Humanae Vitae, Una Encí - Clica Profética

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Humanae Vitae, Una Encí​clica profética.

Reflexiones doctrinales y pastorales


Presentamos un resumen sintético de la encíclica Humanae vitae (HV) por su gran
interés para todos, a los casi 50 años en que fue dada por el Papa Pablo VI en Roma, a
25 de Julio de 1968.

Esta encíclica está dirigida a todos los hombres de buena voluntad y trata sobre la
regulación de la natalidad. La transmisión de la vida humana ha sido siempre para los
esposos, como colaboradores libres y responsables de Dios Creador. Ante los cambios
sociales que transforman la sociedad y las nuevas cuestiones que han surgido, la
Iglesia no ignora esta materia relacionada con la vida y la felicidad de los hombres (cf.
HV, 1).

En la encíclica HV se explica el rápido desarrollo demográfico y la tentación de algunas


autoridades de oponer a los peligros medidas radicales. En la encíclica se hace esta
pregunta: ¿No sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes, como una
fecundidad menos exuberante pero más racional y voluntaria con un control lícito y
prudente de los nacimientos? (cf. HV, 2-3).

La ley natural iluminada y enriquecida por la Revelación divina son los principios de la
doctrina moral sobre el matrimonio. El Magisterio de la Iglesia tiene para todos sus
fieles la interpretación de la ley moral natural, pues Jesucristo, al comunicar a Pedro y
los Apóstoles su autoridad divina y enviarlos a enseñar a todas las gentes sus
mandamientos (cf. Mateo 28, 18-20), los constituye en custodios y en intérpretes
auténticos de toda ley moral, no solo de la ley evangélica sino también de la ley natural,
como voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es igualmente necesario para salvarse (cf.
Mateo 7, 21; HV, 4).
Limitar el problema de la natalidad a perspectivas parciales de orden biológico,
psicológico, demográfico o sociológico no sería correcto sino que hay que considerarlo
a la luz de una visión integral del hombre y su vocación natural, terrena, sobrenatural y
eterna (cf. HV, 7).

La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan considerando su


fuente suprema, Dios, que es Amor (cf. 1 Juan 4, 8), “el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra” (Efesios 3, 15). El matrimonio es una sabia
institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Mediante su
recíproca donación personal, propia y exclusiva de los esposos, tienden a la comunión
de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, colaborando con Dios
en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los bautizados, el matrimonio
reviste además la dignidad de signo sacramental de la gracia que representa la unión
de Cristo con su Iglesia (cf. HV, 8).

El amor conyugal es ante todo plenamente humano, sensible y espiritual al mismo


tiempo. Es un amor total, una forma singular de amistad personal en la que los esposos
comparten generosamente todo gozosos de poderse enriquecer con el don de sí. Es un
amor fiel y exclusivo hasta la muerte, asumido libremente, fidelidad que es siempre
posible, noble y meritoria, manantial de felicidad profunda y duradera. Es un amor
fecundo, que además de la comunión de los esposos se prolonga suscitando nuevas
vidas, con la procreación y la educación de la prole, pues los hijos son el don más
excelente del matrimonio y contribuyen al bien de los propios padres (cf. HV, 9).

La paternidad responsable, en cuanto a procesos biológicos, significa conocimiento


inteligente y respeto de las funciones del poder dar vida y las leyes biológicas que
forman parte de la persona humana; en cuanto a tendencias del instinto y de las
pasiones, comporta el dominio necesario sobre aquellas han de ejercer la razón y la
voluntad; en cuanto a condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, se pone
en práctica con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, o
con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un
nuevo nacimiento durante un tiempo o por tiempo indefinido. Comporta sobre todo una
vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel
intérprete es la recta conciencia. Su ejercicio responsable exige que los cónyuges
reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para
con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores. La misión de transmitir la
vida no es una tarea autónoma en los caminos a seguir, sino que los esposos tienen
que conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma
naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia (cf.
HV, 10).

En el respeto a la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial, los esposos se unen en


casta intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, con actos
honestos y dignos, que no dejan de ser legítimos si por causas independientes de la
voluntad de los cónyuges se prevén infecundos, porque continúan ordenados a
expresar y consolidar su unión. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos
naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos. La Iglesia,
exigiendo que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada en su
constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la
transmisión de la vida (cf. HV, 11).

Esta doctrina expuesta por el Magisterio está fundada sobre la inseparable conexión
que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre el
significado unitivo y el significado procreador del acto conyugal. Salvaguardar ambos
aspectos esenciales, unitivo y procreador, y así el acto conyugal conserva íntegro el
sentido del amor mutuo y verdadero, y su ordenación a la altísima vocación del hombre
a la paternidad (cf. HV, 12).
No es un verdadero acto de amor en las relaciones entre los esposos con recto orden
moral el acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos. Usar del don divino de la transmisión de la vida destruyendo su
significado y su finalidad, aunque sea parcialmente, es contradecir el plan de Dios y su
voluntad. Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso
generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más
bien administradores del plan establecido por el Creador. La vida humana es sagrada,
desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios (cf. HV, 13).

Por todo ello, no es vía lícita para la regulación de los nacimientos la interrupción
directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto querido o procurado,
aunque sea por razones terapéuticas. Tampoco es vía lícita la esterilización directa,
perpetua o temporal del hombre o de la mujer. No es lícita toda acción que en previsión
del acto conyugal o en su realización o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga como fin o como medio hacer imposible la procreación. No es
lícito justificar actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho
de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que
seguirán después. Si bien es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar
un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones
gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien. Un acto conyugal voluntariamente
infecundo es deshonesto y no puede cohonestarse por el conjunto de una vida
conyugal fecunda (cf. HV, 14).

Pero es lícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar


enfermedades del organismo, aunque se siguiese un impedimento no querido para la
procreación (cf. HV, 15).
La Iglesia es la primera que en elogiar y en recomendar la intervención de la
inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero
afirma que debe hacerse respetando el orden establecido por Dios. Para espaciar los
nacimientos por serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de
los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que es lícito tener en
cuenta los ritmos naturales inmanentes en las funciones generadoras para usar del
matrimonio solo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los
principios morales que hemos recordado. En el recurso a los periodos infecundos los
cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural. En el uso de los medios
ilícitos directamente contrarios a la fecundación se impiden el desarrollo de los
procesos naturales (cf. HV, 16).

Los métodos de regulación artificial de la natalidad abrirían el camino fácil y amplio a la


infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. Los jóvenes serían
más vulnerables para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio
fácil para burlar su observancia. El hombre que se habituase al uso de las prácticas
anticonceptivas podría acabar perdiendo el respeto a la mujer y, sin preocuparse de su
equilibrio físico o psicológico, podría llegar a considerarla como simple instrumento de
goce egoísta, no como compañera respetada y amada. También las autoridades
públicas podrían llegar a dejar a merced de su criterio despreocupado de las exigencias
morales el sector más personal y más reservado de la intimidad conyugal (cf. HV, 17).

Estas enseñanzas, en previsión de Pablo VI, no serán quizá fácilmente aceptadas por
todos, pues la Iglesia a semejanza de su divino Fundador es “signo de contradicción”
(Lucas 2, 34), pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley
moral, natural y evangélica como su depositaria e intérprete, sin poder declarar lícito lo
que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre.
Defendiendo la moral conyugal en su integridad, la Iglesia contribuye a la instauración
de una civilización verdaderamente humana, compromete al hombre a no “abdicar de la
propia responsabilidad sometiéndose a los medios técnicos”, defendiendo con esto
mismo la dignidad de los cónyuges, mostrándose amiga sincera y desinteresada de
todos los hombres a quienes quiere ayudar desde su camino terreno a participar como
hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres (cf. HV, 18-19).

La Iglesia, como el Redentor, conoce la debilidad y tiene compasión de las


muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que
en realidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida
por el Espíritu de Dios (Romanos 8). La doctrina de la Iglesia en materia de regulación
de la natalidad, como todas las grandes y beneficiosas realidades, exige empeño y
muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. No sería posible actuarla sin la
ayuda de Dios que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres, pero estos
esfuerzos ennoblecen al hombre y benefician la comunidad humana (cf. HV, 19-20).

Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos
adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y la
familia, y un perfecto dominio de sí mismos. Dominio del instinto mediante la razón y la
voluntad libre según el orden recto y para observar la continencia periódica, disciplina
propia de la pureza de los esposos. Esfuerzo continuo que desarrolla la personalidad
de los esposos, aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la
solución de otros problemas, favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge, ayudando
a superar el egoísmo como enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido
de responsabilidad. Así los padres adquieren la capacidad de un influjo más profundo y
eficaz para educar a los hijos, y éstos crecen en la justa estima de los valores humanos
y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles (cf. HV,
21).

Llamada de atención a los educadores y responsables en orden al bien de la


convivencia humana sobre la necesidad de crear un clima favorable a la educación de
la castidad, triunfo de la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del orden
moral. Aviso a los medios de comunicación social que conducen a la excitación de los
sentidos, al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía y
espectáculos licenciosos, que deben suscitar la franca y unánime reacción de todas las
personas en defensa de los supremos bienes del espíritu humano, sin buscar
justificaciones a estas depravaciones (cf. HV, 22).

La encíclica termina con un llamamiento a las autoridades públicas (pues los


gobernantes son los primeros responsables del bien común y pueden hacer tanto por
salvaguardar las costumbres morales no permitiendo que se degrade la moralidad de
los pueblos ni aceptando que se introduzca legalmente en la familia prácticas contrarias
a la ley natural y divina, y por el desarrollo económico y progreso social que respeten y
promuevan los verdaderos valores humanos, individuales y sociales), a los esposos
cristianos (llamados por Dios a servirlo en el matrimonio, con la ayuda eficaz de la
enseñanza de la Iglesia y de los sacramentos como camino de gracia correspondiendo
en la verdadera libertad al designio del Creador y Salvador, y de encontrar suave el
yugo de Cristo –Mateo 11, 30–, pues la puerta es estrecha y angosta la vida que lleva a
la vida –Mateo 7, 14; cf. Hebreos 12, 11–, esforzándose animosamente en vivir con
prudencia, justicia y piedad en el tiempo –Tito 2, 12–, conscientes de que la forma de
este mundo es pasajera –1 Corintios 7, 31–, apoyados por la fe y la esperanza que no
engaña porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones junto con el
Espíritu Santo que nos ha sido dado –Romanos 5, 5–, realizando la plenitud de la vida
conyugal descrita por el Apóstol –Efesios 5, 25.28-29.32-33–), al apostolado entre los
hogares (convirtiendo los mismos esposos en guía de otros esposos), a los médicos y
personal sanitario (perseverando en promover constantemente soluciones inspiradas
en la fe y en la recta razón, fomentando la convicción y el respeto de las mismas en su
ambiente, y procurándose toda la ciencia necesaria en este aspecto delicado para dar
consejos sabios y directrices sanas a los esposos que los esperan con todo derecho), a
los sacerdotes (cuya incumbencia es exponer sin ambigüedades la doctrina de la
Iglesia sobre el matrimonio, dando ejemplo de obsequio leal, interna y externamente al
Magisterio de la Iglesia en el ministerio hablando del mismo modo para la paz de las
conciencias y la unidad del pueblo cristiano –1 Corintios 1, 10–, no menoscabando en
nada la saludable doctrina de Cristo que no vino para juzgar sino para salvar –Juan 3,
17–, siendo intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas, enseñando
el camino necesario de la oración, la Eucaristía y la Penitencia), y a los Obispos
(trabajad al frente de los sacerdotes, vuestros colaboradores, y de vuestros fieles por la
salvaguardia y la santidad del matrimonio para que sea vivido en toda su plenitud
humana y cristiana, con una acción pastoral en la actividad humana, económica,
cultural y social).

Con el llamamiento final a los hermanos, hijos y hombres de buena voluntad, a


observar la moral con inteligencia y amor, ya que el hombre no puede hallar la
verdadera felicidad más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en su
naturaleza (cf. HV, 31).

La encíclica, que el mismo Papa Francisco en 2014 llamó profética (Bagnasco, 2015), y
que fue cuestionada dentro y fuera de la Iglesia (Fuentes, 2008), como el mismo Beato
Pablo VI intuyó en la propia encíclica (cf. HV, 18), sigue teniendo una validez actual
indiscutible en nuestro tiempo.

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