Alas para Los Dinosaurios
Alas para Los Dinosaurios
Alas para Los Dinosaurios
Había otros dinosaurios violetas entre las cientos de manadas que pas-
taban en las grandes llanuras. A veces, Corteza (le decían así porque era
dura y fresca por fuera) se reunía con ellos y con los anaranjados, los ver-
des y los marrones y jugaba a esconderse entre las hojas inmensas. Pero
otras veces, le gustaba estudiar y entonces desaparecía durante horas
en la biblioteca.
Tal vez lo había aprendido de su madre, Cabeza, que estaba siempre
metida entre libros excepto en primavera cuando se olvidaba de todo y
corría con los demás bajo la luz de la Luna. Tal vez lo había aprendido de
la dinosauria marrón que la había llevado a las grandes cuevas de libros
desde que ella era muy chica.
No muchos dinosaurios elegían los libros en las grandes llanuras. La
mayoría prefería el pasto y las carreras y las peleas de los meses veranie-
gos y los dulces sueños del vuelo por las noches. Y eso estaba bien. En
cada generación, solamente algunos pensaban que las cuevas sombrías,
atendidas por la dinosauria marrón, eran importantes. Y que era bueno
que alguien se ocupara de ellas y las visitara de vez en cuando.
Corteza sabía que eso era lo que quería hacer con su vida y a Cabeza
le había gustado esa decisión. La acompañaba todos los días hasta las
cuevas para protegerla de los carnívoros y la iba a buscar todos los días
antes de que cayera el Sol. Pero ni siquiera ella se imaginaba en qué ter-
minaría la pasión de esa hija violeta por el estudio.
Cuando Corteza creció, reemplazó a la dinosauria marrón en la biblio-
teca y se quedó a vivir en las grandes cuevas, solitaria y tranquila como
su maestra, rodeada de papel y tinta y grandes velas amarillas.
Un día de invierno, el día en que empezó todo, encontró por casuali-
dad en los estantes un enorme libro de tapas adornadas. Estaba perdido
entre muchos otros en una habitación pequeña que los bibliotecarios
anteriores habían olvidado. La biblioteca de las grandes llanuras era in-
mensa. Se abría por debajo de la tierra en un abanico de cuevas y pasa-
4 \ Alas para los dinosaurios
—¿Estás segura?
—Por desgracia, sí —dijo Corteza.
—¿Y cuándo va a pasar eso?
—Dentro de miles y miles de años.
—¿Cómo se puede estar segura de algo que va a pasar dentro de mi-
les de años? —preguntó el jefe. No se estaba burlando. Era una pregunta
llena de curiosidad y asombro y Corteza se la agradeció.
—Es que hay cosas... que van a pasar. Y esto tiene sentido. Tiene más
sentido que cualquier otra posibilidad.
El jefe se quedó callado un momento.
—Entonces —dijo—, creo que tenemos que ponernos a pensar.
—Cierto —dijo Corteza—. Yo no puedo pensar sola. Ahora necesito ayuda.
En esos tiempos, en las grandes llanuras, no había muchos dinosau-
rios que estudiaran. Más bien, casi ninguno. Solamente Corteza y uno
o dos jovencitos que iban a las cuevas a revolver libros o se quedaban
horas mirando las hojas de los helechos y tratando de entenderlas.
—¿Qué te parece un viaje? —preguntó el jefe—. Más allá de las mon-
tañas hay un desierto de agua. Todo el mundo lo dice. Seguramente hay
otras cuevas y otras manadas que no conocemos... otros libros, otros di-
nosaurios que estudian. Ellos podrían ayudarte más que todos nosotros
juntos.
Así fue que empezó el viaje a la Isla de los Otros.
II
Sí, él les llevaría el mensaje, dijo. Sí, la Isla existía. Él la había visto
muchas veces. La Isla estaba allá, del otro lado del gran desierto. Tal vez
los Otros vendrían a buscar a los que los buscaban, dijo. Nadie los había
buscado antes y eran seres tranquilos, que se cerraban en sí mismos.
Menta y Hongo no se atrevieron a preguntarle cómo iban a hacer esos
Otros para cruzar el desierto. No lo entendían. A menos, claro está, que
los Sabios fueran acuáticos como el mensajero. Pero si eran acuáticos,
¿por qué vivían en una isla?
A Corteza se le llenaron los ojos de sueños. Recordó de pronto el mo-
mento en que había visto el libro de tapas adornadas, el momento del
principio, en la cueva olvidada de la biblioteca
III
IV
llevaron a Menta y a Hongo sobre las olas del gran desierto transparente.
Se sentó sobre la arena y miró hacia tierra firme hasta que la bandada se
convirtió en un solo punto negro y desapareció como un sueño sobre la
espuma blanca.
Desde la ciencia
En esta historia Corteza, Menta y Hongo se dan cuenta de algo que los hu-
manos tardamos muchos años en descubrir: no todos los dinosaurios iban
a desaparecer. Nos costó mucho averiguarlo porque los que quedaron son
muy diferentes a los que solemos imaginar. Los vemos todos los días. Can-
tan en nuestros jardines, vuelan sobre montañas y selvas, y a veces, algu-
nos humanos los comen. ¿Adivinaste de qué animales se trata? La respuesta
está en las tres sílabas mágicas que repite la manada de Corteza: PÁ-JA-RO.
Aunque cueste creerlo, los científicos y las científicas no tienen dudas
de que las aves son dinosaurios. Lo sabemos porque comparten muchas
cosas con algunos de ellos: caminan en dos patas (que, además, poseen
forma muy parecida), tienen cabezas alargadas y finitas, y plumas. Sí, algu-
nos dinosaurios tenían plumas que los ayudaban a mantenerse calentitos.
¡No solo eso! Muchos dinosaurios también cuidaban a sus crías y vi-
vían en grupos, como las aves. Cuando se descubren huevos fósiles, ni-
dos o huellas de dinosaurios bebés suelen encontrarse cerca rastros de
dinosaurios adultos.
Con el tiempo, muchos dinosaurios se hicieron cada vez más grandes,
pero un grupo de ellos, al contrario, se volvió cada vez más chiquito. Esos
dinosaurios aprendieron a subir a los árboles hasta que, finalmente, dos
de sus patas se convirtieron en alas y empezaron a volar. Para hacerse
más livianos sus colas se acortaron, perdieron los dientes, y los huesos
y picos se volvieron huecos. De este modo podían escaparse de los car-
nívoros, esconderse y conseguir más comida. Fue así como, hace 160 mi-
llones de años, se convirtieron en pájaros y cuando comenzó la extinción
estaban listos para enfrentarla y sobrevivir.
¿Y los Otros, los de la Isla? Como sabés, los pterodáctilos podían
volar y también vivían en grupo pero no tenían plumas. Eran enormes
y de sangre fría. Cuando se extinguieron los dinosaurios, ellos también
desaparecieron porque, a pesar de saber volar, no consiguieron
convertirse en pájaros.