LOS PADRES DEL DESIERTO - Padre Manuel M. Lasanta Ruiz

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LOS PADRES DEL DESIERTO

P. Manuel M. Lasanta Ruiz

Los primeros monjes cristianos


vivieron en Egipto en el siglo
IV. Eran personas muy
comunes, de vidas virtuosas.
No eran inteligentes ni
famosos, pocos de ellos podían
leer las Escrituras, por lo que
las conocían de memoria. No
eran clérigos ni estaban
interesados en las cuestiones
eclesiales. Incluso las liturgias eran vistas como un tanto
mundanas debido a la pompa que se iba imponiendo en
ellas; además: si sólo se rezaba a esas horas, decían ellos,
no estás orando verdaderamente. Una auténtica persona
de oración la tiene constantemente en su corazón. Sin
embargo, los relatos de sus vidas son parte de la literatura
cristiana más influyente. La mayoría de esos escritos
consiste en una serie de consejos para recordar y vivir, e
historias relacionadas con determinados monjes. En los
textos se los llama “amma” o “apa” (madre o padre
espiritual) como señal de respeto, aunque el título no
indicaba ninguna posición oficial. Los “staretz” (guías
espirituales) nunca juzgaban o sermoneaban, ni enseñaban
desde una posición de poder. Ante todo aprendían a amar
no desde sus necesidades o deseos, sino desde el amor de
Cristo. Quienes los conocieron dicen que por ellos el mundo
era conservado, que tal como el árbol fabrica oxígeno para
purificar la atmósfera, así estos orantes eran árboles del
espíritu.

Durante casi trescientos años la Iglesia vivió con la


amenaza constante de la persecución. Todo cristiano sabía
que algún día podía ser llevado ante los tribunales y
afrontar la alternativa de apostatar del Señor Jesús. ¿Cómo
podía uno seguir siendo cristiano cuando la Iglesia ahora se
unía a los poderes mundanos, y el lujo y la ostentación se
adueñaban de altares y asambleas?

Antes de Constantino ya hubo cristianos que se sentían


llamados a un estilo de vida diferente. En las Cartas de
Pablo aparecen las “viudas y vírgenes” que, como célibes,
dedicaban todo su tiempo y recursos a la Iglesia. El gran
teólogo alejandrino Orígenes organizó su vida en forma
muy semejante, y lo mismo hizo San Agustín. El futuro
monaquismo se nutrió de las palabras paulinas en el
sentido de que los célibes se podían dedicar mejor al Señor
y a su Reino.

La palabra “monje” viene del griego “monachós”, que


quiere decir “solitario”. El término “anacoreta” quiere decir
“retirado” o “fugitivo”, es decir, los monjes eran cristianos
que se marchaban a lugares despoblados para vivir
alejados de una Iglesia que se confundía con el imperio. No
sabemos a ciencia cierta quién fue el primero de ellos, pero
los dos más famosos que se disputan este título fueron
Pablo (cuya vida escribe San Jerónimo) y Antonio (cuya
vida escribe San Atanasio). De hecho, el monaquismo no
fue invención de un individuo concreto, sino más bien un
éxodo en masa, un contagio inaudito que afectó al mismo
tiempo a millares de personas.

De San Antonio sabemos por san Atanasio que era hijo de


padres acomodados y que heredó una cifra que le permitía
vivir holgadamente. Sin embargo, hacia el año 270, con
unos veinte años, oyó en la liturgia las palabras de Jesús al
joven rico: “Vete, vende todo lo que tienes, da el dinero a
los pobres y Dios será tu tesoro. Luego, ven y sígueme”
(Mc 10,21). Entonces repartió sus bienes entre los pobres y
se retiró al desierto. Pero allí se encontró no solamente con
Dios, sino también consigo mismo. Y experimentó una
rebelión en su interior. Por decirlo de una forma moderna,
tuvo que confrontarse con sus “sombras”. A veces se
sentía atraído por los placeres que había dejado atrás, otras
se arrepentía de vender sus bienes y marchar al yermo.
Pero confiaba en Dios y aguantó. Un día sale de allí un
hombre “enamorado de Dios”, como lo describe Atanasio.
Tenía alrededor de cincuenta años cuando se internó
todavía más en el desierto, pero tampoco allí permanece
solo. Por el año 300 vemos ermitaños por todas partes.
Muchos son discípulos de Antonio; otros se han hecho
monjes sin depender de él. La aspiración de encontrar a
Dios en la soledad del monacato era tan fuerte en aquella
época que por todas partes surgieron grutas y celdas, a
cierta distancia unas de otras. Los monjes eran los nuevos
mártires, los verdaderos testigos de Cristo. Eran los
máximos exponentes de la nostalgia original de Dios que
hay en toda persona. De hecho, aquellos Padres del
Desierto fueron como los psicólogos de su tiempo. En la
soledad, observaban y analizaban sus pensamientos y
sentimientos, de los que el domingo, al reunirse para
celebrar la liturgia, trataban con el abad para no dejarse
engañar en sus luchas. Dialogaban sobre sus experiencias,
su estilo concreto de vida y su ruta hacia Dios. Entre ellos
hubo verdaderos guías que realizaban una anticipación del
coloquio que luego desarrolló la psicoterapia. De hecho,
incluso de las más alejadas ciudades, innumerables fieles
acudían a aquellos prófugos a pedir consejo. Algo parecido
a como tantos buscadores peregrinan hoy a Oriente
buscando un gurú. La Iglesia sabía que en el desierto
vivían cristianos que no se doblegaban ante los favores
imperiales y que hablaban de Dios con autenticidad. Para
entonces algunos viajeros cuentan que había más gente en
el desierto que en las ciudades del imperio.

En el año 323 el abad Pacomio fundó un monasterio en el


desierto de Egipto. Fue la primera comunidad cenobita
(“vida común”) de monjes, y su hermana María fundó
varias comunidades de monjas. Así surgieron grandes
monasterios de hasta más de mil monjes rígidamente
organizados. La nostalgia por la primitiva Iglesia, donde
“todos eran de un solo corazón y una sola alma, y lo tenían
todo en común” (Hechos 4,32ss), los inspiraba. Algunos
cultivaban pequeños huertos, la mayoría se sustentaba
tejiendo cestas y esteras que luego vendían a cambio de un
poco de pan y aceite. Mientras tejían un cesto con juncos y
paja, recitaban un salmo, elevaban una plegaria o
memorizaban una porción del Evangelio. Su dieta era
frugal, un poco de pan, queso, aceite, legumbres y fruta.
Sus posesiones no eran más que el rasón necesario, los
instrumentos de oración y lectura y una estera para dormir.
Unos a otros se enseñaban de memoria libros enteros de la
Biblia y dichos de los Padres antiguos, que llamaban “joyas
de sabiduría”. A pesar de que todos participaban del
trabajo manual, nadie se consideraba superior a nadie. La
norma fundamental era el servicio mutuo, de tal modo que
aun los superiores, a pesar de la obediencia que debían
recibir, estaban obligados a servir a los demás. El propio
Pacomio, que era el abad o archimandrita, daba ejemplo
ocupándose de las labores más humildes. Aquella vida del
desierto no se acoplaba bien con la nueva jerarquía
eclesiástica, cuyos obispos residían en palacios y gozaban
del favor del gobierno. Muchos pensaron que lo peor que le
podía pasar a un monje era ser ordenado obispo, pero
siempre había comunidades cristianas que pedían se les
enviara algún monje para dirigirlas, por eso a veces un
obispo iba al desierto y se llevaba a algún monje para
ordenarlo. Hubo incluso monjes a los que hubo que atar a
la silla para ordenarlos. Desgraciadamente, también hubo
monjes orgullosos que pensaron que sus vidas mostraban
un nivel de santidad más elevado que el de los
eclesiásticos, y que eran ellos y no los obispos, quienes
habían de decidir en qué consistía la ortodoxia. Como
muchos de estos monjes eran rudos, se convirtieron en
peones fáciles de manipular por otros.

En la segunda mitad del siglo IV, los monjes se pasaron


unos a otros los dichos de los grandes Padres antiguos.
Esas frases eran como aguijones que avivaban y
estimulaban, y pronto empezaron a circular recopilaciones
de tales dichos. Los apotegmas fueron escritos
sistemáticamente por Evagrio (345-399), griego y teólogo
culto que había estudiado con los Padres Capadocios, pero
huyó de Constantinopla y se hizo monje en Egipto.
Adoctrinado por un padre antiguo en el monacato, Evagrio
llegó a ser un guía espiritual muy solicitado. Sus escritos
fueron, durante siglos, las enseñanzas fundamentales de
los monjes. Famosa fue su frase: “Teólogo es quien ora, y
quien ora es teólogo”. Su discípulo Juan Casiano (365-
435), nacido en lo que hoy es Rumania, consiguió que su
sabiduría y forma hesicasta llegase hasta nosotros. Fundó
dos monasterios en Marsella e influyó grandemente en san
Benito. Fue suyo el bello dicho: “Siempre un salmo en los
labios; siempre Cristo en el corazón”. De hecho, los
apotegmas de Evagrio y Casiano y la Regla de san Basilio
son el texto oficial para todos los que hoy también quieren
ser monjes.

¿Y hoy? Esta sabiduría fue diseñada para monjes cuya vida


estaba exclusivamente orientada a la búsqueda de Dios.
Los célibes podían dedicar muchas horas a la oración, al
silencioso trabajo manual y a la meditación de la liturgia.
Pero en nuestra época todo esto ha cambiado. Ahora las
personas están casadas y trabajan en fábricas, oficinas y
escuelas; pero también aspiran a una vida de
contemplación. Hace falta, pues, una sabiduría mística
renovada que vuelva a hablar de la llama del amor viva en
la actividad seglar, sin olvidar la vida en pareja, la familia y
el trabajo. De hecho, hay que tener presentes que esta
vida monástica no pertenecía a la estructura esencial de la
Iglesia. Esto quiere decir que ella vivió sin monjes hasta el
siglo III. De modo que no es impensable que pueda llegar el
día en que la Iglesia subsista de nuevo sin ellos. Y por
doloroso que le resulte a algunos, nada esencialmente
grave sucedería. De hecho, Evagrio, Macario y Diádoco
pertenecen a otros tiempos. Aquella proyección colectiva
está cerrada y toda tentativa de volver a ella podría
volverse una peligrosa ilusión. El ciclo completo ha
terminado. El monacato fue una fuerza impactante que
influyó profundamente en la historia. Pero después de la
catársis del desierto, los espirituales enseñan una nueva y
definitiva interiorización: “Entra en tu alma y encuentra allí
a Dios, a los ángeles y el Reino” (Macario el Grande). La
nueva conciencia alcanza su plenitud en la caridad cósmica
de los santos (san Isaac). Cuando Simeón el Estilita ató
su pie a una cadena para reducir sus movimientos a lo
estrictamente necesario, el Patriarca Melecio le hizo
notar que es perfectamente posible lograr la inmovilidad
mediante la sola voluntad. Juan Mosco describe a un
joven monje que no duda en frecuentar las tabernas, pero
mantiene un corazón puro y provoca la envidia de un viejo
monje que había pasado 50 años en Escete y no había
logrado adquirir la misma pureza de corazón. Bajo la
influencia pedagógica de la Iglesia se reconoce la
enseñanza evangélica: en adelante los actos de amor
superan las explosiones ascéticas extremistas. El abad de
un gran monasterio decía: “Después de 40 años el sol
jamás me vio comer”. Un simple monje le respondió: “Sin
embargo, a mí el sol nunca me ha visto enfadado”. La
ascesis de san Isaac el Sirio llama la atención por su gran
aprecio del ser humano y de la creación de Dios. Llegados
a este nivel, el monje puede incluso regresar al mundo,
porque para él no está hechizado, puede volver a su ciudad,
pues ha adquirido la caridad que le empuja a dejar su
soledad. Todo lo contempla con ojos puros. Decía san
Serafín: “Abre la puerta de tu celda y recibe al mundo con
la alegría de la Pascua”.

Los Padres del Desierto realizaron en el alma pagana una


especie de exorcismo global, válido de una vez por todas.
El movimiento en adelante, fue menos de rechazo que de
transfiguración. El monacato había cerrado un ciclo
histórico, como afirma Evdokimov, pero la espiritualidad
del desierto avanza entre las formas cambiantes de la
sociedad mediante nuevos testigos. Hoy encuentra su
acogida en el sacerdocio universal, llamado “monacato
interiorizado”. Un “accidente” de los tiempos modernos
cambió algunos conceptos. En la extinta URSS gran
número de monjes tuvieron que dejar sus respectivos
monasterios para trabajar en fábricas y estudiar en
universidades, permaneciendo en el mundo con una
existencia monástica. Para diferenciarse del monaquismo
institucional y su rasón negro, se denominó a este
movimiento “el monacato blanco”. ¿Será el futuro?

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