Documento Sin Título
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Luis Reygadas
¿Cómo alcanzar la equidad en una época de intensos cruces interculturales? Para contestar esta pregunta,
este texto analiza en qué medida, cómo y por qué la desigualdad se produce y reproduce en relaciones
interculturales, para después hacer una evaluación crítica de los dos grandes enfoques que han enfrentado
el problema de la intersección entre diferencia cultural y desigualdad social: por un lado, el paradigma
igualitarista que establece derechos universales, ciego a las diferencias culturales, pero también a los
procesos que las convierten en desigualdades, y, por el otro, el paradigma multiculturalista, que reconoce
las diferencias culturales pero naufraga en los particularismos. A partir de esta evaluación se discute el
paradigma emergente de la equidad intercultural, que busca acceso universal a los derechos mediante la
construcción de espacios y consensos interculturales.
Desigualdad e interculturalidad
Las teorías económicas convencionales han prescindido de la cultura para explicar la desigualdad. La ven
como resultado de las diferencias en la propiedad de los medios de producción entre las clases sociales en
el marxismo ortodoxo o como consecuencia de disparidades en el desempeño de los individuos en los
mercados en el enfoque neoclásico. La cultura solo aparece como un factor secundario que legitima las
desigualdades que produjo la economía (Marx y Engels 1968 [1845]). O peor aún, en algunas ocasiones se
utilizan conceptos esencialistas de cultura para naturalizar las disparidades sociales, que son presentadas
como fruto de cualidades o defectos intrínsecos de las personas: los ricos tienen empeño e iniciativa,
mientras que los pobres carecen de ellos porque están atrapados en la cultura de la pobreza.
Frente a las posiciones que no toman en cuenta la cultura o la incluyen como concepto residual o desde
una perspectiva esencialista, sostengo que los procesos culturales son un factor central en la generación y
el sostenimiento de las desigualdades sociales, al igual que en su cuestionamiento. Parto de la hipótesis
de que, en muchos aspectos, la desigualdad social es un fenómeno intercultural, bien sea porque a) se
produce en interacciones asimétricas entre personas con diferentes culturas, o b) porque las disparidades
entre personas de una misma cultura crean fronteras y distinciones que, con el tiempo, dan lugar a
relaciones interculturales.
Los diferentes se vuelven desiguales. Con frecuencia, la desigualdad se genera y se justifica a partir de la
diferencia: se utilizan las distinciones culturales para producir y legitimar accesos asimétricos a las ventajas
y desventajas. La identidad y la alteridad, las diferencias entre “nosotros” y “los otros”, son componentes
fundamentales de los procesos de inclusión y exclusión, lo mismo que en los de explotación y
acaparamiento de oportunidades (Tilly 2000). Asimismo, es común la intersección de las asimetrías
socioeconómicas con marcadores culturales como el género, la etnia, la religión o la nacionalidad. Las
relaciones interculturales están impregnadas de la alteridad y la diferencia: de lenguas, de rasgos
físicos, de maneras de hablar y de vestir, de costumbres, de valores y de cosmovisiones. Esta presencia
abrumadora de la alteridad no se convierte de manera automática en desigualdad, pero la facilita. Si se
acompaña de una disparidad de recursos (económicos, militares, legales, sociales, educativos, simbólicos,
etcétera) muy probablemente dará lugar a una interacción asimétrica que puede volverse una desigualdad
persistente, que se justifica mediante la diferencia: los “otros”, los “diferentes”, no pueden tener los mismos
derechos, los mismos beneficios y el mismo trato que “nosotros”, los “iguales”. Las fronteras simbólicas y
las marcas rituales que diferencian a las culturas se transmutan en cierres sociales (Weber 1996), señales
de impureza (Douglas 1984), estigmas (Goffman 1986), signos de distinción (Bourdieu 1988), fronteras
emocionales (Elias 2006) o categorías pareadas (Tilly 2000), a partir de los cuales se distribuyen de
manera inequitativa los bienes, las cargas, los privilegios, las ventajas, las desventajas y las oportunidades.
Se pueden encontrar muchos ejemplos históricos de desigualdades producidas a partir de cruces
interculturales: esclavización de prisioneros de guerra, sometimiento de pueblos colonizados, yuxtaposición
de distinciones étnicas y diferencias de clase, etcétera. En la época contemporánea este fenómeno se
recrea de muchas maneras: segmentación étnica del mercado de trabajo transnacional (Lins Ribeiro 2003:
109-110), restricción de los derechos humanos, laborales y sociales de los migrantes (Miller 2007: 38-40),
privilegios especiales para expatriados de las corporaciones multinacionales (Ong 2006: 16) y muchas
otras formas de interacciones inequitativas entre personas de distintas culturas. Los desiguales se vuelven
diferentes. No toda la desigualdad se produce en relaciones interculturales o en situaciones
transnacionales. El grueso de las inequidades se genera en relaciones sociales entre personas de una
misma cultura. No obstante, cuando ese tipo de desigualdades se exacerban y se vuelven estructurales
pueden adquirir características similares a las que se gestan en contextos interculturales. Si en una
sociedad las disparidades sociales son abismales y duraderas es probable que den lugar a grupos de
status, estilos de vida, valores y cosmovisiones contrapuestos, que llegan a conformar culturas y
subculturas disímiles, de modo que lo que era una diferencia social en el seno de una misma cultura se
convierte en una relación intercultural: los desiguales se han vuelto diferentes. En América Latina, la región
que ha tenido mayor desigualdad de ingresos en el mundo durante décadas, ¿qué tantas afinidades
culturales existen entre las élites y los grupos sociales más desfavorecidos? Sus mundos de vida, sus
experiencias cotidianas, sus oportunidades y sus condiciones de existencia son tan contrastantes que las
relaciones entre ellos se acercan más a una experiencia intercultural que a una interacción entre personas
que comparten valores y visiones del mundo similares.
En síntesis, la desigualdad es un fenómeno que desborda los cruces interculturales, pero en la mayoría de
los casos se origina en una relación intercultural (se apoya en y se construye a partir de diferen-
cias culturales previas) o da lugar a relaciones interculturales (produce disparidades de ingresos, de status
y de estilos de vida que generan profundas fracturas culturales). Por ello, la búsqueda de una sociedad
más igualitaria se encuentra interpelada por la cuestión de las diferencias culturales, más aún en una
época en la que se han intensificado las conexiones interculturales y buena parte de las riquezas circulan
en cadenas transnacionales de producción y comercialización. La discusión teórica sobre las relaciones
entre cultura y desigualdad, al ser llevada a la arena política, se expresa en la forma de tres distintos
paradigmas que tratan de enfrentar los retos de la inequidad social y la diferencia cultural.
El paradigma igualitarista
En el siglo xviii, el iluminismo y las revoluciones burguesas dieron a luz al proyecto moderno de la igualdad
universal. Su nacimiento se puede fechar en dos textos fundacionales. Por un lado, la Declaración unánime
de los trece Estados Unidos de América, emitida el 4 de julio de 1776 en Filadelfia, que dice: “Sostenemos
como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales”. Por otra parte,
la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional en Francia
el 26 de agosto de 1789, en la que se establece: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en
derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común. (...) La ley (...) Debe ser la
misma para todos, ya sea que proteja o que sancione. Como todos los ciudadanos son iguales ante ella,
todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin
otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos”.
La novedad de este proyecto estribó en que estableció la igualdad de los hombres ante la ley,
independientemente de sus diferencias culturales, religiosas, étnicas o de cualquier otra índole. De esta
manera se oponía a los particularismos que, con base en las diferencias, consagraban jurídicamente las
desigualdades. Se estableció el principio de igualdad universal, en clara ruptura con el pasado. Dentro de
este paradigma ser diferente no debería otorgar privilegios especiales ni implicar desventajas particulares.
Solo reconoce las distinciones meritocráticas: las que brotan de las capacidades, las virtudes y los
talentos. Ahora bien, como ha señalado con agudeza Adam Przeworski (2007), el proyecto iluminista no se
traduce en forma automática en mayor igualdad socioeconómica: no implica que los ciudadanos sean
iguales, sino anónimos, tiende un velo sobre las distinciones que existen en la sociedad, pero no las anula.
Los ciudadanos se convertían en iguales frente a la ley, pero las disparidades en sus riquezas y recursos
no desaparecían. Y de hecho siguieron existiendo. No es un proyecto que elimine las desigualdades, sino
que propone sistemas de justicia e instituciones que son ciegas ante ellas. Al mismo tiempo, es ciego ante
los procesos cotidianos que reproducen las desigualdades utilizando las diferencias culturales, étnicas y de
género. Como ha demostrado Pierre Bourdieu (1988), en la competición meritocrática triunfan por lo
general aquellos que disponen del capital cultural y social legítimo.
Además de la igualdad de los ciudadanos frente a la ley, la modernidad también incubó utopías de
igualación socioeconómica, aunque pasó mucho tiempo para que se avanzara hacia ellas. No fue sino
hasta el siglo xx cuando diversas formas de estado social (de bienestar, socialistas, populistas) crearon
instituciones que, con diversos grados de éxito, lograron reducir, que no eliminar, las asimetrías sociales El
paradigma igualitarista no ha logrado cumplir cabalmente sus promesas de igualdad universal. No se llegó
de inmediato a la igualdad de derechos civiles para todos, durante mucho tiempo fueron excluidos los no
propietarios, las mujeres, los que no tenían instrucción o los que no pertenecían al grupo étnico o religioso
dominante. En este caso la falla no estaba en los valores del proyecto, sino en que no se cumplían en la
práctica.
Además, el establecimiento de la igualdad en los textos legales no implica un trato igual en la práctica
cotidiana, como ha sido frecuentemente denunciado por las feministas y los movimientos étnicos. Una
cosa es que la justicia sea ciega frente a las distinciones sociales y otra muy distinta es que el Estado y la
sociedad sean ciegos frente a los procesos de discriminación y exclusión que impiden el acceso universal
al ejercicio real de los derechos.
Por lo que toca a la igualación socioeconómica, el incumplimiento es todavía mayor, ya que en este
aspecto no bastan las leyes y la voluntad política, se necesitan cuantiosos recursos y una enorme
capacidad institucional para garantizar el acceso universal a los bienes primarios que garantizan la
inclusión ciudadana: salud, educación, empleo, ingreso mínimo, seguridad social, entre otros (Dieterlen
2003: 151-152). Algunos países han avanzado un poco en este terreno, pero no la mayoría. Además, la
mayoría de las veces resultan desfavorecidos los mismos sectores que se encontraban en desventaja
desde mucho tiempo atrás: las mujeres, los grupos étnicos no-hegemónicos, las minorías religiosas,
etcétera.
Con frecuencia el paradigma igualitarista parte de una concepción evolucionista y etnocéntrica de la
cultura, que supone que los valores occidentales representan la cumbre de la modernidad, mientras que
las otras culturas son calificadas como tradicionales y atrasadas, que obstaculizan el progreso al aferrarse
a concepciones y valores premodernos. Por ello se ha acusado al paradigma igualitarista de pretender
eliminar las diferencias: confunde ciudadanía universal con un modelo de ciudadano que corresponde con
las características del grupo hegemónico, de manera que los que no coinciden con ese modelo son
excluidos o discriminados, a menos que se “normalicen”. Incorpora, no incluye. Dicho de otra manera,
obliga a dejar de ser diferentes para poder ser iguales.
El paradigma multiculturalista
El paradigma multiculturalista expresa la utopía de la autodeterminación y el respeto a la diversidad
cultural. También se inspira en los valores modernos de la tolerancia y en los ideales de libertad y
fraternidad de la Revolución Francesa, pero se emparienta con el romanticismo del siglo xix que sostenía
que cada nación tenía un espíritu y una cultura particulares. Encuentra su fundamentación académica en el
relativismo cultural antropológico, que sostiene que ninguna cultura es superior a otra y que cada una de
ellas debe ser entendida dentro de sus propios marcos de referencia. Pero el verdadero despegue de las
posiciones multiculturalistas se produjo en las dos últimas décadas del siglo xx. En su gestación
confluyeron varios procesos: 1) desilusión por las promesas incumplidas del paradigma igualitarista,
acentuada por la crisis del socialismo real y de los Estados de bienestar, 2) intensificación de las
conexiones transnacionales, con su secuela de nuevas exclusiones y disparidades, y 3) fortalecimiento de
movimientos étnicos, feministas, de minorías sexuales, regionales, nacionalistas y religiosos, con una
plétora de demandas de reconocimiento de la diversidad.
Los argumentos multiculturalistas dan en el blanco cuando señalan que los derechos universales no son
verdaderamente universales, porque no han llegado a todos y porque se construyeron desde la perspectiva
de algunos grupos. En muchos sentidos los Estados democráticos han sido, al igual que muchos
regímenes del pasado, Estados raciales que perpetúan las ventajas y la hegemonía de un grupo sobre
otros (Goldberg 2002). Pero me parece que se equivocan cuando incluyen entre las causas de ello a la
universalidad de los derechos y a la democracia liberal. Pienso que la exclusión y la discriminación se han
perpetuado pese a ellos y no a causa de ellos. Me explico. La igualdad en el acceso a diferentes bienes y
servicios depende de muchos factores, no basta que se establezca un derecho universal para que todas
las personas puedan ejercerlo. Además del reconocimiento del derecho se necesita que todos los
ciudadanos estén informados al respecto, que existan instituciones que garanticen y vigilen su
cumplimiento y que se disponga de la infraestructura, los recursos y los mecanismos necesarios para que
todos puedan gozar de los beneficios asociados a ese derecho. Si no existen todas esas condiciones no
habrá ejercicio universal de ese derecho, pero sería erróneo pensar que la causa de este déficit es el
establecimiento de derechos de carácter universal.
Otra manera de analizar esta cuestión es discutir la conveniencia o inconveniencia de establecer derechos
especiales, a partir de la pertenencia a alguna cultura o a algún grupo definido mediante criterios cultura-
les. Un ejemplo clásico es el de las cuotas para las minorías en el acceso a las universidades, que
despierta encendidas polémicas. El multiculturalismo, al menos en algunas de sus vertientes, estaría de
acuerdo con establecer esos derechos, con el argumento de que permite que sectores históricamente
discriminados tengan acceso a los mismos beneficios que el resto de la población. Por lo general el
paradigma igualitarista se opone, esgrimiendo distintos argumentos: reedita particularismos premodernos,
puede acarrear otro tipo de inequidades, afecta la igualdad de oportunidades, fomenta divisiones entre
diversos grupos oprimidos.
Además de las críticas anteriores, el multiculturalismo ha sido cuestionado por poner el acento en el
reconocimiento del derecho a la diferencia, relegando las cuestiones de igualación socioeconómica y
redistribución de la riqueza. En algunos casos se ha señalado la confluencia, voluntaria o involuntaria,
entre el proyecto multiculturalista y el proyecto neoliberal, ya que ambos cuestionan los derechos
universales y las políticas redistributivas características de los Estados de bienestar.
Con frecuencia el multiculturalismo se asocia con concepciones esencialistas de la cultura que consideran
que cada pueblo tiene una cultura distintiva, homogénea y estable, irreductiblemente diferente a la de los
otros pueblos, que debe ser preservada a toda costa. Por ello, para poder seguir siendo diferentes deja en
un segundo plano el objetivo de la igualdad.
El enfoque de la equidad intercultural implica una ruptura con las concepciones de cultura que inspiran a
los dos paradigmas anteriores. Por un lado, se desmarca del etnocentrismo evolucionista del paradigma
igualitarista que supone que todas las culturas deben disolverse para integrarse en el melting pot de la
cultura moderna, operación mediante la cual se hacen pasar como “universales” los valores y visiones del
mundo de los grupos hegemónicos de los países occidentales. Por otra parte, se distancia de los
planteamientos esencialistas que ven a las culturas como entidades aisladas, homogéneas y estables,
separadas entre sí por fronteras simbólicas impermeables, que constituyen una alteridad radical que hace
imposible la traducción y comunicación entre ellas. En contraposición, ve la cultura como procesos
intersubjetivos de creación de significados que se transforman constantemente y están atravesados por
relaciones de poder, mediante los cuales se pueden construir fronteras y puentes, alteridades e
identidades, desacuerdos y consensos, desigualdades e igualdades. De esta manera no se condena a las
culturas subalternas a desaparecer en aras de la modernidad ni se les trata de preservar como entidades
cerradas y estáticas.
Los principales postulados y características distintivas del paradigma de la equidad intercultural serían los
siguientes:
1) Ejercicio real de derechos universales. La esencia de la igualdad consiste en que todas las personas
tengan oportunidades y capacidades para el ejercicio efectivo de los mismos derechos. No basta
establecer el derecho universal, se requiere garantizar su cumplimiento y crear dispositivos materiales,
institucionales y culturales para que todos(as) puedan gozar de él. La conciencia de que la igualdad se ve
obstaculizada por procesos cotidianos de exclusión y discriminación obliga a establecer medidas
complementarias que permitan que sectores que históricamente han experimentado cortapisas en el
ejercicio de sus derechos puedan ejercerlos plenamente. Supongamos que en un país se establece el
derecho a la educación primaria gratuita, pero después de varias décadas de haberse establecido se
descubre que un porcentaje de los niños indígenas de ese país no acude a la escuela primaria, no la
concluye o la concluye con calificaciones por debajo de la media, por diferentes razones, entre ellas las
siguientes: a) no se han construido escuelas en las zonas más apartadas, b) muchos niños indígenas no
hablan la lengua oficial y la educación primaria solo se imparte en esa lengua, c) los profesores de las
zonas indígenas no tienen una buena preparación, d) los niños indígenas son discriminados por sus
profesores y por sus compañeros no indígenas, lo que afecta su desempeño escolar; y, e) la pobreza en
las zonas indígenas obliga a los padres de familia a sacar a los niños de la escuela para que les
ayuden en el trabajo agrícola. El ejemplo muestra que el establecimiento de un derecho universal es a
todas luces insuficiente, este tiene que ser complementado con muchas otras medidas que garanticen su
ejercicio efectivo, como construir más escuelas, mejorar los caminos, ofrecer educación primaria en varias
lenguas, establecer mecanismos para que la calidad de los profesores sea similar en diferentes regiones,
combatir la discriminación y dar apoyos económicos a las familias más pobres. Los derechos universales
son indispensables, pero no suficientes.
3) Definición intercultural de los derechos universales. ¿Cuáles son los derechos universales? ¿Quién los
define y cómo? Esto solo se puede responder mediante el diálogo intercultural. Con frecuencia, el
paradigma igualitarista cometió la equivocación de considerar universal aquello que correspondía a la
cultura hegemónica. Por su parte, el paradigma multiculturalista exagera las particularidades culturales,
llegando al extremo de considerar a las culturas como islas autónomas. Si se toma en serio la diversidad
cultural hay que aceptar que no existen, en sentido estricto, ni costumbres ni derechos totalmente
universales: cada sociedad y cada época difieren al respecto. Pero de ahí no se concluye que las culturas
sean fortalezas herméticas, con valores y concepciones del mundo inconmensurables e intraducibles. Los
derechos universales deberían ser una construcción intercultural. En cada sociedad y en cada
época habrán de reconstruirse y redefinirse, precisando qué derechos deben considerarse universales y
por tanto exigibles en cualquier parte del planeta para todos los seres humanos.
4) Diálogo intercultural como mecanismo para dirimir diferencias y tomar decisiones. Para ser realmente
universales, los derechos deben ser interculturales no solo en su contenido (que tomen en cuenta las
diferencias culturales y que incluyan realmente a todos y no solo a los miembros de determinados grupos y
culturas), sino también en los procedimientos que se emplean en su definición, aplicación y exigibilidad.
Mediante la comunicación intercultural (Benhabib 2006) es posible construir un marco común en
condiciones de equidad democrática. En ese diálogo los diferentes acordarían los contornos y las
características del espacio de igualdad intercultural en el que puedan convivir con equidad y libertad.
Pronunciarse por el diálogo intercultural, racional y democrático, no implica suponer ingenuamente que en
la vida real existen las condiciones discursivas ideales para todos los participantes.
Cualquier negociación concreta estará condicionada por asimetrías de recursos y relaciones de poder
entre los participantes, estos no siempre actúan de manera racional y aun siendo racionales persiguen
metas distintas y defienden diferentes valores. Es altamente probable que en cualquier negociación que
involucre a personas de diferentes culturas pesen más las opiniones e intereses de los actores más
poderosos, pero no por ello debe renunciarse al diálogo intercultural como mecanismo para resolver
diferencias y tomar decisiones. Ese diálogo no tendría por qué desembocar en un consenso racional
(Habermas 1987), por más que se avance en la negociación persistirán diferentes culturas y distintos
modos de vida. No debe pretenderse la cancelación de esas diferencias, en aras de una supuesta
racionalidad universal. Más bien, siguiendo la perspectiva del pluralismo de valores de Isaiah Berlin (2000)
y John Gray (2001) lo que debe buscarse es un marco institucional compartido en el que puedan coexistir
con equidad y de manera pacífica personas con diversos modos de vida. El ideal no es el triunfo de una
racionalidad única a costa de la diferencia cultural, sino un modus vivendi equitativo entre los diferentes
(Ib.: 123-158).
5) Universalización de los derechos culturales. Los derechos culturales son un componente fundamental en
las tres generaciones de derechos humanos.
En la primera generación, la de los derechos políticos o derechos de libertad, aparecen como derecho a la
libertad de pensamiento, de asociación, de culto y de expresión. En la segunda generación, la de los
derechos de igualdad, se expresan como compromiso del Estado para garantizar la igualdad en el acceso
a la educación y la cultura. En la última generación, la de los derechos de fraternidad, se presentan
como derecho al patrimonio cultural, a la conservación de la memoria cultural y al desarrollo de la identidad
étnica y cultural (Miller 2007; Prieto de Pedro, 2004). El error del paradigma igualitarista ha sido subestimar
la importancia de los derechos culturales, dando mayor importancia a los derechos políticos y económicos.
También ha priorizado los derechos individuales sobre los derechos colectivos. A la inversa, el
multiculturalismo ha privilegiado los derechos culturales en detrimento de los derechos económicos y
políticos y ha puesto los derechos colectivos por encima de los individuales. El paradigma de la equidad
intercultural defendería todos estos derechos porque cada uno de ellos tiene su razón de ser y su
especificidad, no tienen por qué subsumirse unos en los otros. Otro gran problema es que los
multiculturalistas han presentado los derechos culturales como derechos específicos de los grupos
minoritarios o subalternos, en lugar de colocarlos como derechos universales de todos los grupos y de
todos los individuos. Hay que universalizar los derechos culturales, no deben ser considerados como
derechos especiales de la minoría o de los excluidos, sino como derechos de todos los grupos y todos los
seres humanos (Prieto de Pedro 2004). Si un grupo indígena tiene el derecho de exigir autonomía,
conservar su identidad o sus costumbres no es porque tenga un status especial, sino que es un derecho
similar al que deben tener todos los grupos. Y al igual que cualquier otro derecho, está limitado por los de-
rechos de sus integrantes, de otros grupos o de la sociedad en general.
6) Portabilidad de derechos, derechos que crucen fronteras. En un mundo en el que se multiplican los
cruces interculturales, las migraciones transnacionales y las trayectorias laborales flexibles y multisituadas
es necesario avanzar hacia la portabilidad de derechos, de manera que las personas puedan conservarlos
independientemente de que cambien de país de residencia, de adscripción cultural o de lugar de trabajo. Si
los individuos están atravesando fronteras (nacionales, culturales, ocupacionales) es indispensable que
sus derechos puedan cruzar las fronteras junto con ellos.
Esto es particularmente importante si se consideran, por ejemplo, el derecho a la salud y a la jubilación, ya
que la inexistencia de mecanismos de portabilidad está afectando a millones de migrantes transnacionales
y a trabajadores que tienen trayectorias laborales discontinuas y flexibles. Pero también es importante para
los casos, cada vez más frecuentes, de personas que cambian de adscripción cultural o religiosa y son
despojados de sus derechos. Este es un argumento adicional para reforzar la importancia de los derechos
universales/interculturales, porque si en vez de tener este carácter son asignados de acuerdo con
criterios de pertenencia cultural se obliga a las personas a conservar una determinada identificación
cultural para no perder sus derechos, lo que en la práctica limita su autonomía y significa reforzar la
hegemonía de los sectores privilegiados en cada cultura.
8) Universalismo básico progresivo. Las limitaciones financieras de los Estados y el efecto combinado de
las políticas neoliberales y multiculturalistas llevaron, en muchos casos, a la focalización de los apoyos
estatales hacia los pobres extremos o hacia grupos definidos culturalmente, en detrimento de programas
universalistas. Si bien esto pudo haber beneficiado a algunos sectores excluidos, también estigmatizó a los
pobres, rompió las solidaridades subalternas y en muchos casos permitió que se beneficiaran grupos más
organizados y movilizados y no los más necesitados. Si los recursos son escasos es más adecuado
establecer un universalismo básico, con beneficios quizá pequeños, pero que constituyen derechos para
toda la población y no ventajas para algunos grupos o dádivas para los más pobres (Filgueira et al. 2005).
El monto de los beneficios universales puede incrementarse de manera progresiva en la medida en que los
Estados dispongan de mayores recursos.
Aristóteles señaló, por cierto, que los seres humanos suelen tener una inclinación natural hacia el
intercambio civil. Y, sin embargo, el alcance de la participación política puede variar de una sociedad a
otra.De manera particular, las inclinaciones políticas pueden ser suprimidas no solo por gobiernos y
restricciones autoritarios, sino también por la “cultura del miedo” que genera la represión política. También
puede existir una “cultura de la indiferencia”, que a breve del escepticismo y conduzca a la apatía. La
participación política es extremadamente importante para el desarrollo, lo mismo a través de sus efectos en
la valoración de los medios y los fines, que a través de su papel en la formación y la consolidación de los
valores que permiten ponderar el desarrollo mismo.
7. Influencias culturales en la formación y evolución de los valores. No solo sucede que los factores
culturales figuran entre los fines y medios del desarrollo: también tienen un papel central en la formación de
los valores. Esto, a su vez, puede influir en la identificación de nuestros fines y el reconocimiento de
instrumentos practicables y aceptables para alcanzar dichos fines. Por ejemplo, el debate público abierto
—él mis- mo un logro cultural importante— puede influir poderosamente en el surgimiento de nuevas
normas y prioridades por considerar.
En segundo lugar, la cultura no es un atributo homogéneo y puede existir un gran número de variaciones,
incluso dentro de la misma atmósfera cultural general. Los deterministas culturales subestiman con
frecuencia el alcance de la heterogeneidad dentro de lo que se
ve como “una” cultura específica. Las voces discordantes a menudo son “internas”, no provienen del
exterior. Puesto que la cultura tiene muchas facetas, la heterogeneidad también puede provenir de los
componentes particulares de la cultura en los cuales decidimos enfocar nuestra atención (por ejemplo, si
prestamos particular atención ya a la religión, ya a la literatura, o a la música, o de manera general al estilo
de vida).
En tercer lugar, la cultura no permanece quieta en absoluto. Cualquier suposición de inmovilidad —explícita
o implícita— puede ser desastrosamente engañosa. Hablar, digamos, de la cultura religiosa hinduista, o en
fin, de la cultura nacional hindú, considerándola como una cultura bien definida en un sentido temporal
estético, no solo implica pasar por alto las grandes variaciones dentro de cada una de estas categorías,
sino también ignorar su evolución y sus grandes transformaciones a través del tiempo. La tentación de usar
el determinismo cultural a menudo adquiere la forma irremediable de un esfuerzo por largar el ancla
cultural de un barco que se mueve velozmente.
Por último, las culturas interactúan unas con otras y no se pueden ver como estructuras insulares. La
perspectiva aislacionista que casi siempre se da por sentada implícitamente— puede ser en gran medida
falaz. A veces podemos estar solo vagamente conscientes de la manera en que una influencia llegó desde
fuera, pero esta no es razón para restarle importancia. Por ejemplo, aunque el picante era desconocido en
la India antes de que los portugueses lo introdujeron en el siglo xvi, ahora es una especia totalmente hindú.
Los rasgos culturales desde los más triviales hasta los más profundos— pueden cambiar en forma radical,
dejando a veces pocas señales del pasado que llevan detrás.
Considerar que la cultura es independiente e inmutable, puede ser en verdad es muy problemático. Pero
esto, por otra parte, no es razón para no tomar en cuenta la importancia de la cultura, vista
apropiadamente desde una perspectiva amplia. No cabe duda de que es posible prestar una atención
adecuada a la cultura mientras se toman en cuenta todas las salvedades recién expuestas. En realidad, si
se reconoce que la cultura no es homogénea ni inmóvil y que es interactiva, y si la importancia de la cultura
se entrevera con las fuentes rivales de influencia, entonces la cultura puede ser una parte muy positiva y
constructiva en nuestra comprensión del comportamiento humano y social, y además del desarrollo
económico.
Intolerancia y alienación
La cuestión del “de qué manera no”, empero, merece una atención extremadamente seria, ya que las
generalizaciones culturales apresuradas no solo pueden socavar una comprensión más profunda del papel
de la cultura, sino que también pueden servir de herramienta a los prejuicios sectarios, a la discriminación
social e incluso a la tiranía política. Las generalizaciones culturales simplistas tienen la gran capacidad de
fijar nuestra forma de pensar y con demasiada frecuencia son más que un pasatiempo inocente. El hecho
de que tales generalizaciones abundan en las creencias populares y en la comunicación informal se puede
reconocer con facilidad. Estas creencias implícitas y acríticas no son únicamente el tema de muchas
bromas racistas y calumnias étnicas; a veces también asoman como elegantes teorías perniciosas.
Cuando se da una correlación fortuita entre el prejuicio cultural y la observación social (no importa qué tan
casual sea) nace una teoría, y esta puede rehusarse a morir incluso después de que la correlación casual
se desvanece por completo.
Por ejemplo, las bromas urdidas contra los irlandeses (insolencias tales como “cuántos irlandeses se
necesitan para cambiar un foco”, que han tenido vigencia en Inglaterra por largo tiempo) parecían ir bien
con el predicamento desalentador de la economía irlandesa, cuando la economía irlandesa estaba
bastante mal. Pero cuando esta economía comenzó a crecer asombrosamente rápido —de hecho, más
rápido que cualquier otra economía europea (como lo hizo, y por muchos años) el estereotipo cultural y su
relevancia económica y social pretendidamente profunda no se desecharon como la pura y absoluta
basura que eran. Las teorías tienen vida propia, y parecen desafiar el mundo fenoménico que se puede, en
efecto, observar.
El determinismo cultural
Si bien el maridaje entre el prejuicio cultural y la asimetría política puede ser casi letal, la necesidad de
tener cuidado al saltar a conclusiones culturales resulta más insidiosa. Tales conclusiones pueden influir
incluso sobre la forma en que los expertos conciben la naturaleza y los desafíos del desarrollo económico.
Las teorías se derivan muchas veces de pruebas bastantes escasas. Las verdades a medias o
fragmentadas pueden desorientar garrafalmente —a veces incluso más que la falsedad llana, que es más
fácil de delatar. Considérese, por ejemplo, el siguiente argumento del influyente e importante libro editado
en conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington llamado Culture Matters (La cultura importa) (al
que me referí antes) y en particular el argumento del ensayo introductorio de
Huntington en ese volumen, llamado “La cultura cuenta”:
A principios de la década de 1990, me topé con información económica sobre Ghana y Corea del Sur
durante los años sesenta, y me sorprendió lo parecidas que sus economías eran en aquel entonces. (...)
Treinta años más tarde, Corea del Sur se había convertido en
un gigante industrial con la decimocuarta economía más grande del mundo, corporaciones multinacionales,
exportaciones considerables de automóviles, equipo electrónico y otras manufacturas sofisticadas, y un
ingreso per cápita cercano al de Grecia. Y no solo eso: estaba en camino de consolidar instituciones
democráticas. No habían ocurrido tales cambios en Ghana, cuyo ingreso per cápita era ahora casi quince
veces menor al de Corea del Sur. ¿Cómo podía explicarse esta extraordinaria diferencia en el desarrollo?
Sin duda, muchos factores entraron en juego, pero me parecía que la cultura debía constituir gran parte de
la explicación. Los coreanos del sur valoraban la frugalidad, la inversión, el trabajo duro, la educación, la
organización y la disciplina. Los ghaneses tenían valores diferentes. En pocas palabras, las culturas
cuentan.
Bien puede haber algo de interés en esta comparación sugestiva (tal vez incluso una verdad fragmentada
arrancada de su contexto) y el contraste demanda un examen probatorio. Mas la secuencia causal,
utilizada a la manera de la explicación arriba citada, es extremadamente engañosa. Existían muchas
diferencias importantes además de la predisposición cultural— entre Ghana y Corea en los sesenta,
cuando le parecían tan similares a Huntington, excepto por la cultura. En primer lugar, las estructuras de
clase en ambos países eran bastante diferentes, y Corea del Sur tenía una clase comerciante mucho más
grande con una participación más activa. En segundo lugar, la política era muy diferente también, y el
gobierno de Corea del Sur estaba dispuesto y ansioso por desempeñar un papel primordial para dar inicio
a un desarrollo centrado en los negocios, bajo una modalidad que no era aplicable en Ghana. En tercer
lugar, la estrecha relación entre la economía coreana y la japonesa, por un lado, y Estados Unidos, por el
otro, fue determinante, al menos durante las primeras etapas del desarrollo coreano. En cuarto lugar y tal
vez esto sea lo más importante, para la década de 1960 Corea del Sur había alcanzado un nivel educativo
mucho más alto y un sistema escolar mucho más extendido que el de Ghana. Las transformaciones en
Corea se habían originado durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, en gran parte gracias
a una firme política pública, y no se podrían ver tan solo como un reflejo de la antigua cultura coreana. Con
base en el ligero escrutinio ofrecido, es difícil justificar ya sea el triunfalismo cultural a favor de la cultura
coreana o el pesimismo radical sobre el futuro de Ghana que la confianza en el de-
terminismo cultural parecería sugerir. Ninguno de ellos podría derivarse de la comparación apresurada y
carente de análisis que acompaña al diagnóstico heroico. Sucede que Corea del Sur no se apoyó
únicamente en su cultura tradicional. Desde la década de 1940 en adelante, el país atendió
deliberadamente a las lecciones del extranjero con el fin de utilizar la política pública para impulsar su
atrasado sistema educativo.
Y Corea del Sur ha seguido aprendiendo de la experiencia global incluso hasta hoy. A veces las lecciones
han provenido de experiencias de fracaso, y no de éxito. Las crisis del este asiático que han abrumado a
Corea del Sur, entre otros países de la región, hicieron manifiestas algunas de las penalidades de no
contar con un sistema político democrático
plenamente funcional. Tal vez cuando las cosas avanzaron más y más en conjunto, la voz que la
democracia otorga al más débil no se extrañó de inmediato, pero cuando sobrevino la crisis económica y
los coreanos fueron divididos y vencidos (como sucede típicamente en tales crisis), los nuevos
depauperados echaron en falta la voz que la democracia les habría dado para protestar y para exigir un
desagravio económico. Junto con el reconocimiento de la necesidad de prestar atención a los peligros de
una recaída y a la seguridad económica, el asunto más vasto de la democracia en sí se convirtió en el foco
de atención predominante
en la política de la crisis económica. Esto ocurrió en los países afectados por las crisis, como Corea del
Sur, Indonesia, Tailandia y otros, pero además aquí se dio una lección global sobre la manera específica en
que la democracia contribuye a ayudar a las víctimas del desastre, y sobre la necesidad de pensar no solo
en el “crecimiento con equidad” (el viejo lema coreano), sino también en la “caída con seguridad”.
Asimismo, la condena cultural de los prospectos de desarrollo en Ghana y otros países africanos es
simplemente pesimismo apresurado con poco fundamento empírico. Para empezar, no toma en cuenta lo
rápido que muchos países —incluido Corea del Sur— han cambiado, en lugar de permanecer anclados a
ciertos parámetros culturales fijos. Las verdades a medias y mal identificadas pueden ser terriblemente
falaces.
Interdependencia y aprendizaje
Si bien la cultura no opera en forma aislada respecto de otras influencias sociales, una vez que la
colocamos en la compañía adecuada, puede ayudarnos a iluminar en gran medida nuestra comprensión
del mundo, incluido el proceso de desarrollo y la naturaleza de nuestra identidad. Permítaseme referirme
de nuevo a Corea del Sur, que tenía una sociedad mucho más educada y cultivada que la de Ghana en los
años sesenta (cuando ambas economías le parecían a Huntington tan similares). El contraste, como ya se
ha mencionado, era sustancialmente resultado de políticas públicas implementadas en Corea del Sur
durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Sin duda, la política pública de posguerra en torno a la educación también estaba influida por rasgos
culturales precedentes. Sorprendería que no existiera tal conexión. En una relación de sustento mutuo, la
educación influye sobre la cultura justo como la cultura precedente tiene un efecto sobre las políticas
educativas. Es de notarse, por ejemplo, que casi todo país en el mundo con una fuerte presencia de la
tradición budista ha tendido a emprender un proceso generalizado de alfabetización y educación con cierto
entusiasmo. Esto es así no solo para el Japón y Corea, sino también para China, Tailandia y Sri Lanka. De
hecho, incluso un país tan empobrecido como Birmania (Myanmar), con un espantoso registro de opresión
política y abandono social, tiene un mayor índice de alfabetización que sus vecinos en el Subcontinente
Hindú. Considerado desde un marco más amplio, es probable que haya aquí algo que investigar y de lo
cual se pueda aprender.
Sin embargo, es importante subrayar la naturaleza interactiva del proceso en el cual el contacto con otros
países y el conocimiento generado por sus experiencias puede transformar la práctica. Sobran indicios
para decir que cuando Corea decidió avanzar enérgicamente por medio de la educación al final de la
Segunda Guerra Mundial, estaba influida no solo por su interés cultural en la educación, sino también por
una nueva comprensión del papel y la significación de aquella, basada en las experiencias del Japón y el
Occidente, incluido Estados Unidos.
Las interrelaciones culturales, situadas dentro de un marco amplio, proporcionan en verdad una
perspectiva útil para nuestro entendimiento. Esto contrasta tanto con el abandono total de la cultura
(ejemplificado por algunos modelos económicos), como con el privilegio de la cultura en términos de
aislamiento e inmovilidad (como se observa en algunos modelos sociales de determinismo cultural).
Debemos ir más allá de ambas posturas e integrar el papel de la cultura a otros aspectos de nuestra vida.
La globalización cultural
Ahora debo pasar a lo que parecería una consideración contradictoria. Cabe preguntar: al alabar la
interacción entre los países y la influencia positiva de aprender de los otros, ¿no estoy desatendiendo la
amenaza que las interrelaciones globales plantean a la integridad y la supervivencia de la cultura local? Es
posible sostener que, en un mundo tan dominado por el “imperialismo” cultural de las metrópolis
occidentales, sin duda la necesidad básica radica en fortalecer la resistencia y no en darle la bienvenida a
la influencia global.
Permítaseme decir, en primer lugar, que no hay contradicción alguna. Aprender de los otros implica libertad
y buen juicio, no estar abrumado y dominado por influencias externas sin tener otra opción, sin un espacio
para ejercer la propia libertad y los deseos propios. La amenaza de verse avasallado por el poder superior
del mercado de un Occidente opulento que tiene una influencia asimétrica sobre casi todos los medios,
trae a colación un asunto del todo distinto. En particular, no contradice de ninguna manera la importancia
de aprender de los otros.
Pero ¿cómo habríamos de considerar la invasión cultural global en sí misma como una amenaza a las
culturas locales? Hay aquí dos cuestiones de particular relevancia. La primera se relaciona con la
naturaleza de la cultura de mercado en general, ya que esta es parte y parcela de la globalización
económica. Aquellos que encuentran vulgares y em- pobrecedores los valores y las prioridades de una
cultura relacionada con el mercado (muchos de quienes adoptan esta posición pertenecen al mismo
Occidente) tienden a considerar la globalización económica como algo objetable en un nivel muy básico.
La segunda cuestión tiene que ver con la asimetría de poder entre Occidente y otros países, y la
posibilidad de que esta asimetría pueda llevar a la destrucción las culturas locales —una pérdida que
podría empobrecer culturalmente a las sociedades no occidentales—. Dado el constante bombardeo
cultural que proviene en gran medida de las metrópolis occidentales (desde MTV hasta el Kentucky Fried
Chicken), existe el temor genuino de que las tradiciones nativas puedan ahogarse en el estruendo.
Las amenazas a las viejas culturas nativas en el mundo globalizado de hoy son, hasta cierto punto,
inevitables. No es fácil resolver el problema deteniendo la globalización de los negocios y el comercio,
pues las fuerzas del intercambio económico y la división del trabajo son difíciles de resistir en un mundo
basado en la interacción. La globalización suscita, por supuesto, otros problemas también y sus efectos en
materia de distribución han recibido numerosas críticas recientemente. Por otra parte, resulta difícil negar
que los negocios y el comercio globales puedan acarrear —como lo predijo Adam Smith una mayor
prosperidad económica para cada nación. El desafío consiste en obtener los beneficios de la globalización
sobre una base participativa. Este asunto fundamentalmente económico (que he intentado abordar en otros
lugares) no tiene por qué entretenernos, mas existe una cuestión relacionada con él dentro del campo de la
cultura, a saber: ¿cómo incrementar las opciones reales las libertades sustantivas que tienen las personas
a través del apoyo a las tradiciones culturales que quieran preservar? Esta preocupación no puede ser
menos que capital en cualquier esfuerzo de desarrollo que traiga consigo transformaciones radicales en la
forma de vida de las personas.
En realidad, una respuesta natural al problema de la asimetría debe tomar la figura del fortalecimiento a las
oportunidades de la cultura local, de manera que esta sea capaz de defender lo suyo contra una invasión
opresiva. Si los valores ajenos predominan gracias a un mayor control de los medios, sin duda una política
de resistencia implica la ampliación de la infraestructura que corresponde a la cultura local, con el fin de
que se presente la propia producción, tanto a nivel local como más allá de las fronteras. Esta es una
respuesta positiva, antes que una tentación una tentación muy negativa de proscribir la influencia exterior.
En última instancia, la piedra de toque de ambas cuestiones debe ser la democracia. La necesidad de un
proceso participativo de toma de decisiones sobre la clase de sociedad en que la gente quiere vivir, un
proceso basado en la discusión abierta —con las oportunidades adecuadas para la expresión de posturas
minoritarias—, debe ser un valor bien difundido. No podemos, de un lado, querer la democracia y, de otro,
excluir ciertas opciones basándonos en argumentos tradicionalistas, por su “extranjería” (sin importar lo
que la gente decida, de manera informada y reflexiva). La democracia no es consistente si las opciones de
los ciudadanos quedan eliminadas por las autoridades políticas, por las ins-
tituciones religiosas o por los grandes guardianes del gusto, no importa qué tan indecorosa consideren la
nueva predilección. La cultura local puede en verdad necesitar asistencia para competir en términos
equitativos, y el respaldo a los gustos de las minorías frente a la embestida externa puede formar parte de
la tarea democrática de abrir posibilidades, pero la prohibición de influencias culturales de otros países no
es coherente con el compromiso adquirido con la democracia y la libertad.
Existe también un asunto más delicado que se relaciona con esta cuestión y que nos lleva más allá de la
preocupación inmediata por el bombardeo de la cultura de masas occidental. Dicho asunto tiene que ver
con la forma en que nos vemos a nosotros mismos en el mundo, un mundo que se halla asimétricamente
dominado por la preeminencia y el poderío occidentales. Por medio de un proceso dialéctico, esto puede
derivar de hecho en la inclinación por una postura agresivamente “local” en el campo de la cultura, como
una suerte de resistencia “valiente” frente al dominio occidental. En un notable ensayo titulado What is a
Muslim? (¿Qué es un musulmán?), Akeel Bilgrami ha señalado que las
relaciones antagónicas a menudo llevan a la gente a verse a sí misma como “el otro” —la identidad se
define, así, a partir de una diferencia empática que la separa de los occidentales—. Un dejo de esta
“otredad” puede encontrarse en el surgimiento de numerosas definiciones que caracterizan el nacionalismo
cultural o político, el dogmatismo religioso e incluso el fundamentalismo. Bajo su apariencia beligerante en
contra de Occidente, estos planteamientos dependen, en realidad, de aquello que combaten —si bien en
una forma negativa y opuesta—. El verse a sí mismo como “el otro” no hace justicia a la propia libertad ni a
la capacidad deliberativa. Este problema también se debe tratar de una
manera que sea coherente con los valores y la práctica democráticos, si estos han de ser considerados
prioritarios. La “solución” al problema que diagnostica Bilgrami no puede radicar en la “prohibición” de
ninguna opinión particular, sino en la discusión pública que clarifica e ilumina la posibilidad de ser privado
de la propia autonomía.
Finalmente, mencionaré que una preocupación específica que aún no he abordado surge de la creencia a
menudo implícita de que cada país o colectividad debe mantenerse fiel a su “propia cultura”, sin importar
qué tan atractivas resulten las “culturas extranjeras” para los habitantes. Esta posición fundamentalista no
solo impone la necesidad de rechazar la introducción de los McDonald ́s y los concursos de belleza en el
mundo no occidental, sino que también impide gozar de Shakespeare, del ballet y hasta de los partidos de
críquet. Es obvio que esta posición, conservadora en extremo, ha de chocar con la función y la aceptación
de las decisiones democráticas, y no necesito reiterar lo que ya he dicho sobre el conflicto entre la
democracia y el privilegio arbitrario de cualquier práctica. Pero he de señalar que dicha postura también
trae a colación una cuestión filosófica sobre la catalogación de las culturas respecto de la cual
Rabindranath Tagore, el poeta, ya había lanzado una advertencia.
Dicha cuestión se refiere a la disyuntiva entre definir la propia cultura a partir del origen geográfico de una
práctica, o bien a partir del uso y disfrute manifiesto de esa actividad. Tagore (1928) mantenía, con gran
fortaleza, una postura contraria a la catalogación regional:
Cualquier producto humano que comprendemos y disfrutamos se convierte al instante en nuestro,
dondequiera que tenga su origen. Estoy orgulloso de mi humanidad cuando puedo reconocer a los poetas
y los artistas de otros países como míos. Que se me consienta sentir con un júbilo prístino que todas las
glorias del hombre son mías.