Romano Guardini La Melancolia

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 31

Romano Guardini

Acerca del significado de la melancolía


Romano Guardini 2
 

Se trata aquí de la vigorosa vastedad del fenómeno existencial de la melancolía. La plenitud


interior de su potencia, que según el autor va más allá de una cuestión psicológica o psiquiátrica,
se manifiesta particularmente en la obra, vida y personalidad de un hombre: Sören Kierkegaard.
El significado más profundo de la melancolía es de carácter espiritual y el “lugar” donde se
vuelve absolutamente claro el punto crítico de nuestra situación humana.
I
La melancolía es algo demasiado doloroso y que penetra con demasiada
profundidad en las raíces de nuestra existencia humana como para que
podamos abandonarla sólo en manos de los psiquiatras. Sí nos
interrogamos aquí entonces, acerca de su sentido, no queremos decir
con esto que se trate para nosotros de una cuestión psicológica o
psiquiátrica sino de orden espiritual. Creemos que se trata de algo
relacionado con las profundidades de nuestra naturaleza humana.
Para que se pueda experimentar lo que aquí se considera, citaremos
ante todo algunas frases extraídas de notas y escritos de un hombre
que ha permanecido, él mismo, en una profunda melancolía, la cual no
era sólo una potencia que operaba en el interior de sus pensamientos y
actos, una tonalidad interior que vibraba de un extremo al otro de su
ser, sino que por sobre todas estas cosas este hombre la ha asumido
concientemente como punto de partida para su tarea moral, como
escenario para su combate religioso. Me refiero a Sören Kierkegaard. Las
frases que siguen tienen que permitir delinear claramente los límites y
las dimensiones interiores dentro de las cuales se mueve este
fenómeno, quizás el más doloroso de la existencia humana.
“Lo terrible es que la conciencia de un hombre haya soportado desde la
niñez una opresión que ninguna elasticidad del alma, ninguna energía
de la libertad haya podido suprimir. Por supuesto que una aflicción en la
vida puede oprimir la conciencia, pero si esta aflicción tiene lugar recién
en la edad madura, no tiene tiempo de adoptar esta conformación
natural, sino que se vuelve un momento histórico y no algo que se sitúa,
por así decirlo, más allá de la conciencia misma. Quién tiene tal presión
desde la niñez es igual a un niño que ha sido retirado con forceps del
cuerpo materno y constantemente guarda el recuerdo de los dolores de
la madre…”(1)
“Es así como he ingresado a la vida, favorecido desde todo punto de
vista por dones espirituales y condiciones exteriores. Todo fue y sería
hecho a fin de desarrollar mi espíritu tan copiosamente como fuera
posible. Así ingresé a la vida: lleno de confianza (en un cierto sentido,
pues tenía al mismo tiempo una decidida simpatía y predilección por el
sufrimiento y todo aquello en algún modo opresivo y doloroso), sí, con
una actitud arrogante, casi estúpida. En ningún momento de mi vida
había perdido la siguiente convicción: que uno puede lo que quiere,
salvo una sola cosa, todo lo demás sin excepción, pero una sola cosa
no, esto es, eliminar la melancolía, en cuyo hechizo me encontraba.
Jamás (algunos podrán tomar esto como jactancia, sin embargo, era
verdad para mí, tan verdadero como lo que sigue, que nuevamente
pueden tomar como una arrogancia) -jamás me vino el pensamiento
que hubiera vivido o nacido en mi tiempo alguien que me fuera
superior- y en mi interior más profundo era para mí el más miserable de
todos. Jamás me asaltó el sentimiento de que no llegase a triunfar,
incluso al emprender las cosas más estúpidas, salvo en una sola cosa, a
excepción de ésa en todas, pero en ésa no: llegar a dominar esta
melancolía, de cuya opresión no me he visto totalmente libre ni siquiera
un día. De todos modos, hay que entender que desde temprano estaba
iniciado en el pensamiento de que vencer en el sentido de la infinitud (el
único vencer real) suponía llegar a sufrir en el sentido de la finitud. Así
esto, estaba de acuerdo con mi pensamiento melancólico más profundo,
esto es, que yo en realidad no sirvo para nada, para nada en el sentido
de la finitud”(2).
“Me parece como si yo fuera un esclavo de las galeras encadenado con
la muerte; cada vez que la vida se agita, rechina la cadena y la muerte
hace que todo se marchite – y esto ocurre a cada minuto(3).
“Es terrible la total incapacidad espiritual que padezco en este tiempo,
precisamente porque está asociada con un anhelo destructor, con un
apasionamiento espiritual – y sin embargo tan carente de contornos que
una vez más no sé qué es lo que echo de menos”(4).
“12 de Mayo. La existencia entera me angustia, desde el mosquito más
pequeño hasta los misterios de la Encarnación; todo me es inexplicable,
y mucho más yo mismo; la existencia entera está infectada por mí, y en
mayor grado yo mismo. Grande es mi sufrimiento, carente de límites;
nadie lo conoce, salvo Dios en el cielo y El no me quiere consolar; nadie
me puede consolar, salvo Dios en el cielo y El no se quiere
compadecer”(5).
“Vengo precisamente de una sociedad en la cual yo era el alma; el
ingenio fluía de mi boca, todos reían, me admiraban, pero yo me fui, si
el guión debe ser tan largo como los radios de la órbita terrestre…. me
retiré y quería pegarme un tiro”.
“Muerte e infierno, puedo hacer abstracción de todo, pero no de mí
mismo; no puedo incluso olvidarme una vez de mí mismo ni cuando
duermo”(6).
“Lo que me reconciliaba con mi destino y mi sufrimiento, a mí, el
prisionero tan desdichado, tan atormentado, era la libertad ilimitada de
poder disimular: yo tenía y he recibido el permiso de estar
absolutamente solo con mi dolor.
“Libremente, se entiende, de no poder hacer otra cosa que volver poco
agradable para mí el resto de lo que podía hacer por mí mismo. Dadas
ambas condiciones (semejante dolor y semejante simulación) es asunto
de la peculiaridad individual en qué aspecto del hombre se pone
atención: si este tormento interior, solitario (demoníaco) encuentra su
más satisfactoria expresión en el odio a los hombres y en la blasfemia a
Dios o precisamente en lo contrario. Mi caso fue este último. Tan lejos
como retrocedía en mi recuerdo, estaba en claro para mí una cosa: que
no era para mí el buscar consuelo y ayuda en otros. Satisfecho de lo
mucho que se me había concedido, a la espera de la muerte en tanto
que hombre, deseando la más extensa vida en tanto espíritu, tenía el
pensamiento en un amor melancólico por los hombres, de serles de
ayuda, de encontrar para ellos un consuelo, sobre todo la claridad del
pensamiento y en particular la claridad respecto al cristianismo.
“Muy atrás se remonta en mi recuerdo el pensamiento de que en cada
generación son dos o tres quienes llegan a ofrecerse por los otros para
descubrir mediante terribles sufrimientos lo que beneficia a otros. De
este modo me comprendía melancólicamente a mí mismo: como que
para esto estaba destinado”(7).
“…nunca fui hombre: desde mi nacimiento esto formaba parte de mi
desdicha; y sería tanta más desdicha a causa de mi educación. Pero
cuando se es niño -y los otros niños juegan, hacen bromas, o lo que
hacen de ordinario-; bueno, y cuando se es un muchacho- y los otros
jóvenes aman, bailan, o lo que hacen todos los jóvenes- entonces ser
espíritu, ya sea niño o joven, es una angustia terrible! ¡Angustia más
terrible aún cuando, con la ayuda de la fantasía, se conoce la muestra de
habilidad que significa presentarse como si uno fuera el más joven de
todos! Esta desdicha es, sin embargo, más moderada a los cuarenta
años y deja de existir en la eternidad. No he conocido la espontaneidad
y por esta razón yo no he vivido, hablando desde un punto de vista
simplemente humano; con reflexión he comenzado, no la he adquirido
recién más tarde, propiamente soy reflexión desde el principio al final.
En ambos períodos de la espontaneidad, como niño y como joven, tuve
que ayudarme de una juventud falsa pues la reflexión no aporta jamás
solución alguna, y como no estaba aún en claro de los dones concedidos
a mí, he soportado el dolor de no ser como los otros” (8).
“Es notable la forma severa en que, en cierto sentido, he sido educado.
De tiempo en tiempo me siento colocado en el tugurio más lúgubre, me
arrastro de rodillas en la pena y el dolor, sin ver nada, sin ninguna
salida. Entonces rápidamente se despierta en mi alma un pensamiento,
tan vivo como nunca antes lo tuve, aún cuando tampoco me sea
desconocido, pero antes estuve casado con él, por así decirlo, solo con
la mano izquierda, ahora lo estoy con la derecha. Si este pensamiento
que ahora se ha fijado en mí, lo tomo sobre mis hombros, yo, el que
estaba contraído como una langosta, vuelvo a la vida nuevamente, sano,
fuerte, alegre, de sangre caliente suave como un recién nacido. En
consecuencia debo, en cierto sentido, dar mi palabra de querer
proseguir este pensamiento hasta sus últimas consecuencias, pongo
para eso mi vida como garantía y me encuentro ahora atado al arnés. No
puedo detenerme, y mis fuerzas resisten. Entonces llego al fin, y todo
comienza otra vez”(9).
“Cuantas veces me ha ocurrido lo que acaba de ocurrirme. Así me hundo
en el sufrimiento de la más profunda melancolía, a la cual se liga uno u
otro pensamiento de una forma tal para mí, que no puedo desligarlo y
como dicho pensamiento está en relación con mi existencia, sufro
indescriptiblemente. Transcurrido cierto tiempo, estalla, por así decirlo,
el absceso y por debajo aparece la más agradable y copiosa
productividad, justamente la productividad de que tengo necesidad en
ese momento.
“Pero en tanto el sufrimiento perdura, es a menudo atrozmente penoso.
Sin embargo, poco a poco, se aprende con la ayuda de Dios a
permanecer en la fe junto a Dios, incluso en los momentos de
sufrimientos, o a acercarse a Dios tan rápido como es posible cuando se
tiene la impresión que nos ha abandonado por un momento mientras
uno sufría. Así tiene que ser, pues si uno tuviera presente del todo a
Dios ante sí, entonces no sufriría de ningún modo”(10).
“Una mañana, cuando me levanté de la cama, me encontraba
inusitadamente bien. Este bienestar creció después más allá de toda
comparación. A la una del mediodía había alcanzado el punto más alto y
ya presentía el vertiginoso máximo, que ningún termómetro del
bienestar, incluso el poético, haya jamás indicado. El cuerpo había
perdido su pesantez terrestre; sí, era como si no tuviera más ningún
cuerpo. Cada función gozaba de su plena satisfacción; cada nervio
estaba en acuerdo consigo mismo y en armonía con la totalidad del
sistema; cada pulsación atestiguaba la robusta vitalidad que agitaba el
organismo. Yo caminaba como si estuviera suspendido en el aire, pero
no como lo hace el vuelo del pájaro, que corta en dos el aire para
alejarse de la tierra, sino como las ondas de la simiente impulsada por el
viento, como el balanceo del mar borracho de nostalgia, como el
ensoñador deslizarse de las nubes. Mi ser era la diafanidad pura -como
la meditación profunda del mar, como el silencio de la noche satisfecho
de sí, como el silencio monológico del mediodía.
“Cada sentimiento retumbaba en mi alma como una resonancia
melódica. Cada pensamiento se ofrecía en sí mismo y cada pensamiento
se recogía en mi alma con un regocijo solemne, tanto la idea más
disparatada como la más rica. Cada sensación era presentida antes que
ocurriese, de tal modo que para mí era tan sólo la realización esperada
de una posibilidad yacente en mí. Toda existencia estaba como
enamorada de sí y se estremecía en una relación de embarazoso destino
con mi ser. Todo en mí era presagio y todo se transfiguraba
misteriosamente en mi microcósmica felicidad, que transfiguraba todo
en sí, incluso lo desagradable, la observación más fastidiosa, la mirada
más antipática, incluso la pelea más fatal. Como decía, a la una en
punto, estaba en lo más alto, allí donde presentía lo más supremo de
todo. Entonces, rápidamente, algo comenzó a hormiguear en mi ojo
izquierdo, qué cosa era eso, si un pelo de la pestaña, o una fibrilla, o
una partícula de polvo, no lo sé; pero lo que si sé es que en ese mismo
instante me precipité en un abismo de desesperación” (11).
“19 de Mayo. A la mañana. 10.30 hs. Hay una alegría indescriptible que
nos abraza totalmente, de forma inexplicable como acontece el arrebato
del Apóstol3 cuando exclama sin motivo: “Alegraos, les vuelvo a decir,
alegraos”. No es una alegría provocada por esto o aquello, sino una
ardiente exclamación del alma “con la lengua, la boca y lo profundo del
corazón”.
“Me alegro de mi alegría, a causa de, junto a, por y con mi alegría. Un
estribillo celestial que como un rayo, se diría, interrumpe el resto de
nuestro canto; una alegría que refresca y reanima como lo hace una
brisa, una corriente de vientos alisios que sopla desde el bosque Wamré
hasta las moradas eternas”(12).
“Del ‘poeta’ se dice que invoca a las musas para recibir los
pensamientos. Éste no ha sido nunca mi caso. Mi individualidad se niega
incluso a comprenderlo así; por el contrario, yo necesitaba cada día de
Dios para librarme de la abundancia de pensamientos. En realidad, si le
damos a un hombre tal vigor de productividad y al mismo tiempo una
salud igual de débil, ya aprenderá a rezar. Podría sentarme e
ininterrumpidamente escribir día y noche, e inclusive seguir escribiendo
un día y una noche más, pues mi fertilidad es suficiente. Esta muestra
de habilidad la pude hacer a cada momento, y aún ahora podría. Si lo
hiciera, me hará añicos. Basta el más pequeño descuido en el régimen y
estoy en peligro de muerte. Pero si aprendo a obedecer, si realizo el
trabajo como una tarea rigurosa, tomo convenientemente mi pluma y
escribo cuidadosamente cada letra; entonces lo puedo hacer. Y así, muy
a menudo tuve más alegrías a causa de mi conducta obediente hacia
Dios que a causa de los pensamientos que yo producía…”(13).
“Pero, visto desde otro ángulo, durante mi actividad literaria he
necesitado también día tras día en el curso de los años de la ayuda de
Dios; pues El fue mi único confidente. Gracias a la confianza en el
conocimiento que Dios tenía de mí he podido atreverme a lo que me
atreví y he podido soportar lo que soporté, así como encontrar la
felicidad en estar literalmente solo en este vasto mundo. Pues donde yo
estuviera, ya sea ante la vista de todos o a solas con los más íntimos,
siempre estaba disfrazado de engaño y por tanto solo; ni en la soledad
de la noche podía estar más solo. Estaba solo no en las selvas de
América con sus horrores y peligros, sino en la compañía de las más
horribles posibilidades, que comparadas con la realidad más terrible,
esta es algo agradable y suave.
“Estaba solo, casi enemistado con el lenguaje humano; solo en los
tormentos que me enseñaron más de un comentario a aquel texto de la
espina en la carne4; sólo en las decisiones, aquéllas en las que hubiera
podido necesitar el apoyo de amigos y de ser posible, de todo el género
humano; solo en toda clase de tensiones dialécticas, que llevarían a
todo hombre con mi fantasía (sin Dios) hasta la locura; solo en las
angustias de muerte; solo en la absurdidad de la existencia, sin poder
(aunque lo quisiera), hacerme comprender por una sola persona
-exactamente, digo “una sola persona”, pues hubo épocas donde no era
eso lo que me faltaba (de modo que no se pudiera decir “no faltaba más
que esto”), épocas en las cuales no me podía hacer comprensible incluso
para mí mismo.
“Cuando pienso que transcurrieron años de esta manera, me
estremezco; si veo en forma equivocada por un solo instante, me
derrumbo. Pero si veo correctamente, de modo que mediante la fe
encuentro el reposo en la confianza del conocimiento de Dios acerca de
mí, entonces la felicidad se hace presente otra vez…” (14).
“¿Tiene un hombre el derecho a querer su propia ruina? ¡No! ¿Por qué
no? Porque la causa es ó una aversión a la vida, y él debe tener la firme
decisión en combatirla, ó porque quiere ser más que un hombre. En
verdad hay suficientes casos, que incluso la razón humana puede
reconocerlos: un sacrificio produciría aquí un efecto enorme, daría lugar
a un espacio adecuado. Sin embargo, querer su ruina es algo demasiado
elevado para un hombre.
“Pretender su ruina es algo tan elevado que solamente lo divino puede
tener esta voluntad con una perfecta pureza. En todo hombre que
quisiera algo semejante habría siempre un dejo de melancolía. Aquí
yace por lo tanto el defecto. Quizás es un deseo reprimido o algo
parecido, por el cual el hombre, librado a sí mismo, desespera (pues
para Dios todo es posible) y su pasión lo lanza sobre esta suerte de
heroísmo.
“Pero esto no es lícito. Un hombre debe consentir a sus deseos de cara a
Dios, tratar humanamente de alcanzarlos, rogar a Dios que así quiera
hacerlo y luego dejar a cargo de Dios si debe acaso marchar hacia su
ruina precisamente por ese camino. Brevemente, un hombre debe ser un
hombre”(15).
“Desde niño estuve bajo el hechizo de una inmensa melancolía, cuya
profundidad encuentra su real expresión verdadera en que me ha
concedido la habilidad, en el mismo grado inmensa, de ocultarla bajo
una aparente lozanía y alegría de vivir. Desde siempre, tanto como
recuerdo, he encontrado mi única alegría en que nadie podía descubrir
lo desdichado que me sentía. Esta exacta proporción entre melancolía y
el arte de ocultarla mostraba que yo dependía de mí mismo y de la
relación con Dios.
“De niño fui educado severa y rigurosamente en el cristianismo, y desde
un punto de vista humano, digamos que fui educado de una forma
insensata. En mi más temprana juventud ya había cargado con
impresiones bajo las cuales el melancólico viejo 5, que las ponía sobre
mí, había sucumbido. ¡Era un niño que de un modo insensato tenía que
sentir, pensar y vivir como un anciano melancólico! ¡Algo terrible! No
hay que asombrarse entonces que a ratos el cristianismo me parecía la
atrocidad más inhumana, aunque nunca (incluso cuando más alejado
estuve de él) perdí mi respeto por el cristianismo y estaba firmemente
decidido (especialmente en el caso que no me decidiera a favor del
cristianismo) a no poner a nadie al corriente de las dificultades que yo
conocía pero de las cuales no había leído ni escuchado nada. Pero nunca
había roto con el cristianismo o renunciado a él; nunca me vino a la
mente atacarlo -sino más bien estaba firmemente decidido, apenas
pudiera hacer uso de mis fuerzas, a hacer todo lo posible en su defensa
o al menos por presentarlo en su forma verdadera…
“En cierto modo amaba al cristianismo; me era digno de veneración; por
cierto que me ha hecho sumamente desgraciado, humanamente
hablando. Todo esto estaba ligado con la relación que tenía con mi
padre, el hombre que más he amado. ¿Y qué quiere decir esto? Significa
precisamente que este hombre es quien me hizo desgraciado, a causa
del amor. Su defecto no era que careciera de amor sino que confundía a
un niño con un anciano. Amar a quien me ha hecho feliz es para el
hombre que reflexiona una forma deficiente de amor; amar a quien con
mala intención me hizo desgraciado, es virtud; pero amar a quien por
amor me hizo desgraciado, y por lo tanto a causa de una equivocación,
es la forma normal del amor, no descripta hasta ahora, del hombre que
reflexion.”(16).
“Es maravillosa la forma en que me subyuga el amor de Dios. Al fin y al
cabo no conozco ninguna oración más verdadera que aquella que rezo
una y otra vez: que Dios quiera concederme que no se enoje conmigo
porque continuamente le agradezco que haya hecho y haga, sí, que
haga mucho más por mí de lo que jamás hubiera esperado. Rodeado de
escarnio, atormentado día tras día por la estrechez de miras de los
hombres, incluso de aquellos más cercanos a mí; no sé hacer otra cosa,
en casa o en mi más profundo interior, que agradecer a Dios; pues
comprendo que es indescriptible lo que ha hecho por mí. Un hombre,
con lo que es un hombre para Dios: una nada, menos que una nada; y
un pobre hombre que desde niño ha caído en la melancolía más
miserable, un hombre que es un objeto de angustia para sí mismo.
“¡Y vemos que Dios me ayuda de ese modo y me concede lo que me ha
concedido!”
“Una vida que era una carga para mí mismo, por más que a veces fuera
consiente de todas mis disposiciones favorables; pero como todo me
irritaba a causa de ese punto negro, echaba a perder todo… Una vida de
tal naturaleza toma Dios sobre sí. El me permite llorar en su presencia
en una silenciosa soledad, llorar continuamente de dolor, consolado
bienaventuradamente por saber que me protege y al mismo tiempo que
da a esta vida de dolor una significación que casi me subyuga, me da
dicha y fuerza y sabiduría para todas mis prestaciones, con el objeto de
hacer de la totalidad de mi existencia una expresión pura de las ideas, o
sea con el objeto de que El la haga tal expresión.
“Es así que ahora comprendo tan claramente (otra vez una nueva alegría
a propósito de Dios, nueva ocasión para agradecerle) que mi vida está
cuidada. Mi vida ha comenzado sin espontaneidad, con una melancolía
terrible, perturbada en su base mas profunda desde mi niñez más
temprana. Una melancolía que me precipitó durante cierto tiempo en el
pecado y en el libertinaje, y sin embargo, hablando humanamente, fui
casi más insensato que culpable. Es así como, efectivamente, la muerte
de mi padre se ha adherido a mí. Yo no podía creer que esta indigencia
fundamental de mi ser pudiera llegar a desaparecer. De tal modo que
me aferré a lo eterno, bienaventuradamente, convencido de que Dios es
amor, aún cuando debiera sufrir así toda mi vida. Sí, yo tenía de esto la
certeza bienaventurada. Es así como yo concebía mi vida” (17).
Percibimos en los textos precedentes la importancia de lo que aquí
tratamos. La vigorosa vastedad de este fenómeno. La plenitud interior
de su potencia.
En contacto con el mundo del pensamiento de este hombre –pero aún
más allá, partiendo del fenómeno mismo- queremos intentar
comprender la significación, un poco de la significación que tiene dicho
fenómeno para el hombre para el devenir de la obra y de la
personalidad. Nada entonces desde el punto de vista de la medicina
psicológica sino una interpretación espiritual. Y en realidad creo que
debemos –anticipando algo de las conclusiones- considerar la
melancolía como algo en donde se vuelve absolutamente claro el punto
crítico de nuestra situación humana.
II
Queremos proseguir con cautela. Queremos avanzar desde el exterior al
interior sin pretender, por otra parte, agotar todo lo que abarca y
contiene el objeto de estudio.
Su nombre dice: “Schwer-Mut”. Pesadez de ánimo. Sobre el hombre se
encuentra una carga que lo oprime, que lo hunde en sí mismo; una
carga que relaja la tensión de sus miembros y de sus órganos; que
paraliza los sentidos, los impulsos, las representaciones, los
pensamientos; que afloja la voluntad y debilita el afán y las ganas de
trabajar y luchar.
Una atadura interior, que viene del alma, se posa sobre todo lo que
ordinariamente surge, se agita y actúa libremente. La espontaneidad de
la decisión, la capacidad de trazar clara y vigorosamente los límites de
las cosas, la destreza en dar forma a la realidad, todo eso se vuelve
fatigoso e indiferente. El hombre ya no tiene más autoridad sobre la
vida. Ya no puede participar en la apremiante marcha que exige la
realidad. Los acontecimientos se entreveran a su alrededor y no puede
penetrarlos con su mirada. Se vuelve incapaz de hacerse cargo de un
suceso cualquiera. Las tareas se yerguen frente a él como una montaña
infranqueable.
A partir de tal estado de ánimo es que Friedrich Nietzsche ha
caracterizado este espíritu de la pesadez de la melancolía como el
demonio en sí mismo. De aquí ha nacido la imagen nostálgica del
hombre “que sabe danzar”, el sentimiento de erigir como valor supremo
a la agilidad, la capacidad de volar y de trepar.
Una vida de estas características es profundamente vulnerable. Esta
vulnerabilidad no proviene en esencia por deficiencias de estructuras o
por una fuerza interior insuficiente –elementos que bien pueden
agregarse- sino a causa de una sensibilidad del ser provocada por una
multiplicidad de disposiciones. Los hombres simples, me parece, no se
vuelven melancólicos. Pero “simplicidad” no significa aquí falta de
formación o condiciones sociales modestas. Un hombre puede ser
extremadamente instruído, tener grandes pretensiones, múltiples
relaciones sociales y desplegar una rica actividad y sin embargo, en este
sentido, ser un hombre “simple”. Cuando hablamos de “multiplicidad de
disposiciones” queremos designar una oposición interior y las
tendencias vitales presentes; una tensión entre los motivos, un
antagonismo recíproco entre los impulsos, una contra- dicción en la
actitud respecto a los hombres y las cosas, en las exigencias para con el
mundo y la propia vida; en las normas según las cuales se mide todo…
Esta sensibilidad convierte al hombre vulnerable, en razón del carácter
despiadado que tiene la existencia humana y es en verdad lo que tiene
la existencia de inevitable lo que hiere: el sufrimiento presente en todas
partes, el sufrimiento de los seres débiles e indefensos, el sufrimiento
de los animales, de los seres silenciosos… En última instancia no se
puede modificar nada. Es algo inevitable. Es así y permanece así. Pero
esto es precisamente lo gravoso y pesado. Ser lastimado por la
mezquindad de la existencia, que a menudo es tan espantosa, tan
chata…
El vacío de la existencia. Uno podría decir el vacío metafísico. Este es el
punto donde la melancolía se relaciona con el hastío. Y en realidad, una
determinada clase de hastío semejante a la que experimentan ciertas
naturalezas. Esto no significa que hablemos de alguien que no haga
nada importante, que permanezca ocioso. El tedio puede traspasar una
vida sumamente ocupada. Este tedio significa que se busca
apasionadamente, por todas partes, algo en las cosas que ellas no
tienen. Con una dolorosa sensibilidad e incapacidad se busca lo que
podríamos llamar, en el mejor sentido, “lo burgués”: el compromiso con
lo posible y el sentimiento del bienestar. Es esto lo que se busca. Y se
procura tomar las cosas como uno quisiera, de encontrar en ellas ese
peso, esa seriedad, ese fervor y esa capacidad de realización que tanto
se anhela, y sin embargo es imposible. Las cosas son finitas. Pero toda
finitud es deficiencia. Y para el corazón, que reclama lo absoluto, esta
deficiencia es un desencanto. Este desencanto se ensancha y se
convierte en sentimiento de un gran vacío… No hay nada que sea digno
de existir. Y no existe nada por lo cual valga la pena ocuparse…
Uno es herido también por las carencias morales de los otros. Ante
todo, por la falta de delicadeza, de nobleza de sentimientos. Y de un
modo particularmente profundo hiere lo vulgar, lo ordinario. Hemos
utilizado la palabra “vulnerabilidad”, y efectivamente, debemos poner en
ella el acento. Esta palabra expresa el matiz particular del sufrimiento
melancólico, que no es solamente desgano, fastidio o dolor. Estos
sentimientos pueden ser atormentadores, violentos, excitar a una
resistencia apasionada, pero siempre puede encontrarse en ellos algo de
claridad que estimule el vigor para mantener una resistencia decidida.
En la melancolía, por el contrario, encontramos otra cosa, un elemento
particular que lleva aquello que aflige hasta su punto más sensible. El
sufrimiento melancólico tiene un carácter particular de interioridad; una
profundidad especial, algo de desamparado que queda al descubierto.
Falta aquí una determinada fuerza de resistencia, y esto hace que el
elemento doloroso se una con otro elemento del interior de la persona.
Esta cercanía del sufrimiento y, a su vez la falta de proporción evidente
entre el dolor normal que ocasiona cierta causa y la profundidad de su
efecto en la persona melancólica, muestra que se trata aquí de algo
congénito. El punto crucial, lo determinante, no se encuentra entonces
en las circunstancias exteriores, en los estímulos externos, sino en el
interior mismo, en una afinidad electiva con todo aquello que de alguna
manera puede herir, lastimar.
A tanto puede llegar esto que el melancólico experimenta cada cosa y
cada acontecimiento, sea lo que fuere, como algo doloroso. La
existencia misma, como tal se le convierte en dolor. Y no sólo su
existencia es dolor sino, fundamentalmente, el hecho mismo que algo
exista.
Un hombre de tales características no tiene confianza en sí mismo. El
está convencido que es menos que los demás, que no representa nada,
que no sabe nada. Y esto no ocurre porque fuera simplemente alguien
no suficientemente dotado o que haya experimentado algún fracaso
sino porque ya hay, más bien, un convencimiento “a priori”, que no
puede ser refutado incluso por los aciertos y que se ve confirmado por
cada nuevo fracaso, más allá de su verdadera significación. Más aún:
esta falta de confianza en sí mismo es la que provoca precisamente los
fracasos, vuelve a la persona interiormente insegura, estorba y obstruye
su voluntad y su obrar, la hace vulnerable a las dificultades exteriores.
Esta falta de confianza en sí mismo es particularmente característica en
la relación con los otros hombres: en la conversación, en el trato social,
en el comportamiento en público.
Quizás hay que relacionar esto con una necesidad de ser valorada,
particularmente sensible, que pueda estar herida.
Todo esto, por supuesto, no impide que esta persona sea vanidosa u
orgullosa, que exija ser apreciada, tomada en cuenta. Quizás su
pensamiento y su fantasía esté llena de sueños, en los cuales se vea
honrado por los demás, poderoso, llevando a cabo empresas que llaman
la atención… Del mismo modo que esa vulnerabilidad que hemos
descripto antes no excluye que la persona que caiga con ella sea
profundamente sensible a las significaciones, a los múltiples valores y
las bellezas del mundo.
El hecho de que el melancólico soporte esta opresión, que tan
fácilmente sea herido por la existencia, que su facultad de apreciarse y
afirmarse sea tan mínima, todo esto, se vuelve de algún modo activo y
se torna hostil contra él mismo. La psicología moderna considera que lo
que nosotros llamamos ‘vida’ no tiene una significación única, simple.
Más bien estaría dominada por dos instintos básicos enfrentados entre
sí. Uno, el instinto de existir, de afirmarse, de desarrollarse, de
ascender. El otro, el instinto de dejar de ser, de anonadarse. Así es en
realidad. Parece entonces que sólo a partir de este punto de vista puede
comprenderse el modo enigmático en que se comporta nuestra
naturaleza viviente. Si le sale al paso algo que la amenaza, se defiende.
Pero no sólo se defiende, sino que algo en ella responde al peligro. Lo
amenazante no sólo aterroriza, sino que también seduce. Ante el peligro
y ante la muerte nuestra naturaleza viviente se pone a la defensiva. Pero
al mismo tiempo se siente extrañamente atraída, porque algo en su
interior se despierta.
Aquí se abre una perspectiva para considerar las relaciones metafísicas
últimas. Aquí está el lugar de inicio de un fenómeno de orden espiritual:
el “soberano desprecio” de sí mismo, la voluntad de anonadarse para
que surja algo superior.
Todos estos elementos existen y deben conformar la tensión viviente.
Pero en la melancolía amenazan con degenerar en algo destructivo. El
impulso a destruirse amenaza con llegar a predominar. El dolor y la
muerte adquieren una peligrosa fuerza de atracción. Surge una
profunda tentación a dejarse desaparecer.
Efectivamente, esta voluntad se hace activa y se dirige precisamente
contra la propia vida. El impulso a torturarse a sí mismo pertenece a la
figura del alma melancólica.
En esa afinidad con las fuerzas hirientes que la rodean descubrimos ya
un querer inconciente.
Este querer tiene sugestivas consecuencias: el hombre se ve enfermo y
produce así la enfermedad.
Produce por sí mismo una aflicción psíquica.
Todo se transforma en instrumento de esta voluntad taciturna; todo,
incluso lo más elevado, lo que por naturaleza debería hacer más grande
y más pleno al hombre.
Rozamos aquí lo más desconcertante de nuestra existencia humana:
incluso los valores pueden llegar a ser instrumento de sufrimiento.
“Valor” significa que algo es digno de que sea; que se justifica su
existencia; que es costoso, noble, alto. “Valor” es entonces expresión de
algo que es positivo, con fuerza para plenificar. Designa aquello que
eleva, que es rico de sentido. Tan pronto como consideramos un valor
en sí mismo, como el “bien”, lo “justo”, lo “bello”… se muestra
inmediatamente bueno, beneficioso. Pero a partir del momento en que
este valor se sitúa en la vida real, experimentado por hombres reales,
puesto en obra, su efecto puede adquirir múltiples significaciones:
elevar, hacer más pleno al hombre y al mismo tiempo amenazarlo,
perturbarlo. Haciendo abstracción de Dios, que es lo bueno, el valor en
sí mismo e inmediatamente, el sentido correcto del efecto de las cosas
se verifica sólo con seguridad en el dominio de la idea pura, del puro
pensamiento, y por otra parte, en el dominio de la mera naturaleza, con
su despliegue mediante leyes. Pero si un valor es situado en la vida de
un hombre, sostenido por la multiplicidad de sus fuerzas interiores,
sometido a su voluntad libre, entonces el efecto de lo que en sí tiene un
sólo sentido puede llegar a ser múltiple. Cuanto más alto es el valor,
tanto más diversas las posibilidades de su efecto. Cuánto más alto es el
valor, mayor es la posibilidad de que actúe en forma destructora. Pero
es erróneo deducir la falsedad interior de una pretensión de valor a raíz
de que tiene efectos peligrosos. Justamente los valores más altos son
los más peligrosos. Nunca los valores más elevados son adquiridos
mediante la simple evolución de la vida. Siempre deben ser pagados con
profundas perturbaciones y amenazas.
Es en el dominio de la melancolía donde encontramos los más fuertes
sentidos opuestos de los efectos. La naturaleza melancólica es
particularmente sensible a los valores. Pero la tendencia autodestructiva
que hay en ella se sirve justamente del valor como arma de mayor
peligro contra sí mismo. Recuerdo, por ejemplo, esa insatisfacción de
tantos artistas cuando consideran su propia obra, y que no está
justificada por motivos reales. El valor de la perfección de la obra, algo
de suyo muy elevado, se convierte en este caso en una potencia
destructora. O fijémonos en la imposibilidad interior de la exigencia de
justicia de tantos tipos sociales. El valor social es de antemano de tal
índole que no tiene ninguna perspectiva de realización y en
consecuencia se ahoga. Recuerdo el terrible efecto destructor que puede
provenir de los dos valores que determinan el destino interior de la
persona, el valor ético y el religioso. No es fácil encontrar una imagen
de perturbación más profunda que la perteneciente a la conciencia
melancólica, en donde el deber se transforma en yugo (carga); la
voluntad de pureza y perfección alcanza una forma imposible fuera de
su relación con las fuerzas y condiciones reales. Esta conciencia ve la
falta donde para otra conciencia no hay tal cosa; exige responsabilidad
donde faltan para ello todas las condiciones previas. Aplica normas
éticas donde todo se desarrolla solamente por un proceso natural. Tal
vez mayor hondura alcanza el peligro que proviene de los valores
religiosos. El abandonarse en lo sagrado, el deseo de acoger lo divino en
la propia vida, el esforzarse por realizar el reino de Dios son todas
claras motivaciones que se supone van a permitir liberar y elevar a la
personalidad. Y, sin embargo, pueden conducir en el melancólico a
distintos modos de angustia y desesperación. Hasta llegar a formas
supremas de fanatismo, de ilusiones de abandono o de rebelión contra
lo sagrado. Es como si una oculta voluntad de destrucción dirigiera
estos valores, los más altos de todos, contra la propia vida, eliminara
sus significaciones positivas e hiciera resaltar lo que perturba, lo
amenazante(18).
Es aquí particularmente donde se verifica el carácter enigmático de la
melancolía: en la forma en que la vida se alza contra sí misma; la forma
en que los impulsos de auto-conservación, de autoestima, de
favorecerse a sí mismo pueden ser perturbados, llegar a ser inseguros,
arrancados de raíz, por el impulso de la autodestrucción. Se podría decir
que en la naturaleza esencial de la melancolía el anonadamiento se
presenta como un valor positivo, como algo ansiado, querido. Una
tendencia se manifiesta en arrebatar a la propia vida del individuo la
posibilidad de existir, en sacudir los puntos de apoyo que le sustentan,
en cuestionar los valores que justifican la propia vida, de tal modo de
alcanzar así en ese estado de ánimo que ya no ve justificación alguna a
la propia existencia, se siente suspendido en el vacío y en el absurdo; es
decir, llegar a la desesperación.
El psicoanálisis ha intentado atribuir a estos procesos raíces sexuales.
Sin entrar en sus generalizaciones y exageraciones absurdas -que
producen una imagen de la realidad no sólo desagradable sino también
vulgar- en ciertos casos tiene razón.
El carácter profundamente instintivo, diríamos, el carácter orgánico del
fenómeno lo permite pensar. Pero mediante la explicación psicoanalítica
abarcamos sólo cierto aspecto del problema. Las verdaderas raíces se
encuentran en lo espiritual.
Hablemos ahora sobre esto. En ciertos momentos, esta actitud respecto
a sí mismo toma una forma de la que es difícil apartar el pensamiento
de lo demoníaco: es cuando el melancólico se odia él mismo,
literalmente y con toda la violencia de sus afectos…
Por más que se puedan ver y comprender los mecanismos psicológicos,
hay momentos en que se impone formalmente esta pregunta: ¿qué es lo
que hace que la vida se tome así contra sí misma?
Todo esto enfrenta al hombre con el temor, lo empuja al ocultamiento,
al aislamiento.
La interioridad herida se esfuerza por apartarse de aquello que la
lastima. Lo hace por sí misma, pero también -y esto es importante en la
psicología del melancólico, a menudo profundamente inclinado al
altruísmo- para no apenar a los demás.
Todo el dolor que aflige al melancólico se presenta entonces con
redoblada violencia.
Quien no tiene confianza en sí mismo rehuye por tanto ser visto,
interpelado; teme que los otros puedan contemplar su propia miseria.
Pero el impulso viene de más lejos, del deseo de sumergirse en las
profundidades. Esta ansia de ocultamiento se manifiesta al no querer
acercarse a los hombres. El melancólico recién se siente bien cuando
está solo. Nadie necesita tanto del silencio como él. El silencio es para él
como una criatura, una atmósfera espiritual que le permite respirar, lo
alivia y lo cobija. Al comienzo de sus Etapas en el camino de la vida ,
Kierkegaard ha hablado acerca del silencio y la soledad. Es parte de sus
páginas más bellas.
“En el bosque llamado Gribs hay un lugar llamado “el rincón de los ocho
caminos”. Ningún mapa los señala y sólo lo encuentra quien es digno de
encontrarlo. “El rincón de los ocho caminos”, una designación bastante
contradictoria. Pues ¿cómo es posible que lo que hace alusión a
concurrencia y tránsito indique a la vez soledad y aislamiento? ¿Acaso lo
que evita el solitario, la trivialidad, no toma su nombre del encuentro de
tres caminos? Y acá encontramos no tres sino ocho caminos. ¿No es esto
trivialidad elevado a la potencia? Y sin embargo es así: este lugar se
encuentra totalmente solitario, aislado del mundo, escondido, y la
contradicción que tiene su nombre lo hace aún más solitario, así como
la contracción siempre hace más solitario todo. Los ocho caminos con
su tránsito son sólo una posibilidad para el pensamiento, pues nadie
recorre estos caminos, salvo algún insecto que sobrevuela rápidamente
muy de vez en cuando, “lente festinans”. Nadie recorre estos caminos.
Sólo de vez en cuando pasa fugazmente uno de aquellos huidizos
viajeros que miran presurosos en torno suyo, no para encontrar a
alguien, sino para no ser encontrados; no de aquellos fugitivos que ni
siquiera en su seguro escondrijo anhelan recibir un mensaje del
exterior, los que sólo se permiten salir al encuentro de la muerte como
el ciervo sale al encuentro de la bala -esa bala que explica por qué está
ahora tan silencioso el ciervo pero que no explica por qué estaba tan
inquieto.
“Nadie recorre estos caminos, sólo el viento que sopla y que no se sabe
de dónde viene y adónde va. Y quien se abandona a la seductora
insinuación de la soledad y sigue el estrecho sendero para ocultarse en
lo sombrío del bosque, no está tan solo como en el rincón de los ocho
caminos. ¡Ocho caminos y nadie que los recorra! ¿No es como si el
mundo se hubiera extinguido y el sobreviviente estuviera ante la
perplejidad de quién debe enterrarlo? ¿No es como si la humanidad
hubiera emigrado por estos ocho caminos y hubieran olvidado a uno de
allí?”.
“Bene vixit, qui bene latuit”, dice el poeta. Si esto es verdad, yo he vivido
bien, pues elegí bien mi refugio. Y es cierto también que el mundo y
todo lo que hay en él tiene mejor aspecto cuando se lo mira
furtivamente desde un lugar apartado. Y también es seguro que todo lo
que se escucha y es digno de ser escuchado en el mundo, en ninguna
parte resuena tan agradablemente, tan cautivamente como en un lugar
apartado. ¡Cuántas veces he buscado mi rincón apartado! Lo conocía
hace tiempo ya, pero recién ahora descubro que es tan tranquilo
durante el día como lo es cualquier lugar durante la noche. Siempre hay
aquí silencio, belleza. Pero lo más bello es cuando el sol de otoño se
detiene al fin de la jornada; cuando el cielo resplandece en un azul lleno
de anhelos; cuando la naturaleza toma un respiro luego del calor del
día; cuando los árboles, las flores y las plantas se estremecen
deliciosamente al compás del aire refrescante que las acaricia; cuando el
sol disminuye su fulgor para sumergirse desnudo en el mar; cuando la
tierra se dispone a reposar y elevar su acción de gracias al cielo y el sol
benigna y dulcemente la abraza con su beso de despedida”.
“¡A ti, espíritu amistoso que habitas estos parajes, te agradezco que
rodees en todo momento mi silencio; te agradezco por cada hora que he
pasado aquí siguiendo el hilo de mis recuerdos; te doy gracias por esta
guarida que llamo mía!”.
“Allí crece el silencio como crecen las sombras al atardecer; allí la calma
se hace cada vez más profunda, como bajo el conjuro de una fórmula
mágica. ¿Hay algo tan embriagador como el silencio? Por rápido que el
bebedor se lleva la copa a los labios, el vino no lo embriaga tan
rápidamente como a mí el silencio, que crece segundo a segundo. ¿Y
esta copa de vino, no es acaso una gota en comparación con el infinito
mar de silencio del que bebo? Y por el contrario, ¿hay algo tan fugaz
como esta dulce embriaguez? Sólo una palabra y te quedas estupefacto.
Tienes un despertar peor que el despertar del borracho, una vez que se
ha desembriagado. Estás totalmente abismado y has olvidado el hablar;
entonces alguien hace trizas el encanto y te quedas ahí, avergonzado de
los sonidos, sonidos que tú produces…” (19).
Sólo es posible escribir estas cosas a partir del anhelo de silencio que
experimenta la persona melancólica.
Su constante búsqueda de lugares ocultos se expresa incluso en toda la
estructura de su existencia. El melancólico es un ser lleno de pliegos y
máscaras. Continuamente vemos que lo esencial se oculta detrás de lo
no esencial. Maneras sociales educadas, una negligencia elegante,
ingenio, objetividad, todo esto es una fachada que oculta a alguien
totalmente distinto, a menudo alguien de una sombría desesperación.
Aquí se hace difícil comunicar directamente o decir sencillamente lo que
se piensa, lo que sucede en uno, difícil llamar simplemente a las cosas
interiores por su nombre. Ellas están muy cargadas de elementos
extraordinarios. Se presentan de tal modo que a uno le cuesta admitir
que otro pueda comprenderlos. Se aparecen como monstruosas,
inauditas, extrañas, terribles, incluso desagradables, no entonando con
lo que pertenece a la vida cotidiana de los hombres. Se plantea aquí el
problema de la expresión, de la falta de armonía entre el mundo interior
y las cosas exteriores. Para la naturaleza melancólica, la interioridad y
los medios de expresión no tienen punto en común de medida. El
espíritu y el cuerpo, la intención y la acción, la disposición de espíritu y
los resultados alcanzados, el comienzo de un proceso y su
culminación… y en general lo más elevado y lo más profundo, lo
esencial y lo no esencial, lo importante y lo accesorio, todas son
dualidades separadas por un muro para el melancólico. Es trágica esta
actitud en lo que hace a la expresión, pues el medio que se utiliza para
expresar lo que verdaderamente se piensa sirve más para ocultar que
para revelar.
Este carácter trágico puede acrecentarse hasta alcanzar proporciones
terribles. Kierkegaard ha dicho sobre este aspecto de la melancolía
cosas quizás definitivas, ha expresado juicios que tal vez sólo pueden
ser comparados con ciertas figuras de Fiodor Dostoyevski. Sobre todo
en su libro El concepto de la angustia, donde examina lo demoníaco. Lo
demoníaco es definido por Kierkegaard como la angustia ante la
presencia del bien, angustia que nace entonces cuando el hombre se
encuentra aferrado al mal. Si este hombre es melancólico, esa angustia
se transforma en un encerrarse en sí mismo. El hombre se asusta ante
cualquier coincidencia de sí mismo, ante toda mirada examinadora que
otro pudiera dirigirle. Y esto no ocurre sólo porque tema las
consecuencias de este develamiento -esto sería simplemente tener mala
consciencia- sino porque le teme al bien, retrocede espantado ante el
bien como tal. Pero el comienzo de todo bien es la “revelación”, por la
cual el hombre se coloca en plena luz; es el llegar a manifestarse en el
dar testimonio de algo. La melancolía se transforma entonces en ese
terrible mutismo en el cual se encierra el hombre al rechazar el bien. No
es bueno hablar tanto de estas cosas, especialmente hoy en día donde
encontramos la falta de pudor de la charlatanería pública junto al
profundo sufrimiento individual. Nuestros escritores hablan mucho y
con agrado de lo demoníaco. Es parte de lo que está de moda. Pero
quien habla así, no sabe nada de lo realmente demoníaco. Aparte de
que tal escritor destruye el verdadero significado de las palabras, el
peligro estriba en que lo que él dice penetra en el alma de alguien que
es mejor que él, un hombre que se toma en serio la vida y sufre. Este
hombre no habla de estas cosas, sino que las soporta.
III
Hemos hablado del aspecto penoso, negativo, doloroso y destructivo presente
en la melancolía.
Pero al mismo tiempo, y por sobre todas las cosas, nos hemos sentido
tocados por algo grande, hemos entrevisto que algo precioso y visible
surge desde esta indigencia.
Esa pesantez de espíritu de la que hemos hablado -punto de partida
para internarnos en el centro del fenómeno más profundamente- da a
toda actividad una densidad propia, una particular hondura. Uno percibe
en seguida, en presencia de una persona, si las raíces de su ser arraigan
en la melancolía. La diáfana despreocupación por la vida que posee
determinada persona es objeto de una sana alegría. Pero quien conoce
aquel otro dominio, puede vivir en última instancia sólo con hombres y
pensamientos que están en contacto con esa profundidad. La grandeza,
la verdadera y absoluta grandeza no es posible sin ese “peso” que es lo
único que confiere a todas las cosas su densidad plena y conduce las
energías a una adecuada tensión; sin esa tristeza en cierto modo
congénita, que Dante llama “la grande tristeza”, que no surge de una
circunstancia particular sino de la existencia misma.
Pero esa pesantez, esa sombría tristeza, encierra a veces un punto
infinitamente precioso: que la presión se relaje, que el encierro interior
desaparezca y que, entonces, se libere la existencia de ataduras, y sea
posible ese sentirse elevado, flotando en el aire, de la totalidad del
hombre; que el hombre experimente esa transparencia de las cosas y de
la existencia, esa claridad de visión y certeza en dar forma a la obra, tal
como Kierkegaard lo ha descrito.
Hemos hablado de ese impulso a vivir oculto y en silencio. Esto no
indica solamente el temor al encuentro con la hiriente realidad, sino
que, en última instancia, da cuenta de la gravitación interior del alma
hacia el gran centro; expresa el empuje hacia la interioridad y la
profundidad, hacia esa región en donde la vida se aparta de la confusión
de lo contingente para penetrar allí donde, a salvo de la multiplicidad de
las manifestaciones particulares, permanece ocupado en la simplicidad
de lo fundamental. Es el deseo íntimo de recogerse en lo esencial, fuera
de la disipación, fuera del abandono en la existencia exterior, para
acceder al recato y custodia de lo sagrado. Es huir de lo superficial para
refugiarse en el misterio de las profundidades originales. Es la
aspiración de los grandes melancólicos por la noche y las “Madres”. 6
La melancolía está en relación con los fundamentos oscuros del ser, y el
término “oscuro” no tiene en este caso ningún sentido peyorativo. No
marca una oposición con la luminosidad buena y bella. “Oscuro” no
significa acá “tinieblas” sino el contra valor viviente correspondiente a la
luz. Las “tinieblas” son algo malo, representan algo negativo. Pero la
oscuridad pertenece al ámbito de la luz y las dos juntas conforman el
misterio de lo esencial.
A esta oscuridad aspira el melancólico, sabiendo que de ella emergen
las formas que se actualizan en claridad.
Y, en extraña “oposición”, encontramos la afinidad con el espacio
infinito, con las extensiones vacías: el mar, la estepa, las crestas
desnudas de los montes, el otoño que hace caer las hojas y amplía los
espacios, el mito con sus siglos que se remontan hasta el infinito en el
pasado.
El espacio sin límites en el exterior y la vida interior oculta se comunican
entre sí. Tanto una como otra son símbolos y lugares de experiencias
profundas.
Precisamente esta melancolía, que desvaloriza las cosas, vacía de
contenido a formas y realidades, vuelve insustancial todo y arrastra al
vacío y al tedio, que quiebra los valores que sostienen la propia
existencia y tiende así a la carencia de sentido propio de la
desesperación; justamente esta melancolía es el seno de donde brota el
extremo dionisíaco. Sin duda, la persona melancólica tiene la relación
más profunda con la plenitud de la existencia. Los colores del mundo
resplandecen en forma más clara, la dulzura de los acordes interiores
resuena más íntimamente. Percibe en su totalidad la potencia de las
configuraciones de todo lo que vive. Del melancólico surge la
sobreabundancia de vida y es quien puede experimentar el carácter
indomable de todo lo existente.
Pero siempre, creo yo, en unión con la bondad, con el deseo que la vida
tenga por meta la bondad, la benevolencia, el bienestar de los otros.
No creo que el verdadero melancólico sea duro por naturaleza. Está
demasiado hermanado íntimamente con el sufrimiento. Es cierto que
hombres melancólicos fueron duros, inhumanos. Pero se volvieron de
esa manera a causa de una indigencia interior, a causa de la angustia, la
desesperación. No pudieron ponerse de acuerdo consigo mismo.
Nada es tan cruel como la desesperación, al no encontrar ya ninguna
salida. Por eso, entonces, cuando el melancólico renuncia a la bondad –y
precisamente porque está tan ligado a la vida- algo particularmente
malo penetra en él. Algo que es malo por su proximidad, su contacto,
con las fibras que componen el tramado de la vida. De este modo, es
capaz de causar a otros, el dolor que la vida le ha causado a él.
Kierkegaard ha descrito también este aspecto de la melancolía bajo la
figura de Nero en La Alternativa.7
Pero esto nos permite aproximarnos al valor central de la melancolía: en
su esencia última, la melancolía es anhelo de amor. De amor en todas
sus formas y en todos sus grados, desde la sensualidad más elemental
hasta el amor supremo del espíritu. Lo que impulsa el corazón del
melancólico es el Eros, la aspiración de amor y belleza.
Esta profunda aspiración y el hecho que no nace sólo de un dominio
parcial del ser sino de su centro mismo, que no se limita sólo a
relaciones y momentos especiales sino que penetra el todo; el hecho
que el melancólico esté empapado en su totalidad del Eros, y que la
belleza, que de por sí es algo profundamente amenazado y que donde
aparece revela una crisis del poder vivir -todo esto es el fundamento de
la vulnerabilidad de la cual hablábamos antes. Pues la naturaleza que
ama está abierta, dispuesta a ir más allá de sí, a acoger, dar y recibir. Es
confianza. No tiene ninguna defensa.
Experimenta el dolor que produce la fugacidad de las cosas: el objeto
amado le es arrebatado, la belleza viviente es sólo efímera, lo bello tiene
por encima a la muerte.
Pero como defensa extrema presenta, entonces, el anhelo de lo eterno,
de lo infinito, de lo absoluto. La melancolía exige lo absolutamente
perfecto, inaccesible, a cubierto de todo riesgo, completamente
profundo e interior. Exige y reclama que no se olvide esta distinción,
noble y preciosa.
Es la aspiración hacia aquello que Platón llama el fin verdadero del Eros,
el Bien Supremo, que es al mismo tiempo lo real propiamente dicho, y la
belleza misma, imperecedera y sin límites.
La aspiración de alcanzar esta única realidad que puede satisfacer, de
darle cabida en uno, de llegar a estar unido a ella, es ese algo particular
que se puede rastrear a través de toda la historia de la investigación y
del pensamiento humano: la insatisfacción particularmente apasionada
producida por lo finito. La voluntad de apoderarse de este absoluto de
una manera especial e intensa. No es suficiente conocerlo, asumirlo en
sus acciones mediante el querer ético. Dicha voluntad aspira a la unión,
al contacto entre dos seres a un zambullirse en el absoluto, beber allí y
ser saciado. Es la aspiración a una unidad que sea realidad plena.
A esto apuntan en forma apremiante esos dos impulsos fundamentales
de la vida, que en el melancólico alcanzan un matiz particular y están
entre sí en una dolorosa contradicción: el impulso a la plenitud y el
impulso al anonadamiento. Anonadamiento de esta forma de existencia
miserable, que sólo es humana y terrestre, a fin de que aquella unidad
sea todo en todos. A fin, precisamente, de que se realice con eso el
supremo cumplimiento de la vida. Palabras como las de San Pablo, “Yo
vivo, pero no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí”, expresan, en
el plano superior del cristianismo, el más íntimo anhelo por esa forma
de espíritu, cuyo precio se paga en la melancolía.
Es la aspiración por lo absoluto, pero de un absoluto que es el bien, lo
noble, es decir, por naturaleza el específico y propio objeto del amor. El
melancólico aspira al encuentro con lo absoluto, bajo la forma del amor
y la belleza.
IV
Pero, por otra parte -y aquí el círculo se cierra- esta aspiración por lo
absoluto está unida en el melancólico a la certeza profunda de que es
una aspiración estéril.
La predisposición del melancólico es sensible a los valores y aspira a lo
valioso por esencia, al bien supremo. Pero es como si, justamente, esta
exigencia de lo valioso se volviera contra sí misma. Pues a la par está
presente el sentimiento de que es algo imposible de cumplimentar. Esto
puede relacionarse con determinadas vivencias: haber fracasado en
algo, haber sido negligente en un deber, haber utilizado mal el tiempo,
haber desperdiciado la oportunidad que ya no vuelve a repetirse. Pero
no son más que lugares de costura de algo más profundo, dado por un
sentimiento de imposibilidad añadido en cierto modo de antemano a
aquel anhelo del cual hablamos antes. La imposibilidad radica ya en el
modo cómo es querido lo absoluto: con una impaciencia que quiere ser
satisfecha demasiado rápido, con una exigencia de inmediatez que no
ve las instancias intermedias y se introduce así por un camino
extravagante… Sea como fuere, la aspiración por la plenitud de los
valores y de la vida, por la belleza infinita, unida en lo más hondo con
ese sentimiento de fugacidad de las cosas, de negligencia ante el deber,
de pérdida irreparable, con la insaciable tristeza, aflicción e
intranquilidad que eso trae consigo, todo esto, es la melancolía.
La melancolía es como una atmósfera que todo lo inunda, como un
fluído que todo lo penetra, como una sustancia amarga y dulce al
mismo tiempo, que se mezcla con todo.
V
Esto nos conduce a preguntarnos acerca del sentido de este fenómeno y
qué tarea nos plantea. Creo, más allá de cualquier consideración médica
y pedagógica, que tiene el siguiente sentido: es un signo de que el
Absoluto existe. Lo infinito se manifiesta en el corazón. La melancolía
nos indica que nosotros somos seres limitados, que vivimos codo a
codo con –y abandonemos la palabra demasiado cauta y abstracta que
hemos utilizado hasta ahora, “el absoluto”, y reemplacémosla por la que
corresponde en realidad- que vivimos codo a codo con Dios. Indica que
estamos llamados por Dios e invitados a acogerlo en nuestra existencia.
La melancolía es la penuria del alumbramiento de lo eterno en el
hombre. Quizás debemos decir, en determinados hombres, destinados a
experimentar más profundamente esta proximidad, la penuria causada
por este alumbramiento. Hay seres que viven fundamentalmente de una
forma humano-natural: permanecen atados a contornos precisos, en
una tarea claramente delineada, en una vida con sus correspondientes
alegrías y penas.
Tienen clara su situación terrestre. Y si no sucumben al peligro de esta
claridad, al sentimiento de bienestar y a la estrechez de miras de la vida
burguesa, si ellos comprenden que su plano finito es lugar de
decisiones infinitas, entonces la existencia que llevan es bella y noble.
Y hay quienes están, por así decirlo, totalmente “más allá de”, viviendo
de forma no terrestre, sintiéndose extraños aquí abajo, a la espera de lo
esencial. Incluso para ellos la vida es clara también. El peligro reside en
perder el contacto con la realidad, no tener un lugar fijo, manejarse con
poca seriedad. Si logran superar este peligro, si aprenden a permanecer
con fidelidad en el lugar que les corresponda, si consiguen estar alertas
en su espera, sin desatender el deber de todos los días, por
insignificante que les parezca, entonces su existencia también se vuelve
clara y bella.
Pero existen también aquellos seres que experimentan profundamente
el misterio de lo fronterizo, hombres de la “frontera”. Toda su
naturaleza les exige que no permanezcan de un solo lado, ni aquí abajo
ni del otro lado. Vivir en el dominio de la frontera. Experimentar la
inquietud de una de las esferas como efecto de la acción de la otra, así
como son dichas esferas las que sostienen los polos de la totalidad de lo
humano y con ello también la posibilidad de la escisión interior.
Los médicos y psicólogos saben hablar muy acertadamente sobre las
causas y la estructura interior de la melancolía. Pero a menudo resulta
tan banal lo que dicen, que ya no se puede conciliar sus consideraciones
con la profundidad y potencia vital que reside, en realidad, en dicha
experiencia. Logran enunciar la teoría de ciertos estratos en la
infraestructura de la persona y nada más. El sentido verdadero de la
melancolía se revela a partir solamente de lo espiritual. Y en última
instancia, reside en esto: la melancolía es la inquietud, el desasosiego
del hombre causado por la proximidad de lo eterno. Y esto produce
dicha y a la vez, constituye una amenaza.
Sin embargo, debe hacerse una distinción. Es Kierkegaard mismo quien
llama la atención sobre lo siguiente: hay una buena melancolía y una
mala melancolía.
Buena es aquella que precede al alumbramiento de lo eterno. Es el
conflicto interior producido por la cercanía de lo eterno, que apremia
por hacerse realidad. Es la exigencia constante y efectiva -aún cuando
no sea sentida concientemente- a dar cabida en la propia vida al
contenido infinito, a expresarlo en el modo de pensar y de obrar. La
exigencia se vuelve particularmente apremiante cuando el tiempo se ha
cumplido, cuando la hora se aproxima, cuando es necesario tomar una
decisión, llevar a cabo una tarea, cuando debe hacerse efectiva una
nueva fase en el devenir viviente del hombre y se produce una ruptura
de la forma espiritual interior.
Tal creación y tal devenir surgen a partir de un conflicto interior, que es
al mismo tiempo la indigencia de plenitud que está comprimida.
Significa la angustia de la vida ante el esfuerzo producido por el
alumbramiento de aquello que quiere alcanzar una forma en ella. La
vida siente que debe resignarse, debe abandonar la seguridad anterior.
Algo debe perecer para que lo nuevo pueda nacer.
Esta creación, este devenir, son ascensiones, puntos culminantes
mediante los cuales la vida toca sus extremos. Logran ser alcanzados
evidentemente cuando previamente se ha pasado por los puntos más
profundos. El hombre que crea, que produce vida es diferente del
hombre que conquista, sostiene, domina y forma. Aquel da a luz y con
ello alcanza una altura que este otro ignora. Pero tiene en sí, al mismo
tiempo, una incertidumbre, pues sabe que es instrumento de potencias.
Lleva consigo el sentimiento de ser en cierto modo indigno, incluso
despreciable. Todo creador tiene en sí algo de lo que se avergüenza,
que la percibe en presencia de hombres no creadores, y que
precisamente por esa razón se sienten tan seguras y firmes en lo que
hacen. Lo más amargo de esta incertidumbre, propia del creador, se
experimenta en la melancolía.
Es necesario saber soportar, llevar sobre sí esta buena melancolía. De
ella surge la obra, el devenir y todo es transformado. Si no es soportada,
el hombre no encuentra la fuerza para concentrarse en la obra y
recogerse en el devenir. Si no tiene la grandeza de espíritu para
sacrificarse, la audacia de la renuncia, si no tiene la fuerza necesaria
para abrirse camino, si no logra producir lo que quiere o desarrolla sólo
en parte, entonces surge la segunda forma de melancolía, la mala.
Consiste en el sentimiento de que lo eterno no ha alcanzado la figura
que debía, en la consciencia de haber fallado, de haber jugado y
perdido. En ella se traduce el sentimiento de peligro de estar perdido,
porque no se hizo lo que se imponía como tarea, y esto significa
salvación eterna o condenación eterna. Debería ser llevado a cabo en el
tiempo que se escurre y no puede ser recuperado. Esta melancolía tiene
un carácter distinto. Es mala. Puede conducir a la pérdida de la
esperanza, a la desesperación, en la cual el hombre se da por vencido y
considera perdida definitivamente la potencia.
Pero, incluso, en lo que hace a esta melancolía subsiste una tarea, lo
que ha sucedido no puede ser anulado. Lo que se ha perdido
directamente no puede ser recuperado. Pero hay algo más elevado: el
llamado de lo religioso. Lo que es simplemente ético dice: “lo hecho,
hecho está y tú eres el responsable. Lo que se ha perdido, perdido está
y tu eres responsable por ello”. Pero esto dicho en abstracto. ¿Qué
ocurre cuando no es un sujeto abstracto el que actúa sino un sujeto
viviente, en esa conexión viviente de la existencia, en donde un día
supone el día precedente y un acto descansa sobre otro acto? Entonces
esta formula “hazlo bien la próxima vez” no va.
Pues no se puede admitir lo que se ha hecho como algo que
simplemente ocurrió y pasar a otra cosa. El hombre es un todo y actúa
siempre como un todo. Así, debe, de algún modo, dominar el pasado a
fin que la vida en su totalidad quede a disposición de la vida nueva. Pero
esto no puede ocurrir mediante un mero acto ético, sino sólo a través de
un acto religioso, y este acto es el arrepentimiento. El arrepentimiento
es una renovación delante de Dios. Y arrepentimiento verdadero solo
hay delante de lo Absoluto. Pero no ante lo absoluto-abstracto, un
simple imperativo o una ley moral, sino frente a un absoluto viviente,
ante Dios. El arrepentimiento significa que me pongo del lado de Dios
contra mí mismo. Significa que no me apoyo en mi propia justicia, sino
que me resigno a ser culpable, colocándome ante Dios y junto a El. Aquí
se verifica lo viviente. En este “ante Dios y junto a El” surge algo nuevo
que no puede ser analizado. Encontramos otra vez un alumbramiento,
un devenir. Por eso lo hecho mal no puede ser considerado como algo
que no ocurrió, sino ser superado. Lo hecho negligentemente no puede
ser mecánicamente recuperado, sino que es reconquistado a un nivel
superior.
Todo lo dicho afecta de alguna manera los puntos críticos de la vida
melancólica, los lugares decisivos. Y es más importante, porque es más
fundamental, alcanzar el nivel que permite dominar, por lo general, los
problemas de toda la existencia. Es el nivel de las relaciones con la
realidad.
Es claramente en dos situaciones en donde se constata la deficiencia de
las relaciones de la melancolía con la realidad. Es una doble tentación
que experimenta el hombre en general, pero especialmente la persona
melancólica: perderse en la inmediatez de la naturaleza y los sentidos y
perderse en la inmediatez de lo religioso.
La primera tentación muestra la falsa relación con las cosas y consigo
mismo. Todo es aprehendido inmediatamente y el propio yo es
considerado un pedazo de naturaleza en la cual se quiere desplegar las
fuerzas vitales. Como si hubiera una inmensa continuidad, una corriente
única, una gran transformación de figura en figura, sin límites
claramente delineados en ninguna parte. Todo es uno: un ser, una sola
vida, un nacer y esforzarse, un único sentimiento y un único
sufrimiento… Toda la multiplicidad de las cosas no es más que
expresión de lo uno. Lo uno se va manifestando en miles de formas.
Esta es la gran tentación de desplomarse, de dejarse estar, y de acuerdo
al estado de ánimo, de gozar sin límites, experimentar todo, agotar las
fuerzas vitales… o caer en una fatigosa entrega de sí mismo… o en la
resignación ante las grandes potencias frente a la propia pequeñez de
uno… La tentación de agotar la vitalidad en la creación inmediata, en la
genialidad de la producción que fluye constantemente, donde el hombre
se siente un apéndice de la naturaleza, o el punto de irrupción de
potencias desconocidas o el instrumento de un espíritu que fluye sin
lugar fijo… Más aún, sin relación aparente con la naturaleza, pero en
realidad sólo proyectándose como su polo constructivo, encontramos un
titanismo del espíritu, que busca sin descanso, que cuestiona todo para
destruirlo, que duda con el afán de socavar…
La otra tentación va en el sentido de una falsa relación con lo absoluto.
Incluso este absoluto se convierte en algo aprehendido inmediatamente,
carente de límites, posible de alcanzar sin dificultades. Como una
plenitud que se puede absorber directamente, un misterio en el cual se
penetra continuamente mediante el pensamiento, la contemplación, el
sentimiento, el deseo. Como una lejanía a la cual se accede por un
camino recto… y como sea que se exprese un absoluto que puede ser
atrapado y con el cual el hombre se encuentra en relación directa. Sin
que para esto haya mayores dificultades, ya sea mediante la piedad o la
impiedad; a través de la rebelión o el don de sí.
En ambos casos se ha renunciado a lo decisivo: la existencia del límite,
lo propiamente humano. No se es mundo, sino más que el mundo. No
se es trozo de naturaleza, sino algo, por esencia, distinto de ella. No se
es una ola en el torrente, un átomo en el torbellino, un apéndice de una
totalidad conexa entre sí, sino que se es espíritu, una persona que tiene
poder sobre sí misma, responsable de sí misma, imagen de Dios que
permanece sometida a su llamado que ha recibido de Él, la libertad en
este mundo. Pero, por otra parte, no se es Dios. No se es un trozo de
Dios, una concretización de su infinita plenitud de sentido; no se es un
apéndice que fluye de su espíritu –o como quiera que se pretenda borrar
la diferencia esencial y absoluta entre Dios y el hombre-, sino algo
“absolutamente menor” que El: su criatura.
El hombre es criatura de Dios. Por lo tanto, es imposible derramarse en
El sin más ni más y no está permitido intentarlo. Todo camino hacia
Dios pasa por la conciencia de la distancia infinita, por el profundo
respeto, por el “temor y temblor” de la criatura.
Pero el hombre es imagen de Dios, espíritu y persona. Por eso es
imposible que sea un trozo de naturaleza y no es lícito intentarlo ser.
Más bien, lo más íntimo del hombre está fuera del mundo, permanece
ante Dios, preparado y destinado a percibir su llamado y responderle.
Pero todo esto significa que el sentido del hombre está en ser un límite
viviente, de asumir esta vida situada en el límite y soportarla en toda su
extensión. De tal modo el hombre permanece en la realidad, está libre
de falsos encantamientos, ya sea de una unidad inmediata con Dios
como de una identidad inmediata con la naturaleza. De ambos lados hay
un abismo, una grieta. El camino hacia la naturaleza está quebrado por
hallarse el hombre bajo la responsabilidad divina. Por eso toda su
relación con la naturaleza está sometida a la mirada del espíritu, al
deber de la dignidad que encierra dicha responsabilidad. Su camino
hacia Dios está quebrado porque el hombre es sólo criatura, por tanto,
debe, por esencia, dirigirse a Dios en ese acto que es a la vez separación
y unión: en la adoración y obediencia. Toda afirmación sobre Dios que
no culmine en un acto de adoración es falsa, y falsa es igualmente toda
actitud respecto a Dios que no tome la forma de obediencia.
Es en esta disposición de espíritu donde se perfila la actitud propia del
hombre. La actitud del “límite”, que es la actitud de la realidad.
Es veracidad, valentía y paciencia. Paciencia, ante todo. La verdadera
solución llega, por cierto, en primer lugar, de la fe, del amor de Dios.
Sólo el misterio de Gethsemaní -y por detrás el sombrío misterio del
pecado con todas sus consecuencias- da la verdadera respuesta: que el
Señor “estuvo triste hasta la muerte” y que llevó la pesada carga hasta lo
último, conforme a la voluntad del Padre. Sólo en la cruz de Cristo se
encuentra la solución para la indigencia de la melancolía. Más allá de
esto no habría nada por decir, salvo que ahora, al concluir, tengo plena
conciencia de lo imperfecto y fragmentario de lo dicho. Pero es
preferible dejarlo como está, porque no sabría decirlo mejor y porque
creo que es beneficioso hablar de estas cosas, de alguna manera por lo
menos.
Tampoco he podido decir nada acerca de la profundidad del planteo de
la melancolía en las cartas de San Pablo y las respuestas cristianas que
se dan en ellas. Aparece en frases cortas, en exclamaciones, en
entrelíneas en medio del discurso, en el matiz y la tonalidad empleados.
Se encuentra aquí una rica teología de la melancolía, comprensible sólo
a quien “la ha experimentado”.
Aparece incluso la respuesta a todo aquello de la melancolía que no
obtiene “solución” aquí en la tierra.
Notas
1. Diarios. Selección y traducción del danés al alemán por Theodor Haecker,
Innsbruck 1923, I, 180.
2. Punto de vista de mi actividad como escritor. Edición y traducción de la obra
póstuma de 1859 por Chr. Schrempf, Jena, pág. 55 y s.
3. Diarios I, 83.
4. Diarios I, 153.
5. Diarios I 131.
6. Diarios I 49.
7. Punto de vista… 56.
8. Punto de vista… 57 y s.
9. Diarios I, 188 y s.
10. Diarios I, 406 y s.
11. La repetición, Ed. De Chr. Schrempf, Jena, 161 y s.
12. Diarios I, 104.
13. Punto de vista…48 y s.
14. Punto de vista…50.
15. Diarios II, 220.
16. Punto de vista…54 y s.
17. Diarios I, 376; 378.
18. Todo esto no quiere decir que el valor mismo, en tanto que tal, destruya,
perjudique o dañe, sino que el desorden interior del hombre caído tiende a dar
al valor y lo valioso efectos ambiguos.
19. Etapas…pp. 15; 17.

Notas al pie:
1 Vom Sinn der Schwermut. Im Verlag der Arche–Zürich, 1949. Traducción directa del original alemán por Miguel Angel Nesprías (Prof.
Filosofía, UBA).
2 Romano Guardini: nació en Verona (Italia) en 1885. Vivió su vida entera en Alemania. Estudió Ciencias Naturales, Derecho, Economía
Política, Filosofía y Teología. Desde 1923 hasta su ancianidad ocupará una cátedra creada especialmente para él –interrumpida por el
nazismo-, que ejercerá en Bonn, Berlín, Tubinga y en su mayor período en Munich. Su extensa obra, ajena a escuelas o doctrinas
tradicionales, es fruto, de la “palabra hablada”: en clase, en la predicación, en la dirección espiritual y grupal. Sus Lecciones reunían
centenares de estudiantes que colmaban toda Aula Magna. Pero también contó con oyentes como Karl Jaspers o Martin Heidegger,
entre tantos otros pensadores, artistas, científicos. Así, de su obra se puede mencionar:  La aceptación de sí mismo, El Poder, El Señor,
sus estudios sobre Dostoyevsky, Dante, Pascal, Rilke, Platón, Hölderlin, San Agustín, Hopkins, así como amplias configuraciones
hermenéuticas sobre la técnica, el fin de la modernidad, Europa, persona y mundo, espiritualidad y Sagrada Escritura, etc. En 1961
recibió en Bruselas el Premio Erasmo de la Paz, sin contar otros. Alemania lo honra con el título de “Praeceptor Germaniae”. Falleció en
Munich en 1968.
3 Se refiere a San Pablo (nota del traductor).
4 Se refiere a un texto de San Pablo (nota del traductor).
5 Se refiere a su padre (nota del traductor).
6 Este dominio de las “Madres” es la región misteriosa en que penetra Fausto para evocar la imagen de la Helena antigua (Faust, II, Acto
I), (nota del traductor).
7 Origen Danés: Enten-Eller o Aut-Aut; alemán: Entweder-Oder; castellano: O lo uno o lo otro. Pero el título escogido es mejor (nota del
traductor).

Fuente: Alcmeón. Revista Argentina de Clínica Neuropsiquiatrica, Año XII, vol 10, N°3, diciembre
de 2001
 

También podría gustarte