Alas para Los Dinosaurios

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Este ejemplar fue editado por el programa Leé Ciencia.

Leé Futuro, una


iniciativa del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación
que se propone acercar lecturas de ciencia a niños, niñas, adolescentes y
jóvenes como un modo de garantizar el acceso a la cultura científica.
Márgara Averbach / 3

Alas para los dinosaurios

Había otros dinosaurios violetas entre las cientos de manadas que pas-
taban en las grandes llanuras. A veces, Corteza (le decían así porque era
dura y fresca por fuera) se reunía con ellos y con los anaranjados, los ver-
des y los marrones y jugaba a esconderse entre las hojas inmensas. Pero
otras veces, le gustaba estudiar y entonces desaparecía durante horas
en la biblioteca.
Tal vez lo había aprendido de su madre, Cabeza, que estaba siempre
metida entre libros excepto en primavera cuando se olvidaba de todo y
corría con los demás bajo la luz de la Luna. Tal vez lo había aprendido de
la dinosauria marrón que la había llevado a las grandes cuevas de libros
desde que ella era muy chica.
No muchos dinosaurios elegían los libros en las grandes llanuras. La
mayoría prefería el pasto y las carreras y las peleas de los meses veranie-
gos y los dulces sueños del vuelo por las noches. Y eso estaba bien. En
cada generación, solamente algunos pensaban que las cuevas sombrías,
atendidas por la dinosauria marrón, eran importantes. Y que era bueno
que alguien se ocupara de ellas y las visitara de vez en cuando.
Corteza sabía que eso era lo que quería hacer con su vida y a Cabeza
le había gustado esa decisión. La acompañaba todos los días hasta las
cuevas para protegerla de los carnívoros y la iba a buscar todos los días
antes de que cayera el Sol. Pero ni siquiera ella se imaginaba en qué ter-
minaría la pasión de esa hija violeta por el estudio.
Cuando Corteza creció, reemplazó a la dinosauria marrón en la biblio-
teca y se quedó a vivir en las grandes cuevas, solitaria y tranquila como
su maestra, rodeada de papel y tinta y grandes velas amarillas.
Un día de invierno, el día en que empezó todo, encontró por casuali-
dad en los estantes un enorme libro de tapas adornadas. Estaba perdido
entre muchos otros en una habitación pequeña que los bibliotecarios
anteriores habían olvidado. La biblioteca de las grandes llanuras era in-
mensa. Se abría por debajo de la tierra en un abanico de cuevas y pasa-
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dizos excavados en la roca. Algunos rincones quedaban siempre para el


día siguiente. Algunos rincones habían olvidado el paso de las patas de
los dinosaurios.
Corteza había estado explorando ese reino despacio, desde hacía
años. Y ese día, de pronto, porque sí, dobló por un pasillo un poco más
a la izquierda que el que había tomado la semana anterior, entró por la
cavidad húmeda y verdosa, miró los estantes y ahí estaba el libro. Era
un libro muy raro y a Corteza le gustó el olor que tenía, un olor a agua, a
lluvia; le gustaron la suavidad de las páginas, la forma redondeada de las
letras, el roce de las páginas en las escamas.
Le llevó varios meses leerlo. El libro era difícil de entender, sobre todo
porque lo que decía dolía como un buen golpe entre las orejas. Cuando
terminó de leerlo, Corteza levantó la mirada y decidió dejar todo lo que
había estado haciendo. Se dedicaría solamente a lo que decía el libro.
Buscó en todas las cuevas las obras que hablaran del mismo tema. Hizo
una pila con ellas en una mesa, cerca de la entrada. Respiró hondo y se
sentó a leerlas una por una. Cuando terminó, cerró las cuevas, clausuró la
biblioteca, y se fue a las montañas a observar estrellas, nubes y cometas.
Estudió afuera. Estudió adentro. Estudió un año entero hasta que es-
tuvo bien segura de lo que había averiguado. En todo ese año, no dijo
nada a nadie de sus investigaciones. Nadie le preguntó tampoco. Alguna
vez, alguien la buscaba en los montes para pedirle un libro y entonces,
ella bajaba a las cuevas y lo buscaba. Alguna vez, alguien quería devolver-
le algo y ella se tomaba el tiempo de ponerlo en su lugar. Eso era todo. El
resto era puro estudio.
Pero el estudio no era para ella sola. Lo que decía el primer libro per-
dido y lo que los otros libros y las estrellas terminaron repitiendo era im-
portante para todos así que Corteza se fue a la zona del pantano, donde
vivía el jefe de todas las manadas, en el centro del valle.
El jefe no esperaba una visita de la bibliotecaria. Le habían dicho que
ya casi no hablaba con nadie. La miró, extrañado, pero los buenos jefes
saben escuchar y las grandes manadas de dinosaurios no elegían mal a
sus jefes. Así que este dinosaurio grande y lento escuchó a Corteza con
cuidado. La cara le fue cambiando mientras la escuchaba pero no la inte-
rrumpió. Cuando ella se quedó callada, le hizo algunas preguntas.
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—¿Estás segura?
—Por desgracia, sí —dijo Corteza.
—¿Y cuándo va a pasar eso?
—Dentro de miles y miles de años.
—¿Cómo se puede estar segura de algo que va a pasar dentro de mi-
les de años? —preguntó el jefe. No se estaba burlando. Era una pregunta
llena de curiosidad y asombro y Corteza se la agradeció.
—Es que hay cosas... que van a pasar. Y esto tiene sentido. Tiene más
sentido que cualquier otra posibilidad.
El jefe se quedó callado un momento.
—Entonces —dijo—, creo que tenemos que ponernos a pensar.
—Cierto —dijo Corteza—. Yo no puedo pensar sola. Ahora necesito ayuda.
En esos tiempos, en las grandes llanuras, no había muchos dinosau-
rios que estudiaran. Más bien, casi ninguno. Solamente Corteza y uno
o dos jovencitos que iban a las cuevas a revolver libros o se quedaban
horas mirando las hojas de los helechos y tratando de entenderlas.
—¿Qué te parece un viaje? —preguntó el jefe—. Más allá de las mon-
tañas hay un desierto de agua. Todo el mundo lo dice. Seguramente hay
otras cuevas y otras manadas que no conocemos... otros libros, otros di-
nosaurios que estudian. Ellos podrían ayudarte más que todos nosotros
juntos.
Así fue que empezó el viaje a la Isla de los Otros.

II

Fue un viaje de tres. Corteza, y dos jovencitos charlatanes y llenos de


entusiasmo: Menta, una dinosauria de cuerpo alargado y verde claro, y
Hongo, marrón, robusto, pequeño.
Era un viaje sin destino cierto. Al principio, ninguno de los tres sabía
adónde iban. Sólo lo que buscaban. Buscaban libros. Buscaban a otros
dinosaurios a los que les gustara estudiar.
En las noches, cuando estaban por dormir, primero en broma, des-
pués cada vez más en serio, empezaron a llamarse a sí mismos los Bus-
cadores. Cada vez que se encontraban con alguien, le preguntaban si
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conocía cuevas de libros o dinosaurios estudiosos. Algunos se callaban.


Otros los miraban como si estuvieran un poco locos. A veces, los echaban a
mordiscones y otras, los invitaban a comer en los valles azules bajo las estrellas.
Cuando bajaron de las montañas, del otro lado, en el principio de un
mundo que no conocían, empezaron a oír hablar de la Isla de los Otros.
Primero fue un nombre, una historia legendaria que les contó una di-
nosauria de rayas anaranjadas; más adelante y más abajo, la historia se
abrió de pronto ante ellos como un libro con láminas. La Isla, decía la
historia, era un lugar donde el trabajo más frecuente era el estudio. Era
un lugar lleno de libros.
Corteza, Menta y Hongo siguieron las huellas de la historia y llegaron
a una tierra verde y húmeda junto a la arena. Los habitantes de ese lugar
cálido y alegre les contaron que había una isla desconocida pero real de
la que alguna vez habían llegado viajeros olvidados. Y les mostraron la
gran orilla de espuma blanca y aguas azules, el desierto transparente
que se perdía de vista hacia el horizonte. Era el fin del mundo. Los tres
Buscadores tuvieron que detenerse junto a las olas.
El agua que se agitaba junto a esa arena era demasiado ancha para
cruzarla. No se veía la otra orilla y ninguno de los dinosaurios del lugar
había intentado alcanzarla. Corteza no supo qué hacer. Lo único que sa-
bía era que si la huella de la historia terminaba en el agua, ellos tres ten-
drían que quedarse cerca del agua. A pensar. A esperar una idea.
El que la tuvo fue Hongo.
—Si la Isla existe como dicen los de la orilla, y nosotros no podemos ir
hasta allá, seguramente los viajeros que vinieron, los que empezaron la
historia, son ellos, los Otros, los que viven del otro lado. Si vinieron una
vez, pueden venir de nuevo. Tenemos que mandarles un mensaje —dijo.
Entonces, él y Menta trataron de hablar con los seres que respiran
debajo de la espuma. Nunca los habían visto porque nunca habían visto
el desierto transparente. Pero los dinosaurios de la playa vivían ahí. Ellos
sabían, por ejemplo, que el sonido viaja más lejos en el agua y les ense-
ñaron a llamarlos.
La llamada viajó con rapidez hacia los enormes habitantes verdes y
azules de las olas y un rato después, una cabeza inmensa, brillante y
acuática se asomó detrás de la rompiente.
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Sí, él les llevaría el mensaje, dijo. Sí, la Isla existía. Él la había visto
muchas veces. La Isla estaba allá, del otro lado del gran desierto. Tal vez
los Otros vendrían a buscar a los que los buscaban, dijo. Nadie los había
buscado antes y eran seres tranquilos, que se cerraban en sí mismos.
Menta y Hongo no se atrevieron a preguntarle cómo iban a hacer esos
Otros para cruzar el desierto. No lo entendían. A menos, claro está, que
los Sabios fueran acuáticos como el mensajero. Pero si eran acuáticos,
¿por qué vivían en una isla?
A Corteza se le llenaron los ojos de sueños. Recordó de pronto el mo-
mento en que había visto el libro de tapas adornadas, el momento del
principio, en la cueva olvidada de la biblioteca

III

Los Otros vinieron en bandada. Aparecieron en el horizonte: diez puntos


negros que después se ensancharon y se pintaron de oro y plata y rojo y
celeste. Dinosaurios.
Con alas.
Corteza los miró con los ojos muy abiertos y pensó que eso era algo
que los libros no le habían anunciado. Ella, Menta, Hongo y los dinosau-
rios de la arena esperaron en la mañana tibia hasta que los diez enviados
de la Isla aterrizaron lentamente, y plegaron las alas enormes, extrañas,
en un gesto tranquilo, familiar, como quien estira el cuello para comer de
una rama muy alta. Como en los sueños de todos los dinosaurios sin alas,
los Otros volaban alto, volaban lejos. Volaban.
Y esa tarde los tres que venían del valle, del otro lado de las montañas,
volaron también, sostenidos por garras inmensas y alas poderosas. Al
principio, hubo vértigo, mareo y espanto. El suelo, la buena tierra parecía
demasiado lejos. Corteza cerró los ojos. Cuando los abrió, después de
un rato, el vuelo le pareció más fácil, casi familiar. Al fin y al cabo, volar
era el más hermoso de los planes imaginarios de los dinosaurios, el más
emocionante de los sueños de la especie.
La Isla de los Otros era un gran valle con agua alrededor en lugar de
montañas. Sus habitantes eran dinosaurios con alas, que volaban en
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círculos sobre los árboles pasándose noticias, saludos, ideas y caminos.


Tenían cuevas más grandes, más cuidadas y más extrañas que las que
habían atendido Corteza y la dinosauria marrón. Cuevas con pasillos infi-
nitos y llenos de tesoros.
Ahí, en esos pasillos, Corteza y “los chicos” conversaron durante días
sobre el problema que había descubierto Corteza en los libros primero,
en las estrellas y las montañas después. Los Otros la escucharon con
atención. Como el jefe de las grandes manadas, sabían escuchar.
No estaban sorprendidos. Ellos también creían que el futuro lejano,
ese futuro que llegaría dentro de miles y miles de años, tenía las fauces
abiertas como un carnívoro inmenso. Ese futuro iba a devorarlos a todos.
Y no. No habían encontrado una salida, una solución al problema. To-
davía la estaban buscando. La buscaban entre todos y esa búsqueda era
el sentido de la vida en la Isla.
Corteza y Menta y Hongo no volvieron a cruzar el desierto transparente
hacia las grandes manadas. Eran los Buscadores y no habían encontrado
lo que necesitaban. Lo que habían encontrado era un grupo de Otros que
se hacía las mismas preguntas. Se quedaron en la Isla a buscar con ellos, a
estudiar en las páginas cubiertas de polvo y en el cielo de la noche..

IV

Cuando descubrieron una salida estrecha entre los acantilados y los


abismos del problema, Corteza ya era vieja. Se había acostumbrado a
sus amigos de alas extrañas, a los vuelos entre las garras de otros, a los
enormes árboles de flores púrpura que crecían junto al desierto. A las
voces agudas de los seres de las profundidades y a las cuevas infinitas y
oscuras de la Isla.
—Vuelvan ustedes —les dijo a sus “chicos”, que ya no eran chicos—.
Alguien tiene que llevar la noticia a casa.
No es que ella no quisiera volver. Ya no podía. Se había convertido en
Otra. Quería seguir leyendo los libros de las cuevas inmensas de pare-
des pintadas, pensando en círculo, alrededor del silencio que ardía en el
medio y de los ojos inteligentes de los demás. Lloró cuando los Sabios se
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llevaron a Menta y a Hongo sobre las olas del gran desierto transparente.
Se sentó sobre la arena y miró hacia tierra firme hasta que la bandada se
convirtió en un solo punto negro y desapareció como un sueño sobre la
espuma blanca.

Menta y Hongo volvieron volando hasta la orilla de las arenas y después


caminaron hacia las llanuras abiertas. Subieron por las montañas ha-
cia los árboles de hojas grandes que los habían escondido tantas veces
cuando eran dos chiquillos y llamaron con la llamada que todos conocían.
La llamada recorrió los pastizales como una lengua de fuego y como
una lengua de fuego llegó al pantano. La nueva jefa, una dinosauria de
escamas anaranjadas, llamó al Consejo y las manadas se reunieron en el
claro a escuchar a los recién llegados.
Lo que habían descubierto entre todos en la Isla de los Otros era difícil
de encontrar pero fácil de explicar. Todos lo entendieron. La Jefa miró a
Menta y Hongo con una sonrisa. Se acordaba del día en que los había vis-
to desaparecer por el sendero con Corteza hacia el mar, hacia el futuro.
—Lo que decía Corteza es cierto —dijo Hongo—. Vamos a desapa-
recer de este planeta. Somos demasiado grandes. Si queremos seguir
adelante, tenemos que cambiar.
—¿Cambiar? —preguntó la Jefa—. ¿Achicarnos entonces?—. No era
ninguna tonta. Ella no amaba el estudio pero sí el trabajo y observaba
las estrellas cuando podía. Hablaba mucho con Cresta, el dinosaurio rojo
que había ocupado el lugar de Corteza en la biblioteca. —Pero si nos
achicamos, ¿cómo vamos a defendernos de los carnívoros?
—Si los carnívoros no se achican, ellos van a desaparecer también —ex-
plicó Hongo, con una sonrisa—. Y si nos achicamos, tal vez podamos inven-
tarnos alas, como las de los pterodáctilos, como las de los Otros en la Isla.
—Sí —dijo Menta—. El tamaño es la solución. El tamaño y las alas. De-
beríamos habernos dado cuenta antes. Por eso todos soñamos con alas.
—¿Y qué vamos a ser cuando tengamos alas? —preguntó Púa, una
dinosauria chiquita que había venido a la reunión de la mano de Cresta.
10 \ Alas para los dinosaurios

Todavía no sabía leer pero sí hacer preguntas.


—No lo sabemos —dijo Menta y sonrió—. Pero cuando yo sueño con
volar, aparece una palabra nueva en mis sueños... Creo que la escucho en
las hojas de los árboles.
Así que todos se callaron. La llanura susurraba tres sílabas mágicas.
Siempre habían estado ahí, como los sueños, sobre los troncos y los he-
lechos y los brotes. Pájaro, decían el verde y el azul y el rojo y el marrón.
Pájaro. Una palabra sólida, clara. Para encontrarla, en el viento, sólo ha-
cían falta orejas como las de Púa, como las de Menta y Hongo y Corteza.
Como las de los Otros.
Leé Ciencia. Leé Futuro / 11

Desde la ciencia

Tres sílabas mágicas


Ana Zelzman, bióloga del Centro Cultural de la Ciencia (C3)

En esta historia Corteza, Menta y Hongo se dan cuenta de algo que los hu-
manos tardamos muchos años en descubrir: no todos los dinosaurios iban
a desaparecer. Nos costó mucho averiguarlo porque los que quedaron son
muy diferentes a los que solemos imaginar. Los vemos todos los días. Can-
tan en nuestros jardines, vuelan sobre montañas y selvas, y a veces, algu-
nos humanos los comen. ¿Adivinaste de qué animales se trata? La respuesta
está en las tres sílabas mágicas que repite la manada de Corteza: PÁ-JA-RO.
Aunque cueste creerlo, los científicos y las científicas no tienen dudas
de que las aves son dinosaurios. Lo sabemos porque comparten muchas
cosas con algunos de ellos: caminan en dos patas (que, además, poseen
forma muy parecida), tienen cabezas alargadas y finitas, y plumas. Sí, algu-
nos dinosaurios tenían plumas que los ayudaban a mantenerse calentitos.
¡No solo eso! Muchos dinosaurios también cuidaban a sus crías y vi-
vían en grupos, como las aves. Cuando se descubren huevos fósiles, ni-
dos o huellas de dinosaurios bebés suelen encontrarse cerca rastros de
dinosaurios adultos.
Con el tiempo, muchos dinosaurios se hicieron cada vez más grandes,
pero un grupo de ellos, al contrario, se volvió cada vez más chiquito. Esos
dinosaurios aprendieron a subir a los árboles hasta que, finalmente, dos
de sus patas se convirtieron en alas y empezaron a volar. Para hacerse
más livianos sus colas se acortaron, perdieron los dientes, y los huesos
y picos se volvieron huecos. De este modo podían escaparse de los car-
nívoros, esconderse y conseguir más comida. Fue así como, hace 160 mi-
llones de años, se convirtieron en pájaros y cuando comenzó la extinción
estaban listos para enfrentarla y sobrevivir.
¿Y los Otros, los de la Isla? Como sabés, los pterodáctilos podían
volar y también vivían en grupo pero no tenían plumas. Eran enormes
y de sangre fría. Cuando se extinguieron los dinosaurios, ellos también
desaparecieron porque, a pesar de saber volar, no consiguieron
convertirse en pájaros.