabe quién soy?
—He oído su voz antes en algú n otro momento. Su timbre es… muy peculiar. Deje que
piense...
—A no ser que haya trabajado para mí, dudo que nuestros pasos se cruzaran en el pasado
—objetó él—. Lamento que las circunstancias le empujaran hacia nosotros. Garbo me ha
hablado mucho de usted.
—Dios mío. Teasley.
—Encantado.
—Disculpe por no poder decir lo mismo.
El responsable má ximo de que mi existencia se hubiera convertido en un aná rquico
desbarajuste las ú ltimas semanas pareció divertirse con mi comentario. Su risa me escoció ,
pero no me quejé. Una cuestió n má s importante que mi ego herido rondaba mi mente en
ese instante.
—¿Mi hija?
—Con una salud de hierro y a mi lado ahora mismo. Garbo me pidió el favor. Tiene dos
minutos.
El siguiente sonido me dejó petrificado, y hube de frotarme los ojos encharcados por las
lá grimas.
—¿Papi?
—¡Cariñ o! ¿Có mo está s, mi amor? —inquirí, sorbiéndome la nariz.
—Tyron me ha dado una bolsa de confites de colores. ¡Me he comido la mitad! Ya sé que me
hace dañ o en los dientes, ¡pero está n tan buenos! ¿Vas a volver a casa? Te echo de menos.
Su candorosa perorata me calentó el alma, y rumié sus palabras como un mendigo que
mastica emocionado un pedazo de pan recién hecho tras ayunar durante días.
—Volveré en un abrir y cerrar de ojos, ya lo verá s —aseveré—. ¿Se portan bien contigo? ¿El
señ or Teasley…?
—Su casa es muy bonita —me interrumpió Hilda, vibrante de excitació n—. Hay un
conservatorio en el jardín, y campanillas por todos lados. También rosas y jacintos. El
caminito que lleva al invernadero lo construyó él con pizarra gris.
—¿Está s en su casa?
—¡Y tengo una habitació n entera para mí! No es tan grande como la mía, pero la cama me
encanta. Hay un piano que nadie usa. Creo que era de su esposa. Se puso triste cuando me
vio sentada en él, y me preguntó si sabía tocar.
—Estoy feliz de oírte, mi princesa —sostuve, má s sosegado—. Pó rtate como tú sabes,
obedece en todo y no salgas sola a la calle, ¿vale?
—Vale. Me tengo que ir. Estoy bien, papá , no te angusties. Tía Olivia también. Te mando un
beso de azú car.
—Otro para ti, pajarito.
Aguardé a que colgara, pero Teasley volvió a ponerse. No supe si agradecer su gesto
altruista de alojar a mi cachorro en su propio nido o interrogarle sobre sus verdaderas
intenciones al respecto. ¿Sería Hilda una rehén con la que negociaba para garantizarse una
victoria segura en la Operació n Budapest? ¿Qué haría con ella si Lyla o yo no teníamos éxito
en nuestra empresa?
—¿Novedades?
—Ninguna desde el informe que Garbo le envió —respondí secamente.
—Mantenga los ojos abiertos y vigilantes, Kurnaz. Es la diferencia entre la vida y la muerte.
Una llamada telefó nica como aquella podía ser interceptada por terceros, o por las mismas
operadoras que establecían la conexió n, así que debíamos mostrar precaució n má xima con
las conversaciones y los datos que compartíamos. No obstante, no me pude resistir a
preguntar.
—¿Y Webb?
—Lecció n recibida. No volverá a molestarle ni a usted, ni a su familia.
—Entiendo.
—No recurrí al camino fá cil —me corrigió —. Me inclino por ideas má s abyectas. Se lo
contaré en un encuentro en persona. Cuídese.
Cortó la comunicació n, evitando que le respondiera, y me invadió una frustració n
arrolladora, suscitando má s interrogantes aú n en mi mente confundida. Me despedí de los
agentes y me dirigí al hotel, pasando por mi cuarto a recuperar mi uniforme antes de ir a
comprobar si Delilah me había contestado.
No había dejado nada en el compartimento. Ni una mísera línea. Pero se había llevado mi
carta, así que tocaba esperar. Cuando una mano indiscreta me rozó en el hombro estando
todavía agachado en el suelo, me giré presto como un rató n y aferré la muñ eca femenina
con la mañ a de las garras de un depredador.
—Tienes unos reflejos extraordinarios, Kurnaz. Una de las cualidades que má s me
apasionan de ti.
Tiró de mí para ayudarme a ponerme en pie, y me arrastró a un rincó n pró ximo a las
escaleras que conducían al á tico. Allí nos abalanzamos el uno sobre el otro, besá ndonos con
codicia, y la prensé con mi torso contra el muro, hurgando afanoso debajo de su falda.
Delilah gimió en mi boca y resolló sofocada:
—Si seguimos comportá ndonos como pú beres inconscientes, algú n día nos verá n, lo
mandaremos todo al traste y Teasley ordenará que nos fusilen.
—¿Por qué has venido a buscarme entonces? —la reté, belicoso—. Llevo dos días sin verte.
Cuarenta y ocho horas sin mi dosis de este cuerpo incendiario que me hace cometer
cualquier disparate con los ojos cerrados. Uno tiene sus límites.
—Lo que escribiste en tu nota… dímelo mirá ndome a los ojos.
—Ajá . ¿Mis letras han derretido el inalcanzable corazó n de hielo de miss Khan?
Me dio un manotazo en la pechera y bufó una frase en un idioma en el que nunca antes la
había oído hablar. La inflexió n de su voz me dio a entender que lo que había dicho no era
una lisonja.
—¿Era eso una palabrota?
—No. Solo te he insultado en turco. Salak en este contexto significa imbécil y algunos de sus
sinó nimos.
Volvió a pegarme cuando me reí, y la estreché en mis brazos, recuperando mi expresió n
sobria y reflexiva.
—Reitero cada palabra que garabateé en ese papel —afirmé, rotundo—. Me mandaron a
ese tren a arrancarte la vida, y he acabado entregá ndote la mía. He caído en la celada que te
tendí, y no quiero salir de ella. Solo pídemelo y huiremos a donde quieras. De Webb, de
Kronbach, de Teasley, de todos… a alguna isla paradisíaca, o a la patria de tu padre. Podría
ejercer la medicina donde fuera. Dime que sí, Lyla. Por favor, di que sí.
—Las cosas bellas se afean tarde o temprano, y lo bueno suele durar poco —arguyó —.
Crees que me quieres, pero te cansará s. Lo hará s, Kenneth.
—No me evalú es con el prisma sesgado de tu experiencia. No me está s haciendo justicia.
—Adoro estar contigo. Recorrerte a besos. Olvidarme del mundo cuando tus manos me
acarician y tu ternura me arropa. Escucharte reír, aunque sea a mi costa.
—¿Y qué te impide retenerme a tu lado?
—Quiero que seas feliz junto a tu pequeñ a. Mi presencia empañ ará vuestra dicha. Me
parezco a Dottie lo que un fragmento de carbó n a un diamante.
—El carbó n y el diamante son el mismo elemento, pero ambos han recibido distinto trato,
lo que condiciona su resultado final —razoné—. Compararte con la madre de Hilda es
estú pido e infructuoso. No quiero repetir lo que viví con ella, ni que sustituyas lo que perdí.
Cuando la misió n finalice y te marches a Debrecen, volveré a Inglaterra, a mi hogar y a mi
rutina. Y me asomaré a la ventana cada mañ ana esperando verte llegar.
Delilah cerró los pá rpados, supuse que imaginando la escena. Luego me besó lentamente,
demorá ndose en cada milímetro de mis labios, dá ndome tiempo a recrearme en el sabor de
los suyos, haciéndome hervir de necesidad.
Jugué con su pelo, rocé sus pó mulos con mis dedos, descendí a su mandíbula, a su cuello y
volví a encararla para beberme su mirada parda.
—No vas a desistir.
—A no ser que lo nuestro sea un mero pasatiempo para ti. No puedo evitar visualizar
paseos de la mano por las calles de Ankara, o soñ ar con contemplar puestas de sol desde
algú n balcó n en una ciudad perdida del país otomano. Hacerlo en tu compañ ía sería una
fantasía hecha realidad.
—Sabes venderte, querido. Qué tentador. Kenneth… en cuanto a Bertrand… le he echado de
mi habitació n.
—¿Có mo?
—Provoqué una discusió n absurda y lancé su ropa al pasillo del hotel —explicó , exultante
—. Me comporté como una trastornada. Ya me ha enviado dos ramos de flores pidiendo
disculpas, pero no quiero que manche lo que tú y yo tenemos… no… no lo soporto.
Sus mejillas habían adquirido un rubor que acrecentó aú n má s mi terneza.
—Cuando regrese del recital en Sándor Palace mañ ana, pediré que me suban la cena. No
acudiré al restaurante. Procura ser tú el que se ocupe de traérmela.
—A tus ó rdenes, Garbo —dije, agasajá ndola con un estirado saludo militar—. Allí me
tendrá s. Y Lyla… Teasley me ha contado que fuiste tú quien orquestó lo de la llamada. No te
haces idea de lo que ha significado escuchar su voz angelical en medio de esta vorá gine.
—Lo sé, Jameson. Por eso lo he hecho —replicó , repasando el contorno de mi bigote con el
índice—. Es un placer hacerte sonreír. Siempre.

Rudolf Diels dejó el Royal a mediodía, poniendo rumbo a Prusia y adelantá ndose al canciller
y a sus hombres en su regreso. La residencia del primer ministro iba a acoger el ú ltimo
evento en el que los políticos germanos participarían, finalizando así la operació n
encabezada por Delilah con la que el SIS pretendía averiguar la razó n de su paso por
Hungría, ademá s de investigar los movimientos de la Gestapo dentro y fuera de Alemania.
Lyla estaba segura de que Kronbach había liderado la cacería de Theodor Lessing en
Checoslovaquia, y que por ese motivo no había viajado con ella desde París, pero la escasez
de pruebas incriminatorias le impedían realizar una acusació n formal, pues Bertrand se
había cubierto bien el trasero aliá ndose con el nuevo gobierno teutó n.
La vi partir con él hacia Sándor Palace, enfundada en un vestido gualdo y guardando las
distancias con el empresario, que caminaba detrá s de ella enojado. Su audacia al expulsarle
de su habitació n, fingiendo un acceso de celos por el supuesto flirteo de este con una de las
damas asistentes a la fiesta del Britannia, era una tá ctica temeraria, un pretexto peligroso
que podía significar el ocaso de su relació n, y por ende, la ruptura de la ú nica vía que
permitía a la inteligencia britá nica acceder a la intimidad de esa amenaza a la democracia.
No obstante, fui incapaz de disuadirla o reconvenirla por su decisió n. Mis afectos habían
ahogado todas las protestas de mi cerebro. Mezclar el trabajo con el placer era una pésima
elecció n, pero por mí que se fueran a tomar viento fresco todos los proverbios y frases de
sabiduría que nos forzaban a proceder con cautela y renunciar a nuestros deseos. Había
muchos peces nadando en el mar, sí, mas aquella fiera indó mita con cuerpo de mujer era mi
pez, y antes muerto que cedérsela voluntariamente a Kronbach. El afá n de ser los
poseedores absolutos del objeto de nuestros afectos era algo intrínseco en el ser humano,
aptitud que compartíamos con los animales como parte del instinto de supervivencia, y no
iba a pedir perdó n a nadie por ello. Porque yo también era suyo. Suyo y de nadie má s.
Me colé en la suite de Delilah con un carrito de sá banas limpias e hice lo que se me había
prohibido tajantemente: sisar su revó lver. Fue un impulso cuya causa ni me molesté en
analizar. Me lo guardé en la cinturilla del pantaló n y salí al corredor despejado, portando la
ropa de cama que acababa de reemplazar. Llevé mi bulto a la lavandería y subí a los
aposentos del servicio a dejar mi adquisició n en un escondrijo a salvo de fisgones
inoportunos, debajo de una tabla suelta en el suelo entre mi camastro y una mesita de
noche. Cuando le llevara la cena a Lyla en unas horas, se lo contaría y engulliría con
dignidad su lluvia de recriminaciones.
Elek irrumpió con Asztrik en el dormitorio antes de que pudiera deshacerme del arma, por
lo que hube de mantenerla oculta bajo mi chaqueta.
—¿Qué haces aquí, Tavish? —preguntó el segundo, mostrando una irritabilidad semejante
a la que había desplegado sobre mí anteriormente—. ¿No deberías estar revisando la
cubertería?
—Bajaré enseguida —ratifiqué, desconfiado. Elek portaba una cestita con flores autó ctonas
e iba vestido de calle. Me miraba como si fuera la ú ltima persona del planeta a la que
deseaba ver—. Szia, Elek —saludé, cortés.
Sabía que no me respondería, así que salí sin esperar contestació n, cerrando la puerta.
Permanecí unos segundos con el oído atento, y fui testigo de otra disputa verbal en
hú ngaro, en la que Asztrik mencionó el apellido por el que se me conocía entre el personal
del hotel: Campbell.
Discutían sobre mí, pero... ¿por qué? ¿Qué estaban ocultando esos dos? Ademá s, el turno de
Elek coincidía con el mío, y a no ser que el jefe de planta le hubiera encomendado algú n
encargo, este tenía prohibido ausentarse del Royal.
Como un fogonazo mental que me iluminaba el camino a seguir, galopé hacia el cuartito de
Asztrik, presto a curiosear entre sus pertenencias y lanzar un poco de luz sobre su extrañ o
comportamiento. La imagen de las herramientas que había divisado en su mesa, unida al
desasosiego que ambos exhibieron ante mi presencia en dos ocasiones, compuso en mi
mente un rompecabezas que me hostigaba y me producía una inquietud alarmante.
En una bolsa de cuero sepultada entre colchas dobladas al fondo del armario, hallé los
aparejos que buscaba. También una postal con una X marcando un punto de los jardines de
un augusto palacio de estilo neoclá sico, junto a los restos de lo que parecía… ¿dinamita?
—No. No puede ser.
—¡Suelta eso ahora mismo! —gruñ ó Asztrik en mi nuca.
Me di la vuelta para confrontarle.
—¿Qué es todo esto? ¿Para qué quieres estos explosivos?
La mueca de desprecio de su rostro enjuto me dijo todo lo que necesitaba saber. Rescaté de
entre mis recuerdos la charla del día que nos conocimos y me aleccionó sobre parte de la
historia de su tierra, su proclividad política y la sed de revancha que floreció en sus ojos.
—¿De dó nde has sacado la dinamita? —inquirí, agitado—. ¿Quién te la proporcionó ? ¿Ha
sido Elek?
La conmoció n que me causó mi hallazgo me hizo olvidar alterar mi acento, y Asztrik sonrió
malicioso, dando un paso hacia mí y diciendo:
—Tú no eres escocés. Y apuesto a que ni siquiera te llamas Tavish.
—Contéstame, Asztrik. Este tipo de detonante es de uso comú n en las minas. Es de ahí, su
antigua ocupació n, de donde robó tu amigo el material, ¿no?
—No meterse en asuntos ajenos es de sabios —me cortó —. ¿Por qué está s tú aquí? ¿Qué te
traes con esa cantante turca con la que pasaste la noche en el á tico? La vieron salir de tu
habitació n de madrugada. Tienes suerte de que Farkas viniera a contá rmelo a mí en vez de
delatarte al mayordomo. Te advertí que entre estas paredes hay normas, Campbell.
Ignoré su bravata defensiva. No podía probar nada contra mí, aparte de que había
falsificado mi identidad, y que Lyla y yo éramos amantes.
—Vais a cometer un atentado —rezongué, casi sin aliento—. ¿Dó nde? ¿Cuá ndo? Sois
demasiado jó venes para partir de este mundo con el cuello quebrado por una soga, chico.
¿Quién es el insensato que os ha animado a mancharos las manos de sangre?
—Tarde para consejos —espetó él, arrebatá ndome la bolsa y sacando una estaca de
madera de dentro del macuto—. Tú vas a estarte calladito, y no te meterá s en medio. Me da
igual lo que hayas venido a hacer a Hungría, o que te beneficies a la concubina de ese
alemá n engolado en cuanto baja la guardia. Gö mbö s y sus colegas nazis no van a seguir
haciéndonos la vida imposible, y si hay que hacerles estallar como si fueran una ristra de
petardos encendidos, bienvenido sea el sacrificio.
Gömbös y sus colegas nazis. Al oír esa frase, las ná useas me retorcieron los intestinos.
Delilah acababa de partir hacia la residencia del primer ministro a asistir a un recital, y
compartiría espacio con la élite alemana y los mandatarios hú ngaros, los objetivos de aquel
par de mocosos comunistas con ínfulas de asesinos.
—¿Es este el Sándor Palace? —maullé fuera de mí, agitando la postal con la X señ alizada en
los jardines—. Elek… la bomba… está en la cesta de flores… dime que ese idiota no se dirige
allí. ¡Dímelo, Asztrik!
—Pillarlos a todos juntitos, y matar varios pá jaros con un solo reventó n, ese es el plan —
arguyó , apuntá ndome con la estaca—. Y ambos aguardaremos aquí hasta que Elek regrese
y nos dé tiempo a desaparecer. Para cuando la policía te encuentre amarrado a esa silla de
ahí, ya habremos cruzado la frontera.
Mi edad, experiencia y musculatura superaban a las suyas con creces, pero eso no parecía
amedrentarle. El jovenzuelo estaba preparado para presentarme batalla, para plantarme
cara con lo que tuviera a mano, y un contrincante audaz que no supiera lo que era el miedo
era mucho má s pernicioso que un soldado entrenado.
No obstante, había cosas que nunca cambiaban, y una de ellas era la capacidad de
persuasió n de una pistola apuntá ndote a la altura del corazó n. Cuando desenfundé la
Webley y dirigí su cañ ó n al pobre petimetre, Asztrik reculó sorprendido.
—No me obligues a usarla —siseé, cansado—. Gö mbö s probablemente merezca el destino
que tú y los que habéis organizado esta masacre habíais escrito para él, ¿pero qué culpa
tienen los que van a morir allí también, y será n etiquetados como daños colaterales por la
prensa, cuando esta se haga eco de vuestra fechoría?
—Si disparas, todo el hotel te oirá .
—Y si no me dejas ir, Sándor Palace será un depó sito de cadá veres, y tu madre te verá
retorcerte en el patíbulo —repliqué—. Porque Elek escapará , muchacho. Y lo que les
hicieron a tus familiares en la purga del Terror Blanco será una broma macabra comparado
con lo que te van a hacer a ti. Que te ahorquen o fusilen será un privilegio. A los criminales y
terroristas se les tortura con métodos que ni los bá rbaros usaban, ¿comprendes? Detendré
a Elek, y os daré la oportunidad de huir. Corre lo má s rá pido que puedas. Tu vida a cambio
de la de toda esa gente.
—¿Qué motivos tienes para intentar salvarles? —escupió , rabioso—. Esos cretinos
destruirá n la endeble paz que nos sobró después de la guerra, y cuando suceda, recordará s
el día en el que pudimos detenerles, y tú lo impediste por causa de una mujer. Porque lo
que tienes bajo los pantalones habló má s alto que tu sentido de la justicia.
—Apá rtate o te coso a tiros, Asztrik.
Se alejó de la puerta para cederme el paso, y atravesé el umbral sin desligarme ni un
momento de su mirada torva. Asztrik podía tener razó n en cuanto a Hitler y Gö mbö s, pero
yo no ambicionaba jugar a ser Dios y moldear el futuro a mi antojo. Muchos imperios se
habían sucedido a lo largo de la historia, y una bomba casera escondida en un ramito de
eléboros no iba a diversificar el curso de los acontecimientos.
Me guardé el revó lver cuando estuve fuera de su alcance. Esperar al ascensor era una
pérdida de tiempo, y opté por precipitarme por las escaleras como un luná tico huyendo de
los guardias de un manicomio. Abandoné el Royal por la entrada principal, atropellando a
dos botones que arrastraban un carro con maletas, y ni me detuve para excusarme. Me
despedirían por aquello, y el SIS me echaría encima una bronca de campeonato, pero
entonces solo me importaba llegar al palacio del ministro antes de que Elek hiciera
explosionar su maldita cesta de flores.
Entonces… solo me importaba Delilah.
X

El balneario Széchenyi era uno de los emplazamientos má s formidables que había visitado
en toda mi vida. Ubicado en el corazó n del hermoso parque Városliget, ofrecía a sus
usuarios má s de diez piscinas de aguas termales, tres de ellas al aire libre, con unas vistas
del entorno propias de un cuento de hadas.
Gö mbö s nos había llevado a Bertrand y a mí en un recorrido por los rincones má s
emblemá ticos de la capital, entre ellos la Plaza de los Héroes, un espacio imponente y
florido en el que se erigían las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que
fundaron Hungría en el siglo IX. Después fuimos al Castillo de Vajdahunyad, construido a
finales del siglo anterior en madera y cartó n en una exhibició n temporal, y cuya exposició n
tuvo tal éxito, que el gobierno optó por volver a edificarlo en piedra y ladrillo, y convertirlo
en el Museo Real de Agricultura má s grande de Europa.
Para su levantamiento se inspiraron en los diseñ os de otros edificios hú ngaros. Se
utilizaron distintos estilos, entre ellos el barroco, el romá ntico, el renacentista y el gó tico,
que en conjunto alumbraron aquella excepcional obra de arte. Me paseé entre sus muros
maravillada, seducida por sus escalones, pilares y arcos de má rmol, inmersa en la ilusió n de
estar recorriendo los escenarios de las fá bulas orales tradicionales, como las que habían
recogido los hermanos Grimm en su libro Cuentos para la infancia y el hogar. Nuestro
itinerario finalizó con una excursió n en bote por el lago que bordeaba el castillo, y Gö mbö s
nos dejó de vuelta en el hotel tras el almuerzo, con tiempo suficiente para engalanarnos
para el concierto en su residencia oficial.
Evité a Bert y cualquier conversació n sobre nuestro altercado, y decidí irme de compras al
bulevar. Regresé al Royal con mis adquisiciones, y al entrar en mi habitació n, encontré mi
vestido dorado tendido en mi cama, bajo una nota que rezaba:

“Ya que te has propuesto ignorarme, al menos concédeme el capricho de ponerte el harapo
que te regalé”

No sería inteligente echar leñ a al fuego y extenuar su paciencia, así que acaté su petició n.
Me di un bañ o de espuma y me acicalé a conciencia, y a la hora señ alada, me topé con él en
el pasillo, en traje formal, repeinado y oliendo a un perfume amaderado que impregnó el
aire con un aroma hechizante.
Su belleza era fría, malévola, oscura, como la de un villano de un relato de terror. Sentí sus
manos en mi cintura como las garras de un ave de rapiñ a, y su aliento en mi espalda
estremeció cada vértebra de mi columna cuando dijo:
—Bella como ninguna. A veces me pregunto si te parió una mujer comú n o alguna diosa
desterrada del Olimpo.
—No vas a volver a mi suite, Bertrand. No tolero las humillaciones pú blicas, ni las perdono
—contraataqué, guerrera—. Y procura no entrar sin permiso en mis aposentos. Que
invadan mi espacio personal es una estrategia de acercamiento que me desagrada en
demasía.
Seguí andando erguida y con pose petulante, y Kronbach me siguió , deteniéndose conmigo
ante el elevador.
—No he profanado tu santuario —siseó , enfadado—. Confié mi esquela al jefe de planta,
para que se lo entregara a la camarera a la que hubieran asignado la tarea del aseo diario
de tu dormitorio. Solo le di las directrices oportunas. Y no entiendo tu có lera. Siempre
hemos mantenido una relació n abierta. Nunca te oculté mis otros devaneos. Eres exquisita,
mi muñ eca predilecta, y si tuviera que sentar cabeza, serías la candidata nú mero uno. Pero
soy un hombre, Delilah. Y las tentaciones está n para que se caiga en ellas.
—Pues que te aproveche la tentació n en cuestió n —alegué—. Y asegú rate de que su marido
no os descubre, porque ni tus millones ni tu poder te librará n de terminar tirado en alguna
cuneta con un puñ ado de tierra embutido en la garganta.
El gesto risueñ o del ascensorista se asomó en cuanto se abrieron las puertas, y el
subalterno nos cumplimentó cordial. Compartimos espacio con tres huéspedes que se
dirigían al Szondi Pub, y nos apeamos en la planta baja, donde ya nos esperaba el coche.
Miré a mi izquierda, y vi de soslayo a Kenneth, que me contemplaba como si estuviese
presenciando una epifanía. La forma en la que me miraba me hacía sentirme henchida de
vanagloria, como una gema exclusiva y sin competidor. Admiraba mis encantos y no
disfrazaba su fascinació n por mí, pero al contrario que Bertrand, veía má s allá de mi
carcasa. Apreciaba a la persona, a la mujer que era, con mis deficiencias y virtudes.
Manifestaba sin tapujos sus sentimientos a través de promesas y hechos, dentro y fuera de
la intimidad de la alcoba.
Hubiera corrido a abrazarlo de ser libre para hacerlo, pero me consolé con el pensamiento
de que esa noche compartiría una ampulosa cena con él y le desvestiría sin prisas,
saboreando cada segundo de aquel encuentro prometedor. Después lo estrujaría en mis
brazos, ofreciéndome sin mesura, me apropiaría de su cuerpo y su alma y moriría una y mil
veces abrasada en sus llamas, demostrá ndole con acciones lo que no era capaz de
pronunciar con palabras.
—Sonríe el doble hoy, Delilah —me ordenó Bert—. Que parezca que te derrites por mis
huesos. Te queda una actuació n má s en el Teatro Nacional, y después nos iremos a
Debrecen a seguir con el tour.
—No te molestes en venir —objeté—. Allí no me necesitará s para mantener las apariencias.
Me abrió la puerta del vehículo, y me senté en los asientos traseros. Tras situarse a mi lado,
susurró pretencioso:
—Yo soy quien sufraga tus caprichitos y financia tu excursió n por Hungría. Qué menos que
disfrutar un poco de mis inversiones.
—Que te atribuyas el mérito de mi fama, como si antes de toparme contigo no fuese nadie,
solo pone de manifiesto tu falta de seguridad en ti mismo —contraataqué, ajustá ndome el
foulard que protegía mis hombros descubiertos del frescor del exterior—. Quizá no fuera
tan buena idea reemplazar a Howard.
Sus dedos se aferraron a mi brazo, oprimiéndolo como si tratara de sacarle jugo.
—Si sigues apretando, me hará s un cardenal, y no voy a ocultarlo con maquillaje —le
desafié, serena. Sus arrebatos de semental dominante me causaban má s risa que espanto—.
No querrá s que en nuestro círculo sobrevuelen rumores de que pegas a las mujeres.
—Toda descarriada merece algú n que otro azote que la devuelva al buen camino —alegó ,
estrujando mi extremidad con má s fuerza hasta hacerme gimotear—. Recuerda, mi dulce
madame, que aceptar que mi dinero sufrague tu tren de vida te convierte en mi propiedad.
Y con mis bienes hago lo que me apetece sin dar explicaciones.
—¿Tu propiedad? ¿Como los frisones que tienes en las cuadras de tu casa de campo?
—Exacto. Solo que de ti me fío menos —puntualizó , besá ndome en los labios—. Pó rtate
bien en la choza del ministro, ¿sí? Prometo agradecértelo con alguna chuchería de Tiffany´s.
Le habría gritado muchas cosas para tachar de su rostro aquella sonrisa chabacana e
inmoral, pero reproduje en mi mente las palabras de Kenneth, y estas aplacaron mi furia
como el bá lsamo sobre una herida supurante.
Cuando pusiera punto y final a la Operació n Budapest y mi gira acabara con el ú ltimo
concierto que daría en Szeged, me marcharía con él, estaba decidido. La cú pula del SIS,
sobre todo Tyron, podían irse a hacer gá rgaras. Les había brindado añ os de fiel servicio sin
oponerme o proferir ninguna queja, anteponiendo siempre sus intereses a los míos.
Un espía no posee vida propia, ni derecho a elegir. Ese era el lema favorito de mi mentor.
Tyron Teasley no solo me había enseñ ado todo lo que sabía, sino que había cuidado de mí
como lo habría hecho un padre de verdad. Y en ausencia del autor de mis días, su
aprobació n era lo que má s me importaba en este mundo. Hasta que, al conocer a Kenneth,
desperté a una nueva realidad.
Los humanos éramos seres en busca de luz, como una polilla que se dirige a cualquier
punto de claridad para ahuyentar la negrura que la rodea. Evitá bamos por instinto todo lo
que oliera a penuria, a pérdida, a derrota. Por eso huíamos de las malas noticias, y nos
alejá bamos de todos los que quisieran hundirnos con sus miserias, aunque eso significara
negarnos a extender una mano para ofrecer ayuda.
¿Quién no se ha cansado o se ha mostrado irritado ante el amigo pesimista y alicaído que
nunca tiene una palabra alegre? ¿Quién no ha pasado pá gina rá pidamente en un noticiero,
cuando los sucesos de ese artículo sobrepasan su capacidad de soportar lo allí narrado?
Todos somos egoístas en mayor o menor medida, porque hemos de proteger esa luz
interior que nos guía. Sin ella, estaríamos condenados a muerte.
No pensaba desertar, pero no seguiría posponiendo mi felicidad por el bienestar patrio.
Que Tyron hubiera decidido vivir así —solo Dios y él sabían por qué—, no significaba que
yo tuviera que imitar su ejemplo.
La habitación roja del Sándor Palace, la estancia en la que se celebraría el recital, destilaba
una elegancia sublime, con sus paredes bermejas, sus enormes retratos de los Habsburgo y
su mobiliario estilo neobarroco. Varios de los presentes en la cena del Britannia repetían
asistencia, al igual que nosotros, y los primeros asientos fueron ocupados por el regente
Miklos Horthy, Gö mbö s, el canciller alemá n y su séquito.
Los mú sicos que nos entretendrían aquella velada amenizaron el ambiente con una
adaptació n de una pieza del compositor hú ngaro Franz Liszt, mientras los convidados nos
situá bamos en las butacas asignadas. Tomé una copia del programa que me tendieron y
revisé su contenido. A mitad del concierto habría un intervalo en el que nos ofrecerían una
merienda ligera en los jardines, y el primer ministro nos brindaría una visita guiada por las
estancias pú blicas del palacio que servía como residencia a todos los hombres que
ostentaban su cargo desde que Gyula Andrá ssy, un supuesto amante de la emperatriz Sisí,
lo adquirió y remodeló en 1867.
—Qué bien que nos hayan colocado cerca de una de las puertas —indicó Bert, incliná ndose
en mi oreja—. Si no podemos con el tedio, será má s fá cil escapar.
Me abaniqué con el programa, ignorá ndole. Aú n me dolía su apretó n en el brazo. Se
escuchó un carraspeo al fondo y se hizo el silencio, seguido de un tímido aplauso al que
Kronbach y yo nos unimos indolentes.
Romanian Folk Dances y Allegro Barbaro, de Béla Bartok, inauguraron el evento. No había
oído nunca al intérprete originario del Banato Austrohú ngaro, y disfruté con el excelente
solo de piano de la segunda composició n. Sin embargo, unos instantes después, toda mi
atenció n fue absorbida por una silueta que atravesó uno de los arcos y se ocultó en un
pasillo externo.
Me levanté en mitad de una sonata, mirando asustada en aquella direcció n. Los dedos de
Bertrand se cerraron en torno a mi muñ eca y este musitó :
—¿Qué haces?
—Necesito ir al bañ o a retocarme el pintalabios —respondí. No se me ocurrió una excusa
mejor—. Ya sabes, la vanidad femenina.
Su ceja elevada me dejó clara su disconformidad. Puse cara de disculpa y me escurrí fuera
del grupo, en busca de la persona que había creído divisar segundos antes.
El intruso me había visto salir de la sala, y me siguió a un cuartito contiguo. Cuando me dio
alcance, me arrastró a una esquina solitaria y jadeé:
—¡Kenneth! ¿Qué está s haciendo aquí? ¿Có mo… có mo has conseguido burlar a los guardias
de la entrada?
—Algo tenía que aprender de ti en estas semanas juntos —contestó , recuperando el
resuello. Tenía el rostro enrojecido, como si hubiera corrido una marató n.
Arrugué la frente y le devolví una mirada severa. Le entregué un pañ uelo para que se
secara el sudor.
—Debes irte, Bertrand está conmigo —dije—. ¿Có mo se te ocurre…?
—Van a atentar contra el ministro y los alemanes. Hoy.
—¿Qué?
—Comunistas. Empleados del Royal. Tenemos que idear una manera de desalojar este sitio.
Vienen para acá con un explosivo escondido en una cesta de flores.
El corazó n me dio un vuelco. En el Sándor Palace habrían, entre servicio, anfitriones e
invitados, má s de doscientas personas. Si lo que Jameson me acababa de contar era cierto,
la carnicería sería colosal.
—Durante el intervalo saldremos al jardín a tomar un refrigerio —le informé—. ¿Crees
que…?
—Elek se mezclará entre el gentío. Un ramo de eléboros camuflado entre geranios y rosales
pasará completamente desapercibido —arguyó —. Quiero que salgas del edificio. Ponte a
salvo donde sea, pero lejos del palacio.
—No voy a irme a ninguna parte.
—Delilah, no me vengas con rebeldías reivindicativas ahora —escupió , autoritario—. Ya
podrá s lincharme después, cuando no haya bombas cerca que puedan desmembrarte
entera. Si te pasara algo, si sufrieras un solo rasguñ o, le daría una muerte muy lenta a ese
imbécil aprendiz de sicario, y ya he rebasado la cuota de gente a la que matar por tu causa.
Su discurso exasperado e inquisitorio me conmovió , y se me humedecieron los ojos.
—¿Y quién te cubrirá las espaldas? —pregunté, solícita—. Porque si sales mal parado de
esta encerrona, seré yo la que le vuele los sesos a ese intento de héroe libertador.
—Tendré cuidado, lo juro. Tenemos una cita esta noche, y no pienso perdérmela para
asistir a mi propio entierro.
Abandonamos nuestro escondite improvisado, y Kenneth me asió por la cintura y me besó
apasionadamente. Acuné su cara entre mis manos y balbucí:
—¿Y esto?
—Por si acaso.
—¿Por si acaso, qué?
—Si sobrevivo, la pró xima locura que cometeré será casarme contigo.
—¡Kenneth! ¡Ni en broma lo digas!
—¿Lo de sobrevivir o lo de casarnos?
Se alejó hacia los jardines antes de que pudiera replicar. Le habría lanzado el bolso a la
cabeza por engreído. Aquel hombre me exasperaba má s que un reloj de cuco en una noche
de insomnio.
Retorné a la habitació n roja, donde los acordes de Rapsodias húngaras mantenían ocupados
a los espectadores. Vi que Bertrand no se encontraba en su asiento, pero preferí no ir a
buscarle. Había olvidado que Jameson y su vehemencia me habían borrado el carmín de los
labios, y que probablemente mi maquillaje estaría hecho un desastre.
Bert volvió al cabo de un rato y me miró de hito en hito, escudriñ á ndome con una sagacidad
que me hizo enrojecer. No indagó acerca de mi paradero, y cuando se anunció el intervalo,
le hice una señ a para indicarle que me iba fuera.
—Necesito fumarme un cigarrillo —anuncié, nerviosa—. ¿Me prestas tu mechero?
En cuanto me entregó el encendedor, me escabullí de un posible interrogatorio, yendo a
parar a una galería colmada de ventanales, desde los que pude observar a los invitados
deambulando entre los setos, los lechos de flores y los parterres circulares. Oteé entre los
rostros en movimiento para tratar de ubicar a Kenneth, y lo vi gesticulando delante de un
muchacho al que recordé haber visto en los pasillos del hotel.
Me había exigido que me alejara de allí, que él evitaría la catá strofe, pero saber el peligro
que corría me incapacitaba para obedecer. Prendí mi primer pitillo y caminé como un puma
acorralado por la estancia, con la mente en blanco y desesperada por hallar una solució n a
aquel laberinto funesto.
Miré otra vez hacia el zarzal tras el que Jameson y el tal Elek discutían en señ as. Rocé una
cortina y quemé sin querer una ínfima porció n de tela. De pronto el jovenzuelo puso pies en
polvorosa y Kenneth salió tras él, alarmando a un corro de caballeros a unos metros, que se
giraron intranquilos hacia ellos, y la idea cobró vida en mi materia gris como una
enfermedad vírica en plena temporada de invierno.
Mi travesura podía costarme cara, pero había que intentarlo. Acerqué el cigarro encendido
al cortinaje hasta que una llama lo suficientemente fuerte prendió en él, y abrí una de las
ventanas para que el humo fuera visible.
Mientras bajaba las escaleras e iba hacia el jardín, alguien gritó “¡fuego!”, y se desató el caos.
Los convidados, los mú sicos y parte de la servidumbre se dispersó entre carreras y gritos, y
Kenneth se esfumó de mi campo de visió n.
No estalló ningú n artefacto, no obstante el terror que sentí al haberle perdido la pista me
desorientó . Bertrand me llevó en volandas a la salida y varios de los guardias ayudaron a
evacuar el recinto. Pataleé y conminé a Kronbach que me dejara volver dentro, pero mis
demandas cayeron en saco roto.
Má s le valía a Kenneth salir ileso de aquella hazañ a.
Si no, no me lo perdonaría nunca.

No regresó al Grand Hotel en las horas posteriores al incidente del Sándor. Pregunté por él
a compañ eros, huéspedes y a la direcció n del complejo, y nadie me ofrecía una respuesta
satisfactoria. Me recorrí el edificio planta por planta, fui a su cuarto y revolví sus cosas en
busca de cualquier indicio que me señ alara qué hacer, pero todo esfuerzo fue en vano.
Bertrand se ausentó en cuanto me dejó en el hall, y no reapareció hasta el amanecer. Yo
había aprovechado su partida para hacer una llamada urgente a Teasley y relatarle lo
ocurrido, y contacté con Willow y Balboa para que pusieran en marcha un operativo de
bú squeda. A Kurnaz se lo había tragado la tierra y comenzaba a invadirme una certeza
renegrida de que algo horrible había sucedido.
La noticia del incendio en la residencia del primer ministro se había recorrido ya media
ciudad, y las malas lenguas hablaban de un complot de la oposició n para destronar a
Gö mbö s y alejarle de cualquier alianza con los alemanes. Los dañ os en la vivienda habían
sido mínimos, y las pérdidas econó micas, también. Mi maniobra de distracció n no levantó
sospechas y me eximió de interrogatorios incó modos, alejá ndome del foco de investigació n.
Elek tampoco daba señ ales de vida. Su espacio en la habitació n que compartía con Jameson
estaba vacío; seguramente su có mplice habría recogido todas sus posesiones antes de huir.
Me pasé toda la mañ ana y parte de la tarde del día siguiente tratando de hallar respuestas a
las preguntas que se comenzaban a agolpar en mi mente aturdida, hasta que un toque
insistente en la puerta trajo la aclaració n a la circunstancia que me había mantenido
insomne por casi veinticuatro horas.
—Hola, mi amor —saludó Bert al abrirle—. ¿Puedo pasar?
—¿Dó nde has estado? Fui a tu habitació n y...
—Tienes ojeras. ¿No has descansado bien?
Con paso firme, entró en mi alcoba, obligá ndome a apartarme.
—¿Có mo se encuentra Gö mbö s? —inquirí, cerrando tras él.
—A ti no te interesa Gyula, di la verdad —manifestó , sentá ndose en la cama—. Tu
abatimiento se debe a otra cosa.
—¿De qué hablas?
Bert se aflojó la corbata y se puso en pie. Tomá ndome en brazos, me besó en el pelo y dijo:
—Lo tiene la Gestapo, Delilah. Le está n interrogando como solo ellos saben hacerlo. Le
cazaron con la dinamita y creo que también van a atribuirle lo de la fogata del primer piso.
Las ná useas por poco me hicieron regurgitar sobre su camisa de lino. No hacía falta que me
explicara a quién se refería.
—¿Có mo lo sabes? ¿Adó nde lo han llevado?
—¿No quieres averiguar primero có mo me enteré de que andas retozando con ese muerto
de hambre?
Le propiné un empelló n, maldiciéndole en turco. Bertrand reculó , riéndose de mí.
—¡É l no fabricó esa bomba, ni le prendió fuego a nada! Vino a avisarme y nos salvó la vida a
todos.
—Lo sé. Te seguí, oí vuestra conversació n y fui testigo ocular de los mimitos que os
dedicasteis después. Pero las pruebas son lo que cuenta.
—Cerdo psicó pata —espeté, al borde del llanto—. Si le hacen dañ o, te mataré. Lo que ha
hecho la Gestapo es un secuestro. No tienen jurisdicció n aquí.
—No te pongas violenta, cielo. Eres demasiado pragmá tica para perder la compostura por
un camarero mediocre.
Su declaració n me reveló que, aunque había descubierto mi amorío con Kenneth, seguía
ignorando su auténtica identidad. Sin embargo, que la Gestapo le tuviera a su merced para
torturarle a su antojo, les otorgaba una gran ventaja sobre nosotros. Si descubrían a través
de él que era una agente encubierta enviada por los britá nicos a espiarles, ni Ken ni yo
saldríamos vivos de Hungría.
—¿Por qué te molesta tanto que me divierta? ¿Ahora resulta que hay acuerdo de
exclusividad? —expuse, injuriada—. ¿Vas a dejar que asesinen a un hombre falsamente
acusado de terrorismo porque está s celoso?
—Soy tu mecenas, tu imagen, tu protector y tu amante, ademá s de tu banco e inversor —
aseveró Bert, apuntá ndome con el dedo—. Vamos, como un marido para ti, pero sin las
promesas vanas de fidelidad eterna. Me debes respeto ante los demá s.
—¿Respeto o discreció n? Son cosas diferentes. Y no me apetece agasajarte con ninguna de
las dos.
—Vuestra despedida fue de lo má s tierna. Seguro que pensará en ti mientras le llevan al
paredó n.
Aguanté la bofetada con estoicismo. Mi pistola había desaparecido de su refugio,
probablemente robada por Kenneth o Bertrand, y agradecí que así fuera. Era tanto el odio
que sentía que habría descargado el cartucho de la Webley en su pecho sin pensá rmelo dos
veces.
—Intercede por él.
—Mis influencias no son de semejante alcance.
Inspiré hondo y me mordí el carrillo.
—¿Qué quieres a cambio?
—Que lo acontecido en Hungría se quede en Hungría sería de mucha utilidad para todos —
propuso, contundente—. Piénsalo mientras ultimas los detalles de tu postrera actuació n en
Budapest, Delilah. Volveremos a compartir alcoba y haremos como si nada hubiese pasado.
Sé perdonar una ofensa; tengo un corazó n de oro. Y ahora, si me disculpas, voy a reservar
mesa en el restaurante para celebrar nuestra anhelada reconciliació n.

Transcurrieron dos días má s y seguía sin saber de Kenneth. Acudí al resto de compromisos
pendientes, siempre escoltada por un Bertrand acechante, recordá ndome que un tropiezo
mío podría ser fatal para el bienestar de su rehén.
Habíamos convenido en que podría verle y comprobar que continuaba vivo. Un organismo
del gobierno alemá n había detenido y posiblemente maltratado a un ciudadano britá nico
inocente, y de hacerse pú blico su delito, las relaciones diplomá ticas de ambos países
podrían verse en la cuerda floja, así que bastaría con denunciar aquel atropello a las
autoridades pertinentes.
Bert era consciente de ello, y no dudó en intimidarme con advertencias veladas en las que
incluía la promesa de utilizar a Jameson como cobaya en el manejo de nuevos y atroces
artefactos de tortura. Balboa me visitó en el hotel haciéndose pasar por un huésped, y le
entregué un mensaje para Teasley, en el que suplicaba su ayuda y rogaba por una
intervenció n diligente y eficaz del SIS.
No recibí respuesta. Cuando nos presentamos en el apartamento después de nuestra
aventura vienesa, mis compañ eros de misió n me habían prevenido contra cualquier
improvisació n o movimiento que comprometiera mi tarea, pero albergaba la esperanza de
que entendieran la tesitura en la que nos hallá bamos. Si Kenneth no hubiera acudido al
Sándor Palace por su propia iniciativa, dos naciones estarían ahora huérfanas de gobierno,
y uno de los agentes de Inteligencia, muerto. Europa era un hervidero de conspiraciones,
conflictos y negociaciones varias entre aliados con la vanidad apaleada, un terreno minado
en el que bastaba una decisió n errada para que las balas volaran por todas partes.
Ya en el teatro y preparada para salir al escenario a despedirme de la capital, revisé mi
atuendo ante mi reflejo. El vestido que llevaba estaba confeccionado con una tela elá stica
adherida al cuerpo y cientos de cristales diminutos cosidos a ella. En la funció n de esa
noche encarnaría a la diosa Calipso, quien, exiliada en la isla de Ogigia, trataba de retener
con su mú sica y encantos a Ulises, y evitar así que el héroe de la Odisea regresara a Ítaca
junto a su esposa Penélope.
Kronbach entró en el camerino y me felicitó por mi aspecto exó tico y llamativo.
—Gracias, pero no son tus lisonjas lo que busco —repliqué—. Dijiste que le vería hoy. No
me iré de Budapest hasta que constate que está a salvo de tus garras.
—Le verá s y le dirá s adió s —sentenció —. No debes permitirte distracciones, Delilah. Si vas
a dejarme, cosa que hará s porque las frívolas como tú no aguantan demasiado al lado de un
solo hombre, al menos hazlo por alguien que esté a mi altura, y una vez hayamos
recuperado todo el dinero que he gastado en ti.
—Te di mi palabra.
—Que vale tanto como la de una furcia del Pigalle de París —enunció con desprecio—. Te
esperaré fuera mientras te cambias tras el espectá culo. Será s testigo de su liberació n. Le
dará n doce horas para largarse de Hungría. ¿Te sirve?
—No me fío de ti.
—Pues ya somos dos.
Me besó en el hombro y se marchó . Trémula cual hoja caduca, me dirigí a los bastidores y
ocupé mi lugar entre los bailarines. Aquella iba a ser la representació n má s difícil de mi
carrera.
La segunda canció n que interpreté fue todo un reto. Era incapaz de concentrarme y no
pensar en Kenneth, y el resentimiento contra el SIS me carcomía por dentro. Disimulé como
me fue posible, dotando a la coreografía y al estribillo principal de una energía que se
agotaba con cada minuto que pasaba en esa cá rcel invisible. Y entonces… vi a quien menos
esperaba en las gradas, sentado en la sexta fila, severo e imperturbable como de costumbre.
Se me escapó una sonora exhalació n, y me apoyé en una de las rocas del decorado. Una
bailarina se percató de mi descuido y enseguida improvisó un par de pasos que me sacaron
del apuro, y acabamos nuestro nú mero entre silbidos, aplausos entusiasmados y una
pujante lluvia de rosas sobre el escenario.
Permanecí ante el auditorio unos segundos má s, buscando el rostro milagroso que había
divisado a priori. No volví a verlo, pero sentía su mirada fría y analítica sobre mí desde
algú n lado, camuflada entre las sombras, el confeti y la algarabía general. Segú n las
indicaciones de Bertrand, en unos minutos debía estar preparada para acompañ arle hasta
donde Kenneth estaba retenido, así que me di prisa en retirarme, deshacerme de mi disfraz
y reunirme con él fuera.
Me abrieron la portezuela del automó vil y entré. Un Bert triunfante y chacotero me
aguardaba dentro con una copa de champagne a medio llenar. Me tendió su bebida,
ofrecimiento que rehusé con una negativa terminante.
—¿No vas a festejar esta noche conmigo, reina? Por fin van a absolver a tu juguetito de sus
desoladoras cadenas y los cargos que se le imputan.
—¿Qué le has contado a la Gestapo para que le dejen en paz con esa facilidad?
—Un hombre de negocios inteligente no revela sus fuentes, ni sus medios para alcanzar sus
metas. Tendrá s que conformarte con verle alzar el vuelo a su tierra natal y darme las
gracias por intervenir.
—¿Y Gö mbö s y el regente? ¿El gobierno hú ngaro no tiene nada que opinar de esta treta
entre la policía secreta prusiana y tú en su territorio?
Bertrand liberó una risilla diabó lica, me acarició en la mejilla con el pulgar y dijo:
—¿Sabes cuá ntos corresponsales, políticos, activistas y un largo etcétera se han evaporado
del mundo en extrañ as circunstancias porque su existencia molestaba a alguien, y nadie,
absolutamente nadie, se preocupó en seguirles la pista en esta Europa corrupta infestada
de ladrones y asesinos?
Un estremecimiento primitivo se adueñ ó de mis miembros. Theodor Lessing era el ejemplo
má s reciente de caza indiscriminada cuyo verdugo jamá s respondería ante la justicia.
Bertrand había probado el sabor del poder, poseía el respaldo y la suficiente negrura de
espíritu para ser un perfecto trampero en este nido de serpientes que era el entorno en el
que nos movíamos.
El coche penetró en una zona residencial que no había visitado antes, y a las afueras de la
ciudad, se detuvo frente a una nave industrial abandonada.
—¿Es… aquí? —balbucí, desconfiada—. Esto parece una antigua fá brica.
—Baja.
Acaté su orden. El chó fer no regresó al volante, sino que caminó detrá s de nosotros,
escoltá ndonos hasta la factoría. Me pregunté qué otras tareas ejercería aquel hombre
impasible ademá s del de conductor. Atravesamos una puerta oxidada y Bert me indicó unas
escaleras metá licas. Las subimos en fila y, al llegar al ú ltimo tramo, me giré y susurré:
—¿A dó nde me has traído?
—Sigue andando. No falta mucho.
Anduvimos por una plataforma, nos desviamos hacia la derecha, y Kronbach me asió por el
codo, forzá ndome a detenerme. Sacó una llave de su bolsillo y la introdujo en la cerradura.
La sala en la que nos adentramos estaba completamente a oscuras. Palpé la pared y no
encontré ningú n interruptor. El secuaz de Bert encendió la luz y al pasear la mirada por la
estancia, mis ojos quedaron cosidos a un punto específico del suelo, horrorizados por el
dantesco despliegue de crueldad de aquellos esperpentos.
—¡Kenneth!
XI

Volver a contemplar su rostro fue un bá lsamo para mí, como despertar en un oasis tras una
ardua jornada sin descanso por un desierto fragoso e implacable. Cuando me apresaron en
Sándor Palace y me arrastraron a lo que en un principio pensé que eran las dependencias
policiales de la urbe, me procuraron un traductor que intercediera en el puntilloso
interrogatorio al que me sometieron un trío de hombres poco inclinados a ser amables con
los detenidos. Sabiendo que de delatar a Elek y a Asztrik les enviaría a una muerte segura,
había tratado de deshacerme de la bomba casera sacá ndola a escondidas de la mansió n,
pero miembros de la guardia personal de Gö mbö s me capturaron antes de que pudiera
ejecutar el plan que había trazado.
Mi desconocimiento del idioma me impidió explicarles al principio lo sucedido, y me
trataron como al pistolero serbio que desató la Gran Guerra al matar de un disparo al
príncipe Francisco Fernando. No llevaba encima documentació n alguna con la que verificar
mi identidad; por lo que me trasladaron a un calabozo hasta que dieron con un intérprete
que les ayudara a sonsacarme informació n.
Para cuando me di cuenta de que había caído en manos de miembros de la Gestapo, ya me
habían propinado la primera zurra. Bertrand Kronbach no se demoró en hacer su estelar
aparició n y colaborar en convertirme en el divertimento de aquellos energú menos. Entendí
entonces que mi encierro no era una consecuencia del atentado frustrado contra los
representantes de los gobiernos hú ngaro y alemá n, sino el resultado de un odio exacerbado
hacia mí por haberme atrevido a profanar lo sagrado. De alguna manera, el magnate
germano había descubierto lo que compartíamos Delilah y yo, y aprovechó la oportunidad
para castigarme por la osadía de enamorarme de su nuevo pasatiempo, usando todas las
armas que tenía a su disposició n, entre ellas, los pérfidos tentá culos de la policía secreta
nazi.
Creyeron que sería fá cil quebrarme, pero prefería morir a ceder a sus amenazas. Me
bombardearon a preguntas indiscretas sobre Lyla y acerca de nuestra relació n, de có mo
nos habíamos conocido y có mo diablos se habían cruzado nuestros caminos. Al comienzo
pensé que Bertrand sospechaba que era víctima de una red de espionaje liderada por los
britá nicos y no solté prenda, aunque ser tan obstinado me costó unos cuantos puñ etazos en
el estó mago. Pero al comprobar que su ingenuidad respecto a Lyla continuaba intacta,
respiré tranquilo y me preparé para cualquier desenlace que desearan dar a mi historia.
Me escoció contemplar la expresió n desencajada de ella al verme tirado en el suelo,
maniatado y teñ ido de moratones. Mi aspecto debía de ser espantoso. No obstante, y a
pesar de que la quería muy lejos de allí por su propia seguridad, me reconfortó escuchar su
voz y recibir su cá lido abrazo. Me dolían todas las articulaciones del cuerpo, y apostaba a
que tendría algo roto.
—¿Có mo has podido, Bertrand? —voceó Lyla, agachada junto a mí, sosteniendo mi mentó n
magullado—. ¿Qué clase de alimañ a eres tú ?
—¿No te alegras de que siga vivo? Qué decepció n, pumpkin —rebatió él —. Le rescatamos
de ser oficialmente acusado de un delito grave. Si se lo hubiera quedado la policía hú ngara,
pronto estarías haciendo una visita al cementerio a dejar flores en su tumba.
—Suéltale y deja que se vaya.
—No tan deprisa.
Kronbach hizo una señ a a su compinche y este le tendió la Webley que hurté de la suite de
Delilah. Me la habían confiscado después de cachearme y asegurarse de que no portaba
encima ningú n tipo de arma que pudiera usar para defenderme.
—Quiero las señ as de los cabecillas de la conspiració n contra Hitler y Gö mbö s.
—No sé quiénes eran —afirmé, irguiéndome.
—Mientes. Sabemos que son ex trabajadores del hotel. Uno se llamaba… ¿Elek? Fue ese el
nombre que pronunciaste cuando acudiste al recital a alertar a Delilah, ¿cierto?
Cerré los pá rpados, afligido. Pensé en Asztrik y en su amigo, en la ferocidad de mis
torturadores inversamente proporcional al tamañ o de la estupidez de aquellos niñ os
pendencieros, en su sed de sadismo y venganza. Si esos chicos caían en manos de aquellos
engendros, no durarían ni un día bajo la presió n de los interrogatorios y sucumbirían.
Arrancar confesiones a golpe de fusta era la especialidad de los seguidores de ese siniestro
régimen.
—Deben de haber dejado atrá s la frontera —le comuniqué, resuelto—. Nada de lo que te
pudiera contar te haría correr má s rá pido tras ellos.
Mi castigador despejó la distancia que había entre nosotros en una sola zancada y me
golpeó en la mandíbula. Lyla gritó , enfurecida. Una violenta corriente eléctrica callejeó
errante por toda mi dentadura. Ella saltó sobre él có mo un felino rabioso y se interpuso
entre la mano ejecutora y yo. Cuando el cañ ó n de la pistola le rozó en el pecho, bramé con
voz atronadora:
—¡Ni se te ocurra, Kronbach! ¡Le tocas un solo cabello y, aunque me mates, volveré de entre
los muertos solo para acabar contigo!
La risa histrió nica de ambos hombres no hizo má s que aumentar mi ira.
—El típico error de un novato en estas lides —escupió , burló n—. Guiar la mano a tu
enemigo para darte donde má s te duele. Ahí donde la ves, Delilah Khan es un armazó n
vacío, Kenneth, como el cascaró n perfecto de un huevo que, al incubarse, revela que está
hueco por dentro y no sirve para otra cosa que crear expectativas que jamá s se cumplirá n.
A mí me dejó por ti, y mañ ana a ti te dejará por otro. Habrá s sacrificado tu futuro por ella
para nada.
—¡Me lo prometiste, Bert! —sollozó Lyla, tirando de su brazo. Se arrodilló ante él y me
encaró .
Iba a protestar, a reprenderla por exponerse y rebajarse así, mas su mirada penetrante y
significativa me dijo sin palabras que su aparente sumisió n contenía segundas intenciones.
“No te levantes”, leí en sus labios, e incliné la cabeza una vez, asintiendo. No tenía la menor
idea de por qué me pedía aquello, pero había aprendido a obedecer sin cuestionarla. Al fin y
al cabo, en eso consistía el trabajo en equipo.
—Dime dó nde han ido esas ratas comunistas y podrá s largarte —dictaminó Bertrand.
—Lo ignoro. Y estoy diciendo la verdad.
El revó lver ahora me apuntaba a mí. No me moví, cerrando los pá rpados para que el pavor
no me traicionara. Escuché un click proveniente de la pistola, y abrí un ojo, solo para
constatar que su dedo estaba preparado para apretar el gatillo.
Pero no llegó a hacerlo, ya que fuimos interrumpidos por un estruendo proveniente de la
puerta entornada de aquella oficina desaseada y baldía. Un disparo estalló en el aire y en la
frente de Kronbach apareció un orificio del que empezó a brotar sangre. El individuo cayó
al suelo como un fardo, con la boca y los ojos abiertos.
Dos hombres armados se internaron en la estancia, y el fulano que acompañ aba al finado
desenfundó una colt plateada. Estirando una pierna, le asesté un puntapié en la espinilla, y
esta se le cayó de las manos. Unos segundos después, el desgraciado seguía a su patró n en
el viaje a la eternidad.
Nadie má s resultó herido. La precisió n con la que nuestros salvadores actuaron me
sobrecogió , sobre todo cuando reconocí a uno de ellos. Balboa.
—¿Está is bien? —preguntó este, yendo a examinar los cadá veres de Bertrand y su esbirro.
—¡Gracias a Dios! Pensé que no os daría tiempo a alcanzarnos —exclamó Delilah.
—¿No me viste sentado en las gradas del teatro? —terció el autor de la detonació n,
guardá ndose la pistola—. Os hemos seguido. Willow vendrá ahora para ayudarnos a
enterrar los cuerpos y limpiar la mugre.
El desconocido que acababa de hablar me miró .
—Esa voz… —balbucí—. Al fin le pongo cara, Teasley.
—Tiene una memoria prodigiosa, Jameson. Habló por teléfono conmigo en una sola
ocasió n, y me ha recordado. Entonces prescindimos de una presentació n oficial, ¿no? ¿Y los
que le dieron la tunda?
Lyla me desató , y la abracé sin dejar de observar al cerebro de la Operación Budapest, que
me devolvía el escrutinio sin achantarse. Parecía examinarme como a un paciente,
buscando alguna llaga grave que requiriera atenció n inmediata.
—Sobreviviré —dije, tratando de abrir un ojo hinchado—. Los baladrones que le hicieron el
trabajito a ese ricachó n intrigante escaparon. Son peones de la Gestapo. Lo ú nico que me
preocupa ahora es có mo vamos a deshacernos de dos cadá veres, justificar la evanescencia
de Kronbach y salir del país.
—Magia, chico —declaró Teasley, sonriendo—. Llevo má s de treinta añ os como espía al
servicio del rey. Una experiencia como la mía ayuda cuando se quieren lavar trapos sucios.
Dejá dmelo a mí.
—Gracias, Tyron —intervino Lyla, ayudá ndome a ponerme en pie—. Cuando te rogué que
nos ayudaras, no esperaba que vinieras tú personalmente. Te debemos la vida.
Teasley la estudió con profunda terneza. El lazo que existía entre los dos era mucho má s
fuerte de lo que había pensado, y una envidia ponzoñ osa y lacerante me empapó el alma,
atropellá ndola con el peso de un barco a la deriva y sin capitá n.
—Llevaos el coche de Kronbach e id al apartamento. Esperadnos allí —ordenó él,
dirigiéndose a Delilah—. Garbo, cuida de tu protegido; lo dejo a tu cargo. Nos vemos en
unas horas.

Era afortunado por no haber sufrido una hemorragia interna, o alguna rotura que
requiriera ingreso hospitalario. Ser admitido en una clínica hasta que sanaran mis heridas
habría suscitado conjeturas entre el personal sanitario, que habría contactado con la policía
para iniciar una investigació n, y me negué a acudir a cualquier organismo pú blico
relacionado con el gobierno. Podría haberme inventado un atraco, una pelea de bar, o
incluso un secuestro fallido (esto ú ltimo era lo má s cercano a la verdad), mas la experiencia
adquirida durante aquellas semanas me había enseñ ado que depender demasiado de la
suerte podía traer nefastos resultados.
Delilah me llevó a la guarida del SIS, y siguiendo mis instrucciones, desinfectó y curó los
cortes y lesiones má s urgentes y con peor aspecto. Mientras yo descansaba en un acogedor
dormitorio vigilado por uno de los chicos, ella había recogido todas las cosas que había
dejado en el Royal, depositando sobre la mesilla de noche una carta que yo le dicté, en la
que me disculpaba con la direcció n del hotel por tener que marcharme de improviso
debido a una delicada situació n familiar en Escocia.
Willow me contó al día siguiente que el automó vil en el que Bertrand y Lyla acudieron a la
fá brica había terminado en el lecho del Danubio, en las inmediaciones de una pequeñ a
ciudad llamada Adony, al sur de Budapest, pero se había negado a compartir informació n
sobre la ubicació n de los cuerpos. Yo decidí no preguntar; cuanto menos supiera, mejor.
Nada má s reponerme volvería a casa junto a Hilda, de la mano de la mujer a la que amaba y
recuperaría mi vida.
Sin embargo, a veces las esperanzas quedan en eso, simples esperanzas, y la realidad te
sacude con el brío de un tornado, zarandeá ndote de un lado a otro hasta que cedes a poner
los pies en el suelo. Lyla y yo no habíamos tenido tiempo para hablar a solas, y llevaba un
fin de semana sin aparecer por el apartamento. Comencé a impacientarme y pregunté a
Willow por su paradero, a lo que él me respondió que esperara noticias de Teasley, y supe,
por su expresió n pétrea y enigmá tica, que no iba a gustarme lo que este tendría que decir.
Tyron me visitó por la tarde, tras la puesta de sol, mientras ejercitaba las piernas en la
reducida terraza de mi alojamiento provisional. Traía consigo un recipiente envuelto en
una bolsa, y depositó el paquete en una silla antes de dirigirse a mí, que reposaba del
esfuerzo apoyado en la barandilla.
—Hola, Kenneth.
—¿Dó nde está Lyla? —repliqué, inquieto—. No la veo desde...
—Directo al grano y sin subterfugios, có mo no —me interrumpió —. En Debrecen,
continuando su gira. Creí que lo sabías.
El pasamanos del balcó n se me clavó en la espalda, y mis mú sculos se agarrotaron.
—¿Se ha… ido a Debrecen?
—Sí. Me entregó las pertenencias de Kronbach para que me deshaga de ellas y me pidió que
te subiera a un avió n lo antes posible —enunció —. Ha hecho lo correcto, Jameson. Y los dos
lo sabemos.
Traté de discernir si me sentía enojado, triste o traicionado, y estudié con detenimiento su
gesto indolente. Tyron Teasley sonaba bastante joven por teléfono; no había atinado a
adivinar su edad. Por otra parte, aquel hombre que tenía delante de mí sobrepasaba los
sesenta, y no concebía verlo como algo má s que el superior de Delilah, pero su proximidad
y el afecto que ambos se profesaban desbarataban mis hipó tesis má s inofensivas.
—No hace falta que la culpe. Ella quería venir conmigo a Londres, y usted se lo impidió —le
espeté, dolido—. Garbo es una de sus mejores espías, y le aterra dejarla ir. El porqué, puedo
imaginarlo.
—¿De qué me acusas exactamente, muchacho?
—Somos adultos, Teasley. No me tome por tonto —afirmé, erguido y retador—. Delilah le
importa, mucho má s de lo que desea admitir, aunque apuesto a que nunca se ha atrevido a
confesar sus sentimientos, porque revelar su secreto le expondría ante todos, y cometería
el error de mostrarse como un ser con corazó n. ¿Qué sería entonces del impá vido y
valeroso pilar del SIS, si su discípula se enterara de que bebe los vientos por ella?
Su postura se volvió rígida y su mirada se ensombreció .
—Te está s equivocando.
—¿Ah, sí? ¿Suele ocuparse en persona de los reveses y problemas particulares de sus
agentes, usando los recursos de un ó rgano del estado? —cuestioné, guerrero—. Muy
generoso. Qué gran jefe es usted, vaya. Deberían otorgarle una medalla o algo. O dedicarle
una plaza.
—Has heredado el agrio sentido del humor de tu madre.
Su alegació n le asestó un manotazo a mis pensamientos, como quien retiraba un bloque de
madera de una torre de Jenga, provocando su colapso. Sacudí la cabeza y fruncí el ceñ o,
diciendo:
—¿De qué conoce a Beatrix?
—Me refería a Edith.
Mi cara era la viva imagen del desconcierto. Teasley, aprovechando los segundos en los que
trataba de digerir mi perplejidad, cogió el paquete que había traído y me lo tendió .
—¿Qué es?
—Á brelo.
Desenvolví el bulto con la cautela de un militar que se ganara el pan desactivando
explosivos. Cuando leí las letras rojas y en relieve de la caja, fue como ser coceado por un
bisonte en plena estampida.
Rowntree´s. La maldita bombonera que se había vuelto un símbolo de angustia, desamparo
y desolació n para mí.
Arrastré una silla y me senté, pues mis piernas ya no me sostenían. Destapé la caja, y allí
estaban las chocolatinas que no había vuelto a probar desde la ú ltima vez que las recibí de
parte del hombre que me dio la vida, a través de un mensajero. Tenía once añ os.
Quise echarme a llorar, pero las lá grimas se negaban a arrojarse de mis pá rpados
inferiores, acumulá ndose en ese punto hasta que comencé a ver todo borroso. Me las sequé
con las palmas de las manos y le miré con rabia.
—Lo siento, Kenneth. Imaginaba un reencuentro menos dramá tico —anunció contrito,
sentá ndose también—. Intenté mantenerte lejos de esta vida llena de peligros y renuncias.
Pero los hados me la jugaron, haciendo que volvieras a cruzarte en mi camino de la forma
má s absurda e inverosímil. Cuando Delilah me llamó desde Viena y me dio tu nombre, no
me lo podía creer. Condenada y perversa casualidad. Estabas oculto. A salvo de los que
habían asesinado a Edith. Me ocupé personalmente de que James y Beatrix te criaran con
todas las comodidades posibles. Pero no fue suficiente. No se puede pelear contra el
destino, ¿verdad?
—¿Asesinado? ¿De qué está s hablando? ¡Fue un accidente!
—Los soviéticos mataron a tu madre durante una de mis misiones —manifestó , pasá ndose
una mano por su pelo abundante y canoso—. Viví en Rusia por unos meses y trabajé en una
fá brica de armas. Mi encomienda era vigilar los pasos del agitador Vladimir Lenin, que
quería derrocar al zar e instaurar una repú blica marxista. La zarina Alexandra, como bien
sabes, era nieta de la reina Victoria, por lo que la Rusia imperial y Gran Bretañ a estaban
unidas por lazos de sangre. El SIS envió un operativo a San Petersburgo del que yo fui parte
para ayudar a Nikolai a sofocar una revolució n inminente, y decidí llevaros conmigo, a
pesar de estar advertido de lo arriesgado que era. Pasaba demasiado tiempo fuera de casa,
y solo quería compensaros.
»La atropellaron mientras cruzaba una calle el Domingo Sangriento[11]. Entonces se había
desatado el caos sobre la ciudad a raíz de la carnicería ordenada por el tío del emperador
contra los manifestantes de una concentració n pacífica. Los hombres de Lenin mataron
también a otros dos agentes, y yo me libré de una muerte idéntica porque había
intercambiado puestos con un compañ ero.
»Ejecutaron a mi esposa, y no podía permitir que hicieran lo mismo contigo. James y yo
éramos colegas desde la universidad, y le rogué que te acogiera en su casa y te protegiera
dá ndote su apellido. Que me aniquilaran también a mí solo era cuestió n de tiempo,
Kenneth. Lenin tenía ojos en todas partes, incluso en Londres.
—Erraste en tus predicciones. No lograron cazarte.
—No. Pero he vivido por y para el SIS. Añ oro tanto a Edith que a veces lamento que no me
encontraran y me mandaran con ella. Sé que quieres a Delilah —sostuvo, apenado—. Es…
una joven brillante y preciosa. Pero unir vuestro porvenir la convertirá en tu taló n de
Aquiles. Si algo le sucediera… no le deseo a nadie sufrir como he sufrido yo.
Mi alma sangró en aquel momento, mientras recordaba las visitas de mi padre, su
secretismo en torno a nosotros, las cajitas de Rowntree´s que siguieron llegando cuando me
mudé con James y Beatrix. Su predisposició n a recibir a mi hija en su propia casa y cuidarla
como si fuese… sangre de su sangre.
É ramos la vida paralela de Tyron, sí, pero por razones muy distintas a las que había
imaginado.
—Fuiste tú quien costeó mis estudios de medicina —dije en un susurro.
—Era lo mínimo que podía hacer por ti. Perdó name, Kenny.
Me levanté y oteé el cielo vespertino de Budapest. Los amarillos, azules y rosados se
mezclaban en una paleta de tonos pastel que atravesaba la bó veda como un algodó n de
azú car colorido y gigantesco.
—Olvidas que ya experimenté el sabor de la pérdida al morir Dottie —señ alé con firmeza
—. Y como bien haces en recalcar: el destino es el que es.
—¿Me permitirá s ver a Hilda de vez en cuando? Es una niñ a excepcional.
—¿Solo a Hilda?
—No puedo obligarte a aceptarme después de haberte abandonado.
—Te guardé rencor por añ os, y rogué al cielo volver a verte solo para gritá rtelo en la cara
—reconocí—. Pero yo también soy padre, Tyron. Sé lo que significa querer a un hijo hasta
el punto de hacer lo que sea para salvaguardarle. Tú me apartaste del punto de mira de
Lenin, y yo me hice sicario por encargo y después espía de la noche a la mañ ana, jugá ndome
el cuello desde que subí al Orient en París. No sabría decirte quién es el má s chalado de los
dos.
Teasley sonrió , poniéndose en pie y estrechá ndome la mano.
—Delilah es como un ave libre, Kenneth. Vuela a donde quiere —aseveró —. Puede que no
la veas en meses, añ os, o que se plante en tu casa con su maleta mañ ana mismo. Lo que sí es
seguro es que tu amor es correspondido.
—¿Te lo dijo ella?
—Lo vi en sus ojos al despedirse.
Ahora era mi turno de sonreír. Contra todo pronó stico, los motivos para hacerlo
empezaban a multiplicarse a un ritmo imparable.

—Có mete las zanahorias, papi. El abuelo Tyron dice que son buenas para los ojos.
Miré a mi hija desde el extremo opuesto de la mesa del comedor, que daba buena cuenta de
su menestra de verduras mientras sostenía en una mano una rebanada de pan con
mantequilla. Había regresado a Inglaterra hacía tres meses y retomado nuestra rutina
donde la dejé, con la diferencia de que mi relació n con Hilda ahora era mucho má s estrecha,
y cada mañ ana al despertar recordaba que me había dejado el corazó n muy lejos de allí, en
manos de una mujer a la que echaba terriblemente de menos.
Teasley y yo volvimos juntos en un avió n privado propiedad del servicio de Inteligencia, y
durante el viaje, tal y como me aseguró por teléfono cuando conversamos en Budapest, me
puso al día de las andanzas de Angus Webb. El hampó n canalla que me envió tras Delilah
para llevar a cabo su repulsivo ajuste de cuentas había dado con sus huesos en la cá rcel, y
sus negocios, la mayoría ilegales, habían sido desmantelados. Su detenció n y condena ante
el juez, por increíble que pareciera, no estaba vinculada a sus actividades ilícitas, porque el
muy idiota llevaba añ os “olvidando” abonar las cantidades requeridas por el estado para el
pago de tributos.
La carcajada que solté al escuchar la perorata de mi padre rebotó por toda la aeronave.
Webb era un extorsionador, mafioso, asesino y ladró n, pero le empapelaron por evasió n de
impuestos, gracias a la mediació n del SIS. Tyron estaba al corriente de lo ocurrido con el
famoso Al Capone en Estados Unidos el añ o anterior, y su ejemplo le sirvió de inspiració n
para procesar a la copia patria del truhá n de ascendencia italiana.
Arrugué la nariz al masticar un pedazo de zanahoria cocida, y Hilda sonrió triunfante.
—Venga, un trocito má s.
—Odio las zanahorias, cariñ o. No me hagas esto.
—Ayer me chantajeaste para que me terminara la sopa de puerros con patata. Donde las
dan, las toman.
Su agudeza me desarmó , y no fui capaz de imponer mi autoridad. Hilda era una chiquilla
taimada, vivaracha y chanchullera, y yo un saco de babas cien por cien manipulable que
besaba el suelo por donde pisaba.
—Hoy toca armar el á rbol. Dentro de cuatro semanas será Navidad —anuncié—. ¿Me
ayudará s a desempolvar los adornos que guardamos en la buhardilla?
—¡Sí! ¿Vendrá el abuelo a cenar con nosotros?
—Le llamaré para invitarle —dije, dejando el tenedor junto a mi plato—. Seguro que hará
un hueco en su agenda para ti. Y puede que hasta se quede a dormir.
Mi hija juntó sus manitas para aplaudir efusivamente. Desde que Tyron y yo nos
reencontramos, habíamos mantenido el contacto, aunque yo seguía sin sentirme có modo
con su incursió n, y usaba su nombre de pila, como si fuera un simple amigo de la familia.
Habíamos permanecido separados durante casi treinta añ os; me costaba acostumbrarme a
llamarle “padre”. Necesitaba tiempo, y él estaba de acuerdo en cederme espacio.
Miré hacia el ventanal del comedor. Fuera había empezado a nevar. Me limpié los labios con
una servilleta y enuncié:
—Si cuaja, esta noche bajamos a hacer un muñ eco de esos, y usaremos una zanahoria de la
cocina para ponerle un buen hocico.
—Con tal de vaciar el cajó n de hortalizas de zanahorias, seguro que te pondrá s a hacer
muñ ecos de nieve por toda la calle. Qué bribó n eres, papá .
Ambos reímos, e iba a protestar por su osadía, pero el sonido del timbre de la entrada nos
interrumpió . Me levanté para atender la puerta, y Hilda dijo:
—¿Por qué no contratas a un mayordomo? Tienes dinero de sobra.
—Porque no necesito uno —rebatí—. Aparte de nuestra cocinera, tu niñ era y la asistenta
que viene a adecentar nuestro hogar dos veces por semana, puedo valerme solo. Soy
hombre, pero no inú til. Y que sepas que estoy aprendiendo a cocinar.
—¡Ja! ¡Eso hay que verlo!
—Tú ríete, atrevida. Te vas a morder la lengua por lista. Termínate el salteado.
Me asomé al pasillo y me dirigí al vestíbulo. Giré el pomo y abrí, esperando hallar a la
inesperada visita en el porche, pero no había nadie allí. Cogí mi sombrero y mi abrigo y salí
al jardín delantero, viendo que el portó n externo estaba abierto.
—¿Hola? —saludé, mirando a los lados. Un taconeo en el sendero de las prímulas y los
pendientes de reina me hizo volver sobre mis pasos.
—No sabía que los pendientes de reina florecían en invierno —expuso la voz femenina.
Me quité el sombrero. Era un gesto obligatorio para todo caballero cuando este se
encontraba con una dama.
—Por eso las planté. Londres es una ciudad triste y gris durante esta estació n.
Delilah me sonrió con esa sonrisa franca, bella, dulce y abrasadora, capaz de derretir todo
el condenado hielo del planeta. Quise correr hacia ella y asfixiarla a besos, matar el
sufrimiento que me sofocaba día tras día desde que se marchó sin decir adió s. En cambio,
pregunté como si nada, señ alando su equipaje:
—¿Y esa maleta?
—No les quedan habitaciones libres en el Ritz —explicó , adelantá ndose—. Y hace frío para
ponerse a dormir a la intemperie.
—¿Dó nde has estado?
—Por ahí.
—¿Por ahí? —le reproché, cruzá ndome de brazos—. Has tardado tres meses en reaparecer,
Lyla. Tres. ¿Viniste andando hasta las islas?
Echó la cabeza hacia atrá s, riendo.
—Echaba de menos tus puyas y tu British sarcasm. ¿Có mo te va?
—Sigo respirando. ¿Y tú ?
—En busca de un nuevo amante. El ú ltimo desapareció del mapa y sabe Dios dó nde
andará ...
No pude soportarlo má s y galopé en su direcció n, ciñ éndola contra mí. Lyla me besó
ansiosa, manchá ndome los labios de carmín, mordisqueá ndolos con una impudicia que
transformó mis rodillas en pura gelatina.
—Dime que has venido para quedarte. Dímelo —musité, jugueteando con el ló bulo de su
oreja—. Te amo tanto que no sé qué hacer con lo que siento.
—Kenneth… qué bien suena eso. Y có mo me gusta oírtelo decir a ti. Estos meses han sido
un infierno. Cuando acabé mi gira y volví a Francia, nada fue igual. Comprendí que echar
raíces y tener alas para volar no son cosas opuestas ni incompatibles. Te quiero con la
voracidad infinita de quien no se sacia jamá s, y he venido para quedarme, para que
hagamos juntos ese viaje a Ankara. No tenemos que huir de nadie, solo vivir un futuro
colmado de felicidad. ¿Te parece un buen plan?
—¿Papá ?
Todavía abrazados, miramos hacia el umbral. Los caracolillos castañ os de Hilda se mecían
con la brisa que soplaba traviesa entre los á rboles. La niñ a se reunió con nosotros, mirando
pasmada a mi compañ era.
—Tú debes de ser Delilah —canturreó , tomando su mano—. ¡No me habías dicho que era
tan guapa, Kenneth!
Lyla me miró de soslayo.
—¿Le has hablado de mí?
—Tooooodo el tiempo. Es un pesado —terció mi hija—. ¿Vamos dentro? ¡Me estoy helando!
Aú n queda algo de menestra de verduras en el horno. Pondré un plato para miss Khan.
Delilah se dejó arrastrar por ella, que no detuvo su parloteo el resto de la tarde. Subí su
bagaje a la habitació n de invitados y coloqué en el saló n las cajas con los adornos
navideñ os, mientras Hilda enseñ aba la vivienda a nuestra invitada y la entretenía con sus
correrías infantiles.
Armamos el inmenso á rbol y lo instalamos junto a la ventana abovedada, y colgamos dos
enormes calcetines en la chimenea, con la promesa de que pronto adquiriríamos uno con el
nombre de Lyla bordado. Sellamos la jornada con una pelea de cojines, chicas contra chicos.
Como mi “equipo” era inferior en nú mero, me dieron una vergonzosa y soberana paliza.
Cuando el ocaso dio paso a la noche y Hilda ya dormía plá cidamente en el piso superior,
acudí a la sala de estar, donde Delilah me aguardaba con dos copas y una botella de tinto,
en camisó n y su arrebatador cabello suelto rodeando su espalda como un manto divino.
Había encendido la chimenea poco antes de la cena, y el aire templado de la estancia me
caldeaba la piel.
Sentada en la alfombra, había estirado sobre la moqueta sus piernas desnudas, y cerré los
ojos para evocar su tacto. La remembranza de sus besos voló cual jabalina directa a mi
cerebro y desde allí irradió al resto de mi cuerpo.
Lyla estiró los brazos, llamá ndome. El ardor que resplandeció en mis ojos era el ú nico
elogio que era capaz de proferir. Acudí con premura a aquel refugio y me entregué a mi
instinto, hundiendo mi rostro en el hueco de su cuello.
—Está s aquí. No eres un sueñ o.
—Iba a decirte lo mismo —su contestació n sonó como el suave arrullo de una paloma—.
Adoro esta casa. Tiene la palabra “hogar” escrita en cada rincó n.
Enterré mis dedos en su melena. Ella correspondió a mi gesto dejá ndose acariciar,
ronroneando en mi oído como un gatito inerme.
—Supongo que sabrá s que Teasley…
—Me lo contó el día de mi partida a Debrecen —aclaró —. Una sorpresa indescriptible. Voló
hasta Budapest por ti. Tú y Hilda siempre fuisteis el motor que impulsó todas sus
decisiones desde el inicio. Y creías que él y yo…
—No. Supuse que estaba encaprichado contigo. Lo que sentías tú lo tenía bien claro.
—¿De veras? ¿Cuá nto de claro?
Rocé sus labios con mimo. Me aparté unos centímetros para contemplarla y empaparme del
delirio que inundaba su expresió n. La luz de la lumbre hacía resplandecer sus mejillas con
un fulgor anaranjado, y su mirada, embebida de pasió n, se tornó oscura como nubes de
tormenta.
—Oh, Delilah. Mi pequeñ o toque de canela… Con solo mirarme haces que pierda tanto la
cabeza que...
—Una vez me dijiste que podría arrastrarte hasta mi cama, pero que nunca te tendría a mis
pies. ¿Es que no eres un hombre de palabra?
—Yo también sé mentir, ¿sabes? La bala que atravesó la frente de Bertrand te liberó de sus
cadenas, y, aunque nunca me he alegrado por la muerte de una persona, en este caso he
hecho una excepció n.
Sus dedos descendieron por mi pecho y desabrocharon lentamente los botones de mi
camisa.
—Te amo, mi querido matasanos —susurró , devolviéndome el beso. Sus brazos se
deslizaron bajo mis prendas, y recorrieron perezosos mi torso expuesto—. He arriesgado
mi vida muchas veces, pero mi corazó n estaba a buen recaudo hasta que te conocí.
Conservarme a tu lado será un desafío, Kenneth, por todo lo que implica.
—Renunciar a ser quien eres sería dejar de ser tú —recalqué—. Y por ende, sería
arrebatarme a la mujer de la que me he enamoré como un loco.
Me tumbé boca arriba y la arrastré conmigo. Con ayuda de mis manos codiciosas, su
camisola se tornó un remolino alrededor de su cintura y patinó por su anatomía como un
bloque de hielo en una superficie incandescente.
Cuando su espalda desnuda descansó en la mullida alfombra, volví a gritarle en silencio
cuá nto la adoraba, derrumbá ndome en su boca. Que entonces ya no tuviéramos que
ocultarnos y pudiéramos vivir nuestro amor a plena luz del día no disminuyó ni un á pice mi
desesperació n. Mis manos buscaron su piel con impaciencia, avivando su deseo, y
olvidá ndonos del vino con el que pretendíamos brindar por el triunfo de haber resistido a
las embestidas de la vida, optamos por celebrarlo de la mejor forma que sabíamos:
vaciá ndonos de nosotros mismos y llená ndonos del otro.
Me desvistió con furia y nos amamos con nuestro cuerpo, con nuestra mente y nuestra
alma, alcanzando la unió n má s completa. Paladeamos con exquisita fruició n aquel
momento de dicha, de éxtasis extremo, impetuosos, insaciables, resarciéndonos por todos
los añ os que pasamos separados desconociendo nuestra mutua existencia.
Me fundí con ella entre besos y abrazos ardientes, mientras las llamas del hogar lamían la
leñ a que crepitaba en sus entrañ as. Consumido por una implacable combustió n, me dejé
guiar por el frenesí de aquella mujer que me había extirpado el corazó n del pecho,
convirtiéndome en un montó n de ceniza arramblada por el viento, bebiendo de sus jadeos
como si se me fuera la vida en ello.
Las puertas de la antesala del paraíso acababan de abrirse para mí de par en par.
Delilah Khan había llegado para quedarse.
Para siempre.
XII

Londres, 1 de Junio de 1940

—Señ or, el chico de los recados ha traído una carta para usted.
Tyron levantó la vista de las carpetas repartidas por la mesa de su despacho, y extendió el
brazo para tomar la esquela de manos de Mary, la veterana asistenta que llevaba
trabajando quince añ os en la agencia.
—Gracias, Mary.
—Un poco temprano para tomarse un whisky, ¿no cree? Le va a salir un agujero en el
estó mago del tamañ o de una pelota de golf.
Teasley sonrió . El tumbler medio lleno llevaba allí una hora, y aú n no había tomado ni un
sorbo. La ú lcera iba a salirle bien grande, sí, pero el licor escocés no sería el responsable. En
septiembre del añ o anterior Gran Bretañ a se había unido oficialmente al conflicto bélico
europeo, declarando la guerra a Alemania, y al SIS, ahora renombrado MI6, se le estaba
acumulando el trabajo.
—No me lo tomaré entero, lo prometo.
Mary hizo una mueca y se retiró . Tyron, intranquilo y agitado, rompió el sobre con un
abrecartas y desdobló la hoja escrita por ambas caras. La letra era de Delilah, y por fin le
ponía al día de las novedades:

Mi queridísimo Tyron,

Nos ha hecho muy felices recibir tu carta. Kenneth ha estado ocupado con el proyecto de la
construcción de un hospital aquí en Ankara, que por fin pudo completarse a finales de marzo.
Ahora anda atareado con la contratación de médicos y enfermeras, y no para de ir de un lado
para otro, así que he tenido que escribirte yo para asegurarme de que no se le vuelve a olvidar
responder.
Los muchachos están bien. Hilda, por su dieciséis cumpleaños, le ha pedido a su padre pasar el
verano contigo en Inglaterra, y aprovecho para plantearte la idea, si estás de acuerdo. Omar
ha crecido un palmo desde tu última visita, y su hermanita Alyna acaba de pasar el
sarampión. Cuando los sacamos de aquel orfanato infecto hace dos años, nuestro mundo
sufrió un revés importante. Tenías razón, la maternidad es un reto a veces más agotador que
el espionaje.
No he logrado realizar mi sueño de ser madre de hijos biológicos, pero a veces la vida no se
conduce por donde deseamos, como las bifurcaciones de un río. Estas no siguen el curso
central de la corriente, no obstante alimenta y riega partes del campo que no se encuentran
en el cauce principal. Si no hubiera sido por mi infecundidad, quién sabe lo que les habría
deparado el futuro a Alyna y Omar. Estoy agradecida por la hermosa familia que he formado,
y de la que tú eres parte, aunque la distancia no nos permita vernos tan a menudo.
La noticia de la declaración de guerra de Francia a Alemania no nos ha extrañado en
absoluto. El día que Hitler invadió Polonia, fue con pretensiones de armarla en Europa, y
parece que esta insensatez va para largo. Los Aliados están trinando, y Turquía, aunque firmó
un tratado con Gran Bretaña el pasado año, tiene la intención de mantenerse neutral.
Kenneth está que se sube por las paredes. Hace siete años evitó que un par de jovenzuelos
húngaros mataran al dictador ario en el atentado que podría haber acabado también con mi
vida, y le carcomen los remordimientos por no haber ideado una forma de salvarme y dejar
que estallara esa cesta de flores. Sobre todo cuando nos mandasteis de misión a Berlín un año
más tarde, y fuimos testigos oculares del derramamiento de sangre en la Noche de los
Cuchillos Largos[12].
Por cierto, el nuevo apodo del SIS es horrible. ¿MI6? ¿En serio? Qué poco glamour. No tiene
gracia estar en nómina en un órgano del gobierno que tiene nombre de talla rara de
sujetador. En fin…
Queremos colaborar, Tyron. Sé que deseas protegernos al mantenernos al margen en esta
guerra, mas los alemanes están a punto de tomar Francia, solo será cuestión de semanas.
Kenneth y yo hemos convenido en mandar a nuestros polluelos a Inglaterra con mi madre, y
nosotros nos iremos al chateau que compramos en nuestro primer aniversario, en la región de
Aquitania. Mi amigo Pierre me ha invitado a actuar en el Moulin Rouge de París. Sería una
gran oportunidad para introducirme entre los miembros de la alta sociedad germana. Si el
MI6 ignora nuestro ofrecimiento de ser vuestros ojos en la Francia ocupada, nos uniremos a la
Resistencia.
Te envío todo el amor del mundo, estimado suegro. Ken y los niños te mandan un abrazo
rompehuesos.
Te quiere,

Delilah Jameson-Khan

Teasley gruñ ó furibundo y arrugó la misiva, haciendo una bola con ella y colá ndola en la
papelera. Asió el teléfono, marcó el nú mero de la central telefó nica y pidió que le
comunicaran con el nú mero 10 de Downing Street.
—¿Diga? —preguntó una voz á spera a través del auricular.
Tyron suspiró . Maldita fuera la hora en la que reclutó a aquella mula insurrecta, que, para
colmo, era también su nuera.
—Mr. Churchill, aquí Tyron Teasley, del MI6.
—Le escucho.
—Señ or, he recibido nuevas de Garbo y Kurnaz, los agentes afincados en Turquía. Si Francia
cae, van a trasladarse al sur del país. Tenemos un problema.
El primer ministro lanzó una carcajada que le sacudió las vísceras.
—No, mi fiel Teasley. El problema lo tiene usted con Garbo y sus pelotas de acero. Si ha
decidido plantarles cara a los nazis, ninguno de nosotros podrá pararla.
—¿Y qué hago, señ or?
—Bríndeles todo el apoyo que precisen —ordenó Churchill—. Toda ayuda será escasa para
derrocar al bigotitos alumno de Satá n. Que el MI6 les respalde, y que Dios les proteja.
Mañ ana quiero una reunió n con usted y el resto de mandamases de Inteligencia. Hugh
Dalton, el ministro de Economía de Guerra, también estará presente. Estamos perdiendo
fuerza en el continente, e Italia se prepara para invadir Egipto, cortar el canal de Suez y
jorobarnos el cordó n umbilical que nos une a la India. Vamos a crear un ejército secreto con
licencia para matar que no tenga escrú pulos en meterse en la boca del lobo. Coordinaremos
las acciones del enemigo de ultramar por medio del sabotaje y la subversió n. Lo
llamaremos el Ejecutivo de Operaciones Especiales.
—Y quiere que Garbo sea parte de él.
—Así es. ¿Conforme?
Mierda, mierda, mierda. Mil y una veces mierda.
—Sí, señ or.
—Hasta mañ ana entonces.
Churchill colgó , y Tyron se frotó los ojos. Su vaso de whisky seguía intacto, pero no tenía
estó mago para beberse aquel brebaje. Dejá ndose llevar por la frustració n, lo arrojó contra
la pared, causando un estropicio en la pulcra oficina que Mary acababa de limpiar.
Ya lo había dicho Kenneth una vez: el destino era el que era, no se podía huir de él.
Y presentía que aquella aventura no había hecho má s que empezar.
Estimado lector:

Gracias por regalarme tu tiempo para leer esta novela. Un Toque de Canela nació como un
homenaje a todos esos héroes y heroínas anó nimos que sacrificaron sus vidas para que las
generaciones futuras tuvieran un futuro mejor, y espero que hayas disfrutado de la
travesía.
Aunque Delilah Khan es un personaje ficticio creado por esta servidora, está inspirado
principalmente en una figura histó rica a la que admiro profundamente: la actriz, ingeniera
y espía austríaca Hedy Lamarr. Durante la Segunda Guerra Mundial, miles de mujeres
colaboraron con los Aliados para derrotar a la Alemania Nazi, uniéndose a las listas de
miembros de redes de espionaje internacionales, y Lyla es un pequeñ o trocito de cada una
de ellas.
He tratado de ser lo má s precisa posible en los eventos histó ricos que se narran en Un
Toque de Canela, aunque, para poder encajar todas las piezas del puzzle de esta trama, me
he permitido algunas licencias:
1. El encuentro de Hitler con el primer ministro de Hungría en 1933 no ocurrió como se
cuenta en la novela. Fue Gö mbö s el que fue a Alemania a verle a él para conseguir el apoyo
del canciller en su ambiciosa campañ a militar.
2. El Secret Inteligence Service (SIS), se creó en 1909, pero adelanté su existencia hacia
1905, el añ o de la insurrecció n que fue el germen de la Revolució n Rusa de 1917, en el que
tuvo lugar el tristemente célebre Domingo Sangriento.
3. El juego de Jenga, mencionado en un diá logo entre Tyron Teasley y Kenneth Jameson, no
se inventó hasta 1983.
4. El alias que usa Delilah, Garbo, es un nombre en clave real, y este perteneció a un
hombre, el espía españ ol Joan Pujol García, a quien se considera el responsable del éxito del
Desembarco de Normandía. Es un guiñ o a este doble agente cuya labor fue esencial para
poner punto y final al conflicto.

Si deseas hacerme llegar tus impresiones, puedes escribirme a


[email protected].
¡Gracias por embarcarte en esta travesía y hasta siempre!

MIRANDA KELLAWAY
Acerca de la autora

Miranda Kellaway nació en Brasil, en 1984. Es una ferviente amante de la literatura clá sica
y adora el jazz, el Siglo XIX, y las películas de Hitchcock. La novela negra y el romance gó tico
son sus géneros favoritos, y entre sus autores de cabecera figuran Stefan Zweig, Charles
Dickens, Agatha Christie, Wilkie Collins y las hermanas Brontë.
Actualmente vive con su familia en Reino Unido.

Síguela en sus redes sociales:


Facebook: https://www.facebook.com/KellawayMiranda
Instagram: https://www.instagram.com/mirandakellaway/
Goodreads:https://www.goodreads.com/author/show/5895943.Miranda_Kellaway
Telegram: https://t.me/mirandakellaway
[1]Nomenclatura oficial del Servicio de Inteligencia Secreto britá nico. A partir de la Segunda Guerra Mundial (1939-
1945), este adoptó el famoso nombre por el que es ahora mundialmente conocido: MI6.
[2]Icó nico traje de baile usado por la bailarina afroamericana Josephine Baker, una celebridad del mundo del espectá culo
en la Europa del S.XX.
[3]Predecesora de la Organizació n de las Naciones Unidas. Se creó tras la Primera Guerra Mundial, y se disolvió en 1946.
[4]El Terror Blanco fue una violenta represió n contrarrevolucionaria por parte de grupos reaccionarios, con la intenció n
de borrar todo vestigio de la corta Repú blica Soviética de Hungría (Marzo 1919 – Agosto 1919), mediante la persecució n y
el asesinato de ciudadanos que apoyaban esta ideología. Se calcula que murieron al menos 100.000 personas.
[5]Uno de los primeros informadores en reportar para Occidente la hambruna de Holodomor fue el corresponsal
britá nico Gareth Richard Vaughan Jones, en marzo de 1933. Fue asesinado posiblemente por el servicio secreto soviético
a los veintinueve añ os mientras hacía una labor de investigació n periodística en Mongolia sobre la ocupació n japonesa. El
también reportero britá nico Malcolm Muggeridge, comunista convencido que renunció a sus ideas políticas tras vivir un
tiempo en la Unió n Soviética y ver con sus propios ojos la barbarie, simultá neamente publicó con pseudó nimo en el
perió dico The Manchester Guardian (actualmente The Guardian) una serie de reportes acerca de las penurias del pueblo
soviético bajo el mandato de Stalin.
[6] Marca de una antigua má quina de escribir.
[7]
Vocablo alemá n para referirse a las mujeres cazafortunas.
[8]Primer ministro de Reino Unido entre 1931 y 1935.
[9]“Mi lucha” en alemá n. Es el título de un ensayo publicado por Adolf Hitler en 1925, donde este explica, entre otras
cosas, las raíces de su ideología antisemita.
[10]Emperador de Austria y rey de Hungría y Bohemia. Con él se estableció el llamado imperio austro-hú ngaro, aliado
de Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Fue el esposo de la emperatriz Isabel de Baviera (Sisí).
[11]También conocido como Domingo Rojo, fue una matanza de manifestantes ordenada por el gran duque Vladimir
Aléksandrovich durante una concentració n pacífica frente al Palacio de Invierno, en enero de 1905. Murieron cerca de
1000 personas, y cientos resultaron heridas.
[12]
Purga que tuvo lugar en Alemania en 1934, cuando el régimen dirigido por Adolf Hitler llevó a cabo una serie de
asesinatos políticos dentro del partido Nazi contra opositores y rivales. También se conoce este suceso como “Operació n
Colibrí”.

También podría gustarte